ÍNDICE
Prólogo
Esquema de la
teoría
Super esquema
Pragmática
La mente. Primera
tesis
La mente. Segunda
tesis
El interlocutor
furtivo
Teoría vécica y
sociedad
Apéndices
Sobre la historia
Sobre la realidad
Sobre el yo
Sobre la verdad
PRÓLOGO
La historia de la
persona es en parte memoria y en parte registro de hechos neurológicos que
están en la base de su conciencia y de su saber. Los problemas y misterios, las
dificultades, la adversidad ante la cual se ha visto necesitada de responder
para poder vivir y permanecer con vida constituyen los principales motivadores
de sus recursos cognitivos y del desarrollo de su inteligencia. Este desarrollo
es bastante independiente de los procesos del conocimiento adquirido, y
corresponde a una realidad personal en construcción que se levanta desde la
experiencia.
La realidad es para la persona no sólo lo que surge de sus percepciones
inmediatas y del momento sino, especialmente, el resultado de las que ha
experimentado en esa historia vivida y que compone la base de la conciencia y
del saber. La teoría vécica se sostiene en el supuesto de que la comprensión de
la realidad sólo se alcanza en plenitud a partir de la experiencia personal y
en estrecho vínculo con las circunstancias de vida que han sido decisivas en su
desarrollo y en su evolución.
El saber no es sólo acumulación de información sino, principalmente,
relacionamiento con el entorno en la actividad vital, con resultados favorables
o desfavorables, convenientes o inconvenientes. Depende de cómo resulte el
enfrentamiento con las vicisitudes y experiencias adversas que es preciso
superar, sea cual fuere la persona y se trate de las condicionantes de vida que
fueren.
Se toma conocimiento de la realidad no sólo al pensarla sino,
especialmente, después de que se enfrenta en los actos de vida, en su
diversidad y todos los días. La información que nos llega de los sentidos, las
habilidades adquiridas por vía externa, los aprendizajes especializados y
capacidades desarrolladas por la educación y por otras vías externas, obran
como asistentes de la inteligencia, pero no completan el todo asimilado y
elaborado por la mente. Pueden perderse definitivamente si no pasan a integrar
la vida de la persona en su actividad vital, como actos plenos experimentados
personalmente.
La comprensión de la realidad tiene que ver con lo que importa a la vida de
cada ser humano, en sus relaciones vitales y en sus intereses principales. Por
lo que se alcanza a través de una construcción personal y no sólo por la imagen
que se percibe y la concepción que se alcanza por la vía intelectual.
La experiencia en el mundo es mediada por un velo que cubre la realidad
funcional, la que no sólo es preciso comprender sino también modificar y volver
favorable para la vida. Es un manto que se interpone entre la comprensión y el
mundo real, que impide verlo tal como es y también impide que la persona se vea
a sí misma en su realidad radical.
La historia personal esconde el vasto proceso por el cual la experiencia
construye a la persona a partir de veces dinámicas en las que se implantan
recursos fundamentales para la vida. El saber objetivo corre en forma paralela
y se basa en datos o información recibida desde los sentidos y por otras vías y
señales externas.
ESQUEMA DE LA TEORÍA
1
Nadie que en la vida diaria
luche por el sustento, el propio, de su familia, de quienes necesitan de su
protección o ayuda, dispone de algún sistema de recursos sofisticado,
solucionador de problemas, surtidor de conocimiento genuino, organizado,
jerarquizado en sus componentes funcionales, como por ejemplo es el de la
ciencia. Cuando la ciencia ayuda, lo hace acompañada de la otra especie de
ciencia contraída: cada uno recurre a su propio caudal, forjado incipientemente
en la experiencia y en lo que el sentido común extrae de los éxitos y fracasos
resultantes, en un curso accidentado y no siempre previsible.
Las elecciones y decisiones que se toman para configurar una senda de vida
no solo cuentan con la ayuda de los recuerdos, de las nociones asimiladas y
conservadas, de las habilidades y conocimientos adquiridos a través de
enseñanzas, aprendizajes programados, instrucciones formales o frutos recogidos
en lecturas. También cuentan con el acervo del mismo proceso de vida, a través
del cual se forja una sabiduría elemental mediante el empeño, el esfuerzo, la
renuncia, incluso el sacrificio y especialmente el sufrimiento.
Cuentan con lo que esa fuente imprime en el sistema nervioso, una base de
funciones en potencia, un complejo facultativo formado a partir de ensayo y
error, elecciones de vida con éxitos y fracasos, veces distribuidas en la
cadena de acontecimientos indeterminados. Un complejo histórico-personal,
algoritmo biológico resultante del proceso de vida que se instruye para
activarse bajo miles de variantes en millones de ocasiones ante todas las
circunstancias.
2
Se trata de una operación
espontánea que extrae de lo indeterminado lo determinado, de lo vivido la
actitud frente a lo que se vive, del pasado incluido el presente a incluir, de
la experiencia la solvencia, de la voluntad la conducta. Ese otro acompañante
de la inteligencia, de orden experiencial, que provee una clase de poderosos
recursos estructurados pero formados en lo desestructurado, instantáneos pero
surgidos de lo permanente de la vida, es el que brinda la fuente adicional del
saber. Este acompañante, por complementario, por adicional, lateral, no es
menos decisivo en la resolución de problemas, aunque su naturaleza no sea la
misma de la que proceden las asistencias y socorros suministrados por la
educación sistemática, el aprendizaje de habilidades, las adquisiciones por
repetición y automatización, sino otra, forjada en la vida personal y
constituida en base a las elecciones y especialmente a los saltos en el vacío
que a menudo se dan con el fin de superar una dificultad.
3
Resolver problemas,
disolver dudas y desentrañar misterios constituye el resorte que
impulsa el saber propio en la historia de la persona. Es el rasgo que la
distingue y que confirma una realidad verdadera, al menos para ella.
Es una realidad verdadera porque participa del mismo mundo que
en alguna medida ella modifica al resolver sus problemas, un mundo que no hay
cómo negar porque es el propio. El entorno ha devuelto la respuesta dada,
¿cómo negar su valor de verdad?
Al tratarse de la escala humana, del mundo en que se presentan los
problemas, y de la actividad que se genera en la interacción con quien los
enfrenta, resulta la confirmación de la verdad del mundo como
existente y correspondiente a la conciencia de la conciencia, a lo pensable
tanto como a lo palpable. Desde que es el mundo en el que ha tocado vivir y en
el que se comparece a sí mismo, es el mundo de verdad y la empresa de definirlo
en tanto mundo conocido, pensado, reconocido en sus propiedades, aquel en que
se da respuesta a los problemas que se interponen en el camino para permanecer
en él.
4
En la medida en que el sujeto humano obra, según su leal saber y entender, en
el mundo en el que asoma y al cual de alguna manera modifica mediante
incidencias en su entorno inmediato, comprueba que está entre las cosas y los
seres y entre las personas e individuos. Se puede afirmar que si no hace algo y
no comparece ante los demás no habita ese mundo.
Surgen así las determinaciones: lo que se puede comprobar
porque responde al propio obrar en el entorno. Estas determinaciones
representan la condición por la que se define la persona, sin las
que solo sería individuo, simple ejemplar de una entre las tantas especies
existentes.
Tales determinaciones o modificaciones producidas por la persona en el
entorno son las que, según resulten a favor o en contra de la prosecución de la
vida, configuran la verdad, concepto que nace como
desprendimiento de las determinaciones. No es solo saber, es también aceptación
de lo que hay mediante la propia comparecencia. Y es en lo que se puede
confiar. Se trata de pautas que se van adoptando en un proceso del que surge otra
clase de elección fundamental, el deber ser (la moral): remisión
de determinaciones a un esquema de principios que se prefieren y privilegian.
5
La contingencia y la
adversidad configuran la verdad a través de las determinaciones, no sólo
mediante el conocimiento. Se interponen a la actividad por la que la persona
modifica el entorno o lo determina mientras a su vez es modificada. De esa
actividad resultan las bases para fundar una verdad provisoria y consecuencial
para el individuo en su praxis de vida. Esta verdad provisoria es más
convincente para la persona que la verdad convencional.
Los sentidos, el cerebro y el entorno se asocian en una sola realidad ante
la cual se comparece en cada acto a fin de mantener una visión
reconocible y propia (de manera que no decaiga; si no comparece, la asociación
se disuelve).
SUPERESQUEMA
Para ser claros
exageraremos un poco y supondremos un problema P, importante y difícil de
resolver, que se presenta en un contexto especial cuya resolución es de
urgencia, coincide o está próxima a coincidir con una “situación límite”. No
hay mucho tiempo para reflexionar ni para buscar salidas meditadas, pedir ayuda
o aplicar concienzudamente lo que hemos aprendido al respecto. Y, sin embargo, nos
arreglamos para encontrar una solución R, que puede ser la solución definitiva,
una dirección posible para llevar a un final exitoso o al menos para quitarnos
de encima lo más pesado del problema; llamémosle dirección D.
Y suponemos nuevos problemas P’, P’’, P’’’, etcétera, resueltos mediante
respuestas R’, R’’, R’’’ y que pertenecen todas a un proceso de elaboración en
el que no prevalece nada aprendido o calculado de antemano, prescrito de
acuerdo a protocolos o aprendizajes, a estudios previos o a preparaciones
especiales, aunque sabemos que de alguna manera interviene todo en la
creatividad más espontánea y desenvuelta. En el proceder no se cuenta con el
aporte de ninguna receta o habilidad determinada y aplicable en directo para resolver
el problema P. Por lo que intentamos aislar el aporte estrictamente personal, la
posible perspicacia, la espontaneidad respectiva, si las tenemos, lo oportuno
de las respuestas ante asuntos de urgente y necesaria resolución, problemas
desconocidos o de resolución desconocida para nosotros.
Suponemos finalmente que los procesos P-R, P’-R’, P’’-R’’, P’’’-R’’’, que
simbolizaremos como PRx, no son sucesivos ni cronológicos sino extendidos en el
curso de diferentes circunstancias de vida en una serie discontinua cuyos
espacios y tiempos han quedado atrás. No han sido registrados ni almacenados
por la memoria, por lo que han quedado al margen de la historia recordable. Se
hace evidente, de esta manera, que, dados todos los P, conjunto que llamaremos Px,
la configuración de todas las R, o Rx, confirma una realidad dada, al menos
para nosotros, desde que modifica el plano Px correspondiente al mundo de
problemas dado. Esto es importante: la realidad responde a nuestra intervención,
por lo cual podemos darla como verdadera, al menos para nosotros, puesto que
partimos de nuestra propia realidad, que no podemos suponer falsa y que, por
consiguiente, consideramos verdadera.
La configuración PRx (las veces que una R ha resuelto un P) entra así a
formar parte del sistema cronológico vital como subsistema de recursos
incorporado a nuestra historia de vida. Advertimos que no forman parte de la memoria, exactamente, porque hemos olvidado o no hemos registrado cada una de
las fechas que se corresponden con cada una de las P-R de PRx, elementos
ligados a lugares o escenarios, momentos, épocas u ocasiones determinadas. De
modo que PRx no es un almacén ni hace las veces de pendrive que
se puede acoplar a la memoria central para que actúe cada vez que las motivaciones
lo requieran.
No tenemos nada para recordar en el momento de elaborar R, y P resulta para
nosotros una dificultad no relacionable con ninguna R anterior que pueda
asemejarse y volver a servir ante la nueva ocasión. Porque contamos con una
nueva fuente de recursos, además de la memoria, que es capaz de activarse por
sí sola, sin alimentarse de recuerdos, ya que está incorporada al sistema
general de recursos y obra como obra el sistema nervioso autónomo, con
prescindencia de la voluntad expresa ante cada caso P. Quizá PRx es una
configuración que ha sido incorporada como función agregada al sistema nervioso
autónomo.
Decimos entonces que la serie indeterminada PRx es nuestra historia
vicisitudinaria o vivencial, historia vécica, es decir, la historia en torno a
las vivencias o vínculos personales intransferibles en su relación con el
mundo. Es la historia generada a partir de problemas trascendentes para nuestra
vida, o de urgente resolución en el sentido de la supervivencia. En otras
palabras, es nuestra historia y no la historia de cualquier sujeto
en el mundo, la historia de la relación del mundo en torno a nosotros, en la
que nos incluimos. En todo caso, la configuración de los Px representa nuestro encuentro
con el mundo, mientras que la configuración de todas las Rx representa el
encuentro del mundo con nosotros.
Rx revela, por tanto, nuestra participación en la realidad, y Px la
realidad participada. Con lo que se nos presenta la posibilidad de adoptar un
punto de vista confiable, o más confiable, desde el cual nos es más fácil
responder a la pregunta por la realidad, la pregunta acerca de qué es y de cómo
es la realidad que podemos distinguir de la apariencia y que calificaremos
“verdad del mundo para nosotros” o “mundo verdadero según surge de nuestra
experiencia de vida”. Supondremos que el mundo está hecho de tal manera que,
singularmente, responde a las iniciativas Rx. Por lo que Rx, en tanto concuerda
con el mundo o al menos con el mundo en que la realidad presenta Px, indica el
camino que toma la historia personal más acendrada.
Sea H esa historia y Hx todos los caminos selectos que configuran la
historia vicisitudinaria o vécica. Hx es, por consiguiente, la historia que no
concuerda totalmente con la historia temporal. Pero, es la historia que nos corresponde
en lo esencial de nuestra vida y de nuestro saber sobre nosotros, sobre la vida
y sobre el mundo en su realidad y sobre la realidad en su verdad para nosotros.
Y sea D la dirección impresa a partir de una R dada para un problema P,
resuelto, y Dx el haz de direcciones de conjunto que puede imprimir un sello
particular a la persona, a sus modos de pensar y hacer. D es la dirección que
toma una solución por concretarse respecto a un problema cualquiera, por lo que
Dx es la orientación general impuesta a los problemas en un mundo que se
dispone según la realidad revelada por Rx o mundo M.
M es el mundo que surge de Rx y representa H o Hx, es decir, que configura la
historia personal real, o historia vécica, donde “real” quiere decir “real para ”. Surge, pues, la distinción entre historia temporal en el mundo e
historia vécica en un mundo M en que podemos confiar en tanto realidad
confirmada por nosotros mismos, esto es, vivida vicisitudinaria o
vivencialmente. La historia en la que no haya relación con M será una historia
de solo tiempo, es decir, la historia de los cambios experimentados por un ser
vivo en la circunstancia de una cronología de vida cualquiera. Si el ser vivo
se ha desempeñado sin construir M, sin una H y sin la vecidad correspondiente a
la continuidad física (es decir, si no se ha desempeñado como integrante de la
especie), entonces, ha realizado solo la parte de los seres vivos en general
sin que haya activado el sistema nervioso central humano.
Ha sido objeto en el desempeño del mundo y no sujeto en el desempeño
propio. Ha quedado en manos del mundo social u organizado en sociedad, en el
cual cada uno participa como individuo y también como persona, es decir, con
participaciones de especies diferentes. En tanto individuo es parte del mundo
aparente y de la historia de la apariencia; en tanto persona es parte del mundo
real y de la historia vécica.
En el primer caso, es presa del mundo inmediato, que no domina; en el
segundo, es parte de M. Puede independizarse de lo inmediato, sobre lo cual no
tiene control ni participación compartida: al responder a lo inmediato se
mimetiza; al responder a M se autorrealiza y encuentra su lugar en la realidad
que puede provisoriamente tomar como verdadera.
PRAGMÁTICA
La acción humana que se
vuelca en y sobre el entorno determina la realidad para el entendimiento. Si no
se diera esta originaria relación del individuo con el mundo quizá no habrían
surgido las nociones de verdad y falsedad y de lo que se suele creer y no
creer. Esa relación se da en la experiencia, y sin ella no daríamos como real
lo que está fuera del alcance de los sentidos, ni como verdadero lo que no se
puede hacer comprender en esa relación con el mundo y resulta sólo
probablemente verdadero o probablemente falso. Nos referimos a una clase
particular de experiencia.
¿Qué caracteriza al entorno y es decisivo para el entendimiento? Lo primero
es la adversidad, es decir, lo que el entorno presenta como obstáculo o
impedimento para el pensamiento y la acción. Lo segundo es la respuesta, la
conducta dirigida a integrarse en tal entorno como un componente más. Lo
fundamental de la respuesta consiste en una modificación sustancial por la que
lo adverso se vuelve favorable.
Inicio
Una vez cumplido este ciclo
relacional a través de la experiencia, el entendimiento consolida una noción
de verdad, aquello en que se puede creer a partir de medios
propios, y en que arraigan las relaciones de la verdad con la realidad, de la
cual el sujeto forma parte. Mientras tanto el entendimiento despliega la noción
de verdad en función de dos grandes principios bajo los cuales
caen los juicios sobre lo necesario y sobre lo accesorio: lo bueno y
lo bello, es decir, lo favorable y lo agradable para sí y para
la convivencia, uno de los mayores problemas que es necesario
resolver.
Lo verdadero, lo bueno y lo bello constituyen los tres elementos básicos
que anidan como sustento del pensamiento y guían la acción, aunque están
también sus opuestos, falso, malo y feo, e ingredientes subespecie, amor y
odio, voluntad e indolencia, crueldad y piedad, etcétera. Estos elementos
básicos de la naturaleza humana se recrean en la experiencia, se fortalecen, se
debilitan o se mantienen siempre igual. Tales son las suertes que corren, pero
estas suertes dependen de lo que el individuo haga consigo mismo, y de la
consideración que tenga en su entendimiento por el resto de los individuos. De
tal consideración surge el cuarto elemento básico: lo social, que
en sí no puede elegir y por lo tanto no es ni verdadero ni bueno ni bello ni
sus opuestos.
En la descripción de este cuadro cumple una función central la idea
de experiencia, pero también es necesario confirmar el significado
filosófico de este término. En general es usado de acuerdo a cinco aspectos que
se parecen, pero son bastante diferentes. Primero, como “aprehensión por un
sujeto de una realidad”, y también como “una forma de ser, un modo de hacer,
una manera de vivir”. Segundo, como “aprehensión sensible de la realidad
externa… antes de toda reflexión”. Tercero, como “enseñanza adquirida en la
práctica” y se habla entonces de “experiencia en un oficio y en general de
la experiencia de la vida”. Cuarto, como “confirmación de los juicios sobre la
realidad por medio de una verificación”, por lo general sensible, demostración
o confirmación. Quinto, como “el hecho de soportar o sufrir algo”, como el
dolor o la alegría.” (Ferrater Mora, Diccionario de filosofía)
La experiencia, aun considerada como “el punto de partida del
conocimiento”, juega un papel específico en la concepción de Kant: “Kant
admite, con los empiristas, que la experiencia constituye el punto de partida
del conocimiento. Pero esto quiere decir sólo que el conocimiento comienza con
la experiencia, no que procede de ella (es decir, obtiene su validez mediante
la experiencia)”. Para este filósofo del siglo XVIII la experiencia es “el área
dentro de la cual se hace posible el conocimiento. Según Kant, no es posible
conocer nada que no se halle dentro de la ‛experiencia posible’. Como el
conocimiento, además, es conocimiento del mundo de la apariencia […] la noción
de experiencia se halla íntimamente ligada a la noción de apariencia” (ibidem).
¿Pero qué es el “área dentro de la cual se hace posible el conocimiento”?
Kant se refiere a los conceptos, elementos esenciales del entendimiento que
permiten interpretar la apariencia, descifrar la realidad (y la existencia).
Dice: “Hay sólo una experiencia en la que todas las percepciones se representan
como conjuntos completos y conformes a leyes, al igual que sólo hay un espacio
y un tiempo en los que se dan todas las formas del fenómeno y toda relación del
ser o del no-ser”. Y enseguida agrega: “Cuando hablamos de experiencias
diferentes, éstas sólo son percepciones distintas que pertenecen, en cuanto
tales, a una única experiencia general. En efecto, la unidad completa y
sintética de las percepciones constituye precisamente la forma de la
experiencia y no es otra cosa que la unidad sintética de los fenómenos obtenida
mediante los conceptos.” (Crítica de la razón pura, A 110)
Ampliación
Esa “unidad sintética de
los fenómenos obtenida mediante los conceptos”, de Kant, ¿qué es? ¿Cómo llega a
originarse, a desarrollarse y a formarse en el entendimiento? Queda claro que
se forma a través de la experiencia, ¿pero, de qué manera? Kant nos remite a la
función que cumplen las categorías, y de allí en adelante se puede seguir el
célebre derrotero que traza como un iluminado ingeniero del conocimiento.
Aquí sólo nos detendremos en una posible derivación inesperada, pues esa
“área” o unidad sintética de los fenómenos que se logra mediante conceptos
parece no responder puramente a conceptos sino también a habilidades contraídas
en la experiencia, no de acumulación simple de experiencias pasadas sino,
especialmente, de una unidad sintética de todas las
experiencias. De conceptos, pero también y fundamentalmente de patrones
neurológicos cuya formación en el entendimiento depende en su generación de lo
que se haga con la experiencia vivida, con la vivencia o con el acto en que la
circunstancia reúne al problema de turno con su eventual solución.
La idea inicial se esconde en la experiencia, como surge de la definición
tercera de Ferrater Mora, pues ella tiene que ver con el conocimiento en forma
directa en tanto “enseñanza adquirida en la práctica” y no en tanto aprendizaje
teórico o inducido. Se trata de la idea según la cual la experiencia es el
campo de actividad y acción en el que la adversidad es transformada en su
contrario por parte del mismo sujeto, transformación de la cual resulta una
impresión o fulguración que en lo sucesivo se activa ante la necesidad de
resolver problemas nuevos y revelar misterios aún no revelados.
Este saber, pues, no es el saber que vuelve a aplicarse una y otra vez ni
una habilidad que resuelve un problema muchas veces o realiza una tarea
consabida con idoneidad. Es, en cambio, la idoneidad adquirida en una
circunstancia personal de resolución de problemas, con una historia personal y
a través de un recurso de creación también personal. La que vuelve a operar de
manera semejante a cómo opera el sistema nervioso vegetativo por reacciones
instintivas y automáticas del organismo.
Desarrollo
El saber que se adquiere
por experiencia propia, en forma independiente de los demás saberes, innatos,
adquiridos por trasmisión o implantados en tanto contenidos que se memorizan y
vuelven a aplicarse en circunstancias semejantes, ¿cómo puede inspirar una
interpretación posible de la condición humana o en su lugar inspirar rudimentos
para una filosofía?
Este saber exclusivo es el que la determina y, si bien no es el que define
definitivamente la realidad, al menos es el que propone tentativamente qué es
verdadero para la persona y qué no, qué es real y qué no, y qué es el mundo y
la vida, siempre en el fuero íntimo. Da lugar a una interpretación primaria a
partir del sistema problema/solución del problema, eminentemente
subjetiva y a la vez operativa. Es la que en primer término echa luz sobre la
famosa “área en la que se hace posible el conocimiento" de Kant.
Corresponde a la modificación del entorno del cual forma parte el sujeto humano
y que éste delimita a través de una acción personal directa y propia, no
implantada, cuyos alcances son únicos.
Así nace la concepción de la realidad y el concepto de verdad que en última
instancia maneja la persona, aunque se adorne con los saberes adquiridos por
transmisión o aprendizajes inducidos. Sólo esa vía por la que en la experiencia
se selecciona lo que es capaz de convertir lo adverso en favorable (exitoso o
no, pues puede resultar favorable, aunque no decididamente exitoso) es la que
se demarca en la historia personal, la que tiene que ver con el saber en el que
la persona puede confiar, o en que solo confía en tanto no es desechado por
otro llegado desde afuera que lo desbarranca.
Viene todo a depender de esta sencilla historia, una historia de
acontecimientos innominados, no fácilmente determinables, historia que ha
estado en la base de los empeños, trabajos, luchas, éxitos y fracasos y que
funciona como generadora de pautas de carácter recursivo, pensamiento y acción.
Fundamentalmente, depende de esta clave del saber personal la misma concepción
del mundo y de la vida. Porque no hay posibilidad de comprender nada y de
desempeñarse con felicidad en el entorno sin el acervo de esa inteligencia
autónoma y superior que sólo se adquiere enfrentando la adversidad y
modificándola de alguna manera.
De la interrelación del hombre y el medio surge la comprensión inicial de
la realidad. De ella resulta el grado de verdad y la índole de las ideas y
creencias en la esfera consciente. Pero la verdad y la índole de las ideas en
la consideración general, en la sociedad, la cultura, la ciencia y el
pensamiento, son otras o son las mismas ajustadas, pulidas y consensuadas, y
comprenden el llamado conocimiento humano. La misma
interrelación aumentada es la fuente de la que se alimenta el sentimiento de lo
social, el reconocimiento del otro y la predisposición a la convivencia. Pero
la aumentada no se da sin la otra disminuida.
Se adquiere por esta vía los atributos del saber, y se alcanza el plano en
el que se puede hablar de conocimiento sistemático, de ciencia fáctica y
social, de filosofía, de derecho, etcétera. De manera que lo histórico personal
se convierte en histórico social e historiográfico, y aun en sentimientos
estéticos. El sistema problema/solución-del-problema es para
entonces la fuente del saber, la respuesta humana ante la apariencia y el
disparador de todos los demás sistemas de conocimiento.
LA MENTE. Primera tesis
La subjetividad
La subjetividad parece la dimensión opuesta al mundo
objetivo que vemos, oímos y tocamos. Parece el interior cuyo exterior resulta
la realidad percibida. Como una casa, tenemos un habitáculo íntimo en el que
vivimos sólo nosotros y en el que nadie entra sin nuestro consentimiento. Desde
el interior de esta casa divisamos el mundo, una zona que parece ser inmensa,
en la que se encuentra emplazado el habitáculo. Hay una zona inmediata, como si
fuera un patio o un jardín, y aledaños y zonas más alejadas que se pierden en
lo que ya no divisamos. Llamamos subjetividad al habitáculo y objetividad a sus
aledaños. En la primera tenemos la imaginación, la fantasía y los sueños,
nuestras ideas y formas de sentir, juzgar e interpretar. En la segunda, en
cambio, está todo lo que no depende de nosotros, cosas, hechos, seres, el mundo
real e independiente de nuestra subjetividad y voluntad.
Hemos dicho que la
subjetividad es la dimensión opuesta al mundo objetivo, pero la palabra
“dimensión” no es del todo apropiada. Dimensión tienen los cuerpos, espacios y
objetos, los mares y continentes, incluso los tiempos. Pero la subjetividad no
es cuerpo ni espacio ni tiempo ni está hecha de nada de esto. Es algo sólo
pensado, sentido por dentro, imperceptible y abstracto, sin extensión ni
duración. En ella transcurre la vida mental, no la vida corporal ni material.
La vida mental es tan imponderable que, según se ha dicho, carecemos de ella al
nacer o la poseemos sólo en un grado insignificante si la comparamos con la
talla que alcanza en la madurez. Es razonable preguntar si la subjetividad es
tan diferente a la objetividad como parece, si son dos dimensiones diferentes y
si no hay algo común a ambas. Si ese adentro y ese afuera están separados por
un límite tajante.
La objetividad se
corresponde con el afuera, con el mundo y sus seres y cosas. Pero, no
es ese mundo ni esas cosas. Es lo que nosotros nos figuramos del mundo
y las cosas. El mundo y las cosas son como son, independientemente de lo que
pensemos nosotros al respecto. De modo que nosotros nos figuramos el mundo, y,
si nosotros nos figuramos el mundo, entonces, no hacemos sino representarlo en
nuestra mente. Pero, hemos dicho que la mente pertenece al habitáculo de la
subjetividad. ¿En qué se diferencian, pues, las dos dimensiones? Se diferencian
en que la objetividad exige que lo que nos representamos del mundo exterior
sea, o deba ser, una copia fiel de ese mundo, lo más fiel que podamos extraer
de él para que la imaginación o la fantasía no lo falsifiquen. Si la
representamos sin cumplir con el requisito de la fidelidad, sin el cuidado
porque nuestra copia resulte igual o lo más parecido a lo real, entonces se
entromete la subjetividad, que puede engañarnos por estar encerrada, solitaria
y aislada en la habitación interior de la conciencia.
Pero no hay tanta
diferencia entre lo que logramos objetivar del mundo y lo que del mundo
interpretamos subjetivamente. No puede haberla. Porque todo lo que hacemos y
pensamos, lo que percibimos y lo que interpretamos, tiene origen en la
experiencia, y esta experiencia es vivida tanto por la parte subjetiva como por
la objetiva. No hay dimensión del cuerpo o del espíritu que esté separada de su
experiencia personal, de las circunstancias de vida, de la serie de actos,
estados, vivencias, vicisitudes que componen la historia de cada individuo.
Todo lo que somos
personalmente, que nos distingue a unos y a otros en la relación social, es el
producto de una compleja construcción que se erige en forma paralela a la del
cuerpo, pero en fuerte interrelación. Células, tejidos, órganos, incluidos los de
los sentidos, sistemas que configuran, el cerebro, todo se proyecta en íntima y
evolutiva relación con ideas, conceptos, emociones, pasiones, sentimientos,
valoraciones, es decir, con los llamados “fenómenos psíquicos”[1]. Se suele
abreviar diciendo “cuerpo y alma”; modernamente se llama “cuerpo” al conjunto
de los fenómenos que constituyen nuestra individualidad física y biológica, y
“conciencia” al de los fenómenos que constituyen nuestra individualidad
psíquica, también llamada “espacio psíquico” y “dominio psíquico de la
existencia” (Maturana, 1997, 53) ‒sin que falten quienes lo niegan.
El individuo construye su
psiquismo, y las particularidades que lo configuran, a través de la historia
personal, en la que es determinante la experiencia[2]. Tal
construcción es la que le vuelve individuo, ser único entre los demás
individuos. Se trata de un proceso en el cual interviene lo físico en unidad
indisociable con lo psíquico. Se podría decir que el psiquismo no es más que
una forma de manifestarse el conjunto, y que el individuo físico y biológico es
otra forma de manifestarse el llamado “fenómeno humano” o “milagro de la
creación”.
En lo que atañe al
proceso psíquico, habitualmente denominado vida mental, se suele
distinguir la actividad que el individuo controla directamente, según su
voluntad, y la actividad que se desarrolla fuera de la atención central y el
control directo de la mente ‒no hablamos aquí de consciente e inconsciente. En
este sentido, a veces se llama conciencia al conjunto de todos
los fenómenos psíquicos, y a veces se llama así a lo que de ese proceso está
bajo cierto dominio o bajo total dominio del individuo. Se dice, pues, que se
tiene “conciencia de” para referirse a un contenido de pensamiento que gana el
centro de la atención mental. Pero no es la única distinción en este asunto;
hay otra no menos importante.
Si aquello de que se es
consciente, bajo el control de la atención de manera firme y voluntaria, ha
entrado en contacto con la mente de manera sensible, se dice que es un
contenido objetivo o un conocimiento objetivo. Por
ejemplo, la silla que ponemos en el centro de la atención cuando estamos
fatigados, buscando descansar en ella. La vemos y la tocamos al ir hacia ella
para sentarnos. En cambio, no vemos ni tocamos ni podemos establecer una
relación sensible con la idea de la silla, ya fuese genérica o imagen de una
silla determinada, ubicada lejos de nosotros. Tampoco podemos hacerlo, como es
obvio, con cualquier objeto inexistente, de ficción e imaginación, como el
dragón que escupe fuego. Lo que es referido por medio de una representación que
no tiene correlato en el mundo real, una idea o a una imagen, aun cuando esté
en el centro de la atención, corresponde a un contenido subjetivo a
aquello que concebimos subjetivamente.
Henri Wallon observa con
acierto que: “Para llegar a obtener resultados objetivos, cuya existencia no
varíe a tenor de modas o sistemas ideológicos, las ciencias del hombre han
procedido como las ciencias de la naturaleza, que encuentran sus objetos en el
mundo exterior y a los cuales tratan como cosas.” Quiere decir que se ha
buscado la objetividad de las proposiciones intentando escapar a la intuición o
al análisis subjetivo. Y agrega: “Se han consagrado a la búsqueda de ‘cosas’
que fueran exteriores a cada individuo e identificables por todos de un modo
parecido. De estas cosas sólo quisieron conocer los caracteres materialmente
discernibles y controlables. Limitando su estudio a las relaciones que se
deducen de la comparación, han dejado de introducir en la realidad las
veleidades a través de las cuales a cada uno le puede parecer que penetra en su
esencia.” (Wallon, 1985, 42)
Esta observación de
carácter materialista sería totalmente compartible si no fuera porque deja
afuera la realidad mental, tan cara a Wallon, que no puede ser comprendida como
“cosa”. Ni siquiera la realidad física comprende sólo cosas y, paradójicamente,
las ciencias sociales tanto como las naturales se afanan en estudiar aquello
que, en contra de lo que se desprende de estas citas, carece de “caracteres
materialmente discernibles y controlables”. En verdad, y este autor lo señala
claramente, la ciencia contemporánea estudia relaciones y no
estrictamente cosas. Bueno sería estudiar las relaciones del mundo
exterior, pero en tanto en cuanto esas relaciones también forman parte del
mundo interior. Porque las ciencias del hombre no pueden negar realidad a lo
que no se ve. Justamente, buena parte de las ciencias anda a la búsqueda de lo
que no se ve, de lo que no se percibe en forma natural; tampoco se puede
afirmar que los anhelos por llegar a la esencia representen “veleidades”,
porque la esencia es lo que no se ve y lo que permite explicar la apariencia.
Lo subjetivo merece una
investigación particular justamente en sus relaciones con lo objetivo. Para
poder estudiar esas relaciones es necesario atender lo que objetan en cantidad
de casos los críticos de la ilusión, la fantasía, la divagación, en tanto estas
modalidades formen parte del conocimiento. Pero no será posible estudiar la
objetividad separada de la subjetividad, aunque se haya pretendido hacerlo
desde siempre. Lo subjetivo no es sólo ilusión, fantasía y todo lo que se le ha
atribuido y se le atribuye; no ha surgido de la nada ni se ha desarrollado de
manera aislada de la vida física, de los hechos y de las cosas. Ha estado en
contacto con “el mundo externo” tanto como el cuerpo y la actividad que el
cuerpo despliega en el mundo. No es una isla sin comunicación con lo exterior.
Lo verdaderamente
remarcable no es que la subjetividad humana obre junto a la objetividad,
plegándose una hacia el interior y recogiéndose la otra desde el exterior, que
es para los seres humanos una evidencia inmemorial. La subjetividad responde a
una particularidad de la historia del individuo no bien estudiada. El mundo
exterior que mantiene el contacto con el cuerpo, el cuerpo que constituye una
única y misma cosa con la mente, y la vida que se integra a esa única y misma
cosa indiscerniblemente en cada instante, no sólo inspiran relaciones de orden
objetivo. Inspiran más que nada relaciones de orden subjetivo. El orden
subjetivo de las relaciones no nace por arte de magia, por generación
espontánea, en un interior mental incomunicado. La
subjetividad ha surgido del mundo exterior, de la experiencia a partir de la
cual se han configurado las formas mentales, que son las
“cosas” de la vida psíquica, es decir, los fenómenos psíquicos.
Se distinguen dos grandes
aspectos del conocimiento: el primero tiene que ver con la razón, según se
desempeñe en su habitáculo cerrado, anterior a toda experiencia (a priori),
o se compruebe mediante experimento o verificación fáctica en el entorno
empírico (a posteriori), y otro que tiene que ver con las emociones y
las valoraciones carentes de forma lógica. Esta división es clásica para toda
ciencia, sea de la naturaleza que fuere. El primero corresponde a las ciencias
naturales, experimentales o fácticas, es decir, al conocimiento sistemático y a
los grandes consensos de los científicos; el segundo corresponde al arte, a la
estética, a la ética, a los valores. Sin embargo, es probable que esta división
ya no sea oportuna, porque la subjetividad ilusoria aparece en la ciencia y la
objetividad realista aparece en el arte, además de que ciertas emociones
cuenten con algunas válvulas controladas por la conciencia. Hay
correspondencias mutuas y conexiones directas que se han vuelto habituales, lo
que surge de los desarrollos teóricos y experimentales de la física, la
química, la biología, la astrofísica, etcétera. No hay tanta barrera, frontera,
abismo.
Lo subjetivo, decíamos,
no es sólo ilusión y fantasía, esto es, no sólo opinión individual
sin consenso ni confirmación práctica. No se corresponde con una construcción
ficcional que llene los vacíos de conocimiento o recree a los hombres fatigados
de tanta realidad, aunque funcione generalmente con esas características en la vida
diaria, en el arte, en la poesía, en la narrativa, en el cine, en los juegos,
en los sueños. La subjetividad de un individuo, además de ilusión y fantasía,
es lo que el mismo individuo construye a partir de sus vivencias, de la
actividad de su vida inmersa en el mundo del cual forma parte. Lo que indica,
en principio, una injerencia del mundo real en el mundo irreal lo
suficientemente poderosa como para descartar el primado de una insularidad que
conduzca siempre al capricho o al error. Hay un contacto originario con el
mundo, que inunda toda la subjetividad, junto a la carga que generalmente
asociamos a la fantasía y a la alucinación.
Se ha hablado mucho de
los complejos procesos por los cuales la mente humana transforma la experiencia
vivida en capacidad de comprender el mundo a través de formas simbólicas que
representan la actividad psicológica superior. Numerosas teorías en los campos
de diferentes ciencias coinciden en la interpretación de este fenómeno como
evolución y transformación de la acción y de los hechos en abstracción e ideas,
con escasas diferencias explicativas. Se trata de la milenaria trayectoria por
la cual la especie humana conquista paso a paso los estadios de su inteligencia
hasta configurar la que reconocemos hoy.
Algunas de esas teorías
suponen el pasaje de lo intuitivo y caótico a la ordenación y sistematización
de los datos recibidos de los sentidos, desde el principio de los principios
hasta el estado actual de la capacidad humana. Asimismo, sostienen un supuesto
similar las teorías que encuentran el mismo pasaje en el individuo humano, de
modo que se reproduciría en lo ontogénesis el proceso registrado en la especie.
Otras teorías, bien recibidas entre filósofos y científicos, destacan un
originario equilibrio entre lo que espontáneamente puede atribuirse a lo
primitivo y elemental y lo que puede atribuirse a lo cultivado y elaborado,
esquema que permanece en los estadios subsiguientes. Se ha hablado, así, de una
“imagen manifiesta” del hombre, y de una “imagen científica”, agregándose que
la primera “no pertenece a un estadio pasado y desaparecido del desarrollo de
la concepción que el hombre tiene del mundo y su puesto en él [por lo que] no
queda anulada bajo la otra en la síntesis de ambas” (Sellar,
1971, 13-15). Dígase si, en la contemplación del hombre actual, y aunque la
apreciación sea subjetiva, no se descubren las dos imágenes con harta
notoriedad.
Es posible entrever, sin
embargo, el aspecto que ha quedado sin evaluar en profundidad. En la medida en
que la metafísica clásica y la teoría del conocimiento en sus versiones
contemporáneas han definido el concepto de experiencia como la reunión de los actos
de vida con las habilidades adquiridas, sumándose así a la marcha por la
conquista de la inteligencia, se ha omitido una distinción capital. Porque se
puede presumir que no es la experiencia bruta, considerada como
historia, serie continua o acumulación de vivencias, la que produce la
chispa que inicia el proceso de la inteligencia. En cambio, sólo intervendrían
algunos destacadísimos acontecimientos de ese proceso que, por guardar relación
con la necesidad de aprender, y por prestarse a la generalización, dados los
beneficios eventualmente extraídos de ellas, se implantarían como formas o
pautas de procedimiento: un orden en los pasos a dar en la resolución de
problemas, especialmente en el problema de cómo comprender el mundo. En suma:
que la chispa no se produce por el continuo ni por la acumulación sino por sólo
algunas impresiones, selectas y probadamente efectivas, que mutan diacronías en
sincronías.
Enseguida se apreciará
que esa reducción no se produce por recapitulación ni por sumatoria o
acumulación, y menos aún por síntesis, mezclas o combinaciones, sino por una
simple elección, aquella que, ante alternativas posibles que presenten dilemas
y problemas, el beneficio obtenido muestre como superior (no en el sentido de
su utilidad sino en el de la satisfacción del buen entendimiento personal). Nos
referimos al caso en el que el individuo humano no hace un balance de las
experiencias para elegir la mejor (aunque lo haga a otros efectos), sino que,
por el contrario, elige la que en una primera instancia estima que le otorgará
el mayor favor. Si se trata de meditar sobre los problemas, podría decirse que
piensa antes, durante y después; pero, si se trata de resolver problemas, bajo
la presión de las circunstancias, no puede hacerlo sino recurriendo al chispazo
de una estimación espontánea y súbita (porque no dispone del tiempo suficiente
al estar acuciado por la urgencia, porque no tiene elementos para juzgar,
porque no confía en presentimientos o porque no le es posible aplicar
retroducciones o abducciones aristotélicas ‒ya que el asunto puede no tener
antecedentes).
Es una primera señal de
su tendencia a apelar a la experiencia de vida, de atinar a los resultados que
dictaminan los hechos. Pero, hágase la precisión, se trata de una señal por la
cual el sujeto atina a los hechos formalizados, no a los contenidos
de los hechos vividos que recuerda y se propone revivir y aplicar en forma de
reconstrucción. A la vista está que, en el orden del pensamiento y de los
recursos de la inteligencia para comprender el mundo, esta tendencia se
inscribe en lo que se conoce como conocimiento objetivo.
El proceso que se deja ver, si seguimos con el propósito de entrever lo hasta
ahora no visto, no es estricta y completamente objetivo, puesto que participa
en ese proceso el pronunciamiento mental por el que se elige sin mayor análisis
entre dos o más posibilidades. Intervienen ambas inclinaciones: la elección
entre alternativas, emergentes del contacto directo, físico, del orden
objetivo, y también la elección entre alternativas no físicas, que bien pueden
resultar subjetivas. Tiene lugar toda clase de acto espontáneo, subitáneo,
intuitivo, y también la inferencia experimental y sensible (inducción,
retroducción). Intervienen las operaciones mentales que interpolan el sistema
inteligente adquirido por experiencia acumulada, conservada y luego reproducida
o aplicada de acuerdo a las necesidades, pero también y especialmente el
sistema inteligente impreso a partir de sólo ciertos resultados seleccionados
por la conciencia en el curso de la historia personal. Se da de una manera
indeterminada, sin tiempos ni espacios definidos, porque se generan sólo a
partir de algunos hechos, sin que se sepa cuáles, porque no interesa a los
efectos prácticos.
Primeros avistamientos
Esta remisión a un punto crucial de la historia del
individuo nos invita a despojarnos de toda separación tajante entre lo objetivo
y lo subjetivo. No es otra cosa en el fondo que poner en tela de juicio la
discriminación entre los niveles jerárquicos establecidos por diversas teorías
del conocimiento. De acuerdo a esta discriminación, hay un nivel que
corresponde a los objetos físicos, y otro que corresponde a los objetos
mentales. Wilfrid Sellars dedica un libro a rechazar esta concepción; plantea
el enigma que surge al contemplar una mesa: ¿hay una mesa o dos mesas? Tal vez
hay que considerar “dos mesas: una nube de moléculas por una parte
y una configuración de contenidos sensoriales reales y posibles por otra”.
Sellars se ocupa de las teorías que describen el mundo microscópico, el mundo
de lo que no se ve por medios naturales, que confronta con las teorías que
describen las cosas físicas del mundo macro. ¿Se desprende de esto que hay dos
mundos? No, no se desprende tal cosa.
La relación que hay entre
el discurso sobre los objetos físicos y el discurso sobre las impresiones
sensoriales, afirma Sellars, no puede compararse con la relación entre
descripciones no sensoriales (nube de moléculas) y descripciones sensoriales
‒vemos una mesa (Sellars, 1971, 130). Está implicado el
falso supuesto de que hay un nivel más básico. Se trata del mismo inconveniente
que impide encontrar en los contenidos subjetivos la huella indeleble de la
experiencia supuestamente transfigurada sólo en contenido objetivo. A seguir la
orientación de Sellars, se advierte que las experiencias de vida, los cambios
en la “imagen manifiesta” y las transfiguraciones que posibilitan el dinamismo
y la plasticidad de la “imagen científica”, constituyen la totalidad de la vida
mental, sin necesidad de atribuir un nivel por encima de otro.
La descripción de la vida
mental debe ocuparse de la realidad vivida en tanto realidad pensada, y de la
realidad pensada como realidad vivida. Interponer el tiempo, suponer que lo
físico sea lo primario y lo psíquico lo secundario, o viceversa, es un error.
Ya hace cien años que se adjudicó objetividad (carácter de objeto) a la vida
psíquica. Franz Brentano, explorador de los “fenómenos psíquicos”, observó
que “El rasgo característico común de todo lo psíquico consiste en eso que
frecuentemente se ha designado con el nombre de conciencia ‒expresión, por
desgracia, muy expuesta a malentendidos‒; es decir, consiste en una actitud del
sujeto, en una referencia intencional ‒que así ha sido llamada‒ a algo que,
acaso, no sea real, pero que, sin embargo, está dado interiormente como
objeto.” (Brentano, 2002, §§ 19 y 20)
Hoy advertimos que lo que
tradicionalmente se ha separado entre lo físico y lo psíquico está unido, o es,
una realidad única, se diría humana por antonomasia, descriptible en términos
de acciones mentales, como si se tratara de acciones físicas. Aquello que actúa
como uno, y que da la impresión de ser dos, es lo más interesante de la vida
mental. Un importante filósofo se ha referido a la particularidad que origina
este fenómeno en el trato con el mundo: “Los principios, como los conceptos,
surgen en el hombre poco a poco, lentamente; pero por generación espontánea. La
experiencia sensual, el trato con los cuerpos, va dejando mecánicamente en
él […] cristalizaciones de conducta mental que son los conceptos y principios
[…] Estas experiencias básicas de la vida, que de modo mecánico se decantan en
principios (repito, como los adagios, como los proverbios), son comunes a
todos los hombres.” (Ortega y Gasset, 1979, 240).
Debemos ocuparnos del
plano práctico y comprobar que la subjetividad no es irreal sino tan real como
cualesquiera de las objetividades de las que se pueda hablar. La objetividad de
las proposiciones observacionales, de los enunciados científicos, de las expresiones
corrientes referidas a objetos, incluso la objetividad que nos transmite el
tacto o la vista, el oído, el paladar o las impresiones de los termorreceptores
del cuerpo no son demasiado diferentes. Hay un principio común a la razón y a
la elucubración más alocada y rara, pues ambas nacen del contacto con la
realidad. La fantasía o las alucinaciones, la especulación o la opinión vulgar,
contienen tanta historia real y tanta vivencia como
el más racional y axiomático de los argumentos científicos, aunque no lo
parezca.
Es difícil apreciar las diferencias,
quizá debido a la tradicional distinción entre la ciencia y las demás formas de
manifestarse el conocimiento humano. Algunas diferencias se distinguen por la
dirección que sigue el proceso parecido a un cálculo, del cual nace cierta
actividad mental. El orden que rige este proceso, el de los pasos en busca de
un resultado, definiría un tipo especial de fenómeno psíquico, entre los que
Brentano clasificó como “representaciones”, “juicios” y “emociones” (Brentano, 1935, 22).
Aunque no sería correcto
asimilar la clase de cálculos lógicos o matemáticos al plano de la realidad
mental, de manera irrestricta, su actividad parece seguir un “mecanismo” de
características semejantes que, por otra parte, estaría asociado a las condicionantes
nerviosas y bioquímicas. Más adelante profundizaremos un poco en la forma de
este fenómeno, que a todas luces esconde el secreto de la inteligencia. Pero
desde ya conviene distinguir con claridad la actividad psíquica, fuese
subjetiva u objetiva, en la cual encontramos representaciones, juicios y
emociones, del proceso que conduce a ella y que hemos encontrado parecido a un
cálculo o, en síntesis, a lo que en inteligencia artificial se entiende como un
algoritmo. Una señal que marca la diferencia más importante es la de que no se
ve que los patrones sinápticos puedan configurarse en función del tiempo, como
otras habilidades y recursos de los aprendizajes, sino, de manera espontánea y
súbita, semejante a una mutación. Que consistan en procesos quiere decir, más
bien, que los determina el orden y no un lapso por el cual se
establecen. Por otra parte, podrían modificarse permanentemente.
Volvamos a la noción
de referencia intencional de Brentano. Edmund
Husserl, uno de sus discípulos, atento a esta noción manejada por el maestro,
le llamó acto, como se le llama a cualquier acto de la vida física
y real; eso sí, acto psíquico. Y le llamó así porque,
evidentemente, si hay intención, si hay un objeto hacia el cual se orienta la
intencionalidad de la conciencia, pues, hay actividad, episodio, mudanza,
praxis. Su expresión preferida es vivencia intencional (es
importante cerciorarse, cosa que no haremos ahora, de lo que entendía por
“vivencia”). Para simplificar, “como expresión más breve”, Husserl usa la
palabra acto (Husserl, 1929, 160). “El término
de intención ‒dice Husserl‒ presenta la naturaleza propia de
los actos bajo la imagen del apuntar hacia; y se ajusta, por ende, muy bien a
los múltiples actos que pueden caracterizarse, sin violencia y de un modo
comprensible para todos, como un apuntar teorético y práctico.” La
realidad de lo que no se puede tocar es una realidad como cualquiera otra, un
escenario semejante al paisaje a las orillas de un río o al de la constelación
de las estrellas en el cielo de la noche.
Se puede considerar,
pues, una realidad objetiva y una realidad subjetiva. Al parecer, la realidad
objetiva es la realidad verdadera. Pero no es una certeza en la que se pueda
confiar. Se presenta el dilema que ocupó al biólogo chileno Humberto Maturana,
una de cuyas reflexiones figura bajo el título de este texto. Si tuvimos un
sueño, y lo recordamos y reconocemos como uno de los sueños que solemos tener,
no hay otra alternativa que tenerlo por real, por una realidad verdadera. Y
existe, aunque se trate de una especie diferente de realidad no concreta.
Existió anoche y sigue existiendo en nuestra mente, como sigue existiendo en
nuestra mente un objeto preciado luego de perderse, o como un ser querido sigue
existiendo para nosotros después de su desaparición física.
Se puede considerar
la intencionalidad como si se tratara de una acción o de un
acto, pues: “En la percepción es percibido algo; en la representación
imaginativa es representado imaginativamente algo; en el enunciado es enunciado
algo; en el amor es amado algo; en el odio es odiado algo; en el apetito es
apetecido algo, etc.” (Husserl, ob. cit., 149) Pero
¿qué es este “algo”? Los fenómenos psíquicos no se disponen en torno a un
objeto material, como los fenómenos físicos, pero se refieren a un contenido
que obra como si fuera un objeto (en el sentido objetivo) hacia el cual dirige
su atención la conciencia, de modo que suscita la intencionalidad. El objeto
psíquico excita la conciencia como el objeto físico excita los sentidos
corporales. Esta “realidad” de los fenómenos psíquicos llevó a Brentano a
hablar de inexistencia intencional. Si bien la existencia física
está llena de objetos, hay una inexistencia que está llena de intenciones, de
asuntos por los que nos interesamos o por los que reaccionamos o nos sensibilizamos
y nos movilizamos (Brentano, 1935, 91-93)[3].
Pero hay que demostrar
que una representación, un juicio o una emoción son reales, tienen una
existencia como tienen las entidades reales. Aun, hay que demostrar que
los actos o vivencias intencionales, son
reales. Sencillamente, que es real la intención, que es real lo que por
tradición llamamos subjetivo. Lo que llamamos objetivo, por definición, es
real, puesto que pertenece al mundo externo a la mente o proviene de él,
independiente de toda deformación, imaginación, fantasía. Su posibilidad
de ser o existir es independiente de
nosotros. Si un objeto físico define siempre lo real (en el sentido amplio del
término objeto, al uso de Wilfrid Sellars), un objeto psíquico, es
decir, un objeto sin existencia física, un acto psíquico, lo define también si
es un contenido intencional, un ir hacia, o, como
también se expresaba Husserl, si es conciencia “de”: “Toda
percepción de una cosa tiene, así, un halo de intuiciones de
fondo (o de simples visiones de fondo, en el caso de que se admita que
en el intuir empieza el estar vuelto hacia las cosas), y también esto es una ‘vivencia
de conciencia’, o más brevemente, ‘conciencia’, y conciencia ‘de’ todo
aquello que hay de hecho en el ‘fondo’ objetivo simultáneamente visto.” (Husserl, 1962, Libro Primero, Sección Segunda, capítulo
II, § 35, 79). Repárese que la expresión “fondo objetivo simultáneamente
visto” es eso mismo que andamos buscando: la realidad indiscutible de la subjetividad.
Hay suficientes
evidencias, pues, de la base real de la intencionalidad. Hay muchos y complejos
hechos biológicos, neurológicos, químicos y físicos, cuya realidad
incuestionable se confunde con su manifestación mental. Si no es real el
fenómeno psíquico en sí, lo es la intención a la cual responde, y en la
intención está la realidad del fenómeno. Pero, no alcanza con declarar que se
trata de dos caras de una misma moneda, y cosas por el estilo, que son opuestos
que se complementan, etcétera. Ir al fondo del problema es ir al encuentro de
la “irrealidad”; una irrealidad que, paradójicamente y a pesar de ser lo que
es, algo inexistente, hace frente a la vida y se presta a servir como
fundamento de las elecciones y decisiones permanentes de los seres humanos en
la praxis de vida. Hay en ella algo tan real como los árboles y los planetas.
De todos modos, las
realidades y las irrealidades no se presentan con el mismo nivel jerárquico
desde el punto de vista del estudioso de estas materias. Y, mucho menos, con el
mismo nivel de prestigio, de respeto o de consideración, desde el punto de vista
intersubjetivo y social. El valor que pueden tener es inherente a la
circunstancia de realidad considerada que, a veces, lejos de ayudar a
complementarse, las incita a estorbarse mutuamente. Una puja ideológica o
moral, una simple cuestión de intereses hace que una interpretación sea la real
y las demás irreales. Nos dejamos llevar por impulsos y presentimientos o
apelamos a una evidencia que cae por su propio peso, consensuada, avalada por
todas, esto es, y con una sola palabra, una evidencia objetiva.
¿Qué quiere decir que
algo sea objetivo? Hay, según José Ferrater Mora, un significado
tradicional de este término, y otro moderno. Como veremos, son inversos. Según
el primero, existir de manera objetiva equivale a “estar en el pensamiento o en
la representación”, de modo que objetivo es todo “objeto en
tanto que pensado”. Y es subjetivo “lo que corresponde al objeto de
la sensación”. Según el segundo, el moderno, objetivo es “lo que no
reside en el sujeto”, en contraposición a subjetivo “entendido
como lo que está en el sujeto” (Ferrater Mora, 2064).
José Ferrater Mora apunta que Schopenhauer y Renouvier “propusieron volver al
uso escolástico y de los autores del siglo XVII.”
Para unos lo objetivo es
mental y lo subjetivo es lo que responde a la realidad,
mientras que, para otros, y al revés, lo objetivo es lo que
está fuera de la mente, y lo subjetivo es lo que está dentro.
Llama la atención que las
propuestas difieran tanto como sus polos opuestos. Si las mentamos aquí es para
encontrar una señal de alerta. Claro, en nuestros días, el significado moderno
de objetivo es el único válido (usual a partir de
Baumgarten y Kant, según Ferrater Mora). Sin embargo, no está de más evocar la
concepción tradicional (de escolásticos como Santo Tomás o Juan Duns Escoto),
porque quita del medio lo que en principio podría parecer absurdo: que la inteligencia
humana pueda concebir como real lo que está en el pensamiento
(la misma palabra “en” empuja la idea hacia un adentro oculto y eventualmente
desconocido).
Todo esto puede no ser
más que un asunto lingüístico, de significaciones ajenas al corazón del
problema. Pero en el fondo se advierte cierta vacilación en cuanto a lo que es
posible considerar conceptualmente como realidad. El concepto que
encierra esta palabra, admitamos por lo pronto, se puede defender racionalmente
con alguna comodidad siguiendo cualquiera de las dos concepciones.
Hemos visto más arriba
que existe un tercer significado de objetivo, que hace las
veces de paños tibios.
En varias de las
filosofías actuales se entiende ‘objeto’ en un sentido que, aunque no coincide
estrictamente con el tradicional, tiene en cuenta algunas de sus
características. Esto ocurre en todas las filosofías en las cuales desempeña un
papel fundamental la noción de intencionalidad. Ejemplos son Meinong, Stumpf y
Husserl. Así, el hecho de que se hable, por ejemplo, de la ‘objetividad’ de la
realidad, del ‘objetivismo’ de los valores, etcétera, tiene, sin duda, una
resonancia en el sentido del objeto como lo que ‘existe objetivamente’ (sea
cual fuere, por lo demás, la forma de existencia), pero solamente parece poder
entenderse con pleno rigor cuando el objeto y lo objetivo poseen una
significación sensible parecida a la más tradicional […] ‘Objeto’ equivale, por
consiguiente, a ‘contenido intencional’; lo objetivo no es, pues, una vez más,
algo que tenga forzosamente una existencia real, sino que el objeto puede ser
real o ideal, puede ser o valer. Todo contenido intencional ‒o, en el
vocabulario tradicional, todo contenido de un acto representativo‒ es en este
caso un objeto. (Ferrater Mora, ob. cit., 2065)
La realidad subjetiva
El tercer significado, relacionado con la
intencionalidad, convalida el primero (objetivo es lo interior), no contradice
ni desprestigia el segundo (objetivo es lo exterior), y tiene la ventaja de
facilitar la extensión del concepto de realidad sin generar efectos indeseados,
como los que ya mencionamos (dos caras de la misma moneda, opuestos que se
complementan, dimensiones de diferente naturaleza). No parece un absurdo, pues,
comprobar que la subjetividad es real, como se puede afirmar que es real la razón
y las representaciones del conocimiento objetivo. Por el contrario, se nos
presenta como una posibilidad filosófica, con asiento en prestigiosos
antecedentes del pensamiento antiguo.
Se puede consagrar
mediante la traslación del tradicional concepto de idealidad al plano de lo
concreto, esto es, al plano del sujeto gramatical, de aquello de que se habla,
de que se predica, haciendo que todo lo que puede atribuirse al objeto, por ser
irreal, se le atribuye al sujeto. Pero este es un camino escabroso.
Admitiremos “objeto” como
base filológica del concepto de “objetividad”; fuera de esto, los términos
“objeto” y “sujeto” nos parecen inoportunos por corresponder a conceptos
multifacéticos. Intentaremos aislar una entidad especial, de carácter
histórico, en el flujo del pensamiento. ¿Qué hay en ese flujo que pueda
responder directamente a la realidad objetiva que fuesen representaciones,
juicios, emociones? ¿Qué hay que pertenezca a la historia personal, a lo más
genuino del desarrollo interior, que obre como reliquia del saber, del recuerdo
o de la imaginación, y que sea real, que responda a una objetividad dada?
Saltan palabras, antes que nada, por ejemplo, nombres, con los que nos hemos
referido a personas, a objetos, a lugares, a situaciones o hechos inolvidables.
Pero no se trata de afectos ni de recuerdos y ni siquiera de palabras.
Entre las pertenencias
físicas, pegadas al cuerpo o al entorno, siempre hay alguna que tiene una
historia especial, por sus propiedades más destacadas o por la forma en que las
adquirimos o por los significados prácticos que guardan para nosotros. Algunas
avivan los sentimientos o las pasiones y otras se asocian a nuestras soluciones
de vida, a nuestro interés por saber a qué atenernos, a nuestra forma de
encarar la supervivencia. Del mismo modo, disponemos de pertenencias no
físicas, psíquicas o mentales, que hemos adquirido o elaborado en el curso de
la vida, algunas inoperantes o desaparecidas, otras que forman parte de lo que
somos de manera permanente. Se han mantenido pegadas a la realidad que llamamos
objetiva, a la vida experimentada y realizada, de la cual son original
vestigio, conservadas en su naturaleza primitiva y ordinaria. Sería extraño si
no las consideráramos reales.
Esas pertenencias íntimas
de orden mental esconden una base real, oculta o invisible, de nuestro interior
subjetivo. Podrían tener nombre, pero el componente buscado no es un nombre,
porque tiene nombre lo determinado, pero no lo tiene lo indeterminado o
“no determinado en número, duración, magnitud, etc.”
(Moliner, 1992, T. 2, 117). Quizá podríamos hallar, memorizando, algún
elemento perteneciente a lo mental que correspondiera puntualmente al
espaciotiempo, pero con ello no bastaría. Encontraríamos en esos componentes lo
que encontramos en un contenido objetivo. Hasta a veces, como ante
lo real desconocido, podríamos encontrar lo mostrenco, ajeno al reconocimiento,
dormido, inactivo, imposible de determinar por la sola voluntad. Pero sería un
ingrediente más de la memoria.
Podría parecer un acto
psíquico del orden del juicio, quizá, pero escondido, rezagado o disfrazado en
algún rincón, entre imágenes y reflejos emocionales. Pero no es un juicio. Se
advierte sólo por un destello de la atención, en cualquier circunstancia, al
confrontarse la realidad vivida con lo que nos parece su más honda comprensión.
El despuntar de una verdad conmovedora, descubierta en trámite libre y
espontáneo, no alcanzaría para describirlo, porque, aunque resulte conmovedor,
no es exactamente el sentir que se corresponde con este
destello. Más bien, parece el resultado de aplicar un esfuerzo de atención que
conecta lo interior y lo exterior y que se proyecta en la pantalla de la
conciencia (pero no como una situación déjà vu ni nada
parecido).
La atención se confronta
con un hecho del cual resulta un acto por el cual se activa una vivencia original,
con un sentido reconocible. Adviértase que no se trata de la recreación de un
acto cuya impresión de pertenencia se incorpora a lo mental como bien duradero,
sino de un nuevo acto, único, diferente, fulgurante,
por el cual se presenta a la conciencia un sentido ‒que se gesta como detrito
de todos los actos‒ impreso también en el acto primigenio. De este sentido
surge la subjetividad que valoramos aquí en un orden de igualdad respecto a la
objetividad. Observemos que, si parecen aproximarse dos órdenes de objetividad
experiencial, hasta entonces confundidos por el tratamiento de la subjetividad
indiscriminada, masiva, encerrada y ciega, no hay distancia entre
ellos. Estos órdenes han brindado siempre un insustituible modelo que ilustra
inmejorablemente la oposición vulgar con la razón. Lo que no quiere decir que
la mente carezca de un ámbito divorciado de la realidad, extremo y caprichoso
que, a pesar de tener un papel tan importante en el orden de los sentimientos y
las emociones, obra negativamente en el nivel del saber sistemático.
Ahora bien, hemos dicho
que parecen aproximarse dos órdenes de objetividad, uno primitivo u original y
otro que no es sino la realidad presente; pero, en último análisis, no es así.
El fenómeno psíquico que intentamos describir no es una conexión entre dos
cosas. Es, en cambio, un solo acto que, a diferencia de los demás actos, no
tiene principio, desarrollo y final, como todos los actos. Es una mutación
fulminante e inopinada que se produce toda vez que la mente lo
necesita, de una sola vez y sin espacios ni tiempos
determinados ni mensurables. Esta clase de realidad alcanza toda la conciencia
y se disemina en lo mental, consciente o no. Existe un tipo de acto
fenoménico que asocia ciertas experiencias de vida con la
inexperiencia, esto es, con los estados sin resolver, con los dilemas, dudas,
situaciones límite, vacilaciones, en fin, problemas o, en todo caso,
experiencias conflictivas.
Un proceso psíquico, por
fuerza de la costumbre asociado a lo temporal, transforma las relaciones
organizadas, asumidas y apropiadas por la conciencia, y constituye todo lo que
conocemos de la vida mental, es decir, el conjunto de lo que hemos llamado fenómenos
psíquicos. En lugar de atribuir sus cambios al flujo de tiempo, es decir, al
“paso de algo” que no sabemos qué es, podemos disolver esta ilusión atribuyendo
la ocurrencia de tales incesantes y poderosos cambios a la intervención de las
“intuiciones de fondo”, como vimos que las llama Husserl, y que asimilamos a
procesos algorítmicos. De aquí surgirá la evidencia de que en la subjetividad
más honda no habría sólo elaboración libre, desasimiento de la realidad,
ensoñación, o que estas modalidades no serían posibles sin un fundamento de
realidad que les suministraría alguna de las propiedades de la objetividad.
Puede evocarse aquí con
toda pertinencia la teoría neurológica de Donald O. Hebb. En la teoría de Hebb,
cada acontecimiento psicológicamente importante, ya sea una sensación, una
percepción, una memoria, un pensamiento, una emoción, etc., se concibe como el
flujo de actividad de un bucle neuronal[4] determinado.
Hebb propuso que las sinapsis[5] de una vía particular se conectan
funcionalmente para formar una reunión de células[6] [...] supuso que si dos neuronas, A
y B, son excitadas al mismo tiempo, se vinculan funcionalmente. Según las
palabras de Hebb: ‘Cuando el axón de la célula A está suficientemente cerca
para excitar la célula B y contribuye a dispararla repetida o persistentemente,
en una o en las dos células se produce algún proceso de crecimiento o algún
cambio metabólico de tal forma que la eficiencia de A, como una de las células
que excitan la célula B, aumenta’ [lo que se conoce como “ley de Hebb”] …
Según la opinión de Hebb,
la reunión de células es un sistema que está organizado inicialmente por un
acontecimiento sensorial particular, pero que es capaz de continuar su
actividad después de que haya cesado la estimulación. Hebb propuso que para
producir cambios funcionales en la transmisión sináptica la reunión de células
debería ser activada repetidamente. Después de la estimulación sensorial
inicial, la reunión reverberaría consiguientemente. Entonces, la reverberación
repetida podría producir los cambios estructurales. Claramente, esta concepción
del almacenamiento de la información podría explicar el fenómeno de la memoria
a corto y a largo plazo: la memoria a corto plazo es la reverberación de los
bucles cerrados de la reunión de células; la memoria a largo plazo es más
estructural, es un cambio duradero de las conexiones sinápticas…
Para que tengan lugar los
cambios sinápticos estructurales debe existir un período en el cual la reunión
de células permanezca relativamente intacta. Hebb llamó consolidación a
este proceso de cambio estructural, un período que se cree que necesita de
quince minutos a una hora. Finalmente, Hebb supuso que cualquier reunión de
células podía ser excitada por otras. Esta idea proporcionó la base para el
pensamiento o la ideación. La esencia de una ‘idea’ consiste en que tiene lugar
en ausencia del acontecimiento ambiental original correspondiente.
La belleza de la teoría
de Hebb consiste en el intento de explicar los acontecimientos psicológicos
mediante las propiedades fisiológicas del sistema nervioso. Actualmente, casi
treinta años después de la histórica obra de Hebb, su teoría sigue siendo el
mejor intento de combinar los principios de la realidad psicológica y los
hechos de la neurociencia.”[7] (Kolb y Whishaw, 1986, 462 y ss.)
Alentados por esta teoría, no sentimos inclinados a volver sobre las
cristalizaciones de conducta mental subrayada por Ortega y Gasset que,
recordemos, son los conceptos y principios que surgen en el hombre lentamente,
como adagios o proverbios y se corresponden con estos productos de la actividad
mental que replican o avivan un sentido original[8]. Hemos llamado algoritmos a
tales cristalizaciones, siguiendo las investigaciones de Konrad Lorenz, algoritmos
borrosos a nuestro juicio, correlatos de los algoritmos bioquímicos[9]. Lorenz llama fulguración “al
hecho de que dos (o más) sistemas (independientes entre sí) se enlazan en una
nueva unidad que manifiesta propiedades cualitativamente distintas a las de sus
elementos” (Riedl, 1983, 52 y 234). El término “fulguración” fue
introducido por Leibniz: las mónadas nacen “por fulguraciones continuas de la
Divinidad” (Leibniz, 1961, 43).
Existiría una objetividad
constituyente y una objetividad constituida; una perteneciente a la serie
creadora, otra a la serie creada. Porque, ¿de qué manera podríamos ser
objetivos sin antes proporcionamos por algún medio la objetividad? En nuestro
trato con lo que conocemos, la objetividad no es una actitud proverbial o un
punto de vista privilegiado ni una facultad caída del cielo. Es lo que logramos
a través de un arduo trabajo de generaciones y generaciones, como el fuego, el
telescopio o la electricidad; no es un regalo de los dioses. Pero llevamos con
nosotros la subjetividad, esto es, el capullo en el cual la experiencia
originaria se metamorfosea en conciencia y objetividad. Las reliquias
antediluvianas que conservamos en el cuerpo pueden proporcionarnos la evolución
por la cual la especie ha sobrevivido; las que corresponden a la mente nos
proporcionan una dádiva que no quisiéramos perder: la fantasía, la visión
personal, el absurdo, la imaginación, el mito.
Otro asunto es el mundo
oculto a la conciencia, el inconsciente. Sigmund Freud “distingue
el consciente, equivalente de la conciencia; el preconsciente, instancia
accesible al consciente, y para terminar el inconsciente, ‘otra escena’, lugar
desconocido por la conciencia. Pero si se vale del tercero de estos términos,
utilizado desde la noche de los tiempos y teorizado por primera vez en 1751, es
para hacer de él el principal concepto de una doctrina que rompe de manera
radical con las antiguas definiciones: ya no una supraconciencia, un
subconsciente o un depósito de la sinrazón, sino un lugar instituido por la
represión, es decir, por un proceso que apunta a mantener al margen de toda
forma de conciencia, como un ‘defecto de traducción’, todas las representaciones
pulsionales capaces de convertirse en una fuente de displacer y, por lo tanto,
de perturbar el equilibrio de la conciencia subjetiva”
(Roudinesco, 2015, 108).
Finalmente, si hablamos
de sentido, aquello que encontramos nuestro y en lo que fundamos
las creencias, es porque la fulguración de la cual nacen las cristalizaciones
de conducta mental impregna de familiaridad a nuestras acciones, sin la cual no
podríamos conocer y manejarnos en el mundo (es nuestra forma de aprehenderlo).
Este sentido es nuestro sello, la imprimación de la conducta personal, el
carácter, la personalidad. Sólo se conquista por la experiencia personal.
Porque no hay una forma universal de resolver problemas, de saber a qué
atenerse, de elegir lo que más conviene, y cada individuo humano se proporciona
una manera propia de obrar como mejor puede. Este sentido se
enriquece con todas las capacidades de la inteligencia del rango que se quiera:
el de la subjetividad y el de la objetividad, bajo una concatenación unitaria e
indiscriminada que guía el saber común y el conocimiento sistemático,
indiferentemente. Cada persona entiende por su cuenta cuál debe ser el sentido que
debe imprimir a su vida: “La búsqueda por parte del hombre
del sentido de su vida constituye una fuerza primaria y no una ‘racionalización
secundaria’ de sus impulsos instintivos.” (Frankl, 1979, 121)
Si hay un “más allá del
interior”[10], pues, lo hay no sólo en el sentido del
inconsciente sino también en el sentido de la subjetividad toda. Este más allá
no es sino la carga de experiencia, que más que carga es el
perfeccionamiento de una carga original. Jean Piaget habló de
“reconstrucciones convergentes con superación” (Piaget, 1980,
300 y ss.). Así como, según Freud, hay un más allá del interior, esto es, el
inconsciente, hay otro “más allá”, un más allá objetivo que nace de la
experiencia. No sería concebible una experiencia subjetiva, en el sentido
corriente del término; toda experiencia, en el plano de los hechos o en el
plano de lo que los hechos han dejado en la conciencia, no puede ser sino
objetiva. A veces hablamos de experiencia, flexionando mucho el significado de
este término, en el sentido de idoneidad o competencia, atributos adquiridos
por los cuales han aumentado nuestras capacidades intelectuales: nos referimos
aquí, empero, al rendimiento de una habilidad o de una especialidad. El fondo
de experiencia, como el inconsciente, está en toda criatura humana.
Lo arcaico
Perseveremos un poco más en estos antecedentes que
alumbran la ciencia más antigua y son asociables a un nuevo camino para el
estudio de la subjetividad.
Entre los teóricos
pioneros del psicoanálisis es común el concepto de un primer impacto, en la
infancia, que deja su huella para siempre. Por ejemplo, Carl G. Jung hace notar
que el elemento sexual, en el cual insistía su maestro Sigmund Freud, no sólo está
presente en el enfermo traumático sino en todos los seres humanos. No sólo en
quienes presentan síntomas patológicos; está presente en todo inconsciente y
por tanto en todos los sujetos. El psicoanálisis admite la existencia de un
factor vinculado al sexo y común en todos los individuos, estén o no estén
enfermos. Jung se refiere a este factor como “protovivencia o
‘vivencia primordial, inicial’: Ur-Erlebnis”
(Jung, 1961, 29). Es innecesario recordar el tratamiento de la bisexualidad en
Freud como base de la condición humana, y su remisión al “objeto sexual” en
cualquiera de los dos sexos. Esa vivencia primordial, en el marco de la
“regresión a la infancia”, no puede concebirse sino en íntima asociación con la
experiencia, y puede tenerse en cuenta en el marco del tema de la sexualidad o
fuera de él.
La causa de los
desarreglos y patologías que descubre el psicoanálisis es referida casi siempre
a la experiencia pasada. Algún hecho, alguna práctica, un accidente, en fin,
determinada particularidad de la vida infantil se señala como causa u origen
del trauma. Hay algo velado que el sujeto aparta de la conciencia; pero se
puede descubrir a partir de algunos signos que asoman y lo denuncian. Lo oculto
no deja de pertenecer al conjunto; no es una pieza desconectada. Por lo que es
posible, aunque no siempre, abrir la puerta que da entrada al cuerpo fenoménico.
Las cristalizaciones de
conducta mental, de que hablaba Ortega y Gasset, que van integrándose a la
persona humana en la praxis de vida, componen solapadamente la vida mental.
Resultan los únicos recursos eficaces e individualmente autónomos en
la lucha por la que se supera una variada índole de problemas y para la cual se
requiere una conciencia de contenido objetivo. En ella conviven, en compleja
interacción, el más genuino potencial de la inteligencia, controlado, revisado
y corregido, y la fantasía, la liberación de lo sensible corriente, el punto de
vista solitario y desvalido, cuya potencia cognoscitiva es a lo que representa
la ciencia lo que un grano de arena a la playa entera. Conviven la objetividad,
nunca abolida en la historia personal, y la subjetividad creadora de ilusiones
y esperanzas, la sujeción a las pruebas a la vista y la creencia, la fe, la
religión.
Se distingue, pues, una
clase de fenómeno psíquico relacionado originariamente con la experiencia y
volcado a concurrir en las funciones cognitivas. Sin revestir cumplidamente las
características del conocimiento objetivo, se caracteriza por colaborar con él,
por proporcionarle plasticidad e inventiva. Se puede establecer, pues, la
imposibilidad de aislar tajantemente los contenidos subjetivos de los
objetivos, al punto de que, quizá, no chocaría con la clasificación de
Brentano, al menos en lo que respecta a la distinción entre juicios (afirmación,
atribución o predicación) y emociones (contenidos susceptibles
de ser aceptados o rechazados espontáneamente o “fenómenos de amor y
odio” o, también, “emoción, interés o amor”, como se expresa el mismo Brentano (Brentano, 2002, Libro II, cap. VI, § 3, 147) ‒aunque
tuvo la precaución de prevenir sobre el uso de estos términos:
“Todas estas denominaciones son susceptibles de equívoco; todas se emplean
frecuentemente en un sentido más estrecho” (ob. cit., 147 y ss.). Por lo demás,
establece múltiples restricciones a su clasificación, admitiendo por ejemplo
que un juicio puede contener una representación, y viceversa.
Hay mucho más.
Encontramos en William James la misma referencia a lo objetivo al ocuparse del
“Yo espiritual”, que distingue del material, del social y del que llama “Ego
puro”. El yo espiritual es “el ser interno o subjetivo de un hombre, sus
facultades o disposiciones psíquicas”. Puede ser visto de un modo abstracto o
de un modo concreto. El modo abstracto implica sentir la
parte central del yo, y “lo cierto es que de ningún modo es mere ens
rationis, conocido únicamente de un modo intelectual, y tampoco mere suma
de memorias o mere sonido de una palabra en nuestros oídos. Es
algo con lo que tenemos también un conocimiento directo sensible, y que está
tan cabalmente presente en cualquier momento de conciencia en que esté presente,
como en una vida completa de tales momentos.” (James, ob.
cit., 239)
El tema de lo arcaico, en
su sentido de “principio”, esto es, en aquello a lo que se reduce todo lo
demás, tanto como en su sentido de “arquetipo”, está presente en muchos autores
que se han ocupado del tema de la conciencia. Es el principio rector de todo
análisis que tome en cuenta la subyacente objetividad del psiquismo.
Encontramos este tema en el centro de la teoría del subconsciente de Freud,
relacionado al concepto de prehistoria personal o infancia. El fundador del
psicoanálisis relaciona esta prehistoria con el individuo histórico, pero
también con la especie, por lo que abarca: “en primer lugar, a la prehistoria
individual, o sea, a la infancia, y después, en tanto en cuanto todo individuo
reproduce abreviadamente, en el curso de su infancia, el desarrollo de la
especie humana, a la prehistoria filogénica”
(Freud, 1936, cap. XIII, 176).
No importa aquí si esta
relación se sostiene o no en la teoría actual. Aunque lo arcaico, o esta doble
prehistoria, se remite exclusivamente a la etapa infantil, de todos modos, el
“principio de realidad”, al cual responde el super-yo, en su
oposición al “principio del placer”, parece ser el responsable de rescatar
al yo de las garras del ello (Freud, 1993, “La
disección de la personalidad psíquica”, 602). Freud dice algo más: “en las
ideologías del super-yo perviven el pasado, la tradición
racial y nacional, que sólo muy lentamente cede a las influencias del presente
y desempeña en la vida de los hombres, mientras actúa por medio del super-yo,
un importantísimo papel, independiente de las circunstancias económicas” (Freud, 1993, 629-638).
Jung, como vimos, habla
de una protovivencia; esta noción remite al patrimonio corporal y
anímico heredado de los ancestros y que, aunque sus beneficios puedan
registrarse en el individuo, no cubre el acervo proveniente de las vicisitudes
históricas personales. Admite “la existencia de un a priori colectivo
de la psique personal, un a priori que consideraba en un
principio como vestigios de modos funcionales anteriores” (Roudinesco, ob.
cit., 170). Roudinesco agrega: “El tema de lo arcaico es recurrente en la
historia del psicoanálisis y reaparecerá bajo otras formas en los debates
ulteriores entre Freud y Rank; más tarde entre los freudianos y los kleinianos,
y por último con los lacanianos” (en la nota 6 de la ob. cit., en la misma
página). El concepto de lo arcaico es lo más próximo que encontramos en la
teoría del psicoanálisis respecto a nuestra hipótesis sobre la
subjetividad.
Aron Gurwitsch apunta
directamente al blanco que interesa. Se ocupa con gran detalle de analizar los
actos de conciencia o fenómenos psíquicos en cuanto responden a un “objeto de
pensamiento” que llama tema, incluyendo su entorno o campo
temático, y lo que entiende por margen (noción que toma de
W. James), esto es, aquello del campo temático relegado de manera marginal,
difusa e inarticulada. Tal división no sería una total novedad, pero lo es el
interés por estos tres conceptos referidos a connotaciones no simultáneas.
Gurwitsch habla de la vuelta desde un tema actual a otro pasado. Si la
conciencia, ocupada por un tema actual, se vincula a otro tema pretérito, por
la razón que fuere, este otro tema se retiene; pero el vínculo implica sólo
la forma o acto: “La retención del tema anterior en el momento en que nos
ocupamos del nuevo tema no implica los temas en lo que respecta a los
contenidos materiales correspondientes, sino que se refiere solamente a los
actos por medio de los cuales se experimenta cada tema.” Esto es crucial y,
además de remitir a lo arcaico, rinde cuenta de que: “La conexión que se da
entre ellos [entre los actos] consiste en el hecho de que todo acto presente de
la conciencia se encuentra por completo afectado por alguna reminiscencia o
retención por lo menos de los actos que preceden de inmediato al acto en
cuestión y también por cierta expectativa ‒sea lo vaga que se quiera‒ de que
otros actos seguirán al del momento presente.”
(Gurwitsch, 1979, 405)
Alfred Adler, en un
fragmento revelador, al presentar el complejo de inferioridad como causa
fundamental de la neurosis, sostiene que existe una memoria aperceptiva:
“el mecanismo de la memoria aperceptiva, con su caudal de experiencias, se
transforma, y de sistema de actuación objetiva pasa a ser un sistema de
actuación subjetiva que opera bajo la influencia de la ficción de la
personalidad futura. El cometido de este sistema subjetivo es suscitar aquellas
relaciones con el mundo exterior que sirvan para acrecentar el sentimiento de
personalidad, suministrar directivas y advertencias a la conducta, elaborar las
ideas destinadas a preparar el futuro y ponerlas en conexión con los férreos
dispositivos ya construidos.” (Adler, 1985, cap. III,
59)
En el propósito de nuestra tesis hemos excluido el papel de la
memoria, en su carácter estricto de mecanismo reconstructor en el presente de
lo ya vivido en el pasado, y preferimos la noción husserliana de acto
psíquico (aunque podría tratarse de la memoria a largo plazo, como ya
vimos que sugirió D. O. Hebb). Este detalle vuelve de total oportunidad la
puntualización realizada por el psicólogo uruguayo Jorge Galeano Muñoz: “no hay
una facultad a la que llamamos memoria, por la que conservamos nuestros recuerdos,
sino actos de recordar, que es la posibilidad de presentificar el
pasado en el presente y hacer un relato del mismo. No hay tampoco una
‘conciencia’ por la que reconozcamos al mundo y a nosotros mismos, sino un acto
reflexivo por el cual reconocemos primariamente la ‘objetividad’ y la
‘ajenidad’ del mundo y la ‘singularidad’ de nosotros. Esto se da de modo
implícito en la vida espontánea y se hace explícito en la reflexión.” (Galeano Muñoz, 1990, 158).
Del análisis de un caso
de amnesia, el neurólogo Oliver Sacks extrajo dos conclusiones: “que
existen dos tipos muy distintos de memoria: una memoria consciente de los
hechos (memoria episódica) y una memoria inconsciente de los procedimientos, y
que ésta no se ve afectada por la amnesia”. Sacks cita al neurofisiólogo
Rodolfo Llinás, quien usa la expresión PAF, “patrones de acción fija”, para
referirse a los recuerdos de procedimiento. Sacks Afirma que “Gran parte del
desarrollo motor precoz del niño se basa en aprender y refinar tales
procedimientos a través del juego, la imitación, la prueba y el error, y el
ensayo incesante. Todo esto comienza a desarrollarse antes de que el niño pueda
evocar recuerdos episódicos o explícitos.” (Sacks, 2017, 246-249).
Para Gregory Bateson “no
hay experiencia objetiva; toda experiencia es subjetiva”. Afirma que la mente
“es inmanente en la materia, la cual está parcialmente dentro del cuerpo, pero
también parcialmente ‘fuera de él’, es decir, en la forma de registros, rastros
y referentes de percepciones” (Bateson, 1993, cap. 18,
288).
La teoría de Jean Piaget
posee un prodigio de referencias al plano objetivo en la formación de la
inteligencia. Lo nuclear de esa riqueza se encuentra en la noción de
“abstracción reflexionante” o “lógico-matemática”, que distingue de la
abstracción simple o aristotélica. En ésta ‒afirma‒, dado un objeto exterior,
por ejemplo, un cristal con su forma, su sustancia y su color, el sujeto se
limita a disociar las cualidades ofrecidas y a retener una de ellas, la forma,
por ejemplo, desechando las demás. Por el contrario, en el caso de la
abstracción lógico-matemática lo dado es un conjunto de acciones o de
operaciones previas del sujeto mismo, con sus resultados. La abstracción
consiste, en primer lugar, en tomar conciencia de la existencia de una de estas
acciones u operaciones […] En segundo lugar, se trata de ‘reflejar’ (en la
acepción física del término) la acción observada proyectándola sobre un nuevo
plano, por ejemplo, el del pensamiento por oposición a la acción práctica, o el
de la sistematización abstracta por lo que toca al pensamiento concreto (como
el álgebra por lo que toca a la aritmética). En tercer lugar, se trata de
integrarla en una nueva estructura, es decir, de construir ésta; pero ello no
es posible más que si se cumplen dos condiciones: a) ante todo, la
estructura nueva debe ser una reconstrucción de la anterior; si no, no hay
coherencia ni continuidad; será, pues, el producto en el nuevo plano
elegido; b) pero también debe agrandar la anterior, generalizándola
por combinación con los elementos propios del nuevo plano de reflexión; de no
ser así, no tendría ninguna novedad. Estas dos últimas condiciones caracterizan
una ‘reflexión’, pero esta vez en el sentido psicológico del término, es decir,
una transformación realizada por el pensamiento de una materia anteriormente
proporcionada en estado bruto o inmediato. Por ello hemos propuesto llamar
‘abstracción reflexionante’ (en la doble acepción física y mental de la palabra
reflexión) a este proceso de reconstrucción con combinaciones nuevas que
permite la integración de una estructura operatoria de etapa o de nivel
anteriores en una estructura más rica de nivel superior. (Piaget, ob. cit.,
cap. VI, § 20, 292 y 293)
Jacques Lacan, por su
parte, dice que “la formación del yo se simboliza oníricamente
por un campo fortificado, o hasta un estadio, distribuyendo desde el ruedo
interior hasta su recinto, hasta su contorno de cascajos y pantanos, dos campos
de lucha opuestos donde el sujeto se empecina en la búsqueda del altivo y
lejano castillo interior ...”, es decir, en “establecer una
relación del organismo con su realidad; o, como se ha dicho, del Innenwelt con
el Umwelt”, esto es, del mundo interior con el entorno o medio
ambiente (Lacan, “El estadio del espejo”, en 1979,
Vol. 1, 14 y 15).
Como corolario de todas
estas referencias surge la necesidad de revisar la división entre los conceptos
de objetivo y subjetivo, encontrándose lo
fundamental no exactamente en la relación de alejamiento o proximidad respecto
a la realidad (en tanto ésta responde al mundo independiente
de la conciencia) sino, más bien, en la relación de alejamiento o proximidad
respecto a la experiencia (en tanto ésta responde, por el
contrario, al mundo dependiente de la conciencia). Nos referimos al contacto
entre la realidad y la conciencia individual, dando lugar a la vivencia[11]. Importa, pues, ahondar en el fenómeno
de alejamiento o proximidad respecto al mundo vivido o
relación de experiencia, es decir, respecto a la vivencia, plena de
objetividad, que enseguida se deshace en mil fragmentos para componer la
subjetividad.
Lógica
de la subjetividad
No es sólo lo arcaico, en el sentido estricto, lo
anterior en el tiempo y alejado del presente, empero, lo que actúa sobre la
subjetividad transfiriéndole la carga de objetividad que ha exhumado de la
experiencia. La actividad mental, a la cual en definitiva se reduce lo que
llamamos conciencia, subjetividad, yo, estado de vigilia, etcétera, no es sino
la actividad de vivir por la cual nos reconocemos como individuos. “Conciencia
es, entonces, la consecuencia del vivir y del poder reflexionar sobre lo vivido,
reconociéndonos como ser-en-el-mundo” (Galeano Muñoz,
ob. y lugar citados). Para explicarnos correctamente deberíamos decir que no es
el pasado ni la acumulación de la experiencia personal vivida, y tampoco la
experiencia social, ni ningún a priori colectivo aquello que
actúa en el yo. Es el resultado de la transfiguración de lo arcaico en
actualidad, de lo arcaico indeterminado e intemporal ‒objetivo‒ en subjetividad
humana.
De esta actividad,
llámese “acción neural”, psiquismo, “psiqueo” (como le llamó Carlos Vaz
Ferreira, ver Bibliografía), corriente del pensamiento o como se quiera, nace
el principal recurso del saber común, de las alternativas para resolver
problemas en el orden inmediato de la experiencia individual. Se trata de lo
que Piaget llama abstracción reflexionante o
lógico-matemática, cuya descripción se libera ‒no del todo‒ de la comparación
con estructuras, facultades o funciones. Hay un punto de
vista más comprensivo sobre estos fenómenos, afirma Galeano Muñoz, “que se
aparta de los conceptos de estructuras, facultades o funciones, para
privilegiar la acción” (Galeano Muñoz, obra y lugar citados). En tanto
actividad, debe concebirse en términos de procesos lógicos, patrones
neurológicos plásticos o algoritmos biológicos. Salvo que, agregamos con fuerte
subrayado, concebir estos procesos lógicos requiere un pequeño ajuste:
considerar el algoritmo, señal o patrón electroquímico, en términos de
lógica borrosa. De manera que sea capaz de variar en la
marcha, es decir, en términos lógicos, que pueda modificar los valores de
verdad de sus variables, pero no por azar sino en función de lo que requiera la
realidad experiencial a la que responde[12]. Los sentidos corporales son los
sensores humanos, verdaderos dispositivos que captan las modificaciones del
entorno, por cuyas señales el algoritmo “ajusta” sus constantes, adecuándolas a
los requisitos del momento (lo que equivale a la metáfora de Ortega y Gasset:
“cristalizaciones de conducta mental que son los conceptos y principios”).
La vida mental tiene que
ver con estos algoritmos vivos que obran como fundamentales
ingredientes del aparato cognitivo. Por lo que debe desestimarse el punto de
vista según el cual respondería a la obra del tiempo continuo, en términos de
pasado, evolución, desarrollo lineal o acumulación de experiencia. Aunque haya
almacenamiento de información, aprendizaje y conquista de habilidades, y aunque
la memoria haga su trabajo de siempre, el quid de la vida
mental es otro. Lo mismo se puede afirmar respecto a la subjetividad. Surge un
nuevo punto de vista al revisar el papel del tiempo en su configuración y,
quizá, en el de toda la actividad de la conciencia. Algo impalpable, de
naturaleza desconocida, asociado a la subjetividad sólo porque atribuimos a la
experiencia personal nociones extraídas de los hechos, es decir, de las
continuidades y contigüidades del mundo físico, no puede ser la imagen a
aplicar sobre el psiquismo humano.
El problema es, pues, el tiempo. El
tiempo representa uno de los problemas mayores en cantidad de enigmas cuyas
soluciones resultan imposibles o demasiado complejas si se concibe como viene
concibiéndose. El tiempo es visto así por Maurice Merleau-Ponty: “Lo que es
pasado o futuro para mí es presente para el mundo” al final de su principal
obra:
Si en las páginas
anteriores encontramos ya el tiempo en el sendero que nos conducía a la
subjetividad, es, ante todo, porque todas nuestras experiencias, en cuanto que
son nuestras, se disponen según un antes y un después, porque la temporalidad,
en lenguaje kantiano, es la forma del sentido íntimo, y el carácter más general
de los ‘hechos psíquicos’. Pero en realidad, y sin prejuzgar de lo que nos
apartare el análisis del tiempo, encontramos ya entre el tiempo y la
subjetividad una relación mucho más íntima […] Necesitamos, pues, considerar el
tiempo en sí mismo, y es siguiendo su dialéctica interna que nos llevará a
refundir nuestra idea de sujeto […] Si el tiempo es semejante a un río, fluye
desde el pasado hacia el presente y el futuro. El presente es la consecuencia
del pasado y el futuro la consecuencia del presente. Esta célebre metáfora es,
en realidad, muy confusa. Porque, considerando las cosas mismas, el
derretimiento de las nieves y lo que de ello resulta no son unos
acontecimientos sucesivos; o, mejor, la idea misma de acontecimiento no tiene
cabida en el mundo objetivo. Cuando digo que anteayer las nieves produjeron el
agua que ahora está pasando, sobrentiendo un testigo sujeto a un cierto lugar
en el mundo y comparo sus puntos de vista sucesivos: asistió, allá arriba al
derretimiento de las nieves, ha seguido el agua en su curso, o bien, a la
orilla del río, vio pasar, al cabo de dos días de espera, el pedazo de madera
que echara en las fuentes. Los ‘acontecimientos’ son fraccionados por un observador
finito en la totalidad espacio-temporal del mundo objetivo. Pero, si considero
al mundo en sí mismo, no hay más que un ser indivisible y que no cambia. El
cambio supone cierto lugar en que me sitúo y desde donde veo desfilar las
cosas; no hay acontecimientos sin un alguien al que ocurren y cuya perspectiva
finita funda sus individualidades. El tiempo supone una visión, un punto de
vista, sobre el tiempo. No es, pues, una corriente, no es una sustancia que
fluye. Si esta metáfora pudo conservarse desde Heráclito hasta nuestros días es
porque, en la corriente, ubicamos subrepticiamente a un testigo de su curso […]
Si el observador, situado en una barca, sigue el hilo del agua bien puede
decirse que desciende con el curso del agua hacia su futuro, pero el futuro son
los paisajes nuevos que le esperan en el estuario, y el curso del tiempo no es
ya la corriente misma: es el desenvolvimiento de los paisajes para el
observador en movimiento. El tiempo no es, luego, un proceso real, una sucesión
efectiva que yo me limitaría a registrar. Nace de mi relación
con las cosas… […] Lo que es pasado o futuro para mí es presente para el mundo
[…] Si el mundo objetivo es incapaz de llevar al tiempo, no es porque sea de
algún modo demasiado angosto, que debamos añadirle un pliegue de futuro y uno
de pasado. El pasado y el futuro no existen más que demasiado en el mundo,
existen en presente, y lo que le falta al ser para ser temporal es el no-ser
del en-otra-parte, del antaño y del mañana. El mundo objetivo está demasiado lleno
para que en él quepa el tiempo. (Merleau-Ponty, 1975,
Tercera parte, II La temporalidad, 418-422)
Esta reflexión sobre el
tiempo es suficiente. No hay series, continuidades, fluencias ni ahoras que
pasen del futuro al presente y de éste al pasado, o al revés, según se mire. Un
observador absoluto, alguien que pudiera contemplar la totalidad
del mundo objetivo, no necesitaría la metáfora del tiempo, porque no habría
para él puntos de referencia, observaciones relativas o la necesidad de
pantallas en las cuales la realidad tuviera que desplegarse como se despliegan
las imágenes de un film. En el mundo sin nosotros la realidad se constituye,
diríase toda junta y de una sola vez, sin filtros de unos sentidos
que nos pertenecen a nosotros, a nada ni a nadie más, sin representaciones
intermedias, estáticas ni dinámicas, sin trucos, que no son otra cosa que
anzuelos con los que a duras penas nuestra conciencia lo pesca todo.
Lo racional de la
subjetividad radica, pues, en su lógica borrosa, en los algoritmos
vivos que se generan por interposición de vicisitudes eventuales e
innominadas de la experiencia. En otras palabras, radica en el proceso de
presentización del pasado o dilatación del presente. Es el principio real de la
abstracción psíquica, que no es sino su lógica. La experiencia física y la
experiencia mental, por llamarlas así, componen lo que Piaget llama
“abstracción reflexionante”. ¿No se tratará, acaso, de una antropologización de
la única realidad ‒existente o pensable, no importa‒ vuelta humanidad real?
Aproximarse a una
descripción lógica de la subjetividad, hasta ahora
considerada a-lógica o, incluso, i-lógica, esto
es, una descripción necesariamente plástica del interior
subjetivo sería la que mejor se correspondiera con la actividad intrínseca del
hombre El día en que la lógica supere sus más recientes
avances, que le han hecho franquear la barrera del tercio excluso, sabrá
contribuir mejor con la descripción del fenómeno. La misma diversidad del mundo
físico, que día a día se amplía más, ha planteado la necesidad de una lógica
plástica (aunque se trate de un adjetivo tradicionalmente inconciliable con tal
sustantivo) que sea capaz de ir más allá de la verdad y la falsedad radicales.
El mundo psíquico, igualmente plástico, sugiere la apelación a una lógica borrosa o vaga, dentro
de la variedad de lógicas llamadas “divergentes” o “extendidas”, desarrollada a
partir de la lógica estándar clásica desde los primeros años del siglo veinte:
modal, deóntica, epistémica, imperativa, libre, temporal (Haack, 1980,
Prefacio).
La apelación a las
lógicas no estándares, que aquí sugerimos con el fin de facilitar la
descripción de la actividad psíquica, sin duda puede levantar la cortina que
oculta el fondo de cualquier actividad o manifestación humana, física, química,
biológica, social; por lo que puede aplicarse a todas las ciencias. Procuramos
desentrañar una actividad independiente del saber sistemático, aunque éste
pueda mezclarse, inundando la subjetividad con una objetividad adquirida. Puede
obrar en un sujeto que carezca por completo de educación, respecto al
conocimiento general establecido en la cultura en que vive, por lo que su
interior subjetivo hegemonizará las elecciones y decisiones. Destaquemos,
todavía, que existe una actividad psíquica autónoma que no ha
sido suficientemente estudiada, aunque aparezcan, como hemos visto, alusiones
sugestivas y pioneras en diversidad de autores.
Que produzcamos
algoritmos borrosos es inherente a la plasticidad y al dinamismo de la vida
mental. Hablamos de algoritmos en el sentido de la etología de Konrad Lorenz[13], y también en el de la embriología según
Gregory Bateson (de quien transcribiremos un texto a continuación). En primer
lugar, veamos en qué consiste la noción de algoritmo y en qué sentido se puede
aplicar en la descripción de la actividad mental, para, en segundo lugar,
ocuparnos de ese sentido tal como aquí lo interpretamos, es decir, atendiendo a
su autonomía respecto al resto de la actividad psíquica, es decir, a la
posibilidad de establecer una unidad básica de la vida mental. Para no extender
la exposición, transcribamos el siguiente esclarecedor texto:
Los matemáticos llaman
algoritmo al esquema subyacente de una determinada computación. Partiendo de
esto intentaremos rastrillar la clase de proposiciones de que está hecho el
algoritmo. Primero están las definiciones que […] son sólo suposiciones, prótasis,
cláusulas condicionales con la conjunción ‘si’. Luego siguen las definiciones
de proceso. Por último, están los datos particulares dados. Si los números son
éstos y aquéllos y si la suma se define de un determinado modo, podemos tomar
‘5’ y ‘7’ y sumarlos de conformidad con las definiciones ya dadas. Pero detrás
de esto hay algo más. El proceso requiere más de lo que se ha dado, que está
oculto en la disposición de las líneas; requiere noticias o exhortaciones
dirigidas al calculador mecánico o humano para decirle en qué orden deben darse
los pasos. En los manuales están analizadas partes de estas instrucciones.
Por ejemplo, los adultos deben recordar de la escuela elemental esas
enunciaciones abstractas sobre el orden en que debe darse los pasos de la computación
y que se conocen formalmente como leyes distributivas y leyes conmutativas. En
forma de ecuación, los matemáticos nos dicen que: a + b = b + a, y
que a x b = b x a. De manera que, en las operaciones de suma y
multiplicación, el orden de los términos es irrelevante. Pero cuando los pasos
de la suma deben combinarse con los pasos de la multiplicación, el orden de los
términos es de primera importancia: (a + b) x c no es igual a +
(b x c). Obsérvese, en primer lugar, que estas reglas no se limitan tan
sólo a la matemática. Si uno es un cocinero deberá conocer el orden de los
procedimientos de cocina y éste es un componente esencial; en un embrión en
desarrollo, todos los pasos del desarrollo deben seguir una secuencia apropiada
y tener una sincronía apropiada […] el resultado de la secuencia dependerá del
orden de los pasos, de manera que, si la secuencia tiene un orden equivocado o
si alguno de sus pasos se omite, el resultado cambiará y tal vez sea desastroso
[…] Análogamente, el embrión debe sobre todo conocer el orden de los pasos en
el caso de la epigénesis. Además de las instrucciones del ADN, debe poseer las
instrucciones sobre el orden en que deberán darse los pasos de su desarrollo.
Necesita conocer el algoritmo de su desarrollo. Aquí hay un
tipo de información que es diferente de la de los axiomas o de las operaciones
desarrolladas en cada línea. En una computación está oculto entre líneas el
orden de los pasos. (Bateson y Bateson, 1994, 159)
Bateson andaba tras “Los pasos hacia una ecología de la mente”,
título de su libro de 1972. De manera semejante,
concebimos la actividad mental organizada por la intervención de ciertas
formas, instrucciones o pasos que se autoimpone la conciencia, formas que
pueden describirse en términos algorítmicos. Estos términos pueden ser válidos
para todo tipo de contenido psíquico e, igualmente, se encuentran sus rastros
en el nivel de la actividad bioquímica del cerebro, en el sentido de Donald
Hebb. Aquí atribuimos sus peculiaridades a lo que sin discusión y centralmente
atañe a lo subjetivo. El grado de organización del “orden de los pasos” del
algoritmo, es decir, el vigor o debilidad de la instrucción “oculta” entre los
pasos, y que determina el acierto o el error de la función, es quizá lo que
determina el grado de objetividad o de subjetividad que pueda atribuirse a los
contenidos de conciencia. Pero es sólo una aventurera hipótesis.
Yendo todavía un poco más
allá, atribuimos sus propiedades a aquello en que lo subjetivo se restringe a
la historia personal, a un individuo que crea, desarrolla y aplica sus
propios patrones algorítmicos, aun cuando estos obren alternativa o
simultáneamente con los conocimientos adquiridos por vía teórica y asistida.
Atribuimos autonomía a la subjetividad que depende de estos
patrones neurales, aunque, un importante flujo de injerencias externas y ajenas
a la conciencia arrastre, como un río en crecida, la mayor parte de los
contenidos secundarios, incluido lo superfluo, parásito u ocioso.
Aislamos lo adquirido de
lo creado sólo para provocar que la subjetividad se muestre como es allí donde
se la supone misteriosa e indescriptible. Distinguimos lo algorítmico de lo
innato tanto como lo algorítmico de lo adquirido, aunque uno y otro puedan
influir en el proceso de creación del mismo algoritmo. Deseamos desentrañar
la forma que rige la actividad mental más íntima, buscando
develar “oculto entre líneas el orden de los pasos”, como afirma Bateson. El
orden de los pasos es el secreto de la construcción y aun de la manifestación
de la subjetividad y del yo.
No se debe confundir
lo creativo de la subjetividad con el resto de contenidos
psíquicos o lo creado. A partir del contacto con lo
concreto, en la experiencia de vida, se consagra la “abstracción reflexionante”
de Piaget, y ella instaura la posibilidad de un acto nuevo de
aprehensión de la realidad, más amplio, más rápido, idóneo, con lo que se
fortalece la inteligencia. Lo adquirido, en cambio, no transfigura nada; sólo
registra o recrea o memoriza contenidos, a veces con grandes beneficios, pero
carentes de poder heurístico. Existe una actividad que se realiza con
prescindencia de cualquier clase de repetición. El algoritmo es la contracara
de la actividad en que por efecto de cualquier circunstancia se recrea otra
circunstancia.
Que la subjetividad reúna
el estrato fundamental de la historia personal, y que contenga la génesis
esencial de la construcción del yo y de la persona (o de la existencia,
según los heideggerianos), sugiere una conclusión no menos importante que las
ya revistadas. Se desprende que la subjetividad es responsable de la clase de
transformaciones que el individuo experimenta en la vida. Por más poderosa y
determinante que resulte la influencia de los hechos objetivos sobre esa vida,
no desarticulará la estructura básica sobre la cual se erigirá el edificio
definitivo de la personalidad (salvo, quizá, en casos de anomalías graves,
patologías o fenómenos distorsionantes como los de la guerra, las catástrofes o
desgracias personales irreparables). Siempre se dejarán entrever
constantes que a duras penas admitirán modificaciones de fondo en la dinámica
del mundo fenoménico. La esfera que llamamos historia, carente de
límites precisos o fronteras contundentes, perfecta en su completitud,
caprichosa en su temporalidad, está contenida en el entorno y se desparrama más
allá de él. El “torrente del pensamiento” (William James) y el “inconsciente”
(Sigmund Freud), que esconden la esencia de la vida psíquica y el fundamento de
la inteligencia humana, no escapan a esa esfera.
En general, se ha
querido, o ha resultado sin querer, que la vida psíquica fuese concebida bajo
la mirada de una “psicología de la eficiencia” o, en su lugar e
independientemente de ella ‒hasta generalizarse la neurología y la
neuropsicología a mediados del siglo pasado‒, de una “psicología de la
conciencia” con su método de introspección o autognosis. La primera respondería
a la inducción, y la segunda a la deducción. Esta última, en consecuencia, se
circunscribiría a lo a priori y extraño a las ciencias fácticas,
entre las que quiso ubicarse la psicología contemporánea,
como la de Henri Wallon (Wallon, ob. cit. 59). El radical rechazo de la
introspección por parte de este autor no impide que produzca algunas
reflexiones imposibles de alcanzar prescindiendo de ese método.
Ahora bien, ninguna de estas características satisface por sí sola
la enorme obra de reunión que demanda la historia. Si la
psicología da con su objeto al escapar de un torrente incontrolable, la
historia junta todos los objetos, intenta embalsar el mismo torrente pues sabe
que en él está la verdad. Si para la psicología el conjunto puede resultar un
estorbo, aquello que justamente no le deja ver lo particular, para la historia
lo particular es la semilla de la discordia, el “árbol que no deja ver el bosque”.
Aparecen reglas que tienen algo de lógica de cuantores: en
psicología prevalece la eliminación de generalizadores; en la historia, la
introducción de generalizadores. Se tiene que dar con casos absolutamente
cualesquiera, o un caso absolutamente cualquiera que elimine todo rastro
particular (Garrido, 1979, 132).
Entre quienes percibieron
este fenómeno se encuentra el norteamericano Paul Fussell, profesor de
literatura inglesa y soldado de la Primera Guerra Mundial. Su punto de vista
sobre cómo debía interpretarse el horror de la guerra ‒estuvo en Ardenas, donde
fue herido en un muslo‒ lo convirtió en un historiador diferente. La historia
de semejante barbarie pedía otra forma de descripción; era demasiado
aterradora, caótica y arbitraria para que pudiera ser captada de forma directa.
Nuevas expresiones de la subjetividad
La imagen indeleble que Paul Fussell nos dejó en la
forma de entender la guerra era que el lenguaje da forma a lo que él llamó ‘la
memoria moderna’. Esta expresión resulta seductora en su simplicidad, pero a la
vez tiene una sutileza esencial y matizada. Con ella, Fussell quería decir que,
a través de sus escritos sobre la guerra, los veteranos de la Primera Guerra
Mundial nos dejaron un marco narrativo que muchas veces se nos pasa por alto.
Hacía estas distinciones apoyándose en los hallazgos académicos del crítico
literario canadiense Northrop Fry: en vez de ver la guerra como un relato
épico, a la manera de Homero, donde Aquiles, el héroe, tenía más libertad de
acción que nosotros, y también en vez de ver la guerra a la manera realista,
como Stendhal en La cartuja de Palma o Tolstói en Guerra
y paz, novelas en las que Fabrizio o Pierre sufren la misma confusión y
ejercen la misma libertad de acción que nosotros, los lectores, los escritores
de la Gran Guerra hicieron otra cosa: nos hablaron de la naturaleza irónica de
la guerra, de que siempre es peor de lo que imaginamos que va a ser, de cómo
atrapa al soldado ‒que ya no es un héroe‒ en un campo de fuerzas lleno de
violencia desatada, un lugar donde su libertad de acción es menor que la
nuestra, donde la muerte es arbitraria y está en todas partes. Lo que sucedió
entre 1914 y 1918, nos dice Fussell, volvió a suceder en otras guerras
posteriores, cuyos narradores se apoyaron en los dolorosos logros de los
soldados escritores de la Gran Guerra. (Jay Winter, “Introducción”
a Fussell, 2016)
Es así que los
historiadores han descifrado la relación perturbadora que acarrea la aislación
del objeto. En vez de esto, se han arriesgado a aplicar un método muy
psicológico, que aparece en una reciente obra del historiador británico Robert
Gildea. Permitiendo que el torrente se exprese, un puñado de historiadores de
la Resistencia francesa en la Segunda Guerra Mundial logra el cuadro general
según el detalle de cada una de las perspectivas individuales. El cuadro es
apreciado a través de un trabajo de compilación que complementa la información
de los archivos documentales. Después de todo, los testimonios, como los
archivos, son fuentes sujetas a los mismos parpadeos de la subjetividad. Se
opta por entrevistar a los antiguos miembros de las organizaciones de la
Resistencia. Si bien los nuevos historiadores no cuentan con el respaldo de los
directores de investigación, por considerar éstos sin valor las entrevistas y
los testimonios orales y escritos, la práctica se generaliza fuera del ámbito
académico, hasta que, después de un tiempo, vuelve a ser aceptada por todos, y
se vuelve corriente en la segunda mitad del siglo XX
(Gildea, 2017, Introducción).
El género biográfico
también queda comprendido en este giro, aunque quizá sea más dependiente de los
testigos directos y comprometidos subjetivamente con los hechos investigados.
Aparece una estrategia heterodoxa en un libro de Richard Holmes: la “posibilidad
de error es constante en cualquier biografía, y sospecho que es uno de los
elementos que confieren al género su peculiar tensión psicológica. No pienso en
simples errores de documentación; ni mucho menos en el sesgo intencionado de un
relato. Quiero decir que el lector puede apreciar desde fuera que surge una
relación franca entre biógrafo y biografiado, y cuanto más profunda se vuelve
ésta, más críticos son los momentos ‒o espacios‒ donde los malentendidos o la
malinterpretación se hacen evidentes” (Holmes, 2016, 218).
Fuere reunión de un
conjunto de visiones individuales, o comunión de biógrafo y biografiado, la
historia deja de ser la cadena de hechos localizable más allá del presente, en
una dimensión intangible que puede cobrar vida en cualquier momento o salirse de
los límites de la memoria para siempre. El historiador aprende “que el pasado
no está sencillamente ‘ahí fuera’, como una historia objetiva que se puede
investigar u olvidar según apetezca; sino que vive con gran intensidad en todos
nosotros, en nuestro interior, y que constantemente hay que darle expresión e
interpretación” (Holmes, ob. cit., 260).
La subjetividad parece
tomar el puesto que había ocupado la objetividad tan apreciada, pero
difícilmente controlable. En la actividad humana la subjetividad ocupa un lugar
solitario; está afectada por la mirada parcial, el punto de vista limitado a
las impresiones aleatorias carentes del filtro que sólo puede interponer la
sociedad, la ciencia o ciertas unanimidades. Pero se expresa acompañada del
aporte de todas sus manifestaciones individuales: es la configuración típica
del arte y de la literatura. Es también el resorte que dinamiza algunas
instituciones sociales, como la familia. Su verdadera definición no puede ser
encarada de una manera objetiva, y hasta las historias basadas en personajes
famosos y las biografías tienen que recurrir al marco esclarecedor de este
contexto, en cada caso imposible de comprender sólo a través de una narración
lineal de los hechos o de una interpretación objetivante de época y lugares.
No es sino la resultante
de una multifacética convergencia de subjetividades, a veces contradictoria,
cuya puesta en un orden comprensible pone a prueba a los biógrafos más
experimentados. Las motivaciones solapadas, pasiones escondidas, semilleros de
afectos y pulsiones que deciden los destinos, a veces con gran influencia sobre
la definitiva realidad de los acontecimientos y conductas frecuentemente
escapan a todo esfuerzo de objetividad. Hasta se podría decir que, a estos
efectos, la objetividad no nos presta ayuda.
La mente necesita
reunión, y el resultado de esta reunión es la realidad; una realidad siempre
para la mente, un conjunto. “Un conjunto necesita de la mente que lo considere:
sólo es uno en la mente. Y de igual modo, la falta de conjunto no aparece más que
en la mente. El ‘conjunto’ y la ‘falta de conjunto’ se dan ambos a partir de
elementos subjetivos”. De modo que “Hay: fragmentos móviles, cambiantes: la
realidad objetiva; un conjunto acabado: la apariencia, la subjetividad” (Bataille, 2017, 43).
Hemos sugerido en forma
más o menos sintética en dónde puede explorarse si se desea encontrar el
indudable rastro objetivo de la subjetividad. Hemos hecho a un lado algunos
grandes sistemas, el empirismo, el racionalismo, el idealismo, el materialismo,
por resultar obvios desde nuestro punto de vista, ya que defienden a ultranza
la objetividad o la subjetividad o se adornan con términos intermedios en una
combinación que nos parece la menos convincente de las posiciones. Sin embargo,
algunas de las principales teorías, cuyos fundadores hemos citado más arriba,
dan entrada al tema de una realidad subyacente a la conciencia. Quizá sirva de
justificación respecto al papel de la experiencia, relacionada con el pasado
vivido, con las sensaciones o con los márgenes borrosos de la actividad
psíquica que suministran un sentido a toda la “corriente del pensamiento”.
Esa realidad ya no sería
solamente realidad en bruto, realidad de los hechos y de la actividad de los
sujetos involucrados en ellos. Sería, más bien, esa misma realidad transformada
en capacidad específica de la inteligencia, con rasgos particulares diferentes
a lo objetivo puro y a lo subjetivo puro. Las condiciones operativas de esta
realidad de base parecen independientes de la elaboración libre, de la fantasía
y de las ilusiones tanto como de la objetividad sujeta a experimentación o a
verificación, propias del conocimiento objetivo. Es otra clase de fenómeno
psíquico.
El núcleo del problema
Ahora bien, ¿cómo aislar este fenómeno para
identificarlo en la vastedad del pensamiento? ¿Cómo reconocer un fragmento de
este contenido de conciencia o forma psíquica? ¿Es suficiente apelar al
algoritmo? Quienes están bien cerca de este problema ‒quizá insoluble‒, los
psicólogos, son los investigadores que presienten con mayor intensidad la
importancia que revestiría resolverlo. Existen innumerables influjos
conscientes e inconscientes que provienen de la experiencia de vida, de las
características físicas, sociales, genéticas, ambientales, culturales, es
decir, del mundo real, que esconden causas y diversidad de motivos influyentes
en las enfermedades mentales. Y son quienes han hecho los mayores esfuerzos y
conseguido las más influyentes observaciones, sugerencias y descubrimientos. Su
importancia va más allá de toda aplicación práctica. William James, entre
ellos, parece exhalar una bocanada de sinceramiento y honestidad cuando adopta
la primera persona para explicar el yo: “en qué consiste la sensación de este
yo central activo ‒todavía no necesariamente qué es el yo
activo, como un ser o principio, sino qué sentimos cuando nos
damos cuenta de su existencia”, afirma, y agrega:
Primero que nada, sé que
en mi pensamiento hay un constante juego de apoyos y tropiezos, de frenos y
liberaciones, de tendencias que corren con el deseo y de tendencias que van en
sentido contrario. Entre las cuestiones en que pienso, algunas están alineadas
del lado de los intereses del pensamiento, en tanto que otras desempeñan un
papel hostil. Las incongruencias y coincidencias mutuas, los reforzamientos y
obstrucciones que prevalecen entre estas cuestiones objetivas, reverberan hacia
atrás y producen lo que parecen ser reacciones incesantes de mi espontaneidad
hacia ellas, recibiendo con gusto y oponiéndose, apropiándose o negando,
luchando en favor y en contra, diciendo sí y no. Esta palpitante vida interior
es, en mí, ese núcleo central que acabo de tratar de describir en términos que
todos los hombres puedan usar. Pero cuando me aparto de estas descripciones
generales y me enfrento con particularidades, acercándome lo más posible a los
hechos, me resulta difícil percibir en la actividad un elemento que sea
totalmente espiritual. En todos los casos en que mi mirada introspectiva logra
volverse con rapidez suficiente para atrapar en el acto una de estas
manifestaciones de espontaneidad, lo único que puede sentir distintivamente es
algún proceso corporal, que en su mayor parte tiene lugar en la cabeza. (James, ob. cit., 239)
Esto es todo lo que se
puede decir y todo lo que se puede aislar de este fenómeno vicisitudinario. No
es posible extraer de la conciencia esta clase de actividad psíquica para
observarla al microscopio. Pero es claro que todo lo que podemos aquí es reiterar
lo dicho más arriba: “El fenómeno psíquico que intentamos describir no es una
conexión entre dos cosas. Es, en cambio, un solo acto que, a diferencia de los
demás actos, no tiene principio, desarrollo y final, como todos los actos. Es
una mutación fulminante e inopinada que se produce toda vez que
la mente lo necesita, de una sola vez y sin espacios ni
tiempos determinados ni mensurables. Esta clase de realidad alcanza toda la
conciencia y se disemina en lo mental, consciente o no. Existe un tipo de acto
fenoménico que asocia ciertas experiencias de vida con la
inexperiencia, esto es, con los estados sin resolver, con los dilemas, dudas,
situaciones límite, vacilaciones, en fin, problemas o, en todo caso,
experiencias conflictivas.”
Cada persona puede
encontrar en su vida presente o pasada un ejemplo de este tipo de actividad
mental, no exactamente objetiva ni subjetiva. Cada conciencia sabe diferenciar
cualquier acto de conocimiento aprendido o guiado, mecánico o elaborado, de un
acto de esta clase por el cual lo adverso en aquello a conocer cede, ante una
especie de espontaneidad alambicada, no simple, no bruta. En esto se reitera el
problema de las mezclas, de si la dimensión psíquica que estamos analizando,
que promovería tanto la subjetividad como la objetividad, es un recocido de
razón e intuición, de deducción e inducción, de juicio y sentimiento. Pero no
es nada de esto, como ya se sospechará. Es otra cosa, producto no de
acumulaciones, no de ordenamientos en el tiempo ni en el espacio sino,
sencillamente, seriaciones discontinuas que acompañan a los fenómenos psíquicos
y a todo acto de pensamiento.
No existe ninguna
ficción, ninguna fantasía que no se apoye en realidades de alguna especie,
aunque las experiencias a las que se asocien no sean inmediatas. Ninguna
ilusión carece por completo de alguna correspondencia con la realidad. No hay
apariencia sin algún rasgo de semejanza con aquello que enmascara. Y, en el
sentido inverso, se sabe que la realidad puede resultar tan o más fantástica
que los productos de la imaginación. Esto no quiere decir que no haya
diferencia entre la objetividad y la subjetividad (enseguida la estableceremos
con precisión); tal suposición sería absurda. Son diferentes, pero, tienen el
tronco común de la experiencia, tronco que origina, sostiene y desarrolla la
inteligencia. Es oportuno remarcar esta evidencia desde que es tradicional la
separación tajante entre estas dos facultades o dimensiones de la conciencia,
separación que ha dado lugar a radicalizaciones filosóficas e ideológicas y a
estilos de vida y sistemas de creencias.
La conciencia representa
un campo inapropiado para el examen y la investigación, como reconocen todos
los entendidos. El investigador y la cosa investigada componen una unidad
inseparable. Los criterios de demarcación de la ciencia han aplicado todo su rigor
en prevenir ante el peligro de confusión y error que representa semejante
coincidencia. El resultado de cualquier análisis por fuerza ha de caer en la
falsedad debido a dos aspectos que conciernen irremediablemente a lo subjetivo:
la imposibilidad de la demostración experimental y el riesgo de la apreciación
individual y solitaria recogida en un campo de experiencia abstracto e
imposible de compartir con otros experimentadores. Pero tal advertencia debe
someterse a revisión, porque toda ciencia contiene imaginación y toda
imaginación contiene ciencia.
El punto crucial de esta
propiedad que comparten las dos modalidades de la inteligencia se ubica en una
sola cuestión: ambas manejan sólo relaciones. La ciencia no se
refiere a las cosas ni a los procesos de las cosas sino a las relaciones que
nos obligan a concebir cosas y procesos. De la misma manera, los sueños, las
fantasías e ilusiones, la apariencia que hacemos que resulte de todo aquello
que nos llega de los sentidos corporales, impelidos por deseos e intereses o
sencillamente por nuestra incapacidad para colegir la verdad de la sensación
inmediata, se consagran a partir de correspondencias, analogías, asociaciones
que establecemos a partir de lo ya vivido o de lo ya pensado. De esta manera,
no hay fantasía que no surja de alguna relación con otra fantasía o que sea
totalmente extraña a la misma realidad.
Por otra parte, no
conocemos ningún concepto de ninguna ciencia que no contenga otro concepto en
su explicación, en el predicado de la oración que lo define, asunto que atañe
al carácter analítico de toda ciencia apofántica (la excepción es la ciencia axiomática
que, excepcionalmente, no se ocupa de la realidad). Y el segundo concepto
envuelve a su vez un tercer concepto, y así sucesivamente. Tampoco tenemos
sueños independientes de los sistemas de ensoñaciones, que son conjuntos de
relaciones en órdenes determinados (o rompimiento de toda clase de relaciones y
órdenes), ni tenemos fantasías ajenas a ciertos mundos de fantasía, asunto que
atañe a la propiedad sintética de las proposiciones mediante las cuales nos
referimos a tales fantasías y las describimos. De modo que no define la
subjetividad y la objetividad la atribución de exterioridad o interioridad
respecto al yo o a la mente sino la clase de relaciones que las caracteriza.
La persona que tiene la
mayor aspiración, la más preciada y codiciada, aquella en que deposita sus
mayores esperanzas en el correr de su vida, esa persona tiene que apelar a la
fantasía. Nos referimos a una especie única de fantasía, revelada y sagrada, idolatrada:
la aspiración de llegar a Dios. Esta aspiración es, para el
creyente y para el incrédulo, una fantasía, aunque la palabra tenga
connotaciones negativas para el primero. Porque éste no necesita realidades
para experimentarla y apropiarla: le es suficiente la fe. Le alcanza con la
ilusión y no necesita de revelaciones objetivas. La suya es eminentemente
subjetiva. Y, de esto, ¿puede suponerse que es menos real? Su más fundamental y
trascendente realidad es, en el sentido trascendente de la palabra, fantástica.
Así, pues, el psiquismo
que se corresponde no es una conexión entre dos cosas, una objetiva que él
mismo representa, su cuerpo y sus acciones, y otra subjetiva que consiste en su
creencia. Es otra y única cosa. Su realidad es una realidad
vicisitudinaria: depende de su vida, de la experiencia buena o mala, de sus
orígenes, de su situación material y espiritual, del talento, de la suerte. Y
obedece a lo que ha hecho con todo eso, a las relaciones que
ha establecido entre todo eso. Responde al cómo,
es decir, a relaciones. No importa si se establecen entre cosas y hechos
importantes o baladíes, reconocibles o desconocidos, perceptibles o no,
necesarios o contingentes, posibles o imposibles. La vida mental depende de las
relaciones, porque se puede vivir en un mundo de fantasía de la misma manera
que en el mundo real. En éste las relaciones responden a las leyes de la
física; en aquél a las leyes que promulga la conciencia. La objetividad se
inclina sobre las primeras; la subjetividad sobre las segundas.
Todo aquello que
enfrentamos en la vida, y que puede invocarse mediante un nombre es, dentro de
ciertos límites de la evolución constreñidos a la dimensión humana, más o menos
lo mismo, se trate de un individuo, de varios o de la humanidad entera. La voluntad
interviene poco en las circunstancias y las modifica sólo
aplicándose denodadamente. La intervención respecto a estas circunstancias, que
constituyen nuestro ser y su destino, se da por la mediación de relaciones.
La necesidad de alimentación, por ejemplo, creará circunstancias tales que
determinarán el trabajo, la actividad para lograr el sustento, etcétera. Esto
corre por cuenta del mundo. Pero qué se hace con el
trabajo, cómo se encara el empleo, cuánta dedicación
o esfuerzo demandará de la persona, y otras relaciones relativas al cuándo
y al con, a modos, por ejemplo, los del bien y mal,
como los de mejor y peor, incluso relativas al sí y
al no, corren por cuenta de la conciencia y son la especialidad de
la actividad vicisitudinaria.
El concepto relaciones merece
una importante precisión que quizá se haya sospechado ya. Hablar de relaciones
supone hablar de vínculos determinados, rígidos o flexibles, entre cosas o
hechos, entidades, entre todo lo que encontramos en el mundo y en nosotros.
Pero no es esta la clase de relaciones de que hablamos aquí. Nos referimos a
las relaciones que se establecen no porque se puedan encontrar entre un ser
humano y el mundo en un momento dado. Poco podemos hacer a este respecto y casi
queda fuera de la conciencia intencional.
No establecemos
relaciones entre nosotros y el mundo sino entre nuestra historia y el mundo.
La historia de que aquí hablamos es todo el ser puesto en presente,
como sugería Aron Gurwitsch. Recordemos sus palabras: “todo acto presente de la
conciencia se encuentra por completo afectado por alguna reminiscencia o
retención por lo menos de los actos que preceden de inmediato al acto en
cuestión y también por cierta expectativa ‒sea lo vaga que se quiera‒ de que
otros actos seguirán al del momento presente” (se considera aquí una historia
sin tiempo, es decir, sin curso o continuidad, pero con dimensión de algún
tipo). Las relaciones entre nosotros y el mundo corresponden a la visión
objetiva y descriptiva de la realidad y dependen siempre del lugar y el momento.
En cambio, las relaciones entre nuestra historia personal (historia
vicisitudinaria) y el mundo corresponden a la subjetividad y se establecen por
la obra indeterminada de la experiencia y la intelección reunidas, sin
dependencias espaciotemporales.
Parafraseando el
principio de José Ortega y Gasset referido al entorno del hombre, “yo soy yo y
mi circunstancia” (Ortega y Gasset, ob. cit., 25),
podemos asentar el principio “yo soy yo y mis relaciones”. Mientras que el
primero contempla el mundo de las cosas[14], el segundo atiende el mundo de los
fenómenos. Ya hay algo de esto en el mismo pensamiento de Ortega. Por lo que
uno y otro no suponen la misma clase de relaciones. Puede admitirse que “el
hombre y sus relaciones” esté implicado en “el hombre y su circunstancia” si
hablamos del hombre como ser en el espacio y el tiempo. Pero no se puede
admitir si hablamos del hombre como ser vicisitudinario, porque este hombre
establece relaciones con el mundo independientes del espacio y el tiempo
circunstanciales, de su historia serial y continua. Se trata de relaciones
inherentes a todos los tiempos y a todos los espacios que se corresponden con
la vida y, aun, con una síntesis mental recuperada de ellos, eminentemente
funcional, que resulta la más humana de las facultades de la especie.
Recapitulación
1) El cerebro crea patrones neurales a
partir de ciertas “cristalizaciones de conducta mental” que surgen lentamente
en el correr de la vida. Obran de manera dinámica, comprometidas tan
directamente con el desarrollo y la adaptación de la inteligencia, que sugieren
la figura de algoritmos electroquímicos que adaptan el orden de su función de
acuerdo a los requerimientos de la situación.
2) Estas formas o algoritmos fulgurantes se
activan espontáneamente al volverse adversas las condiciones de la cognición.
3) En todo acto de conciencia existe una
vertiente subjetiva y otra objetiva. La primera es propia de la ilusión, la
fantasía, las creencias (conocimiento interior). La segunda corresponde a la
vertiente de información sensible y a la ciencia experimental (conocimiento
exterior).
4) Lo subjetivo abarca todo el orbe de la
conciencia, en tanto se corresponde con las relaciones que se establecen entre
el mundo y toda la vida psíquica de la historia personal. Lo
objetivo, en cambio, se corresponde con relaciones que se establecen entre la
conciencia y las circunstancias o historia de cada momento y lugar[15].
Lo característico de
nuestro destino occidental ‒afirma Eugenio Trías‒ consiste, al decir de
Hölderlin, en que hemos aprendido a ‘captarnos a nosotros mismos’, y en que
esa formación de la subjetividad constituye
nuestro patrimonio. Dominamos el mundo desde la subjetividad, pero, en
compensación, somos incapaces de ‘captar algo’, es decir, de abrirnos a la
comprensión de aquello que proviene de fuera de la
subjetividad, de aquellos mensajes, signos, señales o portentos que proceden
del ‘fuego del cielo’ y que no pueden ser anticipados, previstos ni programados
por nuestro dominio subjetivo del mundo. (Trías, 2015,
48-49)[16]
Eugenio Trías quiere
resaltar la diferencia con Oriente y, a renglón seguido, escribe:
Por el contrario, los
antiguos, los orientales, y los mismos griegos, que procedían de Oriente,
estaban sobre todo familiarizados con esos signos procedentes del ‘fuego del
cielo’, mientras que su debilidad radicaba en que no habían aprendido aún a
‘captarse a sí mismos’. Estaban abiertos a la comprensión de aquello que
procedía del ‘fuego del cielo’, en forma de inspiración o profecía, o de
determinación legal proveniente del círculo de lo divino, pero no eran capaces
de dominar, desde la subjetividad, esa abundancia de dispensaciones y gracias.
Prefiere llamar subjetividad al
viejo logos de los griegos. Éstos, que venían del Oriente, la
tierra de donde surge el sol y “de donde provienen los dones y las gracias del
‘fuego del cielo’”, aprendieron a dominar esa inspiración “del círculo
celestial” por medio de la ley y de la disciplina subjetiva. Introdujeron
esa disciplina en forma de téjne (metro, número, armonía), que
les permitió prescindir de la determinación divina para orientarse (Trías, ob. cit., 51).
Se trata, pues ‒afirma
Trías‒, de traspasar ese límite o umbral que constituye el gran legado clásico
de Grecia. Eso significa retroceder, más allá del límite que establece el logos filosófico
griego y el arte clásico, hacia formas de pensar, de producir y de decir que
son patrimonio exclusivo de los pueblos orientales.”
(Trías, Ib., 53)
Como se comprueba, Trías
entiende la subjetividad como el ámbito total del pensamiento, sin segregarlo
de su acostumbrado opuesto, es decir, la objetividad. Aquello de donde proviene
el sentimiento religioso es el afuera, inaccesible a primera vista.
Existe, afirma Trías, un “cerco hermético que constituye lo sagrado”. La
revelación de ese cerco hermético, “cobijo de lo sagrado”, requiere una “prueba
fenomenológica y fáctica” o “develamiento que no es sino revelación
simbólica” (Trías, ib., 26). “Yo pienso”,
concluye, “que toda mitología es ya, de suyo, revelación”. Pues
bien, los griegos, poniendo en marcha la subjetividad occidental,
que circunda la mente y el espíritu del hombre posmoderno, explicaron ese
arcano mediante un “primer principio (arjé prôta) que gobierna la
naturaleza”, liberándose de su original amarre y trazando “el complejo pasaje
que conduce del Mito al Logos” (Trías, ib.,
53).
¿Debe pensarse, en
consecuencia, que la subjetividad comprende toda la vida mental? ¿O hay grados
que aproximan o alejan esa vida de la experiencia, determinando los de
subjetividad y objetividad dominantes en tanto polos extremos y opuestos? Es
posible preguntarse, también, si sólo existen esos polos, claramente
diferenciados, como suele establecer la ciencia para evitar ambigüedades,
salvar errores o para no obligarse a andar en la oscuridad, ya que serían zonas
extrañas a la razón tanto como al espíritu, la moral, los valores, la religión,
el arte. Cualquiera sea la respuesta que se dé, en todos los casos resultará un
elemento común determinado por la experiencia. Hasta las categorías de espacio
y tiempo surgirían, en el caso en que pudieran suponerse a priori tal
como las concibió Kant, porque la experiencia nos obliga a hacer surgir en
nuestra conciencia una condición sin la cual no podríamos aprehender el mundo y
su realidad.
Sólo se puede aceptar
esta concepción de la vida mental, en la que no hay separaciones cortantes
entre formas veraces y ficticias, objetivas y subjetivas, si se la entiende
como relación dinámica entre la realidad y la historia mental. Esta
historia no es sólo la historia del individuo sino la historia del yo íntimo,
con el agregado de lo que el yo elabora y conserva como saber e inteligencia,
surgido del drama de vivir, del padecimiento, de las tensiones ocasionadas en
el afán por la resolver problemas, así como del sufrimiento y del gozo, de las
emociones, pasiones y pulsiones que dejan su rastro en el sistema mental.
La historia mental es la historia de la vida mental o serie
de pasos, válida por el orden de la serialidad, convertida
en un nuevo orden vuelto facultad o inteligencia. No es la historia del
sujeto ni su biografía ni etopeya, memoria o historia lineal ni descripción
interior. Es una auto creación que funciona como dispositivo o mecanismo de
engranaje bio-lógico.
La subjetividad obra en
Oriente como en Occidente al pulso de toda la historia mental. Por la
experiencia, y no por el grado de realidad o ilusión, se diversifica en
historia episódica o en historia algorítmica. Puede encontrarse la personalidad
en la primera, pero el yo sólo se encontrará en la segunda. Se distinguirán
diversas etapas, manifestaciones diversas y hasta contradictorias en la
personalidad, cambios, aspectos buenos y malos, superación y retroceso,
moralidad. En el yo se encontrarán los elementos dinámicos de desempeño, la
manera de relacionarse funcionalmente con el mundo, el ajuste entre la realidad
y la ilusión. Considerar el yo como entelequia, por lo tanto, es ignorar
esa distinción.
Existe un grado profundo
de la vida mental, que Trías llama “noche de la subjetividad”
(Trías, 1991, 254), expresión con la cual se refiere a Hegel, en el
que se define el orden de los pasos que se pueden dar; no los
que suelen ni los que deben darse. Se
resuelve en ese punto, límite de las jurisdicciones de la
experiencia y de la historia mental[17], el paso que conviene que siga al que se
ha dado. Se decide el orden que guardarán los pasos en una serie ya no
dispuesta en el tiempo sino en un orden de prioridades pragmáticas, entendiendo
aquí prioridad en el sentido de lo más adecuado para resolver
problemas y no en lo que tiene que ver con el sitio que algo ocupa en una
serie. Ya no importa si la coincidencia entre el cálculo y la realidad
previsible es poca o mucha, tal es la prioridad del orden pragmático. Por
encima de todos los momentos importa la construcción de la conjetura, la
disposición del proyecto, el orden de los pasos.
El límite, pues, está en
la subjetividad, y configura la forma de operar y el camino a seguir. El pecado
de desmesura (hybris) consiste en remitir este límite al
orden de la sucesión, a la historia, al fenómeno en tanto representación o,
como gusta decir Trías, al logos o “pensar-decir”. Se va directamente
a la cadena de sucesos, a la ordenación lineal, rememoración y reconstrucción
mediante procedimientos reconstructivos que en última instancia bregan más por
la reinstalación de experiencias ya vividas que por la producción creativa de
experiencias nuevas, igualmente fértiles o, incluso, mejores.
La interposición
del logos, cuyo desarrollo ha sido la característica fundamental de
Occidente, de tan relevante desempeño en la evolución de la inteligencia
humana, sin embargo, desfiguraría la captación del perfil mental, así como los
rasgos principales de la historia personal, del saber, de los rasgos
psicológicos y de las predilecciones del sujeto. Pero, sobre todo,
obstaculizaría una toma de conciencia única, relacionada con un más allá del
logos: lo que Trías llama “cerco hermético” o “cerrado” (Trías, 1991,
416), misteriosa X, cosa en sí kantiana, enigma ancestral,
inexplicable poiesis. Considerado el límite como el torreón desde
donde podemos divisar el ancho del horizonte, como el punto desde el cual mirar
es más que ver, más que comprobar, es decir, desde donde podemos interpretar y
comprender, entonces, el límite está allí donde se juntan la
historia-experiencia secreta, productora, y el hacer, ser o captar, que es, en
verdad, como dice Trías, captar “lo que viene de afuera de nosotros”.
Con estas reflexiones se
vuelve a las hipótesis relativas al “pensamiento salvaje” de Claude
Levi-Strauss, anota Trías. Levi-Strauss se pregunta “si no nos hallamos en
presencia de una forma de pensamiento universal y permanente que, lejos de
caracterizar a ciertas civilizaciones, o a pretendidos estadios arcaicos o
semi-arcaicos de la evolución del espíritu, más bien se trataría de una función
de una cierta situación del espíritu en presencia de las cosas que debería
aparecer cada vez que esa situación tuviera lugar”
‒transcrito por Trías, ob. cit., 506), cita que parece proceder de Le
cru et le cuit (Mitologiques, I), de 1966. El pensamiento
salvaje “no es, para nosotros, el pensamiento de los salvajes, ni el
de una humanidad primitiva o arcaica, sino el pensamiento en estado salvaje,
distinto del pensamiento cultivado o domesticado con vistas a obtener un
rendimiento” (Levi-Strauss, 1970, 317).
La reflexión de Trías y
su cita de Levi-Strauss se suman al fino urdido de opiniones ya expuestas. Por
si fuera poco, el antropólogo del estructuralismo agrega: “Esos tipos de
nociones intervienen, un poco como símbolos algebraicos, para representar un valor
indeterminado de significación, vacía en ella misma de sentido y susceptible de
recibir cualquier sentido, cuya única función es colmar una escisión entre el
significante y el significado, o más exactamente, señalar el hecho de que en
tal circunstancia, en tal ocasión o en tal de sus manifestaciones se establece
una inadecuación entre significante y significado en perjuicio de la relación
complementaria anterior.” (Transcrito por Trías, 1991,
506-507).
Pero sería ocioso seguir
invocando autores que se ha referido, por una razón u otra, en un contexto
similar o diferente, a esta particularidad de la vida mental que, como se
desprende de lo ya visto, no puede atribuirse sin reparos a lo que comúnmente
se entiende por subjetividad u objetividad. Si bien es algo semejante a un
producto de la psicología profunda, a un reflejo de la conciencia superficial o
a un resorte espontáneo de la atención, de todos, modos, forma parte de una
habilidad fundamental, que puede acompañarse de todo el trabajo de
“domesticación” del conocimiento, característico del logos.
La relatividad de la psiquis
De todo lo que se ha dicho se recoge que la teoría viene interponiendo reparos a la idea clásica
según la cual lo objetivo y lo subjetivo se ubicarían en los extremos de una
escala monocromática que no admite grados. No es tema sólo de la psicología
aquello que la tradición distingue entre lo real y lo ilusorio, e incluso los
científicos incorporan a sus inquietudes profesionales el dominio de los
sentimientos y las pasiones. Sólo en conjunto los dos planos atañen a los modos
en que la inteligencia desafía el ocultamiento e ilumina el camino hacia el
descubrimiento y la invención. El esfuerzo de las ciencias neurológicas y
químicas por desentrañar la actividad cerebral puede acompañarse de una visión
que, sin vulnerar sus fronteras, principios y conclusiones, pueda ubicar el
problema en un plano de comprensión que quede más a la mano. Las explicaciones
parciales se niegan a satisfacer un nuevo saber, y la filosofía puede ofrecer
un panorama más ágil.
La ciencia, acaso, ¿no
viene flexibilizando sus rigores en los últimos tiempos? ¿No modifica
sabiamente su concepto de verdad, no cuestiona sus principios más
caros con filosófica inquisición? Y, aunque Heidegger haya previsto que “no hay
ningún resultado de una ciencia que pueda encontrar jamás una aplicación inmediata en
la filosofía” (Heidegger, 2017, 51), la filosofía ¿no se conmueve profundamente
con la ciencia pos-relativista, aunque no pueda aplicar ninguno de sus
resultados? Sin querer aunar conceptos diferentes, auténticos sólo en sus
respectivos planos, hay casos en que ciencia y filosofía se aproximan bastante.
Un ejemplo es Einstein y Ortega y Gasset.
Igualmente, pueden
encontrarse discursos en los que ciencia y filosofía se entrecruzan
entrañablemente, como en Popper. En otros autores la filosofía de la ciencia se
confunde con la filosofía a secas, como en Koyré y Kuhn. Hay, asimismo,
ejemplos en los que niveles de reflexión extremadamente abstractos se mueven en
un acercamiento asintótico con los de la ciencia concreta. Así es posible
comprobar en teólogos como Teilhard de Chardin o Rudolf Bultmann. Hay quienes
atribuyen gran importancia a la inferencia no deductiva, y descubren la
intromisión permanente de los razonamientos probables y retroductivos en las
conclusiones, así como algoritmos basados en lógicas divergentes y borrosas,
como Charles Sanders Peirce, Bertrand Russell, Bart Kosko o Carlos Vaz
Ferreira. Y hay una corriente de pensamiento, que nace a fines del siglo XVIII,
y aún hoy palpita con fuerza, cuya vista mira fijamente hacia el oriente, al
mito y al símbolo, y que responsabiliza al logos por los males
de Occidente, como se encuentra en Schelling, Schopenhauer y Nietzsche, y más
recientemente en Heidegger, y hoy mismo en Eugenio Trías.
¿Estamos ante signos que
anuncian la aparición de una nueva ciencia? ¿Se funden en una sola fragua la
intuición y la razón, el sentido común y el método experimental, el mito y
el logos, como se funden en Emilio Oribe? “La gran tentación del
hombre es la objetividad” (Oribe, 1945, 47). Todos esos modos surgen porque se
sospecha de los sentidos y se desea escapar de la inestabilidad de la
conciencia, de muchas zonas de inseguridad del pensamiento vulnerado por la
falta de coordenadas de apoyo y orientación. Su potencia es igualmente grande
en el sentido del acierto como en el del error, ello acarrea bastante desgracia
y por todos los medios el hombre busca firmes amarras de donde sujetarse y
mojones de delimitación bien definidos. En el centro del problema está el saber
manejarse entre la subjetividad y la objetividad, y, entre estos dos resultados
que la experiencia de vida ha derramado en la vida mental, surge una suave
preponderancia del yo interior, precisamente, ese factótum que decide
invisiblemente hacia dónde se dirige la humanidad.
Pero nada indica un
decaimiento de la ciencia. Por el contrario, se ha fortalecido asombrosamente
de la mano de la tecnología. Aquí también hay un par de asuntos, a veces
tomados como opuestos, a veces como completamente unidos por un solo propósito.
¿Se debe a la ciencia el extraordinario desarrollo de la tecnología, en todos
los campos disciplinarios? ¿O es la tecnología la que dispara el formidable
desarrollo teórico de la ciencia? Si abordamos la respuesta desde el punto de
vista de ese solo o único propósito, no interesa qué es lo que está primero. De
una manera semejante, no interesa demasiado saber si en el desarrollo de la
inteligencia humana está primero lo objetivo o lo subjetivo. A todas luces,
también procuran un mismo propósito cuando la conciencia trabaja
civilizadamente en favor del bienestar de las personas.
La subjetividad trabaja
en un sentido que se parece al sentido de la ciencia teórica. Ésta trabaja con
ideas, conceptos, modelos, teorías, pero también apela a toda clase de
hipótesis, probabilidades, supuestos, principios, nociones a veces vagas,
aproximaciones a lo directamente observacional. La subjetividad lo hace en base
a relaciones mentales o fenómenos psíquicos del tipo de los sentimientos. La
teoría pura responde a veces a la actividad mental que Franz Brentano, como
hemos visto más arriba, clasifica entre las emociones (confrontadas con los
juicios), es decir, con aquellos contenidos psíquicos susceptibles de ser
aceptados o rechazados espontáneamente, como ocurre con los sentimientos de
amor y odio.
No resulta otra cosa de
los famosos paradigmas con que nos ha ilustrado Thomas S. Kuhn. La objetividad,
en cambio, lleva a cabo su función relacionada con lo empírico como lo hace el
trabajo de la ciencia experimental, de laboratorio y de trabajo de campo. Lo
objetivo es lo que está “afuera”, independientemente de la mente humana.
Objetiva es, de esta manera, aquella actividad fenoménica que incurre en el
juicio, en la afirmación de convicciones, en toda aquella representación capaz
de mantener un lazo indisociable con la comprobación detectable por los
sentidos o por aparatos con los que cobran mayor potencia y precisión.
Pero ¿cómo fijar los
límites? ¿Cómo establecer con claridad la clase de fenómenos con los que
lidiamos, el tipo de actividad psíquica que emprendemos al encarar cualquier
situación de vida? De todo lo que veníamos presentando, además de la
comprobación de que no hay lugar a la idea clásica de oposición radical entre
lo objetivo y lo subjetivo, surge que cualquier actividad psíquica apela
al abanico total de la conciencia, requiriendo de sus facultades,
habilidades y aprendizajes todo aquello de que puede valerse la inteligencia
para enfrentar problemas, incertidumbres, adversidades y la niebla que envuelve
siempre los misterios innumerables del mundo y del ser del hombre.
Así, la ciencia dura
puede resultar subjetiva y el arte más excelso objetivo. En el saber más
refinado y en el más basto intervienen ambas vertientes de la vida mental. La
invención, la creación y la acción humanas pueden responder a recursos de un
orden o de otro que, en definitiva, se instalan en la inteligencia a partir de
una misma fuente originaria y por un mismo impulso o requisito de superación o
de supervivencia. No hay dos mundos en la objetividad y la subjetividad. Los
hay en la relación de la vida mental con el espaciotiempo, dos mundos de
apariencia relativa, de relatividad einsteiniana, aunque la historia registre
en bruto ambivalencia radicales. Resultados de esta partición primaria y
primitiva resultan las concepciones de lo terreno y lo divino, del hombre y los
dioses, del cuerpo y el alma, del mito y el logos, del infierno y el cielo, de
lo dionisíaco y lo apolíneo, y de cantidad de polos opuestos tomados en el
sentido de todo o nada, sentido casi natural en la cosmovisión del
ser humano en todas las épocas, incluida la nuestra.
Los supuestos fallidos
Algunas conceptualizaciones definidas por sus
opuestos, decisorias y ubicuas, pueden considerarse también como
desprendimientos de esta abrumadora braquilogía que ha jugado con el hombre
desde tiempos inmemoriales, presentándole enormes abreviaturas y simplificaciones
que lo han hundido en la confusión. Debe advertirse, pese a todo, la
posibilidad no descartable de que haya obrado como beneficio en el sentido de
evitarle la intelección de aquello para lo cual sus facultades no son aptas,
como observaba Bergson respecto a la conciencia atencional, cuya acción
unilateral nos salva de mil acontecimientos que nos enloquecerían si los
percibiéramos al mismo tiempo.
Así, se presentan oposiciones como individuo y grupo, o
diferentes clases de inmersión en lo colectivo como las de muta y masa (Canetti,
2016). No en todos los casos, pero la oposición puede obrar como
base descriptiva de los pares individuo-sociedad, liberalismo-socialismo. Es
necesario evitar transposiciones de estos conceptos, como las de egoísmo-solidaridad, culto-popular,
distinciones, entre otras, en las cuales pueden gravitar factores determinantes
externos. En un marco caracterizado por oposiciones entre puntos de vista, se
disocian también el idealista y el realista, y se
oponen términos cotidianos y vulgares como teórico y práctico, sensible e insensible,
etcétera. Estas fórmulas tan comunes esconden una referencia a la
preponderancia caracterológica de la subjetividad o de la objetividad,
escindidas de plano de toda modulación y grado.
Se puede hablar de un
error psicológico. Se ha supuesto que el hombre es psicológicamente dominable,
susceptible de flaquear por el lado de la conciencia. Así, es común hablar de
la despersonalización que caracterizaría a nuestra época. En esta afirmación
hay dos contenidos de fondo que luchan entre sí. Por un lado, la posible
subjetivación, de carácter enajenante, que conspiraría contra la personalidad
y, en consecuencia, contra la libertad individual y el derecho a la libre
elección y al libre albedrío. Por el otro, la hipotética objetivación del
individuo, la conversión de sujeto en objeto, desde que sobrevendía la
destrucción de aquello que distingue el ente del ser, la cosa de la persona.
En el primer caso, se
comprobaría un eterno encierro, la condena a un sí mismo des-yoificado,
y a un yo sin yoes o estado de subjetivación permanente que no puede significar
otra cosa que el paso de la socialización a la masificación, esto es, a la rasa
igualación entre el yo y el otro. En el segundo, la apertura de la persona a un
exterior impropio, sangría espiritual o cosificación de su vida mental,
necesitada enseguida de orientación y oportunamente de dominación.
En uno y otro caso se
verifica el hombre-cosa, la cosificación de la vida humana, la
masificación de la sociedad, también eufemísticamente llamada “globalización”.
Si se considera la intervención indeterminada de lo subjetivo y de lo objetivo
en la dinámica mental, y teniendo en cuenta esta burda simplificación de la
realidad psíquica, puede atisbarse una transformación del movimiento humano, de
un giro sobre sí mismo. Si se vulnera la naturaleza dual de la persona, ya sea
enajenándola o cosificándola, tarde o temprano la vida mental querrá escapar de
su estado de extrañamiento. Sin embargo, se ha supuesto que puede prevalecer en
él alguno de sus dos opuestos psíquicos, confiándose en que prevalecerá el
elemento biológico, sistematizable desde fuera, por inducción psicológica,
bioquímica o por imposición ideológica. Este error puede constituirse en la
causa de un cambio social de grandes proporciones, independientemente de las
relaciones económicas y políticas.
Es de mencionar, también,
un error socio-cultural. Se habla de un fenómeno que caracteriza a nuestra
época y que consiste en la división y doble alineación de las opiniones. Se
comprueba la formación de dos bloques que tienen estas características: son semejantes
en número, se enfrentan como rivales y tienden a sus opuestos. Suelen formarse
de a dos, rara vez de a tres y casi nunca de a cuatro. Y bien, de ello se
extrae que el sujeto humano tiende a sus extremos, que es creyente o no
creyente, de izquierda o derecha, capaz o incapaz, activo o pasivo, honesto o
deshonesto, bueno o malo, hábil o torpe, buen vecino o malo, solitario o
mundano, trabajador u holgazán. Nunca algunas de esas o todas en una misma
realidad individual. Este supuesto, promovido por inductores económicos
poderosos e internacionales, actúa a favor de la organización mencionada.
Pero sabemos que en la
realidad no existen personas divididas en todos los asuntos en términos
opuestos, afiliadas a uno de sólo dos bandos, salvo figurantes que responden a
intereses parciales, públicos o privados. Hay, sí, resultados de estadísticas,
estudiadas y aplicadas milimétricamente, con datos enjundiosos de esa índole.
Han sido inventadas con tal objetivo: tienen que confirmar a un ser humano que
en realidad no existe. Porque no pueden interceptar los términos medios ni los
estados complejos, vacilantes o cambiantes de las conciencias, instancias y
circunstancias psíquicas connaturales del individuo. No son utilizables por la
política, el mercado o la propaganda, y su aprovechamiento sería de difícil o
costosísima aplicación, si no imposible, e implicaría la renovación total de
las estrategias de dominación y encantamiento. Se quiere que todos se
sientan en esos estrados en los que cada uno es una entelequia al
servicio no compensado de lo desconocido.
En el camino al
supermercado no nos encontramos con personas que ocupan sólo uno de sus
posibles extremos psíquicos. Y porque no hay definición cabal de una persona
que pueda ser sólo buena o sólo mala, sólo tonta o sólo inteligente, sólo feliz
o sólo infeliz, sólo de derecha o sólo de izquierda, sólo sensible o sólo
insensible, no nos será posible encontrar en la realidad esa clase de personas
inventada por las estadísticas, concebida sólo en los estudios de mercadeo.
Como se ha observado ya, no existen las masas: son una invención teórica cuya
realidad se impone para engatusar a los ingenuos, para enajenar a quienes no
tienen una cultura propia, para indignar a los que la tienen, y para engañar a
aquellos que prestan su adhesión a cualquier cultura sólo por encontrarse dentro de
algo que los protege y beneficia. La condición humana en que se origina esta
invención radica en la pretensión de concebir una especie falsa de vida mental
y en querer imponerla.
La supuesta
incompatibilidad entre la ciencia y la religión desencadena un falso supuesto:
el de que ambos dominios son excluyentes. La dualidad subjetividad-objetividad
está en el medio de esta falacia, entre otras cosas, por supuesto, pero de
manera definitiva es responsable de que se confundan los dominios inherentes a
la religión con los de la creencia. Si se habla de
religión parece que se habla siempre de alguna de las religiones más conocidas
del mundo o de sus iglesias. Y si se habla de creencia parece que siempre se
habla de la fe religiosa, de la creencia en los dioses o en un Dios o en lo
divino o sobrenatural. Por supuesto, esas asociaciones no son rebatibles, pero
no son todas las que se pueden establecer respecto a las dos denominaciones.
El dominio religioso se
asocia a la subjetividad desde que muchos lo tienen como el que se corresponde
con los sentimientos e incluso con las pasiones. El dominio de la creencia
comparte relaciones con la subjetividad, desde que no se conecta directamente
con lo empírico ni con lo demostrable por los sentidos. Pero, de acuerdo a
algunas teorías surgidas de la filosofía de la ciencia, se conecta con la
objetividad por ser un recurso apofántico, de afirmación y posibilidad de
descripción, que cuenta con el recurso de las representaciones, imágenes y
juicios característicos de las facultades objetivas de la inteligencia.
Y como la religión está
toda en la subjetividad, aunque se trata de una subjetividad que mucho necesita
del plano colectivo para consagrar el carácter sagrado de sus símbolos y ritos,
y aunque domine la vida de una persona, está fuera del territorio racional y es
potestad privativa del individuo sin que alcance el estatuto cabal que poseen
los ingredientes de la inteligencia en términos generales. Emoción, razón,
eticidad, esteticidad, valores; todo esto es universal en el hombre. La
religión es privativa de sólo algunos, aunque estos “algunos” sean millones y
millones. Esta es la falacia que se origina de la partición artificial de la
vida psíquica, y que deja como correspondiente inferior a lo subjetivo y como
correspondiente superior a lo objetivo. De aquí, que se haya producido un error
de carácter histórico.
Desde que lo inferior es
identificado con lo subjetivo, y lo superior con lo objetivo, la objetividad se
apropia de todas las preferencias con el correr de los tiempos por el impulso
de una escala móvil que se ha dado en llamar progreso. Por el
progreso la humanidad sale de la oscuridad y gana la luz, es decir, el
conocimiento, la industria, la técnica, en fin, la civilización, el bienestar y
la felicidad. Es un supuesto aun no demostrado fehacientemente pero que se
mantiene como motivo conductor de la historiografía universal. La antigüedad,
pues, estaba ganada por la oscuridad, y la modernidad por las luces del
progreso. Esto es, la antigüedad por la subjetividad, y la modernidad por la
objetividad. Este error, observado ya por antropólogos y filósofos en el siglo
XX, se mantiene hoy como sustento de una corriente de pensamiento político
llamada “progresismo”.
El progresismo supone que
todo lo que existe puede ponerse a andar y mejorarse. Mientras que este
supuesto se aplica a las instituciones y entidades mundanales, la organización
política, el Estado, el derecho, el trabajo, la salud, la industria, el comercio,
los bienes, no tiene mucho de contradictorio en su seno, aunque hay cosas que
valdría la pena no tocar, no modificar con el afán de mejorarlas, porque de por
sí no contienen contradicción o no se pueden mejorar o valen por su estado de
conservación. Ahora bien, el proyecto empieza a tambalear cuando el progresismo
se lleva al plano de la vida espiritual, sobre todo si se toman las entidades
psíquicas como se toman las físicas. Para el progresismo, y como resultado de
su propia definición, en general, lo anterior es inferior y lo posterior
superior. Esto, que responde al gran esquema subjetividad-objetividad, es
devastador en el discurso de la historia.
Apreciada como uno de los
polos de la vida mental, la subjetividad ha sido atribuida a los pueblos
prehistóricos y a las comunidades y civilizaciones más antiguas, por encima de
la objetividad. La vida mental de esos pueblos, estudiada merced a los testimonios
conservados de su cultura, arte, arquitectura, escritura, religiones, saber
empírico y teórico, leyendas, filosofía, comparada con la vida mental
contemporánea, resulta sin duda muy diferente. Creemos que hoy se ha alcanzado
un mayor grado de objetividad porque ya no nos rigen las creencias ni nos
dominan los caprichos de los dioses, y ni siquiera la sociedad siente el enorme
peso de las instituciones religiosas, de la Iglesia y de sus organizaciones de
evangelización y control de familias e individuos, en su celo por el
acatamiento de los preceptos bíblicos, la palabra revelada y las autoridades
eclesiásticas.
Pero nuestra vida mental
no es más ni es menos subjetiva que la de esos pueblos considerados primitivos
y, por tanto, inferiores. No hay cómo deducir un salto objetivo en la carrera
de los tiempos, y sólo encontramos cambios de toda clase, más o menos subjetivos,
más o menos objetivos. Algunos producidos por las ambiciones de reyes,
emperadores y castas, otros por transformaciones del medio ambiente, por
catástrofes y enfermedades, pero también por guerras crueles e interminables,
intereses, pasiones, devociones, tradiciones atávicas y supersticiones
inútiles. Otros cambios resultaron de las diferencias raciales y sociales, de
la disputa por el alimento o la tierra. En todo esto se encuentran motivos y
razones de carácter tan ilusorio como verdadero, espiritual y material, es
decir, de un carácter común al espectro total del panorama de la conciencia.
Sin embargo, no se puede decir que algo consistente haya cambiado, ni siquiera
mejorado mucho en nuestros tiempos.
Y siguen los cambios, que
nos parecen obra del tiempo, ese fantasma que nos obliga imperceptiblemente a
atribuir avances y mejorías solo porque pasa por frente de
nuestras puertas, una ilusión que llamamos “presente” y que nos atrevemos a
imaginar como un guiño en medio de dos nadas físicas, pasado y
futuro. La ciencia, sus vicisitudes, su lucha contra la incertidumbre y el misterio,
esto es, contra la oscuridad en busca de conocimiento, las creencias y sus
disposiciones de organización y supervivencia, la filosofía y sus negociaciones
entre apariencia y realidad, así como la religión y su contubernio entre
lo terrenal y lo celestial, ninguna de estas sabidurías nos ha exonerado de los
peligros de la subjetividad, así como no nos garantizaron al menos una porción
de objetividad salvadora. Todo en ellas está sujeto a dubitación y nuevos
escrutinios. Todo sigue igual, con otra cara.
El plasma humano
Se destaca, entre casi todas las actividades
relacionadas con el individuo medio, hoy en día, especialmente en lo que
constituye inclinación o gusto por lo artístico, la indiferencia, el desdén o
incluso el repudio por comprometer en ellas la intimidad profunda. Canciones,
ritmos, bandas, formaciones, cantantes e intérpretes, implican el espectáculo
exterior, la materialización, la fiesta de los sentidos, el sentimiento
disfrazado. Y el espectáculo comprende algo más que un mundo de
representaciones, puesto que no se agota en la ficción o en el entretenimiento,
ni siquiera en la oportunidad empática en la que el arte es compartido.
Consiste, en cambio, en un acto que se desarrolla en un espacio físico abierto
y externo, como el de un estadio, un campo, una plaza pública, un sitio amplio
al aire libre, espacio de todos y de nadie, a veces cerrado pero lo
suficientemente amplio como para que la individualidad pueda disolverse,
dejando lugar para la expresión indistinta y compacta. ¿Es un ejemplo de
objetivación total de la vida psíquica?
Estos actos, con fecha y
hora prefijadas, pero curiosamente llamados “eventos”, no responden a una
simple exteriorización de júbilo, al relámpago de expiación y catarsis propio
de la tragedia y de las comedias, especialmente de la antigüedad clásica. No se
parece a la añorada cita con la expresión de los sentimientos más altos de que
es capaz la música, la danza, el teatro y el cine, y ni siquiera a la inversión
del statu quo del carnaval, en el que por unas horas se juega
con la liberación de todas las constricciones que rigen los órdenes y normas de
la organización social. Se trata, más bien, de una fiesta, estridente y
frenética, en la que no se celebra nada sino, paradojalmente, el ruido y el
frenesí. En general, una batahola en que el alcohol y la droga parecen hacer de
lo humano una pasta informe irreconocible.
Es posible atribuir este
asunto a una especial superación de la tradicional fisura entre objetividad y
subjetividad. En estos actos interviene toda la vida mental del participante,
que mantiene una vinculación activa con y la misma agitación de los sujetos
animadores. También se puede ver en esto la objetivación de lo subjetivo,
por parecer la vida mental escapando hacia afuera, hasta con una cierta
desesperación o ascendente movimiento febril. En un intento por ventilar el yo
íntimo, henchido de contención e inflamado por el bochorno de la vida, todo se
limitaría a la inversión de lo subjetivo en objetivo y de lo objetivo en
subjetivo, al menos, por un lapso de la vida mental que parecería fundirse en
un plasma psíquico, mitad espiritual, mitad corporal.
¿Es posible explicar este
fenómeno? No es nuevo y sólo ha cambiado. Se parece al espectáculo de los
sacrificios tribales y a la descarga enajenada del público reunido en torno al
cadalso. El participante se constituye en sólo un cuerpo, acaso con alguna parte
maquinal e instintiva del cerebro todavía en funciones, regido por el algoritmo
harariano. La objetivación de lo subjetivo supone un desenlace en el cual se
vaciaría un componente fundamental de la vida mental, por lo que ya no sería
vida mental, como solemos concebirla, y surgiría la imagen de un monstruo o de
un extraterrestre bien diferente al habitante humano del planeta Tierra. Y la
inversión de las calidades de objetividad y subjetividad, como es obvio,
dejaría todo como está, con lo que sólo habría que intercambiar sus nombres.
Las raíces se encuentran
en la remota antigüedad, en el sacrificio, en el hombre sagrado u homo sacer que
podía castigarse y aun asesinarse con el permiso de la comunidad y de sus
autoridades tribales o religiosas, por estar destinado a ser ofrenda para los
dioses. ¿Acaso estos hechos no eran eventos, como ahora se los
llama? Las películas hollywoodenses nos han acostumbrado a contemplar
linchamientos, vendettas, ajusticiamientos de individuos
sacrílegos, de brujas, vagabundos y penitentes, asesinos y ladrones, renegados
de toda laya, pero también de santos, seres superiores, honorables y valientes,
héroes y heroínas de todas las épocas, sabios iluminados y profetas. Y al
espectáculo de sus muertes por medios horripilantes y torturas indescriptibles
concurrían públicos enfervorecidos, hambrientos de sangre, sedientos de
venganza, pertenecientes al pueblo, a un grupo de fanáticos ignorantes, gente
de mala estirpe, pero también allegados a los reyes y administradores,
cortesanos y nobles.
El linchamiento, la
ejecución de una sentencia sucinta en presencia de aglomeraciones enloquecidas
en torno a un cadalso, ¿acaso no guarda algo en común con el evento de
nuestros tiempos? Responden a la exaltación de las pasiones y resultan el falso
recreo, el mal circo, el espectáculo negro, la hora y el lugar del rito de
ciertas pasiones rencorosas, parecidas a las de los cultos, mitos y símbolos
tribales. No se trata del mismo fenómeno, pero ¿no esconden celo, frustración,
desencanto, ansia de algún tipo de venganza contra la sociedad, animosidad
contra el mundo? Las motivaciones profundas, aunque ya no crueles ni cruentas,
¿no resultan de la misma succión incontrastable ejercida desde el abismo de la
conciencia humana?
Son manifestaciones de
una subjetividad que quiere exteriorizarse a cualquier precio, que quiere hacer
materia con el espíritu. Y aparecen allí donde lo subjetivo ofrece la mayor
dádiva, el pequeño jardín de la conciencia donde se cultiva la intimidad. Allí
donde obtienen sus únicas pertenencias inexpropiables los soñadores, poetas y
artistas, pero también los niños y las mujeres desamparadas que carecen de otro
bien. Sin embargo, esa es precisamente la tierra baldía, ahora, del desasosiego
por el que se contagia la fiebre fragorosa y se contrae el capricho contagioso
que desdeña lo interior. Si bien, como sabemos, los romanos exteriorizaban esa
parte negra del alma saciándola con la irracional muerte de gladiadores y
luchadores y con la injusta inmolación de cristianos y herejes, hoy día se da
la paradoja de que el espectador insaciable se sacrifica a sí mismo,
convirtiéndose él mismo en homo sacer. El vaciamiento de la
subjetividad le traiciona y convierte en sujeto sumiso, vulnerable, demasiado
débil para desarrollar la conciencia y esbozar su personalidad.
El hombre triste corriente
La vida es bastante parecida a una ilusión, a un
sueño. Cuando se descubre esta ilusión, este sueño en la vigilia, muy
probablemente después de que se ha entrado en años, sobrevienen impulsos
perentorios de hacer, de terminar de hacer, de emprender lo que jamás se ha
emprendido, lo que está sin terminar. Se quiere llenar los vacíos del pasado.
Parece un último supuesto en torno a lo que nunca se toma por tardío del todo.
No nacen nuevas esperanzas sino, más bien, la transformación del sentimiento de
la esperanza: un esperanzarse sin destemplanza ni calentura. Sobreviene el
deseo de experimentar una transformación sutil con la que se ha soñado, que nos
conecta con lo subjetivo y nos exonera del mandato objetivo, y que no requiere
milagros.
¿Se trata de una última
presunción, de una final interferencia entre lo posible y lo imposible, lo real
y lo imaginario? Esta última o penúltima esperanza nos conecta de manera
diferente con el futuro, es decir, con el bosque en donde habitan hadas y gnomos
y se esconden inusitadas maravillas. El futuro, que nos ha acechado siempre
rampante y sibilino, con enormes fauces abiertas, ahora parece que se posa
junto a nosotros, cambiado, cariñoso como un dragón de cuentos de hadas que, en
su vuelo oscilante desde los bosques de duendes y brujas, se somete como una
tierna mascota.
Ya no nos gobiernan las
leyes del cuerpo, aunque las sintamos legislar en los rincones últimos de
nuestra existencia, y nos duelan los huesos y las tripas. Si nos concentramos
debidamente notaremos que estamos subiendo, como dicen que sube el
alma cuando muere el cuerpo. Por una vez, como si cayera un rayo, la vida se
funde en una sola nube de realidad e irrealidad. En ella se ha condensado toda
nuestra historia y deja caer sólo algunas gotas de lluvia refrescante, irreconocibles
para la conciencia, sobre la tierra seca de no se sabe ya qué provincia del
país mental.
Pero es otra ilusión. No
hay una etapa que viene después de la otra. No existe tal seguidilla ni cuadros
que exhiban diferentes representaciones: no hay pruebas de que exista tal cosa
en la vida ni en la creación toda, aunque sea algo que hasta dormidos demos por
existente. Ni la vida ni la muerte son pantallas en las cuales puedan
representarse nuestros hechos, con sus flaquezas y fortalezas. No hay nada
entre ellas porque, sencillamente, no hay nada definitivo entre la subjetividad y
la objetividad. La conciencia, responsable de nuestra concepción de
la vida y de la muerte, se imprime en el tiempo, es decir, en el cambio.
Y el cambio no tiene reparticiones, no es un libro con diferentes capítulos ni
una facultad con diferentes cátedras. La conciencia es el sentido superior en
el que confluyen los datos sensibles provenientes de todas las partes del
cuerpo. Es sólo una estación de recepción de ondas, y, aunque no todas tienen
las mismas características físicas y neurales, acuden todas juntas cada
vez que las solicitamos, aunque vivamos lo que nos parece la
última vez.
Avanza la vida sólo si se
registran cambios, no si pasa el tiempo. Avanzar: término
relacionado con el espacio más que con otra cosa. ¿Cómo avanzar en el tiempo?
No se puede acelerar el tiempo ni podemos acelerarnos nosotros al cursarlo o
pasarlo. Son metáforas. Pero podemos cambiar, hacer cambiar y hacer que
cambiemos. La vida no es el comienzo de nuestro tiempo ni la muerte su final.
No sabemos qué son, pero sabemos al menos algo de lo que no son. ¿Qué nos
invade cuando pensamos en ellas? Al cuerpo no lo invade nada si las pensamos;
invade a la mente una sombra proveniente de alguna sección de la subjetividad,
la fuente que nos permite que el fondo nos abastezca con todo. ¡Pobre
pensamiento objetivo si no fuera por ese fondo!
Si hay una experiencia de
los hechos y acontecimientos vividos, del encuentro con las cosas, los seres y
las personas, que nos han dejado un recuerdo, una enseñanza, el impacto de una
emoción fuerte o la memoria de la felicidad o la alegría, también hay una
experiencia de vida que no pasa por la memoria ni por la emoción ni por las
impresiones de agrado o desagrado. La experiencia se encarga de impactar sobre
nosotros también de una manera insensible o suprasensible, y es esa experiencia
la que tiene el mayor influjo sobre la conciencia y la formación de la persona.
¿Cómo se ha llegado al
que Emilio Oribe llama “hombre triste corriente” (Oribe, 1944,
207), el ser vulgar que distingue tan tajantemente entre realidad y fantasía?
¿Qué le ha ocurrido a ese hombre? Le ha llegado más que nada reiteración,
acumulación, la mecánica de los acontecimientos, no los acontecimientos. Le ha
llegado un mundo sin selección ni elaboración. Él mismo no ha elaborado sus
percepciones; no se ha educado a sí mismo. La educación que en él palpita es la
constelación de datos y conclusiones que aplica si recuerda en cada caso. Ha
vivido en el mundo de los impactos: sobre su espíritu se han remachado ciertos
revestimientos blindados a prueba de pensamiento y sentimiento. Su cultura es
la cultura masiva; su único recurso es el recurso social; la vida mostrenca es su
única vida.
Ha sido víctima del azar,
del ambiente y del momento. No le ha sido destinado sino lo que es escaso o
carente de electividad. Ha vivido como una esponja y, como era de esperar, ha
absorbido de todo lo provechoso sólo lo más fácil, aquello que se adhiere solo,
sin actuar. El hombre triste está totalmente dentro del
tiempo, así como el niño triste que ya no soporta unos minutos sin distracción
externa. Está afectado por las series incesantes y continuas, por los momentos
que ha vivido sólo de uno en uno.
Cambios sagrados
La más compleja de las disposiciones, actitudes y
vocaciones de la vida mental, la religiosa, ¿es inmutable? La vida mental del
creyente, ¿es inconmovible? Desde que, como contenidos de esa vida, figuran
entidades sagradas, tan íntimas como externas y sapienciales, es decir, santas,
venerables, reveladas, y por eso inmutables, ¿podría considerarse un orden
objetivo, una calidad dogmática superior, una fidelidad justificadamente
incondicional a la letra sagrada de las escrituras? ¿O se reservaría algún margen
a la interpretación, al contubernio con la subjetividad? Estas preguntas
dependen completamente de los significados que se dé a cada una de las palabras
que las componen, y aun al orden o sintaxis que en ellas se guarde (“creer”,
“creer en algo” “creer algo”). Para los incrédulos, probablemente, habrá
respuestas terminantes, desemejantes, heterogéneas. Para los creyentes, en
cambio, podrán variar, pero sólo en estricta equivalencia con la legitimidad
proveniente de sus respectivas concepciones religiosas.
La última pegunta aquí
justificable, de razón general, pero, índole caprichosa si se quiere, sería:
¿en qué escalón de la escala subjetiva-objetiva se define esa
disposición, aquiescencia superior del espíritu? ¿En qué templo mental se
guarnece, universidad psíquica, claustro de ceremonias rituales? “En resumen,
para los judíos hay un texto e infinitas lecturas, para el cristianismo
múltiples textos para una única lectura que se quiere definitiva; para el
islam, un texto y una lectura única, pero itinerante y pendular.” (Blatt, 2016, 88) La vida mental, su lluvia del
cielo, la fuente que deja caer sus sorbos de sedientos, ¿no es toda ilusión?
¿No es altura para toda oración, celaje que se cierne sobre la esperanza,
promesa, parousía, resurrección?
Si hay un objetivo común,
esperanzas fallidas, gelatina humana, impulsos que nunca resultan últimos,
cambios sagrados e inextricables, entonces, hay corrimiento hacia el rojo de la
subjetividad: alucinación, fantasía, quimera. En el corazón mismo de la subjetividad
religiosa hay parábola, alegoría, metáfora, es decir, imaginación. Habrá cambio (tiempo), hermeneusis, tafsir (Blatt, ob.
cit., 329), utopías como las ciudades imaginales de Henry
Corbin, islas afortunadas o paraísos de Ernst
Bloch (Trías, 2011, 261), o ciudad de Dios
agustiniana. Sin embargo, no se puede hablar de subjetividad
religiosa sin caer en un error. No se puede tratar como especie
fenoménica, realidad psíquica, sentimiento o emoción, aunque comprenda un poco
de todo eso. Tampoco la eticidad puede tratarse de esa manera falsamente
igualitaria o simplificadora.
Hay una naturaleza
espiritual diferente, aunque sea innecesario y desaconsejable asociar a lo
sobrenatural, cósmico, sobrehumano, oculto o esotérico ‒y aunque la
religiosidad mantenga relaciones con todo esto, así como con la vida psíquica o
actividad mental que definió por primera vez Franz Brentano, Henri Wallon
escrutó como vida mental y Jean Piaget definió como orbe genético
de la psiquis. Es más que representación, juicio, emoción y sentimiento, aunque
junto obre todo esto en la estructura del individuo espiritualmente devoto.
Pero ¿qué distingue a la religiosidad entre las demás manifestaciones del
espíritu? ¿Acaso debemos remitirla al círculo de los ignotos, misterios
indescifrables, “cercos herméticos”, equis indescriptibles e
inexpugnables para el conocimiento o logos? Nada de eso.
La religiosidad es
el hambre del espíritu (léase hambre sin el
sentido de la literatura y la alegoría); no es un misterio en el sentido
natural sino misterio en el sentido numinoso (Otto, apartados 3, 4 y 5).
Es tan humana como el miedo, física como el cuerpo y emocional como la
angustia. La mente humana no puede resistir el cambio, cualquiera
fuese, sin que la religiosidad invada su vida mental de manera espontánea, sin
que se la llame, a veces en forma inadvertida, en pleno estado de olvido y
quizá sin que asome el inconsciente siempre acechante. El ser humano no puede
creer sin creer más allá de él. Es la más loable de sus virtudes y
el más deplorable de sus defectos. En la religiosidad los dos extremos se
enlazan como si fueran amantes. La yedra se abraza al tronco y enrosca como si
quisiera extraerle la savia, a fuerza de apretujarlo con vegetariano fervor,
torturándolo y amándolo. Es el órgano cristalino de la religiosidad
involuntaria: el martirio inopinado, deseado-no deseado. Y el hambre enloquece
antes de matar.
La obra única de la subjetividad
Detengámonos en la subjetividad creadora, en el yo
ingenioso, innovador y genial que se esconde tras una época, un movimiento que
aparece según es frecuente creer porque no es otro el camino a seguir por la
colectividad y aun por la humanidad toda. Vayamos tras aquello atribuido
generalmente a un grupo de pioneros, impulsores, creadores, o entendido como
superación de todo lo anterior debida a una pléyade de artistas, ingenieros,
alquimistas, visionarios, científicos, filósofos, legistas, arquitectos,
doctores, sabios, adivinos y hechiceros. También, adjudicada al ingenio de un
pueblo entero, a la ideología de una colectividad, al genio de una nación, a la
sabiduría ancestral de una raza. Todo esto es común a la historia, verificable
y notable. Pero vayamos a la subjetividad intrínseca.
El ejemplo de Jesús es
quizá la mayor de las ilustraciones de lo que puede la subjetividad humana,
si se permite la expresión, aunque quien quiera puede agregar el carácter divino y revelado.
Nos limitamos aquí al personaje histórico, evitando en lo posible el
eclesialismo y la historización o kerygmas, posterior a la muerte
de Jesús que, por cierto, trascienden aquello que nos atrevemos a llamar
actividad mental, vida psíquica o subjetividad del hombre de
carne y hueso. La narración de los Evangelios se refiere a un
prototipo de formación solitaria, al tanto de la sabiduría anterior, como
suelen estar al tanto los sabios, pensadores, filósofos o profetas anteriores y
posteriores. Sin embargo, su inteligencia está dotada de una sutileza
inusitada, cuya subjetividad, de la cual nada indica que difiriese en mucho a
la de cualquier individuo de su tiempo ‒sufre todas las emociones y turbaciones
terrenas[18], se desempeña tan adecuada y a la vez
distintamente en la realidad objetiva en que le toca vivir. Puede sumarse a
esta subjetividad todo antecedente de las Escrituras que pueda
encontrarse, pero no disminuiría en nada el poder de dominio de
Jesús sobre la fuerza extrema de la escala de graduaciones múltiples de la vida
mental. Quizá no pueda encontrarse logro de semejantes proporciones en la
historia de las grandes inteligencias.
Otro ejemplo notable, que
suele asociarse al de Jesús, es el de la subjetividad de Sócrates ‒llamémosle
así al menos a alguno de los muchos atributos de su prodigiosa inteligencia.
Aparece auscultada como con una sonda submarina, si se permite decir así, pues
se explora por lanzamiento de cierta información el rebote esclarecedor de
otra. Narra Platón, su célebre escribiente, biógrafo y exegeta, el ingreso de
Alcibíades medio borracho a la sala de Agatón, en medio de un típico festejo de
la aristocracia ateniense. Se sienta junto al maestro
que intencionadamente le cede el espacio
(Platón, “Simposio o de la retórica”, 1993, 378). Aunque no se
percata enseguida de su presencia, le agasaja al descubrirle junto a Agatón,
ciñéndole la cabeza con algunas de las guirnaldas destinadas al homenajeado. Se
registra aquí, entre otras de los Diálogos, una prueba
fehaciente de reconocimiento a la persona, pero sobre todo de la belleza
interior de Sócrates. No es un texto, como los de mil años más tarde,
en el que un autor plenamente identificado se refiere a los méritos de otro,
destacando los rasgos de su inteligencia. Se trata de una exaltación de
la subjetividad, del abanico total de sus graduaciones posibles,
como uno entre los seguramente escasos ejemplos de la literatura clásica.
El ejemplo de San Agustín
es especular: permite que se refleje en las Confesiones la
suerte corrida por un sentimiento del todo escampado que, a poco,
se transforma en subjetividad super concientizada. Un proceso que se ventila de
manera hasta entonces no recurrida, inédita, en la que se muestra cómo la
intimidad suele obrar sobre toda indocilidad y marchar hacia un acendrado
estado de objetivación (San Agustín, 1974). En
Martin Lutero damos con otro caso de exteriorización de la subjetividad, se
diría explosiva, como fenómeno individual, quizá no inspirado en nada ni en
nadie, subjetividad también única, pulsión de un interior indeclinable, libre
de influencias exteriores decisivas, en la que interviene el contenido
de verdad como chispa que enciende la mecha, es decir, el contenido
inabordable mediante racionalidad, sólo intuible mediante la intuición no
racional religiosa. Le guía sólo un mandato entrañable del fondo de su
conciencia, religioso, imperioso, escrupuloso. Se le ha atribuido la
introducción en la religiosidad del subjetivismo moderno (Trías, 2011,
329).
Subjetividad quiere decir, aquí,
directamente, espiritualidad. A
propósito, el contenido de verdad no es sólo un ingrediente,
concepto, noción privativa de las ciencias empíricas y experimentales. Es un
principio muy amplio, subjetivo también, introducido por Theodor W. Adorno en
la música y referido a la tendencia objetivante de las últimas composiciones de
Beethoven, observada por algunos comentaristas, en los cuartetos, sobre todo,
en los que el mismo Beethoven “se quita del medio” como ha sido dicho. En el
segundo tema del Adagio de la Sonata en re menor op.
31, nº 2, La tempestad, hay, dice Adorno: “lo que puede
llamarse el espíritu de la música de Beethoven: la esperanza con un carácter de
autenticidad que la lleva, aun siendo una manifestación estética, más allá de
la apariencia estética al mismo tiempo. Esta trascendencia de una manifestación
respecto a su apariencia es el contenido estético de verdad: está en la
apariencia, pero no es apariencia […] su reconocimiento ‒agrega Adorno ‒ lleva
a la objetividad de la cosa misma, la cual, por decirlo así, queda garantizada
por la armonía[19] de la configuración. Pero esta
objetividad, en definitiva, no puede ser otra cosa que el contenido de verdad.”
(Adorno, ob. cit, 156).
¿Y la invención de Suger,
abad de Saint-Denis, de la orden de Cluny? ¿Invención que Eugenio Trías
menciona como excepcional ejemplo en el arte del “acontecimiento simbólico”?
“Su criatura es la catedral gótica [según Georges Duby]. No fue el gótico el resultado
de una innovación tecnológica. No fue idea de ingenieros ni de artesanos. Fue
sobre todo la idea mística de este abad de Saint-Denis la que
le permitió hacer el uso que quería de ciertas importantes innovaciones, como
el arco ojival o la bóveda de crucería. Pero estas invenciones, faltas de la
finalidad expresa para las que Suger las requería, no hubieran dado lugar a ese
prodigio artístico.” (Trías, 2011, 275) Dante,
Galileo, Kant, y no muchos otros, pueden incluirse como ejemplos humanos en los
que la subjetividad empuja tanto como la objetividad, o incluso más, como
también en Einstein (siempre entendiendo la subjetividad como la hemos
entendido en el correr de todo este trabajo, es decir, como la expresión
genuina de la vida mental). No olvidemos que llamamos objetividad sólo
a lo que en ella es proclive a la externalidad de la conciencia, o, como anota
María Moliner, como “desapasionado”, “imparcial”, “justo”, propio “del que obra
inspirado por la razón y no por sus impulsos afectivos” (Moliner, ob.
cit., 539).
LA MENTE. Segunda tesis.
Si la primera tesis giraba en torno a la naturaleza
experiencial de la subjetividad, es decir, en atribuir a la subjetividad la
misma naturaleza que se atribuye a la objetividad, la de la experiencia, la
segunda tesis, que será expuesta ahora, atribuye a la subjetividad la
ascendencia de la metafísica.
Los estudios, exámenes de
la vida mental, exégesis sobre la filosofía del conocimiento y sobre los
recursos cognitivos primarios del sujeto humano han sido examinados y juzgados
desde siempre desde la óptica de la metafísica. Y esta óptica sigue su carrera
entre los pensadores actuales. Si bien han renovado los conceptos a la luz de
las nuevas concepciones y de la ciencia objetiva, no tienen otra manera de
referirse a la vida mental pese a los esfuerzos de la ciencias neurológicas y
químicas.
Las ideas del ser y del
ente, de la sustancia y el accidente, del cuerpo y el alma, las concepciones de
la vieja filosofía sobre el mundo y la vida, hoy se mantienen en el plano de la
especulación tanto como se mantienen en la filosofía clásica, aunque hayan
variado en tanto conceptos y se hayan ampliado como temas, asuntos y
problemas. Los sentimientos, emociones y
juicios de valor, las pasiones, la moralidad, el gusto, las inclinaciones
psicológicas, así como las representaciones, imágenes y demás “sentires”
psicológicos son objetos primordiales de la versión clásica de la metafísica,
la cual no ha muerto o no es necesario dejar morir, como puede creerse.
La afirmación podría
considerarse como demasiado simple, vulgar o en cierta forma desenfocada,
puesto que la psicología y la neuropsicología, la antropología y la sociología,
la ética y la estética ya se ocupan de todo esto. También se podría agregar que
el existencialismo y la hermenéutica suscriben su certificado de defunción.
Si se contemplan los
grandes capítulos de la filosofía, de aquella semilla primera que aventó el
mito y la superstición en los albores del pensamiento griego, pasando a
ocuparse del ser sin la intervención todopoderosa de los dioses; si se
tiene en cuenta aquella filosofía primera de Aristóteles se comprobará que esos
ingredientes dinámicos de la vida mental nacen en el sentir más subjetivo e
íntimo. El ser, la existencia, la nada, el cuerpo y el alma, Dios, la
esencia y el accidente, la sustancia última, las causas, el destino, cómo
correr el velo de la apariencia y descubrir la verdadera verdad, nacen en la
primera prefiguración voluntaria, en la intimidad mental que podría
considerarse originaria.
Vano resultaría desechar
la metafísica como inútil sedimento histórico. Ella está presente, en el centro
neurálgico de la vida donde se cuecen los principales alimentos del espíritu y
del conocimiento, es decir, en la subjetividad. Porque ¿qué se cree que ocurre
por dentro cada vez que preocupan y anegan la atención las principales
interrogantes que saltan en la cabeza de cualquier individuo humano, en la vida
diaria o cuando se opta por ocuparse de ellas en forma detenida o sistemática?
Ocurre la apertura metafísica y hacemos metafísica casera.
Además, no se mitiga la
angustia, no se controla el instinto y las pasiones, no se orientan las
ambiciones ni se enfrenta la adversidad mediante otra cosa que no sea ese
primer buceo en el mar de la realidad que se es y en que se está y por el que
se atisba una primera luz en plena oscuridad y en ignorancia. Ese movimiento
natatorio es metafísico, es decir, está más allá de lo físico concreto; hoy día
podemos decir que está en el campo de lo físico no tangible, real pero no
apreciable.
Y no se crea que, por ese
curso mental e inmaterial, inapresable por las manos, no incorporable en un
cálculo, no experimentable o inexpresable, se deja de estar ligado a la
realidad más real. Por el contrario, y desde que nada de lo inherente al saber
humano es ajeno al contacto directo con el mundo y la vida, y con el fenómeno
único por el que el mundo y la vida toman contacto dinámico e irreversible en
la vivencia y la conciencia, la metafísica va pegada a la experiencia, y la
subjetividad echa las raíces más hondas en la tierra temporal y espacial con
tanta firmeza y vigor como la objetividad y sus formas de manifestarse en tanto
conocimiento confiable. Ambas son hijas de la circunstancia, de la misma
experiencia personal (porque hay una sola experiencia), de la historia de cada
individuo humano. Enseguida se examinará el punto por el cual se diferencian.
La opinión preponderante,
según la cual la metafísica es un sistema obsoleto y carente de sentido, que ha
agotado la verdad de sus proposiciones al haberse extraviado en el laberinto
del lenguaje, puede entenderse y aceptarse respecto a cantidad de problemas
prácticos. De ellos se ocupa la ciencia con medios de considerable solvencia y
potencia y métodos adecuados que rescatan el sentido de las proposiciones al
manejarse sólo con relaciones y proporciones estipuladas con precisión.
Fuera de las relaciones
espaciotemporales, empero, en tanto se barajan problemas cuyos términos no se
encadenan a momentos o lugares, a relaciones sensibles y concretas, a hechos
empíricos y realidades dadas, la opinión mencionada puede flaquear.
Las relaciones y
proporciones, por ejemplo, las de las ecuaciones de la física y la matemática,
se sacuden al topar con la necesidad de flexibilizarse, de adecuarse en el
intento de abarcar en una fórmula la realidad comprobada que se les escurre.
Una prueba de esto se encuentra en las famosas constantes, la de Planck, por
ejemplo, que fija el límite a partir del cual ya no es posible medir nada por
resultar 1019 veces más pequeño que un protón (Rees, 2001, 204).
En última y definitiva
instancia, todo conocimiento es medida de algo, pero medida de relaciones. No
existe medida de ninguna naturaleza particular, sino, solamente, medida de las
relaciones que las diferentes naturalezas guardan entre sí. Este es un fundamental
principio del conocimiento científico, porque este filón del conocimiento se
niega con toda justicia a pronunciarse mediante predicados sintéticos, es
decir, mediante aventuras intelectuales que se refieren a lo que no está ya
contenido en el saber, en el sujeto de la predicación.
Se niega a relacionar
nada que no sea posible vincular a lo conocido; rechaza lo que sea
incompatible, no asociable con algo, en fin, no relacionable. Sólo se vale de
los predicados sintéticos en las etapas de formulaciones cien por ciento
hipotéticas.
Todo conocimiento intenta
establecer la relación que las apariencias guardan entre sí; no se puede otra
cosa. Ninguna ciencia, fáctica o no fáctica, puede proceder de otra manera.
Sólo la magia puede hacer aparecer un conejo de una antigua galera. Se puede
establecer proporciones: la relación que guardan las naturalezas estudiadas ‒es
decir, las apariencias‒ con las demás naturalezas o apariencias; pero, siempre,
en cuanto a la cantidad. Cuántas cosas caben en otras; cómo hallar unas en
otras, cómo aislar o acorralar la que nos interesa en función de cómo se
comportan cuantitativamente las demás; cómo dar vuelta una relación para
ocuparnos de la que nos interesa. Así, H2O es una fórmula que
expresa las proporciones entre los componentes del agua, pero nada dice
respecto a cada uno de los componentes y no dice nada en concreto del
agua.
Qué es el agua, sin
embargo, es una pregunta universal y maravillosamente humana, como la pregunta
acerca de qué es el mundo y la vida; qué papel corresponde al humano en ellos,
etcétera. El deseo ancestral que nos impulsa a responder estas preguntas también
termina estableciendo sólo un juego de relaciones, pero relaciones que no sólo
establecen proporciones y cantidades de unas cosas en otras. No se podría decir
con seriedad que la vida multiplicada por el tiempo es igual a la historia, o
cosas semejantes que resultarían sólo disparates.
Y aunque nada sepamos
sobre esos elementos componentes, las relaciones no cuantitativas que se
necesitarían para definir naturalezas particulares exigirían proporciones entre
elementos que sospechamos muy diferentes al oxígeno y al hidrógeno y al concepto
matemático por el cual se duplica la presencia de uno respecto al otro para
componer el agua.
Las proporciones, en tal
caso, se establecen entre aquello que sólo puede concebirse en la escala
espaciotemporal, en el factor concreto, liso y llano de la experiencia
sensible. Las relaciones cualitativas también se manifiestan y descubren a
partir del hecho concreto de la experiencia sensible. Así, los colores del
arcoíris, los diferentes tamaños de las cosas, sus respuestas en nuestra
sensibilidad al tocarlos, oírlos, degustarlos, olerlos o recibir su calor.
Pero, cuando los efectos
últimos de esas respuestas franquean las fronteras de los sensible, cuando se
metamorfosean en sentimientos, en sentires particularizados e interpretados en
su interior por cada mente, pierden el vínculo que los anclaba a la experiencia
y adquieren vida propia, emancipada de aquel nexo que las hundía en el lecho
espaciotemporal. Entonces, nace la dimensión subjetiva, tan real como la
objetiva, y como ésta, según la primera tesis, nacida de la experiencia.
La emancipación de la
experiencia, no obstante, resulta un proceso muy complejo y difícil de
estudiar. Se desarrolla fuera de las posibilidades de la observación sensible
por constituir un fenómeno no sensible, aunque real, no físico, aunque
fisiológico, es decir, un fenómeno psíquico. Sus relaciones internas son
inconmensurables: es imposible aplicarles un instrumento de medición, una
unidad de medida, y también es imposible relacionarlos con proporciones que no
resulten demasiado elásticas, aproximativas, borrosas, como cuando decimos que
un paisaje, un sonido o un sabor nos gusta más que otro, o que nos gusta
menos, o que nos gusta demasiado (términos regulativos de las
impresiones que fascinaron a Vaz Ferreira, en una época en que nadie se había
detenidos en ellos).
Las relaciones de este
tipo, así, quedan en ese limbo mental en el que no guardan una asociación
directa con la realidad experiencial, o en el que guardan sólo una relación
indirecta con ella. Pues se han emancipado, por lo que nos permiten expresarnos
sin necesidad de ser precisos, así como cuando decimos “ya no te quiero tanto”
o cuando respondemos si nos preguntan por nuestra salud con un “más o menos”
o “un poco mejor”. Este es el limbo próximo a la subjetividad.
Desde que no hay
fronteras claras y no es posible establecer clasificaciones entre las
diferentes relaciones, es decir, entre nuestras respuestas ante las cosas y
seres de la realidad circundante, es hasta lógico que se haya quedado allí y
estancado todo estudio sobre la subjetividad, remitiéndola al suburbio de la
conciencia. Se prestó, así, a servir de marco a toda aquella actividad de la
vida mental que vuela libre y sin reglas conocidas por el cielo de la
imaginación, de la fantasía, de las ilusiones y anhelos inalcanzables, de las
utopías y de las maravillas que sólo el arte es capaz de traducir en sus
diferentes y particulares lenguajes. La subjetividad, de esta manera, se asocia
a la dimensión espiritual (hoy algo desvirtuada), dimensión en la que “sentir”,
ese fenómeno adyacente a la visión, a la audición, al tacto, cobra otro sentido
y aun otro significado: el sentir de los sentimientos[20].
Y, en tanto el ser humano
se mantiene, a través de las eras, como criatura dotada de sentimientos, nunca
se pudo hacer que el dualismo entre el relacionamiento objetivo y el
relacionamiento subjetivo ‒el del cuerpo y el alma‒ se unificaran
definitivamente en un monismo que fuera indiscutible y completamente
suficiente para abarcar sin distinción a las dos dimensiones experienciales.
Esto es, que nunca se pudo establecer la realidad sensible como única realidad
aceptable al menos para una consensuada representación de criterios filosóficos
que bastasen para barrer con la otra.
La dimensión subjetiva,
libre y fantástica, no se ha podido reducir fehacientemente a la dimensión
objetiva. En algunas incursiones neurológicas o neuropsicológicas,
especialmente en casos de desarreglos nerviosos o anomalías conductuales, la
relación entre ellas se limita a un puñado de efectos biunívocos entre síntomas
de orden somático y reacciones correlativas en el nivel cerebral o en el
sistema endócrino. Pero, por ejemplo, nunca se pudo determinar objetivamente
qué es la locura, cuándo empieza y cuando termina, como no se puede determinar
el punto exacto en que los granitos de arena reunidos empiezan a constituir un
montón.
Así, pues, y desde que
hemos vinculado a la metafísica con la subjetividad, sería un error renunciar a
esta modalidad de pensamiento reflexivo, puesto que ningún otro procedimiento
ha sido capaz de rendir cuenta en lenguaje discursivo del sentir de los
sentimientos, aparte de como lo han hechos los lenguajes del arte. Y, entre
las relaciones experienciales emancipadas, se puede distinguir cierta clase de
ellas que han perdido completamente lo poco las unía a su génesis fáctica y
vivencial. Nos referimos a una clase tal de relaciones libres que, como los
electrones del flujo eléctrico, ya se han transfigurado en otra forma y en otra
función, se han metamorfoseado en otra especie de energía relacional. Se ha
vuelto inteligencia pura, facultad, capacidad instrumental (en el sentido
metafórico), en recurso al servicio del conocimiento.
Llegada a esta esfera de
la subjetividad, la experiencia, disuelta en tanto acto y bajo su nueva función
en potencia, no en logos sino, diríase, en nous, en inteligencia
de carácter espiritual, no discursivo, no preparada sino, más bien,
espontáneamente en acecho, se ha liberado también de las limitaciones de
la memoria, de lo que se ha acondicionado en las habilidades adquiridas por
instrucción, aprendizaje y repetición. Se adelanta así hacia el enfrentamiento
con la experiencia nueva, haciendo las veces de casera tecnología mental y
espiritual.
Tal es la diferencia
entre la subjetividad y la objetividad, y aún, la diferencia entre la
subjetividad marginal y límbica, apenas emancipada, y la subjetividad libre
completamente desenraizada de la experiencia. Para entonces puede aplicarse,
resolver problemas, iniciarse como primer puntal ante la adversidad, competir,
complementar al conocimiento objetivo.
Pero ¿no es este el plano
de la metafísica? ¿No intenta explicar del mundo? ¿No se proyecta más allá de
él como no puede otro procedimiento? ¿No selecciona, orienta, sugiere, señala
un camino, proporciona una primera expectativa de disolución de problemas? Y,
aun, ¿no da lugar a la esperanza?
EL INTERLOCUTOR FURTIVO
En la historia personal
se pueden distinguir dos clases de acontecimientos: unos de carácter subjetivo
y otros de carácter objetivo. Pero ambas clases de acontecimientos se
consolidan en la misma trayectoria de experiencia. Algunas imprimaciones
nerviosas surgidas de motivaciones cualesquiera se enlazan con situaciones conflictivas
que exigen soluciones perentorias. Mediante este enlace se configuran los
fundamentos del saber a qué atenerse en la vida corriente, y se consagra la más
importante función de la inteligencia, que se complementa con la memoria, la
instrucción, el aprendizaje y la adquisición de habilidades.
PARTE 1
Venimos
al mundo al nacer, gracias a nuestra mamá, Pero ¿cuándo nacemos, exactamente?
La palabra “cuándo” se refiere al tiempo, y tiempos hay muchos al nacer: la
gestación, el parto, el alumbramiento, etcétera, por no agregar la etapa de
bebé y la infancia. Cada una de estas etapas debe de tener un inicio y, por lo
tanto, una intersección entre el final de una y el advenimiento de la otra. Sin
embargo, no hay forma de precisar ese punto crucial que, además, no nos es útil
para ningún efecto práctico.
Los términos bebé, niño,
joven, adulto, veterano se refieren a un más o menos en el
que puede variar el punto de transición, el final de un período y el comienzo
de otro. Multitud de hechos se han acumulado, suficientes para que se distingan
entre sí: apariencias, experiencia, maduración mental, desarrollo muscular y
esquelético. Pero no hay un instante que pueda señalarse como aquel en que
termina tal edad y empieza otra. No hay un punto temporal en el que algo
empieza a ser eso que lo distingue como lo que es.
Además, el punto temporal, ¿cómo podría definirse?
¿Qué es ese punto temporal? ¿Cómo se relaciona con el paso o flujo del tiempo,
con el transcurso que se vuelve presente por un instante? Viene del futuro, se
consolida como instante e ipso facto se va al pasado. Empieza por no ser nada,
adquiere una presencia fugaz y pronto se va otra vez a la nada, porque si es
pasado ya no es algo. Y se repite y repite esto de tal modo que aparenta ser
una cosa que pasa ante nosotros y por nosotros, como pasa la luz ante los ojos
o la música por los oídos. Este problema ha despertado sugerencias notables,
por ejemplo, negar el devenir y establecer la eternidad del ser por parte del
filósofo italiano Emanuele Severino.
¿Somos o ya fuimos?
¿Cuándo verdaderamente es una cosa o un ser vivo? Parece una pregunta tonta,
pero no lo es, porque, en vista de ese misterio en torno al punto temporal se
puede preguntar si somos o si ya fuimos. Porque solo es posible conocer lo que
hay si lo que hay existe realmente, y para que exista realmente no puede estar
en el futuro ni en el pasado: tiene que estar en el presente (otra cosa es el
conocimiento histórico y la predicción e imagen posible del futuro). Al
instante de ser, ya fuimos, y esta es la condición para conocer, puesto que
¿cómo conocer lo que aún no es o lo que ya no es? La condición es que la cosa
sea. Para que haya un ser humano se necesitan cambios por los cuales se
constituye y se vuelve existente, del mismo modo que un árbol o una piedra. Al
producirse esos cambios nos convertimos parcialmente en pasado sin darnos
cuenta. Esto que veo en el espejo, en última instancia, es una imagen de mi
persona en el pasado, salvo que el presente vaya conmigo como mi sombra; pero
es difícil suponer que seamos la frontera, ¡precisamente, nosotros!
Para que fuera una imagen del presente debería
reflejar el tiempo exacto del instante en que estoy. ¿Cuál sería ese tiempo, el
más breve concebible, el instantáneo? Sería el tiempo en el que pudiera
permanecer para poder decir: ¡heme aquí, en el presente! El ámbito microscópico
que estudia la física cuántica es del entorno de los 10‒33 centímetros (una
millonésima de milmillonésima de milmillonésima de milmillonésima de
milímetro). Es la distancia más pequeña concebible, llamada “longitud de
Planck”, y en estos dominios también hay un tiempo muy pequeño, el “tiempo de
Planck”, de 10‒44 segundos, es decir, de una cienmilésima de milmillonésima de
milmillonésima de milmillonésima de milmillonésima de segundo (Rovelli, 2018,
p. 56), período imperceptible, huelga decir, inaccesible para nosotros
habitantes del mundo macro. El mundo cuántico es una dimensión en la que reina
la probabilidad y solo es inteligible por medio de la estadística, pues sus
entidades, si bien son existentes en el sentido en que decimos que existe un
árbol o una piedra, no son observables ni localizables con precisión, de modo
que solo son predecibles, y pueden concebirse solo por aproximación como si
formaran parte de una nube de probabilidades para cada posición en que la cosa
o partícula u onda podría encontrarse, es decir, donde la nube es más densa.
Fulguración
También nosotros, metafóricamente, somos aquello donde la nube es más densa.
Pero véase como se forma esta nube. No se forma por acumulación de gotas de
agua, como las nubes reales. Al contrario, lo que somos no es la suma de todos
los hechos de la vida, de los pensamientos y sentimientos. Es, más bien, la
resta, el resultado de una selección; no la inclusión de todo sino la exclusión
de aquello que no nos ha servido para convertirnos en lo que somos: de toda la
experiencia, la emoción, el amor y el odio, la adversidad, la buena o mala
suerte, los encuentros y desencuentros, la felicidad y la angustia, solo lo que
nos ha dejado una huella efectiva, un saldo a favor de la vida y una enseñanza
crucial.
Lo acumulado en buena parte queda en la memoria,
de corto o de largo plazo, porque se relaciona con cada momento y lugar de
tiempo y espacio vivido (memoria espaciotemporal). Lo que se ha restado y
seleccionado, consciente o inconscientemente, en cambio, es indeterminado e
impreciso, indefinido en tanto hecho. No ha quedado en la memoria, pues ella
registra momentos y lugares y no procesos fenoménicos o neurales ajenos a la
conciencia. No se sabe cuándo ni dónde ha impresionado a los sentidos y al
intelecto a través de un fenómeno neurofisiológico semejante a lo que Konrad
Lorenz, apelando a los místicos medievales, llamó fulguración y también
mecanismo inductor ingénito (Lorenz, 1985, pp. 56 y 89).
Estímulos
clave
Hay un fenómeno de filtración de los estímulos, sostiene Lorenz, que “solo deja
pasar y surtir efectos a aquellos que caracterizan con suficientes
probabilidades estadísticas las situaciones del medio ambiente donde sea
posible el comportamiento razonable inducido. Cabría comparar ese aparato
receptor a un castillo cuya poterna solo pudiera abrirse mediante una clave
específica. Por eso suele hablarse también de estímulos clave” (ob. cit., 90).
Este fenómeno reaparece muy recientemente en relación al tema del tiempo como
asunto a considerar en la antropología:
El
tiempo es la relación sensible y sensual con la vida. Algunos escritores han
señalado la capacidad fulgurante que puede tener una sensación para restituir
un instante pasado de forma íntegra. De golpe, el tiempo tiene una virtud:
mantiene una forma de memoria que no se preocupa por la edad y que está
disponible, por decirlo de algún modo, de forma permanente. (Augé, 2018, 63)
Ciertas motivaciones experienciales se enlazan con
la situación que se presenta, cuyas características particulares se avienen a
aquellas motivaciones, con las que se comunican. Mediante este enlace se cierra
un círculo sistémico y se produce un nuevo acto de creación fulgurante. La
información impresa inducida pasa a integrar la facultad de conocimiento y a
completar el sistema de habilidades humanas, con lo que se consagra una
importante función en la vida de la persona, tanto o más que la que acumula y memoriza
por instrucción, aprendizaje, estudio, ejercitación o reiteración. No parece
razonable identificar este mecanismo con la llamada “retroducción” (abducción
aristotélica), puesto que, como dijimos, no la posibilita la rememoración. El
conocido ejemplo de la margarita de Proust parece ser un fenómeno intermedio
entre la memoria y la fulguración, pero el problema involucrado figura entre
los intereses de los más importantes investigadores de la subjetividad humana,
filósofos, psicólogos, neurólogos y antropólogos, cuyo detalle figura en otros
de nuestros trabajos (2015 y 2019).
El
círculo epistémico
Así, pues, y si bien el momento y el lugar representan el mundo que nos
suministra conocimiento e inteligencia por la educación y el aprendizaje, con
su historia cuantitativa y progresiva, que se corresponde con la experiencia
objetiva, también hay un mundo oculto con su historia innominada, cualitativa y
vicisitudinaria, emergente de la experiencia como la otra, pero estructurada en
lo subjetivo. Se trata de una realidad, y de su correspondiente historia, tan
real y existente como la espaciotemporal, pero cualitativa, no progresiva sino
decreciente y atenuante ‒discrecional‒, que la fulguración deja como impronta
en el sistema nervioso central. Es habitual señalar que en este sistema se
procesa la información que llega desde los sentidos, y que de esa manera se
originan las respuestas, mentales o físicas y conductuales.
Sin embargo, es necesario señalar también que ese
proceso no podría ser posible si las asociaciones y contornos neuronales no
desarrollasen, en una operación inversa, los procedimientos de indagación o
exploración perceptiva, tentativa e intencional, a partir de los cuales se
activan y encausan las sensaciones o efectos del haz de información proveniente
del exterior, sea táctil, visual, auditivo, olfativo o gustativo, sin olvidar
aquellos que se encargan de informar sobre la presión, la temperatura, el dolor,
que se pueden considerar como diferentes especies de “tacto”. Pero el cerebro
no es un simple espejo, aunque en cierta forma haga las veces de espejo; su
compleja configuración biofísica incluye ante todo la capacidad de establecer
un contacto bidireccional con el entorno.
En primer lugar, es necesario tener en cuenta que
“tenemos muchas células especializadas que son sensibles a muchos estímulos que
proceden del interior del cuerpo que nunca alcanzan el nivel de conciencia.
Particularmente importantes dentro de este grupo se encuentran los receptores
de tensión de los sistemas vasculares y de los músculos, y una variedad de
receptores sensibles a diferentes tipos de factores químicos. Los receptores de
las vísceras y de otros órganos internos se denominan a menudo internorreceptores
o víscerorreceptores, para distinguirlos de los externorreceptores olfatorios,
auditivos y visuales que reciben las señales del exterior del cuerpo (también
llamados telerreceptores: tel, distancia). En general, el conjunto de
receptores da información que va desde los más mínimos cambios en el medio
interno del cuerpo hasta las señales más débiles que nos llegan desde las
distancias más alejadas del mundo exterior” (Shepherd, 1985, 189). Por lo que
no solo hay una dirección desde fuera del cuerpo hacia dentro.
En segundo lugar, debe considerarse la
transducción, es decir, el fenómeno por el que los estímulos, ambientales o del
interior del cuerpo, “deben convertirse de sus diferentes formas de energía al
lenguaje corriente de las señales nerviosas” (ib., 190). Existe toda
clase de células receptoras y cada una dispone de una forma diferente de
realizar la transducción. Algunas células tienen membranas tan sensibles que
pueden detectar estímulos casi irreales; por ejemplo, “las células pilosas del
oído pueden detectar un movimiento aproximadamente tan pequeño como el diámetro
de un átomo de hidrógeno” (ib., 190). De esto resulta, pues, la acción
de dos tipos de direcciones en la transmisión neural, una, cuya fuente es el
mismo cuerpo, y otra cuya fuente es el mundo exterior al cuerpo. Y en ambos
casos los procesos pasan por las mismas etapas, transducción, flujo de iones a
través de las membranas celulares, paso de potencial receptor a impulso
nervioso o “descarga de impulso” que “lleva la información al resto del sistema
nervioso” (ib., 193).
La dirección de la información desde dentro hacia
afuera, aun, se registra en la recepción de información externa al cuerpo, y se
refleja por la presencia de diferentes desarrollos de las células destinados a
discriminar la clase de información de que se trate: células receptoras
nerviosas en las que intervienen microvellosidades (en el gusto), cilios
(olfato y visión), terminales fibrosas (tacto), etcétera, y en todos los casos
se comprueba algo más que la simple actividad especular o refleja. Se manifiesta
la actividad de ir en busca de lo que se puede recibir o, en otras palabras, de
intervenir activamente en la composición del conocimiento final.
En lugar de limitarse a asimilar imágenes,
procesar los datos inmediatos llegados a la conciencia, como se suele decir, el
sistema nervioso se especializa en intercambiar datos, enviar tanto como
recibir información, porque de lo contrario no discriminaría y no procesaría
nada y solo acumularía, como un estanque acumula agua, un río las vertientes
que desembocan en su curso y, aun, como un gran depósito en el que se vuelquen
objetos de toda clase, alimentos de todas las especies como en chiqueros y objetos
de deshecho de toda clase, basurales o estercoleros.
El tipo de selectividad de la información, por lo
demás, no actúa solo en el sentido lineal y temporal sino contra el tiempo, en
un círculo energético que se cierra y se abre tantas veces como la experiencia
lo solicite. La historia resultante no es continua, el estatus no es
determinable por la memoria y su definición no es posible por recuento ni
cuenta. Se advierte de este modo el fondo común del que provienen esas dos
vertientes y direcciones en la cognición, generalmente reducida solo a una, la
receptiva. Claramente, se corresponden con los conceptos de objetividad y
subjetividad, con una versión definida por la dirección centrípeta y otra por
la dirección centrífuga de la información. Lo que en la práctica se distingue
como atención, recepción, asimilación, o por intención, sondeo y exploración.
El fondo que las familiariza es la experiencia, por la que se da “la
aprehensión sensible de la realidad externa” (Ferrater Mora, 1994, T. II,
1181).
No queda allí, todavía, esta asombrosa realidad
que se esconde en los laberintos neurológicos del conocimiento rudimentario.
Existe un intercambio mutuo entre la capacidad de percibir y la capacidad de
hacer algo con lo que se percibe. “Un punto importante es que la amplitud del
potencial receptor se gradúa continua y suavemente en relación con la
intensidad del estímulo. La recepción sensorial implica, pues, la
transformación de estímulos sensoriales continuamente variables, en un dominio
neural de impulsos que siguen la ley del todo o nada. Uno puede comprender este
concepto si piensa que señales analógicas se convierten en señales digitales”.
De modo que la descarga del impulso “traduce fielmente los parámetros del
estímulo”. Y todavía más: esa descarga “tiende a elevar la respuesta cuando el
estímulo va aumentando”. El proceso termina en la percepción sensorial, es
decir, “una respuesta comportamental del organismo” (Shepherd, ob. cit., 194 y
197).
Aparece la dimensión epistemológica como actividad
vital por la que se consagra el contacto de la mente con el mundo; la realidad
no palpable, aunque de algún modo concreta, por la que las sensaciones se
asocian a la reflexión (en el fenómeno de la vivencia). ¿De dónde sale el
material a partir del cual la mente piensa, conoce, razona, imagina y se
conmueve? Ya en el siglo XVII se respondía así esta pregunta: “las cosas
materiales, como objetos de sensación, y las operaciones internas de nuestra
propia mente, como objetos de reflexión, son, para mí, los únicos orígenes de
donde proceden inicialmente todas nuestras ideas” (Locke, 1980, T. I, cap. I,
165). La experiencia, pues, de la que tanto se habla, no surge solo por la
participación de los sentidos del cuerpo y de las sensaciones o percepciones
sino, también, por la reflexión y la actividad no sensorial (sin confundir con
el confuso concepto de lo “extrasensorial”).
Realidad
vécica
Lo que deseamos destacar de esta realidad vivida externa e interiormente es su
historia inapresable y diseminada en las vivencias. Por bajo la historia
objetiva y patente existe otra historia, subjetiva e imponderable, oculta tras
lo que solo puede referirse por las veces que la aluden y cuya memoria no
interesa además de ser cabalmente imposible. La expresión se vuelve indistinta,
indeterminada, borrosa, y aparece la palabra vez, en combinaciones como “cierta
vez”, “cada vez”, “una vez”, “todas las veces”, las más indicadas para poner de
manifiesto esa otra realidad histórica. Su significado gravita no por las
referencias de tiempo y espacio sino por lo que se presupone al hablar,
comunicarse, pensar, que se contiene implícito en la comprensión y el entendimiento.
Por ejemplo, en las expresiones “Juan dudó un par de veces”, “había una vez un
rey” y “el niño faltó una sola vez”, no interesa cuándo, dónde ni por qué dudó
Juan, no interesa la época ni el país del rey ni interesa cuándo ni adónde ni
por qué faltó el niño. Interesa, sí, la cautela de Juan, la historia del rey y
la perseverancia del niño.
Convenimos en que hay una realidad tan humana como
la realidad espaciotemporal, que por provenir de lo indeterminado llamamos
realidad vicisitudinaria o, para simplificar, vécica (de “vez”, en latín vicis,
que quiere decir “turno” y “alternativa” ‒antiguamente, vecero era aquel a
quién tocaba el turno). Cuando hablamos de “vez”, en consecuencia, ya no nos
interesamos por lo que se refiere a momento y lugar, al cuándo ni al dónde,
sino a “la vez en que” tal cosa, cualquiera sea, se haya correspondido con una
experiencia cognitiva de valor general e intemporal. No importa cuál contenido
específico sino lo que representa, significa o importa para todos los
contenidos y circunstancias posibles. Esta realidad y su historia es el objeto
de nuestra teoría, y la justifica la evidencia de que hay otra realidad y otra
historia que permiten comprender cabalmente la naturaleza del conocimiento
humano. El hecho de que no haya un punto exacto de intersección entre fines y
comienzos en las etapas de vida, y que solo haya grados, nubes o densidades y
no tiempo fluyente, y también la apariencia de que somos más pasado que
presente, nos induce a concebir la teoría vécica, porque a todas luces asoma la
sospecha de que hay algo más que tiempo y espacio.
Hegel indicó que, aun cundo reunimos toda clase de
instrumentos para conocer, somos algo completamente simple: “Todo individuo es
una riqueza infinita de sensaciones, representaciones, conocimientos,
pensamientos, etcétera; pero yo soy, sin embargo, por esto completamente
simple: un fondo indeterminado, en el cual es todo esto conservado sin existir;
solo cuando yo traigo a la mente una representación, la saco fuera de aquel
interior a la existencia ante la conciencia […] Así el hombre no puede nunca saber
cuántos conocimientos conserva de hecho en sí, aunque los haya olvidado. Estos
no pertenecen a su actualidad, a su subjetividad como tal, sino solamente a su
ser en cuanto es en sí. Y la individualidad es y sigue siendo dicha
interioridad simple en toda determinación y mediación de la conciencia, que más
tarde es puesta en ella.” (Hegel, 1944, § 403)
PARTE 2
Cuando se habla de masificación (Ortega y Gasset), de miedo a la libertad
(Fromm), de crisis de la modernidad (Habermas), de fin de los grandes relatos
(Lyotard), de pensamiento débil (Vattimo), de modernidad líquida (Bauman), de
distanciamiento del prójimo (Zoja) y de otras interpretaciones igualmente
oportunas y explicativas de los fenómenos sociales característicos de la época
actual, se denuncia el vaciamiento de la racionalidad. En todos los casos se
habla de la realidad objetiva, pero hay otro vaciamiento, en este caso de
carácter subjetivo, y quizá benéfico para la sociedad: el de la espacialidad y
la temporalidad.
Lo real y lo virtual
En las teorías de la posmodernidad no se tiene en cuenta la subjetividad humana
sino en lo que tiene que ver con la dimensión social. Se excluye la dimensión
mental como orden fundante de conocimiento, de cosmovisión, de ideas, nociones,
conceptos que, estén o no avaladas por las ciencias y la filosofía, de todos
modos, fluyen como pensamiento propio en la vida corriente. Los argumentos se
apoyan en la constelación de cambios en la visión humana sobre el mundo,
especialmente en cuanto a lo objetivo: el final de los grandes relatos como
final del mundo físico y social, la licuefacción del pensamiento respecto al
saber concreto y sólido, la debilitación del conocimiento asumido como
racionalidad moderna, poderosa, empírica y deductiva, y la transformación de
los sentimientos, la emocionalidad, la moral y los valores casi siempre
relacionados con la comunicación y la convivencia enteramente palpable y
corporal.
Y en todos los casos se tiene en cuenta la
relación de la realidad fáctica. Lo posmoderno se deduce de lo objetivo, de lo
que se aprecia en las conductas y en las tendencias estadísticas. Sin embargo,
algunos autores sugieren algo más, por ejemplo: “Cada día tenemos ante nuestros
ojos una tragedia que está ocurriendo en algún lugar del mundo, de la cual
hasta hace poco recibíamos noticias esporádicas, a veces ni siquiera una vez
por década: el hambre, el retorno de enfermedades devastadoras, los dramas
climáticos, las masacres olvidadas. Aquello que merece nuestra compasión y
requeriría nuestro amor es cada vez más evidente, pero está cada vez más lejos,
se vuelve cada vez más abstracto. La globalización del amor podría representar
una nueva y exaltadora conquista, pero es, al mismo tiempo, profundamente
antinatural. Al verlo sobre todo en la televisión, todos sufrimos una trágica
privación del prójimo. El enriquecimiento que nos brinda la información, al ser
inflacionario y abstracto, contribuye también a la desaparición de la
solidaridad, que querría combatir.” (Zoja, 2015, 136) Y conocemos perfectamente
el cabal sentido que encierra esta reflexión.
La globalización real y virtual del mundo es una
realidad como cualquier otra, que responde a una vivencia también real, que se
inscribe en la vida cotidiana y concreta como se inscribe la escena de abrir la
puerta de casa cada día para salir e ir al trabajo. Ir al trabajo o de compras
se ha vuelto tan real como visitar la tumba de Tutankamón o apreciar el
interior de San Pedro de Roma, y ya casi tan real como habitar la Luna o Marte.
Esto es indiscutiblemente cotidiano, y es virtual, pero también real. Que
todavía no podamos tocar la tumba, entrar a San Pedro u hollar el suelo de
Marte es algo intrascendente, porque descontamos que en el futuro se podrá ver
y tocar a gusto. No es absurdo pronosticar el declive de la sensibilidad, tal
como la concebimos ahora, si no de su ocaso. La información proporcionada por
ella no es la única fuente de conocimiento. Se sabe que este dilema nunca ha
sido resuelto, que se sostiene en la antigüedad clásica y estalla con el
Iluminismo.
Al enteramos de que existe una nueva pandemia, y
aunque no la experimentemos en carne propia, se convierte en hecho real, como
si cada uno la padeciera. La nueva realidad sentida, establecida en términos
lejanos o a distancia, ya no es sino realidad a secas; realidad como la del
sillón en el que nos sentamos ahora. Ya no hay ningún aquí ni ningún ahora que
hegemonice la realidad. Existe una realidad que no es preciso llamar “virtual”
porque es virtual por la sola forma de conocerla. Es real lo que ocurrió ayer y
lo que ocurre hoy en las antípodas de la Tierra, y pertenece todo a un mismo
presente que se vive intensamente.
El riesgo de este sorprendente giro intelectivo de
la humanidad consiste en que facilita la apropiación indebida de la realidad.
Tiende a hacer extensivo el sentido de lo que es propio, que instintivamente
parece corresponderse con nosotros, el contorno, el país, la localidad en que
vivimos, los amigos, al mundo entero. Se establece por lazos que se afirman en
lo objetivo, pues despierta una clase de sentimiento reflejo, externo,
estereotipado, filtrado por la intermediación de imágenes, relatos, información
discursiva, raciocinios ya formulados, no como impulso interno. Es una clase de
sentimientos muy diferente a la de los sentimientos originales. La condición
posmoderna, pues, parece definirse en términos de rasgos puramente objetivos.
Aparece la virtualidad como modo de “ver” el
mundo, el fondo de sus océanos, los picos más altos de sus cordilleras, los
rostros de los habitantes del lugar más distante. Pero no se trata de un modo
de ver artificial o despreciable, porque se vive con igual intensidad que la
experiencia inmediata. Vivir decreta la realidad, y cada persona elige, o se
afana por elegir, el vivir que le sienta mejor. La experiencia personal asume
la experiencia virtual, el mundo que amplía sus horizontes objetivos merced a
las tecnociencias, que se suma a la contribución fundamental volcada en la
inteligencia. De esta asociación se configura la realidad presentida como
realidad sentida, y la historia personal no vivida como vivida. “Pues si vemos
lo presente/ como en un punto se es ido y acabado, / si juzgamos sabiamente, /
daremos lo no venido/ por pasado.” (Manrique, copla 2, 26)
El interlocutor ausente
De manera que vivimos inmersos en una realidad no inmediata, innominada e
inubicable; no nos interesan las contigüidades, las continuidades, los nombres
ni las fronteras que separan o que unen las representaciones mentales y los
fenómenos psíquicos, sean de la especie que fueren. Tampoco necesitamos
ubicaciones cronológicas, contigüidades ni circunstancias afines, fueren
próximas o lejanas, para sentir, pensar y tomar decisiones. Nos alcanza con lo
fortuito, porque no dependemos de lo que hemos experimentado en cada una de las
veces vividas en nuestra historia. Ahora vamos más allá de la cognición
filtrada por la experiencia inmediata. La inteligencia funciona sin importar el
cuándo ni el dónde, haciendo de todos los cuándos y dóndes una acumulación
inanalizable al estilo de las síntesis aplicadas en la experiencia inmediata.
Si la experiencia inmediata selecciona y resta, la mediata acumula y suma. Una
desintegra y la otra integra. Pues existe una dinámica de exclusiones y otra de
inclusiones.
Pero no acumulamos las diferentes destrezas
obtenidas en el pasado para levantar unas pesas o para correr los cien metros
olímpicos. Sólo diferenciamos aquello que nos ha permitido obtener esas
destrezas, hacerlas nuestras. No aplicamos todo lo que hemos vivido sino lo que
nos ha resultado provechoso. La experiencia de la virtualidad, sin embargo,
permite apreciar una condición que está de por sí en la experiencia real. Se
trata de la vivencia del tiempo. Por la virtualidad parece que somos algo por
lo que otro “algo” misterioso fluye, o aun que somos el fluido mismo. No que
estamos, sino que somos el espacio y el tiempo. Nos parece que el tiempo
convencional, lineal y continuo, que fluye del futuro al pasado y que solo nos
permite existir cabalmente en el presente fugaz, está acabado.
Por esta ampliación de la experiencia personal
somos ahora todo lo que somos; ya no como si fuéramos por partes, una en el
presente, una en el pasado y otra en el futuro. Se podría decir que somos una
nube de existencia y realidad que nos encuentra en donde es más densa. El
filósofo italiano Emanuele Severino sostiene que todo está aquí, salvo que
existimos solo en una parte, un argumento que tiene su antecedente en
Parménides (Palazzo, 2019, 121 y ss.). Henri Bergson también contrapuso las
ideas de tiempo real y de duración, esta última referida a la inteligencia:
“preocupada, ante todo, por las necesidades de la
acción, la inteligencia, como los sentidos, se limita a tomar de tarde en
tarde, sobre el devenir de la materia, vistas instantáneas y, por lo tanto,
inmóviles. La conciencia, como se regula, a su vez, por la inteligencia, mira
de la vida interior lo que ya está hecho, y solo de un modo confuso la siente
hacerse. De este modo se destacan de la duración los momentos que nos interesan
y que hemos recogido a lo largo de su recorrido […] Mas cuando, especulando sobre
la naturaleza de lo real, lo seguimos mirando como nuestro interés práctico nos
pedía que lo mirásemos, nos volvemos incapaces de ver la evolución verdadera,
el devenir radical […] Es esta la más sorprendente de las dos ilusiones que
queríamos examinar. Consiste en creer que se puede pensar lo inestable mediante
lo estable; lo moviente por lo inmóvil” (Bergson, 1985, 241).
Confusión
en torno a lo palpable
Aproximémonos ahora a esa realidad aparente que llamamos objetiva o
espaciotemporal. ¿Qué tenemos que ver con ella? Cada instante de la historia,
cada espacio visitado, esa mezcla de instante y lugar que se dice que vivimos y
a la cual solemos atribuir la única realidad concebible, ¿qué tiene de común
con nosotros? Los sentidos nos informan que tiene de común un cruce de
recorridos físicos y vitales en una comunión que llamamos circunstancia. Y,
aunque esto sea indiscutible y pueda corroborarse una y mil veces, sin embargo,
no es lo único que configura la vida, la historia, la experiencia y aun la
personalidad humana. Hay algo quizá más importante que los sentidos no
registran o que solo registra un sentido interno. La virtualidad ha encendido
la mecha que hace explotar esta sospecha.
Hemos puesto toda la existencia en el tiempo y por
esta exageración se nos hace difícil apreciar que hay algo más, y que ese algo
es lo que no se ve por quedar fuera de la objetividad espaciotemporal. Encerrar
la existencia en el tiempo nos inspira confianza, porque parece palpable y
real. Asumimos la irracionalidad y lo ilusorio solo en el marco de la
subjetividad, que está en todos los humanos. Y se nos ha vuelto tan difícil
apreciarla, en su función inteligente, que aceptamos a la persona en tanto historia,
es decir, solo como la parte ya ida de su vida, la parte que no está. Sabemos
que ha sido real, porque comprobamos su objetividad, su existencia disociada de
toda ilusión e imaginación. Pero en el preciso ahora no es real.
Y, sin embargo, ¿de dónde salen las provisiones
para vivir, de qué conocimientos, de qué experiencia, de que enseñanza, de qué
cosas? Si lo que nos constituye se ha ido a la historia porque ya no existe, o
hemos seguido adelante nosotros dejando atrás lo que nos constituye, ¿de dónde
salen las provisiones y recursos? La confusión es clara: debemos ser asistidos,
y lo que puede asistirnos parece ser la historia en que enseguida nos
convertimos; pero, la historia, ¿dónde está? ¿Es solo recuerdo, fuente de consulta?
No nos provee ni nos asiste un fantasma, sino lo que poseemos y existe, el
conocimiento existente, la experiencia existente, lo que aprendemos en tanto
existimos. Si el conocimiento es objetivo, y la experiencia concreta y
palpable, entonces nada del conocimiento ni de la experiencia han dejado de
existir, ni nadie ha permanecido en la existencia sin su parte fundamental.
Pero, hemos hecho de lo fundamental algo absolutamente efímero y demasiado
fugaz.
La experiencia virtual insinúa que lo fundamental
no es sólo lo palpable. Lo es también lo que hemos vuelto impalpable por el
contacto con el mundo a través de la experiencia y por la reflexión de esa
experiencia en el arco de las transfiguraciones y metamorfosis del
conocimiento. Es nuestro fundamento y lo demás es, más que fundamento, aquello
que se apoya en los fundamentos. Así, pues, el pensamiento es impalpable, el
sentimiento es impalpable, la moral, los valores, la idea del bien son
impalpables. Y, aunque sean impalpables, existen.
Es necesario algo más, es necesario vivir
haciéndonos, construyéndonos por el trabajo fundamental de elegir y de hacer
nuestro lo deseado, incluso de adaptar, por no decir construir, el mundo en que
vivimos. Se trata de una vieja concepción, presente ya en los filósofos
románticos, en la “intuición intelectual” de Fichte (Fichte, 1984, Segunda
Introducción, c. 5, 839), en la “intuición esencial” de Husserl (Husserl, 1962,
§ 3, 20), en la antropología de autores como Arnold Gehlen y Max Scheler
(Llambías, 1981, capítulos III, 145 y V, 235), y en las ideas directrices de
pensadores como el uruguayo José Enrique Rodó y el argentino Alejandro Korn.
Ahora bien, nada nos salva del azar, y tampoco de
la acumulación y de la repetición, que pueden resultar útiles a la memoria y
muy oportunos para el conocimiento que se ocupa de lo que corresponde al
espacio y al tiempo. Pero, el trabajo soberano, libre y autónomo, al que obliga
la vida por el hecho de vivir lo elemental, de satisfacer obligadamente las
necesidades primarias, es el que promueve la evolución voluntaria o que, al
menos, acompaña a la involuntaria y a la marcha del mundo.
La posmodernidad como prueba
La civilización actual se ha acercado a la muestra más extraordinaria de esa
dimensión impalpable que reivindicamos y que es necesario confirmar. Ha hecho
que el tiempo y el espacio tiendan a cero, si no a desaparecer. Ha llegado a
presentar a la conciencia la prueba más contundente de lo decisivo de la
voluntad constructiva de la humanidad. Es la que influye sobre las
posibilidades de la inteligencia: los regalos del conocimiento y de sus
derivaciones prácticas abren la posibilidad de entender cómo funciona todo lo
externo al yo. Si hasta ahora se creía que era necesario aumentar el
conocimiento para entender el mundo, ahora se sabe que es necesario entender el
mundo para aumentar el conocimiento.
¡Cómo se explica esta contradicción a todas luces
inaceptable para la racionalidad tradicional?
Entender el mundo es vivirlo, experimentarlo,
resolverlo como problema, enfrentarlo con un resultado al menos aceptable en lo
elemental de la vida, esto es, en el interior subjetivo. Entender es un trabajo
individual, aunque es claro que sería imposible realizarlo sin la participación
reguladora de la objetividad social en la que el individuo se desarrolla. Si
bien el conocimiento objetivo contribuye grandemente a entender el mundo en su
estructura general, no es suficiente para vivirlo a cabalidad. No alcanza
pensar para luego existir ni existir para luego pensar, y aparece el vertido
del pensamiento en la existencia y de la existencia en el pensamiento como el
verdadero círculo de retroalimentación. Es el que se corresponde con el pequeño
ecosistema que somos. En consecuencia, disponemos de la recursividad como
técnica para pensar y existir.
Es el juego por el cual una pauta de intelección
del mundo genera en sí misma otra pauta semejante que multiplica la comprensión
dando lugar a nuevas configuraciones cognitivas. Y también, el juego por el
cual una fórmula de preservación de la vida, o de superación de los estados de
cambio, permite reproducir otras fórmulas que se replican posibilitando nuevos
modos de existencia. Se reproduce así este ciclo prácticamente en forma
infinita (la idea está en Chomsky, 1974, § 3.3, 39, en relación al lenguaje).
La recursividad posibilita la apertura del círculo de retroalimentación, fuere
una red neural o la formación reticular “responsable del estado general de
alerta del cerebro” (Penrose, 1991, 474). Con lo que se consagra el
desenvolvimiento intelectual para entender el mundo y para alcanzar la
integración plena a la realidad a la que se pertenece mediante la intervención
de la conciencia.
Vivimos el mundo palpable, que habitamos merced a
los recursos formularios de que disponemos para integrarnos a la vida, y
también vivimos el mundo impalpable. En este intervienen las pautas de
intelección recursivas que aplicamos a diario, de todas maneras y aunque no lo
advirtamos. Las construcciones inapreciables son las que primariamente nos
permiten afrontar la adversidad y los problemas, y no habría construcciones sin
adversidad y problemas. El conocimiento objetivo solo se alimenta a sí mismo,
afortunadamente, mientras que el subjetivo alimenta al sujeto. Es
meridianamente claro que entender el mundo no es explicarlo ni mucho menos
mostrar sus particularidades visibles u ocultas. Entender es solo poner en
orden, suministrar desde sí mismo y en forma autónoma la figura que pone en
comunicación el mundo que se vive con el mundo que se siente, la vivencia y los
sentidos. Es poner al habla el mundo y el yo.
El sistema nervioso central
Muchos filósofos y científicos apelan a estas primicias para desarrollar
explicaciones, teorías e incluso demostraciones de validez y verdad. Aparecen
la intuición y el pálpito, pero no se sabe a ciencia cierta de qué se trata.
Una función neurofisiológica está seguramente en el centro de su explicación
científica, como, por ejemplo, la descubierta por Donald O. Hebb. Este
biopsicólogo llamó “reunión de células” a “un sistema que está organizado
inicialmente por un acontecimiento sensorial particular, pero que es capaz de
continuar su actividad después de que haya cesado la estimulación” (Kolb y
Whishaw, 1986, cap. 20, 463). Según esta teoría, la esencia de una idea o
contenido de pensamiento consistiría en que tiene lugar en ausencia de un
acontecimiento ambiente original con el que se corresponde experiencialmente.
Intenta explicar los acontecimientos psicológicos mediante propiedades
fisiológicas del sistema nervioso, aunque está orientada en el sentido de
explicar la memoria y el aprendizaje. Nos preguntamos si Hebb no se habría
aproximado, sabiéndolo o no, a un orden de procesos más amplio. “Hebb concluyó
que la inteligencia y la conducta en general están influidas por la
experiencia” (García, 2018, 58), y esto es lo básico.
Se ha dicho que la mente funcionaría como una
computadora, pero seguramente es al revés: la fisiología del sistema nervioso
ha sido la inspiración de la virtualidad computacional. La virtualidad es una
imagen versátil construida en base al juego de circuitos interconectados y
algoritmos reunidos y combinados adecuadamente para disminuir, disimular o
licuar la imagen de la realidad objetiva. Según Hebb, en el sistema nervioso
central se registra la actividad por la que activan bucles neuronales y
reuniones de células que mantienen su actividad cuando el estímulo ya no es
vigente. Esta explicación, sin embargo, y desde que “sólo implica que un
‘estímulo’ lleva, a través de un ‘centro reflejo’, a una reacción
estereotipada, es insatisfactoria, porque deja de lado dos cosas: la primera,
que el resultado repercute sobre el estímulo, y la segunda, que el flujo de
información en el circuito cerrado de acción es fundamentalmente continuo.”
(Schmidt, 1980, 245) En su lugar, deben considerarse los “circuitos de
regulación”, como el de un aire acondicionado hogareño que, a través de un
sensor de temperatura, permite la interacción entre el mecanismo productor de
calor o frío y la temperatura ambiente: “el regulador y la zona de regulación
están concatenados en un efecto circular” (ib., 246, 247).
Todo conduce a la hipótesis según la cual el
conocimiento humano no se obtiene por el simple reflejo de la realidad en lo
que sería el espejo de la mente que compondría imágenes, representaciones e
ideas. En su lugar, habría un intercambio por el cual se registraría una
bidireccionalidad de la información, potencial de acción o acción neural. Se
reproduciría el mismo intercambio entre los circuitos interneuronales, asunto
que ha sido demostrado experimentalmente. Determinadas configuraciones
nerviosas originadas en la experiencia se activarían entre sí y actuarían al
asociarse recursivamente, por semejanza o por regulación interna. En esto se
sobreentiende la gravitación del genoma humano, sobre el cual obra
indefectiblemente el epigenoma, es decir, el acervo incorporado a través de la
vida y por el cual se habilitan nuevas habilidades por modificaciones a nivel
celular (Alonso & Alonso, 2018, 119).
Influyen los genes y el ambiente, pero, “ni los
genes ni el ambiente son totalmente prescriptivos o determinantes para que el
cerebro se forme adecuadamente: más bien, el desarrollo del cerebro se
caracteriza por una serie compleja de hechos dinámicos y adaptativos durante
todo el tiempo necesario para promover la aparición y la diferenciación de
nuevas estructuras neuronales o de hacer funcionar mejor las existentes”. En
esto, “la experiencia que acumula cada individuo puede dejar improntas
indelebles en su sistema nervioso, y las capacidades cognitivas del cerebro
pueden ser potenciadas por el aprendizaje” (Cotrufo, 2018, 41). El desempeño
del conocimiento humano, en este sentido, augura otros caminos descriptivos:
“la forma de aprendizaje debería cambiar su metodología. La manera tradicional
de mejorar la retención de información, o la práctica de una tarea mediante
repeticiones sin fin, debería sustituirse por la reactivación, breve pero
intensa, de los circuitos que participaron en el aprendizaje inicial. Por
ejemplo, una vez identificada una población de neuronas que se hayan activado
durante el aprendizaje de una tarea, si consiguiéramos activar de nuevo la
mayoría de esas neuronas desde el exterior del cerebro, se consolidaría lo
aprendido de una forma mucho más firme” (Ferrús, 2018, 121).
Según la teoría vécica, no habría intercambio de
contenidos. El intercambio no se produciría en virtud de semejanzas entre pares
de estímulo-respuesta, que la memoria se encargaría de activar para que
sirviesen ante nuevas circunstancias con iguales resultados. Habría, en cambio,
un relacionamiento entre patrones nerviosos de gran plasticidad, característica
que se conserva toda la vida (García, ob. cit., 82), y que, dentro de ciertos
márgenes, se envolverían en una nube de probabilidades asociativas y recursivas,
en la que intervendrían la acción mutua entre los genes y la influencia del
medio. El factor fundamental, pues, sería la modificación y no el
almacenamiento, por lo que no sería la memoria la que controlaría las
modificaciones neuronales, sino, al revés, serían las modificaciones neuronales
las que controlarían la memoria. La neurociencia admite que la experiencia
modifica el cerebro de los animales (ib., 61), por lo que queda claro
que, así como modifica los contenidos de conciencia, modifica igualmente la
fisiología del cerebro.
No sería el almacenamiento computacional lo que
decidiría el conocimiento sino la generación de ciertas pautas de
procedimiento, modalidades o formas que se originarían a partir de los
estímulos. No se reproducirían contenidos del almacén de la memoria y solo se
crearían o recrearían formas o reuniones de células ante estímulos que no
tendrían que ser los mismos sino sólo quedar comprendidos en la nube de
probabilidades. El fenómeno se vincula directamente con la dinámica mental
básica relacionada con la comprensión de la realidad objetiva. De allí que las
respuestas para resolver problemas pueden resultar inadecuadas o insuficientes;
si se reprodujeran los mismos contenidos y si esos contenidos estuvieran
respaldados por el éxito, el cerebro jamás se equivocaría y la inteligencia
sería omnisapiente.
El problema surge cuando se aproximan la filosofía
y la neurología, es decir, la teoría del conocimiento y la teoría de la
neurona. Porque los neurólogos no disciernen la función correspondiente al
conocimiento y los filósofos no se las entienden con la fisiología del cerebro.
Así, por ejemplo, la explicación de cómo funciona la memoria es un terreno de
avanzada de la neurociencia; en ella se incluye lo que tiene que ver con la
inteligencia. La memoria es el título bajo el cual se desarrolla la función cognitiva,
especialmente lo que se denomina “memoria de trabajo”: “existe un tipo de
memoria valiosísima, la que empleamos como base para realizar actividades
cognitivas básicas, como la comprensión, el razonamiento o la resolución de
problemas, para la que no necesitamos esa transformación” [la transformación de
la memoria a corto plazo en la de largo plazo] (García, ob. cit. 70). Y,
“además de ser un sistema de almacenamiento de información, opera con ella, la
organiza y elabora continuamente y la recupera mentalmente cuando conviene” (ib.,
72).
Pero ¿de qué clase de almacenamiento de
información nos habla la neurociencia? Nos presenta la maravillosa fisiología
del sistema, dice que se almacenan contenidos y que ellos son organizados y
elaborados continuamente. Nos parece que esa información no podría ser de
contenidos, y que no almacena dentro y solo selecciona en la experiencia. De lo
contrario, el cerebro sería igual a una computadora, comparación que la misma
neurociencia señala como inexacta (ib., 126). Nos parece que, si bien
por un lado la función cognitiva se incluye en el mapa de la memoria, a su vez,
se habla de la memoria, es decir de la conservación de contenidos, como de una
subclase: “Podemos hablar incluso de un cambio de paradigma, pues se ha pasado
de las teorías modulares del cerebro a los modelos de redes neuronales,
estrechamente interconectadas e interactivas, parcialmente coincidentes y
solapadas, y muy distribuidas sobre todo por la corteza cerebral, que es la
base de las funciones cognitivas: percepción, memoria, atención, lenguaje,
inteligencia.” (Ib., 46)
Es de sospechar que la inteligencia es asunto
aparte; mejor que pensar en la memoria como encargada de la inteligencia
resulta pensar a esta como encargada de la memoria. Se llega a hablar de
“constructos”: “existen etapas en las que los recuerdos se codifican, es decir,
se convierten en constructos que pueden ser almacenados en el cerebro, como
cambios en la fuerza sináptica” (ib., 67). También de “esquemas”:
“Recordemos que nuestro cerebro, en un ejercicio admirable de economía
cognitiva, en vez de percibir y recordar todos los detalles de una persona
objeto o acontecimiento, se sirve de unos esquemas ya almacenados en nuestra
memoria y procura atender solo a las características distintivas del nuevo
estímulo” (ib., 80). El neurocientífico Michael M. Merzenich agrega algo
importante: “Una cosa es que la experiencia condicionara nuestra conducta”,
como afirmara Hebb, pero Merzenich habla “de algo mucho más serio”, pues en el
cerebro adulto pueden darse “reestructuraciones neuronales rápidas” (ib.,
61). ¿Qué quiere decir?
La teoría vécica no tiene cómo apartarse de tales
afirmaciones, que sólo confirman su hipótesis central. Pero parte del supuesto
según el cual no podría tratarse de contenidos, recuerdos, improntas
determinadas que vuelven a activarse ante estímulos semejantes. Prefiere
suponer que se reactiva una pauta sin contenido y que sólo se configura en el
sistema neural por la forma. ¿Qué sería esta forma? Pues, esas mismas
configuraciones sugeridas por los científicos, “constructos” y “esquemas”, y
también de “circuitos”, “sistemas de células”, etcétera. Las hemos llamado
huella, fulguración, algoritmo, pauta bio/lógica y de otras maneras quizá
inadecuadas.
Hemos preferido hablar de vez y de series
(vécicas) discontinuas e indeterminadas que por tratarse de contenidos vacíos
impiden hablar de memoria. Seguramente, la memoria es un registro asociado a la
inteligencia y al conocimiento, pero no puede ser su pista de aterrizaje y
mucho menos su torre de control. Y, si así fuera, entonces el cerebro no sería
otra cosa que un gran disco duro, un pendrive sofisticado carente de la
plasticidad del cerebro humano. No podría aceptarse, en tal caso, que, según
Erik Kandel, “los cambios sinápticos a corto plazo implican modificaciones de
proteínas preexistentes que conducen a modificaciones de las conexiones
sinápticas también preexistentes” (ib., 69).
Antecedentes cruciales
Sería
fascinante seguir el desarrollo de los conceptos acerca de los sentidos desde
el principio, pero, para entender el establecimiento de los conceptos modernos,
necesitamos remontarnos solamente al siglo XIX. En 1830, Johannes Peter Müller,
de Berlín, publicó un monumental Tratado de fisiología humana que fue el libro
de texto de fisiología definitivo en Europa y América durante muchos años. En
él se resumían los trabajos sobre fisiología sensorial y se promulgaba la “ley
de las energías nerviosas específicas”. Esta ley dice que somos conscientes no
de los objetos en sí, sino de señales acerca de ellos transmitidas a través de
nuestros nervios, y que hay distintos tipos de nervios, teniendo cada uno su
propia ‘energía nerviosa específica’. Estos tipos de nervios considerados por
Müller correspondían a los cinco sentidos primarios que Aristóteles había
reconocido: vista, oído, tacto, olfato y gusto. La energía nerviosa específica
representaba la modalidad sensorial que cada tipo de nervio transmitía. El punto
clave está en que el nervio transmite tal modalidad sin importar de qué forma
ha sido estimulado. Así, un shock eléctrico o un golpe en la cabeza pueden
estimular los nervios del oído y crear la sensación de sonidos en nuestras
orejas […] En términos modernos, se reconoce que hay células receptoras
específicas adaptadas para ser sensibles a diferentes formas de energía
ambiental. Las formas de energía sirven de estímulo a las células receptoras.
(Shepherd, 1985,187-188)
El problema que encierra esta información está en
que la teoría de Müller ha sido modificada en lo que atañe a las “energías
nerviosas específicas” que se corresponderían con las diferentes modalidades
sensoriales. De acuerdo a la visión actual, las modalidades o cualidades de la
sensación dependen del tipo de fibra nerviosa excitada y no de una energía
específica: “Según una vieja doctrina llamada ley de Müller de la energía
específica de los nervios, un área del cerebro realiza su función dada porque recibe
fibras procedentes de un sistema sensorial determinado. Por ejemplo, vemos con
la corteza visual porque esa región recibe fibras procedentes del ojo. La
utilidad explicativa de esta doctrina está abierta al debate” (Kolb y Whishaw,
1985, 588). La cualidad de la sensación dependería del tipo de fibra nerviosa
que interviene en la percepción y no sólo del estímulo que proviene de los
sentidos. Pues “son las propiedades de la membrana subsináptica, y no los
propios transmisores, los que deciden sobre su acción excitadora o inhibidora”
(Schmidt, 1980, 126).
Se ha demostrado que las mismas asociaciones
neuronales interactúan entre ellas, activándose unas a otras en los casos en
que existen semejanzas entre las que han permanecido y las recientes. No
semejanzas semánticas, representacionales, mecánicas, etcétera, sino semejanzas
formales, semejanzas en la función o en la forma lógica en que los circuitos y
conexiones neurales se aplican en cada caso, en cada circunstancia y bajo
cualquier motivación, de acuerdo al impulso de entrada o salida que obre en
cada caso. Se habla de algoritmos genéticos, pero también habría algoritmos
generados por la acción perseverante del medio ambiente. Se cumpliría la
recursividad por la que unas pocas interconexiones se encargan de controlar un
número infinito de contenidos, representaciones, ideas, recuerdos o lo que sea.
El cerebro utiliza normas
generales (al igual que se puede regular el tránsito en una gran ciudad con
unos cuantos semáforos y señales) y los axones, los cables biológicos que
llevan la información hacia otra neurona, son guiados hacia sus dianas por señales
químicas. A menudo, la conexión precisa se asegura permitiendo que muchos
axones compitan por un objetivo determinado, y los que pierden esa carrera son
eliminados. Un mecanismo muy darwiniano. (Alonso & Alonso, 2018, 40)
Las
configuraciones que la experiencia selecciona de lo indeterminado y selecto, y
que permanecerían por resultar a favor del organismo, obrarían sobre la
información en bruto proveniente de los sentidos.
La experiencia virtual
¿A qué se refiere el psicólogo Luigi Zoja? Como ya se vio, ha escrito: “Cada
día tenemos ante nuestros ojos una tragedia que está ocurriendo en algún lugar
del mundo, de la cual hasta hace poco recibíamos noticias esporádicas, a veces
ni siquiera una vez por década…” No se refiere a tiempos ni a lugares; solo
habla de “cada día”, de “algún lugar”, de “noticias esporádicas” y de “veces”.
Pero, si esas palabras no hacen referencia a lugares ni tiempos, sin embargo,
sugieren realidades concretas que producen efectos reales en nosotros. El
mercado de noticias procede con el mundo y sus acontecimientos como nosotros lo
hacemos con nuestra vida y nuestra historia. Escoge hechos y personas,
episodios y procesos, primicias y asuntos consabidos, y los presenta en una
sola vez. De modo que las que fueron muchas veces se reducen a lo que es solo
una. Lo casual y contingente se vuelve permanente y necesario, y alguien ha
escogido de un sinfín de datos brindados en masa aquellos que pueden interesar
o que se prestan para ser vendidos con facilidad, puesto que la información
también es promovida con un fin económico.
El lugar y el momento de la noticia se respeta al
producirse el hecho. Pero, de acuerdo a sus repercusiones en las
teleaudiencias, poco a poco va perdiendo especificación para entrar a formar
parte de una visión de conjunto o de una función estadística. Y todo se
convierte en “veces” evaluadas en porcentajes que se comparan con “veces” de
períodos anteriores. La fuerza de la noticia, en consecuencia, surge de las
comparaciones por las que se establece la importancia de muchos aspectos de la
actividad mundial, de cuestiones, asuntos y tendencias, y se abren las
posibilidades de buscar remedio a los problemas que encierran. En suma, se
eligen experiencias, se diseminan como noticias, se someten a juicio público y
el resultado entra a actuar como conocimiento. Curiosamente, y ya se habrá
advertido, se trata de un conocimiento nada objetivo sino virtual, pues no se
apoya en ningún dato de la experiencia espaciotemporal.
La cultura tecnológica procede de manera semejante
a como lo hace la conciencia individual. Hace un barrido y elige lo que le
parece decisivo para sus intereses vitales. No la frena el devenir ni la
distancia y logra aislar aquello que le interesa arrancándolo de lo empírico
específico y puntual. Generaliza, pero no desplegándose desde lo particular a
lo general sino desde lo determinado a lo indeterminado (indeterminiza). Se
podría decir que despoja al mundo de sus particularidades y distinciones específicas,
con nombre y apellido. Es la misma obra tecnológica de la inteligencia
individual que se desprende de sus experiencias, procesos de vida y peripecias
históricas para hacer surgir de ellas un sustrato imprescindible para su
desempeño de vida.
En la trayectoria histórica personal ocurren
acontecimientos de todo tipo, pero se pueden distinguir dos clases algo
diferentes. Unos influyen desde el punto de vista de la formación de la
personalidad y de las habilidades cognitivas, y otros no influyen sino como
complementos reafirmadores de aquellos o sencillamente como repeticiones
anodinas propias de las formas de vida, del trabajo, de las condicionantes
cotidianas emergentes al satisfacer las necesidades primarias. Estos últimos
son objetivos. La primera clase de acontecimientos incluye los subjetivos,
aquellos cuya oportunidad a los efectos de la vida dejan una impronta que
abarca un abanico operativo de mayor alcance respecto a las estimulaciones. Esa
impronta supera la circunstancia original y va más allá del contexto o de la
ecología madre para diseminarse y cubrir la prospectiva general de la
experiencia humana.
PARTE 3
Llama la
atención que sea tan difícil definir el tiempo como fluido, como lo que aún no
es o ya no es, que transita del futuro al pasado con una estación fugaz en el
presente. Asombra que, en el deseo de explicar la condición de seres existentes
y pensantes, tengamos que apelar a lo que jamás hemos podido sentir ni definir
con alguna prueba concreta o firme convicción. Es particularmente rara la
realidad de semejante fluido y raro que trace una trayectoria lineal e
indefectible con un movimiento uniforme y una velocidad constante. Son datos
que nos hunden en la duda, como la imposibilidad de establecer el momento en
que lo que existe pueda considerarse propia y efectivamente real, efectivo o
vivo, y que parezca razonable concebir el ser que somos como la parte más densa
de una nube de probabilidades, según hemos visto en la nota anterior.
El
tiempo y los cambios
Por lo pronto, debemos desechar la idea de que apreciar, conocer e incluso ser
algo necesita tiempo, o hechos que debamos al tiempo y a un fluir que sería su
fundamento. Lo intangible se puede pensar, y ese es el secreto para que lo
aceptemos, aunque lo visible y tocable nos trasmite mayor convicción. Lo
intangible, empero, imprescindible para reflexionar, conceptualizar y sentir
interiormente, parece absurdo fuera del pensamiento. Remitir los cambios al
tiempo, y este al espacio, a su vez, puede ser matemáticamente correcto en la
hiperestructura del universo, pero en la dimensión humana es más ilusorio aun
que remitir la existencia a una nube de probabilidades. La misma teoría nos
dice que a nuestra escala no hay efecto apreciable semejante al cósmico.
Aun si así fuera, por una señal de la relatividad
en la microescala humana, no nos salvaría de la noción del devenir y fluir del
tiempo, por el cual hemos dado consistencia al conocimiento de todas las cosas.
De ello surge que nuestra escala sea newtoniana. Así, la zona más densa de la
nube de probabilidades podría sustituir al devenir del tiempo sin que, al
parecer, cambiara nada de lo que se ha dicho sobre la vida y el mundo. El
tiempo como dimensión del espacio es el cambio permanente de lo que es de una
sola vez, así como la música es un sonido unificado que cambia y que aparece
bajo la pantalla de sonidos diferentes, que se escriben en la partitura como
las palabras, es decir, en forma separada.
Es probable que el tiempo tenga un principio, como
el del Big Bang, aunque algunos creen que esta teoría es improbable, con lo que
defienden la noción de universo estacionario. Ninguna de estas teorías nos dice
qué es el tiempo. Buena parte de las concepciones científicas se funda en
supuestos solo probables. Pero no hay una explicación del tiempo con alto grado
de probabilidad, de la que se pueda decir “es muy probable”. Que algo sea
probable quiere decir que pertenece a una escala de grados entre los cuales hay
por lo menos uno del todo improbable. Pero, si está solo y aislado de los demás
grados, se sale de la escala y se ubica más allá de lo improbable… y es nada.
De modo que, como la nada no existe, y como el paso del tiempo ni siquiera es
algo con un grado mínimo de probabilidad, se debería concluir que el tiempo no
existe. Pero, solo cabe sospechar de su condición de fluido y dejar el campo
libre a los átomos de tiempo, cuantos o cualquier otra noción que nos libere de
los fantasmas.
Se piensa que el comienzo de todo tiene por detrás
otro proceso con su respectivo comienzo e indefectible fin, y que este esquema
se repite hasta no se sabe qué remoto antecedente cósmico, con lo que se vuelve
a concebir orígenes, desarrollos y desenlaces, como en las novelas. Por
supuesto, hay por lo menos un todo tan probable como que existe, pero, hemos
olvidado el todo (Severino, 1991). Ese olvido está en el centro del problema.
Preferimos tener en cuenta las partes, porque nos es extremadamente difícil
atender el todo, o imposible. Estamos configurados para atender sólo partes del
mundo; lo dividimos en compartimentos estancos para poder rendir cuenta de
ellos de a uno y para, si podemos, hacer una síntesis final.
La misma vida humana se hace de a partes que se
van conociendo de a poco y de a una: las primeras experiencias en la niñez, el
conocimiento general que se obtiene con el estudio, la experiencia para
desarrollar la personalidad, la familia, las instituciones, etcétera, que se
viven en una escala y de grado en grado. Se dice que el proceso lleva tiempo,
el de una vida. Pero lo evidente es solo que hay transformaciones permanentes,
cambios, situaciones que nos obligan a adaptarnos y a reconstruir nuestras estrategias
de vida sin cesar: cambia el mismo cuerpo y la mente, los conocimientos, las
herramientas que nos proporcionamos para resolver los problemas, la actitud
psíquica, la depuración de los valores, hasta la moral. Y en cada circunstancia
en que las situaciones cambian nos vemos obligados a cambiar también nosotros o
que nos adaptemos cada vez respecto a cada una de las configuraciones de
nuestra realidad de vida. Entonces, surge la comprensión del mundo en arreglo a
tales configuraciones intelectuales, físicas, emocionales, sanitarias,
económicas, sociales, siempre enfrentando lo que parece igual pero que cambia
incluso sin que lo notemos.
Conocer, en el plano vital en que el ser humano
entiende, interpreta y se vale de la realidad a la que pertenece y en la que se
desenvuelve, resulta de cada una de esas circunstancias, es decir, de cada una
de las veces en que el mundo y la mente se enlazan y producen la comprensión,
algo diferente a la interpretación racional y a la explicación científica,
filosófica, sociológica, psicológica. Este es, a grandes rasgos, el cuadro en
el que tradicionalmente inscribimos el fenómeno humano, con el conocimiento de
sí mismo y del mundo, y con el no menos importante problema de cómo conocemos.
Pero no es todo, pues la imagen del tiempo, con sus etapas, sus transcursos, su
historia dividida en períodos, en fin, con su parafernalia de supuestos e
imágenes virtuales, nos ha ocultado lo que, más allá de sus eslabones y series
con continuidades inalterables e indefectibles, se encuentra agazapado entre
los cambios.
Hay series no continuas que intervienen en el
conocimiento quizá más decisivamente que las continuas, y no son series de
imágenes, conceptos o juicios, que se parecen al azar, pues “el azar
‘silencioso’ significa la ausencia original de referentes y no puede definirse
a partir de referentes como series de acontecimientos o la idea de necesidad.
Tendremos que distinguir entonces entre un azar según la necesidad (y las
series causales) y un azar de antes de la necesidad. Viejo problema de saber si
el desorden solo se puede concebir a partir del orden (tesis de Bergson) o si
se puede hablar, con Lucrecio, de desorden y de azar originarios” (Rosset,
2013, 102).
La realidad de cuerpo presente
Contamos con fulguraciones cuyas huellas atesoramos en nuestra realidad mutante
y proteica, y esas fulguraciones se originan en la experiencia concreta,
sometida a unas vertientes mitad genéticas y mitad adquiridas (Ridley, 2005,
254; García, 2018). Tal es la base fundamental de la realidad que conocemos y
también de la realidad que somos. Los sentidos transmiten otras instantáneas
efímeras ancladas en configuraciones fijas que enseguida cambian, por lo que,
sensiblemente, solo nos atenemos a fluctuaciones en constante transformación
que la conciencia no puede acompañar ni asimilar en la totalidad de su
dinamismo. La mente tiene que transformarse por dentro para ser y para conocer,
y su vestido bioquímico, el cuerpo, en su afán por apresarlo todo, en cierta
medida lo cubre y oculta.
La inteligencia, en su acostumbrada y evolutiva
tendencia a la complementación y a la superación, ha desarrollado un recurso
maravilloso que aplica cada vez que necesita resolver un problema. Valiéndose
de ciertas pautas en las percepciones, y no de las percepciones en sí, y sin
ningún trabajo previo de carácter racional, apela espontáneamente a las
improntas de experiencia que han logrado desarraigarse de las circunstancias en
que se originan, dejándose permanecer sólo en aquellas pautas. Circunstancia,
para entonces, ya no es el confluir de la vida y el mundo en el espacio y el
tiempo, sino el coincidir la vida cotidiana con cada uno de los estados
cambiantes del mundo, o con cada una de las veces en que la mente repara en lo
que puede resultarle provechoso. Genera así pautas operativas que aplica en
cualquier situación dada y que se ciernen sobre la actividad inmediata como si
fueran instintivas ‒pero no son instintivas, en puridad, pues se crean en la
experiencia y se recrean en la reflexión o flexión interna de las sensaciones,
sin que se tenga que negar por eso la participación de lo innato. No se sabe
que haya una relación clara entre las fuentes originales de esas pautas y la
realización concreta de su tendencia teleológica, dirigida a satisfacer necesidades
y fines primordiales. Pero no es necesario que la haya y resulta fatuo atribuir
la relación al pasado mnemotécnico, fuere reciente o lejano.
Recuérdese que, en relación a las teorías sobre la
importancia de las estructuras sintácticas en la producción del lenguaje, las
neurociencias han comprobado los resultados alcanzados por la gramática
generativa en el nivel teórico: una lengua es un conjunto infinito de oraciones
construido a partir de un conjunto finito de elementos (Chomsky, 1974, 27). El
lingüista norteamericano cree que “la teoría debe desempeñar el papel
principal, mientras que la confirmación empírica es relativamente irrelevante,
si resulta eficaz” (Versace, 2019, 55). Sea como fuere, una investigación con
resultados publicados en 2016 confirma que el cerebro, observado mediante
modernas técnicas de análisis como la resonancia magnética funcional o el
electroencefalograma, hace y muestra que “cuando se lo expone a una señal,
construye una estructura jerárquica antes incluso de interpretarla como dotada
de significado o sonido” (Versace, ob. cit., 56). Más allá del empirismo y del
racionalismo, de lo teórico y lo experimental, de lo innato y adquirido, nos
importa rescatar esa característica de la acción neural.
Vamos desentrañando la fuente originaria del
conocimiento y con ella el secreto de una realidad que se revela sin el
constreñimiento del cuerpo presente. La realidad engañosa de cuerpo presente es
la realidad que solo viven y conciben los humanos en la precisa actitud
unilateral y concentrada de la observación. Nos referimos a la comprensión del
mundo circunscrita a las configuraciones intelectuales de la circunstancia que,
como decíamos, abarca lo físico, emocional, sanitario, económico.
Paradojalmente, nos adueñamos de la comprensión del mundo acotada por la
circunstancia, pese a su carácter transitorio y condición desolada. Pero solo
responde a la limitación que concentra la atención en un estrecho haz de
actividad que nos tapa el todo y nos envuelve en un cono de luz en el que
aparece el mundo y que no es más que lo que conocemos de él desde nuestra
perspectiva como espectadores y sentidores.
La evolución nos ha preparado especialmente para
satisfacer lo imprescindible e inmediato. Parece que le ha ocupado menos el
prepararnos más sólidamente para lo que está más allá y vinculado a satisfacer
necesidades no inmediatas, como la de saber, la necesidad dar encontrar
respuestas a interrogantes científicos y filosóficos. Es claro que estas otras
necesidades han surgido a través de la misma evolución de la especie. Pero, si
las hemos generado nosotros quizá como efecto de la cultura y un poco al margen
del plan gigante que lo ha construido todo, ¿acaso no se debe a ese plan el que
tengamos la facultad de sentirlas?
Por lo pronto, los sentidos y la reflexión no
tienen cabida en la dimensión tiempo en que se dice que las cosas existen, y
solo caben en la dimensión dinámica de las mudanzas, transformaciones y saltos
energéticos de la naturaleza. En último análisis, la physis que nos acompaña
desde la época de los antiguos griegos es engañosa, furtiva e incierta. El
galimatías se intuye con claridad prescindiendo del cuerpo presente y
valiéndonos de un experimento mental, pero también psicofísico: vaciamos la
conciencia de espaciotemporalidad para dejar la actividad mental en solitario,
independiente de la atención y de la conciencia, del tiempo y de la memoria,
con lo que aparecerá la sola imagen de algunos cambios en el entorno
perceptible. Un experimento que tiene sus antecedentes famosos, como el de la
fenomenología, que puso la intencionalidad en el lugar del espacio y el tiempo.
Se trataría de intentar el vaciado sin poner nada más.
La memoria, por su parte, se va borrando a medida
que ocurren y se acumulan los cambios. De ahí la invalorable tarea de la
historiografía, sin la cual el pasado humano, definitivamente, no se podría
recordar en su totalidad, y tampoco existiría si se acepta la regla “nada
existe fuera del tiempo y el espacio”. A propósito, ¿dónde está el pasado del
universo? ¿Acaso no está en el universo actual, perceptible al menos en parte,
por ejemplo, en la radiación cósmica de fondo? Esa presencia, ¿tiene algo que ver
con tiempo que fluye? Entre nosotros fluye la luz originaria de lo humano, por
lo que la vida no se va al pasado ni viene del futuro. Esa luz luce aquí y
ahora, aunque titila tras sus infinitas transformaciones.
Se nos ha dicho que el universo se expande, no que
pasa. Algo que pasa se acumula en algún sitio, desemboca en otro algo o
desaparece bajo alguna transformación. Un arroyuelo puede desaguar en un río,
sus aguas estancarse o vaciarse en una laguna, adelgazar y secarse antes de
llegar a destino. Pero ¿por dónde corre y desemboca el tiempo? ¿En dónde se
acumula? En él no se ven arroyuelos sino apariencias, flujos que alimentan
otros flujos, desembocaduras y estanques de no se sabe qué, mares de siglos y
océanos de milenios. La actividad mental no se almacena ni se capta porque algo
pase sino porque algo ocurre en ella y en sí misma.
Al referirse William James a la “corriente del
pensamiento” dejó en claro “que una sucesión de sensaciones, en sí y por sí
misma, no es una sensación de sucesión”. Agrega que, “en términos neurales”,
“en todo momento hay un hacinamiento de procesos cerebrales que se sobreponen
uno a otro, de los cuales los más débiles son las fases moribundas de procesos
que hasta hace muy poco estuvieron activos en un grado elevadísimo. El MONTO DE
LA SOBREPOSICIÓN determina la sensación de la DURACIÓN OCUPADA. QUÉ
ACONTECIMIENTOS aparecen ocupando la duración dependerá precisamente de QUÉ
PROCESOS son los procesos que se sobreponen” (James, 1989, 503-508).
¿Se trata, pues, de algo que transita hacia algún
lado o de un proceso que se expande? Porque “el que nuestra sensación del
tiempo que han llenado acontecimientos inmediatamente pasados, sea de algo
largo o de algo corto, no es lo que es porque esos acontecimientos sean
pasados, sino porque han dejado tras de sí procesos que son presentes” (ib.,
513). La realidad básica es aquella con que se lidia cotidianamente, es decir,
la que se percibe. Pero, no se percibe tiempo sino cambios. No resulta de la
reflexión a partir de los datos sensibles ni de una facultad a priori por la
que los datos serían puestos en un orden de inteligibilidad racional y/o de
sentido común. La realidad de que se puede hablar no es exclusivamente física
ni exclusivamente fenoménica, ni una combinación de estas dos filosóficamente
famosas vertientes, porque esas nociones son solo estampas, fragmentos
estáticos y rígidos de un proceso de transformación de la energía.
La realidad no se conoce a través del flujo del
tiempo sino a través de la serie de los cambios. Y se podría caer en una trampa
al hablar de “serie”. Esos cambios están inscriptos en un proceso considerado
por los pensadores más antiguos y que le dieron el nombre de Eternidad, un
concepto que quiere decir mucho más de lo que aquí deseamos que se refleje. No
sabemos si se trata de lo que carece de un punto inicial y de otro final, y nos
conformamos con descubrir que interviene indistinta e indeterminadamente en la
experiencia de vida, y que, permaneciendo siempre a punto de nacer no
desaparece en el pasado ni se concibe como todavía inexistente por pertenecer a
lo que aún no es. No sabemos qué es la eternidad, pero tampoco sabemos qué es
el tiempo.
El conocimiento dominante
La realidad virtual y la realidad vécica son hermanas; los fundamentos
electrónico-computacionales son comparables con los fundamentos electroquímicos
de la actividad neural, como se sabe desde los tiempos de Alan Turing. Se rigen
por algoritmos que, en el dominio biológico, funcionan como patrones plásticos
o borrosos. En ambas realidades se espera el distanciamiento espaciotemporal y
la necesidad de la percepción sensible. La realidad virtual es experimentada
por el observador visual y acústico que construye su ilusión o realidad
artificial. Temporalmente hablando, es decir, desde el punto de vista físico y
concreto, la realidad contemplada es virtual, una creación tecnológica derivada
de la cultura. Fuera del tiempo, desde el punto de vista no humano, desanclado
de la circunstancia empírica, es una escena en que el observador transporta su
imaginación al campo de las simulaciones y paralelismos de fantasía y funciona
como una realidad humana indirecta cualquiera: como el dolor producido por un
daño, como un sueño o una pesadilla, como el recuerdo de una experiencia feliz
o de una desgracia pasada o como una imagen mental que construimos cuando
deseamos algo con fervor.
Si bien la comparación supone dificultades, por
ahora insuperables, existe un fondo común de realidad que evoca el “Todo”
reivindicado por Severino. Supone lo que la humanidad, enajenada por la cosa,
el ser, los entes y manifestaciones particulares del universo y la vida, ha
olvidado o no ha sabido captar, la radiación de fondo epistemológica. Fuera de
la conciencia humana no sabemos si hay cosas particulares, elementos aislados
que, por no tener que ser captados por ninguna conciencia ni explicados por ninguna
inteligencia, son como son, es decir, carentes de filtraciones,
interpretaciones o ciencias y filosofía (no hemos de fallar a favor del
apriorismo de Kant ni a favor de Fichte, es decir, de un conocimiento generado
en la experiencia). La realidad objetiva no necesita de conciencias para
existir y para ser verdadera, ni de la sensibilidad. No hay que percibirla ni
sentirla, no hay que practicar fragmentaciones o análisis sofisticados. Es la
participación en la práctica, lo que hacemos a diario, la construcción de la
vida en común, más que su percepción o que su apercepción, lo que cuenta.
El problema, por consiguiente, no está en la
realidad dada sino en nosotros, en la forma en que la conocemos, no en como es.
No está oculta ni es misteriosa o indescifrable ni juega con nosotros por
imposición de una fuerza extrahumana. Simplemente, ocurre que la realidad que
nos hemos dado es una realidad construida. La realidad virtual es una realidad
más, semejante a la que construye la mente por inducción, por falsas
interpretaciones e infinitos estereotipos cognitivos de los que no nos
desprendemos. Resolver ese problema implica el despojo respecto a toda noción
impositiva. Se han contemplado con amplia generosidad ciertas pautas
colonizadoras del entendimiento, como el tiempo y el espacio. Pero, es más
decisiva la intermediación del medio neurológico, porque lo que inhibe la
comprensión no es el mundo sino la inteligencia a medio desarrollar o en
construcción permanente. El mundo depende del sistema nervioso en su calidad de
traductor al idioma humano. ¿Qué registra ese sistema? ¿Registra tiempo? Se comprueba
que registra cambios.
La realidad que conocemos es una realidad
concebida en la fábrica del sistema nervioso. No es una construcción exclusiva
de los sentidos o del razonamiento, de la idea o de la materia, del cuerpo o
del espíritu. No es un edificio que ha surgido por la aplicación de una
operación objetiva o subjetiva. Es una realidad que puede avizorarse al
reflexionar sobre la forma en que reaccionamos ante los asuntos más sencillos y
cotidianos y sintiendo en carne propia y profundamente cómo nos comportamos
corporal e intelectualmente. No es un fenómeno exclusivamente sensible o
exclusivamente racional sino una actividad que rompe las fronteras en todas las
dimensiones y direcciones del conocimiento. ¿Quién puede distinguir si lo
neural es físico, ideal, empírico o racional, espiritual o material? Solo
podemos decir que se trata de una construcción autogenerada, vécica, la mistión
resultante de lo genético y la experiencia. El universo de la espiritualidad y
el cuerpo, tan objetivo como subjetivo.
Urge, pues, liberarse de las cadenas del tiempo,
de las sensaciones y percepciones, de la mentada reflexión y racionalidad y de
las condiciones espaciotemporales apriorísticas. Igualmente, liberarse de las
confirmaciones y comprobaciones experimentales sumamente, que interviene ente
la realidad inmediata y determinada, correspondiente al último estado del
proceso permanente de cambios, que oculta buena parte del sistema de recursos
de la inteligencia. Además, el conocimiento acerca del mundo incluye lo que está
más allá del saber enciclopédico y de las habilidades ejercitadas por
repetición. Lo reconocible en el registro de cambios, de la naturaleza, del
mundo y del yo, depende de que el motor central esté activado y en plena
producción, es decir, en plena fulguración.
La emancipación intelectual y cognitiva, que nos
permitiría entender el qué, el porqué y el cómo de las cosas, permanecerá como
problema mientras dependa del tiempo. Llamamos así e imaginamos una corriente o
flujo de nada que, posiblemente, sea una manifestación de la energía de algún
tipo. Una hipótesis extraordinaria aparece en la física cuántica: “La idea de
que el tiempo puede ser granular, de que existe intervalos mínimos de tiempo,
no es nueva. La defendió ya en el siglo VII de nuestra era Isidoro de Sevilla
en sus Etimologías […] En el siglo XII, el gran filósofo Maimónides escribe:
‘El tiempo está compuesto de átomos, es decir, de muchas partes que ya no
pueden ser ulteriormente subdivididas a causa de su corta duración’” (Rovelli,
ob. cit., 67). Si en el mundo macro pudiera verificarse la realidad atómica o
granular del tiempo, se trastocaría la idea de flujo y desaparecerían las
famosas tres dimensiones temporales. Y si el átomo o cuanto de tiempo dura como
se supone que dura un átomo cualquiera, el presente sería prácticamente eterno
desde que “la longitud de vida de un átomo sería de alrededor de 1035 años”
(Rees, 2001, 130).
El tiempo implica considerar el ahora; pero “según
la relatividad, no existe en absoluto algo como el ‘ahora’. Lo más cercano que
tenemos de tal concepto es el ‘espacio simultáneo’ de un observador en el
espacio-tiempo, ¡pero este depende del movimiento del observador!” (Penrose,
1989, 379). Después de más de dos milenios de estudio, indagación, teorización
y experimentación, la filosofía ha dado la espalda a la presunción que hoy
manejan la física y las neurociencias. Pero necesitan de mucho recorrido por la
vía subjetiva. La subjetividad está mejor preparada para seguir su curso que la
objetividad proclamada como confiable. Podemos confiarnos en la objetiva
respecto a muchos asuntos conflictivos ya vividos y que vuelven a presentarse.
Pero no nos es del todo útil al desplegar nuestras habilidades ante cada nuevo
asunto con el fin de enfrentar la adversidad que la vida nos presenta cada vez.
PARTE 4
Si bien la objetividad es patrimonio de los sentidos y legado de la observación
y la experiencia, existe una zona intermedia no del todo liberada de la
subjetividad, aunque originada igualmente en la experiencia, cuyas reglas son
flexibles. Aparece esta pre-objetividad cuando se aguza la percepción y se
advierte el gran panorama que se ofrece a los sentidos, la lluvia de
sensaciones que cae sobre los múltiples escenarios de la vida y, sobre todo,
cuando se levanta el telón ante toda clase de observadores y públicos, en
cualquier momento y parte del mundo, al desplegarse la información en estado
bruto.
La
realidad vestida por nosotros
No hay más que despertar, levantarnos, salir afuera y tomar conciencia de cómo
se presenta el mundo. Y decimos despertar y salir afuera porque es el momento
en que el complejo de neuronas, transmisores, sensores y traductores del
sistema nervioso inician una tarea renovada después del reposo. El espíritu se
inerva potencializado. Es la instancia en que la sensibilidad se presta mejor
para percibir todo con el mayor brío y frescura. ¿Qué y cómo se percibe? Se
perciben los testimonios bruscamente inmediatos, una verdadera lluvia de
sensaciones cuyas gotas no se pueden discriminar. Por un lado, la luz, por otro
las sombras, las siluetas y figuras que aparecen en la ventana, en la puerta,
en el jardín o en la calle. Las relaciones entre ellas con sus filiaciones, los
sonidos fuertes y suaves, los olores, la apreciación del clima, todo aquello en
que parece que se asienta el mismo haz de sensaciones en el ánimo y en el
abanico de proyectos para el día. Invade de golpe, como un racimo o cariñoso
encuentro si las perspectivas son buenas, o como una cachetada o señal de
rechazo si son malas.
Nos instalamos irreflexivamente en un sector del
mundo igualmente lindante con la realidad y con la alucinación, en una
impresión no del todo objetiva ni del todo subjetiva. Originariamente, no
parece que la actividad mental tenga que ofrecernos indefectiblemente un mundo
del todo real o del todo irreal, una traducción fragmentaria de la naturaleza,
puesto que sabemos que la naturaleza es toda de una vez y no de a partes.
Nosotros somos de a partes, seres que debemos aplicarnos fragmentariamente y en
trozos si queremos entender el todo. Por un parpadeo de la mañana entrevemos el
todo, como si fuera una fotografía de 360 grados y de todas las dimensiones.
Pero, generalmente, no se calibra ni estima cuantitativamente la luz ni la
sombra ni las figuras con forma y colores, los resplandores ni las oscuridades.
Todo viene de manera masiva desde un mismo gran recipiente, dígase para
respetar el espacio, y se produce como instantánea, dígase para respetar el
tiempo.
Pero nuestra sensibilidad no hegemoniza ni el
espacio ni el tiempo sino nuestra manera de tomar contacto con la realidad. La
costumbre de analizar y de considerar por partes nos deja fuera de toda
cercanía con la naturaleza y la cultura. No apreciamos que viene todo junto y
no por partes ni por instantes ni separado por fronteras o sitios, y que la
máxima aspiración sería recoger las impresiones en su totalidad infinita, como
quieren los místicos y los poetas. Si observamos el paisaje desde una gran altura,
por ejemplo, desde un avión, en el cono de luz atencional estará lo próximo y
lo distante concentrado en una misma imagen, aunque la reflexión disponga las
diferencias off the record, fuera de escena o al margen de lo que la
vista estipula en bruto. Asimismo, podemos observar las estrellas, aunque su
luz provenga de una fuente de diez mil años de antigüedad.
Ahora bien, ¿cómo entendemos el mundo que
contemplamos y sentimos? ¿De la manera brutal en que lo entienden los sentidos?
Sin que podamos prescindir de esa impronta severísima y violenta, debemos
advertir que hay otra impronta producto de lo que elaboramos con ella. Sin
embargo, tampoco es el resultado de un trabajo por el cual sustituimos lo
brutal y engañoso por lo alambicado y confiable elaborado por la objetividad.
Sin que se tengan que rechazar de plano estas dos posibilidades, parece que lo
que entendemos es más bien la imagen refleja en la verdadera pantalla o visor
que somos. Ni datos inmediatos de la conciencia ni elaboración posterior de los
datos, aunque en el lenguaje del tiempo puedan aceptarse estas condiciones del
conocimiento.
Particularmente, entendemos el mundo por una
impronta estampada en el sistema nervioso y que obra sobre nuestra voluntad al
activarse. Pero no es la obra de una cámara que, desde el interior, filma la
realidad exterior, ni la de un cálculo de físico-matemática que describe la
realidad material desde una realidad teórica. Esa impronta incluye la actividad
de las emociones, no sólo la involucrada en la de la razón, por lo que pueden
vincularse razón y emoción. Según la “hipótesis del marcador somático” del neurocientífico
portugués Antonio Damasio, “muy bien puede existir un núcleo neurobiológico
compartido, una hebra fundamental común”.
“Ya debería ser evidente la asociación entre los
llamados procesos cognitivos y los procesos que se suele llamar ‘emocionales’.
Este sumario general también se aplica a la elección de acciones cuyas
consecuencias inmediatas son negativas, pero que generan resultados positivos
en el largo plazo; por ejemplo, sacrificarse hoy, para tener beneficios más
adelante” (Damasio, 2024, 194 y 201).
Somos un despliegue de actividad nerviosa
alimentada por bioelectricidad, en la que estallan fulguraciones y no solo
representaciones, juicios, emociones y sentimientos. De paso anótese que “el
sentimiento es la conciencia de la emoción: es un segundo momento, más
elaborado y complejo que la emoción. La emoción está vinculada al cuerpo; el
sentimiento a la mente” (Cotrufo & Ureña, 2018, 98). Somos virtualidad
viva, y nos asemejamos a relámpagos que diseminan su energía y que procuran
aprovecharla de la manera más efectiva. Somos las exhalaciones que explotan
siguiendo un orden graduado por los estados de cosas del mundo, desplegados
intermitentemente y sometidos a permanentes cambios, conversiones y
transformaciones (de manera que no hay cosas sino estados diversos de lo que
llamamos materia). Y todo lo demás es simple apariencia, acomodos hechos merced
a las facilitaciones del lenguaje del tiempo y el espacio, que es el único
lenguaje de que disponemos, el llamado lenguaje de la mente. La realidad desnuda,
pues, no figura en nuestro cono de luz, y solo vemos los vestidos con que se
arropa confeccionados por nosotros. Sin embargo, la realidad no sería realidad
si no se revelara lo que la convierte en realidad radical. Veámoslo.
El
todo y las partes: la separación
Realidad radical es solo el montaje cuyo símil puede encontrarse en lo que los
cineastas llaman producción. No el rodaje con sus etapas y diferentes clases de
trabajo especializado sino el resultado final: la película, pero la película
como obra de arte. Quítense la presentación, el desarrollo, el desenlace, el
final triste o feliz; quítense los costos de producción, los efectos
especiales, los personajes y los lugares de filmación. Entonces, se empezará a
apreciar lo que la obra deja en el ánimo, en el espíritu o en el alma, y es lo
más parecido a la realidad radical. Porque, si la comparación se trasplanta a
la vida humana en su realidad verdadera, se apreciará no como pieza artística
lograda merced a los medios de que se vale para consagrarse como arte, sino de
los fines hacia los cuales está orientada y por lo que se consolida como vida.
Esos fines no figuran en la descripción de la realidad objetiva sino en la
descripción de la realidad última, es decir, subjetiva, humana, alerta y no
clavada e inerme como una estaca en la tierra.
Somos, pues, una producción; no el comienzo ni el
final de una novela sino lo que la novela deja en la retícula nerviosa
especializada, el primordial sensor capaz de registrar la realidad radical,
inapreciable para la conciencia distributiva. Existir implica una esencia, un
atributo de especificidad exclusiva e incomparable de la energía que interviene
en la fisiología neuronal. Cierto impedimento feroz en los intercambios de esa
energía desvía la atención hacia una fenomenología parcial o a medio construir
que se rige gracias al deus ex machina del tiempo.
La conciencia humana en general, la del hombre
corriente, es un juguete de la existencia, una noción que parece surgir del sí,
esto es, de la determinación de la materia y de la vida, de la evolución y del
instinto de supervivencia. Sin embargo, lo que somos y lo que es el mundo y la
vida en general es más un no que un sí, el procedimiento por el cual decimos
más veces no que sí al realizarnos en la experiencia vital, pues no nos alzamos
con todo lo vivido sino solo con la enjundia del cuerpo presente. Quizá el
universo entero responda a este procedimiento. De tal particularidad nace el
ser humano, el edificio de la personalidad y de la historia personal. Somos
cuerpo presente pero también ausente, el cual ante la novedad y la adversidad
puede obrar in nuce, en pañales, en ciernes, “en el aire”. Quizá más
ausente que presente, más de lo que no podemos palpar que de lo que podemos
palpar, ver y tocar.
Hemos dicho que entender el mundo significa
separar en partes, que la conciencia humana no está preparada para abarcar el
todo de una sola vez. En consecuencia, entender, algo fundamental para la vida,
es privativo del hombre y constituye un requisito indispensable de la
inteligencia. Anaximandro, un sabio nacido en Mileto a finales del siglo VII
a.C., concibió el todo como una sustancia indiferenciada, sin mezclas ni
partes, indestructible, inmortal e infinita y por lo tanto divina. Se trata,
quizá, de la primera vez que se concibe una sustancia indeterminada y única,
que no se distingue por cualidades elementadas o corpóreas ni mezclas de
ninguna especie.
Una noción primordial que surge de esta
especulación asombrosa consiste en que el todo no tiene cuerpo y solo cuenta
como espacio infinito y eterno. Pero ¿de dónde salen las cosas, las partes, las
diferencias y determinaciones? Anaximandro lo explica por la separación, que
podría calificarse como “la primera elaboración filosófica de lo trascendente y
lo divino, sustrayéndolo por primera vez a la superstición y al mito”: “La
sustancia infinita está animada por un movimiento eterno, en virtud del cual se
separan de ella los contrarios: cálido y frío, seco y húmedo, etc. Por medio de
esta separación se engendran infinitos mundos, que se suceden según un ciclo
eterno. Cada uno de ellos tiene señalado el tiempo de su nacimiento, de su
duración y de su fin. ‘Todos los seres deben pagarse unos a otros la pena de su
injusticia según el orden del tiempo’ [había escrito Anaximandro]. Aquí la ley
de justicia que Solón consideraba predominante en el mundo humano, ley que
castiga la prevaricación y la prepotencia, se convierte en ley cósmica, ley que
regula el nacimiento y la muerte de los mundos. Pero ¿cuál es la injusticia que
todos los seres cometen y que todos deben expiar?
Evidentemente, se debe a la constitución misma y,
así, al nacimiento de los seres, ya que ninguno de ellos puede evitarla, así
como no puede sustraerse a la pena. El nacimiento es, como se ha visto, la
separación de los seres de la sustancia infinita. Evidentemente, tal separación
equivale a la rotura de la unidad, que es propia del infinito; es la
infiltración de la diversidad, y por tanto del contraste, donde había
homogeneidad y armonía. Pues con la separación se determina la condición propia
de los seres finitos: múltiples, distintos y opuestos entre sí, inevitablemente
destinados, por ello, a expiar con la muerte su propio nacimiento y a volver a
la unidad.” (Abbagnano, 1994, 15 y 16)
Esta incipiente cosmogonía, filosófica, poética,
precursora de asuntos tan disímiles como el pecado original y la dialéctica,
había atribuido las partes a la misma dinámica de la naturaleza, observando que
las cosas se generan, precisamente, por un juego constante de oposiciones. Y es
la generación de unilateralidad lo que anima el devenir, un juego de generación
y destrucción originado por la separación en partes. Encontramos en
Anaximandro, pues, alternando religiosidad incipiente y filosofía primera, una
sencilla noción del tiempo, diferente “de nuestra idea de historia y progreso
como desarrollo lineal” (Palazzo, 2019, 30), y una concepción acerca de los
mundos posibles, que vuelve a presentarse en filósofos del siglo XX. El
pensador jonio teje con notable belleza una teoría que aquí recreamos
parcialmente con lo que puede llamarse producción o principio que también
separa la realidad radical de los engaños de la apariencia.
Esta concepción, ¿acaso no encierra un vigoroso
soplo de verosimilitud y racionalidad? ¿Se puede dar mayor crédito al estallido
original aceptado por la mayoría de cosmólogos, o la teoría acerca de lo que es
igual a sí mismo en un siempre estacionario? Se trata de teorías de parecido
poder explicativo distantes por veintiséis siglos (Anaximandro también había
defendido, más de veinte siglos antes que Copérnico, el giro de la Tierra en
torno al Sol). Interesa aquí y por sobre la intelección cognitiva, la separación
que se remite con toda claridad al problema del cuerpo. Y que, si bien nos
separa del todo, impidiéndonos apreciarlo a cabalidad, al menos nos permite
advertirlo.
Se apuesta a la objetividad desde que la ciencia
se instala como camino confiable por sobre las explicaciones trascendentes a
partir del Renacimiento y de los inicios del método experimental. Responde al
mundo posible en que el conocimiento se circunscribe a las fronteras de las
cosas y a las relaciones que pueden deducirse midiendo sus interrelaciones
proporcionales. Si bien es el único modo de dar con respuestas prácticas y
eficientes que se corresponden con la empiricidad del mundo, solo distraen respecto
a respuestas aproximativas y probables que se corresponden con la experiencia
vital. Empiricidad es separación, mientras que experiencia vital es tránsito y
cambio hacia la unificación y la reunión.
Es necesario revisar todos los enfoques fundados
en la separación, en el espacio y el tiempo. El mundo y la vida, el ser de las
cosas, el principio del mundo (arché) y lo indeterminado (lo apeirón de
Anaximandro) tienen que encontrar su nueva expresión. La realidad radical o
principio del mundo “no podrá abandonar definitivamente las cosas que tienen su
origen en él y, de hecho, con el sello de la necesidad y el tiempo, las
gobierna y las ordena, e incluso las acoge cuando después de morir hayan
expiado la injusticia de haber nacido. Pero la injusticia sigue siendo una
injusticia, del mismo modo en que el desgarro, por mucho que se recomponga,
sigue siendo un desgarro. En este caso se trata de una injusticia y de un
desgarro que marcan para siempre y de manera irremediable el nacimiento de
todas las cosas que son” (Palazzo, obra y lugar citados).
El tiempo resulta de la ilusión originada por la
separación: al no ser posible la contemplación del mundo de una sola vez, la
necesidad de cambio de una parte a otra sugiere la presencia de un polizón a
bordo. Se inmiscuye en la percepción de la realidad al distinguirse una figura
de otra y al afanarnos por barrer con las fronteras sin poder lograrlo sino a
medias. Se dice que algo pasa, es decir, que da un paso de atrás hacia adelante
y que, como no se sabe dónde localizar las pisadas, se las remite a un sitio
imperceptible que se calcula en función del espacio, por los movimientos de
traslación y rotación de la Tierra y por los relojes. Pero es imposible
discernir sus componentes como no fuera por su estricta correspondencia con las
transformaciones: de ahí resulta una famosa ilusión: si se dan muchas
transformaciones se intuye poco tiempo, si se dan pocas, se intuye mucho.
Hoy en día la humanidad busca destronar al rey
tiempo en una carrera por salvar las distancias y acortar las esperas que
impone recorrerlas. El gran salto tecnológico que caracteriza nuestra época
está en la base de la globalización de las comunicaciones, los intercambios, la
información y, por tanto, de la cultura, la ideología, las costumbres, el
derecho, los valores, la moral y los modos de sentir. Estos cambios, que se han
puesto de relieve a partir de observaciones objetivas y estadísticas, también
se han producido en la dimensión subjetiva, en la que es más notorio un
fenómeno de cambios de fronteras espirituales y de pensamiento. Así, se ha
dicho, los ideales firmes, escasos y sólidos han cedido lugar a los dúctiles,
variados y líquidos, y si servían a un pensamiento vigoroso y personalizado hoy
lo hacen respecto a un pensamiento débil y masivo.
El intento tecnológico de reducir al máximo la
temporalidad auspicia una ganancia para el conocimiento al dejar más claramente
al descubierto el fondo común de que están dotados los seres y que gobierna la
existencia de las cosas. Sin embargo, ese panorama auspicioso para el
conocimiento puede ensombrecerse por quedar al servicio de intereses extraños
al conocimiento. Se deduce que ganamos con esfuerzo, y apenas, una noción del
todo en detrimento de lo que somos como partes. Si bien las partes nos ocultan
la realidad del mundo, también el mundo nos dispersa en su vastedad como el
viento dispersa las partículas de polvo. Así lo sugirieron escépticos y
pirrónicos, Sexto Empírico y Epicteto, Francisco Sánchez y Michel de Montaigne
(este último, más realista que escéptico, a nuestro criterio). Y, si este hecho
resurge como la gran contradicción de la sociedad actual, debemos reconocer que
no hay una política para desbaratarla, porque la política también actúa por
separado y gobierna de vez en vez sin jamás hacerlo de una sola. Cabe, pues,
pronosticar la intromisión de la política en la subjetividad, así como lo ha
hecho el mercado, y esperar su incursión en la objetividad radical.
PARTE 5
En cuanto al reconocimiento de la realidad radical por parte de la conciencia
común y corriente, no se logrará en la inmediatez histórica de acuerdo a lo que
se puede suponer. Hasta las creaciones de ciencia ficción y fantasía han
adelantado un futuro inmediato de enajenación, despersonalización y
descreimiento que debilitaría la curiosidad y el esclarecimiento respecto a los
grandes misterios de la vida y el mundo. Un pronóstico más alentador se vuelve
posible, sin embargo, aunque no sea de realización inmediata, y podría
alcanzarse soberanamente. Se descubre una facultad por la que el conocimiento
se reafirmaría desde sus bases originarias, superándose y potenciándose, no
estrictamente por proyectarse desde lo objetivo puro o lo subjetivo puro, sino
desde ambos dominios, de modo de satisfacer la aspiración de verdad y
credibilidad del conocimiento.
Virtualidad y realidad radical
¿Qué puede revelar esta facultad? Recordemos que se trata de la capacidad por
la que tienden a volverse inmediatos y presentes los hechos ocurridos en
diferentes lugares y tiempos. La hemos reconocido como actividad del sistema
nervioso de fundamental importancia para la cognición, es decir, para
constituir el saber originario y espontáneo, pero también para formar y
reafirmar los rasgos específicos de la personalidad. También la hemos
encontrado refleja en las conquistas de la tecnología, por las que se reducen
las esperas y distancias y con lo que el mundo se vuelve más interconectado y
mentalmente compartible. Así surge la condición de virtualidad como condición
omnímoda, por la que la existencia se muestra en su desnudez primigenia y
singularidad intemporal.
Si bien llamamos realidad al sistema de generación
y mantenimiento de la vida y de las cosas, al mundo conocido y al universo en
su inmensidad desconocida ‒a la energía y al complejo resultante de sus
transformaciones ‒, la conciencia humana forma parte de ese sistema, por lo que
se suman las expectativas del conocimiento, lo que hay de este también como
realidad. Todavía hace falta que la realidad se muestre tal como funciona, que
deje ver los secretos de su generación, transformación y recursividad
permanente. La virtualidad da un salto, entonces, y se revela en ese encumbrado
y muy humano sentir que hace falta del que carece la naturaleza, porque ella no
siente.
La tan solicitada dimensión de las causas queda
relegada al ya no prestarse para eslabonar la cadena de procesos que terminan
en determinadas consecuencias. Como se sabe, al quedar la causalidad sometida a
la prueba contrastante de los fenómenos no lineales y de los factores
múltiples, se ha preferido hablar de función, es decir, de la relación entre
dos magnitudes según la cual, si varía una, la otra registra una modificación
que se corresponde. La función viene a sustituir la idea de causa-efecto con la
de transformación; pero, como entran en este concepto toda clase de
transformaciones, se dice que se trata de campos, un concepto que pude albergar
cualquier clase de fenómeno, de la naturaleza que sea.
Un campo, al parecer, es una realidad física
parecida a lo que hemos descrito como nube de probabilidades, aunque, por
ejemplo, un campo electromagnético no es un conjunto de probabilidades sino una
amalgama de electricidad, magnetismo y luz con sus ondas y frecuencias. Sin
embargo, tienen algo en común en cuanto a comportamiento, pues, así como es
imposible predecir con exactitud lo solo probable, también lo es la predicción
en ciertos campos del mundo subatómico que estudia la física cuántica cuando las
frecuencias son muy altas: “los filósofos habían dicho antes que uno de los
requisitos fundamentales de la ciencia es que siempre que ustedes fijen las
mismas condiciones debe suceder lo mismo. Esto sencillamente no es cierto, no
es una condición esencial de la ciencia. El hecho es que no suceden las mismas
cosas, que solo podemos encontrar un promedio estadístico de lo que va a
suceder” (Feynman, 2002, 67).
¿A dónde nos conduce esto? A comprobar que la
realidad cuántica, parte de la realidad toda, se parece bastante, y
especialmente en cuanto a lo experimental, a la realidad psíquica, aunque se
trate de dimensiones que “existen” de forma bien diferente. Porque ante las
mismas condiciones la mente no reacciona siempre de la misma manera, y solo es
posible establecer una nube de probabilidades en cuya zona más densa se
encontrará la información relacionada con la intelección y el conocimiento. Si
ante una duda o frente a un problema cualquiera se quiere aventurar cómo y con
qué se despejará la duda o se encontrará la respuesta al problema, más allá de
causas y efectos, de funciones y campos, de conceptos y teorías, se aterrizará
en la subjetividad.
El mundo que conocemos respondería a nubes de
probabilidad, y su dibujo estaría trazado por inducciones y deducciones
hipotéticas tanto como por confirmaciones experimentales y objetivas. Al
conducir un automóvil sabemos cómo evitar un obstáculo que se presenta en el
camino. Podemos resolver el problema aplicando un recurso ya previsto en todo
vehículo, es decir, girar el volante; y se trata de una aplicación del
conocimiento. Responde a que nos movemos en una realidad exterior ‒el coche, la
ruta, las señales ‒ prestablecida de antemano. Las propiedades del planeta
Tierra configuran una realidad externa que también condiciona el comportamiento
de los objetos, por ejemplo, el de un mismo péndulo en Estocolmo o en Quito
debido a las condicionantes geofísicas, el movimiento, etcétera (Feynman, ob.
cit., 68).
No se puede afirmar, pues, que un péndulo se
comporta en todos lados de la misma manera, y es requisito indispensable la
comprobación experimental. Tampoco se puede afirmar que nuestro recurso de
vida, concebido en la experiencia y asimilado por la inteligencia, resulte
infalible. Solo al someterlo alguna vez como ensayo y error sabremos si
funciona como una ley que explica misterios y soluciona problemas. Si una
afirmación observacional se puede convertir en ley física, es decir, en que lo
que se afirma se cumple todas las veces, un saber recogido por la imaginación y
la experiencia se puede convertir en recurso eficiente y saber práctico de una
persona.
“El principio de la ciencia, casi la definición,
es el siguiente: La prueba de todo conocimiento es el experimento. El
experimento es el único juez de la ‘verdad’ científica. Pero ¿cuál es la fuente
del conocimiento? ¿De dónde proceden las leyes que van a ser puestas a prueba?
El experimento por sí mismo ayuda a producir dichas leyes, en el sentido de que
nos da sugerencias. Pero también se necesita imaginación para crear grandes
generalizaciones a partir de estas sugerencias: conjeturar las maravillosas y simples,
pero muy extrañas estructuras que hay debajo de todas ellas, y luego
experimentar para poner a prueba una vez más si hemos hecho la conjetura
correcta. Este proceso de imaginación es tan difícil que hay una división del
trabajo en la física: están los físicos teóricos, quienes imaginan, deducen y
conjeturan nuevas leyes, pero no experimentan, y luego están los físicos
experimentales, que experimentan, imaginan, deducen y conjeturan.” (Ib.,
32)
Cada persona es una especie de físico teórico y de
físico experimental. La realidad exterior condiciona el comportamiento de las
cosas y también el comportamiento humano. Lo condiciona la realidad dada y la
realidad construida por el hombre. Pero se puede estipular el comportamiento de
modo de anular el condicionamiento o de adaptar las circunstancias en juego
para que permitan satisfacer las necesidades. La realidad interior también
condiciona el comportamiento humano, pero es más difícil obrar sobre ella y
adaptarla a los deseos y propósitos. Solo viviendo una realidad dada se puede
estipular aquello del comportamiento del mundo que tiene que ver con el
comportamiento de cada una de las personas.
Es este el sentido que damos a lo que recogemos de
la experiencia de vida. La impronta que seleccionamos e incorporamos como saber
y como rasgo de personalidad actúa como actúa el experimento en la ciencia:
partiendo de unas pocas veces se establece su valor para todas las veces o, a
lo mejor, se crea un campo dentro del cual hallamos lo necesario. Adviértase
que creamos instrucciones vacías, no pautas determinadas para repetir y aplicar
de memoria como, por ejemplo, la de evitar mojarnos los pies cuando llueve si
saltamos sobre los charcos. Creamos una forma en la que cabe cualquier
contenido. En puridad, creamos un algoritmo: disponemos de ciertas órdenes que
se activan en una situación dada y se adaptan a la variación de los
acontecimientos, con lo que dan con la solución buscada.
Las vicisitudes de la historia personal disponen
ciertas previsiones que la conciencia elige en la medida en que vive, una
estrategia parecida a la del físico teórico o a la del ingeniero que diseña
automóviles. En lo estrictamente personal somos los ingenieros y constructores
de nuestra nube de probabilidades, de las habilidades y de la tecnología
necesarias para vivir como individuos y en sociedad, además de las que nos
suministra la educación, el aprendizaje práctico y la memoria. Y somos físicos
teóricos y experimentales, pues no solo imaginamos, deducimos y conjeturamos,
sino que también experimentamos al comprobar en la práctica que lo proyectado
se aplica al menos en una serie de veces. En el fondo somos los lógicos que
conciben fórmulas del tipo: si A, entonces B, que aplican sean cuales fueren
las circunstancias dentro de los límites que presentan los problemas. Sin
embargo, el fenómeno vécico se parece más al contacto que a la inferencia, en
una clara semejanza con el fenómeno químico.
El mayor contacto con lo posible
¿Qué se desprende de todo esto? Ante todo, que dependemos de la subjetividad
tanto como de la objetividad. Lejos de la tradicional suposición por la que se
supone reina la objetividad, lejos de la disolución de la subjetividad debido a
las conexiones directas y coordinaciones explícitas de la objetividad con la
realidad concreta, esta no sería posible sin la otra cara de la realidad
interna, mental y abstracta. La subjetividad pone todo en movimiento y no
existe una objetividad creativa y constructora. La más objetiva y práctica de
las personas concentra una ingente carga de imaginación, de fantasía e ilusión.
El problema radica en que no se suele distinguir la fantasía y la ilusión del
plano creativo y fértil para la vida, de la fantasía y la ilusión del plano no
tan fértil, reiterativo e inconducente. La subjetividad, como consecuencia de
esta falla, se identifica más con la función inútil o, simplemente, de
entretenimiento y juego (aunque esta función es fértil en un sentido no
inmediato).
Paradojalmente, los científicos, para quienes su
profesión no sería nada sin el culto a la objetividad, valoran más la faz
creativa de la subjetividad. Muchos filósofos han luchado y hoy luchan por
expulsar la subjetividad de su territorio, creyendo erigir una disciplina
superior fundada en la observación práctica y la comprobación empírica. Así,
han barrido a la metafísica de la faz de la tierra. También es patético el
fervor de los psicólogos por erradicar de la psicología todo supuesto filtrado
por opiniones subjetivas o introspectivas, ¡los psicólogos, los estudiosos de
la vida mental! Y la sociología se empieza a parecer a la política cuando habla
de socialización de los individuos y quiere independizar a la sociedad del
espíritu individual.
Sería erróneo dividir la imaginación en fértil o
creativa e infértil o anodina. No es posible clasificar la actividad mental
solo en función de valores, como tampoco el plano de la actividad física y
corporal. En este sentido, no es necesario buscar otro tipo de clasificaciones
y alcanza con advertir el lío que se ha formado por insistir en desvalorizar la
subjetividad y generalizar el peligro de usar la imaginación. En todo hay de lo
bueno y de lo malo, se aplique el significado que fuere a estas palabras. En el
conocimiento objetivo también hay aspectos infértiles, errores, inaplicabilidad
práctica, peligros y engaños.
Por lo pronto, la subjetividad es afín a la
diversidad de la vida, mientras que la objetividad se amalgama con lo unívoco y
dividido en partes. Aunque vivir no es vivir todo y en el todo, de cualquier
manera, consiste en el mayor contacto posible con el mundo, con lo probable y
con lo posible ‒y a veces hasta con lo imposible. Lo subjetivo exige que se
conozca la fuente de donde proviene, sin duda inserta en la vida mental, pero
dependiente de otro concepto muy maltratado, y aun negado por algunos psicólogos
de los últimos tiempos: el yo. Es una dimensión estudiada por el psicoanálisis,
aunque el psicoanálisis también y eventualmente sea despreciado. En algunos
libros de psicología el yo aparece desfigurado, tratado como si, en general,
fuera un agujero de la mente, algo así como un cono o embudo cuyo vértice se
hunde en las profundidades oscuras de la interioridad subjetiva.
Esto es erróneo, porque el yo y la subjetividad a
la que pertenece no tienen sus raíces hundidas en la oscuridad misteriosa sino
en la experiencia, como las tiene la objetividad. No es concebible como un
embudo sino como un hiperboloide; no como un cono con su vértice hundido en la
intimidad mental sino como una forma semejante a la torre de refrigeración de
una central nuclear, una figura abierta por sus dos extremos, uno cerrado y
mental y otro abierto a la actividad de la vida y al contacto directo con el
mundo (Liberati, 2015, 112). Por lo que la subjetividad tiene los mismos
títulos de la objetividad que testimonian la indiscutible ascendencia en la
experiencia.
Algunas imprimaciones nerviosas experimentadas por
motivaciones cualesquiera en la historia personal se enlazan con las
situaciones problemáticas en todos los niveles de la vida humana. Y se
convierten en los principales recursos del conocimiento al activarse los
circuitos neurales comprometidos con la resolución de problemas. Mediante este
enlace se configuran los fundamentos del saber a qué atenerse en la vida
corriente, y se consagra la más importante función de la inteligencia, que se
complementa con la memoria, la instrucción, el aprendizaje y las habilidades
adquiridas.
PARTE 6
Escribe
John Dewey en su Lógica: “La experiencia posee continuidad temporal. Tenemos un
continuo experiencial de contenido ‒u objeto‒ y de operaciones. El continuo
experiencial posee una base biológica definida. Las estructuras orgánicas, que
constituyen las condiciones físicas de la experiencia, son duraderas.
Queriéndolo o sin querer, juntan de tal modo las diferentes ondas de la
experiencia que estas constituyen una historia en la cual cada onda acarrea el
pasado y abarca el futuro. Esas estructuras orgánicas también se hallan
sujetas, mientras duran, a modificación. La continuidad no significa la pura
repetición de identidades. Porque toda actividad deja una ‘huella’ o registro
de sí misma en los órganos que la ejecutan. Por tal razón las estructuras nerviosas
que toman parte en una actividad resultan modificadas en alguna medida, de
suerte que las experiencias ulteriores vienen a estar condicionadas por la
estructura orgánica alterada. Además, toda actividad manifiesta cambia en
alguna medida las condiciones ambientales que constituyen las ocasiones y
estímulos de experiencias ulteriores.” (Dewey, 1950, 272)
Con estas palabras Dewey entra a referirse al
“continuo del juicio” y a las “proposiciones generales” de la lógica. Todo su
interés se centra en destacar “que la investigación, con la que formamos el
juicio, constituye en sí misma un proceso de transición temporal que tiene
lugar con materiales existenciales” (ib., 273). Así, a través de estas
pocas y sencillas palabras, Dewey rompe la barrera que hasta ese momento
separaba lo conceptual y lo orgánico, lo abstracto y lo concreto del
pensamiento, es decir, lo racional y lo empírico. Ubica el problema en un plano
en el que se reconcilian Platón y Aristóteles, la lógica ontológica de los
griegos clásicos y la lógica formal de las concepciones modernas y
contemporáneas.
Y a esta innovación que marca un punto señero en
la historia de la filosofía, añade una nota que no puede pasarse por alto: la
experiencia posee una base biológica, cuyas estructuras son duraderas; pero,
además, y esto no ha sido suficientemente subrayado, descubre cómo se juntan
las “ondas de la experiencia” y lo que cada onda “acarrea del pasado y abarca
el futuro”. No necesita decir más para ilustrar con esas palabras, que para el
caso no hay muchas, el hecho vécico del conocimiento. Y decimos “hecho” porque
queda meridianamente claro que ya no cabe con plena oportunidad el término
“fenómeno”. Es un hecho desde que resulta de la experiencia y de “estructuras
nerviosas que toman parte” en la actividad de la experiencia. Con lo que, en
cierta medida, Dewey adelanta la teoría de Hebb.
Se trasluce la dificultad que presenta el
referirse a este hecho crucial del conocimiento; se vale de la expresión “ondas
de la experiencia”. Asimismo, se refiere a que “toda actividad deja una
‘huella’ o registro de sí misma en los órganos que la ejecutan”. Aquello que
hemos llamado algoritmo, fulguración, horma o asociación de células nerviosas.
Está ya en Dewey la plena concepción del mecanismo (si vale la palabra, y es
admisible en el cuadro teórico del pragmatismo) responsable del conocimiento,
tomando este concepto en su acepción más amplia, en la que se admite las
particularidades de los procedimientos de la ciencia, de la filosofía y del
pensar común y corriente también llamado “sentido común”.
El conocedor furtivo
Lo que se conoce y reconoce del mundo, especialmente el conocimiento aplicado
con el fin de resolver situaciones complicadas responde a un proceso
desarrollado por cada persona a lo largo de su vida. Interviene la experiencia
en sus circunstancias, situaciones problemáticas, dilemas, conflictos,
sufrimientos, vivencias inesperadas y desconocidas. Adquieren un relieve
importante las veces en que un orden de complejidad opuesto al desarrollo
corriente de la vida es resuelto o disuelto de alguna manera en virtud de
habilidades propias y genuinas.
En estos términos, es claro que hablamos de una
realidad específica que se esconde tras la realidad histórica personal
registrada en la memoria. No de una realidad de carácter biográfico o, se
diría, bio/gráfico, sino de una realidad de carácter biológico o realidad
bio/lógica. Se advierte así que a la historia lineal se acopla una armazón
lógica de habilidades y conocimientos, surgida aquí y allá, en tal o cual
momento, y que interviene en cada caso concreto y cobra contenido en función de
la circunstancia o realidad presente dada. La vivencia de que se trate y el
grado del asunto con que se enfrente la persona “llenarían” esa realidad
biológica con la realidad biográfica. Quedaría atrás, pues, el supuesto de que
las “ideas” serían las responsables últimas de la realidad vivida y del
conocimiento del mundo y, de la misma manera, que solo los hechos empíricos
determinarían la realidad conocida y vivida.
Llamar “realidad” a ese proceso no es más que una
jugada en contra de la espaciotemporalidad atribuida a todo lo existente. Nada
más que una manera de subrayar la inadecuación del término en cuanto denomina y
especifica lo que no es imaginación y fantasía, sueño o alegoría. Si la
realidad respondiera a la captación inmediata de los sentidos o a la
racionalidad elaborada de las ideas, y aunque por tales medios se lograra
conseguir un concepto terminado, o aproximadamente terminado, acerca de ella,
no podríamos entendernos con ella, especialmente en los hechos, en la vivencia,
pues permanecería separada de la realidad del cuerpo y de la mente y no se
trataría más que de una carrera como la del gato y el ratón. Por lo que
preferimos llamar “realidad vécica” a esa realidad de veces y no de tiempos y
lugares, una realidad de consolidaciones por las que se recrea un algoritmo en
el sistema nervioso central, una asociación neuronal o un “sistema nervioso”
particular asociado a la situación cuya huella construye una vía de
procedimiento o inferencia neurológica que se asimila como “conocimiento
vécico” o vicisitudinario.
“Vicisitudinario” es una palabra que “se aplica a
las cosas que suceden en orden alternativo”. “Vicisitud” quiere decir
“alternancia de sucesos”, “suceso que produce un cambio brusco en la marcha de
algo”. Se usa con el mismo valor que “accidente” o “suceso”. Finalmente,
“alternar” quiere decir “sucederse, en el espacio y el tiempo, dos o más cosas,
repitiéndose una después de la otra” (María Moliner, Diccionario). Si bien este
significado es dependiente del concepto “tiempo”, la palabra “vez”, de igual
etimología (turno, alternativa), experimenta un vaciamiento en la noción del
tiempo al usarse en relación a momentos indeterminados o que no importa
especificar: ya habíamos dado ejemplos: una vez, cierta vez, a veces, etcétera.
Nada nos ofrecen los sentidos en su obrar sino la
experiencia de los sentidos, y esta experiencia no nos deja percepciones ni
sensaciones sino impresiones, estampaciones de aquellas. No nos muestran un
mundo reflejo y solo nos ponen en contacto con un proceso que elabora mundo o
mundos con nosotros dentro de ellos (las pautas de conocimiento son parte de la
construcción resultante). No obra una corriente de datos de los sentidos sino
la dinámica de la experiencia una y otra vez acomodada a la manifestación de
energía en curso. Decir “en curso”, además, no quiere decir en el curso del
tiempo sino en el curso de sus transformaciones, acerca de cuyos tiempos nada
sabemos.
Trasmitimos a los sentidos lo necesario para que
puedan ocuparse del mundo del modo en que necesitamos para aprehenderlo. No son
ellos los que nos trasmiten datos imprescindibles, aunque trasmitan datos,
pues, de ser así, solo seríamos un disco de almacenamiento de información, como
el de una computadora, y seríamos incapaces de hacer algo con ella en el
sentido en que es capaz de hacer algo con la información un ser humano. El
conocimiento, pues, es esencialmente modal, no solo apodíctico y racional ni
inmediato y empírico. Comunicamos al mundo cómo lo comprendemos, y no hay un
supuesto intermediario que nos comunica con él al suministrarnos instrumentos
de captación para comprender. La realidad, pues, no es solo esta, la del
presente, que parece irreal por ya no tener existencia, por ya haber sido
vivida y que no está ahora en la persona o en el acto actual. Está solo
transformada, y nunca estable, congelada; por lo que hablar del pasado, de la
realidad histórica, es un artificio para poder hablar de alguna manera.
Nuestro mundo es el mundo de la comprensión y no
el del entendimiento. Seguramente, es el mundo el que debe o debería
entendernos, y quizá el que hasta cierto punto nos entiende y no lo sabemos.
Quien entiende poco o a medias solo puede comprender y dejar para quien bien
entiende la obra de expresarse y volverse real, llámese naturaleza, universo o
Dios. Enviamos un mensaje con el detalle de lo que somos y de lo que podemos, y
eso es todo. Y nunca sabemos con seguridad si entendemos o no entendemos, porque
la naturaleza no envía mensajes y sólo deja entrever signos que hay que
interpretar. Demanda mucho esfuerzo perfeccionar el mensaje que permanentemente
enviamos y decodificar los signos que nos aparecen como lluvia; nos cuesta
descifrar el lenguaje del mundo. Y nunca se obtiene una versión final pues el
mundo se mueve, cambia, se modifica, experimenta metamorfosis que no
entendemos, asunto en el cual participamos, por lo que tampoco terminamos de
entendernos a nosotros mismos.
Conocimiento
de qué
El
conocimiento no es ir de lo determinado a lo indeterminado, de lo conocido a lo
desconocido. Es, en cambio, ir de lo indeterminado a lo determinado, trabajar
los recursos puestos en marcha en lo indeterminado de la práctica de vida, al
enfrentar lo determinado y desconocido, a lo que seguramente determinamos al
aislarlo y determinarlo y finalmente comprenderlo. No responde a un proceso
discursivo, aunque incluya procesos semejantes, ni a un trabajo que se hace
después. Conocer es dar una y otra vez con el hacha a un tronco buscando que
caiga siempre sobre el primer tajo y desde diferentes ángulos.
Lo que se ve ante sí, en la naturaleza, en el
cielo, en el mar, en el bosque y la selva, en la ciudad y en las calles, ¿acaso
no es el tronco cortado o a medio cortar, es decir, lo que conocemos? Todos
pensamos, pero no todos nos ponemos a pensar, a manejar el hacha. No nos
disponemos como nos disponemos a leer o a cocinar. Lo que hacemos al pensar es
levantar toda nuestra existencia, con presente, pasado y futuro, para dejarla
caer de a golpes sobre la realidad entrometida y foránea. Lo igual a lo que se
ve no demanda ningún esfuerzo ni golpes; solo lo demanda lo distinto y adverso.
Pues somos el movimiento contrario al que nos devuelve lo que se nos aparece.
Si tradujéramos lo que se nos aparece, si fuéramos
los intérpretes o decodificadores de la realidad, seríamos otra especie,
expresaríamos el espíritu de otra lengua, de otro sistema de comunicaciones.
Pero somos el mismo sistema, la misma realidad. Somos apenas esos mismos
pedazos y virutas que han saltado del tronco al golpe del hacha, hecho leña o
palo. Llamemos “ideas” a esas virutas y fragmentos del tronco de la realidad a
conocer. Son manifestaciones de la energía del mundo, no nudos a deshilvanar.
Vienen a nosotros como material desechable, y ya no son aquel objeto sobre el
cual tentábamos acertar con precisión el filo del hacha. Esta va, la viruta
viene, y con ella todo lo que ha quedado del tronco, es decir, lo que ya no es
tronco sino leño, estaca, astilla. Lo que hemos deshecho es lo que modifica la
apariencia; no lo que ponemos sino lo que sacamos. ¿Qué pusimos?
Solo daño, invasión, intromisión. El daño se
antepone como una dialéctica primitiva y brutal, de la que por abajo nos queda
la satisfacción y por encima el sentimiento de angustia, la pulsión
destructiva.
Conocer es modificar y aun destruir la información
obtenida por sensores que captan lo dado. La verdad no puede responder a la
simple irrupción, pues, así como el color del mar cambia con el color del cielo
y la luz, todo irrumpe en todo, todo es a la mirada según lo otro, y somos otro
cualquiera, una más de las irrupciones que sorprenden en el mundo. Hay, pues,
un impulso propio que determina lo indeterminado, informe, basto y que no
pertenece a nadie. No conocemos nada sino por el ejercicio de un impulso propio,
de una elección o de una devoción que no nace de ninguna fuente extraña. Lo
ajeno al impulso es fuerte, se impone a veces sobre nuestra conciencia y nos
obliga a obedecerle. Pero no nos convence sin antes interponer nosotros las
pautas que le hemos extraído de nuestras visitas, de nuestras iluminaciones, de
los rayos que le hemos dirigido para que despierte de su sueño.
La circunstancia más comprometida, la enfermedad,
la esclavitud, el dolor, la angustia, la desesperación son realidades que
consideramos nuestras, que no están en el mundo que llamamos externo, aunque
sea una de sus partes. Hay una realidad solitaria en la que no hay cómo no
creer, la misma que por tradición se atribuye a las concepciones idealistas.
Alguien diría —¿Dónde estoy si no es en ese mismo mundo externo que llamo
externo por creer que es externo a mí? Hay una realidad solitaria y escondida,
pero no es otra realidad, sino la realidad que no puedo ver por ser parte de
ella.
La realidad furtiva de cuyas
manifestaciones soy parte, que no hay cómo liberar de lo desconocido, es en la
que creo. Y, desde que su fuente originaria es la misma que la del mundo de las
apariencias, termino confiando en mis presunciones interiores y subjetivas,
filtradas por las de mis congéneres. Y desconfío de lo que aparece en forma
brutal, que provoca un susto y parece una cachetada inesperada. Por lo que,
como consecuencia de lo que algunos estudiosos de filosofía gustan hacer, no
puedo sino declararme idealista. Un idealista objetivo, ya que mi idealismo no
es un idealismo de las ideas sino de las ocasiones innumerables, indefinidas e
informales o experienciales de las que vicisitudinariamente se transforman y
recrean en hechos y series de hechos. Por lo que mi idea de idea es poco ideal,
es más bien material, aunque la de cómo se forma y convierte en realidad es
flojamente materialista.
Así pensaría quien se sintiera idealista sin serlo
en el sentido estricto, es decir, quien no se sintiera cómodo dentro del marco
materialista, aunque, quizá sin saberlo, incluiría en su concepción aspectos
importantes relacionados con los sentidos, la sensibilidad física y su
importancia para el conocimiento.
PARTE 7
El punto de vista vécico permite apreciar con cierta claridad otro aspecto de
la realidad, en este caso de la realidad social. En lo que se intenta presentar
aquí como problema no se esconde ninguna intención de cuestionar la importancia
de la ciencia teórica ni de las tecnociencias. En ellas se deposita no solo la
fe en el desarrollo del conocimiento racional y sistemático, que incluye el
desenvolvimiento de la vida práctica, sino también la garantía de supervivencia
para la humanidad, para las demás especies y en lo que atañe al cuidado de la
ecología planetaria. Por lo demás, la ciencia, con su permanente e infatigable
actividad de renovación y rectificación, investigación y descubrimiento, al
procurar el bienestar material, físico y psíquico, el confort, la potenciación
de las facultades naturales de la inteligencia, transmite también sus
gratificaciones al ámbito de la espiritualidad, la ética y los valores.
Ahora bien, el panorama de la ciencia teórica tal
como hoy se perfila en sus múltiples relaciones con las tecnociencias y en el
inmediato influjo sobre la vida de las personas, produce un efecto de inquietud
y desamparo, de desconcierto y aun de incredulidad. Aunque en general no tenga
consecuencias del tamaño de los grandes conflictos sociales ni de las tragedias
colectivas notorias, sin embargo, conmueve a la humanidad sin que se note
demasiado y, aun, sin que pueda comprobarse como se comprueban los de orden
explícito y palmario. Puede explicarse con solo tener en cuenta el modo
fundamental del conocimiento, de la forma en que hemos venido sosteniendo aquí
que funciona, especialmente cuando presta su servicio en la vida práctica,
doméstica y personal.
La variedad y la cantidad de productos, la
celeridad con que se renuevan y aumentan en diferentes versiones, el impacto
que produce la posibilidad de incorporación a la vida cotidiana con relativa
facilidad conduce al aturdimiento. No al aturdimiento que producen los
fenómenos comunes y corrientes cuyos efectos suelen expresarse con esta
palabra. Nos referimos al aturdimiento no manifiesto ni patente, imposible de
discriminar con claridad si no se tiene en cuenta la principal forma de
proceder del conocimiento humano y cuando debe aplicarse a la distinción y al
reconocimiento de algo con los solos recursos de las fuerzas propias. Surge un
conflicto entre la forma de conocer y aquello que se desea conocer, por el
simple hecho de que lo que se desea conocer es prácticamente sustituido por lo
que en forma ajena a la voluntad se impone para conocer.
En tanto la forma de conocer se despliega por
medio de los recursos de la historia personal (a los cuales nos hemos referido
bajo la expresión de “historia vécica”), lo que se conoce ya viene desplegado,
y se despliega siguiendo una dirección opuesta a la de la historia de formación
de las aptitudes para conocer. Y esta dirección contraria es la que rige el
curso de las ofertas de la revolución tecnológica que acapara la atención. Lo
fundamental en este sentido es advertir que esa revolución tecnológica es concebida,
y nada se puede reprochar a la ciencia en eso, precisamente para ahorrar el
trabajo de descifrar las formas más convenientes de resolver problemas, de
evitarlos o de enfrentar una adversidad que la vida presenta cada día y en cada
momento.
La lluvia de descubrimientos, inventos, cambios de
parecer de orden científico, variedad de opiniones autorizadas (las consabidas
“bibliotecas”) funciona como una clase de velada imposición perteneciente a un
nuevo régimen de lucha por el poder de gobernar, si no a las personas,
especialmente la forma de convencerlas. La invasión llega al subconsciente con
una velocidad antes desconocida, y la mente trabaja de una manera muy diferente
a como lo hacía con la lentitud relativa de los cambios en las formas de vida
de otros tiempos. ¿Se acomodó el cerebro de la gente al mismo ritmo en que se
aprecia que se ha acomodado el cerebro de los científicos y de los tecnólogos?
No es raro que por el fondo las personas se
encuentren en un grado cada vez mayor de conmoción por el impacto recibido, el
cual no se puede ni se quiere evitar. El fuero íntimo, inanalizable, jamás puesto
al descubierto por encuestas ni estadísticas como las que revelan el fuero
extrínseco y se divulgan con frecuencia diaria, de las que importan pareceres,
opiniones, circunstancias materiales que rodean a cada persona, en fin,
predilecciones políticas, religiosas, deportivas, etcétera, se envuelve en un
torbellino que la más genuina y poderosa facultad de poner orden, de
discriminar y racionalizar no puede aquietar ni eliminar del todo. No se sabe
hasta dónde está preparado el ciudadano común para asimilar por lo bajo el
cambio sustancial en el modo de vida que se propone, aunque muchos escapen a su
influjo y otros estén perfectamente preparados para lograrlo.
El aturdimiento
¿Qué lo marea o aturde? Lo marea y aturde el quedarse sin puntos de referencias
conocidos y seguros, dada la magnitud de los saltos cuantitativos y
cualitativos de la abrumadora oferta tecnológica invasora del hogar, el
trabajo, la convivencia, las costumbres, modificándolas y obligando a una
adaptación tras otra. No se incuba aquí el propósito de confrontar esta
realidad irresistible e inexorable ni el deseo de aventurar juicios o adelantar
designios sino solo subrayar efectos indeseados. Si bien muchos consumidores
asimilan enseguida un buen número de innovaciones, otros no las entienden o no
encuentran su aplicación en lo personal. Siempre hay lugar a un vacío de
conocimiento, sobre todo en términos de comprensión respecto a una amplia
franja de reacondicionamientos (necesarios si se quiere atender todo) que
quedan al margen de la percepción crítica. La dinámica subjetiva queda sola y
paralizada en rubros fundamentales para la vida, en las dificultades tanto como
en las facilidades y comodidades que se apreciaban diferentes, con mayor
dependencia de la intervención propia, del ingenio, del esfuerzo, de la
imaginación.
La tecnología estalla y no le cabe la tarea de
preparar intelectual y espiritualmente a los destinatarios de sus invenciones e
innovaciones para ayudar a asumirla y a asimilarla. Siempre ha sido así, y la
de los tiempos pasados tampoco preparaba fuera de lo imprescindible para
aprender a utilizar los artefactos y aparatos que inventaba y ofrecía. Pero hoy
se incorporan dos nuevos aspectos: la tecnología se inmiscuye más allá de los
hábitos y prácticas concretas para alcanzar el de las aspiraciones y deseos íntimos,
emocionales y pasionales. Además, y aspirando a sobrepasar la mecánica de la
seducción, pretende inducir e imponer, a fuerza de reiterar y de apelar a los
innumerables medios para invadir la esfera de la vida personal. Con lo que
logra modificar la conducta del sujeto, afectar el orden de sus predilecciones,
convicciones y afectos, superando muchas veces con intenciones sospechosas las
inclinaciones y predilecciones, instalándolas a su gusto si no estuvieran ya en
el espíritu, especialmente en los jóvenes, dejándolos sin opción porque la
mayoría de ellos no conoce la constelación infinita de tesoros de la cultura
humana.
Todo lo que tiene de benéfico en la práctica,
especialmente social, lo tiene de disolvente en lo que se refiere a la
espiritualidad, la fe, la autoformación moral y la creatividad en lo
psicológico, como también lo tienen otros ascendientes de influjo predominante
y crédito consensual en los campos intelectuales y emocionales con peso de
autoridad y prestigio, como los de la religión y las ideologías. La ciencia,
cuya misión pasa por combatir los dogmas y supersticiones, se convierte en un
embrollo para los demás cursos de autoafirmación personal. No porque en sus
consignas de racionalidad y experimentación radique una naturaleza contraria a
la autoafirmación de la conciencia y la moral, sino porque una y otra, cuando
la libertad espiritual y la amplitud de miras es escasa, tiene el poder de
anular toda otra apertura a la percepción del mundo y del propio yo. Sus
productos maravillosos, como los de la tecnología, ejercen ese influjo en
quienes no son consciente de sus limitaciones y debilidades o carezcan de un
sentido de los valores fundamentales de la colectividad.
Señales
del mareo
¿De dónde proviene el conocimiento de esta realidad que solo podría comprobarse
en cada persona por métodos no experimentales, en lo individual y subjetivo,
invisible para los instrumentos de medición y comprobación conocidos? Ninguna
indagación de este campo inmaterial admitiría datos objetivos, información
estadística ni posibilidad alguna de practicar siquiera inducciones. La misma
ausencia de interés por obtener información de este tipo, sea por la dificultad
de lograrla en la práctica, sea por la supuesta naturaleza que invalidaría toda
base de datos subjetiva, es señal de alerta capaz que anunciar la posibilidad
de un conflicto desatendido o encubierto. No hay asunto que escape a la
medición y a la comparación en un mercado que indaga en profundidad cada
fragmento de la realidad cotidiana y cada aspecto de toda actividad social y
personal, de la política, los servicios, la industria y el comercio, las
finanzas públicas, la educación, la salud, la vivienda, el trabajo, etcétera.
La dinámica de cada aspecto de la actividad
humana, además, se mide, calcula y proyecta, y se compara con la del pasado. Se
toma desde el punto de vista de los hechos y cosas, no desde el de las fuerzas,
ideas, impulsos, aficiones o anhelos que se convierten en realizaciones
concretas. No hay un registro histórico de las aspiraciones, pues ni el
presente ni el pasado están hechos de ellas sino de lo que las metamorfosea en
realidades. Y hoy apenas hay una historia de las ideas, disciplina que no
despierta demasiado interés, pese a su considerable aporte a la filosofía de la
historia en décadas pasadas.
De la cuantificación de los problemas sociales se
puede inferir alguna cualificación que suministra conocimiento acerca del
estado de espíritu y de las tendencias grupales; pero estas cualificaciones no
son de las que prefieren servirse como material de trabajo los profesionales de
las ciencias sociales, perspectiva que los convertiría en intérpretes
imaginativos o falsos profetas. Y muchos aspectos del orden al que nos
referimos quedan dentro de la órbita de la psicología y de la psiquiatría, en
un plano de obligada reserva ética y profesional.
¿Cómo sabemos que el ser humano está solo o que,
por lo menos, se siente desamparado, aunque no lo admita conscientemente o no
lo advierta aun tratándose de su propio yo? Los psicólogos lo deducen
frecuentemente porque encuentran un gran vacío al respecto en su discurso, en
el plano de la relación personal y en el del consultorio. Las técnicas para
develar sus causas y motivaciones, pues, corresponden a la práctica del
psiquiatra y no suelen divulgarse, porque contravendría la estrategia para la
cura o para el tratamiento que pueda corresponder. Hay otro hecho del que puede
inducirse el sentimiento de desamparo, de temor respecto a la confianza en las
propias fuerzas o de descreimiento respecto a la propia potencialidad de la
energía espiritual y mental.
Este hecho corresponde a la muy denunciada
tendencia general hacia un mundo de vida cada vez más reservado y recluido en
la esfera privada de lo personal y particular ‒al margen de las situaciones en
que una causa externa la impone necesariamente y que refuerza y aun obliga a
seguirla. Asociada estrechamente a ella se cuenta la dirección de los intereses
por las actividades, laborales o de esparcimiento, que no requieren una
participación demasiado activa, con la excepción de la de los deportistas profesionales.
Y también es abonada por el desarrollo y la diversificación de la tecnología de
aplicación social.
Esta tendencia, sin embargo, y se trata de un
hecho de máxima significación, no impide que se conserve el sentimiento de
solidaridad cuando la situación lo demanda por la gravedad de lo que se trate o
por fundamentos explícitamente humanitarios. Aunque el influjo de lo externo
llega a la subjetividad con mayor facilidad que lo que nace y fluye en ella
como efecto de sus auténticas inquietudes y de una cultura afirmada en la
experiencia y en el esfuerzo consciente, el sentimiento por la desgracia ajena
no se debilita. Y no es gratuito que ese influjo, en el que viene la señal que
despierta la solidaridad, provenga de lo externo a la conciencia y la haga
reaccionar y proyectarse en los hechos. Porque se paga con la disminución y el
debilitamiento de lo que ayuda a vivir soberanamente en la realidad interna,
aquello que ocuparía el lugar de la ayuda al prójimo de manera estereotipada y
respondiendo a la imitación automática o a la moda.
De esto resulta una clara señal para al menos una
cantidad de casos en que se ve que la solidaridad no responde a los
sentimientos soberanos y libres sino a la fuente en la que se originan los
intereses superfluos y de pasatiempo. La solidaridad, pues, se implanta a
expensas de la plena autonomía y libertad de conciencia al ser desplazada por
un efecto reflejo y movida por intereses ajenos al sentimiento humanitario.
Si se trata de investigar los motivos por los
cuales se avizora este aspecto de la realidad social, señalada especialmente
por la sociología actual y la teoría de la posmodernidad, uno de los aspectos a
considerar sería esa oposición entre la fase básica del conocimiento, de
orientación centrífuga, descrita por la teoría vécica (activación de pautas
experienciales indeterminadas en las que puedan encajar las pautas de nuevas
situaciones), y la dependencia en aumento respecto el influjo del mundo externo
y cuya orientación centrípeta obstruye el curso de la otra, para suplantarla o
neutralizarla. A este fenómeno se refiere la denuncia de deshumanización
también generalizada por la crítica de la posmodernidad, y que tiene una
tradición que se remonta a la filosofía (José Ortega y Gasset), la literatura
(George Orwell), el cine (Charles Chaplin), etcétera. En este sentido es de
destacar en nuestro país la obra del filósofo Aníbal del Campo, y en Argentina
la del escritor Ernesto Sábato, entre otras.
Por no considerarse ajena a la
teoría vécica, finalmente, podría agregarse que ella no interfiere ni tampoco
se afilia al muy debatido funcionalismo, tendencia filosófico-epistemológica
que alcanza su auge en las últimas décadas del siglo pasado por impulso del
estadounidense Hilary Putnam (1926-2016). Después de que hiciera un balance
final, teniendo en cuenta las principales implicaciones teóricas del problema,
concluye, en uno de sus libros más importantes, que “lo ‘epistemológico’ y lo
‘ontológico’ están, según mi perspectiva, íntimamente relacionados. La verdad y
la referencia están íntimamente conectadas con las nociones epistémicas; la
textura abierta de la noción de objeto, la textura abierta de la noción de
referencia, la textura abierta de la noción de significado y la textura abierta
de la razón misma están todas mutuamente interconectadas. A partir de estas
interconexiones habrá que progresar la tarea filosófica seria.” (Putnam, 2014,
183.)
PARTE 8
Falta a la teoría vécica ubicarse frente a un problema ineludible, aunque
azaroso, sin cuya debida discusión quedaría al margen de un aspecto clásico en
la filosofía del conocimiento. Nos referimos a las diferencias entre el
racionalismo idealista y el materialismo en lo que atañe al paso de lo
neurológico a la filosofía de la conciencia y a la psicología de la mente, un
diferendo que no ha sido resuelto sino, más bien, hecho a un lado o, en el
mejor de los casos, ponderado en lo que cada parte tiene de permeable respecto
a la otra.
¿Cuál es el verdadero fondo del
problema? Se disciernen esas diferencias según se otorgue mayor importancia a
la idea o a la sensación, a lo interno o a lo externo, a lo espiritual e
intuitivo o a lo empírico e inmediato. Pero, en el fondo de todo está la
cuestión de decidir si en lo humano interviene un factor sobrehumano, es decir,
si el problema de la vida y el mundo se resuelve en la sola esfera del
conocimiento o si se remite a otra superior, Dios, la Idea, lo Absoluto, lo
Infinito, pero también lo Circunvalante, la Estructura, el Mercado, o como
quiera llamarse, que determinaría todo lo conocido y haría del saber un
territorio limitado e insuficiente a pesar de su dinamismo e inteligencia.
En este fondo último se incluye la
dimensión espiritual como asunto paralelo y de la más considerable importancia,
connatural al del conocimiento y cuyos parámetros de discusión son los mismos.
Se trata de lo que se prefiere denominar misterio antes que llamar
problema, dado que interviene lo inexplicable, como en el arte, y todo lo que
no puede reducirse a sistema hipotético-deductivo o a ciencia fáctica, esto es,
la ética, la religiosidad, el misticismo. Se trata de la puja que a través de los
siglos ha ido modificando la metafísica en filosofía natural y ésta en teoría
del conocimiento, antropología filosófica, psicología y epistemología.
La
gran inquietud
Se conmueve el ser humano especialmente en los casos en que las inclinaciones y
preferencias personales se ven afectadas por un sentimiento de soledad
metafísico y una sensación de desamparo espiritual y moral, especialmente
frente a la adversidad y más cuando se dispone a pensarla, a meditar en la
resistencia que se opone con tanta tenacidad a sus más anhelados propósitos y
mayores aspiraciones. El problema entonces no es el mundo objetivo sino él, es
decir, el problema de su misma posibilidad de sentir y pensar, el de la
existencia propia que parece anteponerse a toda otra existencia y realidad
externa o extraña. El problema se reduce al individuo humano en tanto primera
autoconstrucción y máquina de autorresolución de enigmas, dificultades,
contrariedades e inquietudes.
Lo poco que tiene para decir la
teoría al respecto es el del sentir original de cualquier sujeto humano, en el
que no domina el deseo de despejar el problema del conocimiento, de si hay o no
hay mundo exterior, de si se debe confiar en la apariencia o si la verdadera
realidad se esconde tras ella. Domina, en cambio, el deseo de descubrir el
orden y la jerarquía que corresponden al ser humano en el mundo en el que
participa y del cual forma parte. El ser humano se conmueve a raíz de la
excitación ‒y de su inmediato desvelo‒ debida al simple hecho de sentirse y
pensarse vivo y ser una fracción de la realidad de la que es consciente (asunto
que está en el origen de las religiones, de las creencias, de la filosofía y de
la ciencia). ¿Hay, pues, sólo un proceso neurológico o hay algo más? ¿Nos
limitamos a sentir o a presentir una determinación sobrehumana apelando a la fe
religiosa o a la fe antropológica (distinción de Segundo, 1982, T. I, 31)? ¿O
indagamos algo más?
Es tan improbable que una fuerza
sobrenatural, quizá natural como cualquiera otra (¿por qué Dios tiene que ser
sobrenatural?) lo determine todo, o que una actividad neuronal, quizá
insignificante en el universo (¿por qué la energía bioquímica y física tiene
que ser natural) determine lo que habría de corresponder a lo que se concibe
como milagro humano. Y que resulte milagro para el hombre de ciencia como para
el hombre de religión, y que la misma palabra “milagro”, que equivale a lo que
se admira y asombra, muestre en el sentir y el pensar de ambos tan diminutas
diferencias de significado y sentido.
La teoría tiende a sugerir que la
misma disyuntiva es ya prodigiosa por presentarse experimentada en carne propia
y a la vez expresarse sutil e inaprensiblemente. No involucra sólo al hecho o
fenómeno o actividad o proceso del conocimiento en sí mismos, sino a la
particularidad de que, se trate de lo que fuere, su interpretación dé para
dividirse en dos visiones opuestas, una del todo trascendente y otra del todo
inmanente, ubicadas ambas en polos extremadamente opuestos e irreconciliables.
Semejante oposición abre la sospecha de las
aporías paralelas al dilema de la fe. Y la sospecha se incrementa al orientarse
en el sentido más probable. No el de la comunicación del hombre con Dios, que
es una expresión de los textos bíblicos y creencias religiosas, ni del hombre
con la ciencia, que es una expresión de las hipótesis, teorías y conjeturas del
conocimiento. Se orienta en el sentido de lo que, como el universo en
expansión, se aleja cada vez más de cada uno de los puntos del sentir y del pensar.
Porque no ha cambiado nada desde las épocas más remotas de la civilización, y
se cree en el misterio como siempre y se cultiva el saber práctico como
siempre. Nada de esto tiene que ver con la realidad personal, cuya conciencia
de sí está atenta a las dudas y a las creencias, y cuyo acceso a la ciencia se
realiza a través de mecanismos que sólo vienen desde fuera.
Lo que se entiende por sobrenatural
es la composición de lo que, tiene que admitirse, no es inaccesible al
razonamiento y sólo lo es a la fe o a la intuición: el paso de la asociación de
neuronas, con el fin de preparar para lo inesperable, a la función que tal
asociación posibilita, al encendido de la solución de dificultades. Es la
composición de lo que, tiene que reconocerse, se demuestra como resultado del
razonamiento y de sus demostraciones fácticas. No se trata de concepciones
opuestas sino de extremos originales que incesantemente tienden a anularse
entre sí, es decir, a aproximarse en vías de unificación. ¿Cuál es, hasta donde
podemos imaginar, el desenlace? Quizá la insólita imagen de una transformación sin
término concebible.
El
trazo y la línea
¿Por qué suponemos un desenlace inimaginable? Porque la vida consciente puede
ser un producto autogenerado, una autopoiesis, un proceso autónomo que está en
el origen de la vida (Maturana, 1996, T. II, 232). Puede ayudarnos esta
metáfora del filósofo alemán Friedrich Jacobi, del siglo XVIII: “Pensemos en la
acción de dibujar con un lápiz una línea en una hoja. Intuimos la línea
mientras la generamos, y sólo porque la generamos nosotros mismos, no porque la
encontremos hecha. En esta imagen, el Yo sería tanto la mano que traza como la
línea dibujada. El Yo se ‘ve’, se intuye, de un modo parecido al del ojo cuando
ve la línea: no como objeto externo, sino como la actividad misma del hecho de
trazar una línea. Y ‘verse’ es, simultáneamente, el propio hecho de trazar, la
producción en sí.” (citado por Frilli, 2019, 72)
Todo induce a pensar que la historia y la realidad
‒entendidas como historia y realidad vécicas‒ y lo que hemos llamado interlocutor
furtivo configuran un sistema demasiado simple para atiborrar su
descripción con una infinidad de detalles y distinciones conceptuales y
observaciones sensibles. Son asuntos demasiado vinculados entre sí y forman
parte indeterminada de una singularidad no expresa en lo ideal ni en lo
material sino en lo que, para no involucrar a ninguna filosofía, puede apenas
referirse bajo la expresión “manifestaciones de la energía”, transformaciones,
estados, cambios decisivos o insignificantes, de una sola y única dirección,
irreversibles. Lo que para nosotros es apariencia, aspectos múltiples y puntos
de vista diversos, entidades y seres inscriptos en el tiempo y el espacio,
interpretaciones y representaciones, para un observador omnisciente sería “un
ente singular” en el sentido de la ontología clásica (Ferrater Mora, ob. cit.,
T. IV, 3297), es decir, aquello en lo que no hay oposición semántica con la
demasiado humana “pluralidad”.
PARTE 9 Y ÚLTIMA
El hombre colectivo se olvidó de sí mismo. Si bien con los siglos se fue
liberando de la subjetividad supersticiosa y dogmática, por la que había
rendido pleitesía a toda clase de mitos y religiones, ideologías y reinados de
fuerza y violencia, volvió a encadenarse al consentir la intromisión de las
nuevas prescripciones y sugerencias del conocimiento, las tecnologías y los
medios de comunicación y traslación. No se limitó a beneficiarse con ellas,
como jamás lo había experimentado. Por sobre su uso inteligente, privilegió las
creaciones de efecto secundario, los artificios del placer, los juguetes para
el entretenimiento, el confort y el ahorro de los viejos empeños para lograr
cualquier ventaja en la lucha por su vida.
La angustia de sentirse atrapado en su fuero
íntimo, y la rebeldía capaz de liberarlo de sus antiguos fantasmas, se
convierte en satisfacción al dejarse atrapar en la tormenta de ajenidad que
obnubila sus sentimientos y su intelecto. El efecto de esa agradable
enajenación le hace descreer de sus propias fuerzas y le condena a depositar su
fe en las cosas y hechos externos. El pensamiento filosófico, incluso, es
atraído por los objetos concretos del mundo y se desinteresa de las antiguas
abstracciones, ideas y representaciones, éticas y valores, categorías del
entendimiento, emociones y pasiones, sin adelantar ninguna constelación de
aspiraciones sustitutivas, porque la esperanza no ha ni había muerto.
Se pensó que se recuperaba de este colapso, que
cobraba plena conciencia de sus propios potenciales consagrados en la
experiencia personal y la racionalidad de amplias miras. Aun, se creyó que el
fenómeno se producía por primera vez a plena conciencia. Dios había muerto,
pero un nuevo espíritu había nacido, una mentalidad abarcadora y menos
temerosa. Había muerto la magia, pero la antigua subjetividad se transformaba
al cerciorarse de las posibilidades infinitas de la autoafirmación, la
convivencia racional y el apoyo insuperable de los aportes de la ciencia.
Se volvió a descubrir el mundo, se contempló con
otros ojos y se fijaron sus verdaderas magnitudes teniendo en cuenta el punto
de vista y las perspectivas, la relatividad del espacio y el tiempo, el
inconsciente y el mundo subatómico, las totalidades que no resultan de la suma
de sus partes, las reglas de la vida en sociedad, la fenomenología de la vida
cotidiana, la irreversibilidad en las transformaciones de la energía, el caos y
la complejidad, los espacios infinitamente lejanos del cosmos. Se abrieron las
economías del mundo y se multiplicaron los intercambios benéficos del comercio.
Se advirtió, en definitiva, que la inteligencia participa tanto como la
naturaleza en la construcción del mundo.
Alcanzaría con la existencia de una molécula
orgánica para demostrar que la clave de arco de la realidad descansa en la
inteligencia. Es ella quien la construye o ayuda a construirla, aunque pueda
creerse que la construye Dios, la explosión original o la sola eternidad
estacionaria. Si bien no se conoce la autoría última del universo, al menos se
sabe que en los designios de la creación la humanidad no es una chispa que
salta por azar de la fragua del universo. Se advierte que la vida no es un
descubrimiento sino una invención. Que no es un recipiente que se llena de
mundo sino un mundo singular que, como las galaxias, choca con otros para
construir una nueva estructura. No una serie de hechos que se acumulan en el
tiempo, sino el impacto de peripecias ocasionales que producen infinitos
cambios.
Vive el hombre, pues, en su dimensión colectiva,
la vicisitud por la que se reconvierte desde sí mismo y no desde fuera. Cursa
la mudanza por la que surgen nuevas sospechas y por la que las preguntas y
respuestas se formulan de otra manera. Ve con claridad que no se liberará desde
fuera hacia dentro sino desde dentro hacia fuera, e intuye que la recuperación
de la subjetividad soberana podría mostrarle lo que él es en la realidad
verdadera, la suya y no la foránea e intrusa. Su obra primeriza sería la subjetividad
despojada de superstición y fundada en la experiencia real, por lo que no es
posible establecer la convivencia social sin ella, un asunto remitido desde
siempre a la organización y a la planificación masiva y despersonalizada. Es él
quien puede resolver su existencia, y sólo él, pues la masificación social se
produce por el vaciamiento de la subjetividad.
El hombre social tiene que seguir, no llegar;
llegar es cotidiano y reiterado. Tiene que procurarse la permanencia más que
procurarse el éxito. El éxito de permanecer es sustancial, mientras que el
éxito o el fracaso de los propósitos cotidianos son aleatorios y provisorios.
“Peleamos por mantener vivo algo, más bien que en la esperanza de hacer
triunfar algo” (Eliot, 1944, 523). Todo lo que termina en algo es porque
empieza en otro algo, el fin de toda tarea es el principio de otra. Y solo
alguna de esas tareas significa la vida que cada uno construye, la vida vécica,
porque la mayoría de ellas es solo extensión, iteración. Distinguir la vida
constitutivamente vivida de sus extensiones y repeticiones, anodinas y
superfluas, es entender el sentido intrínseco de lo humano. Es la diferencia
entre la apariencia y la realidad, entre la inteligencia gobernada por la
naturaleza y la inteligencia gobernada por sí misma.
TEORÍA VÉCICA Y SOCIEDAD
¿Cómo
una teoría de fundamentos teóricos subjetivos podría incurrir en otra con bases
claramente objetivas?
Hemos
sostenido que la sociedad carece de conciencia, pensamiento e imaginación. Su
conducta, si se puede llamar así a su desempeño fáctico o empírico, es
determinada por los influjos provenientes de las conciencias personales,
personalidades, subjetividades e inclinaciones individuales. Tales influjos
pueden generalizarse y manifestarse de acuerdo a una unificación masiva que
denominamos con términos específicos como sociedad, colectividad u orden
social, conceptos que estudia la sociología.
Solemos atribuir a la sociedad los rasgos específicos de
los individuos: conciencia colectiva, imaginario social, psicología social,
conducta general, etcétera. Esos rasgos pueden corresponderse con un grupo, un
centro de poder o de influencia, pero casi siempre son inspirados por un
ingenio o idea o sentimiento personal. Se supone, por lo tanto, que el influjo
conserva las características individuales, entre las cuales se cuentan las
originadas en la historia vécica, aunque ahora solidificadas, hechas normas
rígidas al independizarse de la dinámica vicisitudinaria individual en
permanente transformación.
¿Cómo se identifican estas normas o rasgos en la
actividad social? Ya en el plano personal es prácticamente imposible
distinguirlas, aunque pueda decirse “esto lo aprendí sin ayuda” o “esto lo sé
por experiencia”. Desde que la sociedad no aprende ni sabe más allá de lo que
aprenden y saben las personas, la dinámica social responde a lo que influye más
en todos y proviene del campo individual. Es un error, pues, suponer que tal
dinámica social pueda responder a los influjos de una mayoría. Porque la mayoría
de individuos, carente de una conciencia unificadora o conciencia social,
responde al influjo de unos pocos individuos o al influjo de uno solo. Responde
a la voluntad sugerida o impuesta casi siempre desde la singularidad de los
sujetos.
No nos referimos a un sujeto único sino a una “voz” única
o interlocutor anónimo que habla desde la pluralidad innominada e
indeterminada. Un dialogante o expositor magistral que no admite el diálogo,
que no recibe preguntas porque no está dispuesto a ofrecer respuestas.
Interlocutor invisible pero real y escuchado por todos, participante fantasma
que asecha desde las sombras y persuade a una criatura imposibilitada de elegir
lo que quiere y destinada a dejarse gobernar y aun a adoptar las preferencias de
una conciencia desconocida.
El
estatus social
Por lo que
la sociedad es subsidiaria del conjunto de individuos y el conjunto de
individuos subsidiario de un solo individuo o voz, señal o signo, manifestación
inteligible anónima que se expresa públicamente y tiende a dirigir la conducta
del grupo. Aunque, como ya fue dicho, se provee de los rasgos vicisitudinarios,
provenientes del dominio subjetivo, anquilosados y por lo tanto imposibilitados
de modificarse. Esta particularidad se puede comprobar en la historia de
cualquier sociedad que, por falta de iniciativas transformadoras de parte de
sus integrantes, se paraliza en el tiempo, es decir, se rehúsa a los cambios.
Comprobamos así la debilidad de la teoría social que
interpreta su estatus como entidad independiente del estatus individual, aunque
tal interpretación encuentre una diferencia y que esta diferencia consista en
el congelamiento de la historia vécica de la persona. Se vuelve evidente
también la fuerte dependencia de la dinámica social respecto a la voluntad
individual. Importantes hechos históricos no se podrían entender sin esta
evidencia, aunque las diversas teorías se hayan ocupado de buscar causas extra individuales
de toda clase con el fin de ofrecer una explicación aceptable racionalmente
(económica, social, histórica, geográfica, psicológica, política).
Forzando un poco este planteamiento, se podría pensar en
que, al menos hasta cierto punto y en circunstancias determinadas, la sociedad
se comporta como un solo sujeto humano perteneciente a una colectividad dada y
que mantiene sus características objetivas y subjetivas, naturales y
vicisitudinarias. Aunque siempre con prescindencia de la capacidad de apelar,
cuando lo requiere, a la ductibilidad de los algoritmos biológicos en
permanente actividad en el ámbito de los sujetos individuales.
Pero ¿qué quiere decir que la sociedad se manifieste de
acuerdo a una voluntad anónima que ha dejado por el camino la capacidad de
aprender y de desempeñarse en línea con un leal saber y entender elaborado en
la experiencia? Pues, quiere decir que actúa como un ser humano que se produce
a sí mismo y que se desarrolla en el vacío, y que permanentemente necesita de
nuevos influjos, de alimento para su dinámica suspendida en sus iniciativas y
actitudes. Influjos que eventualmente ratifican o rectifican su direccionamiento,
potencian su energía material, que es enorme, y completan sus vacíos en cuanto
a objetivos y estrategias colectivas que sola no puede lograr.
El
espíritu del pueblo
La
sociedad no marcha por cuenta propia: no hay una propiedad espiritual en la
sociedad y sólo la hay en los individuos. No existe un alma social, y lo que
tradicionalmente se entiende como “espíritu del pueblo” no es sino el espíritu legado por la
individualidad e inmediatamente congelado al ser adoptado y asimilado por la
sociedad en un tránsito que, en la realidad psicosocial, es sólo transformación
en el ánimo de las personas. El espíritu del pueblo sólo es posible en tanto
hay individuos que permanentemente insuflan subjetividad a una buena parte de
lo que la teoría entiende como realidad social objetiva.
Se
trata de una entelequia o concepto que carece de realidad subjetiva, realidad
generalmente negada, poco o para nada tenida en cuenta en la sociología. La
teoría vécica ha reivindicado esta subjetividad al advertir que su dinámica se
apoya en la experiencia histórica individual como se apoya la dinámica física.
Por lo que la subjetividad resulta una realidad tan real como la realidad que
se atribuye al mundo de la intelección objetiva. Pues no hay realidad humana si
no existe en ella el componente humanizador de la interioridad consciente, de
un yo que se confunde entre la abrumadora y masiva expresión del conjunto.
La
sociedad se expresa como podría hacerlo un ser inconsciente, un niño muy
pequeño o una mascota, con mucha energía física, pero sin rumbo, con actos
masivos y poderosos pero carentes de sentido que sólo puede aportar el
individuo. Este sentido es un rasgo fundamental y forma parte de la
subjetividad vicisitudinaria: si no se trasmite a la sociedad, la sociedad se
define como se define cualquier comunidad de seres vivos no humanos. Incluso,
carecería de sus principales atributos cívicos, jurídicos, éticos, estéticos y
axiológicos.
La
sociedad no lucha contra la adversidad ni establece una relación con el entorno
a partir de la cual sea posible establecer un criterio de verdad funcional y
fenomenológico, de utilidad inmediata y práctica. Y la sociedad no enfrenta
problemas ni los resuelve, no sabe nada de dialéctica vicisitudinaria, y en su
lugar enfrenta y resuelve problemas por el ingenio y la inteligencia de algunas
personas o de una sola.
Lo individual vicisitudinario es lo que modifica la
realidad y suele enderezar lo que la realidad presenta torcido para la
conveniencia humana. Los actos sociales son derivaciones directas de los
influjos transferidos desde la experiencia individual. Son los que alimentan a
la sociedad, puesto que no se alimenta sola: por lo que no hay una inteligencia
social sino sólo sociedades inteligentes.
La
sociedad adquiere su estatus a expensas del estatus de los individuos que la
integran; no por una misteriosa metamorfosis que la convierte en una entidad
libre intencional y voluntariamente, actuante con total independencia de sus
componentes individuales. Es sólo la forma que adopta el ser humano
cuando entiende que es el estado de existencia que más conviene a su
supervivencia, forma superior o forma organizada de existir. Por último, la
sociedad no tiene figura, carece de centro y de periferia, no posee extensión
ni límites, es una abstracción derivada de la noción de cantidad numérica, una
entidad lógica o matemática, no real.
Condición de existencia
El estatus social, pues, es
de la misma naturaleza que el estatus individual, su condición ontológica, la
misma que la del sujeto humano. La sociedad es la manifestación plural de la
individualidad enfrentada a lo adverso del mundo. No hay fantasmas dotados de
fuerzas por sobre las de las personas ni entidades milagrosas que posean un
poder extraordinario. Eslóganes como por ejemplo “la unión hace la fuerza” o
“juntos venceremos” responden al afán gregario y consuetudinario que procura la
reunión humana como acumulación de fuerzas físicas. Pero puede carecer de las
otras fuerzas, las subjetivas y espirituales. Por lo que se advierte que la
sociedad se manifiesta de la misma manera en que se manifiestan los individuos
cuando, por diverso orden de circunstancias, pierden la capacidad de elaborar
un saber personal en el curso de la experiencia histórica, una verdad funcional
y pragmática y un sentido que anime o responda a sus inquietudes y al secreto
de su existencia en el mundo.
Se puede querer desentrañar la voz escuchada por
todos en medio de la pluralidad indefinida, y que en general define una
particularidad social definitiva, una característica o espíritu de la
colectividad o del pueblo. Y es posible que se sondee lo suficiente como para
que se llegue a descubrir la fuente única que la alienta y alimenta, aunque el
sondeo sería como la búsqueda de una aguja en un pajar. En la superficie, sólo
se encontrará que la sociedad responde a unas pocas directrices ideológicas,
religiosas, políticas, consuetudinarias o históricas y que se definen en el
plano de la sociología y no en el de la psicología.
Sin embargo, esa voz responde a factores psíquicos tanto
como a factores sociales, a un orden causal subjetivo tanto como a un orden
causal objetivo. En tal caso, es preferible buscar en los dominios de las
experiencias personales, condicionadas por ocasiones especiales, veces
indeterminadas, accidentes, circunstancias adversas, peripecias, contingencias
y situaciones conflictivas. Son las que contribuyen a definir las actitudes
generales o masivas y que provienen del ámbito subjetivo. Se trata de la búsqueda
en un dominio inexistente, perdido en la memoria, perteneciente al orden de la
realidad llamado pasado histórico.
Una sociedad que se desempeñe sin que sus integrantes le
insuflen iniciativas y modificaciones en forma permanente es una sociedad que,
como cuerpo activo. va a repetirse una y otra vez y a perpetuarse como si
perteneciera al pasado histórico. En lo sustancial, sería ya una sociedad del
pasado histórico, pues no contaría con la posibilidad de la evolución y el
progreso. Podría procurarse todo lo que es posible procurar de otras
sociedades, pedir prestado o comprar, pero carecería de lo que es fundamental y
sólo se obtiene a partir de la experiencia activa, de lo que John Dewey llama
“significado de la experiencia presente”, concepto en que vale la pena
detenerse un momento.
Una sociedad del presente es una sociedad que
evoluciona, que progresa, que no se estanca. Pero ¿qué quiere decir “progreso”
en este contexto? No quiere decir que sea lo que se percibe y se mide con
referencia a una meta remota, afirma Dewey. "En la mayoría de situaciones
de la vida hay muchos elementos negativos, debidos a conflicto, confusión y
oscuridad”, por lo que es vano ir tras el “vago concepto de una perfección
inalcanzable”. Lo que define el progreso no es “el ideal fijo de un bien
remoto” sino una acción que remedie los males, que induzca “a esforzarnos por
convertir la pugna en armonía, la monotonía en variedad y la limitación en
ampliación. Esta conversión es un progreso, el único progreso que el hombre
puede concebir o alcanzar” (Dewey, 257-258).
Progreso
quiere decir, según Dewey, “aumento de la significación presente, lo que supone
multiplicación de las distinciones sentidas, así como armonía y unificación”.
Esta conciencia del significado del presente permite comprender la verdadera
situación histórica de las sociedades y su relación con su integración. En
definitiva, se trata de una situación que no es sino el calco de la situación
de cada uno de sus integrantes, pero unificada y peraltada por un intermediario
que se encarga de modificar el significado presente, de acomodarlo a
determinados fines, a un ideal remoto que distrae de las tareas que pueden
realizarse en el ahora impostergable.
Se vuelve del revés la condición de vida de las personas:
de vivir el presente se pasa a vivir el ideal de acuerdo al supuesto básico
según el cual vivir es vivir para el mañana. Es una condición que gana las
iniciativas: de la religión cristiana primero y de la economía de mercado
después. De acuerdo al cristianismo, el significado del presente se encuentra
en el futuro o más allá; de acuerdo a la economía de mercado, el significado se
encuentra en el más allá del objeto, en el objeto siguiente que supuestamente
supera en perfección al anterior.
Educación en sociedad
“La importancia ética de la
doctrina de la evolución es enorme; pero se la ha interpretado mal, porque ha
sido adoptada precisamente por las nociones tradicionales que en realidad viene
a derrocar. Se ha pensado que la doctrina de la evolución significa la completa
subordinación de los cambios presentes a una meta futura. Ha sido constreñida a
enseñar un fútil dogma de aproximación, en vez del evangelio del crecimiento
presente.” (ib., 259 Esta es una advertencia que se vuelve
imprescindible en el dominio de la educación.
La
sociedad actual es el resultado de una evolución y de un progreso en gran
medida promovidos por la extensión de la educación a todos los sectores de la
sociedad. Siguiendo la reflexión de Dewey, y si se tiene bien presente la
constricción “a enseñar un fútil dogma de aproximación”, sería oportuno
preguntar qué hace la educación hoy día, si enseñar para el presente o para el
futuro.
Aquel
que conozca la doctrina pedagógica de Dewey es quien con mayor razón puede
preguntarse si lo que conviene a la sociedad actual es que se la eduque para el
hoy o para el mañana o, en el mejor de los casos, para los dos tiempos. ¿Qué se
puede contestar? Dewey no señala la necesidad de enseñar para el hoy sino la
necesidad de poner en duda el ideal remoto, la marcha hacia un objetivo que no
se sabe si se alcanzará. Señala la necesidad de atender la realidad presente en
la educación, la de los educandos, no la de un tiempo por llegar. Predica una
pedagogía encarnada en el niño real, del presente impostergable, y no la que se
ocupa de un niño abstracto, que puede amalgamarse y esculpirse a gusto.
Sin
embargo, es sumamente difícil concebir a ese niño del presente, a esa realidad
humana que necesita instrucción y a la cual la sociedad no sabe a ciencia
cierta qué clase de educación ofrecerle, si para enfrentar el presente o para
esperar el futuro. Para enfrentar el presente ya está en marcha todo lo que
deberá enfrentar; no tiene más que vivir y convivir. Y para enfrentar el futuro
no se sabe qué es lo que prioritariamente sería necesario transferir al niño
mediante la educación, porque para entonces se desconocen las condiciones de
vida de todos. ¿Qué se debería hacer, entonces?
Dewey quiere decir que se debería educar para
el presente, para una realidad que incluye al niño en todo lo que es. Porque
“El presente es complejo, contiene un sí una multitud de hábitos e impulsos. Es
perdurable, es un curso de acción, un proceso que incluye memoria, observación
y previsión, una presión hacia adelante, una mirada hacia atrás y una visión
hacia el exterior. Es de importancia moral porque señala una transición
en la dirección hacia la amplitud y claridad de la acción o hacia la trivialidad
y confusión de la misma. El progreso es una reconstrucción presente que aporta
plenitud y claridad de sentido; y el retroceso es un presente que se despoja y
aleja de la significación, determinación y poder de retención.” (ib.,
257)
Si
bien es inútil ir a la pesca de un objetivo remoto como, por ejemplo, el de una
profesión, el de una idoneidad práctica mediante la cual ganarse la vida, es
prometedor prepararse para toda circunstancia, presente o futura. Pero entonces
no hay que pensar en ninguna especialidad, por lo mismo que señalaba Dewey, por
la contingencia y la imprevisibilidad de la vida, y eso significa mentar los
verdaderos fines de la educación. Es preferible preparar para lo que es
primero: la personalidad, la vocación de vida. Este es el ideal inmediato, para
el presente, y con su cuidado se propenderá al desarrollo de las capacidades de
cada individuo, del aprovechamiento integral de la experiencia con el cual se
logrará consolidar la inteligencia.
¿Cuál
es el secreto de la educación bien entendida? Pues, el favorecer el
aprovechamiento de la experiencia personal, la que consolida el saber, el
sentir, el deber, las preferencias estéticas. Es el de volver consciente,
alerta y sensible todo movimiento mental o físico. Y no se logra apelando a los
intereses primarios, los cuales el individuo atiende casi por su genética, sino
a los intereses superiores, los cuales arraigan en el espíritu mediante el
simple vivir, sin que haya escuela ni liceo ni universidad capaz de sustituir
tal fuente de aprendizaje. Es una manantial inevitablemente vicisitudinario
cuyos beneficios solo llegan después de afrontar la vida con todos sus
inconvenientes, conflictos, negaciones, dificultades y obstáculos. Una sociedad
sin individuos carentes de historia personal, sin lucha, es una sociedad
anémica e inconstante.
Convivencia
La convivencia entre seres
humanos es por tradición conflictiva y tiende más a involucionar que a
evolucionar para bien. Es el problema más importante por sus consecuencias
generales, quizá más importante que mantener al día y activa la organización
política y jurídica. Pues carece de reglas como la política, aunque fueren
elásticas, y de leyes como aquellas en que se apoya el derecho. Hasta se puede
decir que la convivencia en democracia queda casi siempre sujeta a la buena
voluntad de los individuos, cuando la poseen, y a unos hábitos prácticamente
ineducables e ingobernables.
La
convivencia es una relación por la cual es fácil reñir, desconsiderar al otro o
sentirse vulnerado en derechos, preferencias o pretensiones de vida. Pero no
hay doctrina capaz de asistir a las personas en esta materia cuando existe el
desentendimiento, el resentimiento y el odio. Suele pujarse por el orden que se
considera conveniente para sí, y la conveniencia del otro es algo que no todos
tienen en cuenta. Se ha podido establecer reglas que deben respetarse en
determinados lugares y momentos, por ejemplo, en el interior de un teatro o en
el momento en que una persona presenta a otra ante un tercero. Resulta así una
sociedad en la que pululan sectores con convivencia reglada, fuera de los
cuales reinan las relaciones humanas arbitrarias, cambiantes y contradictorias.
Por
lo que en materia de convivencia la sociedad se podría representar como una
gran superficie caótica cribada de pequeños círculos en los que reina cierto
orden, alguna paz y la tendencia hacia el entendimiento y el altruismo. Por
cierto, la educación tiene como objetivo asistir a niños y a jóvenes también en
este aspecto, pero el problema la sobrepasa y los desarreglos en la convivencia
arraigan entre los adultos de todos los grados de formación, moralidad e
inteligencia. ¿A qué sector, a qué modalidad, a qué facultad de la mente, del
pensamiento, de los sentimientos o de la moralidad corresponde el desempeño en
el convivir?
Se
supone que el convivir responde a la tendencia gregaria de la especie humana.
Se sabe que, como otras especies, procura vivir en grupos con el fin de poder
alivianar el agobio de la existencia distribuyendo las tareas imprescindibles
de modo conveniente para todos y hasta incluyendo en sus relaciones los favores
del mutualismo y la cooperación. Pero esa tendencia no garantiza el respeto ni
asegura el bien tal como es concebido por cada individuo según su leal saber
y entender.
Precisamente,
en este problema el saber de la persona, su leal saber y entender, es el
que gobierna la conducta incluso con una fuerte incidencia hasta por encima de
la del conocimiento. Con esta distinción queremos señalar lo que la
persona ha sabido o podido aprender en materia de convivencia, relacionamiento
humano, civilidad, moralidad, y lo que ha experimentado y asimilado a partir
del mismo ejercicio de vida a través de la experiencia personal y durante su
historia. No se aprende a convivir de una manera más eficiente sino
conviviendo, aunque ayuden todos los aprendizajes previos recibidos de manera
teórica o práctica. Esto es evidente quizá para todos los convivientes que se
ocupen de pensar el problema.
Convivencia
y subjetividad, pues, es una relación que debe tomarse en cuenta al estudiar
las relaciones que rigen el trato entre personas que viven en comunidad. Por
supuesto, se trata de un estudio que sólo pude verificarse objetivamente, a
través de las conductas, de los diálogos, de los intercambios, etcétera. Pero
su fundamento estriba en la individualidad desde que la comunidad no tiene
conciencia, pensamiento ni sentimiento y sus manifestaciones, como las de la
sociedad, resultan de una proyección unificada de las manifestaciones
individuales.
Los
casos de convivencia en los que las relaciones personales presentan rasgos
monolíticos y cerrados, descriptibles en algún grado o en todos como si fueran
los de un solo individuo que obedece incondicionalmente ciertas reglas fijas,
presentan una forma de organización de tipo tribal o primitiva. No quiere
decir, sin embargo, que se trate de un tipo de organización como el de los
pueblos primitivos o de las tribus salvajes de las selvas que aún existen. “Un
pueblo primitivo no es un pueblo atrasado; puede, en tal o cual campo, revelar
un espíritu de invención y realización que deja muy por detrás los logros de
los civilizados” (Lévi-Strauss, 1968, 92).
Pero
¿qué es lo que define a un pueblo civilizado? Se ha dicho que este concepto no
se puede definir en el aire sino sólo en cuanto pueda relacionarse con la
realidad concreta de un grupo humano afincado en un lugar geográfico
determinado. Y el más representativo de todos es el que se atiene a la forma de
una sociedad política.
“A
primera vista, pues, parece que la vida colectiva sólo puede desarrollarse
dentro de organismos políticos, de contornos fijos, con límites nítidamente
señalados, es decir, que la vida nacional constituye la forma más alta de
organización social y que la sociología no puede conocer fenómenos sociales de
un orden superior. Sin embargo, existen grupos que no tienen marcos tan
claramente definidos; pasan por encima de las fronteras políticas y se
extienden sobre espacios más difícilmente determinables. A pesar de que su
complejidad hace penoso actualmente su estudio, es importante señalar su
existencia y reseñar su puesto en el conjunto de la sociología.” (Mauss, 265)
Hoy
día enfrentamos un fenómeno social, especialmente notorio en la convivencia,
semejante al que el antropólogo encuentra entre los grupos primitivos. Se trata
del hecho de orden social que vulnera la coherencia del grupo, que atenta
contra su carácter cerrado que tiende a fijarse y a rechazar el cambio. Hace
muchos años que ya se había registrado este tipo de fenómeno.
Por
ejemplo: “En los Estados Unidos se asiste desde hace diez años a una evolución
sensacional que es, sin duda y ante todo, reveladora de la crisis espiritual
que experimenta la sociedad norteamericana contemporánea (que comienza a dudar
de sí misma y no logra ya aprehenderse, si no es por medio de esta incidencia
de lo extraño que ella adquiere cada día más ante sus propios ojos), pero que
al abrir a los etnólogos la puerta de las fábricas, los servicios públicos
nacionales y municipales y a veces inclusive los estados mayores, proclama
implícitamente que entre la etnología y las otras ciencias del hombre la
diferencia está en el método ante que el objeto.” (Lévi-Strauss, ob. y lugar
citados)
El fenómeno excluido
¿Qué quiere decir? Quiere
decir que existe un aspecto descuidado por la ciencia social, en aquel entonces
y seguramente todavía hoy: un aspecto que se pretendía entender por el método
empírico. Lo afectivo era un asunto secundario para el método que deseaba
prevalecer en las investigaciones sociológicas y antropológicas. Se deseaba
evitar que el método empírico “se desintegre para provecho de una metafísica
social a menudo simplista y de procedimientos de investigación inciertos”.
Porque “el método sólo puede robustecerse –y con mayor razón ampliarse– con un
conocimiento cada vez más exacto del propio objeto, de sus caracteres
específicos y de sus elementos distintivos. Estamos lejos de ello.” (Ib,
92)
Se
contemplaba la estructura, sus componentes palpables y cuantificables, pero
dejando por el camino los elementos impalpables e inconmensurables. ¿Cómo
podría alcanzarse “un conocimiento cada vez más exacto del propio objeto”
prescindiendo de la subjetividad humana? El problema se explica si se tiene en
cuenta el orden de esa “metafísica social”, que aún hoy suele ser mal vista, y
que se desdeñaba frente a lo que sólo era posible conocer por dos vías
complementarias: las conductas colectivas y ciertas pautas de conducta o
patrones a los cuales se constreñían las costumbres y los hábitos (formas de
alimentación y seguridad, creencias mágicas o religiosas, reglas de sexualidad
y reproducción, etcétera).
Se
dejaba atrás el dominio igualmente atendible de la interioridad psíquica, o se
explicaba mediane métodos puramente objetivos, insuficientes para penetrar en
el dominio de la afectividad y la subjetividad. Por lo que se practicó un
cientificismo “exultante” que encandiló a los sociólogos, antropólogos y
etnólogos, y “la idea de que la totalidad de las costumbres de un pueblo
siempre forma un todo ordenado, un sistema”. Pero “Las sociedades humanas, lo
mismo que los seres humanos individuales, nunca crean partiendo de un todo sino
que meramente eligen ciertas combinaciones de un repertorio de ideas que les
eran anteriormente accesibles” (Geertz, 292).
La
interpretación por entonces al uso “anula la historia, reduce el sentimiento a
una sombra del intelecto y remplaza los espíritus particulares de salvajes
particulares que viven en selvas particulares por la mentalidad salvaje
inmanente en todos nosotros” (ib., 295). Pues “Los modos del pensamiento
salvaje (silvestre, no domesticado) son primarios en la mentalidad humana. Son
los que todos tenemos en común. Las estructuras de pensamiento civilizadas
(domesticadas, domadas) de la ciencia y la erudición moderna son productos
especializados de nuestra sociedad. Son productos secundarios, derivados y,
aunque no inútiles, artificiales. Si bien estos modos primarios de pensamiento
(y los fundamentos de la vida social humana) son ‛silvestres’ como el
‛pensamiento silvestre’ (trinitaria) –espectacular retruécano que da su título
a La Pensée Sauvage–, son empero esencialmente intelectuales,
racionales, lógicos, no emocionales o instintivos o místicos.” (Ib.,
297)
El
camino a seguir con el fin de atenuar estos inconvenientes, aunque no fuera
para eliminarlos del todo, es el de refrendarlos mediante un estudio vécico o
vicisitudinario. Sólo podría lograrlo una investigación que superara la
expresión inmediata y visible (conductista y empírica) de la subjetividad y
descubriera la huella dinámica impresa por mil acontecimientos físicos y
mentales que amojonan la historia personal y enriquecen la facultad resolutiva
de la inteligencia humana. Sería la manera de ampliar el método de
introspección dotándolo de la capacidad de rescatar y comprender cómo surgieron
no ideas sino sólo formas operativas que entran a constituir el saber
personal al haber sido recreadas experiencialmente en mil ocasiones o veces de
la historia de vida. No con el fin de estudiar la evolución de determinados
fenómenos psíquicos, como es del caso en la psicología y la psicología
profunda, sino para detectar lo que de ellos mantiene su presencia operativa y
resolutiva en toda relación dinámica del individuo con el entorno.
Final
“Después de un siglo y medio
de investigaciones en las profundidades de la conciencia humana,
investigaciones que descubrieron ocultos intereses, emociones infantiles o un
caos de apetitos animales, tenemos ahora una investigación que comprueba que la
pura luz de la sabiduría natural resplandece en todos nosotros por igual. Sin
duda esta conclusión será bien recibida en algunas esferas para no decir que
con alivio. Sin embargo, el hecho de que dicha investigación se haya emprendido
desde una base antropológica parece en extremo sorprendente. Pues los
antropólogos siempre se sintieron tentados –como el propio Lévi-Strauss lo
estuvo una vez– a salir de las bibliotecas y salas de lectura, donde es difícil
recordar que el espíritu del hombre no es clara luz, y a ir ‛al campo’ mismo,
donde es imposible olvidarlo. Aunque ya no queden muchos ‛verdaderos salvajes’,
hay todavía bastantes individuos humanos vívidamente peculiares para hacer que
toda doctrina del hombre que lo conciba como el portador de inmutables verdades
de la razón –una ‛lógica original’ que procede de ‛la estructura de la mente’–
parezca tan sólo una exquisita curiosidad académica.” (Geertz, 298)
“En
cualquier momento de mi situación biográficamente determinada, yo sólo me
intereso por algunos elementos, o algunos aspectos, de ambos sectores del mundo
presupuesto, el que está dentro de mi control y el que está fuera de él. Mi
interés prevaleciente –o, con mayor precisión, el sistema prevaleciente de mis
intereses, puesto que no existe un interés aislado– determina la naturaleza de
tal selección. Esta afirmación es válida, con independencia del significado
preciso que se atribuya el término ‛interés’ y también con independencia de lo
que se proponga con respecto al origen del sistema de intereses. Sea como sea,
existe una selección de cosas y aspectos de las cosas que son significativos
para mí en cualquier momento dado, mientras que otras cosas y otros aspectos
por ahora no me interesan o están fuera de mi vista. Todo esto se halla
biográficamente determinado; es decir, la situación actual del actor tiene su
historia; es la sedimentación de todas sus experiencias subjetivas anteriores.
No son experimentadas por el actor como anónimas, sino como únicas y dadas
subjetivamente a él, y sólo a él.” (Schutz, 2008, 93)
“La
experiencia fundamentada de una vida –lo que un fenomenólogo llamaría la
estructura ‛sedimentada’ de la experiencia del individuo– condiciona la
subsiguiente interpretación de todo nuevo suceso y actividad. ‛El’ mundo es
transpuesto a ‛mi’ mundo, de acuerdo con los elementos significativos de mi
situación biográfica. El individuo, como actor en el mundo social, define,
pues, la realidad que encuentra.” (Natanson, 17, en Schutz, 2008)
La
teoría de Alfred Schutz descuenta la importancia de la experiencia personal,
historia del individuo o biografía. No penetra en el misterio de esa
“estructura sedimentada”, pues su cometido es ocuparse de la teoría social. En
general, se refiere a “múltiples experiencias que tiene el sí-mismo de sus
propias actitudes básicas en el pasado” (Schutz, 2012, 26).
APÉNDICES
A)
SOBRE
LA HISTORIA
1) De acuerdo a nuestros planteamientos anteriores, y
con el fin de aclarar algunos aspectos de la teoría vécica, desearíamos agregar
algo acerca de la historia íntima que se genera como hecho de experiencia y
pasa a formar parte de la inteligencia en el mismo dominio temporal de la
historia cronológica.
Cada instancia de vida,
circunstancia, acontecimiento de la historia personal, suceso de la vida
cotidiana, es ámbito propicio para su gestación. Esto es, para que el hecho dé
lugar a una configuración funcional o algoritmo biológico que puede aplicarse como
recurso de carácter cognitivo en el pensar y en el actuar funcional. Esta
configuración es puramente utilitaria para toda nueva circunstancia de rasgos
semejantes o que responde a un mismo patrón o forma de funcionamiento.
Hemos dicho que la historia vécica es una serie no lineal
de hechos a partir de los cuales se ha consagrado una configuración vécica.
Decimos “no lineal” porque no es sucesión sino ocasión aislada, indeterminada y
no registrada por la memoria, aunque gravite en el saber y en la aplicación del
saber en la praxis de vida. A esto nos referimos cuando hablamos de vez
pura, ocasión en que la experiencia funciona como fuente y origen del saber
personal.
Decimos “configuración
vécica” para referirnos a esa fuente de saber, a las idoneidades, capacidades y
recursos incorporados por el sujeto en función de resolución de problemas,
superación de dificultades, revelación de misterios, etcétera. La historia vécica
no se define en arreglo a los parámetros de la dimensión temporal, porque no es
historia de acontecimientos en serie sino historia sólo de algunos
acontecimientos en los que se ha producido un resultado en favor o en contra de
lo conveniente para el sujeto. Es acto que alimenta la inteligencia y fenómeno
que la define en sus rasgos característicos y distintivos: intelecto, moral y
emociones.
2) La historia vécica es diferente a la historia
temporal o cronológica por su carácter intemporal. Si bien nace en el tiempo,
al convertirse en historia de una serie selecta de fenómenos psíquicos cuya
elaboración final alimenta la inteligencia práctica, escapa del tiempo y
permanece como capacidad, mental y física, independientemente de la seriación
cronológica y respectiva acumulación cuantitativa que recoge o no recoge la
memoria. Los procesos de los cuales nace la historia vécica desaparecen del
tiempo y de la memoria tan pronto como se transforman en patrones recursivos o
algoritmos que se ponen al servicio de las necesidades cognitivas.
La voluntad del individuo
decide y ejecuta las modificaciones necesarias para que la circunstancia de
vida no se oponga a lo que entiende que le conviene. Las transformaciones
resultantes quieren aparejarse con las idoneidades innatas, aunque de ninguna manera
lo sean. Tampoco es lo que habitualmente se atribuye a la experiencia en tanto
repetición y permanencia en una tarea u oficio, sino lo que, en un acto en el
que interviene la propia inspiración y por el cual se supera una circunstancia
adversa, se consolida un recurso cognitivo y funcional que se incorpora a las
habilidades e idoneidades propias. La superación de lo adverso es, por lo
tanto, lo que define la transformación de un hecho físico en algoritmo
biológico.
El algoritmo –recurso
cognitivo y funcional adquirido por la vía de la experiencia propia– es tan
importante para la conciencia como los demás recursos de conocimiento
incorporados por aprendizajes expresos o por la educación formal, general o
especializada. La historia temporal sería una historia diferente sin esta clase
de aprendizaje en la cual se prueban y consolidan todas las habilidades,
innatas y adquiridas por instrucción externa. Se trata de modificaciones que,
aunque sólo puedan comprobarse en forma subjetiva e introspectiva, parecen
fijarse con mayor facilidad que todas las demás.
3) La historia vécica es la encargada de reconocer y
de interpretar la historia temporal. Sin ella la historia temporal de cada
individuo sería para él una historia de hechos que podría recordar, pero sin
poder atribuirle la significación imprescindible para el autorreconocimiento,
la comparecencia del yo ante sí mismo o conciencia propiamente dicha. Se
trataría de una historia vacía para el funcionamiento psíquico, vacío en lo
moral y en lo espiritual y endeble en lo racional.
Se
trataría de una historia individual cualquiera, una seriación de hechos de un
ser vivo que no ha hecho nada importante en su vida, nada para sobrevivir, para
superar los problemas que presenta cualquier clase de vida humana, de modo que
se ha dejado superar por ellos. La historia vécica convierte al individuo
cualquiera en persona única, a la relación con el mundo en un sentido inverso
al cronológico: la comparecencia del individuo ante el mundo se convierte en
comparecencia del mundo ante la persona. La historia del mundo en su entorno
pasa a ser su historia verdadera.
Mundo es todo lo que
sabe, de ahí que a veces se diga de alguien que sabe mucho o se comporta
como sabio que es “persona de mundo”. De todas maneras, la conciencia es más
vasta que lo que la persona sabe: “el contenido de la conciencia es mejor y más
amplio, más hondo y más original que la amplitud de lo sabido” (Rahner, T. V,
“Historia del mundo e historia de la salvación”, 115). Esto quiere decir que la
conciencia siempre busca enderezar su proyección hacia un más allá de ella
misma, que quiere trascender su sí mismo, ir a lo que no puede alcanzar.
En la persona radica toda
la importancia de la historia del mundo, en el entorno del mundo que a ella le
corresponde. Porque la vida establece un intercambio de modificaciones entre la
persona y el mundo, pequeñas o grandes, que tienen la consecuencia fundamental
de conciliar la imperturbabilidad del mundo y el empeño por perturbarlo de
parte de la persona. Del intercambio surge una verdad eventual que funciona
como verdad comprobada, al menos en lo que atañe al mundo de la persona. Una
verdad que, si bien es sólo funcional, puede confiar provisionalmente en ella.
Si ante su intervención el mundo reacciona de una u otra manera, la persona lo
entiende experimentalmente. Por lo que la historia del mundo es la historia de
la interpretación por parte del individuo consciente.
4) La historia vécica puede entrar en conflicto con
la historia cronológica, aunque sus relaciones con el espacio y el tiempo sean
distintas. Entran en conflicto si por alguna razón los algoritmos dejan de
funcionar, por ejemplo, debido a una fuerte imposición externa que obligue a
pensar, a sentir o a actuar enajenándolos o desplazándolos hacia un rincón
oscuro de la conciencia. Esto no es para nada raro en la vida social de la
persona ni aun en la privada. El sujeto no es consciente del fenómeno, y sin saberlo
se abandona al influjo ajeno con facilidad. Pues es más cómodo abandonarse a
esa fuerza que elaborar ideas o que simular sentimientos cuando no se los
tiene. Es el caso en el que predomina la experiencia ajena en lugar de la
personal.
La vacuidad y la
superficialidad que puedan registrar las ideas, actos y sentimientos
emocionales y morales son prueba de una probable debilidad de los algoritmos
biológicos adquiridos en la experiencia. Esas insuficiencias pueden deberse a
que los algoritmos no se hayan procesado por una inhabilidad congénita en el
desempeño de la experiencia, la ausencia de enfrentamiento con la adversidad o
sencillamente por una pobreza radical de experiencia de vida.
El otro motivo por el
cual la historia vécica y la historia temporal pueden entrar en conflicto es el
de la superposición del saber adquirido sobre el saber vécico. Se trata de la
preponderancia de las apelaciones a lo intelectual por encima del saber práctico
proveniente del contacto con el mundo en la acción concreta. Esto puede
encontrarse en personas demasiado confiadas en principios o en ideas que no han
sido probadas en la experiencia pero que igualmente entran a formar parte de
los desempeños y las conductas.
5) La historia vécica no se registra como contenido
de memoria, mientras que la cronológica se registra y sólo puede rescatarse por
ese contenido. De lo que se derivan dos consecuencias principales. En primer
lugar, la historia vécica genera saberes experienciales y también formas de
actuar en situaciones complejas y en forma espontánea. Ambas historias se
ayudan mutua y permanentemente, una de ellas memorizando y extrayendo
conocimiento de lo recordado, y la otra apelando a recursos que actúan de
acuerdo a una modalidad semejante a la del instinto, aunque no sea instinto
sino saber adquirido en la experiencia y por cuenta propia.
En segundo lugar, por la
historia vécica el individuo adquiere identidad propia en sus desempeños, en
sus convicciones, en sus conductas, una personalidad independiente de los
aprendizajes y enseñanzas recibidos u obtenidos desde fuera de la órbita de la
voluntad propia y de su capacidad autodidacta. No quiere decir que los saberes
adquiridos en la historia temporal tengan que ser mejores o peores que los
adquiridos a través de la historia vécica, ni que tengan que competir en la
circunstancia. Es difícil si no imposible discernir entre ellos y sólo es
posible y por hipótesis atribuir al saber vécico el sesgo más original e
innovador en los resultados.
6) En línea con el punto anterior, la historia vécica
no admite narración como admite la historia cronológica. Esto impide el
conocimiento pormenorizado de cada una de las veces en que se produce el
fenómeno por el cual la experiencia se transforma en conocimientos y en
habilidades recursivas de orden físico o intelectual. Impide también la
verificación de si existe alguna clase de relación entre las veces discontinuas
o si permanecen aisladas y actúan separadamente.
No es posible describir,
pues, la evolución cronológica de las veces en que se produce el fenómeno de
transformación en saberes e idoneidades a partir de la experiencia. No es
posible conocer el lazo que une la experiencia-aprendizaje con la experiencia en
la que se aplica lo adquirido por el mismo aprendizaje o con aquella
experiencia en que es posible aplicar un elemento semejante o relacionado de
alguna manera con la experiencia vivida originalmente.
Se activan una y otra vez
determinados aprendizajes ya consumados, integrados, asimilados y prestos a
servir como principales recursos cognitivos y de respuesta ante situaciones
adversas. Ahora bien, ¿es posible que el fenómeno se transmita de una vez a otra
en forma semejante a como se transmiten los caracteres de un individuo a otro
en la descendencia? ¿Que, así como en este caso se transmiten con independencia
del germoplasma (genes que se transmiten a la descendencia y que no incluyen
los caracteres adquiridos), en el mismo individuo se transmitan con
independencia de la memoria y de aquellos arcos reflejo producidos por
repeticiones y automatizaciones mecánicas?
La pregunta viene al caso
porque en la herencia tampoco es posible describir la historia de los
caracteres adquiridos que luego se transmiten de una generación a otra. No hay
narración posible para la historia vécica y tampoco la hay para los hechos que determinan
las enseñanzas adquiridas que luego son transmitidas a la descendencia.
7) “En sus comienzos, la conducta aprendida parece no
haber sido más que un aditamento de la conducta instintiva. Para los primeros
vertebrados terrestres fue probablemente un recurso, un medio de protección del
individuo, cuya importancia como tal se iba haciendo mayor, salvando a la
especie de la extinción y proporcionándole tiempo para desarrollar nuevos
instintos. Si las cosas pasaron así, traicionó sus propios objetivos. La
disposición para aprender y, en consecuencia, para adaptarse individualmente debe
haber amortiguado la intensidad de la selección natural, retardando el proceso
de fijación de formas nuevas y más favorables de conducta automática que
pudieran surgir. El aprendizaje, en sí, en nada contribuyó a la adaptación
fundamental de las especies a su ambiente, porque los hábitos adquiridos
durante la vida del individuo no son transmitidos por el plasma germinal. Si
los vertebrados terrestres se hubieran detenido en este punto, con toda
probabilidad hubieran sido dejados muy atrás en la lucha por la existencia. Su
victoria final se debió a la adquisición de la facultad de transmitir la
conducta aprendida de una generación a otra generación, con independencia del
germoplasma. Al mismo tiempo que por la experiencia pudieron aprender unos de
otros” (Linton, 84).
El mismo o parecido
fenómeno puede ser el que se reproduzca en el mismo individuo para el caso de
la historia vécica: la transmisión no lineal de una vez a otra, los rasgos
adquiridos en veces indeterminadas e innominadas transmitidos a veces concretas
en las cuales el individuo enfrenta dificultades y es preciso que resuelva
problemas.
8) La dotación del humano en materia de
recursos instintivos es mínima y se reduce a la respiración, la deglución, a
agarrar con las manos y a algunas reacciones ante el miedo, mientras que en
especies como las aves y los insectos es mayor (Linton, ib.). Por lo
que, así como el éxito en la supervivencia de la especie pudo deberse a la
adquisición de la facultad de transmitir la conducta aprendida de una
generación a otra, el éxito en el desempeño del individuo puede deberse a la
adquisición de la facultad de transmitir la conducta aprendida de una
circunstancia a otra.
Es posible que los
patrones sinápticos o algoritmos biológicos vengan a suplantar la carencia de
instintos para la resolución de problemas e, igualmente, a complementar a la
memoria con sus limitaciones funcionales. En su defecto, pudo la memoria haber
aprendido a convertir su almacén de elementos pasivos en productos elaborados y
capaces de volverse activos trascendiendo su jurisdicción originaria. Por lo
que la necesidad de retención de las vivencias, con sus consecuencias en los
aprendizajes, especialmente en todo lo que resultase de ellos favorable y
conveniente para la vida, ha terminado transmutándose en inteligencia. Por otra
parte, esos algoritmos funcionan de manera parecida a los instintos.
La historia vécica, en
consecuencia, es la que corresponde en la evolución a la instrumentación de las
capacidades del ser humano en todo lo que tiene que ver con los aprendizajes
fuera de la influencia de los genes y de la participación de la memoria.
B) SOBRE LA REALIDAD
1) La realidad vécica no es una realidad de
sustancias con extensión inscripta en la dimensión espaciotemporal. Es
inextensa e intemporal y por ende no objetivable, pensable como en ciencia se
piensan los campos. Un campo es una abstracción en la cual la realidad
es sólo probable y no efectiva. Carece de límites precisos y se reconoce sólo
por determinados hechos derivados, es decir, por otras entidades cuya realidad
sí es concreta aun cuando dependa del campo.
Tomar conocimiento de la
realidad vécica significa reconocer una frecuencia en el acontecer vital y no
el acontecer. La advertimos por la frecuencia y la comprobamos como lo hacemos
con las frecuencias de los hechos materiales y concretos. Pero es una frecuencia
de relaciones entre cosas y no de cosas, no de objetos, hechos o procesos.
Intervenimos en el entorno de tal modo que entramos a formar parte de él:
modificamos la realidad externa y de sola comparecencia ante el mundo, desde el
nacimiento, nos convertimos en realidad única e indivisa. El mundo y nosotros
en una sola realidad, no percibida sino interpretada.
Es una realidad que no se
ve, aunque participamos en ella como en la que se ve. Se siente como se sienten
los sentimientos, es decir, en la modalidad interna. Es un dominio en el cual
las personas se reconocen por debajo de los actos y de los lenguajes. Se
reconoce, pero no se conoce; se participa en ella, pero no voluntariamente. Es
el caso en el cual algo nos dice, con precisión ajustada o no a la realidad
objetiva, que una persona es buena o mala sin que responda a razonamiento
alguno ni a ninguna prueba.
Funcionan entonces los
mecanismos algorítmicos que nos transmiten lo que hemos aprendido en la vida “a
los golpes “, como se dice habitualmente. De una vez indeterminada y perdida
para la memoria se establece una respectividad en otra: existe una transmisión
de contenidos de un acto a otro.
2) “La facultad de transmitir de generación a
generación la conducta aprendida dio a los mamíferos una ventaja abrumadora en
la lucha por la existencia, ya que les fue posible desarrollar y transmitir una
serie de padrones de conducta tan definidos como los originados por los
instintos, pero susceptibles de una modificación mucho más rápida. Sin perder
su propia flexibilidad, el individuo se benefició con la experiencia de sus
antepasados. En estas circunstancias no sólo pudo modificar su conducta para
hacer frente a las emergencias, sino también cambiar rápida y fácilmente los
patrones recibidos para hacer frente a las variables condiciones del medio.”
(Linton, 88)
Se podría suponer que la
conducta adquirida pueda transmitirse en el ámbito de lo individual de la misma
manera en que se trasmite de individuo a individuo en la descendencia. Que una
configuración neurológica adquirida actúe de la misma manera en diversas
circunstancias descargándose y transmitiéndose desde un centro que se modifica
de acuerdo a los resultados en la experiencia. La capacidad vécica funcionaría
como funcionan las capacidades que se heredan.
La característica
principal de esta transmisión interna sería la que es capaz de producir aumento
en la eficiencia de los resultados. En esto también se verifica el correlato
con la transmisión de individuo a individuo en la especie “por su tendencia a un
enriquecimiento progresivo” (Linton, 92). Es sólo hipótesis, sólo deducir una
propiedad por la lógica de la semejanza, sin demostrar alguna de esa lógica en
un plano ahora biológico y neurológico.
Los aprendizajes externos
difieren de los propios e independientes, y son estos últimos los que con mayor
facilidad recrearían y aun aumentarían su eficiencia en situaciones en las que
el orden de dificultades fuese semejante al de la situación original. La
repetición, por su parte, aportaría la afinación y la automatización que
caracterizan a los instintos, aunque no aportaría mucho al mejoramiento.
3) La capacidad de generar saberes y
habilidades a partir del trato del individuo con el mundo, habitualmente
llamado experiencia, sugiere otra deducción –o inducción– en gran parte
justificable. Se trata del impulso de vida del que hablan diversas filosofías.
Se pueden citar algunos ejemplos, como la fuerza o élan vital de
Bergson, la voluntad de vivir de Schopenhauer o la voluntad de poder
de Nietzsche, entre los ejemplos más famosos. Y son bien conocidas otras
especulaciones todas con el ojo puesto en lo que no deja de ser el gran misterio
de la vida, su fuerza, el afán de continuidad, el don de dirigirse en
términos progresivos hacia un fin que se desconoce.
También los teólogos se
refieren a este misterio en términos no tan diferentes a los de los filósofos y
científicos. Por ejemplo, en referencia a los “enunciados” sobre la revelación,
en los cuales se encuentra el misterio: “Tales enunciados se distinguen de los
de la razón natural que son entendidos, penetrados y demostrados. Y así se
miden en su ser característico tomando como norma la esencia de la ratio
–no la del intellectus, originariamente uno con la voluntad […] La ratio
es la facultad que en sí tiende a la evidencia, inteligencia, penetración,
demostración rigurosa [pero] el concepto de esta ratio así supuesta es
[…] demasiado estrecho y relativo, él mismo tiene que ser examinado
críticamente” (Rahner, T. IV, “Sobre el concepto de misterio”, 57 y 58). Para
el creyente “Dios le está dado al hombre esencialmente en tanto misterio
santo.” (ib., 77)
4) El misterio puede al menos aclarase un poco
si se tiene en cuenta cómo influye en la actitud del individuo en su vida
cotidiana y frente a los problemas. Es la fuente de la cual extrae la fuerza
para enfrentar las trabas insalvables que se presentan en su vida, la causa de
su curiosidad y el acicate para satisfacerla. El misterio no está en el
problema, sino que es el problema. El individuo crea por sí mismo la facultad
resolutiva, sea que el medio social le haya instrumentado la base material de
sus recursos, sea que los haya instrumentado el poder divino. Como quiera que
fuese, el individuo se embandera con el misterio, aunque sea insuflado por una
voluntad superior a él.
Por otra parte, la
realidad es asimilada por el individuo de acuerdo y según intervengan las
emociones. No es establecida puramente por la fría racionalidad, por lo que
intervienen en la relación también los estados anímicos. La impresión del
entorno y su circunstancia impresiona al individuo de diferentes maneras, y en
todas influye una particular visión del mundo: “puede decirse que cuanto
más nos excita un objeto concebido mayor es su realidad. El mismo objeto
nos excita de modos diferentes en diferentes momentos. Las verdades morales y
religiosas ‛nos entran’ con más facilidad en unas ocasiones que en otras”
(James, XXI, “La percepción de la realidad”, 804).
5) Del punto anterior se desprende que la
realidad, tal como aparece ante la conciencia, es más humana que inanimada, más
viva que cósica. Y que el misterio es humano, porque el problema es del hombre;
se estampa en los enunciados profanos y en los enunciados dogmáticos (Rahner,
T. V, “¿Qué es un enunciado dogmático?”, 57). El misterio es misterio para el
individuo no para el cosmos, para el cual no hay misterios, pues si los
hubiera, entonces, tendría conciencia, lo que hasta ahora desconocemos. La
realidad humana y la realidad cósmica coinciden, pero el misterio lo pone lo
humano en la escala de participación que le corresponde.
Para la conciencia la
realidad es una entidad viva, pero lo vivo de esa entidad depende de ella. Del trato
con el entorno la conciencia extrae una noción de verdad, y esa noción es
la que le proporciona información confiable sobre la realidad con la que se
asocia y en la que se desempeña. El misterio nace de esa relación en la cual la
verdad nunca se satisface.
6) La verdad surge de la mediación del
individuo en el entorno y de la devolución del entorno respecto a esa mediación.
Si es conveniente, entonces es verdadera, si no lo es, entonces es falsa –y de
esa dicotomía deriva la distinción entre apariencia y realidad. Siempre que se
trate de conveniencia se apunta a lo positivo para la vida, contenidos
prácticos o intelectuales, racionales o irracionales, emocionales o
fisiológicos. El primer sentimiento de conveniencia es el que tiene que ver con
la supervivencia, con el problema de seguir.
A este respecto es
preciso reconocer la ambivalencia de un hecho crucial, y es el de comprender
mediante recursos provenientes de lo ya comprendido y comprender bajo los
efectos de la misma incomprensión, del no poder comprender. Se presenta un
problema que no se reconoce porque la incomprensión no puede generar su
opuesto, y esto parece lógico. Sin embargo, la incomprensión es el acicate de
la comprensión trascendente: aunque no se sepa cómo, la perplejidad de la
incomprensión es el estímulo que conduce a la generación de respuestas
innovadoras. Veámoslo:
7) La perplejidad producida por la
incomprensión y el asombro, provocados por la percepción de lo desconocido,
componen el elemento que se dispone bajo el denominador común del misterio.
Y el misterio surge de dos motivaciones históricas en cuanto a la comprensión
de la realidad. El desconocimiento, esto es la simple ignorancia, por un lado,
el componente negativo de la incomprensión y, por otro lado, la trascendencia
que comprende lo que está más allá del alcance de la conciencia, el componente
positivo. Si el primero corresponde a las inquietudes de la ciencia y de la
filosofía, el segundo corresponde a las del arte y de las religiones.
En lo que concierne a lo
positivo, y en el caso del arte, la incomprensión se manifiesta en los términos
del símbolo y de la alegoría, de manera que la satisfacción del misterio se
consagra por la vía de la interpretación, si es necesario a la sensibilidad, o
por el simple sentir sin participación de la racionalidad estricta. En el caso
de la religión, la incomprensión no busca modificarse y se mantiene como valor
acendrado y legitimación de sí misma, “haciendo que la incomprensibilidad de
Dios sea la bienaventuranza del hombre como el ser del misterio uno y
permanente”, lo que constituye “el saber del no-saber”.
A este respecto el teólogo
agrega: “Mientras se mida la altura de un conocimiento según su ‛comprensión’
–aunque en su verdad última no se sabe de ningún modo–, es decir, mientras se
crea que la comprensión que analiza y reduce, que deduce y domina es más y no
menos que la experiencia de la incomprensibilidad divina, más que el dominio
bienaventurado por la misma luz inaccesible, no se ha entendido nada del
misterio y nada de la verdadera esencia de la gracia y de la gloria.” (Rahner,
“Sobre el concepto de misterio”, T. IV, 80)
8) En el territorio de lo profano, la
incomprensión positiva se presenta como inquietud, incertidumbre y asombro.
Como en el de lo sagrado, en el de lo profano la incomprensión apunta al
misterio, desemejante al divino en las clasificaciones, pero semejante si se le
despoja de sus ropajes institucionales, eclesiásticos y teológicos. En todo
individuo humano persiste el sentimiento de trascendencia, la tendencia a
sobreseerse a sí mismo y proyectarse en un más allá de esperanzada realización.
Esta proyección no
pertenece a la esfera de lo negativo, esto es, la esfera en la que reina la
necesidad de explicación racional, sometida a lo espaciotemporal, a la
necesidad de certidumbre y de logos. Responde a la esfera de la realidad
vécica, intemporal e invisible. No hay otra alternativa que aceptar este tipo
de corrección de la incertidumbre y de la indecisión: dar lugar a la
espontaneidad multicontecida y agazapada tras las sombras de los hechos no
registrados en la memoria personal.
C) SOBRE EL YO
1) El saber vécico es
instantáneo e involuntario y se manifiesta sin necesidad de que sea procurado
en forma consciente. Interviene en toda circunstancia adversa y en los casos en
los que es necesario resolver problemas o revelar misterios. Es propio de todo
acto mental o corporal, descubrimiento, invención o creación de carácter
creativo y original. Es relegado por el conocimiento científico y la clase de
saberes especializados, incorporados por aprendizajes externos formales o
informales. El saber vécico constituye una facultad creada y recreada por el
individuo en su desempeño en el mundo que lo contiene e interviene en forma
definitiva en la conciencia del yo y en la construcción de la personalidad.
Es posible
que la intuición esté íntimamente relacionada con el saber vécico, aunque
también lo esté con los instintos y con el acervo de conocimiento especializado
adquirido por la vía de los aprendizajes. El fenómeno de la intuición puede
estar relacionado en sus fuentes con los acontecimientos vécicos consolidados
en la experiencia y transfigurados en inteligencia personal. El saber intuitivo
sólo puede explicarse racionalmente por la comunicación interna de los
suministros generados en la experiencia. Sólo la historia personal y la
experiencia pueden dar respuesta contundente al concepto de intuición.
2) “Experiencia significa experiencia
de algo externo que se supone que nos impresiona, sea espontáneamente o como
consecuencia de nuestras actividades y acciones […] la experiencia nos moldea a
cada hora, y hace nuestras mentes un espejo de las condiciones de tiempo y
espacio que existen entre las cosas del mundo. El principio del hábito que
tenemos dentro de nosotros fija de tal modo el material que después se
nos dificulta incluso imaginar cómo podría ser el orden externo diferente de lo
que es […] Estos hábitos de transición,
de un pensamiento a otro, son características de una estructura mental que no
teníamos al nacer; podemos verlos crecer bajo el dedo modelador de la
experiencia, y también podemos observar cuán a menudo la experiencia deshace su
propio trabajo de modo que sustituye un orden antiguo con uno nuevo.” (James,
XXVIII, “De las verdades necesarias y de los efectos de la experiencia”,1046)
“En otras palabras, ‛el orden de la
experiencia’, en este terreno de las conjunciones de tiempo y espacio de
las cosas, es una indisputablemente vera causa de nuestras formas de
pensar. Es nuestro educador, nuestro amigo y ayudante, y su nombre, que
representa algo tan real y tan definido, debe mantenerse como algo sagrado a lo
cual no deben atribuirse significados vagos que solamente lo empañarían. Si todas
las conexiones entre ideas habidas en la mente pudieran ser interpretadas como
otras tantas combinaciones de datos sensoriales que fueron fijados de este modo
desde el exterior, entonces la experiencia, en el sentido común y legítimo de
la palabra, sería el único arquitecto de la mente.” (James, en el mismo
lugar.)
3) Relaciones con la intuición. La psicología
se resiste a hablar sobre el tema, pero es motivo de especial atención por
parte de algunos filósofos. Para Henri Bergson, por ejemplo, la intuición es
“una especie de simpatía por la cual nos transportamos al interior del objeto
para coincidir con lo que él tiene de único, y por consecuencia de
inexpresable. La intuición, pues, a diferencia de la inteligencia, que busca
conocer acerca de las cosas sólo sus relaciones –es decir, lo que ellas tienen
de general y abstracto– permite llegar hasta la duración concreta, viviéndola
como tal” (Bersanelli, 70-71); texto en el cual “duración” quiere decir tiempo
vivido internamente, no el tiempo físico ligado al movimiento en el espacio].
El acto de la intuición se parece “a la
facultad de imaginar y organizar del historiador, por la que hace revivir en su
conciencia el pasado individual, pero con una diferencia importante: que la
intuición no es aquí sólo la obra de imaginar y organizar, sino que importa un
contacto inmediato del sujeto con una realidad interiormente sentida”
(subrayado nuestro; Lalande, citado por Bersanelli, en el mismo lugar).
Esta forma del saber
interviene profusamente en la construcción del yo. “La construcción del yo,
considerada en la progresión de sus formas sucesivas de organización, no podría
ser concebida como una serie de estados de los que cada uno se añadiría al anterior
para reemplazarlo” El yo, pues, “lleva en sí mismo, hasta en su sueño, las
bases prehistóricas de su ser, del mismo modo que aquello que yo debo
llegar a ser o aquello que yo he llegado a ser, permanece todavía en el
fondo de mí-mismo” (Ey, “El yo o el ser consciente de sí mismo”, 257).
No se construye en
función de la información recibida ni por sólo la elaboración de esa
información, y tampoco por obra de los sentidos, aunque evidentemente todo
interviene en el proceso histórico personal. Pero no habría yo sin experiencia,
puesto que es el nivel en el cual se juega la verdadera asimilación del saber y
se prueban los sentimientos y las emociones. Se trata “de la temporalización
histórica del yo, ya que éste no llega a ser él mismo más que en función de su
propiedad de inscribir, fuera de sí mismo, de su pasado y de la actualidad de
su experiencia, una historia que quedará como la suya para él y
para los demás” (Ey, 262).
4) El conocimiento se realiza en un discurso en el
cual se exponen y comunican los contenidos mentales en un continuo que se
desarrolla en el tiempo. El saber vécico no es discursivo ni temporal; se
realiza en operaciones discretas respecto a contenidos cualesquiera y mediante
patrones de funcionamiento generados en el dominio de la plasticidad sináptica
y a través de la experiencia de vida. Estas formas instrumentales o patrones
pasan a servir como destrezas operativas en diversidad de ocasiones problemáticas.
Es muy difícil si no
imposible conocer la composición de estos patrones o algoritmos
correspondientes al saber vécico. Sólo es posible concebir la composición como
se concibe una figura lógica: cálculo mediante el cual se encuentra el valor
lógico de una variable. Esto es, como la salida o escape que se encuentra en
una situación sin solución aparente. Por su naturaleza lógica, el desempeño del
saber vécico se asocia principalmente al plano funcional, a la vida operativa y
práctica de la inteligencia. Pero, como veremos, no es del todo así.
5) Los algoritmos formados en la experiencia no son
algoritmos matemáticos ni lógicos como los de la inteligencia artificial, la
cual, precisamente, se inspira en ellos. En la plena realidad de la experiencia
psíquica y biológica son especies de algoritmos que pueden describirse de
manera semejante a como se describen los cálculos de una lógica informal. Esto
quiere decir que se ordenan de acuerdo a la información que se recaba en la
misma situación, por lo que pueden modificase en pleno funcionamiento, transformarse
y adaptarse a las necesidades del momento.
Pueden avanzar o
retroceder, cambiar las bases del cálculo, corregir sus pasos, elegir las
conclusiones y aumentar su eficacia espontánea y plásticamente. La tecnología
computacional que gobierna el funcionamiento de los artefactos y máquinas
actuales de última generación, así como el pleno de la inteligencia artificial,
están inspirados en el funcionamiento de las redes neurológicas que, hasta
ahora, y si bien pueden superar a las naturales en términos de velocidad o
rendimiento, no han podido ser superados en versatilidad y sutileza.
Así, no sólo intervienen
en situaciones prácticas sino también en planos correspondientes a la vida
mental, en general, al abanico completo de los fenómenos psíquicos. Asimismo,
en la esfera de los sentimientos, las emociones y pasiones, la moralidad y los
valores, ayudando a definir las elecciones y preferencias del sujeto. Como en
el plano práctico, el saber vécico tiene una incidencia decisiva en lo que se
refiere a las dudas, creencias, convicciones, y en todo lo que la racionalidad
no alcanza para definir las personalidades y las conductas.
6) El saber vécico no es conocimiento acumulado,
cultura en el sentido social y, por supuesto, tampoco conocimiento alambicado.
Es cultura en el sentido individual y subjetivo, aunque pueda entrar a formar
parte del conocimiento en sus niveles superiores, los que son propios de las
ciencias en general. Es el saber al que apunta la educación en su modalidad
tradicional: la de formar al sujeto. La educación proporciona las bases
de una construcción que corre por cuenta del individuo. Sin el aporte
individual no hay cultura individual, por más que la educación procure
transmitirla.
¿Cuál es el designio de
la educación? Entender que la educación “forma a las personas” es acertado en
el sentido en que la educación facilita la formación integral del individuo; la
personalidad, el carácter, la sensibilidad en general, las capacidades de
decisión y resolución, el talento, la civilidad, etcétera. Pero su designio no
es formar personas en tanto entidades biológicas, físicas y psicológicas,
éticas y estéticas, individuales y sociales. La formación en estos sentidos
corre por cuenta del mismo individuo, y no hay forma de que otra voluntad lo
haga en su lugar. El carácter indiviso del individuo, reflejo en la
misma palabra que lo distingue, sugiere ya que está solo y aislado en lo que se
refiere a realización y a desarrollo en una unicidad que mantiene consigo mismo
en tanto yo.
La educación tiene el
designio de obrar sobre la conciencia, es toda su pretensión y ya es mucha. Es
un designio tan importante como delicado, porque se trata de la intervención de
una fuerza externa que influye fuertemente y hasta modifica seriamente la
estructura psicológica y moral de cualquier sujeto. Es imprescindible que lo
haga, puesto que en nuestro estado originario carecemos de lo fundamental para
participar y realizarnos en la vida particular y social sin fracasos y con
propensión a los éxitos. La educación va, pues, directamente a implementarse en
el nivel vécico de construcción de la persona, es decir, allí en donde la
persona se desenvuelve por sí misma y adquiere su particularidad única en la
experiencia empírica y en la dinámica espiritual.
7) Por lo que las iniciativas de parte de la
educación relacionadas con la pretensión de obrar en el nivel de la vida
práctica, preparación para la supervivencia, desarrollo de habilidades
específicas en empleos, negocios y emprendimientos de toda clase, entrenamiento
en los lenguajes de la persuasión, ingenios artificiales de consagración
social, etcétera, son iniciativas dependientes de la suerte que a cada uno toca
en la vida, fuera del alcance de la educación, muchas correspondientes el
entorno familiar –o que puede hacer las veces de entorno familiar–, y a
aprendizajes que sólo se pueden lograr en la edad madura.
El ideal de la educación es ir a la conciencia
de cada individuo, ayudarla de acuerdo a las particularidades de cada mente,
sensibilidad y capacidad. Pero, como no puede hacerlo y tiene que dirigirse a
todos como si se dirigiera a una totalidad indivisa. Apela al modelo más
representativo de todos los posibles, el que puede someterse a la consideración
pública con su correspondiente aquiescencia, y el que puede instituirse como
ideal de toda la colectividad. La posibilidad real de la educación, pues, es obrar
sobre lo general y no sobre lo particular, ni en cuanto a sujetos físicos ni en
cuanto a posibles empleos de sujetos físicos, lo que queda para las enseñanzas
especializadas, académicas, profesionales, tecnológicas, industriales,
comerciales, relacionadas con la actividad del sector primario o productivo.
8) El saber vécico y lo que del saber vécico influye
en la construcción del yo, es algo que concierne a la dimensión subjetiva. Por
el enorme influjo impreso por la tradición empirista sobre la metafísica, la
filosofía y la psicología, los estudios han privilegiado la dimensión objetiva
como fundamental para la inteligencia humana. No cabe duda de que ha sido un
influjo en bien de la humanidad, la que, bajo las desviaciones de la
subjetividad histórica, padeció durante siglos los males de la superstición propia
del conocimiento precientífico. Por la tradición empirista su pudo comprobar la
verdad, al menos provisoria, el conocimiento en general y la vida mental.
Mediane la percepción directa o a través de instrumentos se pudo explorar
dominios desconocidos y secretos que nunca se hubieran revelado por otra vía.
La importancia de la dimensión objetiva no está en entredicho.
Lo que puede ser objeto
de discusión es el propósito de explicar la vida psíquica en lo estrictamente
subjetivo y fuera del alcance de la observación, de la racionalidad y la
empiricidad, apelando a recursos propios del conocimiento objetivo, descartando
completamente la introspección. No cabe duda de que los medios objetivos nos
explican una parte del misterio, por las conductas individuales y sociales, por
el funcionamiento del cerebro en cuanto a química y neurología en general,
etcétera. Pero, la parte a la que no llega la observación objetiva sólo puede
estudiarse apelando a otros recursos.
También puede apelarse a
la historia personal en lo que contiene más allá de la historia de los actos en
sucesión cronológica y lineal. Pero ¿cómo se puede llegar a ese más allá? El
psicoanálisis se sirve de una especial clase de interpelación a través del
lenguaje. Este método tiene la virtud de proceder a rastrear el acontecimiento
causante de un conflicto en el plano subjetivo y aun inconsciente. Lo que,
desde nuestro punto de vista, no sería sino el acontecimiento vécico o vez
creadora de patrones sinápticos o algoritmos. Se trataría del análisis
practicado en referencia al subconsciente y por parte de una ciencia
descriptiva psico-filosófica.
D) SOBRE LA
VERDAD
La contingencia y la adversidad son fundamentales para la vida. Se
interponen a la actividad por la que el individuo modifica el entorno y el
entorno lo modifica a él. De esa actividad resultan las bases para fundar una
verdad provisoria y consecuencial para el individuo en su praxis de vida.
Del trato con el entorno resultan ciertas contingencias decisivas para la vida
del individuo humano. Son las que, como resultado de ese trato, lo modifican a
él y modifican el mismo entorno. También las que modifican sólo a una de las
partes, sin que la otra se vea afectada, y las que tienden a modificarse sin
lograrlo. En este juego de contingencias y de posibles modificaciones se
concentra lo más importante para la vida de muchos humanos, si bien no de
todos.
De las modificaciones del individuo y del entorno surge una certeza en
cuanto a qué es y cómo se comporta el entorno. También una idea de lo que se
puede y de lo que no se puede hacer para que el segundo responda como espera el
primero. Se trata de modificaciones que cualquiera imprime en su labor diaria,
el empleo, la profesión, el trabajo, el estudio, la tarea diaria, el trato con
otras personas, y que, a su vez y como devolución, influyen en el modo de vida,
lo impactan, rectifican o ratifican, modelan el pensamiento y repercuten en la
conducta.
Las modificaciones provechosas para la vida indican la dirección que es
conveniente seguir en favor de la supervivencia. El imperativo de la
supervivencia, es preciso subrayarlo, aunque habitualmente se relaciona con el
alimento, el abrigo, la salud, la seguridad, etcétera, permanece en toda
circunstancia de vida aun cuando las necesidades primarias están satisfechas.
La sociedad actual, en la que se supone que todo o casi todo está cubierto para
asegurarlas, funciona como un entorno que no se diferencia demasiado con el de
los primitivos cazadores y recolectores. En ambos tipos de sociedad, con sus
características propias y diferencias sustanciales, se dan por igual las
compulsiones por asegurar la permanencia en el individuo, el grupo o la familia
y la colectividad. Cada paso dado por el individuo en su vida diaria es en el
fondo un paso dado en el sentido de la supervivencia. Hoy lo es el trabajo o el
empleo, realizar una tarea doméstica o ir de compras.
Una verdad en
construcción
Abocado el individuo al quehacer de asegurarse la supervivencia, cada uno de
sus pasos es una “comprobación experimental” de acierto o de error, es decir,
de lo que resulta en pro o en contra de la actividad y la creatividad (de la
actividad cultural), en favor o en contra de lo que asegura la prosecución de
la vida y su subsistencia. La permanente actividad del individuo en
procurársela se acompaña, sin que a veces lo advierta, de la actividad de
evitar lo innecesario. Proporcionarse lo que hace falta se complementa
invisiblemente con expurgar lo que no reditúa a favor de la vida en general, de
la propia y, en el mejor de los casos, de la ajena. Supervivencia, en el
sentido lato, se transforma en “ganarse la vida”, en el sentido específico
correspondiente a la sociedad actual (“parar la olla”, “ganarse el puchero”,
etcétera).
Procurar lo imprescindible y, en paralelo renunciar a lo prescindible, es
la combinación que resume la forma de sobrevivir en la sociedad contemporánea.
Ganarse la vida dirige el movimiento fundamental en pro de lo que permite acomodar la
existencia propia en la vida diaria y en el mundo compartido. ¿Qué resulta de
obtener o de no obtener lo imprescindible, es decir, de ganar o perder?
Desprendiéndose hasta donde sea posible del sentido puramente económico de
estos vocablos, resulta lo que se recibe como devolución de la actividad
personal y concreta en el mundo.
Atendiendo especialmente el sentido social, individual, familiar, de
amistad, de trabajo, de relacionamiento por las razones que sean, tenemos que,
de ganar o perder, resulta una primera noción de verdad, una idea
de qué es, de cómo funciona y ante qué reacciona y hasta dónde lo hace el
entorno y también la actividad personal. Una idea de verdad irreductiblemente
perentoria, circunstancial y provisional, que puede extenderse y aplicarse en
varias direcciones de pensamiento y que, a grandes rasgos, es la confirmación
de la inicial proyección de los actos ante circunstancias dadas.
Entre tales circunstancias hay una que influye de manera decisiva en la
formación de la idea de verdad o aproximación al conocimiento del entorno, que
lo es también del sí mismo y de la clase de relaciones entre
el modificador y lo modificado. Se trata de la situación en que el entorno se
presenta adverso, se descompone en mil formas de obstaculizar el ganarse la
vida y suspende o neutraliza todas las proyecciones encaminadas a determinarse
y a posicionarse con satisfacción. Del grado de dificultad a superar depende la
clase de jerarquía atribuible a la respuesta correspondiente, el grado de
importancia que pueda otorgársele. Como producto de la dirección impuesta a la
actividad de vida, y de su eficiencia comprobada en la praxis, surge sin
intermediarios especulativos la constelación de todo aquello en lo que se puede
confiar. La confianza puesta es entonces la verdad del mundo, y,
sencillamente, por corresponderse con lo que refleja la relación con el
entorno.
Esta verdad se antepone ante toda otra noción al respecto, porque, en lo
subjetivo nada puede ir más allá de lo que la vida en realización activa
proyecta sobre ella. Este es el problema inveterado con el que se enfrenta la
educación: la de una realidad concreta y consolidada, sin que fuera buscada,
que debe encaminarse y desarrollarse ante la constelación brindada por la
ciencia y el pensamiento teóricamente organizado. No basta con introducir
información en la niñez porque, sea como fuere, el individuo obtendrá lo
primordial de su vida particular, soberana, común y experiencial, filtrada por
sus obligaciones, circunstancias, condiciones materiales y espirituales. La
educación que se encarga de la edad adolescente y de la primera juventud, debe
enfrentar la enciclopedia de la razón primigenia, consagrada por el
simple haber vivido.
Esquema de una filosofía
al día
Lo adverso o calidad de oposición e impedimento, de la contrariedad y lo
desfavorable, es una de las condiciones que el entorno impone a la vida. “Se
aplica a lo que causa daño moral o va contra lo que se desea o se intenta” (Diccionario
de María Moliner). Adversidad y vida suelen aparecer juntas y hasta se atraen,
aunque sus direcciones sean opuestas. Se disputan la permanencia y el cambio,
lo modificable e inmodificable, lo imposible y lo posible. Y de esa disputa
surge el impulso que da origen a la cultura, el conocimiento, las invenciones.
De la naturaleza no conciliatoria de lo opuesto nace el impulso de conformidad
y el ingenio para transformarla en una forma de vida. Por sí sola la adversidad
reviste el mayor misterio, justamente, por enfrentarse a la vida, que es la
revelación primera y sin la que no aparecería ninguna otra en el horizonte.
Es un misterio que la vida conlleve lo adverso y que lo multiplique y
expanda, pero, como fenómeno, la vida es más misteriosa que la misma
adversidad. La vida es cómplice de la adversidad en tanto es la que pone el
obstáculo que enardece, angustia y puede paralizar; el entorno no tiene
obstáculos y es como es. Es la vida la que eventualmente carece de lo necesario
para que el entorno no se interponga en el curso de sus propósitos. Así, el
misterio de la vida es lo originariamente adverso, lo sin resolver que genera
adversidad. Por lo que se quiere revelar todo misterio y aniquilar toda
adversidad, los dos objetivos vitales.
Tal vez los seres humanos buscan una explicación de la misma búsqueda a que
se ven inducidos no se sabe por qué, el impulso que los arroja al vacío de la
interrogación. Y eso sería todo. Sin embargo, no respondería a un propósito
definido sino a cierta inercia de la compulsión por la supervivencia. A medida
que superan obstáculos y confirman maneras de lograrlo, hasta sin querer trazan
un dibujo del mundo y sueltan una chispa que lo ilumina en algunas de sus zonas
más oscuras. Habría la sucesión de unas pocas delineaciones definitorias que
sugerirían el contorno total, y una serie de imprimaciones que permitirían
comprender cómo se imbrica el sí mismo en el entorno.
Su expresión no resultaría del trabajo o la cultura sino, más bien, del
calor que se desprende, disemina y se pierde en el curso del simple vivir. Una
energía inaplicada y preventiva, la irradiación cuya traza indicaría lo que responde
al desgaste, a la esforzada tracción de las respuestas enfrontadas a los
problemas y que se inmiscuyen en el mundo desajustado y a resolver. Sería la
razón por la cual, habilitadas tales demarcaciones o fronteras, y encendidos
los fanales que chisporrotean y que las iluminan, permiten vislumbrar por dónde
están, para agregarles el color que las alienten como convicciones, creencias,
supuestos, leyendas. Con esa síntesis de respuestas y en ese medio mundo de
problemas en extinción nacería la verdad, la confianza en lo que resulta
servicialmente a favor de la vida.
De la adversidad y del misterio no puede surgir nada para la vida; la
adversidad está en contra y el misterio carece de dádivas. Sin embargo, de la
oposición a la adversidad y del empeño por descifrar el misterio se desprenden
modificaciones –algunas– que, al fin y al cabo, comprueban la existencia del
mundo, de ese mundo modificado en cuya realidad es posible confiar, al menos en
parte. Porque, ¿cómo no confiar en lo que se ha transformado como efecto de la
propia mediación y oficiosidad? Sería no confiar en sí mismo. Y confiar en lo
perteneciente al mundo en términos de realidad equivale a establecer una verdad
para sí. No porque la realidad tenga que coincidir con las ideas y
representaciones, de acuerdo a la teoría clásica del conocimiento, sino porque
la adversidad superada o desentrañada del misterio muestra una trayectoria
posible para la creencia. Gracias a esa muestra se vuelve posible discernir y
seguir ‒o perseguir‒ con confianza una versión para la vida, una forma o un
estilo de vida. Se dibuja, además, lo que comúnmente se llama “mundo conocido”,
que se podría renombrar como “mundo en cuya realidad desentrañada y resuelta se
puede confiar”.
De la sombra salta la
luz
Se podría decir que la realidad del mundo responde a las intervenciones del
individuo humano en su entorno y que, en consecuencia, él puede darla como
verdadera, porque no le es posible considerar falsa o ilusoria la propia
relación que le corresponde. En tanto sus respuestas ante los problemas
resulten favorables –o desfavorables–, puede confiar en aquel mundo que ha
devuelto lo que presumieron sus respuestas, y de esta manera figurarse la
realidad o la verdad. Así, le es posible reafirmar la sospecha de la realidad
de sí mismo y de la verdad que pueda haber en ella. Todo a expensas de
considerar su principal sospecha, a saber, la de que todo lo que piensa y hace
se debe a su necesidad de ganarse la vida, sobrevivir y permanecer hasta dónde
y cuándo le sea posible.
Lo que se supone que hay que aclarar, que requiere explicación y
desentrañamiento y nunca se agota, solo en lo que representa sin resolver o
desentrañar, es lo que muestra cómo es el entorno y la vida juntos, y cómo
puede ser el mundo. Se ha querido que ese mostrar cómo sea
conocimiento humano, no fantasía ni ensoñación, por lo que debe estar puesto en
términos inteligibles, racionales, comprobables. La adversidad es la
responsable de que nunca se haya podido lograr del todo ese designio. El mundo
al cual se atribuye la adversidad, que enfrenta día a día todo aquel que quiera
modificarlo apenas en un detalle, no existe sino ante la actividad del
obstinado e inveterado gran modificador humano. Su actividad es la que
desencadena la realidad al contrastar con lo adverso, por lo que la realidad
desconocida y afanosamente buscada es la que él mismo desencadena.
Siempre se habla de la realidad que tiene que ver con los actos de las
personas y con la actividad de las colectividades; porque ¿dónde está la otra?
El descubrimiento de América, por ejemplo, es uno de los mayores hechos entre
los que han servido para señalar un gran giro en la historia del saber
occidental de los últimos siglos. Ilustra acerca del papel de la mente humana
como conquistadora, casi más que como descubridora. Ese hecho se ha impuesto
sobre el mundo, lo ha modificado, le ha mostrado la realidad en su verdad
comprobada. El mundo le ha devuelto algo al hombre, lo que significa una
conquista. Y lo que habitualmente es llamado “conquista de América” es, en
puridad, lo que se hizo con la conquista.
Arnold J. Toynbee se ha referido a la unificación del mundo:
“Esta unificación, preparada por la expansividad de otras civilizaciones,
resultó completada al fin en la época moderna, precisamente por la acción de
Occidente [se refiere al] dramático y revolucionario efecto de la hazaña de los
marinos del Renacimiento que [en palabras de Toynbee] ‘Produjo nada menos que
una completa transformación del mapa del mundo; no, por cierto, del mapa
físico, sino del cubrimiento humano de esa porción de la superficie del planeta
que es transitable y habitable por el hombre y que los griegos acostumbraban
llamar la ecumene’” (Ardao,1993, 99).
No siempre la interferencia en un rayo de luz provoca sombra. A veces es al
revés, cuando una interferencia en la sombra provoca la iluminación llamada
realidad, verdad del mundo o mundo conocido. Solo el transformador humano, el
gran interceptor, es quien logra esa luz al proceder con la inversión de lo
esperable. La lógica, que es la mayor de las invenciones en el horizonte de los
esperable, contrasta entonces con la facultad de escapar de lo esperable para
establecer un nuevo territorio y el correspondiente dominio en toda su
extensión.
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NOTAS
Entre los griegos antiguos, “fenómeno” es “lo que aparece” o la
“apariencia”, que Platón contrasta con la “realidad verdadera”. El mundo de los
fenómenos o apariencias, pues, es el mundo de las “representaciones” (José
Ferrater Mora, Diccionario de filosofía, ver fenómeno).
Interconexión funcional de un grupo de neuronas.
Unión entre una terminación axónica de una célula nerviosa y otra célula
nerviosa. Axón: extensión por la cual la célula nerviosa trasmite el potencial
de acción a otra neurona.
Conexión funcional entre neuronas propuesta hipotéticamente por Hebb.
Ortega también afirma: “La cultura nos proporciona objetos ya purificados,
que alguna vez fueron vida espontánea e inmediata, y hoy, gracias a la labor
reflexiva, parecen libres del espacio y del tiempo, de la corrupción y del
capricho…” (Ortega y Gasset, 1987, 23)
Ampliamos en La humanización del tiempo (Liberati, 2015, 35 y
71). Véase el libro de Lorenz (Lorenz, 1974, 125). Nos ocupamos de la relación
algorítmica entre bioquímica y conciencia en “Homo Deus o animal elegante”,
revista ‘Relaciones’ N.º 395, abril de 2017, pp. 21 a 23.