viernes, 15 de agosto de 2025

ONTOLOGÍA VICISITUDINARIA


La modernidad ha venido imponiendo una visión lineal, cuantitativa y técnica del tiempo, del conocimiento y de la cultura, por la que ha quedado oculta a la inteligencia la dimensión más importante: la realidad creadora.  

  

La historia de la filosofía moderna registra, entre lo más importantes cultivadores de esta visión secular (que fundan los griegos y helenos, medievales y renacentistas) a Descartes, Locke, Leibniz, Bacon, Newton, Kant, Euler, Hegel, Darwin, Freud, Marx, Durkheim. Y ya con importantes modificaciones de esta visión occidental y cristiana a Geulincx, Malebranche, Spinoza, Kierkegaard, Weber, Riemann, Jasper, Einstein, Popper...   

Vale la pena, sin embargo, recordar algunos nombres de filósofos y científicos que intentaron apoyar sus concepciones en aspectos diferentes, menos técnicos y más cualitativos. Entre ellos Bergson (intuicionismo), Ribot (sentimientos), Husserl, N. Hartmann, Merleau Ponty (fenomenología), Hilbert (metama-temática), Tarde (interacción social), Spengler (morfología de la historia), Peirce, Dewey, James, F. C. S. Schiller (pragmatismo), Spranger (formas de vida), Vaz Ferreira (lógica viva) y muchos otros. Se suman Frege (la lógica), Wittgenstein (el lenguaje), Łucasiewicz, Russell, Max Black (lógicas divergentes), Ortega y Gasset (perspectivismo), Piaget (psicología genética), Reichenbach (inducción y probabilidad), Heidegger (Dasein), Prigogine (leyes del caos), Deleuze, Frankl (el sentido), Sloterdijk (esferas) y otras concepciones categóricas admirables. Pero no se ha logrado cubrir la amplia gama de dudas y paradojas que oculta la visión tradicional.

Porque esa visión viene pegada al conocimiento sensible. Cuando el conocimiento se despega de un objeto que tiene forzosamente que someterse a las propiedades de los objetos físicos, como ocurrió con la matemática moderna, es decir, cuando un número natural cualquiera pudo entrar a formar parte del cálculo mediante un n, entonces se abre un nuevo campo, y que ya no es descriptivo sino analítico.

La teoría vécica, que se ocupa de cómo el hombre común obtiene el saber que le permite vivir y desempeñarse en el entorno, estudia la vez o la ocasión como fundamento vivo o vivencia de ese saber, que es el que aplica cuando tiene que reaccionar desde la nada, decidir qué hacer o a qué atenerse ante todo tipo de impedimentos, disyuntivas y atolladeros.

La vez consiste en una circunstancia eventual en la que lo adverso para la vida de una persona se convierte en favorable por obra de su sólo esfuerzo. Concretamente, es un acto consciente que se realiza como respuesta ante un problema y que, según resulte apropiado o inapropiado, conveniente o no, propicio o contrario a los intereses de la subsistencia y la supervivencia, espontáneamente pasa a formar parte del acervo personal de conocimiento o saber común y corriente, al que llamamos vicisitudinario o vécico.

De la relación entre el sujeto y el entorno surge una idea exclusiva acerca de la realidad, generalizable o no más allá de ese entorno. Esa idea se enriquece a medida que las veces suministran ajustes, como lo hace un experimentador mediante ensayo y error. Y contiene una inicial clase de verdad, provisional, relativa a los intereses de la persona que, como tal, no es la verdad de la ciencia, aunque lo pueda ser del científico.

Es un umbral entre lo posible y lo real, el límite entre lo que se desconoce absolutamente y lo que se sospecha. Es lo que conduce a lo primariamente real y probablemente verdadero. Puede relacionarse con la inducción, en tanto la verdad se pone a prueba en variedad de veces en las que se aplica el mismo saber.

A diferencia del tiempo físico, que se mide por el movimiento sucesivo de los objetos en el espacio, la vez es una manifestación del sentir fenomenológico, la dinámica que transforma la circunstancia inviable en circunstancia viable o posible. En este sentido, la posibilidad es la intermediación del sujeto por la que su comparecencia en el mundo, y el mundo, se vuelven reales.

En cada vez hay una novedad radical; no una repetición ni sólo una rutina: hay un acontecimiento que mejora la capacidad de conocer (saber vécico), de generar confianza en lo que se conoce (verdad vécica) y de familiarizarse con el entorno (realidad vécica). No sólo es un hecho que acaece, es también un acaecer que genera nuevos hechos –favorables. No es sólo lo que ocurre en la vida, es también lo que permite que la vida ocurra.

La vez puede pensarse como modo en que se da la realidad. No la realidad de las cosas, los seres y hechos, momentos y épocas, lugares y paisajes, es decir, la realidad de las descripciones. La vez esconde el proceso por el cual la realidad es aprehendida y se vuelve consciente en el sujeto. Es la realidad para el sujeto, no para el resto de los sujetos ni para el conocimiento alambicado: es la realidad haciéndose en la concepción de cada conciencia y cada subjetividad.

Es el modo fundamental que permite que los seres humanos formen parte del mundo en el que aparecen cuando nacen, porque proporciona los medios directos para conocerlo, no sólo intelectuales, y porque lo instala en un ecosistema a la vez que crea ese ecosistema.

En general se atribuye a la cultura el poder de instalar al sujeto en un determinado ámbito social de memoria, prácticas colectivas, hábitos y modalidades particulares de vida. Es lo que el individuo encuentra y adquiere, asimila y acomoda a su manera. Pero no se adquiere ni asimila ni acomoda sin una compleja elaboración interna.

Participa el intelecto, la razón, la intuición, las emociones, en fin, el bagaje inteligente del sujeto. Y también una clase de interés primordial que se define en tanto la inteligencia encuentra lo que busca y necesita. No se asimila ni se hace propio por ninguna causa cualquiera, sino para vivir, para encontrar y personalizar su lugar en el mundo (o el lugar en su mundo).

Es posible explicar una cosa sin formar parte del mundo de la cosa. Por ejemplo, podemos explicar una bacteria patógena, la radiación atómica o el satélite de Júpiter Ganímedes. Podemos describir la bacteria, la radiación y Ganímedes, pero aun así no sabríamos qué nos pasaría si la bacteria invadiera nuestro cuerpo o lo alcanzara la radiación, ni sabríamos cómo desarrollar la vida en Ganímedes.

Sólo si la bacteria o la radiación nos enferma o si pudiéramos ir hasta Ganímedes adquiriremos el conocimiento preciso de lo que nos pasaría. Es el problema en torno a la cosa lo que importa para saber qué hacer con la cosa. Si es algo que no nos hace daño ni nos es hostil, podemos tratarlo hasta con indiferencia. Pero si es negativo, al entrar a formar parte del ecosistema todo cambia, porque aprendemos a ver las cosas por experiencia propia.

La ciencia lo puede prever muchas veces, adelantar qué nos pasaría al habitar Ganímedes y muchas más. Pero no nos enseña a asimilar la cultura ni a conseguir cómo alimentarnos o abrigarnos en la vida corriente. No puede enseñarnos a vivir, aunque sí a preservar la vida, a cuidarla, a sanarla y, repetimos, a entenderla.

Nuestro ser o existir, y el estar en el mundo, funcionan sin que nadie pueda enseñar la manera como lo hacen. No nos basta con sólo aprender cómo son el mundo y la vida, porque necesitamos también saber qué hacer con ellos, qué hacer con lo que nos enseñan al respecto, y con lo que aprendemos solos para formar parte de ellos. No venimos integrados al mundo; no venimos con el mundo.

La naturaleza interpuso un vacío, ni siquiera un vacío, una nada, entre la continuidad del mundo y la nuestra. Puso la muerte como diferencia entre la descripción del mundo y la de la vida. Un abismal hiato, inextricable para la conciencia, segura de sí misma, afirmada en su valor intrínseco, que concibe la vida como algo perdurable, sin derogaciones últimas.

En la vida diaria resolvemos cantidad de problemas con la ayuda de la ciencia. Pero no somos nosotros en verdad quienes los resolvemos, y sólo aplicamos recursos que nos brinda la ciencia; "sabemos" sí, o nos enseñan, cómo se aplican. Los problemas que no puede resolver la ciencia son nuestros verdaderos problemas, los que tenemos que resolver sin ayuda, aplicando lo que hemos experimentado en la vida, en contacto con los seres, los hechos y las cosas, por participar con ellos de un mismo mundo.

Para participar en el mismo mundo es preciso experimentarlo, vivirlo, someterse a sus condiciones favorables y desfavorables. Si quisiéramos participar en él siguiendo lo que podemos conocer de sus descripciones, fracasaríamos. Sería como si de pronto nos trasladaran a Ganímedes y nos obligaran a vivir allí.

Es la consigna que se esconde tras la visión intelectualista, espaciotemporal e imaginaria del logos, es decir, el paradigma del conocimiento, el símbolo del saber racional de la tradición milenaria. Es una consigna fundamental, pero que no puede gobernar toda la actividad del hombre.

La necesidad de vivir es un impulso que ya poseemos cuando nacemos. Consiste en dar con lo que proporciona alimento, abrigo, salud, seguridad, medios de defensión. E incluye emociones, sentimientos y pasiones, afectos, la necesidad de compañía, respeto, comprensión, interlocución, comunicación, intimidad, amistad, todo lo que también se incluye en el impulso original de vida.

No sólo venimos para volvernos parte de la realidad; venimos para formar parte de ella, y para transformarla. En lo que toca a cada uno, la realidad vécica es la realidad que se corresponde con lo que hacemos para transformarla y transformarnos. Cada transformación se interpreta como paso del tiempo, pero el paso lo damos nosotros, no el tiempo. No sabemos qué es y menos qué hace.

El tiempo no cuenta en el dominio de la realidad vécica; no existe. De acuerdo con la idea de tiempo, se diría que todo acontecer humano se expresa merced a una sola imprimación cerebral, activa e inteligente. Pero esa sería una descripción todavía esclava de la antigua concepción espaciotemporal.

Debe decirse, y sólo aproximándonos a una descripción correcta, porque su perfección es impedida por los significados rituales de las palabras, que todo acontecer humano es una sola realización que abarca el resultado de las realizaciones bien realizadas (como se dice de las fórmulas bien formadas en lógica) que funcionan intermitente y discretamente. Para el punto de vista vécico el cerebro es el acontecer, la imprimación. No hay algo antes sobre lo cual luego se imprima algo.


domingo, 20 de julio de 2025

ANTECEDENTES DE LA TEORÍA VÉCICA












ANTECEDENTES DE LA TEORÍA VÉCICA DE JORGE LIBERATI
UNA EXPLORACIÓN DE SUS RAÍCES INTELECTUALES Y CONTEXTUALES
Versión generada por la Inteligencia Artificial de Google, sin cambios.




I. Introducción: Desvelando la 'Teoría Vécica' a través de sus Raíces.


Jorge Liberati es un filósofo, ensayista e investigador uruguayo, reconocido por sus significativas contribuciones a la filosofía del lenguaje, la lógica, la epistemología y la metafísica. Su obra se distingue por la exploración de conceptos fundamentales que a menudo se pasan por alto en el discurso filosófico convencional. 
Entre sus aportaciones más notables se encuentra la "teoría vécica", una  indagación sobre las implicaciones filosóficas de la aparentemente simple palabra española "vez" (que se traduce como 'turno', 'ocasión' o 'momento'). 

         Esta teoría propone que "vez" no es meramente un marcador de repetición temporal, sino un concepto fundamental para comprender la realidad más allá de los marcos lineales o estrictamente causales tradicionales.

            La 'teoría vécica' postula que las "instancias" (veces) no son meras ocurrencias repetitivas en un flujo continuo de tiempo, sino aspectos fundacionales y discontinuos de la realidad que revelan una verdad más profunda sobre las relaciones y un inherente "vecear" (el acto de ocurrir en instancias) en el ser. 

         Este informe tiene como propósito examinar meticulosamente la trayectoria biográfica de Liberati, su evolución intelectual y las tradiciones filosóficas y críticas contemporáneas específicas que han dado forma colectivamente a la "teoría vécica". Al hacerlo, se busca proporcionar una comprensión multifacética de los orígenes de la teoría y su contribución única al discurso filosófico.


II. Jorge Liberati: Una trayectoria biográfica e intelectual

 Jorge Liberati nació en Montevideo, Uruguay, en 1943. Su perfil lo identifica como filósofo, investigador, ensayista y profesor de literatura. Su formación académica se cimentó en la literatura, con intereses tempranos y una sólida base en lingüística y semiótica. En el ámbito profesional, dirigió los "Manuales de Literatura" para Editorial Técnica y fue un colaborador habitual de la revista "relaciones". Un detalle personal significativo que contextualiza su vida es su matrimonio con la célebre poeta e intelectual uruguaya, Idea Vilariño.

            La evolución de los intereses intelectuales de Liberati es clave para comprender la génesis de su "teoría vécica". Su trayectoria comenzó con un fuerte énfasis en la filosofía del lenguaje y la lógica, como lo demuestra su publicación de 1980, Vaz Ferreira, filósofo del lenguaje. Este trabajo temprano subraya su compromiso con una figura intelectual uruguaya central y un área fundamental de su pensamiento. Posteriormente, sus publicaciones como Lógica e incertidumbre (1988) y Fantasmas en la lógica (2002) consolidaron su enfoque dentro de una "vieja y noble reflexión metafísica" (según reseña del profesor Jorge Albistur en la revista "Brecha" del mismo año).

            Estos títulos sugieren un movimiento hacia preguntas ontológicas más profundas, incluso dentro del marco de la lógica. Obras posteriores, incluyendo El velo de la apariencia (2008) y La humanización del tiempo (2015), se caracterizan como "metafísica fuerte" (según el proffesor Agustín Courtoisie en la revista "relaciones", octubre de 2019) intrínsecamente integrada con la epistemología, la lógica y la gnoseología. Esta progresión indica el desarrollo de un sistema filosófico integral que tiende puentes entre diversas subdisciplinas.

            El pensamiento de Liberati también se destaca por extender la "filosofía de la experiencia" uruguaya al siglo actual –como lo ha señalado el profesor y magister Yamandú Acosta–, lo que sugiere una continuidad y evolución de una tradición intelectual local. Su obra más amplia incluye análisis críticos de otros destacados intelectuales uruguayos como Arturo Ardao y José Enrique Rodó, e incluso un estudio sobre Spinoza, lo que subraya su amplio compromiso con la historia filosófica.

            La relación personal de Liberati con Idea Vilariño, aunque no se presenta como una causa directa de vicisitudes personales, y que haya influido en su teoría, representa un antecedente significativo en su historia personal y que influyó en su desarrollo intelectual. Vilariño, una intelectual prominente, se dedicó profundamente a la teoría literaria, a su historia, a la filología y estructura formal del verso español, con un enfoque particular en el ritmo y la proporción como elementos fundamentales del arte y la poesía.

            Liberati, con su propia formación en lingüística y semiótica y su temprano interés en la filosofía del lenguaje, compartía este terreno intelectual. Esta confluencia de intereses, especialmente en torno a los fundamentos filosóficos del lenguaje, su estructura y su relación con la realidad (el ritmo y la proporción para ella, la "vez" y las relaciones para él), sugiere un entorno intelectual fértil para la influencia y el refuerzo mutuos. La teoría vécica, que profundiza en los aspectos no conceptuales y fundacionales del lenguaje y explora la experiencia personal mediante la "vez", guarda un paralelismo con la búsqueda de estructuras subyacentes de Vilariño, más allá de las formas superficiales. Esto pone de manifiesto que la "historia personal" en un contexto intelectual puede referirse a menudo a las relaciones y entornos intelectuales que habita la persona, más allá de los eventos biográficos singulares.

 

III. El paisaje filosófico uruguayo: contextualizando el pensamiento de Liberati

 

El siglo XX en Uruguay fue testigo de una profunda transformación en el discurso intelectual, fuertemente influido por la intensa actividad política y las divisiones ideológicas prevalecientes en América Latina, especialmente después de la Segunda Guerra Mundial y durante la Guerra Fría. El debate tradicional del siglo XIX entre el espiritualismo y el positivismo anglosajón dio paso a una lucha ideológica entre la derecha y la izquierda. La "ciudad letrada" (de Ángel Rama) adoptó progresivamente el materialismo, influido por pensadores como Marx, Durkheim y Watson, consolidando el laicismo y un espíritu científico en el ámbito académico.

            Sin embargo, el marxismo, a menudo estereotipado por la ortodoxia internacional, se esgrimía más como una acusación contra el capitalismo que como un sistema político plausible en el aquí y ahora. En este contexto, muchos intelectuales se vieron atraídos por la "acción social" y el concepto de "conciencia de clase", a veces en detrimento de una reflexión filosófica más profunda o de los principios democráticos tradicionales.

            Tras la generación del 900 y la del Centenario, las transiciones filosóficas se ralentizaron, lo que condujo a décadas de quietismo y reflexión limitada después de períodos de agitación civil. Esto generó una actitud pública simplificada y binaria, donde "todo era bueno o todo era malo" según Liberati. Observó una tendencia preocupante en el ámbito intelectual y profesional universitario, donde las especialidades se volvieron insulares, llevando a un declive en el compromiso filosófico más amplio; por ejemplo, "los juristas dejaron de ser filósofos, los notarios perdieron su cultivo lingüístico, los arquitectos dejaron de diseñar, los médicos dejaron de auscultar".

            Según Liberati, la conciencia nacional se desvió hacia la comodidad y los estereotipos tecnológicos, simplificando los problemas importantes. Tras la dictadura, si bien se revalorizó la democracia, sus fundamentos filosóficos no se exploraron en profundidad, y hubo una tendencia a externalizar la culpa en lugar de participar en una autocrítica rigurosa.

            En cuanto a la filosofía uruguaya, que alguna vez fue líder regional dentro de la prestigiosa tradición panamericana, se transformó en una "filosofía práctica", a menudo convirtiéndose en una "actividad intelectual ideologizada" que marginaba cuestiones no políticas cruciales como la desesperación, la desilusión y la angustia. La filosofía académica adoptó un "modelo denunciatorio", priorizando la toma de partido sobre la reflexión analítica, sirviendo a ideologías políticas en lugar de inspirar el surgimiento de una voluntad política autónoma.

            El resultado fue un "pensamiento débil", caracterizado por la falta de originalidad, claridad y una dependencia de referencias bibliográficas predecibles, lo que generó un impacto filosófico global mínimo.

            La obra de Liberati se presenta como una respuesta crítica directa a este declive percibido en la filosofía uruguaya. Él aboga por un retorno a una "metafísica fuerte" y a una investigación filosófica más fundamental y exhaustiva. Su concepto de "filosofía invisible" contrarresta directamente la superficialidad que observa, y busca desvelar la profundidad filosófica pasada por alto en autores cuyas contribuciones han sido descuidadas o no sistematizadas adecuadamente.

            Enfatiza la importancia de comprender cómo los individuos abordan los problemas de la vida y la necesidad de sencillez y accesibilidad en el pensamiento filosófico, contrastando con la filosofía académica "enrevesada" y "osificada" que critica. El enfoque de Liberati en la metafísica, la epistemología y la "filosofía de la experiencia" se opone directamente a la "filosofía práctica" y a la actividad intelectual ideologizada predominantes, abogando por un punto de vista filosófico más amplio, contemplativo y menos impulsado por la política.

            La teoría vécica emerge como un proyecto intelectual deliberado para revitalizar la filosofía uruguaya. En este contexto, la teoría vécica, con su profundo compromiso con el significado fundamental de "vez" y su énfasis en el orden de las relaciones sobre el de las cosas, puede interpretarse como un intento consciente de restablecer una comprensión más profunda y matizada de la realidad. Esta comprensión trasciende las dicotomías simplistas y los enfoques superficiales impulsados por ideologías que critica. La teoría representa un retorno a las preguntas ontológicas y epistemológicas fundamentales, las cuales Liberati percibe como descuidadas por la academia contemporánea.

            Por lo tanto, la teoría no es solo lo que Liberati piensa, sino por qué lo piensa: es una respuesta programática a lo que considera un estancamiento intelectual y una dirección equivocada dentro de su tradición filosófica nacional. Es un llamado a una investigación filosófica rigurosa, menos ideológica y más amplia y profunda.

 

IV. Deconstruyendo la Teoría Vécica: conceptos centrales e influencias


La teoría vécica de Jorge Liberati se construye sobre una meticulosa deconstrucción de la palabra "vez" y su concepto asociado, "vecear". Liberati analiza la etimología de "vez", rastreándola hasta el latín "vicis", que significa "turno" y "alternativa", y expande su significado para abarcar "momento" y "ocasión". A pesar de su uso común y aparentemente "sin contenido conceptual", Liberati sostiene que "vez" encierra profundos misterios filosóficos dignos de investigación. La describe como una referencia a un "tiempo sin nombre", una forma inherente al tiempo pero independiente de su flujo lineal o sucesión. Es particularmente indispensable cuando los datos espacio-temporales específicos no son relevantes, como al preguntar si uno "alguna vez" (una vez) ha escalado una montaña sin necesidad de una fecha precisa. Una característica crucial es que "una vez" no tiene partes; se concibe como un todo completo, abarcando todos los eventos subsiguientes relacionados con esa "vez" inicial. Opera dentro de límites "frecuenciales", más que de límites espaciales o temporales tradicionales.

            Central a la teoría es el concepto de "vecear" (suceder en instancias o turnos). Liberati afirma que "los hechos acaecen, en cambio las veces sobrevienen". Esto implica que "las veces constituyen el signo del tiempo, no la repetición, no la espera". Postula que en el ser mismo hay un "vecear" inherente, estableciendo una analogía con el concepto de "temporacear" de Nicolai Hartmann. Y enfatiza que no es el tiempo el que actúa sobre la conciencia, sino una cualidad intrínseca de la existencia al manifestarse en instancias discretas.

            La 'teoría vécica' se articula a través de varios conceptos clave que desafían las comprensiones convencionales de la realidad:


* Las relaciones sobre las cosas: Liberati argumenta que la ciencia contemporánea, desde la teoría de la relatividad de Einstein (que se enfoca en la relación entre los cuerpos en lugar de enfocarse en los cuerpos individuales) hasta la física cuántica (donde los componentes no pueden describirse por separado), el genoma humano (una red de acciones) y el sistema inmunológico (una red de enlaces), nos ha familiarizado cada vez más con "las relaciones más que con las cosas". Esta perspectiva relacional se extiende a los momentos en el tiempo, que están fuertemente vinculados al todo, aunque sea imperceptiblemente.


* "La esencia es el accidente": Este concepto paradójico sugiere que el verdadero conocimiento y la destreza, como la de un artesano hábil, no se derivan de la cantidad de veces que se realiza una tarea, sino de instancias únicas. Desde esta perspectiva, los accidentes configuran la fuente de las destrezas, de los recursos personales y del saber cotidiano y funcional, lo que implica que el "qué" de una cosa es inseparable del "cómo" y del "cuándo" dinámicos.


* La dignidad de los fundamentos: Liberati conecta el concepto de "vez" con la "dignidad de los fundamentos", haciendo referencia al principio de Nicolai Hartmann de que un ser superior depende de uno inferior, pero un ser inferior no depende de uno superior. Aplicado a la vida, esto sugiere que sus desarrollos se basan en aspectos fundamentales e "inferiores", que sirven como bases fundacionales en lugar de una progresión jerárquica y secuencial.

* La naturaleza no secuencial de las "veces": Aunque las "veces" pueden aparecer en serie, Liberati enfatiza que esta serie es inherentemente discontinua. No son momentos continuos sino "actos" o fechos discretos. Esto desafía la causalidad lineal tradicional y sugiere que la verdadera certeza solo puede surgir cuando las cosas "se escurren" (se nos escapan de las manos), lo que implica una realidad dinámica, elusiva e inasible.


La siguiente tabla resume los conceptos clave de la teoría vécica y sus implicaciones filosóficas. Esta organización facilita la comprensión de las ideas abstractas y complejas, proporcionando una visión estructurada de los principios centrales de Liberati y su impacto en la comprensión de la realidad.

 

Tabla 1: Conceptos clave de la Teoría Vécica y sus implicaciones filosóficas:



CONCEPTO

 

DEFINICIÓN/EXPLICACIÓN

IMPLICACIÓN FILOSÓFICA

Vez

Del latín "vicis" (turno, alternativa); se expande a momento, ocasión. Es un "tiempo sin nombre", un todo sin partes, con límites "frecuenciales".

 

Desafía la concepción lineal y continua del tiempo, sugiriendo una realidad compuesta de instancias discretas y no secuenciales.

 

Vecear

 

 

El acto inherente en el ser de manifestarse en instancias o turnos. "Los hechos acaecen, en cambio las veces sobrevienen."

Implica que el tiempo no es un agente, sino que las cosas tienen una cualidad intrínseca de ocurrir en "veces" discontinuas, revelando una verdad más profunda del ser.

Relaciones sobre las cosas

La realidad se comprende mejor a través de las interconexiones y redes (ej. física cuántica, genoma) que de entidades aisladas y divisibles.

 

 

Desplaza el foco ontológico de las sustancias individuales a las dinámicas de interdependencia, sugiriendo que la verdad reside en los enlaces y no en los componentes separados.

La esencia es el accidente

El conocimiento y la destreza se derivan de las instancias únicas y dinámicas de la experiencia, no de la mera cantidad o repetición.

 

Propone que la comprensión profunda de la realidad se obtiene al abrazar lo elusivo y lo que "se escurre", donde los "accidentes" revelan verdades fundamentales.

La dignidad de los fundamentos

Principio de Hartmann: un ser superior depende de uno inferior, pero no a la inversa. Los desarrollos de la vida se basan en aspectos fundamentales e "inferiores".

Sugiere que la base de la existencia y el conocimiento reside en principios subyacentes y no jerárquicos, que son la raíz de todo desarrollo.


             La 'teoría vécica' se nutre de una rica confluencia de influencias filosóficas, lo que demuestra la metodología de Liberati de "pensar siempre con otros".


* Carlos Vaz Ferreira: La especialización de Liberati en la obra de Vaz Ferreira es una piedra angular. La "lógica crítica" de Vaz Ferreira, como la llama Liberati, buscaba liberar la lógica de la psicología y la filosofía de la metafísica, al tiempo que fue pionera en el "análisis reflexivo del significado de las frases" para desvelar aspectos ocultos del pensamiento y la intrincada relación entre lenguaje y pensamiento. Este enfoque metodológico es crucial para el análisis lingüístico y conceptual del concepto "vez" por parte de Liberati.


* Gottfried Wilhelm Leibniz: Liberati señala el uso de Leibniz de la frase "de una vez" en su descripción de las mónadas como átomos indivisibles y sin partes de la naturaleza que "sólo podían empezar o terminar de una vez". Esto se alinea directamente con la afirmación de Liberati de que "una vez" es un todo sin partes.


* David Hume: Liberati enmarca la lucha de Hume en el siglo XVIII con la causalidad como un punto donde el "fantasma" de la "vez" implícitamente se cierne. Hume postuló que nuestra idea de poder o necesidad proviene de un "hábito" formado al observar "varios casos donde los mismos objetos están siempre unidos". Liberati argumenta que los "casos" de Hume son, de hecho, "frecuencias de veces", no hechos, destacando así la naturaleza no causal y no secuencial de la "vez" como distinta de la mera repetición fáctica.


*
Arnold Geulincx y el ocasionalismo: Liberati traza un paralelismo entre "vez" y el concepto de "ocasión", particularmente a través de filósofos ocasionalistas como Geulincx, quien creía que Dios era la única causa verdadera y la voluntad humana una mera "causa ocasional". Esto refuerza la idea de "vez" como un punto donde los eventos se desarrollan, pero no necesariamente debido a una causalidad humana inherente, lo que se alinea con el concepto de la "dignidad de los fundamentos".


* Nicolai Hartmann: El concepto de "temporacear" de Hartmann es explícitamente referido por Liberati como análogo a "vecear", proporcionando un precedente filosófico para la idea de una cualidad temporal inherente y no lineal en el ser mismo. La "dignidad de los fundamentos" de Hartmann también informa directamente la visión de Liberati sobre los aspectos fundacionales de la realidad.


* José Enrique Rodó: Liberati se relaciona con la obra de Rodó, en particular con el énfasis en la "autenticidad de la idea" y el concepto de "conversión" (a diferencia de la mera convicción), haciendo eco de la noción de Ortega y Gasset de "vivir en" una creencia. Aunque no se trata directamente de "vez", esto alude al aspecto experiencial y vivido de la comprensión, que resuena con la extensión de Liberati de la "filosofía de la experiencia" y la idea de que el verdadero conocimiento proviene de las "instancias" mismas.

 

* Ciencia Moderna (Einstein, Física Cuántica, Biología): Liberati utiliza extensamente analogías de la ciencia contemporánea –como la relatividad de Einstein, la mecánica cuántica, el genoma humano y el sistema inmunológico– para apoyar su énfasis en las "relaciones sobre las cosas". Estos paradigmas científicos ilustran que la realidad es fundamentalmente relacional, en red y caracterizada por propiedades emergentes en lugar de entidades aisladas y divisibles.


            La siguiente tabla detalla las influencias intelectuales de Liberati y cómo cada una contribuye a la formación de su 'teoría vécica'. Esta representación estructurada es vital para comprender la síntesis de ideas que caracteriza su pensamiento.


Tabla 2: Influencias intelectuales de Liberati y su contribución a la Teoría Vécica

 

PENSADOR/ÁREA

INFLUYENTE

IDEA/CONTRIBUCIÓN CLAVE DE SU OBRA

CÓMO INFLUYE O RESUENA EN LA TEORÍA VÉCICA

Carlos Vaz Ferreira

"Lógica crítica", filosofía del lenguaje ordinario, "análisis reflexivo del significado de las frases".

Proporciona el rigor metodológico para analizar el lenguaje y desvelar verdades ontológicas ocultas en palabras comunes como "vez".

Gottfried Wilhelm Leibniz

Concepto de mónadas como unidades indivisibles que "empiezan o terminan de una vez".

Su uso de "de una vez" valida la idea de Liberati de "una vez" como un todo sin partes, fundamental para la concepción de "vez".

David Hume

La idea de causalidad como "hábito" derivado de la observación de "varios casos" unidos.

Liberati reinterpreta los "casos" de Hume como "frecuencias de veces", lo que subraya la naturaleza no causal y no secuencial de la "vez" en la formación de conceptos.

Arnold Geulincx & Ocasionalismo

Dios como la única causa verdadera, la voluntad humana como "causa ocasional".

Refuerza la noción de "vez" como un punto donde los eventos se desarrollan sin una causalidad humana directa, alineándose con la "dignidad de los fundamentos".

Nicolai Hartmann

Concepto de "temporacear" (análogo a "vecear"); "dignidad de los fundamentos" (inferioridad como base).

Proporciona un precedente filosófico para la idea de una cualidad temporal inherente y no lineal en el ser, y para la importancia de los aspectos fundacionales de la realidad.

José Enrique Rodó

Énfasis en la "autenticidad de la idea" y la "conversión" (vivir en una creencia).

Resuena con el aspecto experiencial y vivido de la comprensión, sugiriendo que el conocimiento profundo proviene de la inmersión en las "instancias" mismas.

Ciencia Moderna (Einstein, Cuántica, Biología)

Teoría de la relatividad, mecánica cuántica, genoma como red, sistema inmunológico como red de enlaces.

Ofrece analogías que respaldan la primacía de las "relaciones sobre las cosas", ilustrando que la realidad es fundamentalmente relacional, en red y emergente, no reducible a entidades aisladas.


            La teoría vécica se erige como un puente metafísico entre el lenguaje, la experiencia y la realidad, desafiando la epistemología convencional. La formación lingüística y semiótica de Liberati no es solo una base disciplinaria, sino una lente metodológica. Al elevar una palabra común y "no conceptual" como "vez" a un concepto filosófico central, demuestra cómo un análisis profundo del lenguaje puede descubrir profundas comprensiones metafísicas. Su crítica a la inducción, al reinterpretar los "hechos" como "frecuencias de veces", implica un defecto fundamental en nuestra comprensión convencional de la causalidad y el tiempo, sugiriendo que esta se construye sobre una interpretación superficial de los datos empíricos.

            Al conectar "vez" con las luchas filosóficas históricas (Leibniz, Hume, los ocasionalistas), Liberati argumenta que este aspecto "invisible" de la realidad siempre ha estado implícitamente presente en el discurso filosófico, aunque sin nombre o malinterpretado. Los conceptos de "vecear" y de las "cosas que se escurren de nuestras manos" pero que, sin embargo, "alientan alguna certeza" sugieren que la verdadera comprensión requiere abrazar la naturaleza discontinua, relacional y elusiva de la existencia, en lugar de imponer marcos rígidos, lineales o únicamente causales. En consecuencia, la 'teoría vécica' propone un nuevo marco epistemológico y ontológico. Argumenta que una comprensión más profunda de la realidad exige ir más allá de un enfoque en "cosas" estáticas y "hechos" aislados para aprehender las "relaciones" subyacentes y las "instancias" discretas ("veces"). Esto representa una reevaluación radical de cómo percibimos y conceptualizamos el tiempo, la causalidad e incluso la naturaleza del propio conocimiento, sugiriendo que las verdades más profundas se encuentran a menudo en los aspectos "invisibles" o pasados por alto del lenguaje y la experiencia vivida. Es una consecuencia directa de su formación lingüística combinada con una fuerte inclinación metafísica, con el objetivo de refundar la epistemología en un nivel más fundamental.

 

V. Intersecciones: Cómo el contexto y los antecedentes informan la Teoría Vécica


La teoría vécica no es un desarrollo aislado, sino la culminación de la formación del autor, su crítica al entorno filosófico y su metodología única. Sus estudios en lingüística y semiótica le proporcionaron el rigor analítico necesario para diseccionar la palabra "vez" y revelar sus profundidades filosóficas ocultas, demostrando cómo las estructuras lingüísticas ocultan verdades ontológicas.

            El profundo compromiso con Carlos Vaz Ferreira, un filósofo reconocido por su "filosofía del lenguaje corriente" y su método de análisis de los "aspectos ocultos del pensamiento" dentro del lenguaje, informa directamente su enfoque. Este linaje metodológico es evidente en su capacidad para extraer un significado profundo de una palabra aparentemente mundana como "vez", lo que se alinea con su proyecto más amplio de "filosofía invisible".

            La 'teoría vécica' sirve como un ejemplo primordial de la metodología única: utilizar el análisis lingüístico meticuloso como una puerta de entrada a las comprensiones metafísicas, pasando así sin problemas de la estructura del lenguaje a la estructura subyacente de la realidad. La aguda crítica de Liberati del "pensamiento débil" y de la "filosofía práctica ideologizada", prevalecientes en el Uruguay contemporáneo, es un antecedente crucial de su trabajo teórico.

            Percibe esta tendencia como un abandono de la investigación filosófica fundamental en favor de la conveniencia política o proselitista. La teoría vécica, con su profunda exploración de las implicaciones metafísicas de "vez" y su insistencia en las "relaciones sobre las cosas" y la "dignidad de los fundamentos", se erige como un esfuerzo deliberado para reintroducir la "metafísica fuerte" en el discurso filosófico.

            Al centrarse en la naturaleza fundacional y discontinua de las "veces", Liberati desafía directamente la superficialidad, la linealidad y los sesgos ideológicos del pensamiento contemporáneo, abogando por un retorno a una comprensión más profunda e intransigente de la existencia que trascienda las agendas estrechas. El enfoque filosófico más amplio de Liberati, que incluye "pensar siempre con otros" y la "filosofía invisible", moldea intrínsecamente la teoría vécica. El principio de "Pensar siempre con otros" (atribuido a Liberati por Agustín Courtoisie) no es meramente un ideal colaborativo, sino una estrategia metodológica central para Liberati. Él se involucra activamente con una vasta gama de autores, tanto canónicos como marginados, para construir su propia metafísica única. La teoría vécica es un testimonio de este enfoque sintético, en tanto extrae conocimientos de diversos pensadores (Leibniz, Hume, Hartmann, Vaz Ferreira) para forjar un marco filosófico coherente y original. El concepto de "filosofía invisible" se aplica directamente a su análisis de "vez", una palabra cuyo profundo significado filosófico, argumenta, ha sido "no visto por sus comentaristas". El trabajo de Liberati, por lo tanto, funciona como un acto de "rescate", sacando a la luz estas vetas filosóficas pasadas por alto.

            Además, su compromiso con la sencillez y la accesibilidad en la presentación de ideas complejas asegura que la teoría vécica no sea un ejercicio académico abstracto. En cambio, busca conectar con "problemas actuales" e iluminar "cómo conocemos en la vida", haciendo que las profundas comprensiones filosóficas sean relevantes y comprensibles para una audiencia más amplia.
            La teoría vécica es una manifestación de la metodología filosófica programática de Liberati. Los principios metodológicos que él enuncia –"pensar siempre con otros" y la búsqueda de la "filosofía invisible"– no son solo ideales abstractos; están demostrablemente encarnados y operacionalizados dentro de la teoría vécica. Su análisis detallado de "vez" implica un profundo compromiso histórico con la forma en que los filósofos, desde Leibniz hasta Hume y los ocasionalistas, han lidiado con conceptos relacionados como "ocasión" o causalidad. Él está, literalmente, haciendo visibles hilos filosóficos "invisibles" al mostrar cómo el concepto de "vez" estuvo implícitamente presente en estos debates históricos, incluso si no fue nombrado.

            Además, su fuerte crítica a la filosofía uruguaya contemporánea por su falta de originalidad, su captura ideológica y su incapacidad para abordar preguntas fundamentales, motiva directamente su propio proyecto. La teoría vécica es la solución que propone, una forma de restablecer una metafísica que profundiza en conceptos fundacionales que desafían las visiones simplistas y lineales de la realidad.

            En suma, la teoría vécica es más que un conjunto de ideas filosóficas; es una aplicación práctica y un ejemplo primordial de la metodología filosófica única de Liberati. Sirve como una teoría programática, demostrando con el ejemplo de qué manera debería llevarse a cabo la filosofía: profundizando rigurosamente en los matices lingüísticos y conceptuales pasados por alto, comprometiéndose con la tradición filosófica histórica de una manera no dogmática y sintética, y, en última instancia, buscando desvelar verdades más profundas y fundamentales sobre la realidad que trascienden las modas intelectuales contemporáneas o las agendas políticas estrechas. Es una filosofía que ejecuta sus propios principios.

 

VI. Conclusión: La contribución única de Liberati a la investigación filosófica

La teoría vécica de Liberati representa la culminación de su formación, su aguda crítica al panorama filosófico contemporáneo y su enfoque metodológico distintivo. Su formación fundacional en lingüística y semiótica, junto con su profundo interés en la filosofía del lenguaje, le proporcionaron las herramientas analíticas precisas para diseccionar la palabra "vez" y desvelar sus profundidades metafísicas ocultas.

            Su compromiso crítico con la trayectoria de la filosofía uruguaya, particularmente su observación de su declive hacia el "pensamiento débil" y la "filosofía práctica ideologizada", impulsó su determinación intelectual para ofrecer una teoría fundamental y revitalizadora. Aunque las fuentes no vinculan explícitamente los rasgos de su biografía con su teoría, su significativa relación personal con Idea Vilariño, una colega intelectual profundamente interesada en las estructuras subyacentes del lenguaje y la estética, probablemente fomentó un rico ambiente intelectual propicio para sus indagaciones únicas sobre conceptos fundamentales.

            En última instancia, la teoría vécica se erige como la culminación del rigor académico de Liberati, su evaluación crítica de las tendencias filosóficas contemporáneas y su profundo y sintético compromiso con la historia de las ideas, todo ello filtrado a través de su distintivo enfoque metodológico de "filosofía invisible" y "pensar siempre con otros".

            Su teoría ofrece una profunda reevaluación de conceptos filosóficos fundamentales como el tiempo, la causalidad y la naturaleza de la realidad. Desplaza el enfoque de las "cosas" estáticas a las "relaciones" dinámicas y a las "instancias" discontinuas. Al desafiar el pensamiento lineal convencional y el razonamiento inductivo, Liberati propone que la verdadera certeza y una comprensión más profunda pueden residir en abrazar los aspectos elusivos, fundacionales y relacionales de la experiencia, en lugar de marcos conceptuales rígidos.

            En un panorama filosófico más amplio, la obra de Liberati, ejemplificada por la teoría vécica, representa un esfuerzo significativo y oportuno para revitalizar la investigación filosófica en Uruguay y más allá. Sirve como un argumento convincente para un retorno a las preguntas metafísicas y epistemológicas fundamentales, presentadas con rigor intelectual y accesibilidad.


 

 


domingo, 18 de mayo de 2025

TEORÍA VÉCICA Versión abreviada









ÍNDICE

Prólogo

Esquema de la teoría

Super esquema

Pragmática

La mente. Primera tesis

La mente. Segunda tesis

El interlocutor furtivo

Teoría vécica y sociedad

Apéndices

              Sobre la historia

              Sobre la realidad

              Sobre el yo

              Sobre la verdad

 

PRÓLOGO 

La historia de la persona es en parte memoria y en parte registro de hechos neurológicos que están en la base de su conciencia y de su saber. Los problemas y misterios, las dificultades, la adversidad ante la cual se ha visto necesitada de responder para poder vivir y permanecer con vida constituyen los principales motivadores de sus recursos cognitivos y del desarrollo de su inteligencia. Este desarrollo es bastante independiente de los procesos del conocimiento adquirido, y corresponde a una realidad personal en construcción que se levanta desde la experiencia.

La realidad es para la persona no sólo lo que surge de sus percepciones inmediatas y del momento sino, especialmente, el resultado de las que ha experimentado en esa historia vivida y que compone la base de la conciencia y del saber. La teoría vécica se sostiene en el supuesto de que la comprensión de la realidad sólo se alcanza en plenitud a partir de la experiencia personal y en estrecho vínculo con las circunstancias de vida que han sido decisivas en su desarrollo y en su evolución.

El saber no es sólo acumulación de información sino, principalmente, relacionamiento con el entorno en la actividad vital, con resultados favorables o desfavorables, convenientes o inconvenientes. Depende de cómo resulte el enfrentamiento con las vicisitudes y experiencias adversas que es preciso superar, sea cual fuere la persona y se trate de las condicionantes de vida que fueren.

Se toma conocimiento de la realidad no sólo al pensarla sino, especialmente, después de que se enfrenta en los actos de vida, en su diversidad y todos los días. La información que nos llega de los sentidos, las habilidades adquiridas por vía externa, los aprendizajes especializados y capacidades desarrolladas por la educación y por otras vías externas, obran como asistentes de la inteligencia, pero no completan el todo asimilado y elaborado por la mente. Pueden perderse definitivamente si no pasan a integrar la vida de la persona en su actividad vital, como actos plenos experimentados personalmente.

La comprensión de la realidad tiene que ver con lo que importa a la vida de cada ser humano, en sus relaciones vitales y en sus intereses principales. Por lo que se alcanza a través de una construcción personal y no sólo por la imagen que se percibe y la concepción que se alcanza por la vía intelectual.

La experiencia en el mundo es mediada por un velo que cubre la realidad funcional, la que no sólo es preciso comprender sino también modificar y volver favorable para la vida. Es un manto que se interpone entre la comprensión y el mundo real, que impide verlo tal como es y también impide que la persona se vea a sí misma en su realidad radical.

La historia personal esconde el vasto proceso por el cual la experiencia construye a la persona a partir de veces dinámicas en las que se implantan recursos fundamentales para la vida. El saber objetivo corre en forma paralela y se basa en datos o información recibida desde los sentidos y por otras vías y señales externas.


ESQUEMA DE LA TEORÍA


1

 

Nadie que en la vida diaria luche por el sustento, el propio, de su familia, de quienes necesitan de su protección o ayuda, dispone de algún sistema de recursos sofisticado, solucionador de problemas, surtidor de conocimiento genuino, organizado, jerarquizado en sus componentes funcionales, como por ejemplo es el de la ciencia. Cuando la ciencia ayuda, lo hace acompañada de la otra especie de ciencia contraída: cada uno recurre a su propio caudal, forjado incipientemente en la experiencia y en lo que el sentido común extrae de los éxitos y fracasos resultantes, en un curso accidentado y no siempre previsible.

Las elecciones y decisiones que se toman para configurar una senda de vida no solo cuentan con la ayuda de los recuerdos, de las nociones asimiladas y conservadas, de las habilidades y conocimientos adquiridos a través de enseñanzas, aprendizajes programados, instrucciones formales o frutos recogidos en lecturas. También cuentan con el acervo del mismo proceso de vida, a través del cual se forja una sabiduría elemental mediante el empeño, el esfuerzo, la renuncia, incluso el sacrificio y especialmente el sufrimiento.

Cuentan con lo que esa fuente imprime en el sistema nervioso, una base de funciones en potencia, un complejo facultativo formado a partir de ensayo y error, elecciones de vida con éxitos y fracasos, veces distribuidas en la cadena de acontecimientos indeterminados. Un complejo histórico-personal, algoritmo biológico resultante del proceso de vida que se instruye para activarse bajo miles de variantes en millones de ocasiones ante todas las circunstancias.


2

 

Se trata de una operación espontánea que extrae de lo indeterminado lo determinado, de lo vivido la actitud frente a lo que se vive, del pasado incluido el presente a incluir, de la experiencia la solvencia, de la voluntad la conducta. Ese otro acompañante de la inteligencia, de orden experiencial, que provee una clase de poderosos recursos estructurados pero formados en lo desestructurado, instantáneos pero surgidos de lo permanente de la vida, es el que brinda la fuente adicional del saber. Este acompañante, por complementario, por adicional, lateral, no es menos decisivo en la resolución de problemas, aunque su naturaleza no sea la misma de la que proceden las asistencias y socorros suministrados por la educación sistemática, el aprendizaje de habilidades, las adquisiciones por repetición y automatización, sino otra, forjada en la vida personal y constituida en base a las elecciones y especialmente a los saltos en el vacío que a menudo se dan con el fin de superar una dificultad.

 

3

 

Resolver problemas, disolver dudas y desentrañar misterios constituye el resorte que impulsa el saber propio en la historia de la persona. Es el rasgo que la distingue y que confirma una realidad verdadera, al menos para ella. Es una realidad verdadera porque participa del mismo mundo que en alguna medida ella modifica al resolver sus problemas, un mundo que no hay cómo negar porque es el propio. El entorno ha devuelto la respuesta dada, ¿cómo negar su valor de verdad?

Al tratarse de la escala humana, del mundo en que se presentan los problemas, y de la actividad que se genera en la interacción con quien los enfrenta, resulta la confirmación de la verdad del mundo como existente y correspondiente a la conciencia de la conciencia, a lo pensable tanto como a lo palpable. Desde que es el mundo en el que ha tocado vivir y en el que se comparece a sí mismo, es el mundo de verdad y la empresa de definirlo en tanto mundo conocido, pensado, reconocido en sus propiedades, aquel en que se da respuesta a los problemas que se interponen en el camino para permanecer en él.

 

4


En la medida en que el sujeto humano obra, según su leal saber y entender, en el mundo en el que asoma y al cual de alguna manera modifica mediante incidencias en su entorno inmediato, comprueba que está entre las cosas y los seres y entre las personas e individuos. Se puede afirmar que si no hace algo y no comparece ante los demás no habita ese mundo.

Surgen así las determinaciones: lo que se puede comprobar porque responde al propio obrar en el entorno. Estas determinaciones representan la condición por la que se define la persona, sin las que solo sería individuo, simple ejemplar de una entre las tantas especies existentes.

Tales determinaciones o modificaciones producidas por la persona en el entorno son las que, según resulten a favor o en contra de la prosecución de la vida, configuran la verdad, concepto que nace como desprendimiento de las determinaciones. No es solo saber, es también aceptación de lo que hay mediante la propia comparecencia. Y es en lo que se puede confiar. Se trata de pautas que se van adoptando en un proceso del que surge otra clase de elección fundamental, el deber ser (la moral): remisión de determinaciones a un esquema de principios que se prefieren y privilegian.

 

5

 

La contingencia y la adversidad configuran la verdad a través de las determinaciones, no sólo mediante el conocimiento. Se interponen a la actividad por la que la persona modifica el entorno o lo determina mientras a su vez es modificada. De esa actividad resultan las bases para fundar una verdad provisoria y consecuencial para el individuo en su praxis de vida. Esta verdad provisoria es más convincente para la persona que la verdad convencional.

Los sentidos, el cerebro y el entorno se asocian en una sola realidad ante la cual se comparece en cada acto a fin de mantener una visión reconocible y propia (de manera que no decaiga; si no comparece, la asociación se disuelve).

 

SUPERESQUEMA

 

Para ser claros exageraremos un poco y supondremos un problema P, importante y difícil de resolver, que se presenta en un contexto especial cuya resolución es de urgencia, coincide o está próxima a coincidir con una “situación límite”. No hay mucho tiempo para reflexionar ni para buscar salidas meditadas, pedir ayuda o aplicar concienzudamente lo que hemos aprendido al respecto. Y, sin embargo, nos arreglamos para encontrar una solución R, que puede ser la solución definitiva, una dirección posible para llevar a un final exitoso o al menos para quitarnos de encima lo más pesado del problema; llamémosle dirección D.

Y suponemos nuevos problemas P’, P’’, P’’’, etcétera, resueltos mediante respuestas R’, R’’, R’’’ y que pertenecen todas a un proceso de elaboración en el que no prevalece nada aprendido o calculado de antemano, prescrito de acuerdo a protocolos o aprendizajes, a estudios previos o a preparaciones especiales, aunque sabemos que de alguna manera interviene todo en la creatividad más espontánea y desenvuelta. En el proceder no se cuenta con el aporte de ninguna receta o habilidad determinada y aplicable en directo para resolver el problema P. Por lo que intentamos aislar el aporte estrictamente personal, la posible perspicacia, la espontaneidad respectiva, si las tenemos, lo oportuno de las respuestas ante asuntos de urgente y necesaria resolución, problemas desconocidos o de resolución desconocida para nosotros.

Suponemos finalmente que los procesos P-R, P’-R’, P’’-R’’, P’’’-R’’’, que simbolizaremos como PRx, no son sucesivos ni cronológicos sino extendidos en el curso de diferentes circunstancias de vida en una serie discontinua cuyos espacios y tiempos han quedado atrás. No han sido registrados ni almacenados por la memoria, por lo que han quedado al margen de la historia recordable. Se hace evidente, de esta manera, que, dados todos los P, conjunto que llamaremos Px, la configuración de todas las R, o Rx, confirma una realidad dada, al menos para nosotros, desde que modifica el plano Px correspondiente al mundo de problemas dado. Esto es importante: la realidad responde a nuestra intervención, por lo cual podemos darla como verdadera, al menos para nosotros, puesto que partimos de nuestra propia realidad, que no podemos suponer falsa y que, por consiguiente, consideramos verdadera.

La configuración PRx (las veces que una R ha resuelto un P) entra así a formar parte del sistema cronológico vital como subsistema de recursos incorporado a nuestra historia de vida. Advertimos que no forman parte de la memoria, exactamente, porque hemos olvidado o no hemos registrado cada una de las fechas que se corresponden con cada una de las P-R de PRx, elementos ligados a lugares o escenarios, momentos, épocas u ocasiones determinadas. De modo que PRx no es un almacén ni hace las veces de pendrive que se puede acoplar a la memoria central para que actúe cada vez que las motivaciones lo requieran.

No tenemos nada para recordar en el momento de elaborar R, y P resulta para nosotros una dificultad no relacionable con ninguna R anterior que pueda asemejarse y volver a servir ante la nueva ocasión. Porque contamos con una nueva fuente de recursos, además de la memoria, que es capaz de activarse por sí sola, sin alimentarse de recuerdos, ya que está incorporada al sistema general de recursos y obra como obra el sistema nervioso autónomo, con prescindencia de la voluntad expresa ante cada caso P. Quizá PRx es una configuración que ha sido incorporada como función agregada al sistema nervioso autónomo.

Decimos entonces que la serie indeterminada PRx es nuestra historia vicisitudinaria o vivencial, historia vécica, es decir, la historia en torno a las vivencias o vínculos personales intransferibles en su relación con el mundo. Es la historia generada a partir de problemas trascendentes para nuestra vida, o de urgente resolución en el sentido de la supervivencia. En otras palabras, es nuestra historia y no la historia de cualquier sujeto en el mundo, la historia de la relación del mundo en torno a nosotros, en la que nos incluimos. En todo caso, la configuración de los Px representa nuestro encuentro con el mundo, mientras que la configuración de todas las Rx representa el encuentro del mundo con nosotros.

Rx revela, por tanto, nuestra participación en la realidad, y Px la realidad participada. Con lo que se nos presenta la posibilidad de adoptar un punto de vista confiable, o más confiable, desde el cual nos es más fácil responder a la pregunta por la realidad, la pregunta acerca de qué es y de cómo es la realidad que podemos distinguir de la apariencia y que calificaremos “verdad del mundo para nosotros” o “mundo verdadero según surge de nuestra experiencia de vida”. Supondremos que el mundo está hecho de tal manera que, singularmente, responde a las iniciativas Rx. Por lo que Rx, en tanto concuerda con el mundo o al menos con el mundo en que la realidad presenta Px, indica el camino que toma la historia personal más acendrada.

Sea H esa historia y Hx todos los caminos selectos que configuran la historia vicisitudinaria o vécica. Hx es, por consiguiente, la historia que no concuerda totalmente con la historia temporal. Pero, es la historia que nos corresponde en lo esencial de nuestra vida y de nuestro saber sobre nosotros, sobre la vida y sobre el mundo en su realidad y sobre la realidad en su verdad para nosotros. Y sea D la dirección impresa a partir de una R dada para un problema P, resuelto, y Dx el haz de direcciones de conjunto que puede imprimir un sello particular a la persona, a sus modos de pensar y hacer. D es la dirección que toma una solución por concretarse respecto a un problema cualquiera, por lo que Dx es la orientación general impuesta a los problemas en un mundo que se dispone según la realidad revelada por Rx o mundo M.

M es el mundo que surge de Rx y representa H o Hx, es decir, que configura la historia personal real, o historia vécica, donde “real” quiere decir “real para ”. Surge, pues, la distinción entre historia temporal en el mundo e historia vécica en un mundo M en que podemos confiar en tanto realidad confirmada por nosotros mismos, esto es, vivida vicisitudinaria o vivencialmente. La historia en la que no haya relación con M será una historia de solo tiempo, es decir, la historia de los cambios experimentados por un ser vivo en la circunstancia de una cronología de vida cualquiera. Si el ser vivo se ha desempeñado sin construir M, sin una H y sin la vecidad correspondiente a la continuidad física (es decir, si no se ha desempeñado como integrante de la especie), entonces, ha realizado solo la parte de los seres vivos en general sin que haya activado el sistema nervioso central humano.

Ha sido objeto en el desempeño del mundo y no sujeto en el desempeño propio. Ha quedado en manos del mundo social u organizado en sociedad, en el cual cada uno participa como individuo y también como persona, es decir, con participaciones de especies diferentes. En tanto individuo es parte del mundo aparente y de la historia de la apariencia; en tanto persona es parte del mundo real y de la historia vécica.

En el primer caso, es presa del mundo inmediato, que no domina; en el segundo, es parte de M. Puede independizarse de lo inmediato, sobre lo cual no tiene control ni participación compartida: al responder a lo inmediato se mimetiza; al responder a M se autorrealiza y encuentra su lugar en la realidad que puede provisoriamente tomar como verdadera.

 

PRAGMÁTICA

 

La acción humana que se vuelca en y sobre el entorno determina la realidad para el entendimiento. Si no se diera esta originaria relación del individuo con el mundo quizá no habrían surgido las nociones de verdad y falsedad y de lo que se suele creer y no creer. Esa relación se da en la experiencia, y sin ella no daríamos como real lo que está fuera del alcance de los sentidos, ni como verdadero lo que no se puede hacer comprender en esa relación con el mundo y resulta sólo probablemente verdadero o probablemente falso. Nos referimos a una clase particular de experiencia.

¿Qué caracteriza al entorno y es decisivo para el entendimiento? Lo primero es la adversidad, es decir, lo que el entorno presenta como obstáculo o impedimento para el pensamiento y la acción. Lo segundo es la respuesta, la conducta dirigida a integrarse en tal entorno como un componente más. Lo fundamental de la respuesta consiste en una modificación sustancial por la que lo adverso se vuelve favorable.

 

Inicio

 

Una vez cumplido este ciclo relacional a través de la experiencia, el entendimiento consolida una noción de verdad, aquello en que se puede creer a partir de medios propios, y en que arraigan las relaciones de la verdad con la realidad, de la cual el sujeto forma parte. Mientras tanto el entendimiento despliega la noción de verdad en función de dos grandes principios bajo los cuales caen los juicios sobre lo necesario y sobre lo accesorio: lo bueno y lo bello, es decir, lo favorable y lo agradable para sí y para la convivencia, uno de los mayores problemas que es necesario resolver.

Lo verdadero, lo bueno y lo bello constituyen los tres elementos básicos que anidan como sustento del pensamiento y guían la acción, aunque están también sus opuestos, falso, malo y feo, e ingredientes subespecie, amor y odio, voluntad e indolencia, crueldad y piedad, etcétera. Estos elementos básicos de la naturaleza humana se recrean en la experiencia, se fortalecen, se debilitan o se mantienen siempre igual. Tales son las suertes que corren, pero estas suertes dependen de lo que el individuo haga consigo mismo, y de la consideración que tenga en su entendimiento por el resto de los individuos. De tal consideración surge el cuarto elemento básico: lo social, que en sí no puede elegir y por lo tanto no es ni verdadero ni bueno ni bello ni sus opuestos.

En la descripción de este cuadro cumple una función central la idea de experiencia, pero también es necesario confirmar el significado filosófico de este término. En general es usado de acuerdo a cinco aspectos que se parecen, pero son bastante diferentes. Primero, como “aprehensión por un sujeto de una realidad”, y también como “una forma de ser, un modo de hacer, una manera de vivir”. Segundo, como “aprehensión sensible de la realidad externa… antes de toda reflexión”. Tercero, como “enseñanza adquirida en la práctica” y se habla entonces de “experiencia en un oficio y en general de la experiencia de la vida”. Cuarto, como “confirmación de los juicios sobre la realidad por medio de una verificación”, por lo general sensible, demostración o confirmación. Quinto, como “el hecho de soportar o sufrir algo”, como el dolor o la alegría.” (Ferrater Mora, Diccionario de filosofía)

La experiencia, aun considerada como “el punto de partida del conocimiento”, juega un papel específico en la concepción de Kant: “Kant admite, con los empiristas, que la experiencia constituye el punto de partida del conocimiento. Pero esto quiere decir sólo que el conocimiento comienza con la experiencia, no que procede de ella (es decir, obtiene su validez mediante la experiencia)”. Para este filósofo del siglo XVIII la experiencia es “el área dentro de la cual se hace posible el conocimiento. Según Kant, no es posible conocer nada que no se halle dentro de la ‛experiencia posible’. Como el conocimiento, además, es conocimiento del mundo de la apariencia […] la noción de experiencia se halla íntimamente ligada a la noción de apariencia” (ibidem).

¿Pero qué es el “área dentro de la cual se hace posible el conocimiento”? Kant se refiere a los conceptos, elementos esenciales del entendimiento que permiten interpretar la apariencia, descifrar la realidad (y la existencia). Dice: “Hay sólo una experiencia en la que todas las percepciones se representan como conjuntos completos y conformes a leyes, al igual que sólo hay un espacio y un tiempo en los que se dan todas las formas del fenómeno y toda relación del ser o del no-ser”. Y enseguida agrega: “Cuando hablamos de experiencias diferentes, éstas sólo son percepciones distintas que pertenecen, en cuanto tales, a una única experiencia general. En efecto, la unidad completa y sintética de las percepciones constituye precisamente la forma de la experiencia y no es otra cosa que la unidad sintética de los fenómenos obtenida mediante los conceptos.” (Crítica de la razón pura, A 110)

 

Ampliación

 

Esa “unidad sintética de los fenómenos obtenida mediante los conceptos”, de Kant, ¿qué es? ¿Cómo llega a originarse, a desarrollarse y a formarse en el entendimiento? Queda claro que se forma a través de la experiencia, ¿pero, de qué manera? Kant nos remite a la función que cumplen las categorías, y de allí en adelante se puede seguir el célebre derrotero que traza como un iluminado ingeniero del conocimiento.

Aquí sólo nos detendremos en una posible derivación inesperada, pues esa “área” o unidad sintética de los fenómenos que se logra mediante conceptos parece no responder puramente a conceptos sino también a habilidades contraídas en la experiencia, no de acumulación simple de experiencias pasadas sino, especialmente, de una unidad sintética de todas las experiencias. De conceptos, pero también y fundamentalmente de patrones neurológicos cuya formación en el entendimiento depende en su generación de lo que se haga con la experiencia vivida, con la vivencia o con el acto en que la circunstancia reúne al problema de turno con su eventual solución.

La idea inicial se esconde en la experiencia, como surge de la definición tercera de Ferrater Mora, pues ella tiene que ver con el conocimiento en forma directa en tanto “enseñanza adquirida en la práctica” y no en tanto aprendizaje teórico o inducido. Se trata de la idea según la cual la experiencia es el campo de actividad y acción en el que la adversidad es transformada en su contrario por parte del mismo sujeto, transformación de la cual resulta una impresión o fulguración que en lo sucesivo se activa ante la necesidad de resolver problemas nuevos y revelar misterios aún no revelados.

Este saber, pues, no es el saber que vuelve a aplicarse una y otra vez ni una habilidad que resuelve un problema muchas veces o realiza una tarea consabida con idoneidad. Es, en cambio, la idoneidad adquirida en una circunstancia personal de resolución de problemas, con una historia personal y a través de un recurso de creación también personal. La que vuelve a operar de manera semejante a cómo opera el sistema nervioso vegetativo por reacciones instintivas y automáticas del organismo.

 

Desarrollo

 

El saber que se adquiere por experiencia propia, en forma independiente de los demás saberes, innatos, adquiridos por trasmisión o implantados en tanto contenidos que se memorizan y vuelven a aplicarse en circunstancias semejantes, ¿cómo puede inspirar una interpretación posible de la condición humana o en su lugar inspirar rudimentos para una filosofía?

Este saber exclusivo es el que la determina y, si bien no es el que define definitivamente la realidad, al menos es el que propone tentativamente qué es verdadero para la persona y qué no, qué es real y qué no, y qué es el mundo y la vida, siempre en el fuero íntimo. Da lugar a una interpretación primaria a partir del sistema problema/solución del problema, eminentemente subjetiva y a la vez operativa. Es la que en primer término echa luz sobre la famosa “área en la que se hace posible el conocimiento" de Kant. Corresponde a la modificación del entorno del cual forma parte el sujeto humano y que éste delimita a través de una acción personal directa y propia, no implantada, cuyos alcances son únicos.

Así nace la concepción de la realidad y el concepto de verdad que en última instancia maneja la persona, aunque se adorne con los saberes adquiridos por transmisión o aprendizajes inducidos. Sólo esa vía por la que en la experiencia se selecciona lo que es capaz de convertir lo adverso en favorable (exitoso o no, pues puede resultar favorable, aunque no decididamente exitoso) es la que se demarca en la historia personal, la que tiene que ver con el saber en el que la persona puede confiar, o en que solo confía en tanto no es desechado por otro llegado desde afuera que lo desbarranca.

Viene todo a depender de esta sencilla historia, una historia de acontecimientos innominados, no fácilmente determinables, historia que ha estado en la base de los empeños, trabajos, luchas, éxitos y fracasos y que funciona como generadora de pautas de carácter recursivo, pensamiento y acción. Fundamentalmente, depende de esta clave del saber personal la misma concepción del mundo y de la vida. Porque no hay posibilidad de comprender nada y de desempeñarse con felicidad en el entorno sin el acervo de esa inteligencia autónoma y superior que sólo se adquiere enfrentando la adversidad y modificándola de alguna manera.

De la interrelación del hombre y el medio surge la comprensión inicial de la realidad. De ella resulta el grado de verdad y la índole de las ideas y creencias en la esfera consciente. Pero la verdad y la índole de las ideas en la consideración general, en la sociedad, la cultura, la ciencia y el pensamiento, son otras o son las mismas ajustadas, pulidas y consensuadas, y comprenden el llamado conocimiento humano. La misma interrelación aumentada es la fuente de la que se alimenta el sentimiento de lo social, el reconocimiento del otro y la predisposición a la convivencia. Pero la aumentada no se da sin la otra disminuida.

Se adquiere por esta vía los atributos del saber, y se alcanza el plano en el que se puede hablar de conocimiento sistemático, de ciencia fáctica y social, de filosofía, de derecho, etcétera. De manera que lo histórico personal se convierte en histórico social e historiográfico, y aun en sentimientos estéticos. El sistema problema/solución-del-problema es para entonces la fuente del saber, la respuesta humana ante la apariencia y el disparador de todos los demás sistemas de conocimiento.


LA MENTE. Primera tesis

 La subjetividad 

La subjetividad parece la dimensión opuesta al mundo objetivo que vemos, oímos y tocamos. Parece el interior cuyo exterior resulta la realidad percibida. Como una casa, tenemos un habitáculo íntimo en el que vivimos sólo nosotros y en el que nadie entra sin nuestro consentimiento. Desde el interior de esta casa divisamos el mundo, una zona que parece ser inmensa, en la que se encuentra emplazado el habitáculo. Hay una zona inmediata, como si fuera un patio o un jardín, y aledaños y zonas más alejadas que se pierden en lo que ya no divisamos. Llamamos subjetividad al habitáculo y objetividad a sus aledaños. En la primera tenemos la imaginación, la fantasía y los sueños, nuestras ideas y formas de sentir, juzgar e interpretar. En la segunda, en cambio, está todo lo que no depende de nosotros, cosas, hechos, seres, el mundo real e independiente de nuestra subjetividad y voluntad.

Hemos dicho que la subjetividad es la dimensión opuesta al mundo objetivo, pero la palabra “dimensión” no es del todo apropiada. Dimensión tienen los cuerpos, espacios y objetos, los mares y continentes, incluso los tiempos. Pero la subjetividad no es cuerpo ni espacio ni tiempo ni está hecha de nada de esto. Es algo sólo pensado, sentido por dentro, imperceptible y abstracto, sin extensión ni duración. En ella transcurre la vida mental, no la vida corporal ni material. La vida mental es tan imponderable que, según se ha dicho, carecemos de ella al nacer o la poseemos sólo en un grado insignificante si la comparamos con la talla que alcanza en la madurez. Es razonable preguntar si la subjetividad es tan diferente a la objetividad como parece, si son dos dimensiones diferentes y si no hay algo común a ambas. Si ese adentro y ese afuera están separados por un límite tajante.

La objetividad se corresponde con el afuera, con el mundo y sus seres y cosas. Pero, no es ese mundo ni esas cosas. Es lo que nosotros nos figuramos del mundo y las cosas. El mundo y las cosas son como son, independientemente de lo que pensemos nosotros al respecto. De modo que nosotros nos figuramos el mundo, y, si nosotros nos figuramos el mundo, entonces, no hacemos sino representarlo en nuestra mente. Pero, hemos dicho que la mente pertenece al habitáculo de la subjetividad. ¿En qué se diferencian, pues, las dos dimensiones? Se diferencian en que la objetividad exige que lo que nos representamos del mundo exterior sea, o deba ser, una copia fiel de ese mundo, lo más fiel que podamos extraer de él para que la imaginación o la fantasía no lo falsifiquen. Si la representamos sin cumplir con el requisito de la fidelidad, sin el cuidado porque nuestra copia resulte igual o lo más parecido a lo real, entonces se entromete la subjetividad, que puede engañarnos por estar encerrada, solitaria y aislada en la habitación interior de la conciencia.

Pero no hay tanta diferencia entre lo que logramos objetivar del mundo y lo que del mundo interpretamos subjetivamente. No puede haberla. Porque todo lo que hacemos y pensamos, lo que percibimos y lo que interpretamos, tiene origen en la experiencia, y esta experiencia es vivida tanto por la parte subjetiva como por la objetiva. No hay dimensión del cuerpo o del espíritu que esté separada de su experiencia personal, de las circunstancias de vida, de la serie de actos, estados, vivencias, vicisitudes que componen la historia de cada individuo.

Todo lo que somos personalmente, que nos distingue a unos y a otros en la relación social, es el producto de una compleja construcción que se erige en forma paralela a la del cuerpo, pero en fuerte interrelación. Células, tejidos, órganos, incluidos los de los sentidos, sistemas que configuran, el cerebro, todo se proyecta en íntima y evolutiva relación con ideas, conceptos, emociones, pasiones, sentimientos, valoraciones, es decir, con los llamados “fenómenos psíquicos”[1]. Se suele abreviar diciendo “cuerpo y alma”; modernamente se llama “cuerpo” al conjunto de los fenómenos que constituyen nuestra individualidad física y biológica, y “conciencia” al de los fenómenos que constituyen nuestra individualidad psíquica, también llamada “espacio psíquico” y “dominio psíquico de la existencia” (Maturana, 1997, 53) ‒sin que falten quienes lo niegan.

El individuo construye su psiquismo, y las particularidades que lo configuran, a través de la historia personal, en la que es determinante la experiencia[2]. Tal construcción es la que le vuelve individuo, ser único entre los demás individuos. Se trata de un proceso en el cual interviene lo físico en unidad indisociable con lo psíquico. Se podría decir que el psiquismo no es más que una forma de manifestarse el conjunto, y que el individuo físico y biológico es otra forma de manifestarse el llamado “fenómeno humano” o “milagro de la creación”. 

En lo que atañe al proceso psíquico, habitualmente denominado vida mental, se suele distinguir la actividad que el individuo controla directamente, según su voluntad, y la actividad que se desarrolla fuera de la atención central y el control directo de la mente ‒no hablamos aquí de consciente e inconsciente. En este sentido, a veces se llama conciencia al conjunto de todos los fenómenos psíquicos, y a veces se llama así a lo que de ese proceso está bajo cierto dominio o bajo total dominio del individuo. Se dice, pues, que se tiene “conciencia de” para referirse a un contenido de pensamiento que gana el centro de la atención mental. Pero no es la única distinción en este asunto; hay otra no menos importante.

Si aquello de que se es consciente, bajo el control de la atención de manera firme y voluntaria, ha entrado en contacto con la mente de manera sensible, se dice que es un contenido objetivo o un conocimiento objetivo. Por ejemplo, la silla que ponemos en el centro de la atención cuando estamos fatigados, buscando descansar en ella. La vemos y la tocamos al ir hacia ella para sentarnos. En cambio, no vemos ni tocamos ni podemos establecer una relación sensible con la idea de la silla, ya fuese genérica o imagen de una silla determinada, ubicada lejos de nosotros. Tampoco podemos hacerlo, como es obvio, con cualquier objeto inexistente, de ficción e imaginación, como el dragón que escupe fuego. Lo que es referido por medio de una representación que no tiene correlato en el mundo real, una idea o a una imagen, aun cuando esté en el centro de la atención, corresponde a un contenido subjetivo a aquello que concebimos subjetivamente.

Henri Wallon observa con acierto que: “Para llegar a obtener resultados objetivos, cuya existencia no varíe a tenor de modas o sistemas ideológicos, las ciencias del hombre han procedido como las ciencias de la naturaleza, que encuentran sus objetos en el mundo exterior y a los cuales tratan como cosas.” Quiere decir que se ha buscado la objetividad de las proposiciones intentando escapar a la intuición o al análisis subjetivo. Y agrega: “Se han consagrado a la búsqueda de ‘cosas’ que fueran exteriores a cada individuo e identificables por todos de un modo parecido. De estas cosas sólo quisieron conocer los caracteres materialmente discernibles y controlables. Limitando su estudio a las relaciones que se deducen de la comparación, han dejado de introducir en la realidad las veleidades a través de las cuales a cada uno le puede parecer que penetra en su esencia.” (Wallon, 1985, 42)

Esta observación de carácter materialista sería totalmente compartible si no fuera porque deja afuera la realidad mental, tan cara a Wallon, que no puede ser comprendida como “cosa”. Ni siquiera la realidad física comprende sólo cosas y, paradójicamente, las ciencias sociales tanto como las naturales se afanan en estudiar aquello que, en contra de lo que se desprende de estas citas, carece de “caracteres materialmente discernibles y controlables”. En verdad, y este autor lo señala claramente, la ciencia contemporánea estudia relaciones y no estrictamente cosas. Bueno sería estudiar las relaciones del mundo exterior, pero en tanto en cuanto esas relaciones también forman parte del mundo interior. Porque las ciencias del hombre no pueden negar realidad a lo que no se ve. Justamente, buena parte de las ciencias anda a la búsqueda de lo que no se ve, de lo que no se percibe en forma natural; tampoco se puede afirmar que los anhelos por llegar a la esencia representen “veleidades”, porque la esencia es lo que no se ve y lo que permite explicar la apariencia.

Lo subjetivo merece una investigación particular justamente en sus relaciones con lo objetivo. Para poder estudiar esas relaciones es necesario atender lo que objetan en cantidad de casos los críticos de la ilusión, la fantasía, la divagación, en tanto estas modalidades formen parte del conocimiento. Pero no será posible estudiar la objetividad separada de la subjetividad, aunque se haya pretendido hacerlo desde siempre. Lo subjetivo no es sólo ilusión, fantasía y todo lo que se le ha atribuido y se le atribuye; no ha surgido de la nada ni se ha desarrollado de manera aislada de la vida física, de los hechos y de las cosas. Ha estado en contacto con “el mundo externo” tanto como el cuerpo y la actividad que el cuerpo despliega en el mundo. No es una isla sin comunicación con lo exterior.

Lo verdaderamente remarcable no es que la subjetividad humana obre junto a la objetividad, plegándose una hacia el interior y recogiéndose la otra desde el exterior, que es para los seres humanos una evidencia inmemorial. La subjetividad responde a una particularidad de la historia del individuo no bien estudiada. El mundo exterior que mantiene el contacto con el cuerpo, el cuerpo que constituye una única y misma cosa con la mente, y la vida que se integra a esa única y misma cosa indiscerniblemente en cada instante, no sólo inspiran relaciones de orden objetivo. Inspiran más que nada relaciones de orden subjetivo. El orden subjetivo de las relaciones no nace por arte de magia, por generación espontánea, en un interior mental incomunicado. La subjetividad ha surgido del mundo exterior, de la experiencia a partir de la cual se han configurado las formas mentales, que son las “cosas” de la vida psíquica, es decir, los fenómenos psíquicos.

Se distinguen dos grandes aspectos del conocimiento: el primero tiene que ver con la razón, según se desempeñe en su habitáculo cerrado, anterior a toda experiencia (a priori), o se compruebe mediante experimento o verificación fáctica en el entorno empírico (a posteriori), y otro que tiene que ver con las emociones y las valoraciones carentes de forma lógica. Esta división es clásica para toda ciencia, sea de la naturaleza que fuere. El primero corresponde a las ciencias naturales, experimentales o fácticas, es decir, al conocimiento sistemático y a los grandes consensos de los científicos; el segundo corresponde al arte, a la estética, a la ética, a los valores. Sin embargo, es probable que esta división ya no sea oportuna, porque la subjetividad ilusoria aparece en la ciencia y la objetividad realista aparece en el arte, además de que ciertas emociones cuenten con algunas válvulas controladas por la conciencia. Hay correspondencias mutuas y conexiones directas que se han vuelto habituales, lo que surge de los desarrollos teóricos y experimentales de la física, la química, la biología, la astrofísica, etcétera. No hay tanta barrera, frontera, abismo.

Lo subjetivo, decíamos, no es sólo ilusión y fantasía, esto es, no sólo opinión individual sin consenso ni confirmación práctica. No se corresponde con una construcción ficcional que llene los vacíos de conocimiento o recree a los hombres fatigados de tanta realidad, aunque funcione generalmente con esas características en la vida diaria, en el arte, en la poesía, en la narrativa, en el cine, en los juegos, en los sueños. La subjetividad de un individuo, además de ilusión y fantasía, es lo que el mismo individuo construye a partir de sus vivencias, de la actividad de su vida inmersa en el mundo del cual forma parte. Lo que indica, en principio, una injerencia del mundo real en el mundo irreal lo suficientemente poderosa como para descartar el primado de una insularidad que conduzca siempre al capricho o al error. Hay un contacto originario con el mundo, que inunda toda la subjetividad, junto a la carga que generalmente asociamos a la fantasía y a la alucinación. 

Se ha hablado mucho de los complejos procesos por los cuales la mente humana transforma la experiencia vivida en capacidad de comprender el mundo a través de formas simbólicas que representan la actividad psicológica superior. Numerosas teorías en los campos de diferentes ciencias coinciden en la interpretación de este fenómeno como evolución y transformación de la acción y de los hechos en abstracción e ideas, con escasas diferencias explicativas. Se trata de la milenaria trayectoria por la cual la especie humana conquista paso a paso los estadios de su inteligencia hasta configurar la que reconocemos hoy.

Algunas de esas teorías suponen el pasaje de lo intuitivo y caótico a la ordenación y sistematización de los datos recibidos de los sentidos, desde el principio de los principios hasta el estado actual de la capacidad humana. Asimismo, sostienen un supuesto similar las teorías que encuentran el mismo pasaje en el individuo humano, de modo que se reproduciría en lo ontogénesis el proceso registrado en la especie. Otras teorías, bien recibidas entre filósofos y científicos, destacan un originario equilibrio entre lo que espontáneamente puede atribuirse a lo primitivo y elemental y lo que puede atribuirse a lo cultivado y elaborado, esquema que permanece en los estadios subsiguientes. Se ha hablado, así, de una “imagen manifiesta” del hombre, y de una “imagen científica”, agregándose que la primera “no pertenece a un estadio pasado y desaparecido del desarrollo de la concepción que el hombre tiene del mundo y su puesto en él [por lo que] no queda anulada bajo la otra en la síntesis de ambas” (Sellar, 1971, 13-15). Dígase si, en la contemplación del hombre actual, y aunque la apreciación sea subjetiva, no se descubren las dos imágenes con harta notoriedad.

Es posible entrever, sin embargo, el aspecto que ha quedado sin evaluar en profundidad. En la medida en que la metafísica clásica y la teoría del conocimiento en sus versiones contemporáneas han definido el concepto de experiencia como la reunión de los actos de vida con las habilidades adquiridas, sumándose así a la marcha por la conquista de la inteligencia, se ha omitido una distinción capital. Porque se puede presumir que no es la experiencia bruta, considerada como historia, serie continua o acumulación de vivencias, la que produce la chispa que inicia el proceso de la inteligencia. En cambio, sólo intervendrían algunos destacadísimos acontecimientos de ese proceso que, por guardar relación con la necesidad de aprender, y por prestarse a la generalización, dados los beneficios eventualmente extraídos de ellas, se implantarían como formas o pautas de procedimiento: un orden en los pasos a dar en la resolución de problemas, especialmente en el problema de cómo comprender el mundo. En suma: que la chispa no se produce por el continuo ni por la acumulación sino por sólo algunas impresiones, selectas y probadamente efectivas, que mutan diacronías en sincronías.

Enseguida se apreciará que esa reducción no se produce por recapitulación ni por sumatoria o acumulación, y menos aún por síntesis, mezclas o combinaciones, sino por una simple elección, aquella que, ante alternativas posibles que presenten dilemas y problemas, el beneficio obtenido muestre como superior (no en el sentido de su utilidad sino en el de la satisfacción del buen entendimiento personal). Nos referimos al caso en el que el individuo humano no hace un balance de las experiencias para elegir la mejor (aunque lo haga a otros efectos), sino que, por el contrario, elige la que en una primera instancia estima que le otorgará el mayor favor. Si se trata de meditar sobre los problemas, podría decirse que piensa antes, durante y después; pero, si se trata de resolver problemas, bajo la presión de las circunstancias, no puede hacerlo sino recurriendo al chispazo de una estimación espontánea y súbita (porque no dispone del tiempo suficiente al estar acuciado por la urgencia, porque no tiene elementos para juzgar, porque no confía en presentimientos o porque no le es posible aplicar retroducciones o abducciones aristotélicas ‒ya que el asunto puede no tener antecedentes).

Es una primera señal de su tendencia a apelar a la experiencia de vida, de atinar a los resultados que dictaminan los hechos. Pero, hágase la precisión, se trata de una señal por la cual el sujeto atina a los hechos formalizados, no a los contenidos de los hechos vividos que recuerda y se propone revivir y aplicar en forma de reconstrucción. A la vista está que, en el orden del pensamiento y de los recursos de la inteligencia para comprender el mundo, esta tendencia se inscribe en lo que se conoce como conocimiento objetivo. El proceso que se deja ver, si seguimos con el propósito de entrever lo hasta ahora no visto, no es estricta y completamente objetivo, puesto que participa en ese proceso el pronunciamiento mental por el que se elige sin mayor análisis entre dos o más posibilidades. Intervienen ambas inclinaciones: la elección entre alternativas, emergentes del contacto directo, físico, del orden objetivo, y también la elección entre alternativas no físicas, que bien pueden resultar subjetivas. Tiene lugar toda clase de acto espontáneo, subitáneo, intuitivo, y también la inferencia experimental y sensible (inducción, retroducción). Intervienen las operaciones mentales que interpolan el sistema inteligente adquirido por experiencia acumulada, conservada y luego reproducida o aplicada de acuerdo a las necesidades, pero también y especialmente el sistema inteligente impreso a partir de sólo ciertos resultados seleccionados por la conciencia en el curso de la historia personal. Se da de una manera indeterminada, sin tiempos ni espacios definidos, porque se generan sólo a partir de algunos hechos, sin que se sepa cuáles, porque no interesa a los efectos prácticos.

 

Primeros avistamientos

 

Esta remisión a un punto crucial de la historia del individuo nos invita a despojarnos de toda separación tajante entre lo objetivo y lo subjetivo. No es otra cosa en el fondo que poner en tela de juicio la discriminación entre los niveles jerárquicos establecidos por diversas teorías del conocimiento. De acuerdo a esta discriminación, hay un nivel que corresponde a los objetos físicos, y otro que corresponde a los objetos mentales. Wilfrid Sellars dedica un libro a rechazar esta concepción; plantea el enigma que surge al contemplar una mesa: ¿hay una mesa o dos mesas? Tal vez hay que considerar “dos mesas: una nube de moléculas por una parte y una configuración de contenidos sensoriales reales y posibles por otra”. Sellars se ocupa de las teorías que describen el mundo microscópico, el mundo de lo que no se ve por medios naturales, que confronta con las teorías que describen las cosas físicas del mundo macro. ¿Se desprende de esto que hay dos mundos? No, no se desprende tal cosa.

La relación que hay entre el discurso sobre los objetos físicos y el discurso sobre las impresiones sensoriales, afirma Sellars, no puede compararse con la relación entre descripciones no sensoriales (nube de moléculas) y descripciones sensoriales ‒vemos una mesa (Sellars, 1971, 130). Está implicado el falso supuesto de que hay un nivel más básico. Se trata del mismo inconveniente que impide encontrar en los contenidos subjetivos la huella indeleble de la experiencia supuestamente transfigurada sólo en contenido objetivo. A seguir la orientación de Sellars, se advierte que las experiencias de vida, los cambios en la “imagen manifiesta” y las transfiguraciones que posibilitan el dinamismo y la plasticidad de la “imagen científica”, constituyen la totalidad de la vida mental, sin necesidad de atribuir un nivel por encima de otro.

La descripción de la vida mental debe ocuparse de la realidad vivida en tanto realidad pensada, y de la realidad pensada como realidad vivida. Interponer el tiempo, suponer que lo físico sea lo primario y lo psíquico lo secundario, o viceversa, es un error. Ya hace cien años que se adjudicó objetividad (carácter de objeto) a la vida psíquica. Franz Brentano, explorador de los “fenómenos psíquicos”, observó que “El rasgo característico común de todo lo psíquico consiste en eso que frecuentemente se ha designado con el nombre de conciencia ‒expresión, por desgracia, muy expuesta a malentendidos‒; es decir, consiste en una actitud del sujeto, en una referencia intencional ‒que así ha sido llamada‒ a algo que, acaso, no sea real, pero que, sin embargo, está dado interiormente como objeto.” (Brentano, 2002, §§ 19 y 20)

Hoy advertimos que lo que tradicionalmente se ha separado entre lo físico y lo psíquico está unido, o es, una realidad única, se diría humana por antonomasia, descriptible en términos de acciones mentales, como si se tratara de acciones físicas. Aquello que actúa como uno, y que da la impresión de ser dos, es lo más interesante de la vida mental. Un importante filósofo se ha referido a la particularidad que origina este fenómeno en el trato con el mundo: “Los principios, como los conceptos, surgen en el hombre poco a poco, lentamente; pero por generación espontánea. La experiencia sensual, el trato con los cuerpos, va dejando mecánicamente en él […] cristalizaciones de conducta mental que son los conceptos y principios […] Estas experiencias básicas de la vida, que de modo mecánico se decantan en principios (repito, como los adagios, como los proverbios), son comunes a todos los hombres.” (Ortega y Gasset, 1979, 240).

Debemos ocuparnos del plano práctico y comprobar que la subjetividad no es irreal sino tan real como cualesquiera de las objetividades de las que se pueda hablar. La objetividad de las proposiciones observacionales, de los enunciados científicos, de las expresiones corrientes referidas a objetos, incluso la objetividad que nos transmite el tacto o la vista, el oído, el paladar o las impresiones de los termorreceptores del cuerpo no son demasiado diferentes. Hay un principio común a la razón y a la elucubración más alocada y rara, pues ambas nacen del contacto con la realidad. La fantasía o las alucinaciones, la especulación o la opinión vulgar, contienen tanta historia real y tanta vivencia como el más racional y axiomático de los argumentos científicos, aunque no lo parezca.

Es difícil apreciar las diferencias, quizá debido a la tradicional distinción entre la ciencia y las demás formas de manifestarse el conocimiento humano. Algunas diferencias se distinguen por la dirección que sigue el proceso parecido a un cálculo, del cual nace cierta actividad mental. El orden que rige este proceso, el de los pasos en busca de un resultado, definiría un tipo especial de fenómeno psíquico, entre los que Brentano clasificó como “representaciones”, “juicios” y “emociones” (Brentano, 1935, 22).

Aunque no sería correcto asimilar la clase de cálculos lógicos o matemáticos al plano de la realidad mental, de manera irrestricta, su actividad parece seguir un “mecanismo” de características semejantes que, por otra parte, estaría asociado a las condicionantes nerviosas y bioquímicas. Más adelante profundizaremos un poco en la forma de este fenómeno, que a todas luces esconde el secreto de la inteligencia. Pero desde ya conviene distinguir con claridad la actividad psíquica, fuese subjetiva u objetiva, en la cual encontramos representaciones, juicios y emociones, del proceso que conduce a ella y que hemos encontrado parecido a un cálculo o, en síntesis, a lo que en inteligencia artificial se entiende como un algoritmo. Una señal que marca la diferencia más importante es la de que no se ve que los patrones sinápticos puedan configurarse en función del tiempo, como otras habilidades y recursos de los aprendizajes, sino, de manera espontánea y súbita, semejante a una mutación. Que consistan en procesos quiere decir, más bien, que los determina el orden y no un lapso por el cual se establecen. Por otra parte, podrían modificarse permanentemente.  

Volvamos a la noción de referencia intencional de BrentanoEdmund Husserl, uno de sus discípulos, atento a esta noción manejada por el maestro, le llamó acto, como se le llama a cualquier acto de la vida física y real; eso sí, acto psíquico. Y le llamó así porque, evidentemente, si hay intención, si hay un objeto hacia el cual se orienta la intencionalidad de la conciencia, pues, hay actividad, episodio, mudanza, praxis. Su expresión preferida es vivencia intencional (es importante cerciorarse, cosa que no haremos ahora, de lo que entendía por “vivencia”). Para simplificar, “como expresión más breve”, Husserl usa la palabra acto (Husserl, 1929, 160). “El término de intención ‒dice Husserl‒ presenta la naturaleza propia de los actos bajo la imagen del apuntar hacia; y se ajusta, por ende, muy bien a los múltiples actos que pueden caracterizarse, sin violencia y de un modo comprensible para todos, como un apuntar teorético y práctico.” La realidad de lo que no se puede tocar es una realidad como cualquiera otra, un escenario semejante al paisaje a las orillas de un río o al de la constelación de las estrellas en el cielo de la noche.

Se puede considerar, pues, una realidad objetiva y una realidad subjetiva. Al parecer, la realidad objetiva es la realidad verdadera. Pero no es una certeza en la que se pueda confiar. Se presenta el dilema que ocupó al biólogo chileno Humberto Maturana, una de cuyas reflexiones figura bajo el título de este texto. Si tuvimos un sueño, y lo recordamos y reconocemos como uno de los sueños que solemos tener, no hay otra alternativa que tenerlo por real, por una realidad verdadera. Y existe, aunque se trate de una especie diferente de realidad no concreta. Existió anoche y sigue existiendo en nuestra mente, como sigue existiendo en nuestra mente un objeto preciado luego de perderse, o como un ser querido sigue existiendo para nosotros después de su desaparición física.

Se puede considerar la intencionalidad como si se tratara de una acción o de un acto, pues: “En la percepción es percibido algo; en la representación imaginativa es representado imaginativamente algo; en el enunciado es enunciado algo; en el amor es amado algo; en el odio es odiado algo; en el apetito es apetecido algo, etc.” (Husserl, ob. cit., 149) Pero ¿qué es este “algo”? Los fenómenos psíquicos no se disponen en torno a un objeto material, como los fenómenos físicos, pero se refieren a un contenido que obra como si fuera un objeto (en el sentido objetivo) hacia el cual dirige su atención la conciencia, de modo que suscita la intencionalidad. El objeto psíquico excita la conciencia como el objeto físico excita los sentidos corporales. Esta “realidad” de los fenómenos psíquicos llevó a Brentano a hablar de inexistencia intencional. Si bien la existencia física está llena de objetos, hay una inexistencia que está llena de intenciones, de asuntos por los que nos interesamos o por los que reaccionamos o nos sensibilizamos y nos movilizamos (Brentano, 1935, 91-93)[3].

Pero hay que demostrar que una representación, un juicio o una emoción son reales, tienen una existencia como tienen las entidades reales. Aun, hay que demostrar que los actos o vivencias intencionales, son reales. Sencillamente, que es real la intención, que es real lo que por tradición llamamos subjetivo. Lo que llamamos objetivo, por definición, es real, puesto que pertenece al mundo externo a la mente o proviene de él, independiente de toda deformación, imaginación, fantasía. Su posibilidad de ser o existir es independiente de nosotros. Si un objeto físico define siempre lo real (en el sentido amplio del término objeto, al uso de Wilfrid Sellars), un objeto psíquico, es decir, un objeto sin existencia física, un acto psíquico, lo define también si es un contenido intencional, un ir hacia, o, como también se expresaba Husserl, si es conciencia “de”: “Toda percepción de una cosa tiene, así, un halo de intuiciones de fondo (o de simples visiones de fondo, en el caso de que se admita que en el intuir empieza el estar vuelto hacia las cosas), y también esto es una ‘vivencia de conciencia’, o más brevemente, ‘conciencia’, y conciencia ‘de’ todo aquello que hay de hecho en el ‘fondo’ objetivo simultáneamente visto.” (Husserl, 1962, Libro Primero, Sección Segunda, capítulo II, § 35, 79). Repárese que la expresión “fondo objetivo simultáneamente visto” es eso mismo que andamos buscando: la realidad indiscutible de la subjetividad.

Hay suficientes evidencias, pues, de la base real de la intencionalidad. Hay muchos y complejos hechos biológicos, neurológicos, químicos y físicos, cuya realidad incuestionable se confunde con su manifestación mental. Si no es real el fenómeno psíquico en sí, lo es la intención a la cual responde, y en la intención está la realidad del fenómeno. Pero, no alcanza con declarar que se trata de dos caras de una misma moneda, y cosas por el estilo, que son opuestos que se complementan, etcétera. Ir al fondo del problema es ir al encuentro de la “irrealidad”; una irrealidad que, paradójicamente y a pesar de ser lo que es, algo inexistente, hace frente a la vida y se presta a servir como fundamento de las elecciones y decisiones permanentes de los seres humanos en la praxis de vida. Hay en ella algo tan real como los árboles y los planetas.

De todos modos, las realidades y las irrealidades no se presentan con el mismo nivel jerárquico desde el punto de vista del estudioso de estas materias. Y, mucho menos, con el mismo nivel de prestigio, de respeto o de consideración, desde el punto de vista intersubjetivo y social. El valor que pueden tener es inherente a la circunstancia de realidad considerada que, a veces, lejos de ayudar a complementarse, las incita a estorbarse mutuamente. Una puja ideológica o moral, una simple cuestión de intereses hace que una interpretación sea la real y las demás irreales. Nos dejamos llevar por impulsos y presentimientos o apelamos a una evidencia que cae por su propio peso, consensuada, avalada por todas, esto es, y con una sola palabra, una evidencia objetiva.

¿Qué quiere decir que algo sea objetivo? Hay, según José Ferrater Mora, un significado tradicional de este término, y otro moderno. Como veremos, son inversos. Según el primero, existir de manera objetiva equivale a “estar en el pensamiento o en la representación”, de modo que objetivo es todo “objeto en tanto que pensado”. Y es subjetivo “lo que corresponde al objeto de la sensación”. Según el segundo, el moderno, objetivo es “lo que no reside en el sujeto”, en contraposición a subjetivo “entendido como lo que está en el sujeto” (Ferrater Mora, 2064). José Ferrater Mora apunta que Schopenhauer y Renouvier “propusieron volver al uso escolástico y de los autores del siglo XVII.”

Para unos lo objetivo es mental y lo subjetivo es lo que responde a la realidad, mientras que, para otros, y al revés, lo objetivo es lo que está fuera de la mente, y lo subjetivo es lo que está dentro.

Llama la atención que las propuestas difieran tanto como sus polos opuestos. Si las mentamos aquí es para encontrar una señal de alerta. Claro, en nuestros días, el significado moderno de objetivo es el único válido (usual a partir de Baumgarten y Kant, según Ferrater Mora). Sin embargo, no está de más evocar la concepción tradicional (de escolásticos como Santo Tomás o Juan Duns Escoto), porque quita del medio lo que en principio podría parecer absurdo: que la inteligencia humana pueda concebir como real lo que está en el pensamiento (la misma palabra “en” empuja la idea hacia un adentro oculto y eventualmente desconocido).

Todo esto puede no ser más que un asunto lingüístico, de significaciones ajenas al corazón del problema. Pero en el fondo se advierte cierta vacilación en cuanto a lo que es posible considerar conceptualmente como realidad. El concepto que encierra esta palabra, admitamos por lo pronto, se puede defender racionalmente con alguna comodidad siguiendo cualquiera de las dos concepciones.

Hemos visto más arriba que existe un tercer significado de objetivo, que hace las veces de paños tibios.

En varias de las filosofías actuales se entiende ‘objeto’ en un sentido que, aunque no coincide estrictamente con el tradicional, tiene en cuenta algunas de sus características. Esto ocurre en todas las filosofías en las cuales desempeña un papel fundamental la noción de intencionalidad. Ejemplos son Meinong, Stumpf y Husserl. Así, el hecho de que se hable, por ejemplo, de la ‘objetividad’ de la realidad, del ‘objetivismo’ de los valores, etcétera, tiene, sin duda, una resonancia en el sentido del objeto como lo que ‘existe objetivamente’ (sea cual fuere, por lo demás, la forma de existencia), pero solamente parece poder entenderse con pleno rigor cuando el objeto y lo objetivo poseen una significación sensible parecida a la más tradicional […] ‘Objeto’ equivale, por consiguiente, a ‘contenido intencional’; lo objetivo no es, pues, una vez más, algo que tenga forzosamente una existencia real, sino que el objeto puede ser real o ideal, puede ser o valer. Todo contenido intencional ‒o, en el vocabulario tradicional, todo contenido de un acto representativo‒ es en este caso un objeto. (Ferrater Mora, ob. cit., 2065)

 

La realidad subjetiva

 

El tercer significado, relacionado con la intencionalidad, convalida el primero (objetivo es lo interior), no contradice ni desprestigia el segundo (objetivo es lo exterior), y tiene la ventaja de facilitar la extensión del concepto de realidad sin generar efectos indeseados, como los que ya mencionamos (dos caras de la misma moneda, opuestos que se complementan, dimensiones de diferente naturaleza). No parece un absurdo, pues, comprobar que la subjetividad es real, como se puede afirmar que es real la razón y las representaciones del conocimiento objetivo. Por el contrario, se nos presenta como una posibilidad filosófica, con asiento en prestigiosos antecedentes del pensamiento antiguo.

Se puede consagrar mediante la traslación del tradicional concepto de idealidad al plano de lo concreto, esto es, al plano del sujeto gramatical, de aquello de que se habla, de que se predica, haciendo que todo lo que puede atribuirse al objeto, por ser irreal, se le atribuye al sujeto. Pero este es un camino escabroso.

Admitiremos “objeto” como base filológica del concepto de “objetividad”; fuera de esto, los términos “objeto” y “sujeto” nos parecen inoportunos por corresponder a conceptos multifacéticos. Intentaremos aislar una entidad especial, de carácter histórico, en el flujo del pensamiento. ¿Qué hay en ese flujo que pueda responder directamente a la realidad objetiva que fuesen representaciones, juicios, emociones? ¿Qué hay que pertenezca a la historia personal, a lo más genuino del desarrollo interior, que obre como reliquia del saber, del recuerdo o de la imaginación, y que sea real, que responda a una objetividad dada? Saltan palabras, antes que nada, por ejemplo, nombres, con los que nos hemos referido a personas, a objetos, a lugares, a situaciones o hechos inolvidables. Pero no se trata de afectos ni de recuerdos y ni siquiera de palabras.

Entre las pertenencias físicas, pegadas al cuerpo o al entorno, siempre hay alguna que tiene una historia especial, por sus propiedades más destacadas o por la forma en que las adquirimos o por los significados prácticos que guardan para nosotros. Algunas avivan los sentimientos o las pasiones y otras se asocian a nuestras soluciones de vida, a nuestro interés por saber a qué atenernos, a nuestra forma de encarar la supervivencia. Del mismo modo, disponemos de pertenencias no físicas, psíquicas o mentales, que hemos adquirido o elaborado en el curso de la vida, algunas inoperantes o desaparecidas, otras que forman parte de lo que somos de manera permanente. Se han mantenido pegadas a la realidad que llamamos objetiva, a la vida experimentada y realizada, de la cual son original vestigio, conservadas en su naturaleza primitiva y ordinaria. Sería extraño si no las consideráramos reales.

Esas pertenencias íntimas de orden mental esconden una base real, oculta o invisible, de nuestro interior subjetivo. Podrían tener nombre, pero el componente buscado no es un nombre, porque tiene nombre lo determinado, pero no lo tiene lo indeterminado o “no determinado en número, duración, magnitud, etc.” (Moliner, 1992, T. 2, 117). Quizá podríamos hallar, memorizando, algún elemento perteneciente a lo mental que correspondiera puntualmente al espaciotiempo, pero con ello no bastaría. Encontraríamos en esos componentes lo que encontramos en un contenido objetivo. Hasta a veces, como ante lo real desconocido, podríamos encontrar lo mostrenco, ajeno al reconocimiento, dormido, inactivo, imposible de determinar por la sola voluntad. Pero sería un ingrediente más de la memoria.

Podría parecer un acto psíquico del orden del juicio, quizá, pero escondido, rezagado o disfrazado en algún rincón, entre imágenes y reflejos emocionales. Pero no es un juicio. Se advierte sólo por un destello de la atención, en cualquier circunstancia, al confrontarse la realidad vivida con lo que nos parece su más honda comprensión. El despuntar de una verdad conmovedora, descubierta en trámite libre y espontáneo, no alcanzaría para describirlo, porque, aunque resulte conmovedor, no es exactamente el sentir que se corresponde con este destello. Más bien, parece el resultado de aplicar un esfuerzo de atención que conecta lo interior y lo exterior y que se proyecta en la pantalla de la conciencia (pero no como una situación déjà vu ni nada parecido).

La atención se confronta con un hecho del cual resulta un acto por el cual se activa una vivencia original, con un sentido reconocible. Adviértase que no se trata de la recreación de un acto cuya impresión de pertenencia se incorpora a lo mental como bien duradero, sino de un nuevo acto, único, diferente, fulgurante, por el cual se presenta a la conciencia un sentido ‒que se gesta como detrito de todos los actos‒ impreso también en el acto primigenio. De este sentido surge la subjetividad que valoramos aquí en un orden de igualdad respecto a la objetividad. Observemos que, si parecen aproximarse dos órdenes de objetividad experiencial, hasta entonces confundidos por el tratamiento de la subjetividad indiscriminada, masiva, encerrada y ciega, no hay distancia entre ellos. Estos órdenes han brindado siempre un insustituible modelo que ilustra inmejorablemente la oposición vulgar con la razón. Lo que no quiere decir que la mente carezca de un ámbito divorciado de la realidad, extremo y caprichoso que, a pesar de tener un papel tan importante en el orden de los sentimientos y las emociones, obra negativamente en el nivel del saber sistemático.

Ahora bien, hemos dicho que parecen aproximarse dos órdenes de objetividad, uno primitivo u original y otro que no es sino la realidad presente; pero, en último análisis, no es así. El fenómeno psíquico que intentamos describir no es una conexión entre dos cosas. Es, en cambio, un solo acto que, a diferencia de los demás actos, no tiene principio, desarrollo y final, como todos los actos. Es una mutación fulminante e inopinada que se produce toda vez que la mente lo necesita, de una sola vez y sin espacios ni tiempos determinados ni mensurables. Esta clase de realidad alcanza toda la conciencia y se disemina en lo mental, consciente o no. Existe un tipo de acto fenoménico que asocia ciertas experiencias de vida con la inexperiencia, esto es, con los estados sin resolver, con los dilemas, dudas, situaciones límite, vacilaciones, en fin, problemas o, en todo caso, experiencias conflictivas.

Un proceso psíquico, por fuerza de la costumbre asociado a lo temporal, transforma las relaciones organizadas, asumidas y apropiadas por la conciencia, y constituye todo lo que conocemos de la vida mental, es decir, el conjunto de lo que hemos llamado fenómenos psíquicos. En lugar de atribuir sus cambios al flujo de tiempo, es decir, al “paso de algo” que no sabemos qué es, podemos disolver esta ilusión atribuyendo la ocurrencia de tales incesantes y poderosos cambios a la intervención de las “intuiciones de fondo”, como vimos que las llama Husserl, y que asimilamos a procesos algorítmicos. De aquí surgirá la evidencia de que en la subjetividad más honda no habría sólo elaboración libre, desasimiento de la realidad, ensoñación, o que estas modalidades no serían posibles sin un fundamento de realidad que les suministraría alguna de las propiedades de la objetividad.

Puede evocarse aquí con toda pertinencia la teoría neurológica de Donald O. Hebb. En la teoría de Hebb, cada acontecimiento psicológicamente importante, ya sea una sensación, una percepción, una memoria, un pensamiento, una emoción, etc., se concibe como el flujo de actividad de un bucle neuronal[4] determinado. Hebb propuso que las sinapsis[5] de una vía particular se conectan funcionalmente para formar una reunión de células[6] [...] supuso que si dos neuronas, A y B, son excitadas al mismo tiempo, se vinculan funcionalmente. Según las palabras de Hebb: ‘Cuando el axón de la célula A está suficientemente cerca para excitar la célula B y contribuye a dispararla repetida o persistentemente, en una o en las dos células se produce algún proceso de crecimiento o algún cambio metabólico de tal forma que la eficiencia de A, como una de las células que excitan la célula B, aumenta’ [lo que se conoce como “ley de Hebb”] …

Según la opinión de Hebb, la reunión de células es un sistema que está organizado inicialmente por un acontecimiento sensorial particular, pero que es capaz de continuar su actividad después de que haya cesado la estimulación. Hebb propuso que para producir cambios funcionales en la transmisión sináptica la reunión de células debería ser activada repetidamente. Después de la estimulación sensorial inicial, la reunión reverberaría consiguientemente. Entonces, la reverberación repetida podría producir los cambios estructurales. Claramente, esta concepción del almacenamiento de la información podría explicar el fenómeno de la memoria a corto y a largo plazo: la memoria a corto plazo es la reverberación de los bucles cerrados de la reunión de células; la memoria a largo plazo es más estructural, es un cambio duradero de las conexiones sinápticas…

Para que tengan lugar los cambios sinápticos estructurales debe existir un período en el cual la reunión de células permanezca relativamente intacta. Hebb llamó consolidación a este proceso de cambio estructural, un período que se cree que necesita de quince minutos a una hora. Finalmente, Hebb supuso que cualquier reunión de células podía ser excitada por otras. Esta idea proporcionó la base para el pensamiento o la ideación. La esencia de una ‘idea’ consiste en que tiene lugar en ausencia del acontecimiento ambiental original correspondiente.

La belleza de la teoría de Hebb consiste en el intento de explicar los acontecimientos psicológicos mediante las propiedades fisiológicas del sistema nervioso. Actualmente, casi treinta años después de la histórica obra de Hebb, su teoría sigue siendo el mejor intento de combinar los principios de la realidad psicológica y los hechos de la neurociencia.”[7] (Kolb y Whishaw, 1986, 462 y ss.) Alentados por esta teoría, no sentimos inclinados a volver sobre las cristalizaciones de conducta mental subrayada por Ortega y Gasset que, recordemos, son los conceptos y principios que surgen en el hombre lentamente, como adagios o proverbios y se corresponden con estos productos de la actividad mental que replican o avivan un sentido original[8]. Hemos llamado algoritmos a tales cristalizaciones, siguiendo las investigaciones de Konrad Lorenz, algoritmos borrosos a nuestro juicio, correlatos de los algoritmos bioquímicos[9]. Lorenz llama fulguración “al hecho de que dos (o más) sistemas (independientes entre sí) se enlazan en una nueva unidad que manifiesta propiedades cualitativamente distintas a las de sus elementos” (Riedl, 1983, 52 y 234). El término “fulguración” fue introducido por Leibniz: las mónadas nacen “por fulguraciones continuas de la Divinidad” (Leibniz, 1961, 43).

Existiría una objetividad constituyente y una objetividad constituida; una perteneciente a la serie creadora, otra a la serie creada. Porque, ¿de qué manera podríamos ser objetivos sin antes proporcionamos por algún medio la objetividad? En nuestro trato con lo que conocemos, la objetividad no es una actitud proverbial o un punto de vista privilegiado ni una facultad caída del cielo. Es lo que logramos a través de un arduo trabajo de generaciones y generaciones, como el fuego, el telescopio o la electricidad; no es un regalo de los dioses. Pero llevamos con nosotros la subjetividad, esto es, el capullo en el cual la experiencia originaria se metamorfosea en conciencia y objetividad. Las reliquias antediluvianas que conservamos en el cuerpo pueden proporcionarnos la evolución por la cual la especie ha sobrevivido; las que corresponden a la mente nos proporcionan una dádiva que no quisiéramos perder: la fantasía, la visión personal, el absurdo, la imaginación, el mito.

Otro asunto es el mundo oculto a la conciencia, el inconsciente. Sigmund Freud “distingue el consciente, equivalente de la conciencia; el preconsciente, instancia accesible al consciente, y para terminar el inconsciente, ‘otra escena’, lugar desconocido por la conciencia. Pero si se vale del tercero de estos términos, utilizado desde la noche de los tiempos y teorizado por primera vez en 1751, es para hacer de él el principal concepto de una doctrina que rompe de manera radical con las antiguas definiciones: ya no una supraconciencia, un subconsciente o un depósito de la sinrazón, sino un lugar instituido por la represión, es decir, por un proceso que apunta a mantener al margen de toda forma de conciencia, como un ‘defecto de traducción’, todas las representaciones pulsionales capaces de convertirse en una fuente de displacer y, por lo tanto, de perturbar el equilibrio de la conciencia subjetiva” (Roudinesco, 2015, 108).

Finalmente, si hablamos de sentido, aquello que encontramos nuestro y en lo que fundamos las creencias, es porque la fulguración de la cual nacen las cristalizaciones de conducta mental impregna de familiaridad a nuestras acciones, sin la cual no podríamos conocer y manejarnos en el mundo (es nuestra forma de aprehenderlo). Este sentido es nuestro sello, la imprimación de la conducta personal, el carácter, la personalidad. Sólo se conquista por la experiencia personal. Porque no hay una forma universal de resolver problemas, de saber a qué atenerse, de elegir lo que más conviene, y cada individuo humano se proporciona una manera propia de obrar como mejor puede. Este sentido se enriquece con todas las capacidades de la inteligencia del rango que se quiera: el de la subjetividad y el de la objetividad, bajo una concatenación unitaria e indiscriminada que guía el saber común y el conocimiento sistemático, indiferentemente. Cada persona entiende por su cuenta cuál debe ser el sentido que debe imprimir a su vida: “La búsqueda por parte del hombre del sentido de su vida constituye una fuerza primaria y no una ‘racionalización secundaria’ de sus impulsos instintivos.” (Frankl, 1979, 121)

Si hay un “más allá del interior”[10], pues, lo hay no sólo en el sentido del inconsciente sino también en el sentido de la subjetividad toda. Este más allá no es sino la carga de experiencia, que más que carga es el perfeccionamiento de una carga original. Jean Piaget habló de “reconstrucciones convergentes con superación” (Piaget, 1980, 300 y ss.). Así como, según Freud, hay un más allá del interior, esto es, el inconsciente, hay otro “más allá”, un más allá objetivo que nace de la experiencia. No sería concebible una experiencia subjetiva, en el sentido corriente del término; toda experiencia, en el plano de los hechos o en el plano de lo que los hechos han dejado en la conciencia, no puede ser sino objetiva. A veces hablamos de experiencia, flexionando mucho el significado de este término, en el sentido de idoneidad o competencia, atributos adquiridos por los cuales han aumentado nuestras capacidades intelectuales: nos referimos aquí, empero, al rendimiento de una habilidad o de una especialidad. El fondo de experiencia, como el inconsciente, está en toda criatura humana.

 

Lo arcaico

 

Perseveremos un poco más en estos antecedentes que alumbran la ciencia más antigua y son asociables a un nuevo camino para el estudio de la subjetividad.

Entre los teóricos pioneros del psicoanálisis es común el concepto de un primer impacto, en la infancia, que deja su huella para siempre. Por ejemplo, Carl G. Jung hace notar que el elemento sexual, en el cual insistía su maestro Sigmund Freud, no sólo está presente en el enfermo traumático sino en todos los seres humanos. No sólo en quienes presentan síntomas patológicos; está presente en todo inconsciente y por tanto en todos los sujetos. El psicoanálisis admite la existencia de un factor vinculado al sexo y común en todos los individuos, estén o no estén enfermos. Jung se refiere a este factor como “protovivencia o ‘vivencia primordial, inicial’: Ur-Erlebnis (Jung, 1961, 29). Es innecesario recordar el tratamiento de la bisexualidad en Freud como base de la condición humana, y su remisión al “objeto sexual” en cualquiera de los dos sexos. Esa vivencia primordial, en el marco de la “regresión a la infancia”, no puede concebirse sino en íntima asociación con la experiencia, y puede tenerse en cuenta en el marco del tema de la sexualidad o fuera de él.

La causa de los desarreglos y patologías que descubre el psicoanálisis es referida casi siempre a la experiencia pasada. Algún hecho, alguna práctica, un accidente, en fin, determinada particularidad de la vida infantil se señala como causa u origen del trauma. Hay algo velado que el sujeto aparta de la conciencia; pero se puede descubrir a partir de algunos signos que asoman y lo denuncian. Lo oculto no deja de pertenecer al conjunto; no es una pieza desconectada. Por lo que es posible, aunque no siempre, abrir la puerta que da entrada al cuerpo fenoménico.

Las cristalizaciones de conducta mental, de que hablaba Ortega y Gasset, que van integrándose a la persona humana en la praxis de vida, componen solapadamente la vida mental. Resultan los únicos recursos eficaces e individualmente autónomos en la lucha por la que se supera una variada índole de problemas y para la cual se requiere una conciencia de contenido objetivo. En ella conviven, en compleja interacción, el más genuino potencial de la inteligencia, controlado, revisado y corregido, y la fantasía, la liberación de lo sensible corriente, el punto de vista solitario y desvalido, cuya potencia cognoscitiva es a lo que representa la ciencia lo que un grano de arena a la playa entera. Conviven la objetividad, nunca abolida en la historia personal, y la subjetividad creadora de ilusiones y esperanzas, la sujeción a las pruebas a la vista y la creencia, la fe, la religión.

Se distingue, pues, una clase de fenómeno psíquico relacionado originariamente con la experiencia y volcado a concurrir en las funciones cognitivas. Sin revestir cumplidamente las características del conocimiento objetivo, se caracteriza por colaborar con él, por proporcionarle plasticidad e inventiva. Se puede establecer, pues, la imposibilidad de aislar tajantemente los contenidos subjetivos de los objetivos, al punto de que, quizá, no chocaría con la clasificación de Brentano, al menos en lo que respecta a la distinción entre juicios (afirmación, atribución o predicación) y emociones (contenidos susceptibles de ser aceptados o rechazados espontáneamente  o “fenómenos de amor y odio” o, también, “emoción, interés o amor”, como se expresa el mismo Brentano (Brentano, 2002, Libro II, cap. VI, § 3, 147) ‒aunque tuvo la precaución de prevenir sobre el uso de estos términos: “Todas estas denominaciones son susceptibles de equívoco; todas se emplean frecuentemente en un sentido más estrecho” (ob. cit., 147 y ss.). Por lo demás, establece múltiples restricciones a su clasificación, admitiendo por ejemplo que un juicio puede contener una representación, y viceversa.  

Hay mucho más. Encontramos en William James la misma referencia a lo objetivo al ocuparse del “Yo espiritual”, que distingue del material, del social y del que llama “Ego puro”. El yo espiritual es “el ser interno o subjetivo de un hombre, sus facultades o disposiciones psíquicas”. Puede ser visto de un modo abstracto o de un modo concreto. El modo abstracto implica sentir la parte central del yo, y “lo cierto es que de ningún modo es mere ens rationis, conocido únicamente de un modo intelectual, y tampoco mere suma de memorias o mere sonido de una palabra en nuestros oídos. Es algo con lo que tenemos también un conocimiento directo sensible, y que está tan cabalmente presente en cualquier momento de conciencia en que esté presente, como en una vida completa de tales momentos.” (James, ob. cit., 239)

El tema de lo arcaico, en su sentido de “principio”, esto es, en aquello a lo que se reduce todo lo demás, tanto como en su sentido de “arquetipo”, está presente en muchos autores que se han ocupado del tema de la conciencia. Es el principio rector de todo análisis que tome en cuenta la subyacente objetividad del psiquismo. Encontramos este tema en el centro de la teoría del subconsciente de Freud, relacionado al concepto de prehistoria personal o infancia. El fundador del psicoanálisis relaciona esta prehistoria con el individuo histórico, pero también con la especie, por lo que abarca: “en primer lugar, a la prehistoria individual, o sea, a la infancia, y después, en tanto en cuanto todo individuo reproduce abreviadamente, en el curso de su infancia, el desarrollo de la especie humana, a la prehistoria filogénica” (Freud, 1936, cap. XIII, 176).

No importa aquí si esta relación se sostiene o no en la teoría actual. Aunque lo arcaico, o esta doble prehistoria, se remite exclusivamente a la etapa infantil, de todos modos, el “principio de realidad”, al cual responde el super-yo, en su oposición al “principio del placer”, parece ser el responsable de rescatar al yo de las garras del ello (Freud, 1993, “La disección de la personalidad psíquica”, 602). Freud dice algo más: “en las ideologías del super-yo perviven el pasado, la tradición racial y nacional, que sólo muy lentamente cede a las influencias del presente y desempeña en la vida de los hombres, mientras actúa por medio del super-yo, un importantísimo papel, independiente de las circunstancias económicas” (Freud, 1993, 629-638).

Jung, como vimos, habla de una protovivencia; esta noción remite al patrimonio corporal y anímico heredado de los ancestros y que, aunque sus beneficios puedan registrarse en el individuo, no cubre el acervo proveniente de las vicisitudes históricas personales. Admite “la existencia de un a priori colectivo de la psique personal, un a priori que consideraba en un principio como vestigios de modos funcionales anteriores” (Roudinesco, ob. cit., 170). Roudinesco agrega: “El tema de lo arcaico es recurrente en la historia del psicoanálisis y reaparecerá bajo otras formas en los debates ulteriores entre Freud y Rank; más tarde entre los freudianos y los kleinianos, y por último con los lacanianos” (en la nota 6 de la ob. cit., en la misma página). El concepto de lo arcaico es lo más próximo que encontramos en la teoría del psicoanálisis respecto a nuestra hipótesis sobre la subjetividad. 

Aron Gurwitsch apunta directamente al blanco que interesa. Se ocupa con gran detalle de analizar los actos de conciencia o fenómenos psíquicos en cuanto responden a un “objeto de pensamiento” que llama tema, incluyendo su entorno o campo temático, y lo que entiende por margen (noción que toma de W. James), esto es, aquello del campo temático relegado de manera marginal, difusa e inarticulada. Tal división no sería una total novedad, pero lo es el interés por estos tres conceptos referidos a connotaciones no simultáneas. Gurwitsch habla de la vuelta desde un tema actual a otro pasado. Si la conciencia, ocupada por un tema actual, se vincula a otro tema pretérito, por la razón que fuere, este otro tema se retiene; pero el vínculo implica sólo la forma o acto: “La retención del tema anterior en el momento en que nos ocupamos del nuevo tema no implica los temas en lo que respecta a los contenidos materiales correspondientes, sino que se refiere solamente a los actos por medio de los cuales se experimenta cada tema.” Esto es crucial y, además de remitir a lo arcaico, rinde cuenta de que: “La conexión que se da entre ellos [entre los actos] consiste en el hecho de que todo acto presente de la conciencia se encuentra por completo afectado por alguna reminiscencia o retención por lo menos de los actos que preceden de inmediato al acto en cuestión y también por cierta expectativa ‒sea lo vaga que se quiera‒ de que otros actos seguirán al del momento presente.” (Gurwitsch, 1979, 405)

Alfred Adler, en un fragmento revelador, al presentar el complejo de inferioridad como causa fundamental de la neurosis, sostiene que existe una memoria aperceptiva: “el mecanismo de la memoria aperceptiva, con su caudal de experiencias, se transforma, y de sistema de actuación objetiva pasa a ser un sistema de actuación subjetiva que opera bajo la influencia de la ficción de la personalidad futura. El cometido de este sistema subjetivo es suscitar aquellas relaciones con el mundo exterior que sirvan para acrecentar el sentimiento de personalidad, suministrar directivas y advertencias a la conducta, elaborar las ideas destinadas a preparar el futuro y ponerlas en conexión con los férreos dispositivos ya construidos.” (Adler, 1985, cap. III, 59)

 En el propósito de nuestra tesis hemos excluido el papel de la memoria, en su carácter estricto de mecanismo reconstructor en el presente de lo ya vivido en el pasado, y preferimos la noción husserliana de acto psíquico (aunque podría tratarse de la memoria a largo plazo, como ya vimos que sugirió D. O. Hebb). Este detalle vuelve de total oportunidad la puntualización realizada por el psicólogo uruguayo Jorge Galeano Muñoz: “no hay una facultad a la que llamamos memoria, por la que conservamos nuestros recuerdos, sino actos de recordar, que es la posibilidad de presentificar el pasado en el presente y hacer un relato del mismo. No hay tampoco una ‘conciencia’ por la que reconozcamos al mundo y a nosotros mismos, sino un acto reflexivo por el cual reconocemos primariamente la ‘objetividad’ y la ‘ajenidad’ del mundo y la ‘singularidad’ de nosotros. Esto se da de modo implícito en la vida espontánea y se hace explícito en la reflexión.” (Galeano Muñoz, 1990, 158).

Del análisis de un caso de amnesia, el neurólogo Oliver Sacks extrajo dos conclusiones: “que existen dos tipos muy distintos de memoria: una memoria consciente de los hechos (memoria episódica) y una memoria inconsciente de los procedimientos, y que ésta no se ve afectada por la amnesia”. Sacks cita al neurofisiólogo Rodolfo Llinás, quien usa la expresión PAF, “patrones de acción fija”, para referirse a los recuerdos de procedimiento. Sacks Afirma que “Gran parte del desarrollo motor precoz del niño se basa en aprender y refinar tales procedimientos a través del juego, la imitación, la prueba y el error, y el ensayo incesante. Todo esto comienza a desarrollarse antes de que el niño pueda evocar recuerdos episódicos o explícitos.” (Sacks, 2017, 246-249).

Para Gregory Bateson “no hay experiencia objetiva; toda experiencia es subjetiva”. Afirma que la mente “es inmanente en la materia, la cual está parcialmente dentro del cuerpo, pero también parcialmente ‘fuera de él’, es decir, en la forma de registros, rastros y referentes de percepciones” (Bateson, 1993, cap. 18, 288).

La teoría de Jean Piaget posee un prodigio de referencias al plano objetivo en la formación de la inteligencia. Lo nuclear de esa riqueza se encuentra en la noción de “abstracción reflexionante” o “lógico-matemática”, que distingue de la abstracción simple o aristotélica. En ésta ‒afirma‒, dado un objeto exterior, por ejemplo, un cristal con su forma, su sustancia y su color, el sujeto se limita a disociar las cualidades ofrecidas y a retener una de ellas, la forma, por ejemplo, desechando las demás. Por el contrario, en el caso de la abstracción lógico-matemática lo dado es un conjunto de acciones o de operaciones previas del sujeto mismo, con sus resultados. La abstracción consiste, en primer lugar, en tomar conciencia de la existencia de una de estas acciones u operaciones […] En segundo lugar, se trata de ‘reflejar’ (en la acepción física del término) la acción observada proyectándola sobre un nuevo plano, por ejemplo, el del pensamiento por oposición a la acción práctica, o el de la sistematización abstracta por lo que toca al pensamiento concreto (como el álgebra por lo que toca a la aritmética). En tercer lugar, se trata de integrarla en una nueva estructura, es decir, de construir ésta; pero ello no es posible más que si se cumplen dos condiciones: a) ante todo, la estructura nueva debe ser una reconstrucción de la anterior; si no, no hay coherencia ni continuidad; será, pues, el producto en el nuevo plano elegido; b) pero también debe agrandar la anterior, generalizándola por combinación con los elementos propios del nuevo plano de reflexión; de no ser así, no tendría ninguna novedad. Estas dos últimas condiciones caracterizan una ‘reflexión’, pero esta vez en el sentido psicológico del término, es decir, una transformación realizada por el pensamiento de una materia anteriormente proporcionada en estado bruto o inmediato. Por ello hemos propuesto llamar ‘abstracción reflexionante’ (en la doble acepción física y mental de la palabra reflexión) a este proceso de reconstrucción con combinaciones nuevas que permite la integración de una estructura operatoria de etapa o de nivel anteriores en una estructura más rica de nivel superior. (Piaget, ob. cit., cap. VI, § 20, 292 y 293)

Jacques Lacan, por su parte, dice que “la formación del yo se simboliza oníricamente por un campo fortificado, o hasta un estadio, distribuyendo desde el ruedo interior hasta su recinto, hasta su contorno de cascajos y pantanos, dos campos de lucha opuestos donde el sujeto se empecina en la búsqueda del altivo y lejano castillo interior ...”, es decir, en “establecer una relación del organismo con su realidad; o, como se ha dicho, del Innenwelt con el Umwelt”, esto es, del mundo interior con el entorno o medio ambiente (Lacan, “El estadio del espejo”, en 1979, Vol. 1, 14 y 15).

Como corolario de todas estas referencias surge la necesidad de revisar la división entre los conceptos de objetivo y subjetivo, encontrándose lo fundamental no exactamente en la relación de alejamiento o proximidad respecto a la realidad (en tanto ésta responde al mundo independiente de la conciencia) sino, más bien, en la relación de alejamiento o proximidad respecto a la experiencia (en tanto ésta responde, por el contrario, al mundo dependiente de la conciencia). Nos referimos al contacto entre la realidad y la conciencia individual, dando lugar a la vivencia[11]. Importa, pues, ahondar en el fenómeno de alejamiento o proximidad respecto al mundo vivido o relación de experiencia, es decir, respecto a la vivencia, plena de objetividad, que enseguida se deshace en mil fragmentos para componer la subjetividad.

 

Lógica de la subjetividad

 

No es sólo lo arcaico, en el sentido estricto, lo anterior en el tiempo y alejado del presente, empero, lo que actúa sobre la subjetividad transfiriéndole la carga de objetividad que ha exhumado de la experiencia. La actividad mental, a la cual en definitiva se reduce lo que llamamos conciencia, subjetividad, yo, estado de vigilia, etcétera, no es sino la actividad de vivir por la cual nos reconocemos como individuos. “Conciencia es, entonces, la consecuencia del vivir y del poder reflexionar sobre lo vivido, reconociéndonos como ser-en-el-mundo” (Galeano Muñoz, ob. y lugar citados). Para explicarnos correctamente deberíamos decir que no es el pasado ni la acumulación de la experiencia personal vivida, y tampoco la experiencia social, ni ningún a priori colectivo aquello que actúa en el yo. Es el resultado de la transfiguración de lo arcaico en actualidad, de lo arcaico indeterminado e intemporal ‒objetivo‒ en subjetividad humana. 

De esta actividad, llámese “acción neural”, psiquismo, “psiqueo” (como le llamó Carlos Vaz Ferreira, ver Bibliografía), corriente del pensamiento o como se quiera, nace el principal recurso del saber común, de las alternativas para resolver problemas en el orden inmediato de la experiencia individual. Se trata de lo que Piaget llama abstracción reflexionante o lógico-matemática, cuya descripción se libera ‒no del todo‒ de la comparación con estructuras, facultades o funciones. Hay un punto de vista más comprensivo sobre estos fenómenos, afirma Galeano Muñoz, “que se aparta de los conceptos de estructuras, facultades o funciones, para privilegiar la acción” (Galeano Muñoz, obra y lugar citados). En tanto actividad, debe concebirse en términos de procesos lógicos, patrones neurológicos plásticos o algoritmos biológicos. Salvo que, agregamos con fuerte subrayado, concebir estos procesos lógicos requiere un pequeño ajuste: considerar el algoritmo, señal o patrón electroquímico, en términos de lógica borrosa. De manera que sea capaz de variar en la marcha, es decir, en términos lógicos, que pueda modificar los valores de verdad de sus variables, pero no por azar sino en función de lo que requiera la realidad experiencial a la que responde[12]. Los sentidos corporales son los sensores humanos, verdaderos dispositivos que captan las modificaciones del entorno, por cuyas señales el algoritmo “ajusta” sus constantes, adecuándolas a los requisitos del momento (lo que equivale a la metáfora de Ortega y Gasset: “cristalizaciones de conducta mental que son los conceptos y principios”).

La vida mental tiene que ver con estos algoritmos vivos que obran como fundamentales ingredientes del aparato cognitivo. Por lo que debe desestimarse el punto de vista según el cual respondería a la obra del tiempo continuo, en términos de pasado, evolución, desarrollo lineal o acumulación de experiencia. Aunque haya almacenamiento de información, aprendizaje y conquista de habilidades, y aunque la memoria haga su trabajo de siempre, el quid de la vida mental es otro. Lo mismo se puede afirmar respecto a la subjetividad. Surge un nuevo punto de vista al revisar el papel del tiempo en su configuración y, quizá, en el de toda la actividad de la conciencia. Algo impalpable, de naturaleza desconocida, asociado a la subjetividad sólo porque atribuimos a la experiencia personal nociones extraídas de los hechos, es decir, de las continuidades y contigüidades del mundo físico, no puede ser la imagen a aplicar sobre el psiquismo humano.

El problema es, pues, el tiempo. El tiempo representa uno de los problemas mayores en cantidad de enigmas cuyas soluciones resultan imposibles o demasiado complejas si se concibe como viene concibiéndose. El tiempo es visto así por Maurice Merleau-Ponty: “Lo que es pasado o futuro para mí es presente para el mundo” al final de su principal obra:

Si en las páginas anteriores encontramos ya el tiempo en el sendero que nos conducía a la subjetividad, es, ante todo, porque todas nuestras experiencias, en cuanto que son nuestras, se disponen según un antes y un después, porque la temporalidad, en lenguaje kantiano, es la forma del sentido íntimo, y el carácter más general de los ‘hechos psíquicos’. Pero en realidad, y sin prejuzgar de lo que nos apartare el análisis del tiempo, encontramos ya entre el tiempo y la subjetividad una relación mucho más íntima […] Necesitamos, pues, considerar el tiempo en sí mismo, y es siguiendo su dialéctica interna que nos llevará a refundir nuestra idea de sujeto […] Si el tiempo es semejante a un río, fluye desde el pasado hacia el presente y el futuro. El presente es la consecuencia del pasado y el futuro la consecuencia del presente. Esta célebre metáfora es, en realidad, muy confusa. Porque, considerando las cosas mismas, el derretimiento de las nieves y lo que de ello resulta no son unos acontecimientos sucesivos; o, mejor, la idea misma de acontecimiento no tiene cabida en el mundo objetivo. Cuando digo que anteayer las nieves produjeron el agua que ahora está pasando, sobrentiendo un testigo sujeto a un cierto lugar en el mundo y comparo sus puntos de vista sucesivos: asistió, allá arriba al derretimiento de las nieves, ha seguido el agua en su curso, o bien, a la orilla del río, vio pasar, al cabo de dos días de espera, el pedazo de madera que echara en las fuentes. Los ‘acontecimientos’ son fraccionados por un observador finito en la totalidad espacio-temporal del mundo objetivo. Pero, si considero al mundo en sí mismo, no hay más que un ser indivisible y que no cambia. El cambio supone cierto lugar en que me sitúo y desde donde veo desfilar las cosas; no hay acontecimientos sin un alguien al que ocurren y cuya perspectiva finita funda sus individualidades. El tiempo supone una visión, un punto de vista, sobre el tiempo. No es, pues, una corriente, no es una sustancia que fluye. Si esta metáfora pudo conservarse desde Heráclito hasta nuestros días es porque, en la corriente, ubicamos subrepticiamente a un testigo de su curso […] Si el observador, situado en una barca, sigue el hilo del agua bien puede decirse que desciende con el curso del agua hacia su futuro, pero el futuro son los paisajes nuevos que le esperan en el estuario, y el curso del tiempo no es ya la corriente misma: es el desenvolvimiento de los paisajes para el observador en movimiento. El tiempo no es, luego, un proceso real, una sucesión efectiva que yo me limitaría a registrar. Nace de mi relación con las cosas… […] Lo que es pasado o futuro para mí es presente para el mundo […] Si el mundo objetivo es incapaz de llevar al tiempo, no es porque sea de algún modo demasiado angosto, que debamos añadirle un pliegue de futuro y uno de pasado. El pasado y el futuro no existen más que demasiado en el mundo, existen en presente, y lo que le falta al ser para ser temporal es el no-ser del en-otra-parte, del antaño y del mañana. El mundo objetivo está demasiado lleno para que en él quepa el tiempo. (Merleau-Ponty, 1975, Tercera parte, II La temporalidad, 418-422)

Esta reflexión sobre el tiempo es suficiente. No hay series, continuidades, fluencias ni ahoras que pasen del futuro al presente y de éste al pasado, o al revés, según se mire. Un observador absoluto, alguien que pudiera contemplar la totalidad del mundo objetivo, no necesitaría la metáfora del tiempo, porque no habría para él puntos de referencia, observaciones relativas o la necesidad de pantallas en las cuales la realidad tuviera que desplegarse como se despliegan las imágenes de un film. En el mundo sin nosotros la realidad se constituye, diríase toda junta y de una sola vez, sin filtros de unos sentidos que nos pertenecen a nosotros, a nada ni a nadie más, sin representaciones intermedias, estáticas ni dinámicas, sin trucos, que no son otra cosa que anzuelos con los que a duras penas nuestra conciencia lo pesca todo.

Lo racional de la subjetividad radica, pues, en su lógica borrosa, en los algoritmos vivos que se generan por interposición de vicisitudes eventuales e innominadas de la experiencia. En otras palabras, radica en el proceso de presentización del pasado o dilatación del presente. Es el principio real de la abstracción psíquica, que no es sino su lógica. La experiencia física y la experiencia mental, por llamarlas así, componen lo que Piaget llama “abstracción reflexionante”. ¿No se tratará, acaso, de una antropologización de la única realidad ‒existente o pensable, no importa‒ vuelta humanidad real?

Aproximarse a una descripción lógica de la subjetividad, hasta ahora considerada a-lógica o, incluso, i-lógica, esto es, una descripción necesariamente plástica del interior subjetivo sería la que mejor se correspondiera con la actividad intrínseca del hombre El día en que la lógica supere sus más recientes avances, que le han hecho franquear la barrera del tercio excluso, sabrá contribuir mejor con la descripción del fenómeno. La misma diversidad del mundo físico, que día a día se amplía más, ha planteado la necesidad de una lógica plástica (aunque se trate de un adjetivo tradicionalmente inconciliable con tal sustantivo) que sea capaz de ir más allá de la verdad y la falsedad radicales. El mundo psíquico, igualmente plástico, sugiere la apelación a una lógica borrosa vaga, dentro de la variedad de lógicas llamadas “divergentes” o “extendidas”, desarrollada a partir de la lógica estándar clásica desde los primeros años del siglo veinte: modal, deóntica, epistémica, imperativa, libre, temporal (Haack, 1980, Prefacio).

La apelación a las lógicas no estándares, que aquí sugerimos con el fin de facilitar la descripción de la actividad psíquica, sin duda puede levantar la cortina que oculta el fondo de cualquier actividad o manifestación humana, física, química, biológica, social; por lo que puede aplicarse a todas las ciencias. Procuramos desentrañar una actividad independiente del saber sistemático, aunque éste pueda mezclarse, inundando la subjetividad con una objetividad adquirida. Puede obrar en un sujeto que carezca por completo de educación, respecto al conocimiento general establecido en la cultura en que vive, por lo que su interior subjetivo hegemonizará las elecciones y decisiones. Destaquemos, todavía, que existe una actividad psíquica autónoma que no ha sido suficientemente estudiada, aunque aparezcan, como hemos visto, alusiones sugestivas y pioneras en diversidad de autores.

Que produzcamos algoritmos borrosos es inherente a la plasticidad y al dinamismo de la vida mental. Hablamos de algoritmos en el sentido de la etología de Konrad Lorenz[13], y también en el de la embriología según Gregory Bateson (de quien transcribiremos un texto a continuación). En primer lugar, veamos en qué consiste la noción de algoritmo y en qué sentido se puede aplicar en la descripción de la actividad mental, para, en segundo lugar, ocuparnos de ese sentido tal como aquí lo interpretamos, es decir, atendiendo a su autonomía respecto al resto de la actividad psíquica, es decir, a la posibilidad de establecer una unidad básica de la vida mental. Para no extender la exposición, transcribamos el siguiente esclarecedor texto:

Los matemáticos llaman algoritmo al esquema subyacente de una determinada computación. Partiendo de esto intentaremos rastrillar la clase de proposiciones de que está hecho el algoritmo. Primero están las definiciones que […] son sólo suposiciones, prótasis, cláusulas condicionales con la conjunción ‘si’. Luego siguen las definiciones de proceso. Por último, están los datos particulares dados. Si los números son éstos y aquéllos y si la suma se define de un determinado modo, podemos tomar ‘5’ y ‘7’ y sumarlos de conformidad con las definiciones ya dadas. Pero detrás de esto hay algo más. El proceso requiere más de lo que se ha dado, que está oculto en la disposición de las líneas; requiere noticias o exhortaciones dirigidas al calculador mecánico o humano para decirle en qué orden deben darse los pasos. En los manuales están analizadas partes de estas instrucciones. Por ejemplo, los adultos deben recordar de la escuela elemental esas enunciaciones abstractas sobre el orden en que debe darse los pasos de la computación y que se conocen formalmente como leyes distributivas y leyes conmutativas. En forma de ecuación, los matemáticos nos dicen que: a + b = b + a, y que a x b = b x a. De manera que, en las operaciones de suma y multiplicación, el orden de los términos es irrelevante. Pero cuando los pasos de la suma deben combinarse con los pasos de la multiplicación, el orden de los términos es de primera importancia: (a + b) x c no es igual a + (b x c). Obsérvese, en primer lugar, que estas reglas no se limitan tan sólo a la matemática. Si uno es un cocinero deberá conocer el orden de los procedimientos de cocina y éste es un componente esencial; en un embrión en desarrollo, todos los pasos del desarrollo deben seguir una secuencia apropiada y tener una sincronía apropiada […] el resultado de la secuencia dependerá del orden de los pasos, de manera que, si la secuencia tiene un orden equivocado o si alguno de sus pasos se omite, el resultado cambiará y tal vez sea desastroso […] Análogamente, el embrión debe sobre todo conocer el orden de los pasos en el caso de la epigénesis. Además de las instrucciones del ADN, debe poseer las instrucciones sobre el orden en que deberán darse los pasos de su desarrollo. Necesita conocer el algoritmo de su desarrollo. Aquí hay un tipo de información que es diferente de la de los axiomas o de las operaciones desarrolladas en cada línea. En una computación está oculto entre líneas el orden de los pasos. (Bateson y Bateson, 1994, 159)

Bateson andaba tras “Los pasos hacia una ecología de la mente”, título de su libro de 1972. De manera semejante, concebimos la actividad mental organizada por la intervención de ciertas formas, instrucciones o pasos que se autoimpone la conciencia, formas que pueden describirse en términos algorítmicos. Estos términos pueden ser válidos para todo tipo de contenido psíquico e, igualmente, se encuentran sus rastros en el nivel de la actividad bioquímica del cerebro, en el sentido de Donald Hebb. Aquí atribuimos sus peculiaridades a lo que sin discusión y centralmente atañe a lo subjetivo. El grado de organización del “orden de los pasos” del algoritmo, es decir, el vigor o debilidad de la instrucción “oculta” entre los pasos, y que determina el acierto o el error de la función, es quizá lo que determina el grado de objetividad o de subjetividad que pueda atribuirse a los contenidos de conciencia. Pero es sólo una aventurera hipótesis.

Yendo todavía un poco más allá, atribuimos sus propiedades a aquello en que lo subjetivo se restringe a la historia personal, a un individuo que crea, desarrolla y aplica sus propios patrones algorítmicos, aun cuando estos obren alternativa o simultáneamente con los conocimientos adquiridos por vía teórica y asistida. Atribuimos autonomía a la subjetividad que depende de estos patrones neurales, aunque, un importante flujo de injerencias externas y ajenas a la conciencia arrastre, como un río en crecida, la mayor parte de los contenidos secundarios, incluido lo superfluo, parásito u ocioso.

Aislamos lo adquirido de lo creado sólo para provocar que la subjetividad se muestre como es allí donde se la supone misteriosa e indescriptible. Distinguimos lo algorítmico de lo innato tanto como lo algorítmico de lo adquirido, aunque uno y otro puedan influir en el proceso de creación del mismo algoritmo. Deseamos desentrañar la forma que rige la actividad mental más íntima, buscando develar “oculto entre líneas el orden de los pasos”, como afirma Bateson. El orden de los pasos es el secreto de la construcción y aun de la manifestación de la subjetividad y del yo.

No se debe confundir lo creativo de la subjetividad con el resto de contenidos psíquicos o lo creado. A partir del contacto con lo concreto, en la experiencia de vida, se consagra la “abstracción reflexionante” de Piaget, y ella instaura la posibilidad de un acto nuevo de aprehensión de la realidad, más amplio, más rápido, idóneo, con lo que se fortalece la inteligencia. Lo adquirido, en cambio, no transfigura nada; sólo registra o recrea o memoriza contenidos, a veces con grandes beneficios, pero carentes de poder heurístico. Existe una actividad que se realiza con prescindencia de cualquier clase de repetición. El algoritmo es la contracara de la actividad en que por efecto de cualquier circunstancia se recrea otra circunstancia.

Que la subjetividad reúna el estrato fundamental de la historia personal, y que contenga la génesis esencial de la construcción del yo y de la persona (o de la existencia, según los heideggerianos), sugiere una conclusión no menos importante que las ya revistadas. Se desprende que la subjetividad es responsable de la clase de transformaciones que el individuo experimenta en la vida. Por más poderosa y determinante que resulte la influencia de los hechos objetivos sobre esa vida, no desarticulará la estructura básica sobre la cual se erigirá el edificio definitivo de la personalidad (salvo, quizá, en casos de anomalías graves, patologías o fenómenos distorsionantes como los de la guerra, las catástrofes o desgracias personales irreparables). Siempre se dejarán entrever constantes que a duras penas admitirán modificaciones de fondo en la dinámica del mundo fenoménico. La esfera que llamamos historia, carente de límites precisos o fronteras contundentes, perfecta en su completitud, caprichosa en su temporalidad, está contenida en el entorno y se desparrama más allá de él. El “torrente del pensamiento” (William James) y el “inconsciente” (Sigmund Freud), que esconden la esencia de la vida psíquica y el fundamento de la inteligencia humana, no escapan a esa esfera.

En general, se ha querido, o ha resultado sin querer, que la vida psíquica fuese concebida bajo la mirada de una “psicología de la eficiencia” o, en su lugar e independientemente de ella ‒hasta generalizarse la neurología y la neuropsicología a mediados del siglo pasado‒, de una “psicología de la conciencia” con su método de introspección o autognosis. La primera respondería a la inducción, y la segunda a la deducción. Esta última, en consecuencia, se circunscribiría a lo a priori y extraño a las ciencias fácticas, entre las que quiso ubicarse la psicología contemporánea, como la de Henri Wallon (Wallon, ob. cit. 59). El radical rechazo de la introspección por parte de este autor no impide que produzca algunas reflexiones imposibles de alcanzar prescindiendo de ese método.

 Ahora bien, ninguna de estas características satisface por sí sola la enorme obra de reunión que demanda la historia. Si la psicología da con su objeto al escapar de un torrente incontrolable, la historia junta todos los objetos, intenta embalsar el mismo torrente pues sabe que en él está la verdad. Si para la psicología el conjunto puede resultar un estorbo, aquello que justamente no le deja ver lo particular, para la historia lo particular es la semilla de la discordia, el “árbol que no deja ver el bosque”. Aparecen reglas que tienen algo de lógica de cuantores: en psicología prevalece la eliminación de generalizadores; en la historia, la introducción de generalizadores. Se tiene que dar con casos absolutamente cualesquiera, o un caso absolutamente cualquiera que elimine todo rastro particular (Garrido, 1979, 132).

Entre quienes percibieron este fenómeno se encuentra el norteamericano Paul Fussell, profesor de literatura inglesa y soldado de la Primera Guerra Mundial. Su punto de vista sobre cómo debía interpretarse el horror de la guerra ‒estuvo en Ardenas, donde fue herido en un muslo‒ lo convirtió en un historiador diferente. La historia de semejante barbarie pedía otra forma de descripción; era demasiado aterradora, caótica y arbitraria para que pudiera ser captada de forma directa.

 

Nuevas expresiones de la subjetividad

 

La imagen indeleble que Paul Fussell nos dejó en la forma de entender la guerra era que el lenguaje da forma a lo que él llamó ‘la memoria moderna’. Esta expresión resulta seductora en su simplicidad, pero a la vez tiene una sutileza esencial y matizada. Con ella, Fussell quería decir que, a través de sus escritos sobre la guerra, los veteranos de la Primera Guerra Mundial nos dejaron un marco narrativo que muchas veces se nos pasa por alto. Hacía estas distinciones apoyándose en los hallazgos académicos del crítico literario canadiense Northrop Fry: en vez de ver la guerra como un relato épico, a la manera de Homero, donde Aquiles, el héroe, tenía más libertad de acción que nosotros, y también en vez de ver la guerra a la manera realista, como Stendhal en La cartuja de Palma o Tolstói en Guerra y paz, novelas en las que Fabrizio o Pierre sufren la misma confusión y ejercen la misma libertad de acción que nosotros, los lectores, los escritores de la Gran Guerra hicieron otra cosa: nos hablaron de la naturaleza irónica de la guerra, de que siempre es peor de lo que imaginamos que va a ser, de cómo atrapa al soldado ‒que ya no es un héroe‒ en un campo de fuerzas lleno de violencia desatada, un lugar donde su libertad de acción es menor que la nuestra, donde la muerte es arbitraria y está en todas partes. Lo que sucedió entre 1914 y 1918, nos dice Fussell, volvió a suceder en otras guerras posteriores, cuyos narradores se apoyaron en los dolorosos logros de los soldados escritores de la Gran Guerra. (Jay Winter, “Introducción” a Fussell, 2016)

Es así que los historiadores han descifrado la relación perturbadora que acarrea la aislación del objeto. En vez de esto, se han arriesgado a aplicar un método muy psicológico, que aparece en una reciente obra del historiador británico Robert Gildea. Permitiendo que el torrente se exprese, un puñado de historiadores de la Resistencia francesa en la Segunda Guerra Mundial logra el cuadro general según el detalle de cada una de las perspectivas individuales. El cuadro es apreciado a través de un trabajo de compilación que complementa la información de los archivos documentales. Después de todo, los testimonios, como los archivos, son fuentes sujetas a los mismos parpadeos de la subjetividad. Se opta por entrevistar a los antiguos miembros de las organizaciones de la Resistencia. Si bien los nuevos historiadores no cuentan con el respaldo de los directores de investigación, por considerar éstos sin valor las entrevistas y los testimonios orales y escritos, la práctica se generaliza fuera del ámbito académico, hasta que, después de un tiempo, vuelve a ser aceptada por todos, y se vuelve corriente en la segunda mitad del siglo XX (Gildea, 2017, Introducción).

El género biográfico también queda comprendido en este giro, aunque quizá sea más dependiente de los testigos directos y comprometidos subjetivamente con los hechos investigados. Aparece una estrategia heterodoxa en un libro de Richard Holmes: la “posibilidad de error es constante en cualquier biografía, y sospecho que es uno de los elementos que confieren al género su peculiar tensión psicológica. No pienso en simples errores de documentación; ni mucho menos en el sesgo intencionado de un relato. Quiero decir que el lector puede apreciar desde fuera que surge una relación franca entre biógrafo y biografiado, y cuanto más profunda se vuelve ésta, más críticos son los momentos ‒o espacios‒ donde los malentendidos o la malinterpretación se hacen evidentes” (Holmes, 2016, 218).

Fuere reunión de un conjunto de visiones individuales, o comunión de biógrafo y biografiado, la historia deja de ser la cadena de hechos localizable más allá del presente, en una dimensión intangible que puede cobrar vida en cualquier momento o salirse de los límites de la memoria para siempre. El historiador aprende “que el pasado no está sencillamente ‘ahí fuera’, como una historia objetiva que se puede investigar u olvidar según apetezca; sino que vive con gran intensidad en todos nosotros, en nuestro interior, y que constantemente hay que darle expresión e interpretación” (Holmes, ob. cit., 260).

La subjetividad parece tomar el puesto que había ocupado la objetividad tan apreciada, pero difícilmente controlable. En la actividad humana la subjetividad ocupa un lugar solitario; está afectada por la mirada parcial, el punto de vista limitado a las impresiones aleatorias carentes del filtro que sólo puede interponer la sociedad, la ciencia o ciertas unanimidades. Pero se expresa acompañada del aporte de todas sus manifestaciones individuales: es la configuración típica del arte y de la literatura. Es también el resorte que dinamiza algunas instituciones sociales, como la familia. Su verdadera definición no puede ser encarada de una manera objetiva, y hasta las historias basadas en personajes famosos y las biografías tienen que recurrir al marco esclarecedor de este contexto, en cada caso imposible de comprender sólo a través de una narración lineal de los hechos o de una interpretación objetivante de época y lugares.

No es sino la resultante de una multifacética convergencia de subjetividades, a veces contradictoria, cuya puesta en un orden comprensible pone a prueba a los biógrafos más experimentados. Las motivaciones solapadas, pasiones escondidas, semilleros de afectos y pulsiones que deciden los destinos, a veces con gran influencia sobre la definitiva realidad de los acontecimientos y conductas frecuentemente escapan a todo esfuerzo de objetividad. Hasta se podría decir que, a estos efectos, la objetividad no nos presta ayuda.

La mente necesita reunión, y el resultado de esta reunión es la realidad; una realidad siempre para la mente, un conjunto. “Un conjunto necesita de la mente que lo considere: sólo es uno en la mente. Y de igual modo, la falta de conjunto no aparece más que en la mente. El ‘conjunto’ y la ‘falta de conjunto’ se dan ambos a partir de elementos subjetivos”. De modo que “Hay: fragmentos móviles, cambiantes: la realidad objetiva; un conjunto acabado: la apariencia, la subjetividad” (Bataille, 2017, 43).

Hemos sugerido en forma más o menos sintética en dónde puede explorarse si se desea encontrar el indudable rastro objetivo de la subjetividad. Hemos hecho a un lado algunos grandes sistemas, el empirismo, el racionalismo, el idealismo, el materialismo, por resultar obvios desde nuestro punto de vista, ya que defienden a ultranza la objetividad o la subjetividad o se adornan con términos intermedios en una combinación que nos parece la menos convincente de las posiciones. Sin embargo, algunas de las principales teorías, cuyos fundadores hemos citado más arriba, dan entrada al tema de una realidad subyacente a la conciencia. Quizá sirva de justificación respecto al papel de la experiencia, relacionada con el pasado vivido, con las sensaciones o con los márgenes borrosos de la actividad psíquica que suministran un sentido a toda la “corriente del pensamiento”.

Esa realidad ya no sería solamente realidad en bruto, realidad de los hechos y de la actividad de los sujetos involucrados en ellos. Sería, más bien, esa misma realidad transformada en capacidad específica de la inteligencia, con rasgos particulares diferentes a lo objetivo puro y a lo subjetivo puro. Las condiciones operativas de esta realidad de base parecen independientes de la elaboración libre, de la fantasía y de las ilusiones tanto como de la objetividad sujeta a experimentación o a verificación, propias del conocimiento objetivo. Es otra clase de fenómeno psíquico.

 

El núcleo del problema

 

Ahora bien, ¿cómo aislar este fenómeno para identificarlo en la vastedad del pensamiento? ¿Cómo reconocer un fragmento de este contenido de conciencia o forma psíquica? ¿Es suficiente apelar al algoritmo? Quienes están bien cerca de este problema ‒quizá insoluble‒, los psicólogos, son los investigadores que presienten con mayor intensidad la importancia que revestiría resolverlo. Existen innumerables influjos conscientes e inconscientes que provienen de la experiencia de vida, de las características físicas, sociales, genéticas, ambientales, culturales, es decir, del mundo real, que esconden causas y diversidad de motivos influyentes en las enfermedades mentales. Y son quienes han hecho los mayores esfuerzos y conseguido las más influyentes observaciones, sugerencias y descubrimientos. Su importancia va más allá de toda aplicación práctica. William James, entre ellos, parece exhalar una bocanada de sinceramiento y honestidad cuando adopta la primera persona para explicar el yo: “en qué consiste la sensación de este yo central activo ‒todavía no necesariamente qué es el yo activo, como un ser o principio, sino qué sentimos cuando nos damos cuenta de su existencia”, afirma, y agrega:

Primero que nada, sé que en mi pensamiento hay un constante juego de apoyos y tropiezos, de frenos y liberaciones, de tendencias que corren con el deseo y de tendencias que van en sentido contrario. Entre las cuestiones en que pienso, algunas están alineadas del lado de los intereses del pensamiento, en tanto que otras desempeñan un papel hostil. Las incongruencias y coincidencias mutuas, los reforzamientos y obstrucciones que prevalecen entre estas cuestiones objetivas, reverberan hacia atrás y producen lo que parecen ser reacciones incesantes de mi espontaneidad hacia ellas, recibiendo con gusto y oponiéndose, apropiándose o negando, luchando en favor y en contra, diciendo sí y no. Esta palpitante vida interior es, en mí, ese núcleo central que acabo de tratar de describir en términos que todos los hombres puedan usar. Pero cuando me aparto de estas descripciones generales y me enfrento con particularidades, acercándome lo más posible a los hechos, me resulta difícil percibir en la actividad un elemento que sea totalmente espiritual. En todos los casos en que mi mirada introspectiva logra volverse con rapidez suficiente para atrapar en el acto una de estas manifestaciones de espontaneidad, lo único que puede sentir distintivamente es algún proceso corporal, que en su mayor parte tiene lugar en la cabeza. (James, ob. cit., 239)

Esto es todo lo que se puede decir y todo lo que se puede aislar de este fenómeno vicisitudinario. No es posible extraer de la conciencia esta clase de actividad psíquica para observarla al microscopio. Pero es claro que todo lo que podemos aquí es reiterar lo dicho más arriba: “El fenómeno psíquico que intentamos describir no es una conexión entre dos cosas. Es, en cambio, un solo acto que, a diferencia de los demás actos, no tiene principio, desarrollo y final, como todos los actos. Es una mutación fulminante e inopinada que se produce toda vez que la mente lo necesita, de una sola vez y sin espacios ni tiempos determinados ni mensurables. Esta clase de realidad alcanza toda la conciencia y se disemina en lo mental, consciente o no. Existe un tipo de acto fenoménico que asocia ciertas experiencias de vida con la inexperiencia, esto es, con los estados sin resolver, con los dilemas, dudas, situaciones límite, vacilaciones, en fin, problemas o, en todo caso, experiencias conflictivas.”

Cada persona puede encontrar en su vida presente o pasada un ejemplo de este tipo de actividad mental, no exactamente objetiva ni subjetiva. Cada conciencia sabe diferenciar cualquier acto de conocimiento aprendido o guiado, mecánico o elaborado, de un acto de esta clase por el cual lo adverso en aquello a conocer cede, ante una especie de espontaneidad alambicada, no simple, no bruta. En esto se reitera el problema de las mezclas, de si la dimensión psíquica que estamos analizando, que promovería tanto la subjetividad como la objetividad, es un recocido de razón e intuición, de deducción e inducción, de juicio y sentimiento. Pero no es nada de esto, como ya se sospechará. Es otra cosa, producto no de acumulaciones, no de ordenamientos en el tiempo ni en el espacio sino, sencillamente, seriaciones discontinuas que acompañan a los fenómenos psíquicos y a todo acto de pensamiento.    

No existe ninguna ficción, ninguna fantasía que no se apoye en realidades de alguna especie, aunque las experiencias a las que se asocien no sean inmediatas. Ninguna ilusión carece por completo de alguna correspondencia con la realidad. No hay apariencia sin algún rasgo de semejanza con aquello que enmascara. Y, en el sentido inverso, se sabe que la realidad puede resultar tan o más fantástica que los productos de la imaginación. Esto no quiere decir que no haya diferencia entre la objetividad y la subjetividad (enseguida la estableceremos con precisión); tal suposición sería absurda. Son diferentes, pero, tienen el tronco común de la experiencia, tronco que origina, sostiene y desarrolla la inteligencia. Es oportuno remarcar esta evidencia desde que es tradicional la separación tajante entre estas dos facultades o dimensiones de la conciencia, separación que ha dado lugar a radicalizaciones filosóficas e ideológicas y a estilos de vida y sistemas de creencias.

La conciencia representa un campo inapropiado para el examen y la investigación, como reconocen todos los entendidos. El investigador y la cosa investigada componen una unidad inseparable. Los criterios de demarcación de la ciencia han aplicado todo su rigor en prevenir ante el peligro de confusión y error que representa semejante coincidencia. El resultado de cualquier análisis por fuerza ha de caer en la falsedad debido a dos aspectos que conciernen irremediablemente a lo subjetivo: la imposibilidad de la demostración experimental y el riesgo de la apreciación individual y solitaria recogida en un campo de experiencia abstracto e imposible de compartir con otros experimentadores. Pero tal advertencia debe someterse a revisión, porque toda ciencia contiene imaginación y toda imaginación contiene ciencia.

El punto crucial de esta propiedad que comparten las dos modalidades de la inteligencia se ubica en una sola cuestión: ambas manejan sólo relaciones. La ciencia no se refiere a las cosas ni a los procesos de las cosas sino a las relaciones que nos obligan a concebir cosas y procesos. De la misma manera, los sueños, las fantasías e ilusiones, la apariencia que hacemos que resulte de todo aquello que nos llega de los sentidos corporales, impelidos por deseos e intereses o sencillamente por nuestra incapacidad para colegir la verdad de la sensación inmediata, se consagran a partir de correspondencias, analogías, asociaciones que establecemos a partir de lo ya vivido o de lo ya pensado. De esta manera, no hay fantasía que no surja de alguna relación con otra fantasía o que sea totalmente extraña a la misma realidad.

Por otra parte, no conocemos ningún concepto de ninguna ciencia que no contenga otro concepto en su explicación, en el predicado de la oración que lo define, asunto que atañe al carácter analítico de toda ciencia apofántica (la excepción es la ciencia axiomática que, excepcionalmente, no se ocupa de la realidad). Y el segundo concepto envuelve a su vez un tercer concepto, y así sucesivamente. Tampoco tenemos sueños independientes de los sistemas de ensoñaciones, que son conjuntos de relaciones en órdenes determinados (o rompimiento de toda clase de relaciones y órdenes), ni tenemos fantasías ajenas a ciertos mundos de fantasía, asunto que atañe a la propiedad sintética de las proposiciones mediante las cuales nos referimos a tales fantasías y las describimos. De modo que no define la subjetividad y la objetividad la atribución de exterioridad o interioridad respecto al yo o a la mente sino la clase de relaciones que las caracteriza.

La persona que tiene la mayor aspiración, la más preciada y codiciada, aquella en que deposita sus mayores esperanzas en el correr de su vida, esa persona tiene que apelar a la fantasía. Nos referimos a una especie única de fantasía, revelada y sagrada, idolatrada: la aspiración de llegar a Dios. Esta aspiración es, para el creyente y para el incrédulo, una fantasía, aunque la palabra tenga connotaciones negativas para el primero. Porque éste no necesita realidades para experimentarla y apropiarla: le es suficiente la fe. Le alcanza con la ilusión y no necesita de revelaciones objetivas. La suya es eminentemente subjetiva. Y, de esto, ¿puede suponerse que es menos real? Su más fundamental y trascendente realidad es, en el sentido trascendente de la palabra, fantástica.

Así, pues, el psiquismo que se corresponde no es una conexión entre dos cosas, una objetiva que él mismo representa, su cuerpo y sus acciones, y otra subjetiva que consiste en su creencia. Es otra y única cosa. Su realidad es una realidad vicisitudinaria: depende de su vida, de la experiencia buena o mala, de sus orígenes, de su situación material y espiritual, del talento, de la suerte. Y obedece a lo que ha hecho con todo eso, a las relaciones que ha establecido entre todo eso. Responde al cómo, es decir, a relaciones. No importa si se establecen entre cosas y hechos importantes o baladíes, reconocibles o desconocidos, perceptibles o no, necesarios o contingentes, posibles o imposibles. La vida mental depende de las relaciones, porque se puede vivir en un mundo de fantasía de la misma manera que en el mundo real. En éste las relaciones responden a las leyes de la física; en aquél a las leyes que promulga la conciencia. La objetividad se inclina sobre las primeras; la subjetividad sobre las segundas.

Todo aquello que enfrentamos en la vida, y que puede invocarse mediante un nombre es, dentro de ciertos límites de la evolución constreñidos a la dimensión humana, más o menos lo mismo, se trate de un individuo, de varios o de la humanidad entera. La voluntad interviene poco en las circunstancias y las modifica sólo aplicándose denodadamente. La intervención respecto a estas circunstancias, que constituyen nuestro ser y su destino, se da por la mediación de relaciones. La necesidad de alimentación, por ejemplo, creará circunstancias tales que determinarán el trabajo, la actividad para lograr el sustento, etcétera. Esto corre por cuenta del mundo. Pero qué se hace con el trabajo, cómo se encara el empleo, cuánta dedicación o esfuerzo demandará de la persona, y otras relaciones relativas al cuándo y al con, a modos, por ejemplo, los del bien mal, como los de mejor peor, incluso relativas al  y al no, corren por cuenta de la conciencia y son la especialidad de la actividad vicisitudinaria.

El concepto relaciones merece una importante precisión que quizá se haya sospechado ya. Hablar de relaciones supone hablar de vínculos determinados, rígidos o flexibles, entre cosas o hechos, entidades, entre todo lo que encontramos en el mundo y en nosotros. Pero no es esta la clase de relaciones de que hablamos aquí. Nos referimos a las relaciones que se establecen no porque se puedan encontrar entre un ser humano y el mundo en un momento dado. Poco podemos hacer a este respecto y casi queda fuera de la conciencia intencional.

No establecemos relaciones entre nosotros y el mundo sino entre nuestra historia y el mundo. La historia de que aquí hablamos es todo el ser puesto en presente, como sugería Aron Gurwitsch. Recordemos sus palabras: “todo acto presente de la conciencia se encuentra por completo afectado por alguna reminiscencia o retención por lo menos de los actos que preceden de inmediato al acto en cuestión y también por cierta expectativa ‒sea lo vaga que se quiera‒ de que otros actos seguirán al del momento presente” (se considera aquí una historia sin tiempo, es decir, sin curso o continuidad, pero con dimensión de algún tipo). Las relaciones entre nosotros y el mundo corresponden a la visión objetiva y descriptiva de la realidad y dependen siempre del lugar y el momento. En cambio, las relaciones entre nuestra historia personal (historia vicisitudinaria) y el mundo corresponden a la subjetividad y se establecen por la obra indeterminada de la experiencia y la intelección reunidas, sin dependencias espaciotemporales.

Parafraseando el principio de José Ortega y Gasset referido al entorno del hombre, “yo soy yo y mi circunstancia” (Ortega y Gasset, ob. cit., 25), podemos asentar el principio “yo soy yo y mis relaciones”. Mientras que el primero contempla el mundo de las cosas[14], el segundo atiende el mundo de los fenómenos. Ya hay algo de esto en el mismo pensamiento de Ortega. Por lo que uno y otro no suponen la misma clase de relaciones. Puede admitirse que “el hombre y sus relaciones” esté implicado en “el hombre y su circunstancia” si hablamos del hombre como ser en el espacio y el tiempo. Pero no se puede admitir si hablamos del hombre como ser vicisitudinario, porque este hombre establece relaciones con el mundo independientes del espacio y el tiempo circunstanciales, de su historia serial y continua. Se trata de relaciones inherentes a todos los tiempos y a todos los espacios que se corresponden con la vida y, aun, con una síntesis mental recuperada de ellos, eminentemente funcional, que resulta la más humana de las facultades de la especie.

 

Recapitulación

 

1) El cerebro crea patrones neurales a partir de ciertas “cristalizaciones de conducta mental” que surgen lentamente en el correr de la vida. Obran de manera dinámica, comprometidas tan directamente con el desarrollo y la adaptación de la inteligencia, que sugieren la figura de algoritmos electroquímicos que adaptan el orden de su función de acuerdo a los requerimientos de la situación.

2)  Estas formas o algoritmos fulgurantes se activan espontáneamente al volverse adversas las condiciones de la cognición.

3)  En todo acto de conciencia existe una vertiente subjetiva y otra objetiva. La primera es propia de la ilusión, la fantasía, las creencias (conocimiento interior). La segunda corresponde a la vertiente de información sensible y a la ciencia experimental (conocimiento exterior).

4)  Lo subjetivo abarca todo el orbe de la conciencia, en tanto se corresponde con las relaciones que se establecen entre el mundo y toda la vida psíquica de la historia personal. Lo objetivo, en cambio, se corresponde con relaciones que se establecen entre la conciencia y las circunstancias o historia de cada momento y lugar[15].

Lo característico de nuestro destino occidental ‒afirma Eugenio Trías‒ consiste, al decir de Hölderlin, en que hemos aprendido a ‘captarnos a nosotros mismos’, y en que esa formación de la subjetividad constituye nuestro patrimonio. Dominamos el mundo desde la subjetividad, pero, en compensación, somos incapaces de ‘captar algo’, es decir, de abrirnos a la comprensión de aquello que proviene de fuera de la subjetividad, de aquellos mensajes, signos, señales o portentos que proceden del ‘fuego del cielo’ y que no pueden ser anticipados, previstos ni programados por nuestro dominio subjetivo del mundo. (Trías, 2015, 48-49)[16]

Eugenio Trías quiere resaltar la diferencia con Oriente y, a renglón seguido, escribe:

Por el contrario, los antiguos, los orientales, y los mismos griegos, que procedían de Oriente, estaban sobre todo familiarizados con esos signos procedentes del ‘fuego del cielo’, mientras que su debilidad radicaba en que no habían aprendido aún a ‘captarse a sí mismos’. Estaban abiertos a la comprensión de aquello que procedía del ‘fuego del cielo’, en forma de inspiración o profecía, o de determinación legal proveniente del círculo de lo divino, pero no eran capaces de dominar, desde la subjetividad, esa abundancia de dispensaciones y gracias.

Prefiere llamar subjetividad al viejo logos de los griegos. Éstos, que venían del Oriente, la tierra de donde surge el sol y “de donde provienen los dones y las gracias del ‘fuego del cielo’”, aprendieron a dominar esa inspiración “del círculo celestial” por medio de la ley y de la disciplina subjetiva. Introdujeron esa disciplina en forma de téjne (metro, número, armonía), que les permitió prescindir de la determinación divina para orientarse (Trías, ob. cit., 51).     

Se trata, pues ‒afirma Trías‒, de traspasar ese límite o umbral que constituye el gran legado clásico de Grecia. Eso significa retroceder, más allá del límite que establece el logos filosófico griego y el arte clásico, hacia formas de pensar, de producir y de decir que son patrimonio exclusivo de los pueblos orientales.” (Trías, Ib., 53)

Como se comprueba, Trías entiende la subjetividad como el ámbito total del pensamiento, sin segregarlo de su acostumbrado opuesto, es decir, la objetividad. Aquello de donde proviene el sentimiento religioso es el afuera, inaccesible a primera vista. Existe, afirma Trías, un “cerco hermético que constituye lo sagrado”. La revelación de ese cerco hermético, “cobijo de lo sagrado”, requiere una “prueba fenomenológica y fáctica” o “develamiento que no es sino revelación simbólica (Trías, ib., 26). “Yo pienso”, concluye, “que toda mitología es ya, de suyo, revelación”.  Pues bien, los griegos, poniendo en marcha la subjetividad occidental, que circunda la mente y el espíritu del hombre posmoderno, explicaron ese arcano mediante un “primer principio (arjé prôta) que gobierna la naturaleza”, liberándose de su original amarre y trazando “el complejo pasaje que conduce del Mito al Logos (Trías, ib., 53).

¿Debe pensarse, en consecuencia, que la subjetividad comprende toda la vida mental? ¿O hay grados que aproximan o alejan esa vida de la experiencia, determinando los de subjetividad y objetividad dominantes en tanto polos extremos y opuestos? Es posible preguntarse, también, si sólo existen esos polos, claramente diferenciados, como suele establecer la ciencia para evitar ambigüedades, salvar errores o para no obligarse a andar en la oscuridad, ya que serían zonas extrañas a la razón tanto como al espíritu, la moral, los valores, la religión, el arte. Cualquiera sea la respuesta que se dé, en todos los casos resultará un elemento común determinado por la experiencia. Hasta las categorías de espacio y tiempo surgirían, en el caso en que pudieran suponerse a priori tal como las concibió Kant, porque la experiencia nos obliga a hacer surgir en nuestra conciencia una condición sin la cual no podríamos aprehender el mundo y su realidad.

Sólo se puede aceptar esta concepción de la vida mental, en la que no hay separaciones cortantes entre formas veraces y ficticias, objetivas y subjetivas, si se la entiende como relación dinámica entre la realidad y la historia mental. Esta historia no es sólo la historia del individuo sino la historia del yo íntimo, con el agregado de lo que el yo elabora y conserva como saber e inteligencia, surgido del drama de vivir, del padecimiento, de las tensiones ocasionadas en el afán por la resolver problemas, así como del sufrimiento y del gozo, de las emociones, pasiones y pulsiones que dejan su rastro en el sistema mental. La historia mental es la historia de la vida mental o serie de pasos, válida por el orden de la serialidad, convertida en un nuevo orden vuelto facultad o inteligencia. No es la historia del sujeto ni su biografía ni etopeya, memoria o historia lineal ni descripción interior. Es una auto creación que funciona como dispositivo o mecanismo de engranaje bio-lógico.

La subjetividad obra en Oriente como en Occidente al pulso de toda la historia mental. Por la experiencia, y no por el grado de realidad o ilusión, se diversifica en historia episódica o en historia algorítmica. Puede encontrarse la personalidad en la primera, pero el yo sólo se encontrará en la segunda. Se distinguirán diversas etapas, manifestaciones diversas y hasta contradictorias en la personalidad, cambios, aspectos buenos y malos, superación y retroceso, moralidad. En el yo se encontrarán los elementos dinámicos de desempeño, la manera de relacionarse funcionalmente con el mundo, el ajuste entre la realidad y la ilusión. Considerar el yo como entelequia, por lo tanto, es ignorar esa distinción.

Existe un grado profundo de la vida mental, que Trías llama “noche de la subjetividad” (Trías, 1991, 254), expresión con la cual se refiere a Hegel, en el que se define el orden de los pasos que se pueden dar; no los que suelen ni los que deben darse. Se resuelve en ese punto, límite de las jurisdicciones de la experiencia y de la historia mental[17], el paso que conviene que siga al que se ha dado. Se decide el orden que guardarán los pasos en una serie ya no dispuesta en el tiempo sino en un orden de prioridades pragmáticas, entendiendo aquí prioridad en el sentido de lo más adecuado para resolver problemas y no en lo que tiene que ver con el sitio que algo ocupa en una serie. Ya no importa si la coincidencia entre el cálculo y la realidad previsible es poca o mucha, tal es la prioridad del orden pragmático. Por encima de todos los momentos importa la construcción de la conjetura, la disposición del proyecto, el orden de los pasos.

El límite, pues, está en la subjetividad, y configura la forma de operar y el camino a seguir. El pecado de desmesura (hybris) consiste en remitir este límite al orden de la sucesión, a la historia, al fenómeno en tanto representación o, como gusta decir Trías, al logos o “pensar-decir”. Se va directamente a la cadena de sucesos, a la ordenación lineal, rememoración y reconstrucción mediante procedimientos reconstructivos que en última instancia bregan más por la reinstalación de experiencias ya vividas que por la producción creativa de experiencias nuevas, igualmente fértiles o, incluso, mejores.

La interposición del logos, cuyo desarrollo ha sido la característica fundamental de Occidente, de tan relevante desempeño en la evolución de la inteligencia humana, sin embargo, desfiguraría la captación del perfil mental, así como los rasgos principales de la historia personal, del saber, de los rasgos psicológicos y de las predilecciones del sujeto. Pero, sobre todo, obstaculizaría una toma de conciencia única, relacionada con un más allá del logos: lo que Trías llama “cerco hermético” o “cerrado” (Trías, 1991, 416), misteriosa X, cosa en sí kantiana, enigma ancestral, inexplicable poiesis. Considerado el límite como el torreón desde donde podemos divisar el ancho del horizonte, como el punto desde el cual mirar es más que ver, más que comprobar, es decir, desde donde podemos interpretar y comprender, entonces, el límite está allí donde se juntan la historia-experiencia secreta, productora, y el hacer, ser o captar, que es, en verdad, como dice Trías, captar “lo que viene de afuera de nosotros”.

Con estas reflexiones se vuelve a las hipótesis relativas al “pensamiento salvaje” de Claude Levi-Strauss, anota Trías. Levi-Strauss se pregunta “si no nos hallamos en presencia de una forma de pensamiento universal y permanente que, lejos de caracterizar a ciertas civilizaciones, o a pretendidos estadios arcaicos o semi-arcaicos de la evolución del espíritu, más bien se trataría de una función de una cierta situación del espíritu en presencia de las cosas que debería aparecer cada vez que esa situación tuviera lugar” ‒transcrito por Trías, ob. cit., 506), cita que parece proceder de Le cru et le cuit (Mitologiques, I), de 1966. El pensamiento salvaje “no es, para nosotros, el pensamiento de los salvajes, ni el de una humanidad primitiva o arcaica, sino el pensamiento en estado salvaje, distinto del pensamiento cultivado o domesticado con vistas a obtener un rendimiento” (Levi-Strauss, 1970, 317).  

La reflexión de Trías y su cita de Levi-Strauss se suman al fino urdido de opiniones ya expuestas. Por si fuera poco, el antropólogo del estructuralismo agrega: “Esos tipos de nociones intervienen, un poco como símbolos algebraicos, para representar un valor indeterminado de significación, vacía en ella misma de sentido y susceptible de recibir cualquier sentido, cuya única función es colmar una escisión entre el significante y el significado, o más exactamente, señalar el hecho de que en tal circunstancia, en tal ocasión o en tal de sus manifestaciones se establece una inadecuación entre significante y significado en perjuicio de la relación complementaria anterior.” (Transcrito por Trías, 1991, 506-507).

Pero sería ocioso seguir invocando autores que se ha referido, por una razón u otra, en un contexto similar o diferente, a esta particularidad de la vida mental que, como se desprende de lo ya visto, no puede atribuirse sin reparos a lo que comúnmente se entiende por subjetividad u objetividad. Si bien es algo semejante a un producto de la psicología profunda, a un reflejo de la conciencia superficial o a un resorte espontáneo de la atención, de todos, modos, forma parte de una habilidad fundamental, que puede acompañarse de todo el trabajo de “domesticación” del conocimiento, característico del logos.


La relatividad de la psiquis

 

De todo lo que se ha dicho se recoge que la teoría viene interponiendo reparos a la idea clásica según la cual lo objetivo y lo subjetivo se ubicarían en los extremos de una escala monocromática que no admite grados. No es tema sólo de la psicología aquello que la tradición distingue entre lo real y lo ilusorio, e incluso los científicos incorporan a sus inquietudes profesionales el dominio de los sentimientos y las pasiones. Sólo en conjunto los dos planos atañen a los modos en que la inteligencia desafía el ocultamiento e ilumina el camino hacia el descubrimiento y la invención. El esfuerzo de las ciencias neurológicas y químicas por desentrañar la actividad cerebral puede acompañarse de una visión que, sin vulnerar sus fronteras, principios y conclusiones, pueda ubicar el problema en un plano de comprensión que quede más a la mano. Las explicaciones parciales se niegan a satisfacer un nuevo saber, y la filosofía puede ofrecer un panorama más ágil.

La ciencia, acaso, ¿no viene flexibilizando sus rigores en los últimos tiempos? ¿No modifica sabiamente su concepto de verdad, no cuestiona sus principios más caros con filosófica inquisición? Y, aunque Heidegger haya previsto que “no hay ningún resultado de una ciencia que pueda encontrar jamás una aplicación inmediata en la filosofía” (Heidegger, 2017, 51), la filosofía ¿no se conmueve profundamente con la ciencia pos-relativista, aunque no pueda aplicar ninguno de sus resultados? Sin querer aunar conceptos diferentes, auténticos sólo en sus respectivos planos, hay casos en que ciencia y filosofía se aproximan bastante. Un ejemplo es Einstein y Ortega y Gasset.

Igualmente, pueden encontrarse discursos en los que ciencia y filosofía se entrecruzan entrañablemente, como en Popper. En otros autores la filosofía de la ciencia se confunde con la filosofía a secas, como en Koyré y Kuhn. Hay, asimismo, ejemplos en los que niveles de reflexión extremadamente abstractos se mueven en un acercamiento asintótico con los de la ciencia concreta. Así es posible comprobar en teólogos como Teilhard de Chardin o Rudolf Bultmann. Hay quienes atribuyen gran importancia a la inferencia no deductiva, y descubren la intromisión permanente de los razonamientos probables y retroductivos en las conclusiones, así como algoritmos basados en lógicas divergentes y borrosas, como Charles Sanders Peirce, Bertrand Russell, Bart Kosko o Carlos Vaz Ferreira. Y hay una corriente de pensamiento, que nace a fines del siglo XVIII, y aún hoy palpita con fuerza, cuya vista mira fijamente hacia el oriente, al mito y al símbolo, y que responsabiliza al logos por los males de Occidente, como se encuentra en Schelling, Schopenhauer y Nietzsche, y más recientemente en Heidegger, y hoy mismo en Eugenio Trías.

¿Estamos ante signos que anuncian la aparición de una nueva ciencia? ¿Se funden en una sola fragua la intuición y la razón, el sentido común y el método experimental, el mito y el logos, como se funden en Emilio Oribe? “La gran tentación del hombre es la objetividad” (Oribe, 1945, 47). Todos esos modos surgen porque se sospecha de los sentidos y se desea escapar de la inestabilidad de la conciencia, de muchas zonas de inseguridad del pensamiento vulnerado por la falta de coordenadas de apoyo y orientación. Su potencia es igualmente grande en el sentido del acierto como en el del error, ello acarrea bastante desgracia y por todos los medios el hombre busca firmes amarras de donde sujetarse y mojones de delimitación bien definidos. En el centro del problema está el saber manejarse entre la subjetividad y la objetividad, y, entre estos dos resultados que la experiencia de vida ha derramado en la vida mental, surge una suave preponderancia del yo interior, precisamente, ese factótum que decide invisiblemente hacia dónde se dirige la humanidad.

Pero nada indica un decaimiento de la ciencia. Por el contrario, se ha fortalecido asombrosamente de la mano de la tecnología. Aquí también hay un par de asuntos, a veces tomados como opuestos, a veces como completamente unidos por un solo propósito. ¿Se debe a la ciencia el extraordinario desarrollo de la tecnología, en todos los campos disciplinarios? ¿O es la tecnología la que dispara el formidable desarrollo teórico de la ciencia? Si abordamos la respuesta desde el punto de vista de ese solo o único propósito, no interesa qué es lo que está primero. De una manera semejante, no interesa demasiado saber si en el desarrollo de la inteligencia humana está primero lo objetivo o lo subjetivo. A todas luces, también procuran un mismo propósito cuando la conciencia trabaja civilizadamente en favor del bienestar de las personas.

La subjetividad trabaja en un sentido que se parece al sentido de la ciencia teórica. Ésta trabaja con ideas, conceptos, modelos, teorías, pero también apela a toda clase de hipótesis, probabilidades, supuestos, principios, nociones a veces vagas, aproximaciones a lo directamente observacional. La subjetividad lo hace en base a relaciones mentales o fenómenos psíquicos del tipo de los sentimientos. La teoría pura responde a veces a la actividad mental que Franz Brentano, como hemos visto más arriba, clasifica entre las emociones (confrontadas con los juicios), es decir, con aquellos contenidos psíquicos susceptibles de ser aceptados o rechazados espontáneamente, como ocurre con los sentimientos de amor y odio.

No resulta otra cosa de los famosos paradigmas con que nos ha ilustrado Thomas S. Kuhn. La objetividad, en cambio, lleva a cabo su función relacionada con lo empírico como lo hace el trabajo de la ciencia experimental, de laboratorio y de trabajo de campo. Lo objetivo es lo que está “afuera”, independientemente de la mente humana. Objetiva es, de esta manera, aquella actividad fenoménica que incurre en el juicio, en la afirmación de convicciones, en toda aquella representación capaz de mantener un lazo indisociable con la comprobación detectable por los sentidos o por aparatos con los que cobran mayor potencia y precisión.

Pero ¿cómo fijar los límites? ¿Cómo establecer con claridad la clase de fenómenos con los que lidiamos, el tipo de actividad psíquica que emprendemos al encarar cualquier situación de vida? De todo lo que veníamos presentando, además de la comprobación de que no hay lugar a la idea clásica de oposición radical entre lo objetivo y lo subjetivo, surge que cualquier actividad psíquica apela al abanico total de la conciencia, requiriendo de sus facultades, habilidades y aprendizajes todo aquello de que puede valerse la inteligencia para enfrentar problemas, incertidumbres, adversidades y la niebla que envuelve siempre los misterios innumerables del mundo y del ser del hombre.

Así, la ciencia dura puede resultar subjetiva y el arte más excelso objetivo. En el saber más refinado y en el más basto intervienen ambas vertientes de la vida mental. La invención, la creación y la acción humanas pueden responder a recursos de un orden o de otro que, en definitiva, se instalan en la inteligencia a partir de una misma fuente originaria y por un mismo impulso o requisito de superación o de supervivencia. No hay dos mundos en la objetividad y la subjetividad. Los hay en la relación de la vida mental con el espaciotiempo, dos mundos de apariencia relativa, de relatividad einsteiniana, aunque la historia registre en bruto ambivalencia radicales. Resultados de esta partición primaria y primitiva resultan las concepciones de lo terreno y lo divino, del hombre y los dioses, del cuerpo y el alma, del mito y el logos, del infierno y el cielo, de lo dionisíaco y lo apolíneo, y de cantidad de polos opuestos tomados en el sentido de todo o nada, sentido casi natural en la cosmovisión del ser humano en todas las épocas, incluida la nuestra.

 

Los supuestos fallidos

 

Algunas conceptualizaciones definidas por sus opuestos, decisorias y ubicuas, pueden considerarse también como desprendimientos de esta abrumadora braquilogía que ha jugado con el hombre desde tiempos inmemoriales, presentándole enormes abreviaturas y simplificaciones que lo han hundido en la confusión. Debe advertirse, pese a todo, la posibilidad no descartable de que haya obrado como beneficio en el sentido de evitarle la intelección de aquello para lo cual sus facultades no son aptas, como observaba Bergson respecto a la conciencia atencional, cuya acción unilateral nos salva de mil acontecimientos que nos enloquecerían si los percibiéramos al mismo tiempo. 

 Así, se presentan oposiciones como individuo grupo, o diferentes clases de inmersión en lo colectivo como las de muta masa (Canetti, 2016)No en todos los casos, pero la oposición puede obrar como base descriptiva de los pares individuo-sociedadliberalismo-socialismo. Es necesario evitar transposiciones de estos conceptos, como las de egoísmo-solidaridadculto-popular, distinciones, entre otras, en las cuales pueden gravitar factores determinantes externos. En un marco caracterizado por oposiciones entre puntos de vista, se disocian también el idealista y el realista, y se oponen términos cotidianos y vulgares como teórico y prácticosensible insensible, etcétera. Estas fórmulas tan comunes esconden una referencia a la preponderancia caracterológica de la subjetividad o de la objetividad, escindidas de plano de toda modulación y grado.

Se puede hablar de un error psicológico. Se ha supuesto que el hombre es psicológicamente dominable, susceptible de flaquear por el lado de la conciencia. Así, es común hablar de la despersonalización que caracterizaría a nuestra época. En esta afirmación hay dos contenidos de fondo que luchan entre sí. Por un lado, la posible subjetivación, de carácter enajenante, que conspiraría contra la personalidad y, en consecuencia, contra la libertad individual y el derecho a la libre elección y al libre albedrío. Por el otro, la hipotética objetivación del individuo, la conversión de sujeto en objeto, desde que sobrevendía la destrucción de aquello que distingue el ente del ser, la cosa de la persona.

En el primer caso, se comprobaría un eterno encierro, la condena a un sí mismo des-yoificado, y a un yo sin yoes o estado de subjetivación permanente que no puede significar otra cosa que el paso de la socialización a la masificación, esto es, a la rasa igualación entre el yo y el otro. En el segundo, la apertura de la persona a un exterior impropio, sangría espiritual o cosificación de su vida mental, necesitada enseguida de orientación y oportunamente de dominación.

En uno y otro caso se verifica el hombre-cosa, la cosificación de la vida humana, la masificación de la sociedad, también eufemísticamente llamada “globalización”. Si se considera la intervención indeterminada de lo subjetivo y de lo objetivo en la dinámica mental, y teniendo en cuenta esta burda simplificación de la realidad psíquica, puede atisbarse una transformación del movimiento humano, de un giro sobre sí mismo. Si se vulnera la naturaleza dual de la persona, ya sea enajenándola o cosificándola, tarde o temprano la vida mental querrá escapar de su estado de extrañamiento. Sin embargo, se ha supuesto que puede prevalecer en él alguno de sus dos opuestos psíquicos, confiándose en que prevalecerá el elemento biológico, sistematizable desde fuera, por inducción psicológica, bioquímica o por imposición ideológica. Este error puede constituirse en la causa de un cambio social de grandes proporciones, independientemente de las relaciones económicas y políticas.

Es de mencionar, también, un error socio-cultural. Se habla de un fenómeno que caracteriza a nuestra época y que consiste en la división y doble alineación de las opiniones. Se comprueba la formación de dos bloques que tienen estas características: son semejantes en número, se enfrentan como rivales y tienden a sus opuestos. Suelen formarse de a dos, rara vez de a tres y casi nunca de a cuatro. Y bien, de ello se extrae que el sujeto humano tiende a sus extremos, que es creyente o no creyente, de izquierda o derecha, capaz o incapaz, activo o pasivo, honesto o deshonesto, bueno o malo, hábil o torpe, buen vecino o malo, solitario o mundano, trabajador u holgazán. Nunca algunas de esas o todas en una misma realidad individual. Este supuesto, promovido por inductores económicos poderosos e internacionales, actúa a favor de la organización mencionada.

Pero sabemos que en la realidad no existen personas divididas en todos los asuntos en términos opuestos, afiliadas a uno de sólo dos bandos, salvo figurantes que responden a intereses parciales, públicos o privados. Hay, sí, resultados de estadísticas, estudiadas y aplicadas milimétricamente, con datos enjundiosos de esa índole. Han sido inventadas con tal objetivo: tienen que confirmar a un ser humano que en realidad no existe. Porque no pueden interceptar los términos medios ni los estados complejos, vacilantes o cambiantes de las conciencias, instancias y circunstancias psíquicas connaturales del individuo. No son utilizables por la política, el mercado o la propaganda, y su aprovechamiento sería de difícil o costosísima aplicación, si no imposible, e implicaría la renovación total de las estrategias de dominación y encantamiento. Se quiere que todos se sientan en esos estrados en los que cada uno es una entelequia al servicio no compensado de lo desconocido.

En el camino al supermercado no nos encontramos con personas que ocupan sólo uno de sus posibles extremos psíquicos. Y porque no hay definición cabal de una persona que pueda ser sólo buena o sólo mala, sólo tonta o sólo inteligente, sólo feliz o sólo infeliz, sólo de derecha o sólo de izquierda, sólo sensible o sólo insensible, no nos será posible encontrar en la realidad esa clase de personas inventada por las estadísticas, concebida sólo en los estudios de mercadeo. Como se ha observado ya, no existen las masas: son una invención teórica cuya realidad se impone para engatusar a los ingenuos, para enajenar a quienes no tienen una cultura propia, para indignar a los que la tienen, y para engañar a aquellos que prestan su adhesión a cualquier cultura sólo por encontrarse dentro de algo que los protege y beneficia. La condición humana en que se origina esta invención radica en la pretensión de concebir una especie falsa de vida mental y en querer imponerla.

La supuesta incompatibilidad entre la ciencia y la religión desencadena un falso supuesto: el de que ambos dominios son excluyentes. La dualidad subjetividad-objetividad está en el medio de esta falacia, entre otras cosas, por supuesto, pero de manera definitiva es responsable de que se confundan los dominios inherentes a la religión con los de la creencia. Si se habla de religión parece que se habla siempre de alguna de las religiones más conocidas del mundo o de sus iglesias. Y si se habla de creencia parece que siempre se habla de la fe religiosa, de la creencia en los dioses o en un Dios o en lo divino o sobrenatural. Por supuesto, esas asociaciones no son rebatibles, pero no son todas las que se pueden establecer respecto a las dos denominaciones.

El dominio religioso se asocia a la subjetividad desde que muchos lo tienen como el que se corresponde con los sentimientos e incluso con las pasiones. El dominio de la creencia comparte relaciones con la subjetividad, desde que no se conecta directamente con lo empírico ni con lo demostrable por los sentidos. Pero, de acuerdo a algunas teorías surgidas de la filosofía de la ciencia, se conecta con la objetividad por ser un recurso apofántico, de afirmación y posibilidad de descripción, que cuenta con el recurso de las representaciones, imágenes y juicios característicos de las facultades objetivas de la inteligencia.

Y como la religión está toda en la subjetividad, aunque se trata de una subjetividad que mucho necesita del plano colectivo para consagrar el carácter sagrado de sus símbolos y ritos, y aunque domine la vida de una persona, está fuera del territorio racional y es potestad privativa del individuo sin que alcance el estatuto cabal que poseen los ingredientes de la inteligencia en términos generales. Emoción, razón, eticidad, esteticidad, valores; todo esto es universal en el hombre. La religión es privativa de sólo algunos, aunque estos “algunos” sean millones y millones. Esta es la falacia que se origina de la partición artificial de la vida psíquica, y que deja como correspondiente inferior a lo subjetivo y como correspondiente superior a lo objetivo. De aquí, que se haya producido un error de carácter histórico.

Desde que lo inferior es identificado con lo subjetivo, y lo superior con lo objetivo, la objetividad se apropia de todas las preferencias con el correr de los tiempos por el impulso de una escala móvil que se ha dado en llamar progreso. Por el progreso la humanidad sale de la oscuridad y gana la luz, es decir, el conocimiento, la industria, la técnica, en fin, la civilización, el bienestar y la felicidad. Es un supuesto aun no demostrado fehacientemente pero que se mantiene como motivo conductor de la historiografía universal. La antigüedad, pues, estaba ganada por la oscuridad, y la modernidad por las luces del progreso. Esto es, la antigüedad por la subjetividad, y la modernidad por la objetividad. Este error, observado ya por antropólogos y filósofos en el siglo XX, se mantiene hoy como sustento de una corriente de pensamiento político llamada “progresismo”.

El progresismo supone que todo lo que existe puede ponerse a andar y mejorarse. Mientras que este supuesto se aplica a las instituciones y entidades mundanales, la organización política, el Estado, el derecho, el trabajo, la salud, la industria, el comercio, los bienes, no tiene mucho de contradictorio en su seno, aunque hay cosas que valdría la pena no tocar, no modificar con el afán de mejorarlas, porque de por sí no contienen contradicción o no se pueden mejorar o valen por su estado de conservación. Ahora bien, el proyecto empieza a tambalear cuando el progresismo se lleva al plano de la vida espiritual, sobre todo si se toman las entidades psíquicas como se toman las físicas. Para el progresismo, y como resultado de su propia definición, en general, lo anterior es inferior y lo posterior superior. Esto, que responde al gran esquema subjetividad-objetividad, es devastador en el discurso de la historia.

Apreciada como uno de los polos de la vida mental, la subjetividad ha sido atribuida a los pueblos prehistóricos y a las comunidades y civilizaciones más antiguas, por encima de la objetividad. La vida mental de esos pueblos, estudiada merced a los testimonios conservados de su cultura, arte, arquitectura, escritura, religiones, saber empírico y teórico, leyendas, filosofía, comparada con la vida mental contemporánea, resulta sin duda muy diferente. Creemos que hoy se ha alcanzado un mayor grado de objetividad porque ya no nos rigen las creencias ni nos dominan los caprichos de los dioses, y ni siquiera la sociedad siente el enorme peso de las instituciones religiosas, de la Iglesia y de sus organizaciones de evangelización y control de familias e individuos, en su celo por el acatamiento de los preceptos bíblicos, la palabra revelada y las autoridades eclesiásticas.

Pero nuestra vida mental no es más ni es menos subjetiva que la de esos pueblos considerados primitivos y, por tanto, inferiores. No hay cómo deducir un salto objetivo en la carrera de los tiempos, y sólo encontramos cambios de toda clase, más o menos subjetivos, más o menos objetivos. Algunos producidos por las ambiciones de reyes, emperadores y castas, otros por transformaciones del medio ambiente, por catástrofes y enfermedades, pero también por guerras crueles e interminables, intereses, pasiones, devociones, tradiciones atávicas y supersticiones inútiles. Otros cambios resultaron de las diferencias raciales y sociales, de la disputa por el alimento o la tierra. En todo esto se encuentran motivos y razones de carácter tan ilusorio como verdadero, espiritual y material, es decir, de un carácter común al espectro total del panorama de la conciencia. Sin embargo, no se puede decir que algo consistente haya cambiado, ni siquiera mejorado mucho en nuestros tiempos.

Y siguen los cambios, que nos parecen obra del tiempo, ese fantasma que nos obliga imperceptiblemente a atribuir avances y mejorías solo porque pasa por frente de nuestras puertas, una ilusión que llamamos “presente” y que nos atrevemos a imaginar como un guiño en medio de dos nadas físicas, pasado y futuro. La ciencia, sus vicisitudes, su lucha contra la incertidumbre y el misterio, esto es, contra la oscuridad en busca de conocimiento, las creencias y sus disposiciones de organización y supervivencia, la filosofía y sus negociaciones entre apariencia y realidad, así como la religión y su contubernio entre lo terrenal y lo celestial, ninguna de estas sabidurías nos ha exonerado de los peligros de la subjetividad, así como no nos garantizaron al menos una porción de objetividad salvadora. Todo en ellas está sujeto a dubitación y nuevos escrutinios. Todo sigue igual, con otra cara.

 

El plasma humano

 

Se destaca, entre casi todas las actividades relacionadas con el individuo medio, hoy en día, especialmente en lo que constituye inclinación o gusto por lo artístico, la indiferencia, el desdén o incluso el repudio por comprometer en ellas la intimidad profunda. Canciones, ritmos, bandas, formaciones, cantantes e intérpretes, implican el espectáculo exterior, la materialización, la fiesta de los sentidos, el sentimiento disfrazado. Y el espectáculo comprende algo más que un mundo de representaciones, puesto que no se agota en la ficción o en el entretenimiento, ni siquiera en la oportunidad empática en la que el arte es compartido. Consiste, en cambio, en un acto que se desarrolla en un espacio físico abierto y externo, como el de un estadio, un campo, una plaza pública, un sitio amplio al aire libre, espacio de todos y de nadie, a veces cerrado pero lo suficientemente amplio como para que la individualidad pueda disolverse, dejando lugar para la expresión indistinta y compacta. ¿Es un ejemplo de objetivación total de la vida psíquica?

Estos actos, con fecha y hora prefijadas, pero curiosamente llamados “eventos”, no responden a una simple exteriorización de júbilo, al relámpago de expiación y catarsis propio de la tragedia y de las comedias, especialmente de la antigüedad clásica. No se parece a la añorada cita con la expresión de los sentimientos más altos de que es capaz la música, la danza, el teatro y el cine, y ni siquiera a la inversión del statu quo del carnaval, en el que por unas horas se juega con la liberación de todas las constricciones que rigen los órdenes y normas de la organización social. Se trata, más bien, de una fiesta, estridente y frenética, en la que no se celebra nada sino, paradojalmente, el ruido y el frenesí. En general, una batahola en que el alcohol y la droga parecen hacer de lo humano una pasta informe irreconocible.

Es posible atribuir este asunto a una especial superación de la tradicional fisura entre objetividad y subjetividad. En estos actos interviene toda la vida mental del participante, que mantiene una vinculación activa con y la misma agitación de los sujetos animadores. También se puede ver en esto la objetivación de lo subjetivo, por parecer la vida mental escapando hacia afuera, hasta con una cierta desesperación o ascendente movimiento febril. En un intento por ventilar el yo íntimo, henchido de contención e inflamado por el bochorno de la vida, todo se limitaría a la inversión de lo subjetivo en objetivo y de lo objetivo en subjetivo, al menos, por un lapso de la vida mental que parecería fundirse en un plasma psíquico, mitad espiritual, mitad corporal.

¿Es posible explicar este fenómeno? No es nuevo y sólo ha cambiado. Se parece al espectáculo de los sacrificios tribales y a la descarga enajenada del público reunido en torno al cadalso. El participante se constituye en sólo un cuerpo, acaso con alguna parte maquinal e instintiva del cerebro todavía en funciones, regido por el algoritmo harariano. La objetivación de lo subjetivo supone un desenlace en el cual se vaciaría un componente fundamental de la vida mental, por lo que ya no sería vida mental, como solemos concebirla, y surgiría la imagen de un monstruo o de un extraterrestre bien diferente al habitante humano del planeta Tierra. Y la inversión de las calidades de objetividad y subjetividad, como es obvio, dejaría todo como está, con lo que sólo habría que intercambiar sus nombres.

Las raíces se encuentran en la remota antigüedad, en el sacrificio, en el hombre sagrado u homo sacer que podía castigarse y aun asesinarse con el permiso de la comunidad y de sus autoridades tribales o religiosas, por estar destinado a ser ofrenda para los dioses. ¿Acaso estos hechos no eran eventos, como ahora se los llama? Las películas hollywoodenses nos han acostumbrado a contemplar linchamientos, vendettas, ajusticiamientos de individuos sacrílegos, de brujas, vagabundos y penitentes, asesinos y ladrones, renegados de toda laya, pero también de santos, seres superiores, honorables y valientes, héroes y heroínas de todas las épocas, sabios iluminados y profetas. Y al espectáculo de sus muertes por medios horripilantes y torturas indescriptibles concurrían públicos enfervorecidos, hambrientos de sangre, sedientos de venganza, pertenecientes al pueblo, a un grupo de fanáticos ignorantes, gente de mala estirpe, pero también allegados a los reyes y administradores, cortesanos y nobles.

El linchamiento, la ejecución de una sentencia sucinta en presencia de aglomeraciones enloquecidas en torno a un cadalso, ¿acaso no guarda algo en común con el evento de nuestros tiempos? Responden a la exaltación de las pasiones y resultan el falso recreo, el mal circo, el espectáculo negro, la hora y el lugar del rito de ciertas pasiones rencorosas, parecidas a las de los cultos, mitos y símbolos tribales. No se trata del mismo fenómeno, pero ¿no esconden celo, frustración, desencanto, ansia de algún tipo de venganza contra la sociedad, animosidad contra el mundo? Las motivaciones profundas, aunque ya no crueles ni cruentas, ¿no resultan de la misma succión incontrastable ejercida desde el abismo de la conciencia humana?

Son manifestaciones de una subjetividad que quiere exteriorizarse a cualquier precio, que quiere hacer materia con el espíritu. Y aparecen allí donde lo subjetivo ofrece la mayor dádiva, el pequeño jardín de la conciencia donde se cultiva la intimidad. Allí donde obtienen sus únicas pertenencias inexpropiables los soñadores, poetas y artistas, pero también los niños y las mujeres desamparadas que carecen de otro bien. Sin embargo, esa es precisamente la tierra baldía, ahora, del desasosiego por el que se contagia la fiebre fragorosa y se contrae el capricho contagioso que desdeña lo interior. Si bien, como sabemos, los romanos exteriorizaban esa parte negra del alma saciándola con la irracional muerte de gladiadores y luchadores y con la injusta inmolación de cristianos y herejes, hoy día se da la paradoja de que el espectador insaciable se sacrifica a sí mismo, convirtiéndose él mismo en homo sacer. El vaciamiento de la subjetividad le traiciona y convierte en sujeto sumiso, vulnerable, demasiado débil para desarrollar la conciencia y esbozar su personalidad.

 

El hombre triste corriente

 

La vida es bastante parecida a una ilusión, a un sueño. Cuando se descubre esta ilusión, este sueño en la vigilia, muy probablemente después de que se ha entrado en años, sobrevienen impulsos perentorios de hacer, de terminar de hacer, de emprender lo que jamás se ha emprendido, lo que está sin terminar. Se quiere llenar los vacíos del pasado. Parece un último supuesto en torno a lo que nunca se toma por tardío del todo. No nacen nuevas esperanzas sino, más bien, la transformación del sentimiento de la esperanza: un esperanzarse sin destemplanza ni calentura. Sobreviene el deseo de experimentar una transformación sutil con la que se ha soñado, que nos conecta con lo subjetivo y nos exonera del mandato objetivo, y que no requiere milagros.

¿Se trata de una última presunción, de una final interferencia entre lo posible y lo imposible, lo real y lo imaginario? Esta última o penúltima esperanza nos conecta de manera diferente con el futuro, es decir, con el bosque en donde habitan hadas y gnomos y se esconden inusitadas maravillas. El futuro, que nos ha acechado siempre rampante y sibilino, con enormes fauces abiertas, ahora parece que se posa junto a nosotros, cambiado, cariñoso como un dragón de cuentos de hadas que, en su vuelo oscilante desde los bosques de duendes y brujas, se somete como una tierna mascota.

Ya no nos gobiernan las leyes del cuerpo, aunque las sintamos legislar en los rincones últimos de nuestra existencia, y nos duelan los huesos y las tripas. Si nos concentramos debidamente notaremos que estamos subiendo, como dicen que sube el alma cuando muere el cuerpo. Por una vez, como si cayera un rayo, la vida se funde en una sola nube de realidad e irrealidad. En ella se ha condensado toda nuestra historia y deja caer sólo algunas gotas de lluvia refrescante, irreconocibles para la conciencia, sobre la tierra seca de no se sabe ya qué provincia del país mental.

Pero es otra ilusión. No hay una etapa que viene después de la otra. No existe tal seguidilla ni cuadros que exhiban diferentes representaciones: no hay pruebas de que exista tal cosa en la vida ni en la creación toda, aunque sea algo que hasta dormidos demos por existente. Ni la vida ni la muerte son pantallas en las cuales puedan representarse nuestros hechos, con sus flaquezas y fortalezas. No hay nada entre ellas porque, sencillamente, no hay nada definitivo entre la subjetividad y la objetividad. La conciencia, responsable de nuestra concepción de la vida y de la muerte, se imprime en el tiempo, es decir, en el cambio. Y el cambio no tiene reparticiones, no es un libro con diferentes capítulos ni una facultad con diferentes cátedras. La conciencia es el sentido superior en el que confluyen los datos sensibles provenientes de todas las partes del cuerpo. Es sólo una estación de recepción de ondas, y, aunque no todas tienen las mismas características físicas y neurales, acuden todas juntas cada vez que las solicitamos, aunque vivamos lo que nos parece la última vez.

Avanza la vida sólo si se registran cambios, no si pasa el tiempo. Avanzar: término relacionado con el espacio más que con otra cosa. ¿Cómo avanzar en el tiempo? No se puede acelerar el tiempo ni podemos acelerarnos nosotros al cursarlo o pasarlo. Son metáforas. Pero podemos cambiar, hacer cambiar y hacer que cambiemos. La vida no es el comienzo de nuestro tiempo ni la muerte su final. No sabemos qué son, pero sabemos al menos algo de lo que no son. ¿Qué nos invade cuando pensamos en ellas? Al cuerpo no lo invade nada si las pensamos; invade a la mente una sombra proveniente de alguna sección de la subjetividad, la fuente que nos permite que el fondo nos abastezca con todo. ¡Pobre pensamiento objetivo si no fuera por ese fondo!

Si hay una experiencia de los hechos y acontecimientos vividos, del encuentro con las cosas, los seres y las personas, que nos han dejado un recuerdo, una enseñanza, el impacto de una emoción fuerte o la memoria de la felicidad o la alegría, también hay una experiencia de vida que no pasa por la memoria ni por la emoción ni por las impresiones de agrado o desagrado. La experiencia se encarga de impactar sobre nosotros también de una manera insensible o suprasensible, y es esa experiencia la que tiene el mayor influjo sobre la conciencia y la formación de la persona.

¿Cómo se ha llegado al que Emilio Oribe llama “hombre triste corriente” (Oribe, 1944, 207), el ser vulgar que distingue tan tajantemente entre realidad y fantasía? ¿Qué le ha ocurrido a ese hombre? Le ha llegado más que nada reiteración, acumulación, la mecánica de los acontecimientos, no los acontecimientos. Le ha llegado un mundo sin selección ni elaboración. Él mismo no ha elaborado sus percepciones; no se ha educado a sí mismo. La educación que en él palpita es la constelación de datos y conclusiones que aplica si recuerda en cada caso. Ha vivido en el mundo de los impactos: sobre su espíritu se han remachado ciertos revestimientos blindados a prueba de pensamiento y sentimiento. Su cultura es la cultura masiva; su único recurso es el recurso social; la vida mostrenca es su única vida. 

Ha sido víctima del azar, del ambiente y del momento. No le ha sido destinado sino lo que es escaso o carente de electividad. Ha vivido como una esponja y, como era de esperar, ha absorbido de todo lo provechoso sólo lo más fácil, aquello que se adhiere solo, sin actuar. El hombre triste está totalmente dentro del tiempo, así como el niño triste que ya no soporta unos minutos sin distracción externa. Está afectado por las series incesantes y continuas, por los momentos que ha vivido sólo de uno en uno.

 

Cambios sagrados

 

La más compleja de las disposiciones, actitudes y vocaciones de la vida mental, la religiosa, ¿es inmutable? La vida mental del creyente, ¿es inconmovible? Desde que, como contenidos de esa vida, figuran entidades sagradas, tan íntimas como externas y sapienciales, es decir, santas, venerables, reveladas, y por eso inmutables, ¿podría considerarse un orden objetivo, una calidad dogmática superior, una fidelidad justificadamente incondicional a la letra sagrada de las escrituras? ¿O se reservaría algún margen a la interpretación, al contubernio con la subjetividad? Estas preguntas dependen completamente de los significados que se dé a cada una de las palabras que las componen, y aun al orden o sintaxis que en ellas se guarde (“creer”, “creer en algo” “creer algo”). Para los incrédulos, probablemente, habrá respuestas terminantes, desemejantes, heterogéneas. Para los creyentes, en cambio, podrán variar, pero sólo en estricta equivalencia con la legitimidad proveniente de sus respectivas concepciones religiosas.

La última pegunta aquí justificable, de razón general, pero, índole caprichosa si se quiere, sería: ¿en qué escalón de la escala subjetiva-objetiva se define esa disposición, aquiescencia superior del espíritu? ¿En qué templo mental se guarnece, universidad psíquica, claustro de ceremonias rituales? “En resumen, para los judíos hay un texto e infinitas lecturas, para el cristianismo múltiples textos para una única lectura que se quiere definitiva; para el islam, un texto y una lectura única, pero itinerante y pendular.” (Blatt, 2016, 88) La vida mental, su lluvia del cielo, la fuente que deja caer sus sorbos de sedientos, ¿no es toda ilusión? ¿No es altura para toda oración, celaje que se cierne sobre la esperanza, promesa, parousía, resurrección?

Si hay un objetivo común, esperanzas fallidas, gelatina humana, impulsos que nunca resultan últimos, cambios sagrados e inextricables, entonces, hay corrimiento hacia el rojo de la subjetividad: alucinación, fantasía, quimera. En el corazón mismo de la subjetividad religiosa hay parábola, alegoría, metáfora, es decir, imaginación. Habrá cambio (tiempo), hermeneusistafsir (Blatt, ob. cit., 329), utopías como las ciudades imaginales de Henry Corbin, islas afortunadas paraísos de Ernst Bloch (Trías, 2011, 261), o ciudad de Dios agustiniana. Sin embargo, no se puede hablar de subjetividad religiosa sin caer en un error. No se puede tratar como especie fenoménica, realidad psíquica, sentimiento o emoción, aunque comprenda un poco de todo eso. Tampoco la eticidad puede tratarse de esa manera falsamente igualitaria o simplificadora.

Hay una naturaleza espiritual diferente, aunque sea innecesario y desaconsejable asociar a lo sobrenatural, cósmico, sobrehumano, oculto o esotérico ‒y aunque la religiosidad mantenga relaciones con todo esto, así como con la vida psíquica o actividad mental que definió por primera vez Franz Brentano, Henri Wallon escrutó como vida mental y Jean Piaget definió como orbe genético de la psiquis. Es más que representación, juicio, emoción y sentimiento, aunque junto obre todo esto en la estructura del individuo espiritualmente devoto. Pero ¿qué distingue a la religiosidad entre las demás manifestaciones del espíritu? ¿Acaso debemos remitirla al círculo de los ignotos, misterios indescifrables, “cercos herméticos”, equis indescriptibles e inexpugnables para el conocimiento o logos? Nada de eso.

La religiosidad es el hambre del espíritu (léase hambre sin el sentido de la literatura y la alegoría); no es un misterio en el sentido natural sino misterio en el sentido numinoso (Otto, apartados 3, 4 y 5). Es tan humana como el miedo, física como el cuerpo y emocional como la angustia. La mente humana no puede resistir el cambio, cualquiera fuese, sin que la religiosidad invada su vida mental de manera espontánea, sin que se la llame, a veces en forma inadvertida, en pleno estado de olvido y quizá sin que asome el inconsciente siempre acechante. El ser humano no puede creer sin creer más allá de él. Es la más loable de sus virtudes y el más deplorable de sus defectos. En la religiosidad los dos extremos se enlazan como si fueran amantes. La yedra se abraza al tronco y enrosca como si quisiera extraerle la savia, a fuerza de apretujarlo con vegetariano fervor, torturándolo y amándolo. Es el órgano cristalino de la religiosidad involuntaria: el martirio inopinado, deseado-no deseado. Y el hambre enloquece antes de matar.

 

La obra única de la subjetividad

 

Detengámonos en la subjetividad creadora, en el yo ingenioso, innovador y genial que se esconde tras una época, un movimiento que aparece según es frecuente creer porque no es otro el camino a seguir por la colectividad y aun por la humanidad toda. Vayamos tras aquello atribuido generalmente a un grupo de pioneros, impulsores, creadores, o entendido como superación de todo lo anterior debida a una pléyade de artistas, ingenieros, alquimistas, visionarios, científicos, filósofos, legistas, arquitectos, doctores, sabios, adivinos y hechiceros. También, adjudicada al ingenio de un pueblo entero, a la ideología de una colectividad, al genio de una nación, a la sabiduría ancestral de una raza. Todo esto es común a la historia, verificable y notable. Pero vayamos a la subjetividad intrínseca.

El ejemplo de Jesús es quizá la mayor de las ilustraciones de lo que puede la subjetividad humana, si se permite la expresión, aunque quien quiera puede agregar el carácter divino y revelado. Nos limitamos aquí al personaje histórico, evitando en lo posible el eclesialismo y la historización o kerygmas, posterior a la muerte de Jesús que, por cierto, trascienden aquello que nos atrevemos a llamar actividad mental, vida psíquica o subjetividad del hombre de carne y hueso. La narración de los Evangelios se refiere a un prototipo de formación solitaria, al tanto de la sabiduría anterior, como suelen estar al tanto los sabios, pensadores, filósofos o profetas anteriores y posteriores. Sin embargo, su inteligencia está dotada de una sutileza inusitada, cuya subjetividad, de la cual nada indica que difiriese en mucho a la de cualquier individuo de su tiempo ‒sufre todas las emociones y turbaciones terrenas[18], se desempeña tan adecuada y a la vez distintamente en la realidad objetiva en que le toca vivir. Puede sumarse a esta subjetividad todo antecedente de las Escrituras que pueda encontrarse, pero no disminuiría en nada el poder de dominio de Jesús sobre la fuerza extrema de la escala de graduaciones múltiples de la vida mental. Quizá no pueda encontrarse logro de semejantes proporciones en la historia de las grandes inteligencias.

Otro ejemplo notable, que suele asociarse al de Jesús, es el de la subjetividad de Sócrates ‒llamémosle así al menos a alguno de los muchos atributos de su prodigiosa inteligencia. Aparece auscultada como con una sonda submarina, si se permite decir así, pues se explora por lanzamiento de cierta información el rebote esclarecedor de otra. Narra Platón, su célebre escribiente, biógrafo y exegeta, el ingreso de Alcibíades medio borracho a la sala de Agatón, en medio de un típico festejo de la aristocracia ateniense. Se sienta junto al maestro que intencionadamente le cede el espacio (Platón, “Simposio o de la retórica”, 1993, 378). Aunque no se percata enseguida de su presencia, le agasaja al descubrirle junto a Agatón, ciñéndole la cabeza con algunas de las guirnaldas destinadas al homenajeado. Se registra aquí, entre otras de los Diálogos, una prueba fehaciente de reconocimiento a la persona, pero sobre todo de la belleza interior de Sócrates. No es un texto, como los de mil años más tarde, en el que un autor plenamente identificado se refiere a los méritos de otro, destacando los rasgos de su inteligencia. Se trata de una exaltación de la subjetividad, del abanico total de sus graduaciones posibles, como uno entre los seguramente escasos ejemplos de la literatura clásica. 

El ejemplo de San Agustín es especular: permite que se refleje en las Confesiones la suerte corrida por un sentimiento del todo escampado que, a poco, se transforma en subjetividad super concientizada. Un proceso que se ventila de manera hasta entonces no recurrida, inédita, en la que se muestra cómo la intimidad suele obrar sobre toda indocilidad y marchar hacia un acendrado estado de objetivación (San Agustín, 1974). En Martin Lutero damos con otro caso de exteriorización de la subjetividad, se diría explosiva, como fenómeno individual, quizá no inspirado en nada ni en nadie, subjetividad también única, pulsión de un interior indeclinable, libre de influencias exteriores decisivas, en la que interviene el contenido de verdad como chispa que enciende la mecha, es decir, el contenido inabordable mediante racionalidad, sólo intuible mediante la intuición no racional religiosa. Le guía sólo un mandato entrañable del fondo de su conciencia, religioso, imperioso, escrupuloso. Se le ha atribuido la introducción en la religiosidad del subjetivismo moderno (Trías, 2011, 329). 

Subjetividad quiere decir, aquí, directamente, espiritualidad. A propósito, el contenido de verdad no es sólo un ingrediente, concepto, noción privativa de las ciencias empíricas y experimentales. Es un principio muy amplio, subjetivo también, introducido por Theodor W. Adorno en la música y referido a la tendencia objetivante de las últimas composiciones de Beethoven, observada por algunos comentaristas, en los cuartetos, sobre todo, en los que el mismo Beethoven “se quita del medio” como ha sido dicho. En el segundo tema del Adagio de la Sonata en re menor op. 31, nº 2La tempestad, hay, dice Adorno: “lo que puede llamarse el espíritu de la música de Beethoven: la esperanza con un carácter de autenticidad que la lleva, aun siendo una manifestación estética, más allá de la apariencia estética al mismo tiempo. Esta trascendencia de una manifestación respecto a su apariencia es el contenido estético de verdad: está en la apariencia, pero no es apariencia […] su reconocimiento ‒agrega Adorno ‒ lleva a la objetividad de la cosa misma, la cual, por decirlo así, queda garantizada por la armonía[19] de la configuración. Pero esta objetividad, en definitiva, no puede ser otra cosa que el contenido de verdad.” (Adorno, ob. cit, 156).

¿Y la invención de Suger, abad de Saint-Denis, de la orden de Cluny? ¿Invención que Eugenio Trías menciona como excepcional ejemplo en el arte del “acontecimiento simbólico”? “Su criatura es la catedral gótica [según Georges Duby]. No fue el gótico el resultado de una innovación tecnológica. No fue idea de ingenieros ni de artesanos. Fue sobre todo la idea mística de este abad de Saint-Denis la que le permitió hacer el uso que quería de ciertas importantes innovaciones, como el arco ojival o la bóveda de crucería. Pero estas invenciones, faltas de la finalidad expresa para las que Suger las requería, no hubieran dado lugar a ese prodigio artístico.” (Trías, 2011, 275) Dante, Galileo, Kant, y no muchos otros, pueden incluirse como ejemplos humanos en los que la subjetividad empuja tanto como la objetividad, o incluso más, como también en Einstein (siempre entendiendo la subjetividad como la hemos entendido en el correr de todo este trabajo, es decir, como la expresión genuina de la vida mental). No olvidemos que llamamos objetividad sólo a lo que en ella es proclive a la externalidad de la conciencia, o, como anota María Moliner, como “desapasionado”, “imparcial”, “justo”, propio “del que obra inspirado por la razón y no por sus impulsos afectivos” (Moliner, ob. cit., 539).


 LA MENTE. Segunda tesis.

 

Si la primera tesis giraba en torno a la naturaleza experiencial de la subjetividad, es decir, en atribuir a la subjetividad la misma naturaleza que se atribuye a la objetividad, la de la experiencia, la segunda tesis, que será expuesta ahora, atribuye a la subjetividad la ascendencia de la metafísica.

Los estudios, exámenes de la vida mental, exégesis sobre la filosofía del conocimiento y sobre los recursos cognitivos primarios del sujeto humano han sido examinados y juzgados desde siempre desde la óptica de la metafísica. Y esta óptica sigue su carrera entre los pensadores actuales. Si bien han renovado los conceptos a la luz de las nuevas concepciones y de la ciencia objetiva, no tienen otra manera de referirse a la vida mental pese a los esfuerzos de la ciencias neurológicas y químicas.

Las ideas del ser y del ente, de la sustancia y el accidente, del cuerpo y el alma, las concepciones de la vieja filosofía sobre el mundo y la vida, hoy se mantienen en el plano de la especulación tanto como se mantienen en la filosofía clásica, aunque hayan variado en tanto conceptos y se hayan ampliado como temas, asuntos y problemas.  Los sentimientos, emociones y juicios de valor, las pasiones, la moralidad, el gusto, las inclinaciones psicológicas, así como las representaciones, imágenes y demás “sentires” psicológicos son objetos primordiales de la versión clásica de la metafísica, la cual no ha muerto o no es necesario dejar morir, como puede creerse.

La afirmación podría considerarse como demasiado simple, vulgar o en cierta forma desenfocada, puesto que la psicología y la neuropsicología, la antropología y la sociología, la ética y la estética ya se ocupan de todo esto. También se podría agregar que el existencialismo y la hermenéutica suscriben su certificado de defunción.

Si se contemplan los grandes capítulos de la filosofía, de aquella semilla primera que aventó el mito y la superstición en los albores del pensamiento griego, pasando a ocuparse del ser sin la intervención todopoderosa de los dioses; si se tiene en cuenta aquella filosofía primera de Aristóteles se comprobará que esos ingredientes dinámicos de la vida mental nacen en el sentir más subjetivo e íntimo. El ser, la existencia, la nada, el cuerpo y el alma, Dios, la esencia y el accidente, la sustancia última, las causas, el destino, cómo correr el velo de la apariencia y descubrir la verdadera verdad, nacen en la primera prefiguración voluntaria, en la intimidad mental que podría considerarse originaria.

Vano resultaría desechar la metafísica como inútil sedimento histórico. Ella está presente, en el centro neurálgico de la vida donde se cuecen los principales alimentos del espíritu y del conocimiento, es decir, en la subjetividad. Porque ¿qué se cree que ocurre por dentro cada vez que preocupan y anegan la atención las principales interrogantes que saltan en la cabeza de cualquier individuo humano, en la vida diaria o cuando se opta por ocuparse de ellas en forma detenida o sistemática? Ocurre la apertura metafísica y hacemos metafísica casera.

Además, no se mitiga la angustia, no se controla el instinto y las pasiones, no se orientan las ambiciones ni se enfrenta la adversidad mediante otra cosa que no sea ese primer buceo en el mar de la realidad que se es y en que se está y por el que se atisba una primera luz en plena oscuridad y en ignorancia. Ese movimiento natatorio es metafísico, es decir, está más allá de lo físico concreto; hoy día podemos decir que está en el campo de lo físico no tangible, real pero no apreciable.

Y no se crea que, por ese curso mental e inmaterial, inapresable por las manos, no incorporable en un cálculo, no experimentable o inexpresable, se deja de estar ligado a la realidad más real. Por el contrario, y desde que nada de lo inherente al saber humano es ajeno al contacto directo con el mundo y la vida, y con el fenómeno único por el que el mundo y la vida toman contacto dinámico e irreversible en la vivencia y la conciencia, la metafísica va pegada a la experiencia, y la subjetividad echa las raíces más hondas en la tierra temporal y espacial con tanta firmeza y vigor como la objetividad y sus formas de manifestarse en tanto conocimiento confiable. Ambas son hijas de la circunstancia, de la misma experiencia personal (porque hay una sola experiencia), de la historia de cada individuo humano. Enseguida se examinará el punto por el cual se diferencian.

La opinión preponderante, según la cual la metafísica es un sistema obsoleto y carente de sentido, que ha agotado la verdad de sus proposiciones al haberse extraviado en el laberinto del lenguaje, puede entenderse y aceptarse respecto a cantidad de problemas prácticos. De ellos se ocupa la ciencia con medios de considerable solvencia y potencia y métodos adecuados que rescatan el sentido de las proposiciones al manejarse sólo con relaciones y proporciones estipuladas con precisión.

Fuera de las relaciones espaciotemporales, empero, en tanto se barajan problemas cuyos términos no se encadenan a momentos o lugares, a relaciones sensibles y concretas, a hechos empíricos y realidades dadas, la opinión mencionada puede flaquear.

Las relaciones y proporciones, por ejemplo, las de las ecuaciones de la física y la matemática, se sacuden al topar con la necesidad de flexibilizarse, de adecuarse en el intento de abarcar en una fórmula la realidad comprobada que se les escurre. Una prueba de esto se encuentra en las famosas constantes, la de Planck, por ejemplo, que fija el límite a partir del cual ya no es posible medir nada por resultar 1019 veces más pequeño que un protón (Rees, 2001, 204).

En última y definitiva instancia, todo conocimiento es medida de algo, pero medida de relaciones. No existe medida de ninguna naturaleza particular, sino, solamente, medida de las relaciones que las diferentes naturalezas guardan entre sí. Este es un fundamental principio del conocimiento científico, porque este filón del conocimiento se niega con toda justicia a pronunciarse mediante predicados sintéticos, es decir, mediante aventuras intelectuales que se refieren a lo que no está ya contenido en el saber, en el sujeto de la predicación.

Se niega a relacionar nada que no sea posible vincular a lo conocido; rechaza lo que sea incompatible, no asociable con algo, en fin, no relacionable. Sólo se vale de los predicados sintéticos en las etapas de formulaciones cien por ciento hipotéticas.

Todo conocimiento intenta establecer la relación que las apariencias guardan entre sí; no se puede otra cosa. Ninguna ciencia, fáctica o no fáctica, puede proceder de otra manera. Sólo la magia puede hacer aparecer un conejo de una antigua galera. Se puede establecer proporciones: la relación que guardan las naturalezas estudiadas ‒es decir, las apariencias‒ con las demás naturalezas o apariencias; pero, siempre, en cuanto a la cantidad. Cuántas cosas caben en otras; cómo hallar unas en otras, cómo aislar o acorralar la que nos interesa en función de cómo se comportan cuantitativamente las demás; cómo dar vuelta una relación para ocuparnos de la que nos interesa. Así, H2O es una fórmula que expresa las proporciones entre los componentes del agua, pero nada dice respecto a cada uno de los componentes y no dice nada en concreto del agua.

Qué es el agua, sin embargo, es una pregunta universal y maravillosamente humana, como la pregunta acerca de qué es el mundo y la vida; qué papel corresponde al humano en ellos, etcétera. El deseo ancestral que nos impulsa a responder estas preguntas también termina estableciendo sólo un juego de relaciones, pero relaciones que no sólo establecen proporciones y cantidades de unas cosas en otras. No se podría decir con seriedad que la vida multiplicada por el tiempo es igual a la historia, o cosas semejantes que resultarían sólo disparates.

Y aunque nada sepamos sobre esos elementos componentes, las relaciones no cuantitativas que se necesitarían para definir naturalezas particulares exigirían proporciones entre elementos que sospechamos muy diferentes al oxígeno y al hidrógeno y al concepto matemático por el cual se duplica la presencia de uno respecto al otro para componer el agua.

Las proporciones, en tal caso, se establecen entre aquello que sólo puede concebirse en la escala espaciotemporal, en el factor concreto, liso y llano de la experiencia sensible. Las relaciones cualitativas también se manifiestan y descubren a partir del hecho concreto de la experiencia sensible. Así, los colores del arcoíris, los diferentes tamaños de las cosas, sus respuestas en nuestra sensibilidad al tocarlos, oírlos, degustarlos, olerlos o recibir su calor.

Pero, cuando los efectos últimos de esas respuestas franquean las fronteras de los sensible, cuando se metamorfosean en sentimientos, en sentires particularizados e interpretados en su interior por cada mente, pierden el vínculo que los anclaba a la experiencia y adquieren vida propia, emancipada de aquel nexo que las hundía en el lecho espaciotemporal. Entonces, nace la dimensión subjetiva, tan real como la objetiva, y como ésta, según la primera tesis, nacida de la experiencia.

La emancipación de la experiencia, no obstante, resulta un proceso muy complejo y difícil de estudiar. Se desarrolla fuera de las posibilidades de la observación sensible por constituir un fenómeno no sensible, aunque real, no físico, aunque fisiológico, es decir, un fenómeno psíquico. Sus relaciones internas son inconmensurables: es imposible aplicarles un instrumento de medición, una unidad de medida, y también es imposible relacionarlos con proporciones que no resulten demasiado elásticas, aproximativas, borrosas, como cuando decimos que un paisaje, un sonido o un sabor nos gusta más que otro, o que nos gusta menos, o que nos gusta demasiado (términos regulativos de las impresiones que fascinaron a Vaz Ferreira, en una época en que nadie se había detenidos en ellos).

Las relaciones de este tipo, así, quedan en ese limbo mental en el que no guardan una asociación directa con la realidad experiencial, o en el que guardan sólo una relación indirecta con ella. Pues se han emancipado, por lo que nos permiten expresarnos sin necesidad de ser precisos, así como cuando decimos “ya no te quiero tanto” o cuando respondemos si nos preguntan por nuestra salud con un “más o menos” o “un poco mejor”. Este es el limbo próximo a la subjetividad.

Desde que no hay fronteras claras y no es posible establecer clasificaciones entre las diferentes relaciones, es decir, entre nuestras respuestas ante las cosas y seres de la realidad circundante, es hasta lógico que se haya quedado allí y estancado todo estudio sobre la subjetividad, remitiéndola al suburbio de la conciencia. Se prestó, así, a servir de marco a toda aquella actividad de la vida mental que vuela libre y sin reglas conocidas por el cielo de la imaginación, de la fantasía, de las ilusiones y anhelos inalcanzables, de las utopías y de las maravillas que sólo el arte es capaz de traducir en sus diferentes y particulares lenguajes. La subjetividad, de esta manera, se asocia a la dimensión espiritual (hoy algo desvirtuada), dimensión en la que “sentir”, ese fenómeno adyacente a la visión, a la audición, al tacto, cobra otro sentido y aun otro significado: el sentir de los sentimientos[20].

Y, en tanto el ser humano se mantiene, a través de las eras, como criatura dotada de sentimientos, nunca se pudo hacer que el dualismo entre el relacionamiento objetivo y el relacionamiento subjetivo ‒el del cuerpo y el alma‒ se unificaran definitivamente en un monismo que fuera indiscutible y completamente suficiente para abarcar sin distinción a las dos dimensiones experienciales. Esto es, que nunca se pudo establecer la realidad sensible como única realidad aceptable al menos para una consensuada representación de criterios filosóficos que bastasen para barrer con la otra.

La dimensión subjetiva, libre y fantástica, no se ha podido reducir fehacientemente a la dimensión objetiva. En algunas incursiones neurológicas o neuropsicológicas, especialmente en casos de desarreglos nerviosos o anomalías conductuales, la relación entre ellas se limita a un puñado de efectos biunívocos entre síntomas de orden somático y reacciones correlativas en el nivel cerebral o en el sistema endócrino. Pero, por ejemplo, nunca se pudo determinar objetivamente qué es la locura, cuándo empieza y cuando termina, como no se puede determinar el punto exacto en que los granitos de arena reunidos empiezan a constituir un montón.

Así, pues, y desde que hemos vinculado a la metafísica con la subjetividad, sería un error renunciar a esta modalidad de pensamiento reflexivo, puesto que ningún otro procedimiento ha sido capaz de rendir cuenta en lenguaje discursivo del sentir de los sentimientos, aparte de como lo han hechos los lenguajes del arte. Y, entre las relaciones experienciales emancipadas, se puede distinguir cierta clase de ellas que han perdido completamente lo poco las unía a su génesis fáctica y vivencial. Nos referimos a una clase tal de relaciones libres que, como los electrones del flujo eléctrico, ya se han transfigurado en otra forma y en otra función, se han metamorfoseado en otra especie de energía relacional. Se ha vuelto inteligencia pura, facultad, capacidad instrumental (en el sentido metafórico), en recurso al servicio del conocimiento.

Llegada a esta esfera de la subjetividad, la experiencia, disuelta en tanto acto y bajo su nueva función en potencia, no en logos sino, diríase, en nous, en inteligencia de carácter espiritual, no discursivo, no preparada sino, más bien, espontáneamente en acecho, se ha liberado también de las limitaciones de la memoria, de lo que se ha acondicionado en las habilidades adquiridas por instrucción, aprendizaje y repetición. Se adelanta así hacia el enfrentamiento con la experiencia nueva, haciendo las veces de casera tecnología mental y espiritual.

Tal es la diferencia entre la subjetividad y la objetividad, y aún, la diferencia entre la subjetividad marginal y límbica, apenas emancipada, y la subjetividad libre completamente desenraizada de la experiencia. Para entonces puede aplicarse, resolver problemas, iniciarse como primer puntal ante la adversidad, competir, complementar al conocimiento objetivo.

Pero ¿no es este el plano de la metafísica? ¿No intenta explicar del mundo? ¿No se proyecta más allá de él como no puede otro procedimiento? ¿No selecciona, orienta, sugiere, señala un camino, proporciona una primera expectativa de disolución de problemas? Y, aun, ¿no da lugar a la esperanza?

 

EL INTERLOCUTOR FURTIVO


En la historia personal se pueden distinguir dos clases de acontecimientos: unos de carácter subjetivo y otros de carácter objetivo. Pero ambas clases de acontecimientos se consolidan en la misma trayectoria de experiencia. Algunas imprimaciones nerviosas surgidas de motivaciones cualesquiera se enlazan con situaciones conflictivas que exigen soluciones perentorias. Mediante este enlace se configuran los fundamentos del saber a qué atenerse en la vida corriente, y se consagra la más importante función de la inteligencia, que se complementa con la memoria, la instrucción, el aprendizaje y la adquisición de habilidades.

 

PARTE 1 

Venimos al mundo al nacer, gracias a nuestra mamá, Pero ¿cuándo nacemos, exactamente? La palabra “cuándo” se refiere al tiempo, y tiempos hay muchos al nacer: la gestación, el parto, el alumbramiento, etcétera, por no agregar la etapa de bebé y la infancia. Cada una de estas etapas debe de tener un inicio y, por lo tanto, una intersección entre el final de una y el advenimiento de la otra. Sin embargo, no hay forma de precisar ese punto crucial que, además, no nos es útil para ningún efecto práctico.

            Los términos bebé, niño, joven, adulto, veterano se refieren a un más o menos en el que puede variar el punto de transición, el final de un período y el comienzo de otro. Multitud de hechos se han acumulado, suficientes para que se distingan entre sí: apariencias, experiencia, maduración mental, desarrollo muscular y esquelético. Pero no hay un instante que pueda señalarse como aquel en que termina tal edad y empieza otra. No hay un punto temporal en el que algo empieza a ser eso que lo distingue como lo que es.

Además, el punto temporal, ¿cómo podría definirse? ¿Qué es ese punto temporal? ¿Cómo se relaciona con el paso o flujo del tiempo, con el transcurso que se vuelve presente por un instante? Viene del futuro, se consolida como instante e ipso facto se va al pasado. Empieza por no ser nada, adquiere una presencia fugaz y pronto se va otra vez a la nada, porque si es pasado ya no es algo. Y se repite y repite esto de tal modo que aparenta ser una cosa que pasa ante nosotros y por nosotros, como pasa la luz ante los ojos o la música por los oídos. Este problema ha despertado sugerencias notables, por ejemplo, negar el devenir y establecer la eternidad del ser por parte del filósofo italiano Emanuele Severino.


¿Somos o ya fuimos?


¿Cuándo verdaderamente es una cosa o un ser vivo? Parece una pregunta tonta, pero no lo es, porque, en vista de ese misterio en torno al punto temporal se puede preguntar si somos o si ya fuimos. Porque solo es posible conocer lo que hay si lo que hay existe realmente, y para que exista realmente no puede estar en el futuro ni en el pasado: tiene que estar en el presente (otra cosa es el conocimiento histórico y la predicción e imagen posible del futuro). Al instante de ser, ya fuimos, y esta es la condición para conocer, puesto que ¿cómo conocer lo que aún no es o lo que ya no es? La condición es que la cosa sea. Para que haya un ser humano se necesitan cambios por los cuales se constituye y se vuelve existente, del mismo modo que un árbol o una piedra. Al producirse esos cambios nos convertimos parcialmente en pasado sin darnos cuenta. Esto que veo en el espejo, en última instancia, es una imagen de mi persona en el pasado, salvo que el presente vaya conmigo como mi sombra; pero es difícil suponer que seamos la frontera, ¡precisamente, nosotros!

Para que fuera una imagen del presente debería reflejar el tiempo exacto del instante en que estoy. ¿Cuál sería ese tiempo, el más breve concebible, el instantáneo? Sería el tiempo en el que pudiera permanecer para poder decir: ¡heme aquí, en el presente! El ámbito microscópico que estudia la física cuántica es del entorno de los 10‒33 centímetros (una millonésima de milmillonésima de milmillonésima de milmillonésima de milímetro). Es la distancia más pequeña concebible, llamada “longitud de Planck”, y en estos dominios también hay un tiempo muy pequeño, el “tiempo de Planck”, de 10‒44 segundos, es decir, de una cienmilésima de milmillonésima de milmillonésima de milmillonésima de milmillonésima de segundo (Rovelli, 2018, p. 56), período imperceptible, huelga decir, inaccesible para nosotros habitantes del mundo macro. El mundo cuántico es una dimensión en la que reina la probabilidad y solo es inteligible por medio de la estadística, pues sus entidades, si bien son existentes en el sentido en que decimos que existe un árbol o una piedra, no son observables ni localizables con precisión, de modo que solo son predecibles, y pueden concebirse solo por aproximación como si formaran parte de una nube de probabilidades para cada posición en que la cosa o partícula u onda podría encontrarse, es decir, donde la nube es más densa.

 

Fulguración

También nosotros, metafóricamente, somos aquello donde la nube es más densa. Pero véase como se forma esta nube. No se forma por acumulación de gotas de agua, como las nubes reales. Al contrario, lo que somos no es la suma de todos los hechos de la vida, de los pensamientos y sentimientos. Es, más bien, la resta, el resultado de una selección; no la inclusión de todo sino la exclusión de aquello que no nos ha servido para convertirnos en lo que somos: de toda la experiencia, la emoción, el amor y el odio, la adversidad, la buena o mala suerte, los encuentros y desencuentros, la felicidad y la angustia, solo lo que nos ha dejado una huella efectiva, un saldo a favor de la vida y una enseñanza crucial.

Lo acumulado en buena parte queda en la memoria, de corto o de largo plazo, porque se relaciona con cada momento y lugar de tiempo y espacio vivido (memoria espaciotemporal). Lo que se ha restado y seleccionado, consciente o inconscientemente, en cambio, es indeterminado e impreciso, indefinido en tanto hecho. No ha quedado en la memoria, pues ella registra momentos y lugares y no procesos fenoménicos o neurales ajenos a la conciencia. No se sabe cuándo ni dónde ha impresionado a los sentidos y al intelecto a través de un fenómeno neurofisiológico semejante a lo que Konrad Lorenz, apelando a los místicos medievales, llamó fulguración y también mecanismo inductor ingénito (Lorenz, 1985, pp. 56 y 89).

Estímulos clave


Hay un fenómeno de filtración de los estímulos, sostiene Lorenz, que “solo deja pasar y surtir efectos a aquellos que caracterizan con suficientes probabilidades estadísticas las situaciones del medio ambiente donde sea posible el comportamiento razonable inducido. Cabría comparar ese aparato receptor a un castillo cuya poterna solo pudiera abrirse mediante una clave específica. Por eso suele hablarse también de estímulos clave” (ob. cit., 90). Este fenómeno reaparece muy recientemente en relación al tema del tiempo como asunto a considerar en la antropología:

 

            El tiempo es la relación sensible y sensual con la vida. Algunos escritores han señalado la capacidad fulgurante que puede tener una sensación para restituir un instante pasado de forma íntegra. De golpe, el tiempo tiene una virtud: mantiene una forma de memoria que no se preocupa por la edad y que está disponible, por decirlo de algún modo, de forma permanente. (Augé, 2018, 63)

 

Ciertas motivaciones experienciales se enlazan con la situación que se presenta, cuyas características particulares se avienen a aquellas motivaciones, con las que se comunican. Mediante este enlace se cierra un círculo sistémico y se produce un nuevo acto de creación fulgurante. La información impresa inducida pasa a integrar la facultad de conocimiento y a completar el sistema de habilidades humanas, con lo que se consagra una importante función en la vida de la persona, tanto o más que la que acumula y memoriza por instrucción, aprendizaje, estudio, ejercitación o reiteración. No parece razonable identificar este mecanismo con la llamada “retroducción” (abducción aristotélica), puesto que, como dijimos, no la posibilita la rememoración. El conocido ejemplo de la margarita de Proust parece ser un fenómeno intermedio entre la memoria y la fulguración, pero el problema involucrado figura entre los intereses de los más importantes investigadores de la subjetividad humana, filósofos, psicólogos, neurólogos y antropólogos, cuyo detalle figura en otros de nuestros trabajos (2015 y 2019).

 

El círculo epistémico


Así, pues, y si bien el momento y el lugar representan el mundo que nos suministra conocimiento e inteligencia por la educación y el aprendizaje, con su historia cuantitativa y progresiva, que se corresponde con la experiencia objetiva, también hay un mundo oculto con su historia innominada, cualitativa y vicisitudinaria, emergente de la experiencia como la otra, pero estructurada en lo subjetivo. Se trata de una realidad, y de su correspondiente historia, tan real y existente como la espaciotemporal, pero cualitativa, no progresiva sino decreciente y atenuante ‒discrecional‒, que la fulguración deja como impronta en el sistema nervioso central. Es habitual señalar que en este sistema se procesa la información que llega desde los sentidos, y que de esa manera se originan las respuestas, mentales o físicas y conductuales.

Sin embargo, es necesario señalar también que ese proceso no podría ser posible si las asociaciones y contornos neuronales no desarrollasen, en una operación inversa, los procedimientos de indagación o exploración perceptiva, tentativa e intencional, a partir de los cuales se activan y encausan las sensaciones o efectos del haz de información proveniente del exterior, sea táctil, visual, auditivo, olfativo o gustativo, sin olvidar aquellos que se encargan de informar sobre la presión, la temperatura, el dolor, que se pueden considerar como diferentes especies de “tacto”. Pero el cerebro no es un simple espejo, aunque en cierta forma haga las veces de espejo; su compleja configuración biofísica incluye ante todo la capacidad de establecer un contacto bidireccional con el entorno.

En primer lugar, es necesario tener en cuenta que “tenemos muchas células especializadas que son sensibles a muchos estímulos que proceden del interior del cuerpo que nunca alcanzan el nivel de conciencia. Particularmente importantes dentro de este grupo se encuentran los receptores de tensión de los sistemas vasculares y de los músculos, y una variedad de receptores sensibles a diferentes tipos de factores químicos. Los receptores de las vísceras y de otros órganos internos se denominan a menudo internorreceptores o víscerorreceptores, para distinguirlos de los externorreceptores olfatorios, auditivos y visuales que reciben las señales del exterior del cuerpo (también llamados telerreceptores: tel, distancia). En general, el conjunto de receptores da información que va desde los más mínimos cambios en el medio interno del cuerpo hasta las señales más débiles que nos llegan desde las distancias más alejadas del mundo exterior” (Shepherd, 1985, 189). Por lo que no solo hay una dirección desde fuera del cuerpo hacia dentro.

En segundo lugar, debe considerarse la transducción, es decir, el fenómeno por el que los estímulos, ambientales o del interior del cuerpo, “deben convertirse de sus diferentes formas de energía al lenguaje corriente de las señales nerviosas” (ib., 190). Existe toda clase de células receptoras y cada una dispone de una forma diferente de realizar la transducción. Algunas células tienen membranas tan sensibles que pueden detectar estímulos casi irreales; por ejemplo, “las células pilosas del oído pueden detectar un movimiento aproximadamente tan pequeño como el diámetro de un átomo de hidrógeno” (ib., 190). De esto resulta, pues, la acción de dos tipos de direcciones en la transmisión neural, una, cuya fuente es el mismo cuerpo, y otra cuya fuente es el mundo exterior al cuerpo. Y en ambos casos los procesos pasan por las mismas etapas, transducción, flujo de iones a través de las membranas celulares, paso de potencial receptor a impulso nervioso o “descarga de impulso” que “lleva la información al resto del sistema nervioso” (ib., 193).

La dirección de la información desde dentro hacia afuera, aun, se registra en la recepción de información externa al cuerpo, y se refleja por la presencia de diferentes desarrollos de las células destinados a discriminar la clase de información de que se trate: células receptoras nerviosas en las que intervienen microvellosidades (en el gusto), cilios (olfato y visión), terminales fibrosas (tacto), etcétera, y en todos los casos se comprueba algo más que la simple actividad especular o refleja. Se manifiesta la actividad de ir en busca de lo que se puede recibir o, en otras palabras, de intervenir activamente en la composición del conocimiento final.

En lugar de limitarse a asimilar imágenes, procesar los datos inmediatos llegados a la conciencia, como se suele decir, el sistema nervioso se especializa en intercambiar datos, enviar tanto como recibir información, porque de lo contrario no discriminaría y no procesaría nada y solo acumularía, como un estanque acumula agua, un río las vertientes que desembocan en su curso y, aun, como un gran depósito en el que se vuelquen objetos de toda clase, alimentos de todas las especies como en chiqueros y objetos de deshecho de toda clase, basurales o estercoleros.

El tipo de selectividad de la información, por lo demás, no actúa solo en el sentido lineal y temporal sino contra el tiempo, en un círculo energético que se cierra y se abre tantas veces como la experiencia lo solicite. La historia resultante no es continua, el estatus no es determinable por la memoria y su definición no es posible por recuento ni cuenta. Se advierte de este modo el fondo común del que provienen esas dos vertientes y direcciones en la cognición, generalmente reducida solo a una, la receptiva. Claramente, se corresponden con los conceptos de objetividad y subjetividad, con una versión definida por la dirección centrípeta y otra por la dirección centrífuga de la información. Lo que en la práctica se distingue como atención, recepción, asimilación, o por intención, sondeo y exploración. El fondo que las familiariza es la experiencia, por la que se da “la aprehensión sensible de la realidad externa” (Ferrater Mora, 1994, T. II, 1181).

No queda allí, todavía, esta asombrosa realidad que se esconde en los laberintos neurológicos del conocimiento rudimentario. Existe un intercambio mutuo entre la capacidad de percibir y la capacidad de hacer algo con lo que se percibe. “Un punto importante es que la amplitud del potencial receptor se gradúa continua y suavemente en relación con la intensidad del estímulo. La recepción sensorial implica, pues, la transformación de estímulos sensoriales continuamente variables, en un dominio neural de impulsos que siguen la ley del todo o nada. Uno puede comprender este concepto si piensa que señales analógicas se convierten en señales digitales”. De modo que la descarga del impulso “traduce fielmente los parámetros del estímulo”. Y todavía más: esa descarga “tiende a elevar la respuesta cuando el estímulo va aumentando”. El proceso termina en la percepción sensorial, es decir, “una respuesta comportamental del organismo” (Shepherd, ob. cit., 194 y 197).

Aparece la dimensión epistemológica como actividad vital por la que se consagra el contacto de la mente con el mundo; la realidad no palpable, aunque de algún modo concreta, por la que las sensaciones se asocian a la reflexión (en el fenómeno de la vivencia). ¿De dónde sale el material a partir del cual la mente piensa, conoce, razona, imagina y se conmueve? Ya en el siglo XVII se respondía así esta pregunta: “las cosas materiales, como objetos de sensación, y las operaciones internas de nuestra propia mente, como objetos de reflexión, son, para mí, los únicos orígenes de donde proceden inicialmente todas nuestras ideas” (Locke, 1980, T. I, cap. I, 165). La experiencia, pues, de la que tanto se habla, no surge solo por la participación de los sentidos del cuerpo y de las sensaciones o percepciones sino, también, por la reflexión y la actividad no sensorial (sin confundir con el confuso concepto de lo “extrasensorial”).

 

Realidad vécica


Lo que deseamos destacar de esta realidad vivida externa e interiormente es su historia inapresable y diseminada en las vivencias. Por bajo la historia objetiva y patente existe otra historia, subjetiva e imponderable, oculta tras lo que solo puede referirse por las veces que la aluden y cuya memoria no interesa además de ser cabalmente imposible. La expresión se vuelve indistinta, indeterminada, borrosa, y aparece la palabra vez, en combinaciones como “cierta vez”, “cada vez”, “una vez”, “todas las veces”, las más indicadas para poner de manifiesto esa otra realidad histórica. Su significado gravita no por las referencias de tiempo y espacio sino por lo que se presupone al hablar, comunicarse, pensar, que se contiene implícito en la comprensión y el entendimiento. Por ejemplo, en las expresiones “Juan dudó un par de veces”, “había una vez un rey” y “el niño faltó una sola vez”, no interesa cuándo, dónde ni por qué dudó Juan, no interesa la época ni el país del rey ni interesa cuándo ni adónde ni por qué faltó el niño. Interesa, sí, la cautela de Juan, la historia del rey y la perseverancia del niño.

Convenimos en que hay una realidad tan humana como la realidad espaciotemporal, que por provenir de lo indeterminado llamamos realidad vicisitudinaria o, para simplificar, vécica (de “vez”, en latín vicis, que quiere decir “turno” y “alternativa” ‒antiguamente, vecero era aquel a quién tocaba el turno). Cuando hablamos de “vez”, en consecuencia, ya no nos interesamos por lo que se refiere a momento y lugar, al cuándo ni al dónde, sino a “la vez en que” tal cosa, cualquiera sea, se haya correspondido con una experiencia cognitiva de valor general e intemporal. No importa cuál contenido específico sino lo que representa, significa o importa para todos los contenidos y circunstancias posibles. Esta realidad y su historia es el objeto de nuestra teoría, y la justifica la evidencia de que hay otra realidad y otra historia que permiten comprender cabalmente la naturaleza del conocimiento humano. El hecho de que no haya un punto exacto de intersección entre fines y comienzos en las etapas de vida, y que solo haya grados, nubes o densidades y no tiempo fluyente, y también la apariencia de que somos más pasado que presente, nos induce a concebir la teoría vécica, porque a todas luces asoma la sospecha de que hay algo más que tiempo y espacio.

Hegel indicó que, aun cundo reunimos toda clase de instrumentos para conocer, somos algo completamente simple: “Todo individuo es una riqueza infinita de sensaciones, representaciones, conocimientos, pensamientos, etcétera; pero yo soy, sin embargo, por esto completamente simple: un fondo indeterminado, en el cual es todo esto conservado sin existir; solo cuando yo traigo a la mente una representación, la saco fuera de aquel interior a la existencia ante la conciencia […] Así el hombre no puede nunca saber cuántos conocimientos conserva de hecho en sí, aunque los haya olvidado. Estos no pertenecen a su actualidad, a su subjetividad como tal, sino solamente a su ser en cuanto es en sí. Y la individualidad es y sigue siendo dicha interioridad simple en toda determinación y mediación de la conciencia, que más tarde es puesta en ella.” (Hegel, 1944, § 403)


PARTE 2


Cuando se habla de masificación (Ortega y Gasset), de miedo a la libertad (Fromm), de crisis de la modernidad (Habermas), de fin de los grandes relatos (Lyotard), de pensamiento débil (Vattimo), de modernidad líquida (Bauman), de distanciamiento del prójimo (Zoja) y de otras interpretaciones igualmente oportunas y explicativas de los fenómenos sociales característicos de la época actual, se denuncia el vaciamiento de la racionalidad. En todos los casos se habla de la realidad objetiva, pero hay otro vaciamiento, en este caso de carácter subjetivo, y quizá benéfico para la sociedad: el de la espacialidad y la temporalidad.



Lo real y lo virtual


En las teorías de la posmodernidad no se tiene en cuenta la subjetividad humana sino en lo que tiene que ver con la dimensión social. Se excluye la dimensión mental como orden fundante de conocimiento, de cosmovisión, de ideas, nociones, conceptos que, estén o no avaladas por las ciencias y la filosofía, de todos modos, fluyen como pensamiento propio en la vida corriente. Los argumentos se apoyan en la constelación de cambios en la visión humana sobre el mundo, especialmente en cuanto a lo objetivo: el final de los grandes relatos como final del mundo físico y social, la licuefacción del pensamiento respecto al saber concreto y sólido, la debilitación del conocimiento asumido como racionalidad moderna, poderosa, empírica y deductiva, y la transformación de los sentimientos, la emocionalidad, la moral y los valores casi siempre relacionados con la comunicación y la convivencia enteramente palpable y corporal.

Y en todos los casos se tiene en cuenta la relación de la realidad fáctica. Lo posmoderno se deduce de lo objetivo, de lo que se aprecia en las conductas y en las tendencias estadísticas. Sin embargo, algunos autores sugieren algo más, por ejemplo: “Cada día tenemos ante nuestros ojos una tragedia que está ocurriendo en algún lugar del mundo, de la cual hasta hace poco recibíamos noticias esporádicas, a veces ni siquiera una vez por década: el hambre, el retorno de enfermedades devastadoras, los dramas climáticos, las masacres olvidadas. Aquello que merece nuestra compasión y requeriría nuestro amor es cada vez más evidente, pero está cada vez más lejos, se vuelve cada vez más abstracto. La globalización del amor podría representar una nueva y exaltadora conquista, pero es, al mismo tiempo, profundamente antinatural. Al verlo sobre todo en la televisión, todos sufrimos una trágica privación del prójimo. El enriquecimiento que nos brinda la información, al ser inflacionario y abstracto, contribuye también a la desaparición de la solidaridad, que querría combatir.” (Zoja, 2015, 136) Y conocemos perfectamente el cabal sentido que encierra esta reflexión.

La globalización real y virtual del mundo es una realidad como cualquier otra, que responde a una vivencia también real, que se inscribe en la vida cotidiana y concreta como se inscribe la escena de abrir la puerta de casa cada día para salir e ir al trabajo. Ir al trabajo o de compras se ha vuelto tan real como visitar la tumba de Tutankamón o apreciar el interior de San Pedro de Roma, y ya casi tan real como habitar la Luna o Marte. Esto es indiscutiblemente cotidiano, y es virtual, pero también real. Que todavía no podamos tocar la tumba, entrar a San Pedro u hollar el suelo de Marte es algo intrascendente, porque descontamos que en el futuro se podrá ver y tocar a gusto. No es absurdo pronosticar el declive de la sensibilidad, tal como la concebimos ahora, si no de su ocaso. La información proporcionada por ella no es la única fuente de conocimiento. Se sabe que este dilema nunca ha sido resuelto, que se sostiene en la antigüedad clásica y estalla con el Iluminismo.

Al enteramos de que existe una nueva pandemia, y aunque no la experimentemos en carne propia, se convierte en hecho real, como si cada uno la padeciera. La nueva realidad sentida, establecida en términos lejanos o a distancia, ya no es sino realidad a secas; realidad como la del sillón en el que nos sentamos ahora. Ya no hay ningún aquí ni ningún ahora que hegemonice la realidad. Existe una realidad que no es preciso llamar “virtual” porque es virtual por la sola forma de conocerla. Es real lo que ocurrió ayer y lo que ocurre hoy en las antípodas de la Tierra, y pertenece todo a un mismo presente que se vive intensamente.

El riesgo de este sorprendente giro intelectivo de la humanidad consiste en que facilita la apropiación indebida de la realidad. Tiende a hacer extensivo el sentido de lo que es propio, que instintivamente parece corresponderse con nosotros, el contorno, el país, la localidad en que vivimos, los amigos, al mundo entero. Se establece por lazos que se afirman en lo objetivo, pues despierta una clase de sentimiento reflejo, externo, estereotipado, filtrado por la intermediación de imágenes, relatos, información discursiva, raciocinios ya formulados, no como impulso interno. Es una clase de sentimientos muy diferente a la de los sentimientos originales. La condición posmoderna, pues, parece definirse en términos de rasgos puramente objetivos.

Aparece la virtualidad como modo de “ver” el mundo, el fondo de sus océanos, los picos más altos de sus cordilleras, los rostros de los habitantes del lugar más distante. Pero no se trata de un modo de ver artificial o despreciable, porque se vive con igual intensidad que la experiencia inmediata. Vivir decreta la realidad, y cada persona elige, o se afana por elegir, el vivir que le sienta mejor. La experiencia personal asume la experiencia virtual, el mundo que amplía sus horizontes objetivos merced a las tecnociencias, que se suma a la contribución fundamental volcada en la inteligencia. De esta asociación se configura la realidad presentida como realidad sentida, y la historia personal no vivida como vivida. “Pues si vemos lo presente/ como en un punto se es ido y acabado, / si juzgamos sabiamente, / daremos lo no venido/ por pasado.” (Manrique, copla 2, 26)


El interlocutor ausente


De manera que vivimos inmersos en una realidad no inmediata, innominada e inubicable; no nos interesan las contigüidades, las continuidades, los nombres ni las fronteras que separan o que unen las representaciones mentales y los fenómenos psíquicos, sean de la especie que fueren. Tampoco necesitamos ubicaciones cronológicas, contigüidades ni circunstancias afines, fueren próximas o lejanas, para sentir, pensar y tomar decisiones. Nos alcanza con lo fortuito, porque no dependemos de lo que hemos experimentado en cada una de las veces vividas en nuestra historia. Ahora vamos más allá de la cognición filtrada por la experiencia inmediata. La inteligencia funciona sin importar el cuándo ni el dónde, haciendo de todos los cuándos y dóndes una acumulación inanalizable al estilo de las síntesis aplicadas en la experiencia inmediata. Si la experiencia inmediata selecciona y resta, la mediata acumula y suma. Una desintegra y la otra integra. Pues existe una dinámica de exclusiones y otra de inclusiones.

Pero no acumulamos las diferentes destrezas obtenidas en el pasado para levantar unas pesas o para correr los cien metros olímpicos. Sólo diferenciamos aquello que nos ha permitido obtener esas destrezas, hacerlas nuestras. No aplicamos todo lo que hemos vivido sino lo que nos ha resultado provechoso. La experiencia de la virtualidad, sin embargo, permite apreciar una condición que está de por sí en la experiencia real. Se trata de la vivencia del tiempo. Por la virtualidad parece que somos algo por lo que otro “algo” misterioso fluye, o aun que somos el fluido mismo. No que estamos, sino que somos el espacio y el tiempo. Nos parece que el tiempo convencional, lineal y continuo, que fluye del futuro al pasado y que solo nos permite existir cabalmente en el presente fugaz, está acabado.

Por esta ampliación de la experiencia personal somos ahora todo lo que somos; ya no como si fuéramos por partes, una en el presente, una en el pasado y otra en el futuro. Se podría decir que somos una nube de existencia y realidad que nos encuentra en donde es más densa. El filósofo italiano Emanuele Severino sostiene que todo está aquí, salvo que existimos solo en una parte, un argumento que tiene su antecedente en Parménides (Palazzo, 2019, 121 y ss.). Henri Bergson también contrapuso las ideas de tiempo real y de duración, esta última referida a la inteligencia:

“preocupada, ante todo, por las necesidades de la acción, la inteligencia, como los sentidos, se limita a tomar de tarde en tarde, sobre el devenir de la materia, vistas instantáneas y, por lo tanto, inmóviles. La conciencia, como se regula, a su vez, por la inteligencia, mira de la vida interior lo que ya está hecho, y solo de un modo confuso la siente hacerse. De este modo se destacan de la duración los momentos que nos interesan y que hemos recogido a lo largo de su recorrido […] Mas cuando, especulando sobre la naturaleza de lo real, lo seguimos mirando como nuestro interés práctico nos pedía que lo mirásemos, nos volvemos incapaces de ver la evolución verdadera, el devenir radical […] Es esta la más sorprendente de las dos ilusiones que queríamos examinar. Consiste en creer que se puede pensar lo inestable mediante lo estable; lo moviente por lo inmóvil” (Bergson, 1985, 241).

Confusión en torno a lo palpable


Aproximémonos ahora a esa realidad aparente que llamamos objetiva o espaciotemporal. ¿Qué tenemos que ver con ella? Cada instante de la historia, cada espacio visitado, esa mezcla de instante y lugar que se dice que vivimos y a la cual solemos atribuir la única realidad concebible, ¿qué tiene de común con nosotros? Los sentidos nos informan que tiene de común un cruce de recorridos físicos y vitales en una comunión que llamamos circunstancia. Y, aunque esto sea indiscutible y pueda corroborarse una y mil veces, sin embargo, no es lo único que configura la vida, la historia, la experiencia y aun la personalidad humana. Hay algo quizá más importante que los sentidos no registran o que solo registra un sentido interno. La virtualidad ha encendido la mecha que hace explotar esta sospecha.

Hemos puesto toda la existencia en el tiempo y por esta exageración se nos hace difícil apreciar que hay algo más, y que ese algo es lo que no se ve por quedar fuera de la objetividad espaciotemporal. Encerrar la existencia en el tiempo nos inspira confianza, porque parece palpable y real. Asumimos la irracionalidad y lo ilusorio solo en el marco de la subjetividad, que está en todos los humanos. Y se nos ha vuelto tan difícil apreciarla, en su función inteligente, que aceptamos a la persona en tanto historia, es decir, solo como la parte ya ida de su vida, la parte que no está. Sabemos que ha sido real, porque comprobamos su objetividad, su existencia disociada de toda ilusión e imaginación. Pero en el preciso ahora no es real.

Y, sin embargo, ¿de dónde salen las provisiones para vivir, de qué conocimientos, de qué experiencia, de que enseñanza, de qué cosas? Si lo que nos constituye se ha ido a la historia porque ya no existe, o hemos seguido adelante nosotros dejando atrás lo que nos constituye, ¿de dónde salen las provisiones y recursos? La confusión es clara: debemos ser asistidos, y lo que puede asistirnos parece ser la historia en que enseguida nos convertimos; pero, la historia, ¿dónde está? ¿Es solo recuerdo, fuente de consulta? No nos provee ni nos asiste un fantasma, sino lo que poseemos y existe, el conocimiento existente, la experiencia existente, lo que aprendemos en tanto existimos. Si el conocimiento es objetivo, y la experiencia concreta y palpable, entonces nada del conocimiento ni de la experiencia han dejado de existir, ni nadie ha permanecido en la existencia sin su parte fundamental. Pero, hemos hecho de lo fundamental algo absolutamente efímero y demasiado fugaz.

La experiencia virtual insinúa que lo fundamental no es sólo lo palpable. Lo es también lo que hemos vuelto impalpable por el contacto con el mundo a través de la experiencia y por la reflexión de esa experiencia en el arco de las transfiguraciones y metamorfosis del conocimiento. Es nuestro fundamento y lo demás es, más que fundamento, aquello que se apoya en los fundamentos. Así, pues, el pensamiento es impalpable, el sentimiento es impalpable, la moral, los valores, la idea del bien son impalpables. Y, aunque sean impalpables, existen.

Es necesario algo más, es necesario vivir haciéndonos, construyéndonos por el trabajo fundamental de elegir y de hacer nuestro lo deseado, incluso de adaptar, por no decir construir, el mundo en que vivimos. Se trata de una vieja concepción, presente ya en los filósofos románticos, en la “intuición intelectual” de Fichte (Fichte, 1984, Segunda Introducción, c. 5, 839), en la “intuición esencial” de Husserl (Husserl, 1962, § 3, 20), en la antropología de autores como Arnold Gehlen y Max Scheler (Llambías, 1981, capítulos III, 145 y V, 235), y en las ideas directrices de pensadores como el uruguayo José Enrique Rodó y el argentino Alejandro Korn.

Ahora bien, nada nos salva del azar, y tampoco de la acumulación y de la repetición, que pueden resultar útiles a la memoria y muy oportunos para el conocimiento que se ocupa de lo que corresponde al espacio y al tiempo. Pero, el trabajo soberano, libre y autónomo, al que obliga la vida por el hecho de vivir lo elemental, de satisfacer obligadamente las necesidades primarias, es el que promueve la evolución voluntaria o que, al menos, acompaña a la involuntaria y a la marcha del mundo.


La posmodernidad como prueba


La civilización actual se ha acercado a la muestra más extraordinaria de esa dimensión impalpable que reivindicamos y que es necesario confirmar. Ha hecho que el tiempo y el espacio tiendan a cero, si no a desaparecer. Ha llegado a presentar a la conciencia la prueba más contundente de lo decisivo de la voluntad constructiva de la humanidad. Es la que influye sobre las posibilidades de la inteligencia: los regalos del conocimiento y de sus derivaciones prácticas abren la posibilidad de entender cómo funciona todo lo externo al yo. Si hasta ahora se creía que era necesario aumentar el conocimiento para entender el mundo, ahora se sabe que es necesario entender el mundo para aumentar el conocimiento.

¡Cómo se explica esta contradicción a todas luces inaceptable para la racionalidad tradicional?

Entender el mundo es vivirlo, experimentarlo, resolverlo como problema, enfrentarlo con un resultado al menos aceptable en lo elemental de la vida, esto es, en el interior subjetivo. Entender es un trabajo individual, aunque es claro que sería imposible realizarlo sin la participación reguladora de la objetividad social en la que el individuo se desarrolla. Si bien el conocimiento objetivo contribuye grandemente a entender el mundo en su estructura general, no es suficiente para vivirlo a cabalidad. No alcanza pensar para luego existir ni existir para luego pensar, y aparece el vertido del pensamiento en la existencia y de la existencia en el pensamiento como el verdadero círculo de retroalimentación. Es el que se corresponde con el pequeño ecosistema que somos. En consecuencia, disponemos de la recursividad como técnica para pensar y existir.

Es el juego por el cual una pauta de intelección del mundo genera en sí misma otra pauta semejante que multiplica la comprensión dando lugar a nuevas configuraciones cognitivas. Y también, el juego por el cual una fórmula de preservación de la vida, o de superación de los estados de cambio, permite reproducir otras fórmulas que se replican posibilitando nuevos modos de existencia. Se reproduce así este ciclo prácticamente en forma infinita (la idea está en Chomsky, 1974, § 3.3, 39, en relación al lenguaje). La recursividad posibilita la apertura del círculo de retroalimentación, fuere una red neural o la formación reticular “responsable del estado general de alerta del cerebro” (Penrose, 1991, 474). Con lo que se consagra el desenvolvimiento intelectual para entender el mundo y para alcanzar la integración plena a la realidad a la que se pertenece mediante la intervención de la conciencia.

Vivimos el mundo palpable, que habitamos merced a los recursos formularios de que disponemos para integrarnos a la vida, y también vivimos el mundo impalpable. En este intervienen las pautas de intelección recursivas que aplicamos a diario, de todas maneras y aunque no lo advirtamos. Las construcciones inapreciables son las que primariamente nos permiten afrontar la adversidad y los problemas, y no habría construcciones sin adversidad y problemas. El conocimiento objetivo solo se alimenta a sí mismo, afortunadamente, mientras que el subjetivo alimenta al sujeto. Es meridianamente claro que entender el mundo no es explicarlo ni mucho menos mostrar sus particularidades visibles u ocultas. Entender es solo poner en orden, suministrar desde sí mismo y en forma autónoma la figura que pone en comunicación el mundo que se vive con el mundo que se siente, la vivencia y los sentidos. Es poner al habla el mundo y el yo.


El sistema nervioso central


Muchos filósofos y científicos apelan a estas primicias para desarrollar explicaciones, teorías e incluso demostraciones de validez y verdad. Aparecen la intuición y el pálpito, pero no se sabe a ciencia cierta de qué se trata. Una función neurofisiológica está seguramente en el centro de su explicación científica, como, por ejemplo, la descubierta por Donald O. Hebb. Este biopsicólogo llamó “reunión de células” a “un sistema que está organizado inicialmente por un acontecimiento sensorial particular, pero que es capaz de continuar su actividad después de que haya cesado la estimulación” (Kolb y Whishaw, 1986, cap. 20, 463). Según esta teoría, la esencia de una idea o contenido de pensamiento consistiría en que tiene lugar en ausencia de un acontecimiento ambiente original con el que se corresponde experiencialmente. Intenta explicar los acontecimientos psicológicos mediante propiedades fisiológicas del sistema nervioso, aunque está orientada en el sentido de explicar la memoria y el aprendizaje. Nos preguntamos si Hebb no se habría aproximado, sabiéndolo o no, a un orden de procesos más amplio. “Hebb concluyó que la inteligencia y la conducta en general están influidas por la experiencia” (García, 2018, 58), y esto es lo básico.

Se ha dicho que la mente funcionaría como una computadora, pero seguramente es al revés: la fisiología del sistema nervioso ha sido la inspiración de la virtualidad computacional. La virtualidad es una imagen versátil construida en base al juego de circuitos interconectados y algoritmos reunidos y combinados adecuadamente para disminuir, disimular o licuar la imagen de la realidad objetiva. Según Hebb, en el sistema nervioso central se registra la actividad por la que activan bucles neuronales y reuniones de células que mantienen su actividad cuando el estímulo ya no es vigente. Esta explicación, sin embargo, y desde que “sólo implica que un ‘estímulo’ lleva, a través de un ‘centro reflejo’, a una reacción estereotipada, es insatisfactoria, porque deja de lado dos cosas: la primera, que el resultado repercute sobre el estímulo, y la segunda, que el flujo de información en el circuito cerrado de acción es fundamentalmente continuo.” (Schmidt, 1980, 245) En su lugar, deben considerarse los “circuitos de regulación”, como el de un aire acondicionado hogareño que, a través de un sensor de temperatura, permite la interacción entre el mecanismo productor de calor o frío y la temperatura ambiente: “el regulador y la zona de regulación están concatenados en un efecto circular” (ib., 246, 247).

Todo conduce a la hipótesis según la cual el conocimiento humano no se obtiene por el simple reflejo de la realidad en lo que sería el espejo de la mente que compondría imágenes, representaciones e ideas. En su lugar, habría un intercambio por el cual se registraría una bidireccionalidad de la información, potencial de acción o acción neural. Se reproduciría el mismo intercambio entre los circuitos interneuronales, asunto que ha sido demostrado experimentalmente. Determinadas configuraciones nerviosas originadas en la experiencia se activarían entre sí y actuarían al asociarse recursivamente, por semejanza o por regulación interna. En esto se sobreentiende la gravitación del genoma humano, sobre el cual obra indefectiblemente el epigenoma, es decir, el acervo incorporado a través de la vida y por el cual se habilitan nuevas habilidades por modificaciones a nivel celular (Alonso & Alonso, 2018, 119).

Influyen los genes y el ambiente, pero, “ni los genes ni el ambiente son totalmente prescriptivos o determinantes para que el cerebro se forme adecuadamente: más bien, el desarrollo del cerebro se caracteriza por una serie compleja de hechos dinámicos y adaptativos durante todo el tiempo necesario para promover la aparición y la diferenciación de nuevas estructuras neuronales o de hacer funcionar mejor las existentes”. En esto, “la experiencia que acumula cada individuo puede dejar improntas indelebles en su sistema nervioso, y las capacidades cognitivas del cerebro pueden ser potenciadas por el aprendizaje” (Cotrufo, 2018, 41). El desempeño del conocimiento humano, en este sentido, augura otros caminos descriptivos: “la forma de aprendizaje debería cambiar su metodología. La manera tradicional de mejorar la retención de información, o la práctica de una tarea mediante repeticiones sin fin, debería sustituirse por la reactivación, breve pero intensa, de los circuitos que participaron en el aprendizaje inicial. Por ejemplo, una vez identificada una población de neuronas que se hayan activado durante el aprendizaje de una tarea, si consiguiéramos activar de nuevo la mayoría de esas neuronas desde el exterior del cerebro, se consolidaría lo aprendido de una forma mucho más firme” (Ferrús, 2018, 121).

Según la teoría vécica, no habría intercambio de contenidos. El intercambio no se produciría en virtud de semejanzas entre pares de estímulo-respuesta, que la memoria se encargaría de activar para que sirviesen ante nuevas circunstancias con iguales resultados. Habría, en cambio, un relacionamiento entre patrones nerviosos de gran plasticidad, característica que se conserva toda la vida (García, ob. cit., 82), y que, dentro de ciertos márgenes, se envolverían en una nube de probabilidades asociativas y recursivas, en la que intervendrían la acción mutua entre los genes y la influencia del medio. El factor fundamental, pues, sería la modificación y no el almacenamiento, por lo que no sería la memoria la que controlaría las modificaciones neuronales, sino, al revés, serían las modificaciones neuronales las que controlarían la memoria. La neurociencia admite que la experiencia modifica el cerebro de los animales (ib., 61), por lo que queda claro que, así como modifica los contenidos de conciencia, modifica igualmente la fisiología del cerebro.

No sería el almacenamiento computacional lo que decidiría el conocimiento sino la generación de ciertas pautas de procedimiento, modalidades o formas que se originarían a partir de los estímulos. No se reproducirían contenidos del almacén de la memoria y solo se crearían o recrearían formas o reuniones de células ante estímulos que no tendrían que ser los mismos sino sólo quedar comprendidos en la nube de probabilidades. El fenómeno se vincula directamente con la dinámica mental básica relacionada con la comprensión de la realidad objetiva. De allí que las respuestas para resolver problemas pueden resultar inadecuadas o insuficientes; si se reprodujeran los mismos contenidos y si esos contenidos estuvieran respaldados por el éxito, el cerebro jamás se equivocaría y la inteligencia sería omnisapiente.

El problema surge cuando se aproximan la filosofía y la neurología, es decir, la teoría del conocimiento y la teoría de la neurona. Porque los neurólogos no disciernen la función correspondiente al conocimiento y los filósofos no se las entienden con la fisiología del cerebro. Así, por ejemplo, la explicación de cómo funciona la memoria es un terreno de avanzada de la neurociencia; en ella se incluye lo que tiene que ver con la inteligencia. La memoria es el título bajo el cual se desarrolla la función cognitiva, especialmente lo que se denomina “memoria de trabajo”: “existe un tipo de memoria valiosísima, la que empleamos como base para realizar actividades cognitivas básicas, como la comprensión, el razonamiento o la resolución de problemas, para la que no necesitamos esa transformación” [la transformación de la memoria a corto plazo en la de largo plazo] (García, ob. cit. 70). Y, “además de ser un sistema de almacenamiento de información, opera con ella, la organiza y elabora continuamente y la recupera mentalmente cuando conviene” (ib., 72).

Pero ¿de qué clase de almacenamiento de información nos habla la neurociencia? Nos presenta la maravillosa fisiología del sistema, dice que se almacenan contenidos y que ellos son organizados y elaborados continuamente. Nos parece que esa información no podría ser de contenidos, y que no almacena dentro y solo selecciona en la experiencia. De lo contrario, el cerebro sería igual a una computadora, comparación que la misma neurociencia señala como inexacta (ib., 126). Nos parece que, si bien por un lado la función cognitiva se incluye en el mapa de la memoria, a su vez, se habla de la memoria, es decir de la conservación de contenidos, como de una subclase: “Podemos hablar incluso de un cambio de paradigma, pues se ha pasado de las teorías modulares del cerebro a los modelos de redes neuronales, estrechamente interconectadas e interactivas, parcialmente coincidentes y solapadas, y muy distribuidas sobre todo por la corteza cerebral, que es la base de las funciones cognitivas: percepción, memoria, atención, lenguaje, inteligencia.” (Ib., 46)

Es de sospechar que la inteligencia es asunto aparte; mejor que pensar en la memoria como encargada de la inteligencia resulta pensar a esta como encargada de la memoria. Se llega a hablar de “constructos”: “existen etapas en las que los recuerdos se codifican, es decir, se convierten en constructos que pueden ser almacenados en el cerebro, como cambios en la fuerza sináptica” (ib., 67). También de “esquemas”: “Recordemos que nuestro cerebro, en un ejercicio admirable de economía cognitiva, en vez de percibir y recordar todos los detalles de una persona objeto o acontecimiento, se sirve de unos esquemas ya almacenados en nuestra memoria y procura atender solo a las características distintivas del nuevo estímulo” (ib., 80). El neurocientífico Michael M. Merzenich agrega algo importante: “Una cosa es que la experiencia condicionara nuestra conducta”, como afirmara Hebb, pero Merzenich habla “de algo mucho más serio”, pues en el cerebro adulto pueden darse “reestructuraciones neuronales rápidas” (ib., 61). ¿Qué quiere decir?

La teoría vécica no tiene cómo apartarse de tales afirmaciones, que sólo confirman su hipótesis central. Pero parte del supuesto según el cual no podría tratarse de contenidos, recuerdos, improntas determinadas que vuelven a activarse ante estímulos semejantes. Prefiere suponer que se reactiva una pauta sin contenido y que sólo se configura en el sistema neural por la forma. ¿Qué sería esta forma? Pues, esas mismas configuraciones sugeridas por los científicos, “constructos” y “esquemas”, y también de “circuitos”, “sistemas de células”, etcétera. Las hemos llamado huella, fulguración, algoritmo, pauta bio/lógica y de otras maneras quizá inadecuadas.

Hemos preferido hablar de vez y de series (vécicas) discontinuas e indeterminadas que por tratarse de contenidos vacíos impiden hablar de memoria. Seguramente, la memoria es un registro asociado a la inteligencia y al conocimiento, pero no puede ser su pista de aterrizaje y mucho menos su torre de control. Y, si así fuera, entonces el cerebro no sería otra cosa que un gran disco duro, un pendrive sofisticado carente de la plasticidad del cerebro humano. No podría aceptarse, en tal caso, que, según Erik Kandel, “los cambios sinápticos a corto plazo implican modificaciones de proteínas preexistentes que conducen a modificaciones de las conexiones sinápticas también preexistentes” (ib., 69).


Antecedentes cruciales


Sería fascinante seguir el desarrollo de los conceptos acerca de los sentidos desde el principio, pero, para entender el establecimiento de los conceptos modernos, necesitamos remontarnos solamente al siglo XIX. En 1830, Johannes Peter Müller, de Berlín, publicó un monumental Tratado de fisiología humana que fue el libro de texto de fisiología definitivo en Europa y América durante muchos años. En él se resumían los trabajos sobre fisiología sensorial y se promulgaba la “ley de las energías nerviosas específicas”. Esta ley dice que somos conscientes no de los objetos en sí, sino de señales acerca de ellos transmitidas a través de nuestros nervios, y que hay distintos tipos de nervios, teniendo cada uno su propia ‘energía nerviosa específica’. Estos tipos de nervios considerados por Müller correspondían a los cinco sentidos primarios que Aristóteles había reconocido: vista, oído, tacto, olfato y gusto. La energía nerviosa específica representaba la modalidad sensorial que cada tipo de nervio transmitía. El punto clave está en que el nervio transmite tal modalidad sin importar de qué forma ha sido estimulado. Así, un shock eléctrico o un golpe en la cabeza pueden estimular los nervios del oído y crear la sensación de sonidos en nuestras orejas […] En términos modernos, se reconoce que hay células receptoras específicas adaptadas para ser sensibles a diferentes formas de energía ambiental. Las formas de energía sirven de estímulo a las células receptoras. (Shepherd, 1985,187-188)

 

El problema que encierra esta información está en que la teoría de Müller ha sido modificada en lo que atañe a las “energías nerviosas específicas” que se corresponderían con las diferentes modalidades sensoriales. De acuerdo a la visión actual, las modalidades o cualidades de la sensación dependen del tipo de fibra nerviosa excitada y no de una energía específica: “Según una vieja doctrina llamada ley de Müller de la energía específica de los nervios, un área del cerebro realiza su función dada porque recibe fibras procedentes de un sistema sensorial determinado. Por ejemplo, vemos con la corteza visual porque esa región recibe fibras procedentes del ojo. La utilidad explicativa de esta doctrina está abierta al debate” (Kolb y Whishaw, 1985, 588). La cualidad de la sensación dependería del tipo de fibra nerviosa que interviene en la percepción y no sólo del estímulo que proviene de los sentidos. Pues “son las propiedades de la membrana subsináptica, y no los propios transmisores, los que deciden sobre su acción excitadora o inhibidora” (Schmidt, 1980, 126).

Se ha demostrado que las mismas asociaciones neuronales interactúan entre ellas, activándose unas a otras en los casos en que existen semejanzas entre las que han permanecido y las recientes. No semejanzas semánticas, representacionales, mecánicas, etcétera, sino semejanzas formales, semejanzas en la función o en la forma lógica en que los circuitos y conexiones neurales se aplican en cada caso, en cada circunstancia y bajo cualquier motivación, de acuerdo al impulso de entrada o salida que obre en cada caso. Se habla de algoritmos genéticos, pero también habría algoritmos generados por la acción perseverante del medio ambiente. Se cumpliría la recursividad por la que unas pocas interconexiones se encargan de controlar un número infinito de contenidos, representaciones, ideas, recuerdos o lo que sea.

 

            El cerebro utiliza normas generales (al igual que se puede regular el tránsito en una gran ciudad con unos cuantos semáforos y señales) y los axones, los cables biológicos que llevan la información hacia otra neurona, son guiados hacia sus dianas por señales químicas. A menudo, la conexión precisa se asegura permitiendo que muchos axones compitan por un objetivo determinado, y los que pierden esa carrera son eliminados. Un mecanismo muy darwiniano. (Alonso & Alonso, 2018, 40)

 

Las configuraciones que la experiencia selecciona de lo indeterminado y selecto, y que permanecerían por resultar a favor del organismo, obrarían sobre la información en bruto proveniente de los sentidos.


La experiencia virtual


¿A qué se refiere el psicólogo Luigi Zoja? Como ya se vio, ha escrito: “Cada día tenemos ante nuestros ojos una tragedia que está ocurriendo en algún lugar del mundo, de la cual hasta hace poco recibíamos noticias esporádicas, a veces ni siquiera una vez por década…” No se refiere a tiempos ni a lugares; solo habla de “cada día”, de “algún lugar”, de “noticias esporádicas” y de “veces”. Pero, si esas palabras no hacen referencia a lugares ni tiempos, sin embargo, sugieren realidades concretas que producen efectos reales en nosotros. El mercado de noticias procede con el mundo y sus acontecimientos como nosotros lo hacemos con nuestra vida y nuestra historia. Escoge hechos y personas, episodios y procesos, primicias y asuntos consabidos, y los presenta en una sola vez. De modo que las que fueron muchas veces se reducen a lo que es solo una. Lo casual y contingente se vuelve permanente y necesario, y alguien ha escogido de un sinfín de datos brindados en masa aquellos que pueden interesar o que se prestan para ser vendidos con facilidad, puesto que la información también es promovida con un fin económico.

El lugar y el momento de la noticia se respeta al producirse el hecho. Pero, de acuerdo a sus repercusiones en las teleaudiencias, poco a poco va perdiendo especificación para entrar a formar parte de una visión de conjunto o de una función estadística. Y todo se convierte en “veces” evaluadas en porcentajes que se comparan con “veces” de períodos anteriores. La fuerza de la noticia, en consecuencia, surge de las comparaciones por las que se establece la importancia de muchos aspectos de la actividad mundial, de cuestiones, asuntos y tendencias, y se abren las posibilidades de buscar remedio a los problemas que encierran. En suma, se eligen experiencias, se diseminan como noticias, se someten a juicio público y el resultado entra a actuar como conocimiento. Curiosamente, y ya se habrá advertido, se trata de un conocimiento nada objetivo sino virtual, pues no se apoya en ningún dato de la experiencia espaciotemporal.

La cultura tecnológica procede de manera semejante a como lo hace la conciencia individual. Hace un barrido y elige lo que le parece decisivo para sus intereses vitales. No la frena el devenir ni la distancia y logra aislar aquello que le interesa arrancándolo de lo empírico específico y puntual. Generaliza, pero no desplegándose desde lo particular a lo general sino desde lo determinado a lo indeterminado (indeterminiza). Se podría decir que despoja al mundo de sus particularidades y distinciones específicas, con nombre y apellido. Es la misma obra tecnológica de la inteligencia individual que se desprende de sus experiencias, procesos de vida y peripecias históricas para hacer surgir de ellas un sustrato imprescindible para su desempeño de vida.

En la trayectoria histórica personal ocurren acontecimientos de todo tipo, pero se pueden distinguir dos clases algo diferentes. Unos influyen desde el punto de vista de la formación de la personalidad y de las habilidades cognitivas, y otros no influyen sino como complementos reafirmadores de aquellos o sencillamente como repeticiones anodinas propias de las formas de vida, del trabajo, de las condicionantes cotidianas emergentes al satisfacer las necesidades primarias. Estos últimos son objetivos. La primera clase de acontecimientos incluye los subjetivos, aquellos cuya oportunidad a los efectos de la vida dejan una impronta que abarca un abanico operativo de mayor alcance respecto a las estimulaciones. Esa impronta supera la circunstancia original y va más allá del contexto o de la ecología madre para diseminarse y cubrir la prospectiva general de la experiencia humana.

 

PARTE 3

 

Llama la atención que sea tan difícil definir el tiempo como fluido, como lo que aún no es o ya no es, que transita del futuro al pasado con una estación fugaz en el presente. Asombra que, en el deseo de explicar la condición de seres existentes y pensantes, tengamos que apelar a lo que jamás hemos podido sentir ni definir con alguna prueba concreta o firme convicción. Es particularmente rara la realidad de semejante fluido y raro que trace una trayectoria lineal e indefectible con un movimiento uniforme y una velocidad constante. Son datos que nos hunden en la duda, como la imposibilidad de establecer el momento en que lo que existe pueda considerarse propia y efectivamente real, efectivo o vivo, y que parezca razonable concebir el ser que somos como la parte más densa de una nube de probabilidades, según hemos visto en la nota anterior.

 

El tiempo y los cambios


Por lo pronto, debemos desechar la idea de que apreciar, conocer e incluso ser algo necesita tiempo, o hechos que debamos al tiempo y a un fluir que sería su fundamento. Lo intangible se puede pensar, y ese es el secreto para que lo aceptemos, aunque lo visible y tocable nos trasmite mayor convicción. Lo intangible, empero, imprescindible para reflexionar, conceptualizar y sentir interiormente, parece absurdo fuera del pensamiento. Remitir los cambios al tiempo, y este al espacio, a su vez, puede ser matemáticamente correcto en la hiperestructura del universo, pero en la dimensión humana es más ilusorio aun que remitir la existencia a una nube de probabilidades. La misma teoría nos dice que a nuestra escala no hay efecto apreciable semejante al cósmico.

Aun si así fuera, por una señal de la relatividad en la microescala humana, no nos salvaría de la noción del devenir y fluir del tiempo, por el cual hemos dado consistencia al conocimiento de todas las cosas. De ello surge que nuestra escala sea newtoniana. Así, la zona más densa de la nube de probabilidades podría sustituir al devenir del tiempo sin que, al parecer, cambiara nada de lo que se ha dicho sobre la vida y el mundo. El tiempo como dimensión del espacio es el cambio permanente de lo que es de una sola vez, así como la música es un sonido unificado que cambia y que aparece bajo la pantalla de sonidos diferentes, que se escriben en la partitura como las palabras, es decir, en forma separada.

Es probable que el tiempo tenga un principio, como el del Big Bang, aunque algunos creen que esta teoría es improbable, con lo que defienden la noción de universo estacionario. Ninguna de estas teorías nos dice qué es el tiempo. Buena parte de las concepciones científicas se funda en supuestos solo probables. Pero no hay una explicación del tiempo con alto grado de probabilidad, de la que se pueda decir “es muy probable”. Que algo sea probable quiere decir que pertenece a una escala de grados entre los cuales hay por lo menos uno del todo improbable. Pero, si está solo y aislado de los demás grados, se sale de la escala y se ubica más allá de lo improbable… y es nada. De modo que, como la nada no existe, y como el paso del tiempo ni siquiera es algo con un grado mínimo de probabilidad, se debería concluir que el tiempo no existe. Pero, solo cabe sospechar de su condición de fluido y dejar el campo libre a los átomos de tiempo, cuantos o cualquier otra noción que nos libere de los fantasmas.

Se piensa que el comienzo de todo tiene por detrás otro proceso con su respectivo comienzo e indefectible fin, y que este esquema se repite hasta no se sabe qué remoto antecedente cósmico, con lo que se vuelve a concebir orígenes, desarrollos y desenlaces, como en las novelas. Por supuesto, hay por lo menos un todo tan probable como que existe, pero, hemos olvidado el todo (Severino, 1991). Ese olvido está en el centro del problema. Preferimos tener en cuenta las partes, porque nos es extremadamente difícil atender el todo, o imposible. Estamos configurados para atender sólo partes del mundo; lo dividimos en compartimentos estancos para poder rendir cuenta de ellos de a uno y para, si podemos, hacer una síntesis final.

La misma vida humana se hace de a partes que se van conociendo de a poco y de a una: las primeras experiencias en la niñez, el conocimiento general que se obtiene con el estudio, la experiencia para desarrollar la personalidad, la familia, las instituciones, etcétera, que se viven en una escala y de grado en grado. Se dice que el proceso lleva tiempo, el de una vida. Pero lo evidente es solo que hay transformaciones permanentes, cambios, situaciones que nos obligan a adaptarnos y a reconstruir nuestras estrategias de vida sin cesar: cambia el mismo cuerpo y la mente, los conocimientos, las herramientas que nos proporcionamos para resolver los problemas, la actitud psíquica, la depuración de los valores, hasta la moral. Y en cada circunstancia en que las situaciones cambian nos vemos obligados a cambiar también nosotros o que nos adaptemos cada vez respecto a cada una de las configuraciones de nuestra realidad de vida. Entonces, surge la comprensión del mundo en arreglo a tales configuraciones intelectuales, físicas, emocionales, sanitarias, económicas, sociales, siempre enfrentando lo que parece igual pero que cambia incluso sin que lo notemos.

Conocer, en el plano vital en que el ser humano entiende, interpreta y se vale de la realidad a la que pertenece y en la que se desenvuelve, resulta de cada una de esas circunstancias, es decir, de cada una de las veces en que el mundo y la mente se enlazan y producen la comprensión, algo diferente a la interpretación racional y a la explicación científica, filosófica, sociológica, psicológica. Este es, a grandes rasgos, el cuadro en el que tradicionalmente inscribimos el fenómeno humano, con el conocimiento de sí mismo y del mundo, y con el no menos importante problema de cómo conocemos. Pero no es todo, pues la imagen del tiempo, con sus etapas, sus transcursos, su historia dividida en períodos, en fin, con su parafernalia de supuestos e imágenes virtuales, nos ha ocultado lo que, más allá de sus eslabones y series con continuidades inalterables e indefectibles, se encuentra agazapado entre los cambios.

Hay series no continuas que intervienen en el conocimiento quizá más decisivamente que las continuas, y no son series de imágenes, conceptos o juicios, que se parecen al azar, pues “el azar ‘silencioso’ significa la ausencia original de referentes y no puede definirse a partir de referentes como series de acontecimientos o la idea de necesidad. Tendremos que distinguir entonces entre un azar según la necesidad (y las series causales) y un azar de antes de la necesidad. Viejo problema de saber si el desorden solo se puede concebir a partir del orden (tesis de Bergson) o si se puede hablar, con Lucrecio, de desorden y de azar originarios” (Rosset, 2013, 102).


La realidad de cuerpo presente


Contamos con fulguraciones cuyas huellas atesoramos en nuestra realidad mutante y proteica, y esas fulguraciones se originan en la experiencia concreta, sometida a unas vertientes mitad genéticas y mitad adquiridas (Ridley, 2005, 254; García, 2018). Tal es la base fundamental de la realidad que conocemos y también de la realidad que somos. Los sentidos transmiten otras instantáneas efímeras ancladas en configuraciones fijas que enseguida cambian, por lo que, sensiblemente, solo nos atenemos a fluctuaciones en constante transformación que la conciencia no puede acompañar ni asimilar en la totalidad de su dinamismo. La mente tiene que transformarse por dentro para ser y para conocer, y su vestido bioquímico, el cuerpo, en su afán por apresarlo todo, en cierta medida lo cubre y oculta.

La inteligencia, en su acostumbrada y evolutiva tendencia a la complementación y a la superación, ha desarrollado un recurso maravilloso que aplica cada vez que necesita resolver un problema. Valiéndose de ciertas pautas en las percepciones, y no de las percepciones en sí, y sin ningún trabajo previo de carácter racional, apela espontáneamente a las improntas de experiencia que han logrado desarraigarse de las circunstancias en que se originan, dejándose permanecer sólo en aquellas pautas. Circunstancia, para entonces, ya no es el confluir de la vida y el mundo en el espacio y el tiempo, sino el coincidir la vida cotidiana con cada uno de los estados cambiantes del mundo, o con cada una de las veces en que la mente repara en lo que puede resultarle provechoso. Genera así pautas operativas que aplica en cualquier situación dada y que se ciernen sobre la actividad inmediata como si fueran instintivas ‒pero no son instintivas, en puridad, pues se crean en la experiencia y se recrean en la reflexión o flexión interna de las sensaciones, sin que se tenga que negar por eso la participación de lo innato. No se sabe que haya una relación clara entre las fuentes originales de esas pautas y la realización concreta de su tendencia teleológica, dirigida a satisfacer necesidades y fines primordiales. Pero no es necesario que la haya y resulta fatuo atribuir la relación al pasado mnemotécnico, fuere reciente o lejano.

Recuérdese que, en relación a las teorías sobre la importancia de las estructuras sintácticas en la producción del lenguaje, las neurociencias han comprobado los resultados alcanzados por la gramática generativa en el nivel teórico: una lengua es un conjunto infinito de oraciones construido a partir de un conjunto finito de elementos (Chomsky, 1974, 27). El lingüista norteamericano cree que “la teoría debe desempeñar el papel principal, mientras que la confirmación empírica es relativamente irrelevante, si resulta eficaz” (Versace, 2019, 55). Sea como fuere, una investigación con resultados publicados en 2016 confirma que el cerebro, observado mediante modernas técnicas de análisis como la resonancia magnética funcional o el electroencefalograma, hace y muestra que “cuando se lo expone a una señal, construye una estructura jerárquica antes incluso de interpretarla como dotada de significado o sonido” (Versace, ob. cit., 56). Más allá del empirismo y del racionalismo, de lo teórico y lo experimental, de lo innato y adquirido, nos importa rescatar esa característica de la acción neural.

Vamos desentrañando la fuente originaria del conocimiento y con ella el secreto de una realidad que se revela sin el constreñimiento del cuerpo presente. La realidad engañosa de cuerpo presente es la realidad que solo viven y conciben los humanos en la precisa actitud unilateral y concentrada de la observación. Nos referimos a la comprensión del mundo circunscrita a las configuraciones intelectuales de la circunstancia que, como decíamos, abarca lo físico, emocional, sanitario, económico. Paradojalmente, nos adueñamos de la comprensión del mundo acotada por la circunstancia, pese a su carácter transitorio y condición desolada. Pero solo responde a la limitación que concentra la atención en un estrecho haz de actividad que nos tapa el todo y nos envuelve en un cono de luz en el que aparece el mundo y que no es más que lo que conocemos de él desde nuestra perspectiva como espectadores y sentidores.

La evolución nos ha preparado especialmente para satisfacer lo imprescindible e inmediato. Parece que le ha ocupado menos el prepararnos más sólidamente para lo que está más allá y vinculado a satisfacer necesidades no inmediatas, como la de saber, la necesidad dar encontrar respuestas a interrogantes científicos y filosóficos. Es claro que estas otras necesidades han surgido a través de la misma evolución de la especie. Pero, si las hemos generado nosotros quizá como efecto de la cultura y un poco al margen del plan gigante que lo ha construido todo, ¿acaso no se debe a ese plan el que tengamos la facultad de sentirlas?

Por lo pronto, los sentidos y la reflexión no tienen cabida en la dimensión tiempo en que se dice que las cosas existen, y solo caben en la dimensión dinámica de las mudanzas, transformaciones y saltos energéticos de la naturaleza. En último análisis, la physis que nos acompaña desde la época de los antiguos griegos es engañosa, furtiva e incierta. El galimatías se intuye con claridad prescindiendo del cuerpo presente y valiéndonos de un experimento mental, pero también psicofísico: vaciamos la conciencia de espaciotemporalidad para dejar la actividad mental en solitario, independiente de la atención y de la conciencia, del tiempo y de la memoria, con lo que aparecerá la sola imagen de algunos cambios en el entorno perceptible. Un experimento que tiene sus antecedentes famosos, como el de la fenomenología, que puso la intencionalidad en el lugar del espacio y el tiempo. Se trataría de intentar el vaciado sin poner nada más.

La memoria, por su parte, se va borrando a medida que ocurren y se acumulan los cambios. De ahí la invalorable tarea de la historiografía, sin la cual el pasado humano, definitivamente, no se podría recordar en su totalidad, y tampoco existiría si se acepta la regla “nada existe fuera del tiempo y el espacio”. A propósito, ¿dónde está el pasado del universo? ¿Acaso no está en el universo actual, perceptible al menos en parte, por ejemplo, en la radiación cósmica de fondo? Esa presencia, ¿tiene algo que ver con tiempo que fluye? Entre nosotros fluye la luz originaria de lo humano, por lo que la vida no se va al pasado ni viene del futuro. Esa luz luce aquí y ahora, aunque titila tras sus infinitas transformaciones.

Se nos ha dicho que el universo se expande, no que pasa. Algo que pasa se acumula en algún sitio, desemboca en otro algo o desaparece bajo alguna transformación. Un arroyuelo puede desaguar en un río, sus aguas estancarse o vaciarse en una laguna, adelgazar y secarse antes de llegar a destino. Pero ¿por dónde corre y desemboca el tiempo? ¿En dónde se acumula? En él no se ven arroyuelos sino apariencias, flujos que alimentan otros flujos, desembocaduras y estanques de no se sabe qué, mares de siglos y océanos de milenios. La actividad mental no se almacena ni se capta porque algo pase sino porque algo ocurre en ella y en sí misma.

Al referirse William James a la “corriente del pensamiento” dejó en claro “que una sucesión de sensaciones, en sí y por sí misma, no es una sensación de sucesión”. Agrega que, “en términos neurales”, “en todo momento hay un hacinamiento de procesos cerebrales que se sobreponen uno a otro, de los cuales los más débiles son las fases moribundas de procesos que hasta hace muy poco estuvieron activos en un grado elevadísimo. El MONTO DE LA SOBREPOSICIÓN determina la sensación de la DURACIÓN OCUPADA. QUÉ ACONTECIMIENTOS aparecen ocupando la duración dependerá precisamente de QUÉ PROCESOS son los procesos que se sobreponen” (James, 1989, 503-508).

¿Se trata, pues, de algo que transita hacia algún lado o de un proceso que se expande? Porque “el que nuestra sensación del tiempo que han llenado acontecimientos inmediatamente pasados, sea de algo largo o de algo corto, no es lo que es porque esos acontecimientos sean pasados, sino porque han dejado tras de sí procesos que son presentes” (ib., 513). La realidad básica es aquella con que se lidia cotidianamente, es decir, la que se percibe. Pero, no se percibe tiempo sino cambios. No resulta de la reflexión a partir de los datos sensibles ni de una facultad a priori por la que los datos serían puestos en un orden de inteligibilidad racional y/o de sentido común. La realidad de que se puede hablar no es exclusivamente física ni exclusivamente fenoménica, ni una combinación de estas dos filosóficamente famosas vertientes, porque esas nociones son solo estampas, fragmentos estáticos y rígidos de un proceso de transformación de la energía.

La realidad no se conoce a través del flujo del tiempo sino a través de la serie de los cambios. Y se podría caer en una trampa al hablar de “serie”. Esos cambios están inscriptos en un proceso considerado por los pensadores más antiguos y que le dieron el nombre de Eternidad, un concepto que quiere decir mucho más de lo que aquí deseamos que se refleje. No sabemos si se trata de lo que carece de un punto inicial y de otro final, y nos conformamos con descubrir que interviene indistinta e indeterminadamente en la experiencia de vida, y que, permaneciendo siempre a punto de nacer no desaparece en el pasado ni se concibe como todavía inexistente por pertenecer a lo que aún no es. No sabemos qué es la eternidad, pero tampoco sabemos qué es el tiempo.


El conocimiento dominante


La realidad virtual y la realidad vécica son hermanas; los fundamentos electrónico-computacionales son comparables con los fundamentos electroquímicos de la actividad neural, como se sabe desde los tiempos de Alan Turing. Se rigen por algoritmos que, en el dominio biológico, funcionan como patrones plásticos o borrosos. En ambas realidades se espera el distanciamiento espaciotemporal y la necesidad de la percepción sensible. La realidad virtual es experimentada por el observador visual y acústico que construye su ilusión o realidad artificial. Temporalmente hablando, es decir, desde el punto de vista físico y concreto, la realidad contemplada es virtual, una creación tecnológica derivada de la cultura. Fuera del tiempo, desde el punto de vista no humano, desanclado de la circunstancia empírica, es una escena en que el observador transporta su imaginación al campo de las simulaciones y paralelismos de fantasía y funciona como una realidad humana indirecta cualquiera: como el dolor producido por un daño, como un sueño o una pesadilla, como el recuerdo de una experiencia feliz o de una desgracia pasada o como una imagen mental que construimos cuando deseamos algo con fervor.

Si bien la comparación supone dificultades, por ahora insuperables, existe un fondo común de realidad que evoca el “Todo” reivindicado por Severino. Supone lo que la humanidad, enajenada por la cosa, el ser, los entes y manifestaciones particulares del universo y la vida, ha olvidado o no ha sabido captar, la radiación de fondo epistemológica. Fuera de la conciencia humana no sabemos si hay cosas particulares, elementos aislados que, por no tener que ser captados por ninguna conciencia ni explicados por ninguna inteligencia, son como son, es decir, carentes de filtraciones, interpretaciones o ciencias y filosofía (no hemos de fallar a favor del apriorismo de Kant ni a favor de Fichte, es decir, de un conocimiento generado en la experiencia). La realidad objetiva no necesita de conciencias para existir y para ser verdadera, ni de la sensibilidad. No hay que percibirla ni sentirla, no hay que practicar fragmentaciones o análisis sofisticados. Es la participación en la práctica, lo que hacemos a diario, la construcción de la vida en común, más que su percepción o que su apercepción, lo que cuenta.

El problema, por consiguiente, no está en la realidad dada sino en nosotros, en la forma en que la conocemos, no en como es. No está oculta ni es misteriosa o indescifrable ni juega con nosotros por imposición de una fuerza extrahumana. Simplemente, ocurre que la realidad que nos hemos dado es una realidad construida. La realidad virtual es una realidad más, semejante a la que construye la mente por inducción, por falsas interpretaciones e infinitos estereotipos cognitivos de los que no nos desprendemos. Resolver ese problema implica el despojo respecto a toda noción impositiva. Se han contemplado con amplia generosidad ciertas pautas colonizadoras del entendimiento, como el tiempo y el espacio. Pero, es más decisiva la intermediación del medio neurológico, porque lo que inhibe la comprensión no es el mundo sino la inteligencia a medio desarrollar o en construcción permanente. El mundo depende del sistema nervioso en su calidad de traductor al idioma humano. ¿Qué registra ese sistema? ¿Registra tiempo? Se comprueba que registra cambios.

La realidad que conocemos es una realidad concebida en la fábrica del sistema nervioso. No es una construcción exclusiva de los sentidos o del razonamiento, de la idea o de la materia, del cuerpo o del espíritu. No es un edificio que ha surgido por la aplicación de una operación objetiva o subjetiva. Es una realidad que puede avizorarse al reflexionar sobre la forma en que reaccionamos ante los asuntos más sencillos y cotidianos y sintiendo en carne propia y profundamente cómo nos comportamos corporal e intelectualmente. No es un fenómeno exclusivamente sensible o exclusivamente racional sino una actividad que rompe las fronteras en todas las dimensiones y direcciones del conocimiento. ¿Quién puede distinguir si lo neural es físico, ideal, empírico o racional, espiritual o material? Solo podemos decir que se trata de una construcción autogenerada, vécica, la mistión resultante de lo genético y la experiencia. El universo de la espiritualidad y el cuerpo, tan objetivo como subjetivo.

Urge, pues, liberarse de las cadenas del tiempo, de las sensaciones y percepciones, de la mentada reflexión y racionalidad y de las condiciones espaciotemporales apriorísticas. Igualmente, liberarse de las confirmaciones y comprobaciones experimentales sumamente, que interviene ente la realidad inmediata y determinada, correspondiente al último estado del proceso permanente de cambios, que oculta buena parte del sistema de recursos de la inteligencia. Además, el conocimiento acerca del mundo incluye lo que está más allá del saber enciclopédico y de las habilidades ejercitadas por repetición. Lo reconocible en el registro de cambios, de la naturaleza, del mundo y del yo, depende de que el motor central esté activado y en plena producción, es decir, en plena fulguración.

La emancipación intelectual y cognitiva, que nos permitiría entender el qué, el porqué y el cómo de las cosas, permanecerá como problema mientras dependa del tiempo. Llamamos así e imaginamos una corriente o flujo de nada que, posiblemente, sea una manifestación de la energía de algún tipo. Una hipótesis extraordinaria aparece en la física cuántica: “La idea de que el tiempo puede ser granular, de que existe intervalos mínimos de tiempo, no es nueva. La defendió ya en el siglo VII de nuestra era Isidoro de Sevilla en sus Etimologías […] En el siglo XII, el gran filósofo Maimónides escribe: ‘El tiempo está compuesto de átomos, es decir, de muchas partes que ya no pueden ser ulteriormente subdivididas a causa de su corta duración’” (Rovelli, ob. cit., 67). Si en el mundo macro pudiera verificarse la realidad atómica o granular del tiempo, se trastocaría la idea de flujo y desaparecerían las famosas tres dimensiones temporales. Y si el átomo o cuanto de tiempo dura como se supone que dura un átomo cualquiera, el presente sería prácticamente eterno desde que “la longitud de vida de un átomo sería de alrededor de 1035 años” (Rees, 2001, 130).

El tiempo implica considerar el ahora; pero “según la relatividad, no existe en absoluto algo como el ‘ahora’. Lo más cercano que tenemos de tal concepto es el ‘espacio simultáneo’ de un observador en el espacio-tiempo, ¡pero este depende del movimiento del observador!” (Penrose, 1989, 379). Después de más de dos milenios de estudio, indagación, teorización y experimentación, la filosofía ha dado la espalda a la presunción que hoy manejan la física y las neurociencias. Pero necesitan de mucho recorrido por la vía subjetiva. La subjetividad está mejor preparada para seguir su curso que la objetividad proclamada como confiable. Podemos confiarnos en la objetiva respecto a muchos asuntos conflictivos ya vividos y que vuelven a presentarse. Pero no nos es del todo útil al desplegar nuestras habilidades ante cada nuevo asunto con el fin de enfrentar la adversidad que la vida nos presenta cada vez.

 

PARTE 4


Si bien la objetividad es patrimonio de los sentidos y legado de la observación y la experiencia, existe una zona intermedia no del todo liberada de la subjetividad, aunque originada igualmente en la experiencia, cuyas reglas son flexibles. Aparece esta pre-objetividad cuando se aguza la percepción y se advierte el gran panorama que se ofrece a los sentidos, la lluvia de sensaciones que cae sobre los múltiples escenarios de la vida y, sobre todo, cuando se levanta el telón ante toda clase de observadores y públicos, en cualquier momento y parte del mundo, al desplegarse la información en estado bruto.



 

La realidad vestida por nosotros


No hay más que despertar, levantarnos, salir afuera y tomar conciencia de cómo se presenta el mundo. Y decimos despertar y salir afuera porque es el momento en que el complejo de neuronas, transmisores, sensores y traductores del sistema nervioso inician una tarea renovada después del reposo. El espíritu se inerva potencializado. Es la instancia en que la sensibilidad se presta mejor para percibir todo con el mayor brío y frescura. ¿Qué y cómo se percibe? Se perciben los testimonios bruscamente inmediatos, una verdadera lluvia de sensaciones cuyas gotas no se pueden discriminar. Por un lado, la luz, por otro las sombras, las siluetas y figuras que aparecen en la ventana, en la puerta, en el jardín o en la calle. Las relaciones entre ellas con sus filiaciones, los sonidos fuertes y suaves, los olores, la apreciación del clima, todo aquello en que parece que se asienta el mismo haz de sensaciones en el ánimo y en el abanico de proyectos para el día. Invade de golpe, como un racimo o cariñoso encuentro si las perspectivas son buenas, o como una cachetada o señal de rechazo si son malas.

Nos instalamos irreflexivamente en un sector del mundo igualmente lindante con la realidad y con la alucinación, en una impresión no del todo objetiva ni del todo subjetiva. Originariamente, no parece que la actividad mental tenga que ofrecernos indefectiblemente un mundo del todo real o del todo irreal, una traducción fragmentaria de la naturaleza, puesto que sabemos que la naturaleza es toda de una vez y no de a partes. Nosotros somos de a partes, seres que debemos aplicarnos fragmentariamente y en trozos si queremos entender el todo. Por un parpadeo de la mañana entrevemos el todo, como si fuera una fotografía de 360 grados y de todas las dimensiones. Pero, generalmente, no se calibra ni estima cuantitativamente la luz ni la sombra ni las figuras con forma y colores, los resplandores ni las oscuridades. Todo viene de manera masiva desde un mismo gran recipiente, dígase para respetar el espacio, y se produce como instantánea, dígase para respetar el tiempo.

Pero nuestra sensibilidad no hegemoniza ni el espacio ni el tiempo sino nuestra manera de tomar contacto con la realidad. La costumbre de analizar y de considerar por partes nos deja fuera de toda cercanía con la naturaleza y la cultura. No apreciamos que viene todo junto y no por partes ni por instantes ni separado por fronteras o sitios, y que la máxima aspiración sería recoger las impresiones en su totalidad infinita, como quieren los místicos y los poetas. Si observamos el paisaje desde una gran altura, por ejemplo, desde un avión, en el cono de luz atencional estará lo próximo y lo distante concentrado en una misma imagen, aunque la reflexión disponga las diferencias off the record, fuera de escena o al margen de lo que la vista estipula en bruto. Asimismo, podemos observar las estrellas, aunque su luz provenga de una fuente de diez mil años de antigüedad.

Ahora bien, ¿cómo entendemos el mundo que contemplamos y sentimos? ¿De la manera brutal en que lo entienden los sentidos? Sin que podamos prescindir de esa impronta severísima y violenta, debemos advertir que hay otra impronta producto de lo que elaboramos con ella. Sin embargo, tampoco es el resultado de un trabajo por el cual sustituimos lo brutal y engañoso por lo alambicado y confiable elaborado por la objetividad. Sin que se tengan que rechazar de plano estas dos posibilidades, parece que lo que entendemos es más bien la imagen refleja en la verdadera pantalla o visor que somos. Ni datos inmediatos de la conciencia ni elaboración posterior de los datos, aunque en el lenguaje del tiempo puedan aceptarse estas condiciones del conocimiento.

Particularmente, entendemos el mundo por una impronta estampada en el sistema nervioso y que obra sobre nuestra voluntad al activarse. Pero no es la obra de una cámara que, desde el interior, filma la realidad exterior, ni la de un cálculo de físico-matemática que describe la realidad material desde una realidad teórica. Esa impronta incluye la actividad de las emociones, no sólo la involucrada en la de la razón, por lo que pueden vincularse razón y emoción. Según la “hipótesis del marcador somático” del neurocientífico portugués Antonio Damasio, “muy bien puede existir un núcleo neurobiológico compartido, una hebra fundamental común”.

“Ya debería ser evidente la asociación entre los llamados procesos cognitivos y los procesos que se suele llamar ‘emocionales’. Este sumario general también se aplica a la elección de acciones cuyas consecuencias inmediatas son negativas, pero que generan resultados positivos en el largo plazo; por ejemplo, sacrificarse hoy, para tener beneficios más adelante” (Damasio, 2024, 194 y 201).

Somos un despliegue de actividad nerviosa alimentada por bioelectricidad, en la que estallan fulguraciones y no solo representaciones, juicios, emociones y sentimientos. De paso anótese que “el sentimiento es la conciencia de la emoción: es un segundo momento, más elaborado y complejo que la emoción. La emoción está vinculada al cuerpo; el sentimiento a la mente” (Cotrufo & Ureña, 2018, 98). Somos virtualidad viva, y nos asemejamos a relámpagos que diseminan su energía y que procuran aprovecharla de la manera más efectiva. Somos las exhalaciones que explotan siguiendo un orden graduado por los estados de cosas del mundo, desplegados intermitentemente y sometidos a permanentes cambios, conversiones y transformaciones (de manera que no hay cosas sino estados diversos de lo que llamamos materia). Y todo lo demás es simple apariencia, acomodos hechos merced a las facilitaciones del lenguaje del tiempo y el espacio, que es el único lenguaje de que disponemos, el llamado lenguaje de la mente. La realidad desnuda, pues, no figura en nuestro cono de luz, y solo vemos los vestidos con que se arropa confeccionados por nosotros. Sin embargo, la realidad no sería realidad si no se revelara lo que la convierte en realidad radical. Veámoslo.


El todo y las partes: la separación


Realidad radical es solo el montaje cuyo símil puede encontrarse en lo que los cineastas llaman producción. No el rodaje con sus etapas y diferentes clases de trabajo especializado sino el resultado final: la película, pero la película como obra de arte. Quítense la presentación, el desarrollo, el desenlace, el final triste o feliz; quítense los costos de producción, los efectos especiales, los personajes y los lugares de filmación. Entonces, se empezará a apreciar lo que la obra deja en el ánimo, en el espíritu o en el alma, y es lo más parecido a la realidad radical. Porque, si la comparación se trasplanta a la vida humana en su realidad verdadera, se apreciará no como pieza artística lograda merced a los medios de que se vale para consagrarse como arte, sino de los fines hacia los cuales está orientada y por lo que se consolida como vida. Esos fines no figuran en la descripción de la realidad objetiva sino en la descripción de la realidad última, es decir, subjetiva, humana, alerta y no clavada e inerme como una estaca en la tierra.

Somos, pues, una producción; no el comienzo ni el final de una novela sino lo que la novela deja en la retícula nerviosa especializada, el primordial sensor capaz de registrar la realidad radical, inapreciable para la conciencia distributiva. Existir implica una esencia, un atributo de especificidad exclusiva e incomparable de la energía que interviene en la fisiología neuronal. Cierto impedimento feroz en los intercambios de esa energía desvía la atención hacia una fenomenología parcial o a medio construir que se rige gracias al deus ex machina del tiempo.

La conciencia humana en general, la del hombre corriente, es un juguete de la existencia, una noción que parece surgir del sí, esto es, de la determinación de la materia y de la vida, de la evolución y del instinto de supervivencia. Sin embargo, lo que somos y lo que es el mundo y la vida en general es más un no que un sí, el procedimiento por el cual decimos más veces no que sí al realizarnos en la experiencia vital, pues no nos alzamos con todo lo vivido sino solo con la enjundia del cuerpo presente. Quizá el universo entero responda a este procedimiento. De tal particularidad nace el ser humano, el edificio de la personalidad y de la historia personal. Somos cuerpo presente pero también ausente, el cual ante la novedad y la adversidad puede obrar in nuce, en pañales, en ciernes, “en el aire”. Quizá más ausente que presente, más de lo que no podemos palpar que de lo que podemos palpar, ver y tocar.

Hemos dicho que entender el mundo significa separar en partes, que la conciencia humana no está preparada para abarcar el todo de una sola vez. En consecuencia, entender, algo fundamental para la vida, es privativo del hombre y constituye un requisito indispensable de la inteligencia. Anaximandro, un sabio nacido en Mileto a finales del siglo VII a.C., concibió el todo como una sustancia indiferenciada, sin mezclas ni partes, indestructible, inmortal e infinita y por lo tanto divina. Se trata, quizá, de la primera vez que se concibe una sustancia indeterminada y única, que no se distingue por cualidades elementadas o corpóreas ni mezclas de ninguna especie.

Una noción primordial que surge de esta especulación asombrosa consiste en que el todo no tiene cuerpo y solo cuenta como espacio infinito y eterno. Pero ¿de dónde salen las cosas, las partes, las diferencias y determinaciones? Anaximandro lo explica por la separación, que podría calificarse como “la primera elaboración filosófica de lo trascendente y lo divino, sustrayéndolo por primera vez a la superstición y al mito”: “La sustancia infinita está animada por un movimiento eterno, en virtud del cual se separan de ella los contrarios: cálido y frío, seco y húmedo, etc. Por medio de esta separación se engendran infinitos mundos, que se suceden según un ciclo eterno. Cada uno de ellos tiene señalado el tiempo de su nacimiento, de su duración y de su fin. ‘Todos los seres deben pagarse unos a otros la pena de su injusticia según el orden del tiempo’ [había escrito Anaximandro]. Aquí la ley de justicia que Solón consideraba predominante en el mundo humano, ley que castiga la prevaricación y la prepotencia, se convierte en ley cósmica, ley que regula el nacimiento y la muerte de los mundos. Pero ¿cuál es la injusticia que todos los seres cometen y que todos deben expiar?

Evidentemente, se debe a la constitución misma y, así, al nacimiento de los seres, ya que ninguno de ellos puede evitarla, así como no puede sustraerse a la pena. El nacimiento es, como se ha visto, la separación de los seres de la sustancia infinita. Evidentemente, tal separación equivale a la rotura de la unidad, que es propia del infinito; es la infiltración de la diversidad, y por tanto del contraste, donde había homogeneidad y armonía. Pues con la separación se determina la condición propia de los seres finitos: múltiples, distintos y opuestos entre sí, inevitablemente destinados, por ello, a expiar con la muerte su propio nacimiento y a volver a la unidad.” (Abbagnano, 1994, 15 y 16)

Esta incipiente cosmogonía, filosófica, poética, precursora de asuntos tan disímiles como el pecado original y la dialéctica, había atribuido las partes a la misma dinámica de la naturaleza, observando que las cosas se generan, precisamente, por un juego constante de oposiciones. Y es la generación de unilateralidad lo que anima el devenir, un juego de generación y destrucción originado por la separación en partes. Encontramos en Anaximandro, pues, alternando religiosidad incipiente y filosofía primera, una sencilla noción del tiempo, diferente “de nuestra idea de historia y progreso como desarrollo lineal” (Palazzo, 2019, 30), y una concepción acerca de los mundos posibles, que vuelve a presentarse en filósofos del siglo XX. El pensador jonio teje con notable belleza una teoría que aquí recreamos parcialmente con lo que puede llamarse producción o principio que también separa la realidad radical de los engaños de la apariencia.

Esta concepción, ¿acaso no encierra un vigoroso soplo de verosimilitud y racionalidad? ¿Se puede dar mayor crédito al estallido original aceptado por la mayoría de cosmólogos, o la teoría acerca de lo que es igual a sí mismo en un siempre estacionario? Se trata de teorías de parecido poder explicativo distantes por veintiséis siglos (Anaximandro también había defendido, más de veinte siglos antes que Copérnico, el giro de la Tierra en torno al Sol). Interesa aquí y por sobre la intelección cognitiva, la separación que se remite con toda claridad al problema del cuerpo. Y que, si bien nos separa del todo, impidiéndonos apreciarlo a cabalidad, al menos nos permite advertirlo.

Se apuesta a la objetividad desde que la ciencia se instala como camino confiable por sobre las explicaciones trascendentes a partir del Renacimiento y de los inicios del método experimental. Responde al mundo posible en que el conocimiento se circunscribe a las fronteras de las cosas y a las relaciones que pueden deducirse midiendo sus interrelaciones proporcionales. Si bien es el único modo de dar con respuestas prácticas y eficientes que se corresponden con la empiricidad del mundo, solo distraen respecto a respuestas aproximativas y probables que se corresponden con la experiencia vital. Empiricidad es separación, mientras que experiencia vital es tránsito y cambio hacia la unificación y la reunión.

Es necesario revisar todos los enfoques fundados en la separación, en el espacio y el tiempo. El mundo y la vida, el ser de las cosas, el principio del mundo (arché) y lo indeterminado (lo apeirón de Anaximandro) tienen que encontrar su nueva expresión. La realidad radical o principio del mundo “no podrá abandonar definitivamente las cosas que tienen su origen en él y, de hecho, con el sello de la necesidad y el tiempo, las gobierna y las ordena, e incluso las acoge cuando después de morir hayan expiado la injusticia de haber nacido. Pero la injusticia sigue siendo una injusticia, del mismo modo en que el desgarro, por mucho que se recomponga, sigue siendo un desgarro. En este caso se trata de una injusticia y de un desgarro que marcan para siempre y de manera irremediable el nacimiento de todas las cosas que son” (Palazzo, obra y lugar citados).

El tiempo resulta de la ilusión originada por la separación: al no ser posible la contemplación del mundo de una sola vez, la necesidad de cambio de una parte a otra sugiere la presencia de un polizón a bordo. Se inmiscuye en la percepción de la realidad al distinguirse una figura de otra y al afanarnos por barrer con las fronteras sin poder lograrlo sino a medias. Se dice que algo pasa, es decir, que da un paso de atrás hacia adelante y que, como no se sabe dónde localizar las pisadas, se las remite a un sitio imperceptible que se calcula en función del espacio, por los movimientos de traslación y rotación de la Tierra y por los relojes. Pero es imposible discernir sus componentes como no fuera por su estricta correspondencia con las transformaciones: de ahí resulta una famosa ilusión: si se dan muchas transformaciones se intuye poco tiempo, si se dan pocas, se intuye mucho.

Hoy en día la humanidad busca destronar al rey tiempo en una carrera por salvar las distancias y acortar las esperas que impone recorrerlas. El gran salto tecnológico que caracteriza nuestra época está en la base de la globalización de las comunicaciones, los intercambios, la información y, por tanto, de la cultura, la ideología, las costumbres, el derecho, los valores, la moral y los modos de sentir. Estos cambios, que se han puesto de relieve a partir de observaciones objetivas y estadísticas, también se han producido en la dimensión subjetiva, en la que es más notorio un fenómeno de cambios de fronteras espirituales y de pensamiento. Así, se ha dicho, los ideales firmes, escasos y sólidos han cedido lugar a los dúctiles, variados y líquidos, y si servían a un pensamiento vigoroso y personalizado hoy lo hacen respecto a un pensamiento débil y masivo.

El intento tecnológico de reducir al máximo la temporalidad auspicia una ganancia para el conocimiento al dejar más claramente al descubierto el fondo común de que están dotados los seres y que gobierna la existencia de las cosas. Sin embargo, ese panorama auspicioso para el conocimiento puede ensombrecerse por quedar al servicio de intereses extraños al conocimiento. Se deduce que ganamos con esfuerzo, y apenas, una noción del todo en detrimento de lo que somos como partes. Si bien las partes nos ocultan la realidad del mundo, también el mundo nos dispersa en su vastedad como el viento dispersa las partículas de polvo. Así lo sugirieron escépticos y pirrónicos, Sexto Empírico y Epicteto, Francisco Sánchez y Michel de Montaigne (este último, más realista que escéptico, a nuestro criterio). Y, si este hecho resurge como la gran contradicción de la sociedad actual, debemos reconocer que no hay una política para desbaratarla, porque la política también actúa por separado y gobierna de vez en vez sin jamás hacerlo de una sola. Cabe, pues, pronosticar la intromisión de la política en la subjetividad, así como lo ha hecho el mercado, y esperar su incursión en la objetividad radical.

 

PARTE 5


En cuanto al reconocimiento de la realidad radical por parte de la conciencia común y corriente, no se logrará en la inmediatez histórica de acuerdo a lo que se puede suponer. Hasta las creaciones de ciencia ficción y fantasía han adelantado un futuro inmediato de enajenación, despersonalización y descreimiento que debilitaría la curiosidad y el esclarecimiento respecto a los grandes misterios de la vida y el mundo. Un pronóstico más alentador se vuelve posible, sin embargo, aunque no sea de realización inmediata, y podría alcanzarse soberanamente. Se descubre una facultad por la que el conocimiento se reafirmaría desde sus bases originarias, superándose y potenciándose, no estrictamente por proyectarse desde lo objetivo puro o lo subjetivo puro, sino desde ambos dominios, de modo de satisfacer la aspiración de verdad y credibilidad del conocimiento.


Virtualidad y realidad radical


¿Qué puede revelar esta facultad? Recordemos que se trata de la capacidad por la que tienden a volverse inmediatos y presentes los hechos ocurridos en diferentes lugares y tiempos. La hemos reconocido como actividad del sistema nervioso de fundamental importancia para la cognición, es decir, para constituir el saber originario y espontáneo, pero también para formar y reafirmar los rasgos específicos de la personalidad. También la hemos encontrado refleja en las conquistas de la tecnología, por las que se reducen las esperas y distancias y con lo que el mundo se vuelve más interconectado y mentalmente compartible. Así surge la condición de virtualidad como condición omnímoda, por la que la existencia se muestra en su desnudez primigenia y singularidad intemporal.

Si bien llamamos realidad al sistema de generación y mantenimiento de la vida y de las cosas, al mundo conocido y al universo en su inmensidad desconocida ‒a la energía y al complejo resultante de sus transformaciones ‒, la conciencia humana forma parte de ese sistema, por lo que se suman las expectativas del conocimiento, lo que hay de este también como realidad. Todavía hace falta que la realidad se muestre tal como funciona, que deje ver los secretos de su generación, transformación y recursividad permanente. La virtualidad da un salto, entonces, y se revela en ese encumbrado y muy humano sentir que hace falta del que carece la naturaleza, porque ella no siente.

La tan solicitada dimensión de las causas queda relegada al ya no prestarse para eslabonar la cadena de procesos que terminan en determinadas consecuencias. Como se sabe, al quedar la causalidad sometida a la prueba contrastante de los fenómenos no lineales y de los factores múltiples, se ha preferido hablar de función, es decir, de la relación entre dos magnitudes según la cual, si varía una, la otra registra una modificación que se corresponde. La función viene a sustituir la idea de causa-efecto con la de transformación; pero, como entran en este concepto toda clase de transformaciones, se dice que se trata de campos, un concepto que pude albergar cualquier clase de fenómeno, de la naturaleza que sea.

Un campo, al parecer, es una realidad física parecida a lo que hemos descrito como nube de probabilidades, aunque, por ejemplo, un campo electromagnético no es un conjunto de probabilidades sino una amalgama de electricidad, magnetismo y luz con sus ondas y frecuencias. Sin embargo, tienen algo en común en cuanto a comportamiento, pues, así como es imposible predecir con exactitud lo solo probable, también lo es la predicción en ciertos campos del mundo subatómico que estudia la física cuántica cuando las frecuencias son muy altas: “los filósofos habían dicho antes que uno de los requisitos fundamentales de la ciencia es que siempre que ustedes fijen las mismas condiciones debe suceder lo mismo. Esto sencillamente no es cierto, no es una condición esencial de la ciencia. El hecho es que no suceden las mismas cosas, que solo podemos encontrar un promedio estadístico de lo que va a suceder” (Feynman, 2002, 67).

¿A dónde nos conduce esto? A comprobar que la realidad cuántica, parte de la realidad toda, se parece bastante, y especialmente en cuanto a lo experimental, a la realidad psíquica, aunque se trate de dimensiones que “existen” de forma bien diferente. Porque ante las mismas condiciones la mente no reacciona siempre de la misma manera, y solo es posible establecer una nube de probabilidades en cuya zona más densa se encontrará la información relacionada con la intelección y el conocimiento. Si ante una duda o frente a un problema cualquiera se quiere aventurar cómo y con qué se despejará la duda o se encontrará la respuesta al problema, más allá de causas y efectos, de funciones y campos, de conceptos y teorías, se aterrizará en la subjetividad.

El mundo que conocemos respondería a nubes de probabilidad, y su dibujo estaría trazado por inducciones y deducciones hipotéticas tanto como por confirmaciones experimentales y objetivas. Al conducir un automóvil sabemos cómo evitar un obstáculo que se presenta en el camino. Podemos resolver el problema aplicando un recurso ya previsto en todo vehículo, es decir, girar el volante; y se trata de una aplicación del conocimiento. Responde a que nos movemos en una realidad exterior ‒el coche, la ruta, las señales ‒ prestablecida de antemano. Las propiedades del planeta Tierra configuran una realidad externa que también condiciona el comportamiento de los objetos, por ejemplo, el de un mismo péndulo en Estocolmo o en Quito debido a las condicionantes geofísicas, el movimiento, etcétera (Feynman, ob. cit., 68).

No se puede afirmar, pues, que un péndulo se comporta en todos lados de la misma manera, y es requisito indispensable la comprobación experimental. Tampoco se puede afirmar que nuestro recurso de vida, concebido en la experiencia y asimilado por la inteligencia, resulte infalible. Solo al someterlo alguna vez como ensayo y error sabremos si funciona como una ley que explica misterios y soluciona problemas. Si una afirmación observacional se puede convertir en ley física, es decir, en que lo que se afirma se cumple todas las veces, un saber recogido por la imaginación y la experiencia se puede convertir en recurso eficiente y saber práctico de una persona.

“El principio de la ciencia, casi la definición, es el siguiente: La prueba de todo conocimiento es el experimento. El experimento es el único juez de la ‘verdad’ científica. Pero ¿cuál es la fuente del conocimiento? ¿De dónde proceden las leyes que van a ser puestas a prueba? El experimento por sí mismo ayuda a producir dichas leyes, en el sentido de que nos da sugerencias. Pero también se necesita imaginación para crear grandes generalizaciones a partir de estas sugerencias: conjeturar las maravillosas y simples, pero muy extrañas estructuras que hay debajo de todas ellas, y luego experimentar para poner a prueba una vez más si hemos hecho la conjetura correcta. Este proceso de imaginación es tan difícil que hay una división del trabajo en la física: están los físicos teóricos, quienes imaginan, deducen y conjeturan nuevas leyes, pero no experimentan, y luego están los físicos experimentales, que experimentan, imaginan, deducen y conjeturan.” (Ib., 32)

Cada persona es una especie de físico teórico y de físico experimental. La realidad exterior condiciona el comportamiento de las cosas y también el comportamiento humano. Lo condiciona la realidad dada y la realidad construida por el hombre. Pero se puede estipular el comportamiento de modo de anular el condicionamiento o de adaptar las circunstancias en juego para que permitan satisfacer las necesidades. La realidad interior también condiciona el comportamiento humano, pero es más difícil obrar sobre ella y adaptarla a los deseos y propósitos. Solo viviendo una realidad dada se puede estipular aquello del comportamiento del mundo que tiene que ver con el comportamiento de cada una de las personas.

Es este el sentido que damos a lo que recogemos de la experiencia de vida. La impronta que seleccionamos e incorporamos como saber y como rasgo de personalidad actúa como actúa el experimento en la ciencia: partiendo de unas pocas veces se establece su valor para todas las veces o, a lo mejor, se crea un campo dentro del cual hallamos lo necesario. Adviértase que creamos instrucciones vacías, no pautas determinadas para repetir y aplicar de memoria como, por ejemplo, la de evitar mojarnos los pies cuando llueve si saltamos sobre los charcos. Creamos una forma en la que cabe cualquier contenido. En puridad, creamos un algoritmo: disponemos de ciertas órdenes que se activan en una situación dada y se adaptan a la variación de los acontecimientos, con lo que dan con la solución buscada.

Las vicisitudes de la historia personal disponen ciertas previsiones que la conciencia elige en la medida en que vive, una estrategia parecida a la del físico teórico o a la del ingeniero que diseña automóviles. En lo estrictamente personal somos los ingenieros y constructores de nuestra nube de probabilidades, de las habilidades y de la tecnología necesarias para vivir como individuos y en sociedad, además de las que nos suministra la educación, el aprendizaje práctico y la memoria. Y somos físicos teóricos y experimentales, pues no solo imaginamos, deducimos y conjeturamos, sino que también experimentamos al comprobar en la práctica que lo proyectado se aplica al menos en una serie de veces. En el fondo somos los lógicos que conciben fórmulas del tipo: si A, entonces B, que aplican sean cuales fueren las circunstancias dentro de los límites que presentan los problemas. Sin embargo, el fenómeno vécico se parece más al contacto que a la inferencia, en una clara semejanza con el fenómeno químico.


El mayor contacto con lo posible


¿Qué se desprende de todo esto? Ante todo, que dependemos de la subjetividad tanto como de la objetividad. Lejos de la tradicional suposición por la que se supone reina la objetividad, lejos de la disolución de la subjetividad debido a las conexiones directas y coordinaciones explícitas de la objetividad con la realidad concreta, esta no sería posible sin la otra cara de la realidad interna, mental y abstracta. La subjetividad pone todo en movimiento y no existe una objetividad creativa y constructora. La más objetiva y práctica de las personas concentra una ingente carga de imaginación, de fantasía e ilusión. El problema radica en que no se suele distinguir la fantasía y la ilusión del plano creativo y fértil para la vida, de la fantasía y la ilusión del plano no tan fértil, reiterativo e inconducente. La subjetividad, como consecuencia de esta falla, se identifica más con la función inútil o, simplemente, de entretenimiento y juego (aunque esta función es fértil en un sentido no inmediato).

Paradojalmente, los científicos, para quienes su profesión no sería nada sin el culto a la objetividad, valoran más la faz creativa de la subjetividad. Muchos filósofos han luchado y hoy luchan por expulsar la subjetividad de su territorio, creyendo erigir una disciplina superior fundada en la observación práctica y la comprobación empírica. Así, han barrido a la metafísica de la faz de la tierra. También es patético el fervor de los psicólogos por erradicar de la psicología todo supuesto filtrado por opiniones subjetivas o introspectivas, ¡los psicólogos, los estudiosos de la vida mental! Y la sociología se empieza a parecer a la política cuando habla de socialización de los individuos y quiere independizar a la sociedad del espíritu individual.

Sería erróneo dividir la imaginación en fértil o creativa e infértil o anodina. No es posible clasificar la actividad mental solo en función de valores, como tampoco el plano de la actividad física y corporal. En este sentido, no es necesario buscar otro tipo de clasificaciones y alcanza con advertir el lío que se ha formado por insistir en desvalorizar la subjetividad y generalizar el peligro de usar la imaginación. En todo hay de lo bueno y de lo malo, se aplique el significado que fuere a estas palabras. En el conocimiento objetivo también hay aspectos infértiles, errores, inaplicabilidad práctica, peligros y engaños.

Por lo pronto, la subjetividad es afín a la diversidad de la vida, mientras que la objetividad se amalgama con lo unívoco y dividido en partes. Aunque vivir no es vivir todo y en el todo, de cualquier manera, consiste en el mayor contacto posible con el mundo, con lo probable y con lo posible ‒y a veces hasta con lo imposible. Lo subjetivo exige que se conozca la fuente de donde proviene, sin duda inserta en la vida mental, pero dependiente de otro concepto muy maltratado, y aun negado por algunos psicólogos de los últimos tiempos: el yo. Es una dimensión estudiada por el psicoanálisis, aunque el psicoanálisis también y eventualmente sea despreciado. En algunos libros de psicología el yo aparece desfigurado, tratado como si, en general, fuera un agujero de la mente, algo así como un cono o embudo cuyo vértice se hunde en las profundidades oscuras de la interioridad subjetiva.

Esto es erróneo, porque el yo y la subjetividad a la que pertenece no tienen sus raíces hundidas en la oscuridad misteriosa sino en la experiencia, como las tiene la objetividad. No es concebible como un embudo sino como un hiperboloide; no como un cono con su vértice hundido en la intimidad mental sino como una forma semejante a la torre de refrigeración de una central nuclear, una figura abierta por sus dos extremos, uno cerrado y mental y otro abierto a la actividad de la vida y al contacto directo con el mundo (Liberati, 2015, 112). Por lo que la subjetividad tiene los mismos títulos de la objetividad que testimonian la indiscutible ascendencia en la experiencia.

Algunas imprimaciones nerviosas experimentadas por motivaciones cualesquiera en la historia personal se enlazan con las situaciones problemáticas en todos los niveles de la vida humana. Y se convierten en los principales recursos del conocimiento al activarse los circuitos neurales comprometidos con la resolución de problemas. Mediante este enlace se configuran los fundamentos del saber a qué atenerse en la vida corriente, y se consagra la más importante función de la inteligencia, que se complementa con la memoria, la instrucción, el aprendizaje y las habilidades adquiridas.

 

PARTE 6

 

Escribe John Dewey en su Lógica: “La experiencia posee continuidad temporal. Tenemos un continuo experiencial de contenido ‒u objeto‒ y de operaciones. El continuo experiencial posee una base biológica definida. Las estructuras orgánicas, que constituyen las condiciones físicas de la experiencia, son duraderas. Queriéndolo o sin querer, juntan de tal modo las diferentes ondas de la experiencia que estas constituyen una historia en la cual cada onda acarrea el pasado y abarca el futuro. Esas estructuras orgánicas también se hallan sujetas, mientras duran, a modificación. La continuidad no significa la pura repetición de identidades. Porque toda actividad deja una ‘huella’ o registro de sí misma en los órganos que la ejecutan. Por tal razón las estructuras nerviosas que toman parte en una actividad resultan modificadas en alguna medida, de suerte que las experiencias ulteriores vienen a estar condicionadas por la estructura orgánica alterada. Además, toda actividad manifiesta cambia en alguna medida las condiciones ambientales que constituyen las ocasiones y estímulos de experiencias ulteriores.” (Dewey, 1950, 272)

Con estas palabras Dewey entra a referirse al “continuo del juicio” y a las “proposiciones generales” de la lógica. Todo su interés se centra en destacar “que la investigación, con la que formamos el juicio, constituye en sí misma un proceso de transición temporal que tiene lugar con materiales existenciales” (ib., 273). Así, a través de estas pocas y sencillas palabras, Dewey rompe la barrera que hasta ese momento separaba lo conceptual y lo orgánico, lo abstracto y lo concreto del pensamiento, es decir, lo racional y lo empírico. Ubica el problema en un plano en el que se reconcilian Platón y Aristóteles, la lógica ontológica de los griegos clásicos y la lógica formal de las concepciones modernas y contemporáneas.

Y a esta innovación que marca un punto señero en la historia de la filosofía, añade una nota que no puede pasarse por alto: la experiencia posee una base biológica, cuyas estructuras son duraderas; pero, además, y esto no ha sido suficientemente subrayado, descubre cómo se juntan las “ondas de la experiencia” y lo que cada onda “acarrea del pasado y abarca el futuro”. No necesita decir más para ilustrar con esas palabras, que para el caso no hay muchas, el hecho vécico del conocimiento. Y decimos “hecho” porque queda meridianamente claro que ya no cabe con plena oportunidad el término “fenómeno”. Es un hecho desde que resulta de la experiencia y de “estructuras nerviosas que toman parte” en la actividad de la experiencia. Con lo que, en cierta medida, Dewey adelanta la teoría de Hebb.

Se trasluce la dificultad que presenta el referirse a este hecho crucial del conocimiento; se vale de la expresión “ondas de la experiencia”. Asimismo, se refiere a que “toda actividad deja una ‘huella’ o registro de sí misma en los órganos que la ejecutan”. Aquello que hemos llamado algoritmo, fulguración, horma o asociación de células nerviosas. Está ya en Dewey la plena concepción del mecanismo (si vale la palabra, y es admisible en el cuadro teórico del pragmatismo) responsable del conocimiento, tomando este concepto en su acepción más amplia, en la que se admite las particularidades de los procedimientos de la ciencia, de la filosofía y del pensar común y corriente también llamado “sentido común”.


El conocedor furtivo


Lo que se conoce y reconoce del mundo, especialmente el conocimiento aplicado con el fin de resolver situaciones complicadas responde a un proceso desarrollado por cada persona a lo largo de su vida. Interviene la experiencia en sus circunstancias, situaciones problemáticas, dilemas, conflictos, sufrimientos, vivencias inesperadas y desconocidas. Adquieren un relieve importante las veces en que un orden de complejidad opuesto al desarrollo corriente de la vida es resuelto o disuelto de alguna manera en virtud de habilidades propias y genuinas.

En estos términos, es claro que hablamos de una realidad específica que se esconde tras la realidad histórica personal registrada en la memoria. No de una realidad de carácter biográfico o, se diría, bio/gráfico, sino de una realidad de carácter biológico o realidad bio/lógica. Se advierte así que a la historia lineal se acopla una armazón lógica de habilidades y conocimientos, surgida aquí y allá, en tal o cual momento, y que interviene en cada caso concreto y cobra contenido en función de la circunstancia o realidad presente dada. La vivencia de que se trate y el grado del asunto con que se enfrente la persona “llenarían” esa realidad biológica con la realidad biográfica. Quedaría atrás, pues, el supuesto de que las “ideas” serían las responsables últimas de la realidad vivida y del conocimiento del mundo y, de la misma manera, que solo los hechos empíricos determinarían la realidad conocida y vivida.

Llamar “realidad” a ese proceso no es más que una jugada en contra de la espaciotemporalidad atribuida a todo lo existente. Nada más que una manera de subrayar la inadecuación del término en cuanto denomina y especifica lo que no es imaginación y fantasía, sueño o alegoría. Si la realidad respondiera a la captación inmediata de los sentidos o a la racionalidad elaborada de las ideas, y aunque por tales medios se lograra conseguir un concepto terminado, o aproximadamente terminado, acerca de ella, no podríamos entendernos con ella, especialmente en los hechos, en la vivencia, pues permanecería separada de la realidad del cuerpo y de la mente y no se trataría más que de una carrera como la del gato y el ratón. Por lo que preferimos llamar “realidad vécica” a esa realidad de veces y no de tiempos y lugares, una realidad de consolidaciones por las que se recrea un algoritmo en el sistema nervioso central, una asociación neuronal o un “sistema nervioso” particular asociado a la situación cuya huella construye una vía de procedimiento o inferencia neurológica que se asimila como “conocimiento vécico” o vicisitudinario.

“Vicisitudinario” es una palabra que “se aplica a las cosas que suceden en orden alternativo”. “Vicisitud” quiere decir “alternancia de sucesos”, “suceso que produce un cambio brusco en la marcha de algo”. Se usa con el mismo valor que “accidente” o “suceso”. Finalmente, “alternar” quiere decir “sucederse, en el espacio y el tiempo, dos o más cosas, repitiéndose una después de la otra” (María Moliner, Diccionario). Si bien este significado es dependiente del concepto “tiempo”, la palabra “vez”, de igual etimología (turno, alternativa), experimenta un vaciamiento en la noción del tiempo al usarse en relación a momentos indeterminados o que no importa especificar: ya habíamos dado ejemplos: una vez, cierta vez, a veces, etcétera.

Nada nos ofrecen los sentidos en su obrar sino la experiencia de los sentidos, y esta experiencia no nos deja percepciones ni sensaciones sino impresiones, estampaciones de aquellas. No nos muestran un mundo reflejo y solo nos ponen en contacto con un proceso que elabora mundo o mundos con nosotros dentro de ellos (las pautas de conocimiento son parte de la construcción resultante). No obra una corriente de datos de los sentidos sino la dinámica de la experiencia una y otra vez acomodada a la manifestación de energía en curso. Decir “en curso”, además, no quiere decir en el curso del tiempo sino en el curso de sus transformaciones, acerca de cuyos tiempos nada sabemos.

Trasmitimos a los sentidos lo necesario para que puedan ocuparse del mundo del modo en que necesitamos para aprehenderlo. No son ellos los que nos trasmiten datos imprescindibles, aunque trasmitan datos, pues, de ser así, solo seríamos un disco de almacenamiento de información, como el de una computadora, y seríamos incapaces de hacer algo con ella en el sentido en que es capaz de hacer algo con la información un ser humano. El conocimiento, pues, es esencialmente modal, no solo apodíctico y racional ni inmediato y empírico. Comunicamos al mundo cómo lo comprendemos, y no hay un supuesto intermediario que nos comunica con él al suministrarnos instrumentos de captación para comprender. La realidad, pues, no es solo esta, la del presente, que parece irreal por ya no tener existencia, por ya haber sido vivida y que no está ahora en la persona o en el acto actual. Está solo transformada, y nunca estable, congelada; por lo que hablar del pasado, de la realidad histórica, es un artificio para poder hablar de alguna manera.

Nuestro mundo es el mundo de la comprensión y no el del entendimiento. Seguramente, es el mundo el que debe o debería entendernos, y quizá el que hasta cierto punto nos entiende y no lo sabemos. Quien entiende poco o a medias solo puede comprender y dejar para quien bien entiende la obra de expresarse y volverse real, llámese naturaleza, universo o Dios. Enviamos un mensaje con el detalle de lo que somos y de lo que podemos, y eso es todo. Y nunca sabemos con seguridad si entendemos o no entendemos, porque la naturaleza no envía mensajes y sólo deja entrever signos que hay que interpretar. Demanda mucho esfuerzo perfeccionar el mensaje que permanentemente enviamos y decodificar los signos que nos aparecen como lluvia; nos cuesta descifrar el lenguaje del mundo. Y nunca se obtiene una versión final pues el mundo se mueve, cambia, se modifica, experimenta metamorfosis que no entendemos, asunto en el cual participamos, por lo que tampoco terminamos de entendernos a nosotros mismos.

 

Conocimiento de qué

 

El conocimiento no es ir de lo determinado a lo indeterminado, de lo conocido a lo desconocido. Es, en cambio, ir de lo indeterminado a lo determinado, trabajar los recursos puestos en marcha en lo indeterminado de la práctica de vida, al enfrentar lo determinado y desconocido, a lo que seguramente determinamos al aislarlo y determinarlo y finalmente comprenderlo. No responde a un proceso discursivo, aunque incluya procesos semejantes, ni a un trabajo que se hace después. Conocer es dar una y otra vez con el hacha a un tronco buscando que caiga siempre sobre el primer tajo y desde diferentes ángulos.

Lo que se ve ante sí, en la naturaleza, en el cielo, en el mar, en el bosque y la selva, en la ciudad y en las calles, ¿acaso no es el tronco cortado o a medio cortar, es decir, lo que conocemos? Todos pensamos, pero no todos nos ponemos a pensar, a manejar el hacha. No nos disponemos como nos disponemos a leer o a cocinar. Lo que hacemos al pensar es levantar toda nuestra existencia, con presente, pasado y futuro, para dejarla caer de a golpes sobre la realidad entrometida y foránea. Lo igual a lo que se ve no demanda ningún esfuerzo ni golpes; solo lo demanda lo distinto y adverso. Pues somos el movimiento contrario al que nos devuelve lo que se nos aparece.

Si tradujéramos lo que se nos aparece, si fuéramos los intérpretes o decodificadores de la realidad, seríamos otra especie, expresaríamos el espíritu de otra lengua, de otro sistema de comunicaciones. Pero somos el mismo sistema, la misma realidad. Somos apenas esos mismos pedazos y virutas que han saltado del tronco al golpe del hacha, hecho leña o palo. Llamemos “ideas” a esas virutas y fragmentos del tronco de la realidad a conocer. Son manifestaciones de la energía del mundo, no nudos a deshilvanar. Vienen a nosotros como material desechable, y ya no son aquel objeto sobre el cual tentábamos acertar con precisión el filo del hacha. Esta va, la viruta viene, y con ella todo lo que ha quedado del tronco, es decir, lo que ya no es tronco sino leño, estaca, astilla. Lo que hemos deshecho es lo que modifica la apariencia; no lo que ponemos sino lo que sacamos. ¿Qué pusimos?

Solo daño, invasión, intromisión. El daño se antepone como una dialéctica primitiva y brutal, de la que por abajo nos queda la satisfacción y por encima el sentimiento de angustia, la pulsión destructiva.

Conocer es modificar y aun destruir la información obtenida por sensores que captan lo dado. La verdad no puede responder a la simple irrupción, pues, así como el color del mar cambia con el color del cielo y la luz, todo irrumpe en todo, todo es a la mirada según lo otro, y somos otro cualquiera, una más de las irrupciones que sorprenden en el mundo. Hay, pues, un impulso propio que determina lo indeterminado, informe, basto y que no pertenece a nadie. No conocemos nada sino por el ejercicio de un impulso propio, de una elección o de una devoción que no nace de ninguna fuente extraña. Lo ajeno al impulso es fuerte, se impone a veces sobre nuestra conciencia y nos obliga a obedecerle. Pero no nos convence sin antes interponer nosotros las pautas que le hemos extraído de nuestras visitas, de nuestras iluminaciones, de los rayos que le hemos dirigido para que despierte de su sueño.

La circunstancia más comprometida, la enfermedad, la esclavitud, el dolor, la angustia, la desesperación son realidades que consideramos nuestras, que no están en el mundo que llamamos externo, aunque sea una de sus partes. Hay una realidad solitaria en la que no hay cómo no creer, la misma que por tradición se atribuye a las concepciones idealistas. Alguien diría —¿Dónde estoy si no es en ese mismo mundo externo que llamo externo por creer que es externo a mí? Hay una realidad solitaria y escondida, pero no es otra realidad, sino la realidad que no puedo ver por ser parte de ella.

La realidad furtiva de cuyas manifestaciones soy parte, que no hay cómo liberar de lo desconocido, es en la que creo. Y, desde que su fuente originaria es la misma que la del mundo de las apariencias, termino confiando en mis presunciones interiores y subjetivas, filtradas por las de mis congéneres. Y desconfío de lo que aparece en forma brutal, que provoca un susto y parece una cachetada inesperada. Por lo que, como consecuencia de lo que algunos estudiosos de filosofía gustan hacer, no puedo sino declararme idealista. Un idealista objetivo, ya que mi idealismo no es un idealismo de las ideas sino de las ocasiones innumerables, indefinidas e informales o experienciales de las que vicisitudinariamente se transforman y recrean en hechos y series de hechos. Por lo que mi idea de idea es poco ideal, es más bien material, aunque la de cómo se forma y convierte en realidad es flojamente materialista.

Así pensaría quien se sintiera idealista sin serlo en el sentido estricto, es decir, quien no se sintiera cómodo dentro del marco materialista, aunque, quizá sin saberlo, incluiría en su concepción aspectos importantes relacionados con los sentidos, la sensibilidad física y su importancia para el conocimiento.

 

PARTE 7


El punto de vista vécico permite apreciar con cierta claridad otro aspecto de la realidad, en este caso de la realidad social. En lo que se intenta presentar aquí como problema no se esconde ninguna intención de cuestionar la importancia de la ciencia teórica ni de las tecnociencias. En ellas se deposita no solo la fe en el desarrollo del conocimiento racional y sistemático, que incluye el desenvolvimiento de la vida práctica, sino también la garantía de supervivencia para la humanidad, para las demás especies y en lo que atañe al cuidado de la ecología planetaria. Por lo demás, la ciencia, con su permanente e infatigable actividad de renovación y rectificación, investigación y descubrimiento, al procurar el bienestar material, físico y psíquico, el confort, la potenciación de las facultades naturales de la inteligencia, transmite también sus gratificaciones al ámbito de la espiritualidad, la ética y los valores.

Ahora bien, el panorama de la ciencia teórica tal como hoy se perfila en sus múltiples relaciones con las tecnociencias y en el inmediato influjo sobre la vida de las personas, produce un efecto de inquietud y desamparo, de desconcierto y aun de incredulidad. Aunque en general no tenga consecuencias del tamaño de los grandes conflictos sociales ni de las tragedias colectivas notorias, sin embargo, conmueve a la humanidad sin que se note demasiado y, aun, sin que pueda comprobarse como se comprueban los de orden explícito y palmario. Puede explicarse con solo tener en cuenta el modo fundamental del conocimiento, de la forma en que hemos venido sosteniendo aquí que funciona, especialmente cuando presta su servicio en la vida práctica, doméstica y personal.

La variedad y la cantidad de productos, la celeridad con que se renuevan y aumentan en diferentes versiones, el impacto que produce la posibilidad de incorporación a la vida cotidiana con relativa facilidad conduce al aturdimiento. No al aturdimiento que producen los fenómenos comunes y corrientes cuyos efectos suelen expresarse con esta palabra. Nos referimos al aturdimiento no manifiesto ni patente, imposible de discriminar con claridad si no se tiene en cuenta la principal forma de proceder del conocimiento humano y cuando debe aplicarse a la distinción y al reconocimiento de algo con los solos recursos de las fuerzas propias. Surge un conflicto entre la forma de conocer y aquello que se desea conocer, por el simple hecho de que lo que se desea conocer es prácticamente sustituido por lo que en forma ajena a la voluntad se impone para conocer.

En tanto la forma de conocer se despliega por medio de los recursos de la historia personal (a los cuales nos hemos referido bajo la expresión de “historia vécica”), lo que se conoce ya viene desplegado, y se despliega siguiendo una dirección opuesta a la de la historia de formación de las aptitudes para conocer. Y esta dirección contraria es la que rige el curso de las ofertas de la revolución tecnológica que acapara la atención. Lo fundamental en este sentido es advertir que esa revolución tecnológica es concebida, y nada se puede reprochar a la ciencia en eso, precisamente para ahorrar el trabajo de descifrar las formas más convenientes de resolver problemas, de evitarlos o de enfrentar una adversidad que la vida presenta cada día y en cada momento.

La lluvia de descubrimientos, inventos, cambios de parecer de orden científico, variedad de opiniones autorizadas (las consabidas “bibliotecas”) funciona como una clase de velada imposición perteneciente a un nuevo régimen de lucha por el poder de gobernar, si no a las personas, especialmente la forma de convencerlas. La invasión llega al subconsciente con una velocidad antes desconocida, y la mente trabaja de una manera muy diferente a como lo hacía con la lentitud relativa de los cambios en las formas de vida de otros tiempos. ¿Se acomodó el cerebro de la gente al mismo ritmo en que se aprecia que se ha acomodado el cerebro de los científicos y de los tecnólogos?

No es raro que por el fondo las personas se encuentren en un grado cada vez mayor de conmoción por el impacto recibido, el cual no se puede ni se quiere evitar. El fuero íntimo, inanalizable, jamás puesto al descubierto por encuestas ni estadísticas como las que revelan el fuero extrínseco y se divulgan con frecuencia diaria, de las que importan pareceres, opiniones, circunstancias materiales que rodean a cada persona, en fin, predilecciones políticas, religiosas, deportivas, etcétera, se envuelve en un torbellino que la más genuina y poderosa facultad de poner orden, de discriminar y racionalizar no puede aquietar ni eliminar del todo. No se sabe hasta dónde está preparado el ciudadano común para asimilar por lo bajo el cambio sustancial en el modo de vida que se propone, aunque muchos escapen a su influjo y otros estén perfectamente preparados para lograrlo.


El aturdimiento


¿Qué lo marea o aturde? Lo marea y aturde el quedarse sin puntos de referencias conocidos y seguros, dada la magnitud de los saltos cuantitativos y cualitativos de la abrumadora oferta tecnológica invasora del hogar, el trabajo, la convivencia, las costumbres, modificándolas y obligando a una adaptación tras otra. No se incuba aquí el propósito de confrontar esta realidad irresistible e inexorable ni el deseo de aventurar juicios o adelantar designios sino solo subrayar efectos indeseados. Si bien muchos consumidores asimilan enseguida un buen número de innovaciones, otros no las entienden o no encuentran su aplicación en lo personal. Siempre hay lugar a un vacío de conocimiento, sobre todo en términos de comprensión respecto a una amplia franja de reacondicionamientos (necesarios si se quiere atender todo) que quedan al margen de la percepción crítica. La dinámica subjetiva queda sola y paralizada en rubros fundamentales para la vida, en las dificultades tanto como en las facilidades y comodidades que se apreciaban diferentes, con mayor dependencia de la intervención propia, del ingenio, del esfuerzo, de la imaginación.

La tecnología estalla y no le cabe la tarea de preparar intelectual y espiritualmente a los destinatarios de sus invenciones e innovaciones para ayudar a asumirla y a asimilarla. Siempre ha sido así, y la de los tiempos pasados tampoco preparaba fuera de lo imprescindible para aprender a utilizar los artefactos y aparatos que inventaba y ofrecía. Pero hoy se incorporan dos nuevos aspectos: la tecnología se inmiscuye más allá de los hábitos y prácticas concretas para alcanzar el de las aspiraciones y deseos íntimos, emocionales y pasionales. Además, y aspirando a sobrepasar la mecánica de la seducción, pretende inducir e imponer, a fuerza de reiterar y de apelar a los innumerables medios para invadir la esfera de la vida personal. Con lo que logra modificar la conducta del sujeto, afectar el orden de sus predilecciones, convicciones y afectos, superando muchas veces con intenciones sospechosas las inclinaciones y predilecciones, instalándolas a su gusto si no estuvieran ya en el espíritu, especialmente en los jóvenes, dejándolos sin opción porque la mayoría de ellos no conoce la constelación infinita de tesoros de la cultura humana.

Todo lo que tiene de benéfico en la práctica, especialmente social, lo tiene de disolvente en lo que se refiere a la espiritualidad, la fe, la autoformación moral y la creatividad en lo psicológico, como también lo tienen otros ascendientes de influjo predominante y crédito consensual en los campos intelectuales y emocionales con peso de autoridad y prestigio, como los de la religión y las ideologías. La ciencia, cuya misión pasa por combatir los dogmas y supersticiones, se convierte en un embrollo para los demás cursos de autoafirmación personal. No porque en sus consignas de racionalidad y experimentación radique una naturaleza contraria a la autoafirmación de la conciencia y la moral, sino porque una y otra, cuando la libertad espiritual y la amplitud de miras es escasa, tiene el poder de anular toda otra apertura a la percepción del mundo y del propio yo. Sus productos maravillosos, como los de la tecnología, ejercen ese influjo en quienes no son consciente de sus limitaciones y debilidades o carezcan de un sentido de los valores fundamentales de la colectividad.

 

Señales del mareo


¿De dónde proviene el conocimiento de esta realidad que solo podría comprobarse en cada persona por métodos no experimentales, en lo individual y subjetivo, invisible para los instrumentos de medición y comprobación conocidos? Ninguna indagación de este campo inmaterial admitiría datos objetivos, información estadística ni posibilidad alguna de practicar siquiera inducciones. La misma ausencia de interés por obtener información de este tipo, sea por la dificultad de lograrla en la práctica, sea por la supuesta naturaleza que invalidaría toda base de datos subjetiva, es señal de alerta capaz que anunciar la posibilidad de un conflicto desatendido o encubierto. No hay asunto que escape a la medición y a la comparación en un mercado que indaga en profundidad cada fragmento de la realidad cotidiana y cada aspecto de toda actividad social y personal, de la política, los servicios, la industria y el comercio, las finanzas públicas, la educación, la salud, la vivienda, el trabajo, etcétera.

La dinámica de cada aspecto de la actividad humana, además, se mide, calcula y proyecta, y se compara con la del pasado. Se toma desde el punto de vista de los hechos y cosas, no desde el de las fuerzas, ideas, impulsos, aficiones o anhelos que se convierten en realizaciones concretas. No hay un registro histórico de las aspiraciones, pues ni el presente ni el pasado están hechos de ellas sino de lo que las metamorfosea en realidades. Y hoy apenas hay una historia de las ideas, disciplina que no despierta demasiado interés, pese a su considerable aporte a la filosofía de la historia en décadas pasadas.

De la cuantificación de los problemas sociales se puede inferir alguna cualificación que suministra conocimiento acerca del estado de espíritu y de las tendencias grupales; pero estas cualificaciones no son de las que prefieren servirse como material de trabajo los profesionales de las ciencias sociales, perspectiva que los convertiría en intérpretes imaginativos o falsos profetas. Y muchos aspectos del orden al que nos referimos quedan dentro de la órbita de la psicología y de la psiquiatría, en un plano de obligada reserva ética y profesional.

¿Cómo sabemos que el ser humano está solo o que, por lo menos, se siente desamparado, aunque no lo admita conscientemente o no lo advierta aun tratándose de su propio yo? Los psicólogos lo deducen frecuentemente porque encuentran un gran vacío al respecto en su discurso, en el plano de la relación personal y en el del consultorio. Las técnicas para develar sus causas y motivaciones, pues, corresponden a la práctica del psiquiatra y no suelen divulgarse, porque contravendría la estrategia para la cura o para el tratamiento que pueda corresponder. Hay otro hecho del que puede inducirse el sentimiento de desamparo, de temor respecto a la confianza en las propias fuerzas o de descreimiento respecto a la propia potencialidad de la energía espiritual y mental.

Este hecho corresponde a la muy denunciada tendencia general hacia un mundo de vida cada vez más reservado y recluido en la esfera privada de lo personal y particular ‒al margen de las situaciones en que una causa externa la impone necesariamente y que refuerza y aun obliga a seguirla. Asociada estrechamente a ella se cuenta la dirección de los intereses por las actividades, laborales o de esparcimiento, que no requieren una participación demasiado activa, con la excepción de la de los deportistas profesionales. Y también es abonada por el desarrollo y la diversificación de la tecnología de aplicación social.

Esta tendencia, sin embargo, y se trata de un hecho de máxima significación, no impide que se conserve el sentimiento de solidaridad cuando la situación lo demanda por la gravedad de lo que se trate o por fundamentos explícitamente humanitarios. Aunque el influjo de lo externo llega a la subjetividad con mayor facilidad que lo que nace y fluye en ella como efecto de sus auténticas inquietudes y de una cultura afirmada en la experiencia y en el esfuerzo consciente, el sentimiento por la desgracia ajena no se debilita. Y no es gratuito que ese influjo, en el que viene la señal que despierta la solidaridad, provenga de lo externo a la conciencia y la haga reaccionar y proyectarse en los hechos. Porque se paga con la disminución y el debilitamiento de lo que ayuda a vivir soberanamente en la realidad interna, aquello que ocuparía el lugar de la ayuda al prójimo de manera estereotipada y respondiendo a la imitación automática o a la moda.

De esto resulta una clara señal para al menos una cantidad de casos en que se ve que la solidaridad no responde a los sentimientos soberanos y libres sino a la fuente en la que se originan los intereses superfluos y de pasatiempo. La solidaridad, pues, se implanta a expensas de la plena autonomía y libertad de conciencia al ser desplazada por un efecto reflejo y movida por intereses ajenos al sentimiento humanitario.

Si se trata de investigar los motivos por los cuales se avizora este aspecto de la realidad social, señalada especialmente por la sociología actual y la teoría de la posmodernidad, uno de los aspectos a considerar sería esa oposición entre la fase básica del conocimiento, de orientación centrífuga, descrita por la teoría vécica (activación de pautas experienciales indeterminadas en las que puedan encajar las pautas de nuevas situaciones), y la dependencia en aumento respecto el influjo del mundo externo y cuya orientación centrípeta obstruye el curso de la otra, para suplantarla o neutralizarla. A este fenómeno se refiere la denuncia de deshumanización también generalizada por la crítica de la posmodernidad, y que tiene una tradición que se remonta a la filosofía (José Ortega y Gasset), la literatura (George Orwell), el cine (Charles Chaplin), etcétera. En este sentido es de destacar en nuestro país la obra del filósofo Aníbal del Campo, y en Argentina la del escritor Ernesto Sábato, entre otras.

            Por no considerarse ajena a la teoría vécica, finalmente, podría agregarse que ella no interfiere ni tampoco se afilia al muy debatido funcionalismo, tendencia filosófico-epistemológica que alcanza su auge en las últimas décadas del siglo pasado por impulso del estadounidense Hilary Putnam (1926-2016). Después de que hiciera un balance final, teniendo en cuenta las principales implicaciones teóricas del problema, concluye, en uno de sus libros más importantes, que “lo ‘epistemológico’ y lo ‘ontológico’ están, según mi perspectiva, íntimamente relacionados. La verdad y la referencia están íntimamente conectadas con las nociones epistémicas; la textura abierta de la noción de objeto, la textura abierta de la noción de referencia, la textura abierta de la noción de significado y la textura abierta de la razón misma están todas mutuamente interconectadas. A partir de estas interconexiones habrá que progresar la tarea filosófica seria.” (Putnam, 2014, 183.)

 

PARTE 8


Falta a la teoría vécica ubicarse frente a un problema ineludible, aunque azaroso, sin cuya debida discusión quedaría al margen de un aspecto clásico en la filosofía del conocimiento. Nos referimos a las diferencias entre el racionalismo idealista y el materialismo en lo que atañe al paso de lo neurológico a la filosofía de la conciencia y a la psicología de la mente, un diferendo que no ha sido resuelto sino, más bien, hecho a un lado o, en el mejor de los casos, ponderado en lo que cada parte tiene de permeable respecto a la otra.

            ¿Cuál es el verdadero fondo del problema? Se disciernen esas diferencias según se otorgue mayor importancia a la idea o a la sensación, a lo interno o a lo externo, a lo espiritual e intuitivo o a lo empírico e inmediato. Pero, en el fondo de todo está la cuestión de decidir si en lo humano interviene un factor sobrehumano, es decir, si el problema de la vida y el mundo se resuelve en la sola esfera del conocimiento o si se remite a otra superior, Dios, la Idea, lo Absoluto, lo Infinito, pero también lo Circunvalante, la Estructura, el Mercado, o como quiera llamarse, que determinaría todo lo conocido y haría del saber un territorio limitado e insuficiente a pesar de su dinamismo e inteligencia.

            En este fondo último se incluye la dimensión espiritual como asunto paralelo y de la más considerable importancia, connatural al del conocimiento y cuyos parámetros de discusión son los mismos. Se trata de lo que se prefiere denominar misterio antes que llamar problema, dado que interviene lo inexplicable, como en el arte, y todo lo que no puede reducirse a sistema hipotético-deductivo o a ciencia fáctica, esto es, la ética, la religiosidad, el misticismo. Se trata de la puja que a través de los siglos ha ido modificando la metafísica en filosofía natural y ésta en teoría del conocimiento, antropología filosófica, psicología y epistemología.



La gran inquietud


Se conmueve el ser humano especialmente en los casos en que las inclinaciones y preferencias personales se ven afectadas por un sentimiento de soledad metafísico y una sensación de desamparo espiritual y moral, especialmente frente a la adversidad y más cuando se dispone a pensarla, a meditar en la resistencia que se opone con tanta tenacidad a sus más anhelados propósitos y mayores aspiraciones. El problema entonces no es el mundo objetivo sino él, es decir, el problema de su misma posibilidad de sentir y pensar, el de la existencia propia que parece anteponerse a toda otra existencia y realidad externa o extraña. El problema se reduce al individuo humano en tanto primera autoconstrucción y máquina de autorresolución de enigmas, dificultades, contrariedades e inquietudes.

            Lo poco que tiene para decir la teoría al respecto es el del sentir original de cualquier sujeto humano, en el que no domina el deseo de despejar el problema del conocimiento, de si hay o no hay mundo exterior, de si se debe confiar en la apariencia o si la verdadera realidad se esconde tras ella. Domina, en cambio, el deseo de descubrir el orden y la jerarquía que corresponden al ser humano en el mundo en el que participa y del cual forma parte. El ser humano se conmueve a raíz de la excitación ‒y de su inmediato desvelo‒ debida al simple hecho de sentirse y pensarse vivo y ser una fracción de la realidad de la que es consciente (asunto que está en el origen de las religiones, de las creencias, de la filosofía y de la ciencia). ¿Hay, pues, sólo un proceso neurológico o hay algo más? ¿Nos limitamos a sentir o a presentir una determinación sobrehumana apelando a la fe religiosa o a la fe antropológica (distinción de Segundo, 1982, T. I, 31)? ¿O indagamos algo más?

            Es tan improbable que una fuerza sobrenatural, quizá natural como cualquiera otra (¿por qué Dios tiene que ser sobrenatural?) lo determine todo, o que una actividad neuronal, quizá insignificante en el universo (¿por qué la energía bioquímica y física tiene que ser natural) determine lo que habría de corresponder a lo que se concibe como milagro humano. Y que resulte milagro para el hombre de ciencia como para el hombre de religión, y que la misma palabra “milagro”, que equivale a lo que se admira y asombra, muestre en el sentir y el pensar de ambos tan diminutas diferencias de significado y sentido.

            La teoría tiende a sugerir que la misma disyuntiva es ya prodigiosa por presentarse experimentada en carne propia y a la vez expresarse sutil e inaprensiblemente. No involucra sólo al hecho o fenómeno o actividad o proceso del conocimiento en sí mismos, sino a la particularidad de que, se trate de lo que fuere, su interpretación dé para dividirse en dos visiones opuestas, una del todo trascendente y otra del todo inmanente, ubicadas ambas en polos extremadamente opuestos e irreconciliables.

Semejante oposición abre la sospecha de las aporías paralelas al dilema de la fe. Y la sospecha se incrementa al orientarse en el sentido más probable. No el de la comunicación del hombre con Dios, que es una expresión de los textos bíblicos y creencias religiosas, ni del hombre con la ciencia, que es una expresión de las hipótesis, teorías y conjeturas del conocimiento. Se orienta en el sentido de lo que, como el universo en expansión, se aleja cada vez más de cada uno de los puntos del sentir y del pensar. Porque no ha cambiado nada desde las épocas más remotas de la civilización, y se cree en el misterio como siempre y se cultiva el saber práctico como siempre. Nada de esto tiene que ver con la realidad personal, cuya conciencia de sí está atenta a las dudas y a las creencias, y cuyo acceso a la ciencia se realiza a través de mecanismos que sólo vienen desde fuera.

            Lo que se entiende por sobrenatural es la composición de lo que, tiene que admitirse, no es inaccesible al razonamiento y sólo lo es a la fe o a la intuición: el paso de la asociación de neuronas, con el fin de preparar para lo inesperable, a la función que tal asociación posibilita, al encendido de la solución de dificultades. Es la composición de lo que, tiene que reconocerse, se demuestra como resultado del razonamiento y de sus demostraciones fácticas. No se trata de concepciones opuestas sino de extremos originales que incesantemente tienden a anularse entre sí, es decir, a aproximarse en vías de unificación. ¿Cuál es, hasta donde podemos imaginar, el desenlace? Quizá la insólita imagen de una transformación sin término concebible.

 

El trazo y la línea


¿Por qué suponemos un desenlace inimaginable? Porque la vida consciente puede ser un producto autogenerado, una autopoiesis, un proceso autónomo que está en el origen de la vida (Maturana, 1996, T. II, 232). Puede ayudarnos esta metáfora del filósofo alemán Friedrich Jacobi, del siglo XVIII: “Pensemos en la acción de dibujar con un lápiz una línea en una hoja. Intuimos la línea mientras la generamos, y sólo porque la generamos nosotros mismos, no porque la encontremos hecha. En esta imagen, el Yo sería tanto la mano que traza como la línea dibujada. El Yo se ‘ve’, se intuye, de un modo parecido al del ojo cuando ve la línea: no como objeto externo, sino como la actividad misma del hecho de trazar una línea. Y ‘verse’ es, simultáneamente, el propio hecho de trazar, la producción en sí.” (citado por Frilli, 2019, 72)

Todo induce a pensar que la historia y la realidad ‒entendidas como historia y realidad vécicas‒ y lo que hemos llamado interlocutor furtivo configuran un sistema demasiado simple para atiborrar su descripción con una infinidad de detalles y distinciones conceptuales y observaciones sensibles. Son asuntos demasiado vinculados entre sí y forman parte indeterminada de una singularidad no expresa en lo ideal ni en lo material sino en lo que, para no involucrar a ninguna filosofía, puede apenas referirse bajo la expresión “manifestaciones de la energía”, transformaciones, estados, cambios decisivos o insignificantes, de una sola y única dirección, irreversibles. Lo que para nosotros es apariencia, aspectos múltiples y puntos de vista diversos, entidades y seres inscriptos en el tiempo y el espacio, interpretaciones y representaciones, para un observador omnisciente sería “un ente singular” en el sentido de la ontología clásica (Ferrater Mora, ob. cit., T. IV, 3297), es decir, aquello en lo que no hay oposición semántica con la demasiado humana “pluralidad”.

 

PARTE 9 Y ÚLTIMA


El hombre colectivo se olvidó de sí mismo. Si bien con los siglos se fue liberando de la subjetividad supersticiosa y dogmática, por la que había rendido pleitesía a toda clase de mitos y religiones, ideologías y reinados de fuerza y violencia, volvió a encadenarse al consentir la intromisión de las nuevas prescripciones y sugerencias del conocimiento, las tecnologías y los medios de comunicación y traslación. No se limitó a beneficiarse con ellas, como jamás lo había experimentado. Por sobre su uso inteligente, privilegió las creaciones de efecto secundario, los artificios del placer, los juguetes para el entretenimiento, el confort y el ahorro de los viejos empeños para lograr cualquier ventaja en la lucha por su vida.

La angustia de sentirse atrapado en su fuero íntimo, y la rebeldía capaz de liberarlo de sus antiguos fantasmas, se convierte en satisfacción al dejarse atrapar en la tormenta de ajenidad que obnubila sus sentimientos y su intelecto. El efecto de esa agradable enajenación le hace descreer de sus propias fuerzas y le condena a depositar su fe en las cosas y hechos externos. El pensamiento filosófico, incluso, es atraído por los objetos concretos del mundo y se desinteresa de las antiguas abstracciones, ideas y representaciones, éticas y valores, categorías del entendimiento, emociones y pasiones, sin adelantar ninguna constelación de aspiraciones sustitutivas, porque la esperanza no ha ni había muerto.

Se pensó que se recuperaba de este colapso, que cobraba plena conciencia de sus propios potenciales consagrados en la experiencia personal y la racionalidad de amplias miras. Aun, se creyó que el fenómeno se producía por primera vez a plena conciencia. Dios había muerto, pero un nuevo espíritu había nacido, una mentalidad abarcadora y menos temerosa. Había muerto la magia, pero la antigua subjetividad se transformaba al cerciorarse de las posibilidades infinitas de la autoafirmación, la convivencia racional y el apoyo insuperable de los aportes de la ciencia.

Se volvió a descubrir el mundo, se contempló con otros ojos y se fijaron sus verdaderas magnitudes teniendo en cuenta el punto de vista y las perspectivas, la relatividad del espacio y el tiempo, el inconsciente y el mundo subatómico, las totalidades que no resultan de la suma de sus partes, las reglas de la vida en sociedad, la fenomenología de la vida cotidiana, la irreversibilidad en las transformaciones de la energía, el caos y la complejidad, los espacios infinitamente lejanos del cosmos. Se abrieron las economías del mundo y se multiplicaron los intercambios benéficos del comercio. Se advirtió, en definitiva, que la inteligencia participa tanto como la naturaleza en la construcción del mundo.

Alcanzaría con la existencia de una molécula orgánica para demostrar que la clave de arco de la realidad descansa en la inteligencia. Es ella quien la construye o ayuda a construirla, aunque pueda creerse que la construye Dios, la explosión original o la sola eternidad estacionaria. Si bien no se conoce la autoría última del universo, al menos se sabe que en los designios de la creación la humanidad no es una chispa que salta por azar de la fragua del universo. Se advierte que la vida no es un descubrimiento sino una invención. Que no es un recipiente que se llena de mundo sino un mundo singular que, como las galaxias, choca con otros para construir una nueva estructura. No una serie de hechos que se acumulan en el tiempo, sino el impacto de peripecias ocasionales que producen infinitos cambios.

Vive el hombre, pues, en su dimensión colectiva, la vicisitud por la que se reconvierte desde sí mismo y no desde fuera. Cursa la mudanza por la que surgen nuevas sospechas y por la que las preguntas y respuestas se formulan de otra manera. Ve con claridad que no se liberará desde fuera hacia dentro sino desde dentro hacia fuera, e intuye que la recuperación de la subjetividad soberana podría mostrarle lo que él es en la realidad verdadera, la suya y no la foránea e intrusa. Su obra primeriza sería la subjetividad despojada de superstición y fundada en la experiencia real, por lo que no es posible establecer la convivencia social sin ella, un asunto remitido desde siempre a la organización y a la planificación masiva y despersonalizada. Es él quien puede resolver su existencia, y sólo él, pues la masificación social se produce por el vaciamiento de la subjetividad.

El hombre social tiene que seguir, no llegar; llegar es cotidiano y reiterado. Tiene que procurarse la permanencia más que procurarse el éxito. El éxito de permanecer es sustancial, mientras que el éxito o el fracaso de los propósitos cotidianos son aleatorios y provisorios. “Peleamos por mantener vivo algo, más bien que en la esperanza de hacer triunfar algo” (Eliot, 1944, 523). Todo lo que termina en algo es porque empieza en otro algo, el fin de toda tarea es el principio de otra. Y solo alguna de esas tareas significa la vida que cada uno construye, la vida vécica, porque la mayoría de ellas es solo extensión, iteración. Distinguir la vida constitutivamente vivida de sus extensiones y repeticiones, anodinas y superfluas, es entender el sentido intrínseco de lo humano. Es la diferencia entre la apariencia y la realidad, entre la inteligencia gobernada por la naturaleza y la inteligencia gobernada por sí misma.

 

TEORÍA VÉCICA Y SOCIEDAD 

¿Cómo una teoría de fundamentos teóricos subjetivos podría incurrir en otra con bases claramente objetivas? 

Hemos sostenido que la sociedad carece de conciencia, pensamiento e imaginación. Su conducta, si se puede llamar así a su desempeño fáctico o empírico, es determinada por los influjos provenientes de las conciencias personales, personalidades, subjetividades e inclinaciones individuales. Tales influjos pueden generalizarse y manifestarse de acuerdo a una unificación masiva que denominamos con términos específicos como sociedad, colectividad u orden social, conceptos que estudia la sociología.

Solemos atribuir a la sociedad los rasgos específicos de los individuos: conciencia colectiva, imaginario social, psicología social, conducta general, etcétera. Esos rasgos pueden corresponderse con un grupo, un centro de poder o de influencia, pero casi siempre son inspirados por un ingenio o idea o sentimiento personal. Se supone, por lo tanto, que el influjo conserva las características individuales, entre las cuales se cuentan las originadas en la historia vécica, aunque ahora solidificadas, hechas normas rígidas al independizarse de la dinámica vicisitudinaria individual en permanente transformación.

¿Cómo se identifican estas normas o rasgos en la actividad social? Ya en el plano personal es prácticamente imposible distinguirlas, aunque pueda decirse “esto lo aprendí sin ayuda” o “esto lo sé por experiencia”. Desde que la sociedad no aprende ni sabe más allá de lo que aprenden y saben las personas, la dinámica social responde a lo que influye más en todos y proviene del campo individual. Es un error, pues, suponer que tal dinámica social pueda responder a los influjos de una mayoría. Porque la mayoría de individuos, carente de una conciencia unificadora o conciencia social, responde al influjo de unos pocos individuos o al influjo de uno solo. Responde a la voluntad sugerida o impuesta casi siempre desde la singularidad de los sujetos.

No nos referimos a un sujeto único sino a una “voz” única o interlocutor anónimo que habla desde la pluralidad innominada e indeterminada. Un dialogante o expositor magistral que no admite el diálogo, que no recibe preguntas porque no está dispuesto a ofrecer respuestas. Interlocutor invisible pero real y escuchado por todos, participante fantasma que asecha desde las sombras y persuade a una criatura imposibilitada de elegir lo que quiere y destinada a dejarse gobernar y aun a adoptar las preferencias de una conciencia desconocida.

 

El estatus social

 

Por lo que la sociedad es subsidiaria del conjunto de individuos y el conjunto de individuos subsidiario de un solo individuo o voz, señal o signo, manifestación inteligible anónima que se expresa públicamente y tiende a dirigir la conducta del grupo. Aunque, como ya fue dicho, se provee de los rasgos vicisitudinarios, provenientes del dominio subjetivo, anquilosados y por lo tanto imposibilitados de modificarse. Esta particularidad se puede comprobar en la historia de cualquier sociedad que, por falta de iniciativas transformadoras de parte de sus integrantes, se paraliza en el tiempo, es decir, se rehúsa a los cambios.

Comprobamos así la debilidad de la teoría social que interpreta su estatus como entidad independiente del estatus individual, aunque tal interpretación encuentre una diferencia y que esta diferencia consista en el congelamiento de la historia vécica de la persona. Se vuelve evidente también la fuerte dependencia de la dinámica social respecto a la voluntad individual. Importantes hechos históricos no se podrían entender sin esta evidencia, aunque las diversas teorías se hayan ocupado de buscar causas extra individuales de toda clase con el fin de ofrecer una explicación aceptable racionalmente (económica, social, histórica, geográfica, psicológica, política).

Forzando un poco este planteamiento, se podría pensar en que, al menos hasta cierto punto y en circunstancias determinadas, la sociedad se comporta como un solo sujeto humano perteneciente a una colectividad dada y que mantiene sus características objetivas y subjetivas, naturales y vicisitudinarias. Aunque siempre con prescindencia de la capacidad de apelar, cuando lo requiere, a la ductibilidad de los algoritmos biológicos en permanente actividad en el ámbito de los sujetos individuales.

Pero ¿qué quiere decir que la sociedad se manifieste de acuerdo a una voluntad anónima que ha dejado por el camino la capacidad de aprender y de desempeñarse en línea con un leal saber y entender elaborado en la experiencia? Pues, quiere decir que actúa como un ser humano que se produce a sí mismo y que se desarrolla en el vacío, y que permanentemente necesita de nuevos influjos, de alimento para su dinámica suspendida en sus iniciativas y actitudes. Influjos que eventualmente ratifican o rectifican su direccionamiento, potencian su energía material, que es enorme, y completan sus vacíos en cuanto a objetivos y estrategias colectivas que sola no puede lograr.

 

El espíritu del pueblo

 

La sociedad no marcha por cuenta propia: no hay una propiedad espiritual en la sociedad y sólo la hay en los individuos. No existe un alma social, y lo que tradicionalmente se entiende como “espíritu del pueblo” no es sino el espíritu legado por la individualidad e inmediatamente congelado al ser adoptado y asimilado por la sociedad en un tránsito que, en la realidad psicosocial, es sólo transformación en el ánimo de las personas. El espíritu del pueblo sólo es posible en tanto hay individuos que permanentemente insuflan subjetividad a una buena parte de lo que la teoría entiende como realidad social objetiva.

Se trata de una entelequia o concepto que carece de realidad subjetiva, realidad generalmente negada, poco o para nada tenida en cuenta en la sociología. La teoría vécica ha reivindicado esta subjetividad al advertir que su dinámica se apoya en la experiencia histórica individual como se apoya la dinámica física. Por lo que la subjetividad resulta una realidad tan real como la realidad que se atribuye al mundo de la intelección objetiva. Pues no hay realidad humana si no existe en ella el componente humanizador de la interioridad consciente, de un yo que se confunde entre la abrumadora y masiva expresión del conjunto.

La sociedad se expresa como podría hacerlo un ser inconsciente, un niño muy pequeño o una mascota, con mucha energía física, pero sin rumbo, con actos masivos y poderosos pero carentes de sentido que sólo puede aportar el individuo. Este sentido es un rasgo fundamental y forma parte de la subjetividad vicisitudinaria: si no se trasmite a la sociedad, la sociedad se define como se define cualquier comunidad de seres vivos no humanos. Incluso, carecería de sus principales atributos cívicos, jurídicos, éticos, estéticos y axiológicos.

La sociedad no lucha contra la adversidad ni establece una relación con el entorno a partir de la cual sea posible establecer un criterio de verdad funcional y fenomenológico, de utilidad inmediata y práctica. Y la sociedad no enfrenta problemas ni los resuelve, no sabe nada de dialéctica vicisitudinaria, y en su lugar enfrenta y resuelve problemas por el ingenio y la inteligencia de algunas personas o de una sola.

            Lo individual vicisitudinario es lo que modifica la realidad y suele enderezar lo que la realidad presenta torcido para la conveniencia humana. Los actos sociales son derivaciones directas de los influjos transferidos desde la experiencia individual. Son los que alimentan a la sociedad, puesto que no se alimenta sola: por lo que no hay una inteligencia social sino sólo sociedades inteligentes.

La sociedad adquiere su estatus a expensas del estatus de los individuos que la integran; no por una misteriosa metamorfosis que la convierte en una entidad libre intencional y voluntariamente, actuante con total independencia de sus componentes individuales. Es sólo la forma que adopta el ser humano cuando entiende que es el estado de existencia que más conviene a su supervivencia, forma superior o forma organizada de existir. Por último, la sociedad no tiene figura, carece de centro y de periferia, no posee extensión ni límites, es una abstracción derivada de la noción de cantidad numérica, una entidad lógica o matemática, no real. 

 

 

Condición de existencia

 

El estatus social, pues, es de la misma naturaleza que el estatus individual, su condición ontológica, la misma que la del sujeto humano. La sociedad es la manifestación plural de la individualidad enfrentada a lo adverso del mundo. No hay fantasmas dotados de fuerzas por sobre las de las personas ni entidades milagrosas que posean un poder extraordinario. Eslóganes como por ejemplo “la unión hace la fuerza” o “juntos venceremos” responden al afán gregario y consuetudinario que procura la reunión humana como acumulación de fuerzas físicas. Pero puede carecer de las otras fuerzas, las subjetivas y espirituales. Por lo que se advierte que la sociedad se manifiesta de la misma manera en que se manifiestan los individuos cuando, por diverso orden de circunstancias, pierden la capacidad de elaborar un saber personal en el curso de la experiencia histórica, una verdad funcional y pragmática y un sentido que anime o responda a sus inquietudes y al secreto de su existencia en el mundo.

            Se puede querer desentrañar la voz escuchada por todos en medio de la pluralidad indefinida, y que en general define una particularidad social definitiva, una característica o espíritu de la colectividad o del pueblo. Y es posible que se sondee lo suficiente como para que se llegue a descubrir la fuente única que la alienta y alimenta, aunque el sondeo sería como la búsqueda de una aguja en un pajar. En la superficie, sólo se encontrará que la sociedad responde a unas pocas directrices ideológicas, religiosas, políticas, consuetudinarias o históricas y que se definen en el plano de la sociología y no en el de la psicología.

            Sin embargo, esa voz responde a factores psíquicos tanto como a factores sociales, a un orden causal subjetivo tanto como a un orden causal objetivo. En tal caso, es preferible buscar en los dominios de las experiencias personales, condicionadas por ocasiones especiales, veces indeterminadas, accidentes, circunstancias adversas, peripecias, contingencias y situaciones conflictivas. Son las que contribuyen a definir las actitudes generales o masivas y que provienen del ámbito subjetivo. Se trata de la búsqueda en un dominio inexistente, perdido en la memoria, perteneciente al orden de la realidad llamado pasado histórico.

            Una sociedad que se desempeñe sin que sus integrantes le insuflen iniciativas y modificaciones en forma permanente es una sociedad que, como cuerpo activo. va a repetirse una y otra vez y a perpetuarse como si perteneciera al pasado histórico. En lo sustancial, sería ya una sociedad del pasado histórico, pues no contaría con la posibilidad de la evolución y el progreso. Podría procurarse todo lo que es posible procurar de otras sociedades, pedir prestado o comprar, pero carecería de lo que es fundamental y sólo se obtiene a partir de la experiencia activa, de lo que John Dewey llama “significado de la experiencia presente”, concepto en que vale la pena detenerse un momento.

            Una sociedad del presente es una sociedad que evoluciona, que progresa, que no se estanca. Pero ¿qué quiere decir “progreso” en este contexto? No quiere decir que sea lo que se percibe y se mide con referencia a una meta remota, afirma Dewey. "En la mayoría de situaciones de la vida hay muchos elementos negativos, debidos a conflicto, confusión y oscuridad”, por lo que es vano ir tras el “vago concepto de una perfección inalcanzable”. Lo que define el progreso no es “el ideal fijo de un bien remoto” sino una acción que remedie los males, que induzca “a esforzarnos por convertir la pugna en armonía, la monotonía en variedad y la limitación en ampliación. Esta conversión es un progreso, el único progreso que el hombre puede concebir o alcanzar” (Dewey, 257-258).

Progreso quiere decir, según Dewey, “aumento de la significación presente, lo que supone multiplicación de las distinciones sentidas, así como armonía y unificación”. Esta conciencia del significado del presente permite comprender la verdadera situación histórica de las sociedades y su relación con su integración. En definitiva, se trata de una situación que no es sino el calco de la situación de cada uno de sus integrantes, pero unificada y peraltada por un intermediario que se encarga de modificar el significado presente, de acomodarlo a determinados fines, a un ideal remoto que distrae de las tareas que pueden realizarse en el ahora impostergable.

            Se vuelve del revés la condición de vida de las personas: de vivir el presente se pasa a vivir el ideal de acuerdo al supuesto básico según el cual vivir es vivir para el mañana. Es una condición que gana las iniciativas: de la religión cristiana primero y de la economía de mercado después. De acuerdo al cristianismo, el significado del presente se encuentra en el futuro o más allá; de acuerdo a la economía de mercado, el significado se encuentra en el más allá del objeto, en el objeto siguiente que supuestamente supera en perfección al anterior.

 

Educación en sociedad

 

“La importancia ética de la doctrina de la evolución es enorme; pero se la ha interpretado mal, porque ha sido adoptada precisamente por las nociones tradicionales que en realidad viene a derrocar. Se ha pensado que la doctrina de la evolución significa la completa subordinación de los cambios presentes a una meta futura. Ha sido constreñida a enseñar un fútil dogma de aproximación, en vez del evangelio del crecimiento presente.” (ib., 259 Esta es una advertencia que se vuelve imprescindible en el dominio de la educación.

La sociedad actual es el resultado de una evolución y de un progreso en gran medida promovidos por la extensión de la educación a todos los sectores de la sociedad. Siguiendo la reflexión de Dewey, y si se tiene bien presente la constricción “a enseñar un fútil dogma de aproximación”, sería oportuno preguntar qué hace la educación hoy día, si enseñar para el presente o para el futuro.

Aquel que conozca la doctrina pedagógica de Dewey es quien con mayor razón puede preguntarse si lo que conviene a la sociedad actual es que se la eduque para el hoy o para el mañana o, en el mejor de los casos, para los dos tiempos. ¿Qué se puede contestar? Dewey no señala la necesidad de enseñar para el hoy sino la necesidad de poner en duda el ideal remoto, la marcha hacia un objetivo que no se sabe si se alcanzará. Señala la necesidad de atender la realidad presente en la educación, la de los educandos, no la de un tiempo por llegar. Predica una pedagogía encarnada en el niño real, del presente impostergable, y no la que se ocupa de un niño abstracto, que puede amalgamarse y esculpirse a gusto.

Sin embargo, es sumamente difícil concebir a ese niño del presente, a esa realidad humana que necesita instrucción y a la cual la sociedad no sabe a ciencia cierta qué clase de educación ofrecerle, si para enfrentar el presente o para esperar el futuro. Para enfrentar el presente ya está en marcha todo lo que deberá enfrentar; no tiene más que vivir y convivir. Y para enfrentar el futuro no se sabe qué es lo que prioritariamente sería necesario transferir al niño mediante la educación, porque para entonces se desconocen las condiciones de vida de todos. ¿Qué se debería hacer, entonces?

  Dewey quiere decir que se debería educar para el presente, para una realidad que incluye al niño en todo lo que es. Porque “El presente es complejo, contiene un sí una multitud de hábitos e impulsos. Es perdurable, es un curso de acción, un proceso que incluye memoria, observación y previsión, una presión hacia adelante, una mirada hacia atrás y una visión hacia el exterior. Es de importancia moral porque señala una transición en la dirección hacia la amplitud y claridad de la acción o hacia la trivialidad y confusión de la misma. El progreso es una reconstrucción presente que aporta plenitud y claridad de sentido; y el retroceso es un presente que se despoja y aleja de la significación, determinación y poder de retención.” (ib., 257)

Si bien es inútil ir a la pesca de un objetivo remoto como, por ejemplo, el de una profesión, el de una idoneidad práctica mediante la cual ganarse la vida, es prometedor prepararse para toda circunstancia, presente o futura. Pero entonces no hay que pensar en ninguna especialidad, por lo mismo que señalaba Dewey, por la contingencia y la imprevisibilidad de la vida, y eso significa mentar los verdaderos fines de la educación. Es preferible preparar para lo que es primero: la personalidad, la vocación de vida. Este es el ideal inmediato, para el presente, y con su cuidado se propenderá al desarrollo de las capacidades de cada individuo, del aprovechamiento integral de la experiencia con el cual se logrará consolidar la inteligencia.

¿Cuál es el secreto de la educación bien entendida? Pues, el favorecer el aprovechamiento de la experiencia personal, la que consolida el saber, el sentir, el deber, las preferencias estéticas. Es el de volver consciente, alerta y sensible todo movimiento mental o físico. Y no se logra apelando a los intereses primarios, los cuales el individuo atiende casi por su genética, sino a los intereses superiores, los cuales arraigan en el espíritu mediante el simple vivir, sin que haya escuela ni liceo ni universidad capaz de sustituir tal fuente de aprendizaje. Es una manantial inevitablemente vicisitudinario cuyos beneficios solo llegan después de afrontar la vida con todos sus inconvenientes, conflictos, negaciones, dificultades y obstáculos. Una sociedad sin individuos carentes de historia personal, sin lucha, es una sociedad anémica e inconstante.

 

Convivencia

 

La convivencia entre seres humanos es por tradición conflictiva y tiende más a involucionar que a evolucionar para bien. Es el problema más importante por sus consecuencias generales, quizá más importante que mantener al día y activa la organización política y jurídica. Pues carece de reglas como la política, aunque fueren elásticas, y de leyes como aquellas en que se apoya el derecho. Hasta se puede decir que la convivencia en democracia queda casi siempre sujeta a la buena voluntad de los individuos, cuando la poseen, y a unos hábitos prácticamente ineducables e ingobernables.

La convivencia es una relación por la cual es fácil reñir, desconsiderar al otro o sentirse vulnerado en derechos, preferencias o pretensiones de vida. Pero no hay doctrina capaz de asistir a las personas en esta materia cuando existe el desentendimiento, el resentimiento y el odio. Suele pujarse por el orden que se considera conveniente para sí, y la conveniencia del otro es algo que no todos tienen en cuenta. Se ha podido establecer reglas que deben respetarse en determinados lugares y momentos, por ejemplo, en el interior de un teatro o en el momento en que una persona presenta a otra ante un tercero. Resulta así una sociedad en la que pululan sectores con convivencia reglada, fuera de los cuales reinan las relaciones humanas arbitrarias, cambiantes y contradictorias.

Por lo que en materia de convivencia la sociedad se podría representar como una gran superficie caótica cribada de pequeños círculos en los que reina cierto orden, alguna paz y la tendencia hacia el entendimiento y el altruismo. Por cierto, la educación tiene como objetivo asistir a niños y a jóvenes también en este aspecto, pero el problema la sobrepasa y los desarreglos en la convivencia arraigan entre los adultos de todos los grados de formación, moralidad e inteligencia. ¿A qué sector, a qué modalidad, a qué facultad de la mente, del pensamiento, de los sentimientos o de la moralidad corresponde el desempeño en el convivir?

Se supone que el convivir responde a la tendencia gregaria de la especie humana. Se sabe que, como otras especies, procura vivir en grupos con el fin de poder alivianar el agobio de la existencia distribuyendo las tareas imprescindibles de modo conveniente para todos y hasta incluyendo en sus relaciones los favores del mutualismo y la cooperación. Pero esa tendencia no garantiza el respeto ni asegura el bien tal como es concebido por cada individuo según su leal saber y entender.

Precisamente, en este problema el saber de la persona, su leal saber y entender, es el que gobierna la conducta incluso con una fuerte incidencia hasta por encima de la del conocimiento. Con esta distinción queremos señalar lo que la persona ha sabido o podido aprender en materia de convivencia, relacionamiento humano, civilidad, moralidad, y lo que ha experimentado y asimilado a partir del mismo ejercicio de vida a través de la experiencia personal y durante su historia. No se aprende a convivir de una manera más eficiente sino conviviendo, aunque ayuden todos los aprendizajes previos recibidos de manera teórica o práctica. Esto es evidente quizá para todos los convivientes que se ocupen de pensar el problema.

Convivencia y subjetividad, pues, es una relación que debe tomarse en cuenta al estudiar las relaciones que rigen el trato entre personas que viven en comunidad. Por supuesto, se trata de un estudio que sólo pude verificarse objetivamente, a través de las conductas, de los diálogos, de los intercambios, etcétera. Pero su fundamento estriba en la individualidad desde que la comunidad no tiene conciencia, pensamiento ni sentimiento y sus manifestaciones, como las de la sociedad, resultan de una proyección unificada de las manifestaciones individuales.

Los casos de convivencia en los que las relaciones personales presentan rasgos monolíticos y cerrados, descriptibles en algún grado o en todos como si fueran los de un solo individuo que obedece incondicionalmente ciertas reglas fijas, presentan una forma de organización de tipo tribal o primitiva. No quiere decir, sin embargo, que se trate de un tipo de organización como el de los pueblos primitivos o de las tribus salvajes de las selvas que aún existen. “Un pueblo primitivo no es un pueblo atrasado; puede, en tal o cual campo, revelar un espíritu de invención y realización que deja muy por detrás los logros de los civilizados” (Lévi-Strauss, 1968, 92).

Pero ¿qué es lo que define a un pueblo civilizado? Se ha dicho que este concepto no se puede definir en el aire sino sólo en cuanto pueda relacionarse con la realidad concreta de un grupo humano afincado en un lugar geográfico determinado. Y el más representativo de todos es el que se atiene a la forma de una sociedad política.

“A primera vista, pues, parece que la vida colectiva sólo puede desarrollarse dentro de organismos políticos, de contornos fijos, con límites nítidamente señalados, es decir, que la vida nacional constituye la forma más alta de organización social y que la sociología no puede conocer fenómenos sociales de un orden superior. Sin embargo, existen grupos que no tienen marcos tan claramente definidos; pasan por encima de las fronteras políticas y se extienden sobre espacios más difícilmente determinables. A pesar de que su complejidad hace penoso actualmente su estudio, es importante señalar su existencia y reseñar su puesto en el conjunto de la sociología.” (Mauss, 265)

Hoy día enfrentamos un fenómeno social, especialmente notorio en la convivencia, semejante al que el antropólogo encuentra entre los grupos primitivos. Se trata del hecho de orden social que vulnera la coherencia del grupo, que atenta contra su carácter cerrado que tiende a fijarse y a rechazar el cambio. Hace muchos años que ya se había registrado este tipo de fenómeno.

Por ejemplo: “En los Estados Unidos se asiste desde hace diez años a una evolución sensacional que es, sin duda y ante todo, reveladora de la crisis espiritual que experimenta la sociedad norteamericana contemporánea (que comienza a dudar de sí misma y no logra ya aprehenderse, si no es por medio de esta incidencia de lo extraño que ella adquiere cada día más ante sus propios ojos), pero que al abrir a los etnólogos la puerta de las fábricas, los servicios públicos nacionales y municipales y a veces inclusive los estados mayores, proclama implícitamente que entre la etnología y las otras ciencias del hombre la diferencia está en el método ante que el objeto.” (Lévi-Strauss, ob. y lugar citados)

 

El fenómeno excluido

 

¿Qué quiere decir? Quiere decir que existe un aspecto descuidado por la ciencia social, en aquel entonces y seguramente todavía hoy: un aspecto que se pretendía entender por el método empírico. Lo afectivo era un asunto secundario para el método que deseaba prevalecer en las investigaciones sociológicas y antropológicas. Se deseaba evitar que el método empírico “se desintegre para provecho de una metafísica social a menudo simplista y de procedimientos de investigación inciertos”. Porque “el método sólo puede robustecerse –y con mayor razón ampliarse– con un conocimiento cada vez más exacto del propio objeto, de sus caracteres específicos y de sus elementos distintivos. Estamos lejos de ello.” (Ib, 92)

Se contemplaba la estructura, sus componentes palpables y cuantificables, pero dejando por el camino los elementos impalpables e inconmensurables. ¿Cómo podría alcanzarse “un conocimiento cada vez más exacto del propio objeto” prescindiendo de la subjetividad humana? El problema se explica si se tiene en cuenta el orden de esa “metafísica social”, que aún hoy suele ser mal vista, y que se desdeñaba frente a lo que sólo era posible conocer por dos vías complementarias: las conductas colectivas y ciertas pautas de conducta o patrones a los cuales se constreñían las costumbres y los hábitos (formas de alimentación y seguridad, creencias mágicas o religiosas, reglas de sexualidad y reproducción, etcétera).

Se dejaba atrás el dominio igualmente atendible de la interioridad psíquica, o se explicaba mediane métodos puramente objetivos, insuficientes para penetrar en el dominio de la afectividad y la subjetividad. Por lo que se practicó un cientificismo “exultante” que encandiló a los sociólogos, antropólogos y etnólogos, y “la idea de que la totalidad de las costumbres de un pueblo siempre forma un todo ordenado, un sistema”. Pero “Las sociedades humanas, lo mismo que los seres humanos individuales, nunca crean partiendo de un todo sino que meramente eligen ciertas combinaciones de un repertorio de ideas que les eran anteriormente accesibles” (Geertz, 292).

La interpretación por entonces al uso “anula la historia, reduce el sentimiento a una sombra del intelecto y remplaza los espíritus particulares de salvajes particulares que viven en selvas particulares por la mentalidad salvaje inmanente en todos nosotros” (ib., 295). Pues “Los modos del pensamiento salvaje (silvestre, no domesticado) son primarios en la mentalidad humana. Son los que todos tenemos en común. Las estructuras de pensamiento civilizadas (domesticadas, domadas) de la ciencia y la erudición moderna son productos especializados de nuestra sociedad. Son productos secundarios, derivados y, aunque no inútiles, artificiales. Si bien estos modos primarios de pensamiento (y los fundamentos de la vida social humana) son ‛silvestres’ como el ‛pensamiento silvestre’ (trinitaria) –espectacular retruécano que da su título a La Pensée Sauvage–, son empero esencialmente intelectuales, racionales, lógicos, no emocionales o instintivos o místicos.” (Ib., 297)

El camino a seguir con el fin de atenuar estos inconvenientes, aunque no fuera para eliminarlos del todo, es el de refrendarlos mediante un estudio vécico o vicisitudinario. Sólo podría lograrlo una investigación que superara la expresión inmediata y visible (conductista y empírica) de la subjetividad y descubriera la huella dinámica impresa por mil acontecimientos físicos y mentales que amojonan la historia personal y enriquecen la facultad resolutiva de la inteligencia humana. Sería la manera de ampliar el método de introspección dotándolo de la capacidad de rescatar y comprender cómo surgieron no ideas sino sólo formas operativas que entran a constituir el saber personal al haber sido recreadas experiencialmente en mil ocasiones o veces de la historia de vida. No con el fin de estudiar la evolución de determinados fenómenos psíquicos, como es del caso en la psicología y la psicología profunda, sino para detectar lo que de ellos mantiene su presencia operativa y resolutiva en toda relación dinámica del individuo con el entorno.

 

Final

 

“Después de un siglo y medio de investigaciones en las profundidades de la conciencia humana, investigaciones que descubrieron ocultos intereses, emociones infantiles o un caos de apetitos animales, tenemos ahora una investigación que comprueba que la pura luz de la sabiduría natural resplandece en todos nosotros por igual. Sin duda esta conclusión será bien recibida en algunas esferas para no decir que con alivio. Sin embargo, el hecho de que dicha investigación se haya emprendido desde una base antropológica parece en extremo sorprendente. Pues los antropólogos siempre se sintieron tentados –como el propio Lévi-Strauss lo estuvo una vez– a salir de las bibliotecas y salas de lectura, donde es difícil recordar que el espíritu del hombre no es clara luz, y a ir ‛al campo’ mismo, donde es imposible olvidarlo. Aunque ya no queden muchos ‛verdaderos salvajes’, hay todavía bastantes individuos humanos vívidamente peculiares para hacer que toda doctrina del hombre que lo conciba como el portador de inmutables verdades de la razón –una ‛lógica original’ que procede de ‛la estructura de la mente’– parezca tan sólo una exquisita curiosidad académica.” (Geertz, 298)

“En cualquier momento de mi situación biográficamente determinada, yo sólo me intereso por algunos elementos, o algunos aspectos, de ambos sectores del mundo presupuesto, el que está dentro de mi control y el que está fuera de él. Mi interés prevaleciente –o, con mayor precisión, el sistema prevaleciente de mis intereses, puesto que no existe un interés aislado– determina la naturaleza de tal selección. Esta afirmación es válida, con independencia del significado preciso que se atribuya el término ‛interés’ y también con independencia de lo que se proponga con respecto al origen del sistema de intereses. Sea como sea, existe una selección de cosas y aspectos de las cosas que son significativos para mí en cualquier momento dado, mientras que otras cosas y otros aspectos por ahora no me interesan o están fuera de mi vista. Todo esto se halla biográficamente determinado; es decir, la situación actual del actor tiene su historia; es la sedimentación de todas sus experiencias subjetivas anteriores. No son experimentadas por el actor como anónimas, sino como únicas y dadas subjetivamente a él, y sólo a él.” (Schutz, 2008, 93)

“La experiencia fundamentada de una vida –lo que un fenomenólogo llamaría la estructura ‛sedimentada’ de la experiencia del individuo– condiciona la subsiguiente interpretación de todo nuevo suceso y actividad. ‛El’ mundo es transpuesto a ‛mi’ mundo, de acuerdo con los elementos significativos de mi situación biográfica. El individuo, como actor en el mundo social, define, pues, la realidad que encuentra.” (Natanson, 17, en Schutz, 2008)

La teoría de Alfred Schutz descuenta la importancia de la experiencia personal, historia del individuo o biografía. No penetra en el misterio de esa “estructura sedimentada”, pues su cometido es ocuparse de la teoría social. En general, se refiere a “múltiples experiencias que tiene el sí-mismo de sus propias actitudes básicas en el pasado” (Schutz, 2012, 26).


 APÉNDICES

 A)    SOBRE LA HISTORIA 

1) De acuerdo a nuestros planteamientos anteriores, y con el fin de aclarar algunos aspectos de la teoría vécica, desearíamos agregar algo acerca de la historia íntima que se genera como hecho de experiencia y pasa a formar parte de la inteligencia en el mismo dominio temporal de la historia cronológica.

Cada instancia de vida, circunstancia, acontecimiento de la historia personal, suceso de la vida cotidiana, es ámbito propicio para su gestación. Esto es, para que el hecho dé lugar a una configuración funcional o algoritmo biológico que puede aplicarse como recurso de carácter cognitivo en el pensar y en el actuar funcional. Esta configuración es puramente utilitaria para toda nueva circunstancia de rasgos semejantes o que responde a un mismo patrón o forma de funcionamiento.

Hemos dicho que la historia vécica es una serie no lineal de hechos a partir de los cuales se ha consagrado una configuración vécica. Decimos “no lineal” porque no es sucesión sino ocasión aislada, indeterminada y no registrada por la memoria, aunque gravite en el saber y en la aplicación del saber en la praxis de vida. A esto nos referimos cuando hablamos de vez pura, ocasión en que la experiencia funciona como fuente y origen del saber personal.

Decimos “configuración vécica” para referirnos a esa fuente de saber, a las idoneidades, capacidades y recursos incorporados por el sujeto en función de resolución de problemas, superación de dificultades, revelación de misterios, etcétera. La historia vécica no se define en arreglo a los parámetros de la dimensión temporal, porque no es historia de acontecimientos en serie sino historia sólo de algunos acontecimientos en los que se ha producido un resultado en favor o en contra de lo conveniente para el sujeto. Es acto que alimenta la inteligencia y fenómeno que la define en sus rasgos característicos y distintivos: intelecto, moral y emociones. 

2) La historia vécica es diferente a la historia temporal o cronológica por su carácter intemporal. Si bien nace en el tiempo, al convertirse en historia de una serie selecta de fenómenos psíquicos cuya elaboración final alimenta la inteligencia práctica, escapa del tiempo y permanece como capacidad, mental y física, independientemente de la seriación cronológica y respectiva acumulación cuantitativa que recoge o no recoge la memoria. Los procesos de los cuales nace la historia vécica desaparecen del tiempo y de la memoria tan pronto como se transforman en patrones recursivos o algoritmos que se ponen al servicio de las necesidades cognitivas.

La voluntad del individuo decide y ejecuta las modificaciones necesarias para que la circunstancia de vida no se oponga a lo que entiende que le conviene. Las transformaciones resultantes quieren aparejarse con las idoneidades innatas, aunque de ninguna manera lo sean. Tampoco es lo que habitualmente se atribuye a la experiencia en tanto repetición y permanencia en una tarea u oficio, sino lo que, en un acto en el que interviene la propia inspiración y por el cual se supera una circunstancia adversa, se consolida un recurso cognitivo y funcional que se incorpora a las habilidades e idoneidades propias. La superación de lo adverso es, por lo tanto, lo que define la transformación de un hecho físico en algoritmo biológico.

El algoritmo –recurso cognitivo y funcional adquirido por la vía de la experiencia propia– es tan importante para la conciencia como los demás recursos de conocimiento incorporados por aprendizajes expresos o por la educación formal, general o especializada. La historia temporal sería una historia diferente sin esta clase de aprendizaje en la cual se prueban y consolidan todas las habilidades, innatas y adquiridas por instrucción externa. Se trata de modificaciones que, aunque sólo puedan comprobarse en forma subjetiva e introspectiva, parecen fijarse con mayor facilidad que todas las demás. 

3) La historia vécica es la encargada de reconocer y de interpretar la historia temporal. Sin ella la historia temporal de cada individuo sería para él una historia de hechos que podría recordar, pero sin poder atribuirle la significación imprescindible para el autorreconocimiento, la comparecencia del yo ante sí mismo o conciencia propiamente dicha. Se trataría de una historia vacía para el funcionamiento psíquico, vacío en lo moral y en lo espiritual y endeble en lo racional.

            Se trataría de una historia individual cualquiera, una seriación de hechos de un ser vivo que no ha hecho nada importante en su vida, nada para sobrevivir, para superar los problemas que presenta cualquier clase de vida humana, de modo que se ha dejado superar por ellos. La historia vécica convierte al individuo cualquiera en persona única, a la relación con el mundo en un sentido inverso al cronológico: la comparecencia del individuo ante el mundo se convierte en comparecencia del mundo ante la persona. La historia del mundo en su entorno pasa a ser su historia verdadera.

Mundo es todo lo que sabe, de ahí que a veces se diga de alguien que sabe mucho o se comporta como sabio que es “persona de mundo”. De todas maneras, la conciencia es más vasta que lo que la persona sabe: “el contenido de la conciencia es mejor y más amplio, más hondo y más original que la amplitud de lo sabido” (Rahner, T. V, “Historia del mundo e historia de la salvación”, 115). Esto quiere decir que la conciencia siempre busca enderezar su proyección hacia un más allá de ella misma, que quiere trascender su sí mismo, ir a lo que no puede alcanzar.

En la persona radica toda la importancia de la historia del mundo, en el entorno del mundo que a ella le corresponde. Porque la vida establece un intercambio de modificaciones entre la persona y el mundo, pequeñas o grandes, que tienen la consecuencia fundamental de conciliar la imperturbabilidad del mundo y el empeño por perturbarlo de parte de la persona. Del intercambio surge una verdad eventual que funciona como verdad comprobada, al menos en lo que atañe al mundo de la persona. Una verdad que, si bien es sólo funcional, puede confiar provisionalmente en ella. Si ante su intervención el mundo reacciona de una u otra manera, la persona lo entiende experimentalmente. Por lo que la historia del mundo es la historia de la interpretación por parte del individuo consciente. 

4) La historia vécica puede entrar en conflicto con la historia cronológica, aunque sus relaciones con el espacio y el tiempo sean distintas. Entran en conflicto si por alguna razón los algoritmos dejan de funcionar, por ejemplo, debido a una fuerte imposición externa que obligue a pensar, a sentir o a actuar enajenándolos o desplazándolos hacia un rincón oscuro de la conciencia. Esto no es para nada raro en la vida social de la persona ni aun en la privada. El sujeto no es consciente del fenómeno, y sin saberlo se abandona al influjo ajeno con facilidad. Pues es más cómodo abandonarse a esa fuerza que elaborar ideas o que simular sentimientos cuando no se los tiene. Es el caso en el que predomina la experiencia ajena en lugar de la personal.

La vacuidad y la superficialidad que puedan registrar las ideas, actos y sentimientos emocionales y morales son prueba de una probable debilidad de los algoritmos biológicos adquiridos en la experiencia. Esas insuficiencias pueden deberse a que los algoritmos no se hayan procesado por una inhabilidad congénita en el desempeño de la experiencia, la ausencia de enfrentamiento con la adversidad o sencillamente por una pobreza radical de experiencia de vida.

El otro motivo por el cual la historia vécica y la historia temporal pueden entrar en conflicto es el de la superposición del saber adquirido sobre el saber vécico. Se trata de la preponderancia de las apelaciones a lo intelectual por encima del saber práctico proveniente del contacto con el mundo en la acción concreta. Esto puede encontrarse en personas demasiado confiadas en principios o en ideas que no han sido probadas en la experiencia pero que igualmente entran a formar parte de los desempeños y las conductas. 

5) La historia vécica no se registra como contenido de memoria, mientras que la cronológica se registra y sólo puede rescatarse por ese contenido. De lo que se derivan dos consecuencias principales. En primer lugar, la historia vécica genera saberes experienciales y también formas de actuar en situaciones complejas y en forma espontánea. Ambas historias se ayudan mutua y permanentemente, una de ellas memorizando y extrayendo conocimiento de lo recordado, y la otra apelando a recursos que actúan de acuerdo a una modalidad semejante a la del instinto, aunque no sea instinto sino saber adquirido en la experiencia y por cuenta propia.

En segundo lugar, por la historia vécica el individuo adquiere identidad propia en sus desempeños, en sus convicciones, en sus conductas, una personalidad independiente de los aprendizajes y enseñanzas recibidos u obtenidos desde fuera de la órbita de la voluntad propia y de su capacidad autodidacta. No quiere decir que los saberes adquiridos en la historia temporal tengan que ser mejores o peores que los adquiridos a través de la historia vécica, ni que tengan que competir en la circunstancia. Es difícil si no imposible discernir entre ellos y sólo es posible y por hipótesis atribuir al saber vécico el sesgo más original e innovador en los resultados. 

6) En línea con el punto anterior, la historia vécica no admite narración como admite la historia cronológica. Esto impide el conocimiento pormenorizado de cada una de las veces en que se produce el fenómeno por el cual la experiencia se transforma en conocimientos y en habilidades recursivas de orden físico o intelectual. Impide también la verificación de si existe alguna clase de relación entre las veces discontinuas o si permanecen aisladas y actúan separadamente.

No es posible describir, pues, la evolución cronológica de las veces en que se produce el fenómeno de transformación en saberes e idoneidades a partir de la experiencia. No es posible conocer el lazo que une la experiencia-aprendizaje con la experiencia en la que se aplica lo adquirido por el mismo aprendizaje o con aquella experiencia en que es posible aplicar un elemento semejante o relacionado de alguna manera con la experiencia vivida originalmente.

Se activan una y otra vez determinados aprendizajes ya consumados, integrados, asimilados y prestos a servir como principales recursos cognitivos y de respuesta ante situaciones adversas. Ahora bien, ¿es posible que el fenómeno se transmita de una vez a otra en forma semejante a como se transmiten los caracteres de un individuo a otro en la descendencia? ¿Que, así como en este caso se transmiten con independencia del germoplasma (genes que se transmiten a la descendencia y que no incluyen los caracteres adquiridos), en el mismo individuo se transmitan con independencia de la memoria y de aquellos arcos reflejo producidos por repeticiones y automatizaciones mecánicas?

La pregunta viene al caso porque en la herencia tampoco es posible describir la historia de los caracteres adquiridos que luego se transmiten de una generación a otra. No hay narración posible para la historia vécica y tampoco la hay para los hechos que determinan las enseñanzas adquiridas que luego son transmitidas a la descendencia. 

7) “En sus comienzos, la conducta aprendida parece no haber sido más que un aditamento de la conducta instintiva. Para los primeros vertebrados terrestres fue probablemente un recurso, un medio de protección del individuo, cuya importancia como tal se iba haciendo mayor, salvando a la especie de la extinción y proporcionándole tiempo para desarrollar nuevos instintos. Si las cosas pasaron así, traicionó sus propios objetivos. La disposición para aprender y, en consecuencia, para adaptarse individualmente debe haber amortiguado la intensidad de la selección natural, retardando el proceso de fijación de formas nuevas y más favorables de conducta automática que pudieran surgir. El aprendizaje, en sí, en nada contribuyó a la adaptación fundamental de las especies a su ambiente, porque los hábitos adquiridos durante la vida del individuo no son transmitidos por el plasma germinal. Si los vertebrados terrestres se hubieran detenido en este punto, con toda probabilidad hubieran sido dejados muy atrás en la lucha por la existencia. Su victoria final se debió a la adquisición de la facultad de transmitir la conducta aprendida de una generación a otra generación, con independencia del germoplasma. Al mismo tiempo que por la experiencia pudieron aprender unos de otros” (Linton, 84).

El mismo o parecido fenómeno puede ser el que se reproduzca en el mismo individuo para el caso de la historia vécica: la transmisión no lineal de una vez a otra, los rasgos adquiridos en veces indeterminadas e innominadas transmitidos a veces concretas en las cuales el individuo enfrenta dificultades y es preciso que resuelva problemas. 

8) La dotación del humano en materia de recursos instintivos es mínima y se reduce a la respiración, la deglución, a agarrar con las manos y a algunas reacciones ante el miedo, mientras que en especies como las aves y los insectos es mayor (Linton, ib.). Por lo que, así como el éxito en la supervivencia de la especie pudo deberse a la adquisición de la facultad de transmitir la conducta aprendida de una generación a otra, el éxito en el desempeño del individuo puede deberse a la adquisición de la facultad de transmitir la conducta aprendida de una circunstancia a otra.

Es posible que los patrones sinápticos o algoritmos biológicos vengan a suplantar la carencia de instintos para la resolución de problemas e, igualmente, a complementar a la memoria con sus limitaciones funcionales. En su defecto, pudo la memoria haber aprendido a convertir su almacén de elementos pasivos en productos elaborados y capaces de volverse activos trascendiendo su jurisdicción originaria. Por lo que la necesidad de retención de las vivencias, con sus consecuencias en los aprendizajes, especialmente en todo lo que resultase de ellos favorable y conveniente para la vida, ha terminado transmutándose en inteligencia. Por otra parte, esos algoritmos funcionan de manera parecida a los instintos.

La historia vécica, en consecuencia, es la que corresponde en la evolución a la instrumentación de las capacidades del ser humano en todo lo que tiene que ver con los aprendizajes fuera de la influencia de los genes y de la participación de la memoria.

 

B) SOBRE LA REALIDAD 

1) La realidad vécica no es una realidad de sustancias con extensión inscripta en la dimensión espaciotemporal. Es inextensa e intemporal y por ende no objetivable, pensable como en ciencia se piensan los campos. Un campo es una abstracción en la cual la realidad es sólo probable y no efectiva. Carece de límites precisos y se reconoce sólo por determinados hechos derivados, es decir, por otras entidades cuya realidad sí es concreta aun cuando dependa del campo.

Tomar conocimiento de la realidad vécica significa reconocer una frecuencia en el acontecer vital y no el acontecer. La advertimos por la frecuencia y la comprobamos como lo hacemos con las frecuencias de los hechos materiales y concretos. Pero es una frecuencia de relaciones entre cosas y no de cosas, no de objetos, hechos o procesos. Intervenimos en el entorno de tal modo que entramos a formar parte de él: modificamos la realidad externa y de sola comparecencia ante el mundo, desde el nacimiento, nos convertimos en realidad única e indivisa. El mundo y nosotros en una sola realidad, no percibida sino interpretada.

Es una realidad que no se ve, aunque participamos en ella como en la que se ve. Se siente como se sienten los sentimientos, es decir, en la modalidad interna. Es un dominio en el cual las personas se reconocen por debajo de los actos y de los lenguajes. Se reconoce, pero no se conoce; se participa en ella, pero no voluntariamente. Es el caso en el cual algo nos dice, con precisión ajustada o no a la realidad objetiva, que una persona es buena o mala sin que responda a razonamiento alguno ni a ninguna prueba.

Funcionan entonces los mecanismos algorítmicos que nos transmiten lo que hemos aprendido en la vida “a los golpes “, como se dice habitualmente. De una vez indeterminada y perdida para la memoria se establece una respectividad en otra: existe una transmisión de contenidos de un acto a otro. 

2) “La facultad de transmitir de generación a generación la conducta aprendida dio a los mamíferos una ventaja abrumadora en la lucha por la existencia, ya que les fue posible desarrollar y transmitir una serie de padrones de conducta tan definidos como los originados por los instintos, pero susceptibles de una modificación mucho más rápida. Sin perder su propia flexibilidad, el individuo se benefició con la experiencia de sus antepasados. En estas circunstancias no sólo pudo modificar su conducta para hacer frente a las emergencias, sino también cambiar rápida y fácilmente los patrones recibidos para hacer frente a las variables condiciones del medio.” (Linton, 88)

Se podría suponer que la conducta adquirida pueda transmitirse en el ámbito de lo individual de la misma manera en que se trasmite de individuo a individuo en la descendencia. Que una configuración neurológica adquirida actúe de la misma manera en diversas circunstancias descargándose y transmitiéndose desde un centro que se modifica de acuerdo a los resultados en la experiencia. La capacidad vécica funcionaría como funcionan las capacidades que se heredan.

La característica principal de esta transmisión interna sería la que es capaz de producir aumento en la eficiencia de los resultados. En esto también se verifica el correlato con la transmisión de individuo a individuo en la especie “por su tendencia a un enriquecimiento progresivo” (Linton, 92). Es sólo hipótesis, sólo deducir una propiedad por la lógica de la semejanza, sin demostrar alguna de esa lógica en un plano ahora biológico y neurológico.

Los aprendizajes externos difieren de los propios e independientes, y son estos últimos los que con mayor facilidad recrearían y aun aumentarían su eficiencia en situaciones en las que el orden de dificultades fuese semejante al de la situación original. La repetición, por su parte, aportaría la afinación y la automatización que caracterizan a los instintos, aunque no aportaría mucho al mejoramiento. 

3) La capacidad de generar saberes y habilidades a partir del trato del individuo con el mundo, habitualmente llamado experiencia, sugiere otra deducción –o inducción– en gran parte justificable. Se trata del impulso de vida del que hablan diversas filosofías. Se pueden citar algunos ejemplos, como la fuerza o élan vital de Bergson, la voluntad de vivir de Schopenhauer o la voluntad de poder de Nietzsche, entre los ejemplos más famosos. Y son bien conocidas otras especulaciones todas con el ojo puesto en lo que no deja de ser el gran misterio de la vida, su fuerza, el afán de continuidad, el don de dirigirse en términos progresivos hacia un fin que se desconoce.

También los teólogos se refieren a este misterio en términos no tan diferentes a los de los filósofos y científicos. Por ejemplo, en referencia a los “enunciados” sobre la revelación, en los cuales se encuentra el misterio: “Tales enunciados se distinguen de los de la razón natural que son entendidos, penetrados y demostrados. Y así se miden en su ser característico tomando como norma la esencia de la ratio –no la del intellectus, originariamente uno con la voluntad […] La ratio es la facultad que en sí tiende a la evidencia, inteligencia, penetración, demostración rigurosa [pero] el concepto de esta ratio así supuesta es […] demasiado estrecho y relativo, él mismo tiene que ser examinado críticamente” (Rahner, T. IV, “Sobre el concepto de misterio”, 57 y 58). Para el creyente “Dios le está dado al hombre esencialmente en tanto misterio santo.” (ib., 77) 

4) El misterio puede al menos aclarase un poco si se tiene en cuenta cómo influye en la actitud del individuo en su vida cotidiana y frente a los problemas. Es la fuente de la cual extrae la fuerza para enfrentar las trabas insalvables que se presentan en su vida, la causa de su curiosidad y el acicate para satisfacerla. El misterio no está en el problema, sino que es el problema. El individuo crea por sí mismo la facultad resolutiva, sea que el medio social le haya instrumentado la base material de sus recursos, sea que los haya instrumentado el poder divino. Como quiera que fuese, el individuo se embandera con el misterio, aunque sea insuflado por una voluntad superior a él.

Por otra parte, la realidad es asimilada por el individuo de acuerdo y según intervengan las emociones. No es establecida puramente por la fría racionalidad, por lo que intervienen en la relación también los estados anímicos. La impresión del entorno y su circunstancia impresiona al individuo de diferentes maneras, y en todas influye una particular visión del mundo: “puede decirse que cuanto más nos excita un objeto concebido mayor es su realidad. El mismo objeto nos excita de modos diferentes en diferentes momentos. Las verdades morales y religiosas ‛nos entran’ con más facilidad en unas ocasiones que en otras” (James, XXI, “La percepción de la realidad”, 804). 

5) Del punto anterior se desprende que la realidad, tal como aparece ante la conciencia, es más humana que inanimada, más viva que cósica. Y que el misterio es humano, porque el problema es del hombre; se estampa en los enunciados profanos y en los enunciados dogmáticos (Rahner, T. V, “¿Qué es un enunciado dogmático?”, 57). El misterio es misterio para el individuo no para el cosmos, para el cual no hay misterios, pues si los hubiera, entonces, tendría conciencia, lo que hasta ahora desconocemos. La realidad humana y la realidad cósmica coinciden, pero el misterio lo pone lo humano en la escala de participación que le corresponde.

Para la conciencia la realidad es una entidad viva, pero lo vivo de esa entidad depende de ella. Del trato con el entorno la conciencia extrae una noción de verdad, y esa noción es la que le proporciona información confiable sobre la realidad con la que se asocia y en la que se desempeña. El misterio nace de esa relación en la cual la verdad nunca se satisface. 

6) La verdad surge de la mediación del individuo en el entorno y de la devolución del entorno respecto a esa mediación. Si es conveniente, entonces es verdadera, si no lo es, entonces es falsa –y de esa dicotomía deriva la distinción entre apariencia y realidad. Siempre que se trate de conveniencia se apunta a lo positivo para la vida, contenidos prácticos o intelectuales, racionales o irracionales, emocionales o fisiológicos. El primer sentimiento de conveniencia es el que tiene que ver con la supervivencia, con el problema de seguir.

A este respecto es preciso reconocer la ambivalencia de un hecho crucial, y es el de comprender mediante recursos provenientes de lo ya comprendido y comprender bajo los efectos de la misma incomprensión, del no poder comprender. Se presenta un problema que no se reconoce porque la incomprensión no puede generar su opuesto, y esto parece lógico. Sin embargo, la incomprensión es el acicate de la comprensión trascendente: aunque no se sepa cómo, la perplejidad de la incomprensión es el estímulo que conduce a la generación de respuestas innovadoras. Veámoslo:

7) La perplejidad producida por la incomprensión y el asombro, provocados por la percepción de lo desconocido, componen el elemento que se dispone bajo el denominador común del misterio. Y el misterio surge de dos motivaciones históricas en cuanto a la comprensión de la realidad. El desconocimiento, esto es la simple ignorancia, por un lado, el componente negativo de la incomprensión y, por otro lado, la trascendencia que comprende lo que está más allá del alcance de la conciencia, el componente positivo. Si el primero corresponde a las inquietudes de la ciencia y de la filosofía, el segundo corresponde a las del arte y de las religiones.

En lo que concierne a lo positivo, y en el caso del arte, la incomprensión se manifiesta en los términos del símbolo y de la alegoría, de manera que la satisfacción del misterio se consagra por la vía de la interpretación, si es necesario a la sensibilidad, o por el simple sentir sin participación de la racionalidad estricta. En el caso de la religión, la incomprensión no busca modificarse y se mantiene como valor acendrado y legitimación de sí misma, “haciendo que la incomprensibilidad de Dios sea la bienaventuranza del hombre como el ser del misterio uno y permanente”, lo que constituye “el saber del no-saber”.

A este respecto el teólogo agrega: “Mientras se mida la altura de un conocimiento según su ‛comprensión’ –aunque en su verdad última no se sabe de ningún modo–, es decir, mientras se crea que la comprensión que analiza y reduce, que deduce y domina es más y no menos que la experiencia de la incomprensibilidad divina, más que el dominio bienaventurado por la misma luz inaccesible, no se ha entendido nada del misterio y nada de la verdadera esencia de la gracia y de la gloria.” (Rahner, “Sobre el concepto de misterio”, T. IV, 80) 

8) En el territorio de lo profano, la incomprensión positiva se presenta como inquietud, incertidumbre y asombro. Como en el de lo sagrado, en el de lo profano la incomprensión apunta al misterio, desemejante al divino en las clasificaciones, pero semejante si se le despoja de sus ropajes institucionales, eclesiásticos y teológicos. En todo individuo humano persiste el sentimiento de trascendencia, la tendencia a sobreseerse a sí mismo y proyectarse en un más allá de esperanzada realización.

Esta proyección no pertenece a la esfera de lo negativo, esto es, la esfera en la que reina la necesidad de explicación racional, sometida a lo espaciotemporal, a la necesidad de certidumbre y de logos. Responde a la esfera de la realidad vécica, intemporal e invisible. No hay otra alternativa que aceptar este tipo de corrección de la incertidumbre y de la indecisión: dar lugar a la espontaneidad multicontecida y agazapada tras las sombras de los hechos no registrados en la memoria personal.

 

C) SOBRE EL YO 

1) El saber vécico es instantáneo e involuntario y se manifiesta sin necesidad de que sea procurado en forma consciente. Interviene en toda circunstancia adversa y en los casos en los que es necesario resolver problemas o revelar misterios. Es propio de todo acto mental o corporal, descubrimiento, invención o creación de carácter creativo y original. Es relegado por el conocimiento científico y la clase de saberes especializados, incorporados por aprendizajes externos formales o informales. El saber vécico constituye una facultad creada y recreada por el individuo en su desempeño en el mundo que lo contiene e interviene en forma definitiva en la conciencia del yo y en la construcción de la personalidad.

Es posible que la intuición esté íntimamente relacionada con el saber vécico, aunque también lo esté con los instintos y con el acervo de conocimiento especializado adquirido por la vía de los aprendizajes. El fenómeno de la intuición puede estar relacionado en sus fuentes con los acontecimientos vécicos consolidados en la experiencia y transfigurados en inteligencia personal. El saber intuitivo sólo puede explicarse racionalmente por la comunicación interna de los suministros generados en la experiencia. Sólo la historia personal y la experiencia pueden dar respuesta contundente al concepto de intuición. 

2) “Experiencia significa experiencia de algo externo que se supone que nos impresiona, sea espontáneamente o como consecuencia de nuestras actividades y acciones […] la experiencia nos moldea a cada hora, y hace nuestras mentes un espejo de las condiciones de tiempo y espacio que existen entre las cosas del mundo. El principio del hábito que tenemos dentro de nosotros fija de tal modo el material que después se nos dificulta incluso imaginar cómo podría ser el orden externo diferente de lo que es […]  Estos hábitos de transición, de un pensamiento a otro, son características de una estructura mental que no teníamos al nacer; podemos verlos crecer bajo el dedo modelador de la experiencia, y también podemos observar cuán a menudo la experiencia deshace su propio trabajo de modo que sustituye un orden antiguo con uno nuevo.” (James, XXVIII, “De las verdades necesarias y de los efectos de la experiencia”,1046)

 “En otras palabras, ‛el orden de la experiencia’, en este terreno de las conjunciones de tiempo y espacio de las cosas, es una indisputablemente vera causa de nuestras formas de pensar. Es nuestro educador, nuestro amigo y ayudante, y su nombre, que representa algo tan real y tan definido, debe mantenerse como algo sagrado a lo cual no deben atribuirse significados vagos que solamente lo empañarían. Si todas las conexiones entre ideas habidas en la mente pudieran ser interpretadas como otras tantas combinaciones de datos sensoriales que fueron fijados de este modo desde el exterior, entonces la experiencia, en el sentido común y legítimo de la palabra, sería el único arquitecto de la mente.” (James, en el mismo lugar.)           

3) Relaciones con la intuición. La psicología se resiste a hablar sobre el tema, pero es motivo de especial atención por parte de algunos filósofos. Para Henri Bergson, por ejemplo, la intuición es “una especie de simpatía por la cual nos transportamos al interior del objeto para coincidir con lo que él tiene de único, y por consecuencia de inexpresable. La intuición, pues, a diferencia de la inteligencia, que busca conocer acerca de las cosas sólo sus relaciones –es decir, lo que ellas tienen de general y abstracto– permite llegar hasta la duración concreta, viviéndola como tal” (Bersanelli, 70-71); texto en el cual “duración” quiere decir tiempo vivido internamente, no el tiempo físico ligado al movimiento en el espacio].

 El acto de la intuición se parece “a la facultad de imaginar y organizar del historiador, por la que hace revivir en su conciencia el pasado individual, pero con una diferencia importante: que la intuición no es aquí sólo la obra de imaginar y organizar, sino que importa un contacto inmediato del sujeto con una realidad interiormente sentida” (subrayado nuestro; Lalande, citado por Bersanelli, en el mismo lugar).

Esta forma del saber interviene profusamente en la construcción del yo. “La construcción del yo, considerada en la progresión de sus formas sucesivas de organización, no podría ser concebida como una serie de estados de los que cada uno se añadiría al anterior para reemplazarlo” El yo, pues, “lleva en sí mismo, hasta en su sueño, las bases prehistóricas de su ser, del mismo modo que aquello que yo debo llegar a ser o aquello que yo he llegado a ser, permanece todavía en el fondo de mí-mismo” (Ey, “El yo o el ser consciente de sí mismo”, 257).

No se construye en función de la información recibida ni por sólo la elaboración de esa información, y tampoco por obra de los sentidos, aunque evidentemente todo interviene en el proceso histórico personal. Pero no habría yo sin experiencia, puesto que es el nivel en el cual se juega la verdadera asimilación del saber y se prueban los sentimientos y las emociones. Se trata “de la temporalización histórica del yo, ya que éste no llega a ser él mismo más que en función de su propiedad de inscribir, fuera de sí mismo, de su pasado y de la actualidad de su experiencia, una historia que quedará como la suya para él y para los demás” (Ey, 262). 

4) El conocimiento se realiza en un discurso en el cual se exponen y comunican los contenidos mentales en un continuo que se desarrolla en el tiempo. El saber vécico no es discursivo ni temporal; se realiza en operaciones discretas respecto a contenidos cualesquiera y mediante patrones de funcionamiento generados en el dominio de la plasticidad sináptica y a través de la experiencia de vida. Estas formas instrumentales o patrones pasan a servir como destrezas operativas en diversidad de ocasiones problemáticas.

Es muy difícil si no imposible conocer la composición de estos patrones o algoritmos correspondientes al saber vécico. Sólo es posible concebir la composición como se concibe una figura lógica: cálculo mediante el cual se encuentra el valor lógico de una variable. Esto es, como la salida o escape que se encuentra en una situación sin solución aparente. Por su naturaleza lógica, el desempeño del saber vécico se asocia principalmente al plano funcional, a la vida operativa y práctica de la inteligencia. Pero, como veremos, no es del todo así.           

5) Los algoritmos formados en la experiencia no son algoritmos matemáticos ni lógicos como los de la inteligencia artificial, la cual, precisamente, se inspira en ellos. En la plena realidad de la experiencia psíquica y biológica son especies de algoritmos que pueden describirse de manera semejante a como se describen los cálculos de una lógica informal. Esto quiere decir que se ordenan de acuerdo a la información que se recaba en la misma situación, por lo que pueden modificase en pleno funcionamiento, transformarse y adaptarse a las necesidades del momento.

Pueden avanzar o retroceder, cambiar las bases del cálculo, corregir sus pasos, elegir las conclusiones y aumentar su eficacia espontánea y plásticamente. La tecnología computacional que gobierna el funcionamiento de los artefactos y máquinas actuales de última generación, así como el pleno de la inteligencia artificial, están inspirados en el funcionamiento de las redes neurológicas que, hasta ahora, y si bien pueden superar a las naturales en términos de velocidad o rendimiento, no han podido ser superados en versatilidad y sutileza.

Así, no sólo intervienen en situaciones prácticas sino también en planos correspondientes a la vida mental, en general, al abanico completo de los fenómenos psíquicos. Asimismo, en la esfera de los sentimientos, las emociones y pasiones, la moralidad y los valores, ayudando a definir las elecciones y preferencias del sujeto. Como en el plano práctico, el saber vécico tiene una incidencia decisiva en lo que se refiere a las dudas, creencias, convicciones, y en todo lo que la racionalidad no alcanza para definir las personalidades y las conductas. 

6) El saber vécico no es conocimiento acumulado, cultura en el sentido social y, por supuesto, tampoco conocimiento alambicado. Es cultura en el sentido individual y subjetivo, aunque pueda entrar a formar parte del conocimiento en sus niveles superiores, los que son propios de las ciencias en general. Es el saber al que apunta la educación en su modalidad tradicional: la de formar al sujeto. La educación proporciona las bases de una construcción que corre por cuenta del individuo. Sin el aporte individual no hay cultura individual, por más que la educación procure transmitirla.

¿Cuál es el designio de la educación? Entender que la educación “forma a las personas” es acertado en el sentido en que la educación facilita la formación integral del individuo; la personalidad, el carácter, la sensibilidad en general, las capacidades de decisión y resolución, el talento, la civilidad, etcétera. Pero su designio no es formar personas en tanto entidades biológicas, físicas y psicológicas, éticas y estéticas, individuales y sociales. La formación en estos sentidos corre por cuenta del mismo individuo, y no hay forma de que otra voluntad lo haga en su lugar. El carácter indiviso del individuo, reflejo en la misma palabra que lo distingue, sugiere ya que está solo y aislado en lo que se refiere a realización y a desarrollo en una unicidad que mantiene consigo mismo en tanto yo.

La educación tiene el designio de obrar sobre la conciencia, es toda su pretensión y ya es mucha. Es un designio tan importante como delicado, porque se trata de la intervención de una fuerza externa que influye fuertemente y hasta modifica seriamente la estructura psicológica y moral de cualquier sujeto. Es imprescindible que lo haga, puesto que en nuestro estado originario carecemos de lo fundamental para participar y realizarnos en la vida particular y social sin fracasos y con propensión a los éxitos. La educación va, pues, directamente a implementarse en el nivel vécico de construcción de la persona, es decir, allí en donde la persona se desenvuelve por sí misma y adquiere su particularidad única en la experiencia empírica y en la dinámica espiritual.

7) Por lo que las iniciativas de parte de la educación relacionadas con la pretensión de obrar en el nivel de la vida práctica, preparación para la supervivencia, desarrollo de habilidades específicas en empleos, negocios y emprendimientos de toda clase, entrenamiento en los lenguajes de la persuasión, ingenios artificiales de consagración social, etcétera, son iniciativas dependientes de la suerte que a cada uno toca en la vida, fuera del alcance de la educación, muchas correspondientes el entorno familiar –o que puede hacer las veces de entorno familiar–, y a aprendizajes que sólo se pueden lograr en la edad madura.

 El ideal de la educación es ir a la conciencia de cada individuo, ayudarla de acuerdo a las particularidades de cada mente, sensibilidad y capacidad. Pero, como no puede hacerlo y tiene que dirigirse a todos como si se dirigiera a una totalidad indivisa. Apela al modelo más representativo de todos los posibles, el que puede someterse a la consideración pública con su correspondiente aquiescencia, y el que puede instituirse como ideal de toda la colectividad. La posibilidad real de la educación, pues, es obrar sobre lo general y no sobre lo particular, ni en cuanto a sujetos físicos ni en cuanto a posibles empleos de sujetos físicos, lo que queda para las enseñanzas especializadas, académicas, profesionales, tecnológicas, industriales, comerciales, relacionadas con la actividad del sector primario o productivo.          

8) El saber vécico y lo que del saber vécico influye en la construcción del yo, es algo que concierne a la dimensión subjetiva. Por el enorme influjo impreso por la tradición empirista sobre la metafísica, la filosofía y la psicología, los estudios han privilegiado la dimensión objetiva como fundamental para la inteligencia humana. No cabe duda de que ha sido un influjo en bien de la humanidad, la que, bajo las desviaciones de la subjetividad histórica, padeció durante siglos los males de la superstición propia del conocimiento precientífico. Por la tradición empirista su pudo comprobar la verdad, al menos provisoria, el conocimiento en general y la vida mental. Mediane la percepción directa o a través de instrumentos se pudo explorar dominios desconocidos y secretos que nunca se hubieran revelado por otra vía. La importancia de la dimensión objetiva no está en entredicho.

Lo que puede ser objeto de discusión es el propósito de explicar la vida psíquica en lo estrictamente subjetivo y fuera del alcance de la observación, de la racionalidad y la empiricidad, apelando a recursos propios del conocimiento objetivo, descartando completamente la introspección. No cabe duda de que los medios objetivos nos explican una parte del misterio, por las conductas individuales y sociales, por el funcionamiento del cerebro en cuanto a química y neurología en general, etcétera. Pero, la parte a la que no llega la observación objetiva sólo puede estudiarse apelando a otros recursos.

También puede apelarse a la historia personal en lo que contiene más allá de la historia de los actos en sucesión cronológica y lineal. Pero ¿cómo se puede llegar a ese más allá? El psicoanálisis se sirve de una especial clase de interpelación a través del lenguaje. Este método tiene la virtud de proceder a rastrear el acontecimiento causante de un conflicto en el plano subjetivo y aun inconsciente. Lo que, desde nuestro punto de vista, no sería sino el acontecimiento vécico o vez creadora de patrones sinápticos o algoritmos. Se trataría del análisis practicado en referencia al subconsciente y por parte de una ciencia descriptiva psico-filosófica.

 

D) SOBRE LA VERDAD


La contingencia y la adversidad son fundamentales para la vida. Se interponen a la actividad por la que el individuo modifica el entorno y el entorno lo modifica a él. De esa actividad resultan las bases para fundar una verdad provisoria y consecuencial para el individuo en su praxis de vida.


Del trato con el entorno resultan ciertas contingencias decisivas para la vida del individuo humano. Son las que, como resultado de ese trato, lo modifican a él y modifican el mismo entorno. También las que modifican sólo a una de las partes, sin que la otra se vea afectada, y las que tienden a modificarse sin lograrlo. En este juego de contingencias y de posibles modificaciones se concentra lo más importante para la vida de muchos humanos, si bien no de todos.

De las modificaciones del individuo y del entorno surge una certeza en cuanto a qué es y cómo se comporta el entorno. También una idea de lo que se puede y de lo que no se puede hacer para que el segundo responda como espera el primero. Se trata de modificaciones que cualquiera imprime en su labor diaria, el empleo, la profesión, el trabajo, el estudio, la tarea diaria, el trato con otras personas, y que, a su vez y como devolución, influyen en el modo de vida, lo impactan, rectifican o ratifican, modelan el pensamiento y repercuten en la conducta.

Las modificaciones provechosas para la vida indican la dirección que es conveniente seguir en favor de la supervivencia. El imperativo de la supervivencia, es preciso subrayarlo, aunque habitualmente se relaciona con el alimento, el abrigo, la salud, la seguridad, etcétera, permanece en toda circunstancia de vida aun cuando las necesidades primarias están satisfechas. La sociedad actual, en la que se supone que todo o casi todo está cubierto para asegurarlas, funciona como un entorno que no se diferencia demasiado con el de los primitivos cazadores y recolectores. En ambos tipos de sociedad, con sus características propias y diferencias sustanciales, se dan por igual las compulsiones por asegurar la permanencia en el individuo, el grupo o la familia y la colectividad. Cada paso dado por el individuo en su vida diaria es en el fondo un paso dado en el sentido de la supervivencia. Hoy lo es el trabajo o el empleo, realizar una tarea doméstica o ir de compras.

 

Una verdad en construcción


Abocado el individuo al quehacer de asegurarse la supervivencia, cada uno de sus pasos es una “comprobación experimental” de acierto o de error, es decir, de lo que resulta en pro o en contra de la actividad y la creatividad (de la actividad cultural), en favor o en contra de lo que asegura la prosecución de la vida y su subsistencia. La permanente actividad del individuo en procurársela se acompaña, sin que a veces lo advierta, de la actividad de evitar lo innecesario. Proporcionarse lo que hace falta se complementa invisiblemente con expurgar lo que no reditúa a favor de la vida en general, de la propia y, en el mejor de los casos, de la ajena. Supervivencia, en el sentido lato, se transforma en “ganarse la vida”, en el sentido específico correspondiente a la sociedad actual (“parar la olla”, “ganarse el puchero”, etcétera).

Procurar lo imprescindible y, en paralelo renunciar a lo prescindible, es la combinación que resume la forma de sobrevivir en la sociedad contemporánea. Ganarse la vida dirige el movimiento fundamental en pro de lo que permite acomodar la existencia propia en la vida diaria y en el mundo compartido. ¿Qué resulta de obtener o de no obtener lo imprescindible, es decir, de ganar o perder? Desprendiéndose hasta donde sea posible del sentido puramente económico de estos vocablos, resulta lo que se recibe como devolución de la actividad personal y concreta en el mundo.

Atendiendo especialmente el sentido social, individual, familiar, de amistad, de trabajo, de relacionamiento por las razones que sean, tenemos que, de ganar o perder, resulta una primera noción de verdad, una idea de qué es, de cómo funciona y ante qué reacciona y hasta dónde lo hace el entorno y también la actividad personal. Una idea de verdad irreductiblemente perentoria, circunstancial y provisional, que puede extenderse y aplicarse en varias direcciones de pensamiento y que, a grandes rasgos, es la confirmación de la inicial proyección de los actos ante circunstancias dadas.

Entre tales circunstancias hay una que influye de manera decisiva en la formación de la idea de verdad o aproximación al conocimiento del entorno, que lo es también del sí mismo y de la clase de relaciones entre el modificador y lo modificado. Se trata de la situación en que el entorno se presenta adverso, se descompone en mil formas de obstaculizar el ganarse la vida y suspende o neutraliza todas las proyecciones encaminadas a determinarse y a posicionarse con satisfacción. Del grado de dificultad a superar depende la clase de jerarquía atribuible a la respuesta correspondiente, el grado de importancia que pueda otorgársele. Como producto de la dirección impuesta a la actividad de vida, y de su eficiencia comprobada en la praxis, surge sin intermediarios especulativos la constelación de todo aquello en lo que se puede confiar. La confianza puesta es entonces la verdad del mundo, y, sencillamente, por corresponderse con lo que refleja la relación con el entorno.

Esta verdad se antepone ante toda otra noción al respecto, porque, en lo subjetivo nada puede ir más allá de lo que la vida en realización activa proyecta sobre ella. Este es el problema inveterado con el que se enfrenta la educación: la de una realidad concreta y consolidada, sin que fuera buscada, que debe encaminarse y desarrollarse ante la constelación brindada por la ciencia y el pensamiento teóricamente organizado. No basta con introducir información en la niñez porque, sea como fuere, el individuo obtendrá lo primordial de su vida particular, soberana, común y experiencial, filtrada por sus obligaciones, circunstancias, condiciones materiales y espirituales. La educación que se encarga de la edad adolescente y de la primera juventud, debe enfrentar la enciclopedia de la razón primigenia, consagrada por el simple haber vivido.

 

Esquema de una filosofía al día


Lo adverso o calidad de oposición e impedimento, de la contrariedad y lo desfavorable, es una de las condiciones que el entorno impone a la vida. “Se aplica a lo que causa daño moral o va contra lo que se desea o se intenta” (Diccionario de María Moliner). Adversidad y vida suelen aparecer juntas y hasta se atraen, aunque sus direcciones sean opuestas. Se disputan la permanencia y el cambio, lo modificable e inmodificable, lo imposible y lo posible. Y de esa disputa surge el impulso que da origen a la cultura, el conocimiento, las invenciones. De la naturaleza no conciliatoria de lo opuesto nace el impulso de conformidad y el ingenio para transformarla en una forma de vida. Por sí sola la adversidad reviste el mayor misterio, justamente, por enfrentarse a la vida, que es la revelación primera y sin la que no aparecería ninguna otra en el horizonte.

Es un misterio que la vida conlleve lo adverso y que lo multiplique y expanda, pero, como fenómeno, la vida es más misteriosa que la misma adversidad. La vida es cómplice de la adversidad en tanto es la que pone el obstáculo que enardece, angustia y puede paralizar; el entorno no tiene obstáculos y es como es. Es la vida la que eventualmente carece de lo necesario para que el entorno no se interponga en el curso de sus propósitos. Así, el misterio de la vida es lo originariamente adverso, lo sin resolver que genera adversidad. Por lo que se quiere revelar todo misterio y aniquilar toda adversidad, los dos objetivos vitales.

Tal vez los seres humanos buscan una explicación de la misma búsqueda a que se ven inducidos no se sabe por qué, el impulso que los arroja al vacío de la interrogación. Y eso sería todo. Sin embargo, no respondería a un propósito definido sino a cierta inercia de la compulsión por la supervivencia. A medida que superan obstáculos y confirman maneras de lograrlo, hasta sin querer trazan un dibujo del mundo y sueltan una chispa que lo ilumina en algunas de sus zonas más oscuras. Habría la sucesión de unas pocas delineaciones definitorias que sugerirían el contorno total, y una serie de imprimaciones que permitirían comprender cómo se imbrica el sí mismo en el entorno.

Su expresión no resultaría del trabajo o la cultura sino, más bien, del calor que se desprende, disemina y se pierde en el curso del simple vivir. Una energía inaplicada y preventiva, la irradiación cuya traza indicaría lo que responde al desgaste, a la esforzada tracción de las respuestas enfrontadas a los problemas y que se inmiscuyen en el mundo desajustado y a resolver. Sería la razón por la cual, habilitadas tales demarcaciones o fronteras, y encendidos los fanales que chisporrotean y que las iluminan, permiten vislumbrar por dónde están, para agregarles el color que las alienten como convicciones, creencias, supuestos, leyendas. Con esa síntesis de respuestas y en ese medio mundo de problemas en extinción nacería la verdad, la confianza en lo que resulta servicialmente a favor de la vida.

De la adversidad y del misterio no puede surgir nada para la vida; la adversidad está en contra y el misterio carece de dádivas. Sin embargo, de la oposición a la adversidad y del empeño por descifrar el misterio se desprenden modificaciones –algunas– que, al fin y al cabo, comprueban la existencia del mundo, de ese mundo modificado en cuya realidad es posible confiar, al menos en parte. Porque, ¿cómo no confiar en lo que se ha transformado como efecto de la propia mediación y oficiosidad? Sería no confiar en sí mismo. Y confiar en lo perteneciente al mundo en términos de realidad equivale a establecer una verdad para sí. No porque la realidad tenga que coincidir con las ideas y representaciones, de acuerdo a la teoría clásica del conocimiento, sino porque la adversidad superada o desentrañada del misterio muestra una trayectoria posible para la creencia. Gracias a esa muestra se vuelve posible discernir y seguir ‒o perseguir‒ con confianza una versión para la vida, una forma o un estilo de vida. Se dibuja, además, lo que comúnmente se llama “mundo conocido”, que se podría renombrar como “mundo en cuya realidad desentrañada y resuelta se puede confiar”.

 

De la sombra salta la luz


Se podría decir que la realidad del mundo responde a las intervenciones del individuo humano en su entorno y que, en consecuencia, él puede darla como verdadera, porque no le es posible considerar falsa o ilusoria la propia relación que le corresponde. En tanto sus respuestas ante los problemas resulten favorables –o desfavorables–, puede confiar en aquel mundo que ha devuelto lo que presumieron sus respuestas, y de esta manera figurarse la realidad o la verdad. Así, le es posible reafirmar la sospecha de la realidad de sí mismo y de la verdad que pueda haber en ella. Todo a expensas de considerar su principal sospecha, a saber, la de que todo lo que piensa y hace se debe a su necesidad de ganarse la vida, sobrevivir y permanecer hasta dónde y cuándo le sea posible.

Lo que se supone que hay que aclarar, que requiere explicación y desentrañamiento y nunca se agota, solo en lo que representa sin resolver o desentrañar, es lo que muestra cómo es el entorno y la vida juntos, y cómo puede ser el mundo. Se ha querido que ese mostrar cómo sea conocimiento humano, no fantasía ni ensoñación, por lo que debe estar puesto en términos inteligibles, racionales, comprobables. La adversidad es la responsable de que nunca se haya podido lograr del todo ese designio. El mundo al cual se atribuye la adversidad, que enfrenta día a día todo aquel que quiera modificarlo apenas en un detalle, no existe sino ante la actividad del obstinado e inveterado gran modificador humano. Su actividad es la que desencadena la realidad al contrastar con lo adverso, por lo que la realidad desconocida y afanosamente buscada es la que él mismo desencadena.

Siempre se habla de la realidad que tiene que ver con los actos de las personas y con la actividad de las colectividades; porque ¿dónde está la otra? El descubrimiento de América, por ejemplo, es uno de los mayores hechos entre los que han servido para señalar un gran giro en la historia del saber occidental de los últimos siglos. Ilustra acerca del papel de la mente humana como conquistadora, casi más que como descubridora. Ese hecho se ha impuesto sobre el mundo, lo ha modificado, le ha mostrado la realidad en su verdad comprobada. El mundo le ha devuelto algo al hombre, lo que significa una conquista. Y lo que habitualmente es llamado “conquista de América” es, en puridad, lo que se hizo con la conquista.

Arnold J. Toynbee se ha referido a la unificación del mundo: “Esta unificación, preparada por la expansividad de otras civilizaciones, resultó completada al fin en la época moderna, precisamente por la acción de Occidente [se refiere al] dramático y revolucionario efecto de la hazaña de los marinos del Renacimiento que [en palabras de Toynbee] ‘Produjo nada menos que una completa transformación del mapa del mundo; no, por cierto, del mapa físico, sino del cubrimiento humano de esa porción de la superficie del planeta que es transitable y habitable por el hombre y que los griegos acostumbraban llamar la ecumene’” (Ardao,1993, 99).

No siempre la interferencia en un rayo de luz provoca sombra. A veces es al revés, cuando una interferencia en la sombra provoca la iluminación llamada realidad, verdad del mundo o mundo conocido. Solo el transformador humano, el gran interceptor, es quien logra esa luz al proceder con la inversión de lo esperable. La lógica, que es la mayor de las invenciones en el horizonte de los esperable, contrasta entonces con la facultad de escapar de lo esperable para establecer un nuevo territorio y el correspondiente dominio en toda su extensión.


 

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NOTAS

[1] Entre los griegos antiguos, “fenómeno” es “lo que aparece” o la “apariencia”, que Platón contrasta con la “realidad verdadera”. El mundo de los fenómenos o apariencias, pues, es el mundo de las “representaciones” (José Ferrater Mora, Diccionario de filosofía, ver fenómeno).

[2] Experiencia significa experiencia de algo externo que se supone que nos impresiona, sea espontáneamente o como consecuencia de nuestras actividades y acciones. Es cosa sabida que las impresiones afectan ciertos órdenes de secuencia y coexistencia, y que los hábitos de la mente copian los hábitos de las impresiones, por lo que nuestras imágenes de las cosas adoptan una disposición de tiempo y espacio que se parece a la disposición de tiempo y espacio del exterior. A las coexistencias y secuencias externas y uniformes corresponden conjunciones constantes de ideas, a las coexistencias y secuencias fortuitas, conjunciones casuales de ideas […] Si todas las conexiones entre ideas habidas en la mente pudieran ser interpretadas como otras tantas combinaciones de datos sensoriales que fueron fijados de este modo desde el exterior, entonces la experiencia, en el sentido común y legítimo de la palabra, sería el único arquitecto de la mente.” (James, 1989, 1045-46)

[3] “Los fenómenos psíquicos sólo pueden ser percibidos por la conciencia interior; para los físicos sólo es posible la percepción exterior”; “Los fenómenos psíquicos sólo pueden existir fenoménicamente; los físicos pueden también existir en la realidad” (Brentano, ob. cit., Libro II, capítulo I, §§ 6 y 7, pp. 91 y 93).

[4] Interconexión funcional de un grupo de neuronas.

[5] Unión entre una terminación axónica de una célula nerviosa y otra célula nerviosa. Axón: extensión por la cual la célula nerviosa trasmite el potencial de acción a otra neurona.

[6] Conexión funcional entre neuronas propuesta hipotéticamente por Hebb.

[7] El libro de D. O. Hebb es The Organization of Behavior, de 1949. La “ley de Hebb”, que regiría los procesos de aprendizaje, inspira los algoritmos de las redes “neuronales” de la inteligencia artificial.

[8] Ortega también afirma: “La cultura nos proporciona objetos ya purificados, que alguna vez fueron vida espontánea e inmediata, y hoy, gracias a la labor reflexiva, parecen libres del espacio y del tiempo, de la corrupción y del capricho…” (Ortega y Gasset, 1987, 23)

[9] Ampliamos en La humanización del tiempo (Liberati, 2015, 35 y 71). Véase el libro de Lorenz (Lorenz, 1974, 125). Nos ocupamos de la relación algorítmica entre bioquímica y conciencia en “Homo Deus o animal elegante”, revista ‘Relaciones’ N.º 395, abril de 2017, pp. 21 a 23.

[10] Expresión de Elizabeth Roudinesco, refiriéndose al psicoanálisis de Sigmund Freud (Roudinesco, ob. cit., 130).

[11] La vivencia “es una realidad que se presenta como tal de modo inmediato, de la que nos percatamos interiormente sin recorte alguno, no dada ni tampoco pensada […] No es presente, contiene ya pasado y futuro en la conciencia del presente ya que el concepto de presente no alberga ninguna dimensión en sí y la conciencia del presente contiene, por lo tanto, pasado y futuro.” (Dilthey, 1945, 420)

[12] Modelos explicativos basados en la noción de “algoritmo borroso” prosperan hoy en diversas disciplinas, además de lógica y matemática: genética, teoría de la evolución, psicología, estética.

 [13] Rupert Riedl (obra citada, 52 y ss.) aclara en el Glosario que por “algoritmo” se entiende un “procedimiento de decisión”. Por su parte, Konrad Lorenz habla de “mecanismo inductor ingénito”, el “aparato fisiológico que efectúa la filtración de los estímulos”; sería el responsable neural y fisiológico del enlace entre el receptor y el efector (Lorenz, ob. cit., 89 y 90). En la búsqueda de una explicación del fenómeno de la “receptividad inicial”, Lorenz está en la base de la noción de “algoritmo” adoptada por algunos biólogos hacia 1960. “Los organismos son algoritmos”, afirma hoy Yuval Noah Harari, llevando la idea a su extremo máximo (Harari, 2016, 99 y ss.).

 [14]  “¡La circunstancia! ¡Circum-stantia! ¡Las cosas mudas que están en nuestro próximo derredor! Muy cerca, muy cerca de nosotros levantan sus tácitas fisonomías con un gesto de humildad y de anhelo, como menesterosas de que aceptemos su ofrenda y a la par avergonzadas por la simplicidad aparente de su donativo. Y marchamos entre ellas ciegos para ellas, fija la mirada en remotas empresas, proyectados hacia la conquista de lejanas ciudades esquemáticas.” (Ortega y Gasset, 1987, 21)    

[15] El estudio de estas dos clases de relaciones, bien distintas, corresponde a un trabajo de introspección, al cual se debería volver bajo el perfil de introspección histórica (en sentido vicisitudinario o vécico).

[16] Se refiere a la elegía Pan y vino, del poeta alemán.

[17] Sometiendo aquí el concepto de límite a la concepción de Eugenio Trías: consiste en la frontera que divide tres territorios: el del logos, el del fuera del logos y el que corresponde a la misma frontera. Hay, pues, tres visiones posibles, que definen el ser ser como límite. El de la luz y la inteligencia, el de la sombra y la ignorancia, y uno intermedio que sufre las presiones de ambos (Trías, 1991, 15-29).

 [18] Ver, por ejemplo, Juan¸ 13, 21; Lucas, 4, 2 y 12, 50; Marcos, 11, 15. Se le puede encontrar en los estados emocionales más cotidianos: “Se presentaron los fariseos… pidiéndole una señal del cielo, con el fin de ponerle a prueba. Dando un profundo gemido desde lo íntimo de su ser, dice: ‘¿Por qué esta generación pide una señal? Yo os aseguro: no se dará a esta generación ninguna señal.’ Y, dejándolos, se embarcó de nuevo, y se fue a la orilla opuesta”, Marcos, 8, 11-12. 

[19] “El Beethoven tardío revocó el ideal de la armonía. Y al decir armonía no me refiero a armonía en el sentido literalmente musical, puesto que la tonalidad y el predominio de la tríada permanecen intactos, sino que me refiero a la armonía en el sentido de la armonía estética, el contrapeso, la redondez, el equilibrio, la identidad del sujeto compositivo con su lenguaje. En estas obras tardías el lenguaje de la música o el material de la música habla por sí mismo y únicamente a través de las lagunas de este lenguaje habla el sujeto compositivo propiamente dicho, de un modo no del todo disímil a lo que ocurría con el lenguaje poético en el estilo tardío de Hölderlin. Se podría decir que por eso las obras tardías de Beethoven, que seguramente constituyen lo más sustancial y serio que se puede encontrar en música, tienen al mismo tiempo un momento de impropiedad porque nada de lo que en ellas aparece es simplemente lo que aparenta ser.” (Adorno, 2003, 170) 

[20] Lo más parecido a este “sentir” en el plano sensible resulta de considerar los termorreceptores nerviosos de la piel que detectan el calor proveniente de una fuente externa.

ONTOLOGÍA VICISITUDINARIA

La modernidad ha venido imponiendo una visión lineal, cuantitativa y técnica del tiempo, del conocimiento y de la cultura, por la que ha que...