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“Psique abriendo la caja de oro”, por John William Waterhouse, óleo sobre lienzo, 1903. |
ÍNDICE
I ESQUEMA DE LA TEORIA
VÉCICA, p. 11
Gran esquema
Comparecencia
Historia
vicisitudinaria
Adversidad
La verdad como
desprendimiento
Un robot no puede decir “tal
vez”
La ilusión del
tiempo
En relación a los sentimientos
estéticos
Sobre el conocimiento
rutinario
Paradojas de la
moral
El sistema de seducción
social
Al principio era
…
El arte como
querencia
Resumen de la teoría
vécica
Por cuál ventana
mirar
¿Historicismo
vicisitudinario?
Visión vicisitudinaria y
principio esperanza
Pragmática del
saber
Epílogo: filosofía y
persona
II EN EL
UMBRAL DEL SABER, p. 147
MIRAR EL
CIELO
Introducción
La vara de medición
La vara del tiempo
Para el universo no hay términos de comparación
En el trabajo de la mente no hay momentos
La verdad en construcción
La mente de trabajo
MIRAR LA TIERRA
Introducción
Naturaleza humana y condición humana
La memoria y la chispa
La fuente objetiva
Vida y saber
VIVIR EL PASADO
Introducción
El yo es hiperboloide
La persona ante la adversidad
La verdad para la persona
La historia efectual
La otra historia
VIVIR EL PRESENTE
Introducción
Velocidad del presente
Los grados del presente
El hombre es como una estrella
La tubería de los sentidos
VER EL FUTURO
Introducción
El ser y sus atributos
Conversión de fantasía en realidad
La noción de futuro
La fuerza del futuro
VERNOS
Introducción
Sin resolver en el problema
Aspectos constitutivos del problema
Irradiación de la experiencia
VER EL TODO
Introducción
La imagen del telescopio
El telescopio interior
Diferentes imágenes
La imagen interior
VER EL PROBLEMA
Introducción
La individualidad
Ver el problema
Experiencia del problema
COMPARAR LA MUERTE
Introducción
El gran símil y el drama
El símil en la vigilia
La muerte como nada
La falta de sentido
Otras muertes
VER Y DIVISAR
Introducción
Conocer y saber
Lo inferior y lo superior
El dominio histórico
El dominio vicisitudinario
VIVIR Y VECEAR
Introducción
Vecear la verdad
Involucrarnos
EPÍLOGO
Algunas conclusiones
La historia vécica
III DOS TESIS SOBRE LA MENTE, p. 254
Presentación
PRIMERA TESIS
Parte 1
La subjetividad
Primeros avistamientos
La realidad subjetiva
Lo arcaico
Lógica de la subjetividad
Nuevas expresiones de la subjetividad
El núcleo del problema
Recapitulación
Parte 2
La relatividad de la psiquis
Los supuestos fallidos
El plasma humano
El hombre triste corriente
Cambios sagrados
La obra única de la subjetividad
SEGUNDA TESIS
Parte 1
Introducción a la Segunda Tesis
La idea del tiempo
La idea del espacio
La idea de la vida
Las ideas de conciencia y muerte
La idea del ser
La apariencia
La idea de Dios
La concepción del mundo
La idea del yo
El espíritu
Esencia, sustancia y causa
Parte 2
La metafísica de la subjetividad, 72
IV EL INTERLOCUTOR FURTIVO, p. 358
Parte 1
¿Somos o ya fuimos?
Fulguración
Estímulos clave
El círculo epistémico
Realidad vécica
Parte 2
Lo real y lo virtual
El interlocutor ausente
Confusión en torno a lo palpable
La posmodernidad como prueba
El sistema nervioso central
Antecedentes cruciales
La experiencia virtual
Parte 3
El tiempo y los cambios
La realidad de cuerpo presente
El conocimiento dominante
Parte 4
La realidad vestida por nosotros
El todo y las partes: separación
Parte 5
Virtualidad y realidad radical
El mayor contacto con lo posible
Parte 6
El conocedor furtivo
Conocimiento de qué
Parte 7
El aturdimiento
Señales del mareo
Parte 8
La gran inquietud
El trazo y la línea
Parte 9
V SENTIR: NOVEDAD EPISTEMOLÓGICA, p. 432
Introducción
Sentir y ser
Ser y existir
Contenido de la mente
Contenido de la conciencia
Relación con la experiencia
VI ACOTACIONES A LA TEORÍA VÉCICA, p. 444
A. Sobre la historia
B. Sobre la realidad
C. El saber y la construcción del yo
D. Sobre la investigación
F. Sobre la verdad
VII TEORÍA VÉCICA Y SOCIEDAD, p. 470
El estatus social
El espíritu del pueblo
Condición de existencia
Educación en sociedad
Convivencia
El fenómeno excluido
Final
VIII MÁRGENES DE LA TEORÍA, p. 486
Referencias bibliográficas, p. 494
Índice analítico, p. 499
Índice de nombres propios, p. 511
PRÓLOGO
La historia de la persona
es en parte memoria y en parte registro de hechos neurológicos que están en la
base de su conciencia y de su saber. Los problemas y misterios, las
dificultades, la adversidad ante la cual se ha visto necesitada de responder
para poder vivir y permanecer con vida constituyen los principales motivadores
de sus recursos cognitivos y del desarrollo de su inteligencia. Este desarrollo
es bastante independiente de los procesos del conocimiento adquirido, y
corresponde a una realidad personal en construcción que se levanta desde la
experiencia.
La
realidad es para la persona no sólo lo que surge de sus percepciones inmediatas
y del momento sino, especialmente, el resultado de las que ha experimentado en
esa historia vivida y que compone la base de la conciencia y del saber. La
teoría vécica se sostiene en el supuesto de que la comprensión de la realidad
sólo se alcanza en plenitud a partir de la experiencia personal y en estrecho
vínculo con las circunstancias de vida que han sido decisivas en su desarrollo
y en su evolución.
El saber
no es sólo acumulación de información sino, principalmente, relacionamiento con
el entorno en la actividad vital, con resultados favorables o desfavorables,
convenientes o inconvenientes. Depende de cómo resulte el enfrentamiento con
las vicisitudes y experiencias adversas que es preciso superar, sea cual fuere
la persona y se trate de las condicionantes de vida que fueren.
Se toma
conocimiento de la realidad no sólo al pensarla sino, especialmente, después de
que se enfrenta en los actos de vida, en su diversidad y todos los días. La
información que nos llega de los sentidos, las habilidades adquiridas por vía
externa, los aprendizajes especializados y capacidades desarrolladas por la
educación y por otras vías externas, obran como asistentes de la inteligencia,
pero no completan el todo asimilado y elaborado por la mente. Pueden perderse
definitivamente si no pasan a integrar la vida de la persona en su actividad
vital, como actos plenos experimentados personalmente.
La
comprensión de la realidad tiene que ver con lo que importa a la vida de cada ser
humano, en sus relaciones vitales y en sus intereses principales. Por lo que se
alcanza a través de una construcción personal y no sólo por la imagen que se percibe
y la concepción que se alcanza por la vía intelectual.
La
experiencia en el mundo es mediada por un velo que cubre la realidad funcional,
la que no sólo es preciso comprender sino también modificar y volver favorable
para la vida. Es un manto que se interpone entre la comprensión y el mundo
real, que impide verlo tal como es y también impide que la persona se vea a sí
misma en su realidad radical.
La
historia personal esconde el vasto proceso por el cual la experiencia construye
a la persona a partir de veces dinámicas en las que se implantan recursos
fundamentales para la vida. El saber objetivo corre en forma paralela y se basa
en datos o información recibida desde los sentidos y por otras vías y señales
externas.
J.L.
I. ESQUEMA
DE LA TEORÍA VÉCICA
1 GRAN ESQUEMA
Sobre la dimensión
inespacial e intemporal de la historia de cada persona, y de la realidad con la
que se corresponde en un mundo supuestamente verdadero.
Para ser bien claro exageraré un poco y supondré
que tengo un problema P, importante y difícil de resolver, que se presenta en
un contexto especial cuya resolución es de urgencia, coincide o está próxima a
coincidir con una “situación límite”. No hay mucho tiempo para reflexionar ni
para buscar salidas meditadas, pedir ayuda o aplicar concienzudamente lo que he
aprendido al respecto. Y, sin embargo, me las arreglo para encontrar una
solución R, que puede ser la solución definitiva, una dirección posible para
llevarme a un final exitoso o al menos para quitarme de encima lo más pesado
del problema; llamémosle dirección D.
Y supongo que enfrento
nuevos problemas P’, P’’, P’’’, etcétera, resueltos mediante respuestas R’,
R’’, R’’’ y que pertenecen todas a un proceso de elaboración en el que no
prevalece nada aprendido o calculado de antemano, prescrito de acuerdo a
protocolos o aprendizajes, a estudios previos o a preparaciones especiales,
aunque sabemos que de alguna manera interviene todo en la creatividad más
espontánea y desenvuelta. En mi proceder no cuento con el aporte de ninguna
receta o habilidad determinada y aplicable en directo para resolver el problema
P. Por lo que intento aislar el aporte estrictamente personal, mi posible
perspicacia y la espontaneidad respectiva, si las tengo, lo oportuno de mis
respuestas ante asuntos de urgente y necesaria resolución, problemas
desconocidos o de resolución desconocida para mí.
Supongo finalmente que los
procesos P-R, P’-R’, P’’-R’’, P’’’-R’’’, que simbolizaré como PRx, no son
sucesivos ni cronológicos sino extendidos en el curso de diferentes
circunstancias de vida en una serie discontinua cuyos espacios y tiempos han
quedado atrás. No han sido registrados ni almacenados por la memoria, por lo
que han quedado al margen de la historia recordable. Se hace evidente, de esta
manera, que, dados todos los P, conjunto que llamaré Px, la configuración de
todas las R, o Rx, confirma una realidad dada, al menos para mí, desde que
modifica el plano Px correspondiente al mundo de problemas dado. Esto es
importante: la realidad responde a mi intervención, por lo cual puedo darla
como verdadera, al menos para mí, puesto que parto de mi propia realidad, que
no puedo suponer falsa y que, por consiguiente, considero verdadera.
La configuración PRx (las
veces que una R ha resuelto un P) entra así a formar parte del sistema
cronológico vital como subsistema de recursos incorporado a mi historia de
vida. Advierto que no forman parte de mi memoria, exactamente, porque he
olvidado o no he registrado cada una de las fechas que se corresponden con cada
una de las P-R de PRx, elementos ligados a lugares o escenarios, momentos,
épocas u ocasiones determinadas. De modo que PRx no es un almacén ni hace las
veces de pendrive que se puede acoplar a mi memoria central
para que actúe cada vez que las motivaciones lo requieran.
No tengo nada para recordar
en el momento de elaborar R, y P resulta para mí una dificultad no relacionable
con ninguna R anterior que pueda asemejarse y volver a servir ante la nueva
ocasión. Porque cuento con una nueva fuente de recursos, además de la memoria,
que es capaz de activarse por sí sola, sin alimentarse de recuerdos, ya que
está incorporada al sistema general de recursos y obra como obra el sistema
nervioso autónomo, con prescindencia de mi voluntad expresa ante cada caso P.
Quizá PRx es una configuración que ha sido incorporada como función agregada al
sistema nervioso autónomo.
Digo entonces que la serie
indeterminada PRx es mi historia vicisitudinaria o vivencial, historia vécica,
es decir, la historia en torno a las vivencias o vínculos personales
intransferibles en su relación con el mundo. Es la historia generada a partir de
problemas trascendentes para mi vida o de urgente resolución en el sentido de
la supervivencia. En otras palabras, es mi historia y no la
historia de un sujeto en el mundo, la historia de la relación del mundo en
torno a mí, en la que me incluyo. En todo caso, la configuración de los Px
representa mi encuentro con el mundo, mientras que la configuración de todas
las Rx representa el encuentro del mundo conmigo.
Rx revela, por tanto, mi
participación en la realidad, y Px la realidad participada. Con lo que se me
presenta la posibilidad de adoptar un punto de vista confiable, o más
confiable, desde el cual me es más fácil responder a la pregunta por la
realidad, la pregunta acerca de qué es y de cómo es la realidad que puedo
distinguir de la apariencia y que calificaré “verdad del mundo para mí” o
“mundo verdadero según surge de mi experiencia de vida”. Supondré que el mundo
está hecho de tal manera que, singularmente, responde a las iniciativas Rx. Por
lo que Rx, en tanto concuerda con el mundo o al menos con el mundo en que la
realidad presenta Px, indica el camino que toma la historia personal más
acendrada.
Sea H esa historia y Hx
todos los caminos selectos que configuran la historia vicisitudinaria o vécica.
Hx es, por consiguiente, la historia que no concuerda totalmente con la
historia temporal. Pero, es la historia que me corresponde en lo esencial de mi
vida y de mi saber sobre mí, sobre la vida y sobre el mundo en su realidad y
sobre la realidad en su verdad para mí. Y sea D la dirección impresa a partir
de una R dada para un problema P, resuelto, y Dx el haz de direcciones de
conjunto que puede imprimir un sello particular a mi persona, a mis modos de
pensar y hacer. D es la dirección que toma una solución por concretarse
respecto a un problema cualquiera, por lo que Dx es la orientación general
impuesta a los problemas en un mundo que se dispone según la realidad revelada
por Rx o mundo M.
M es el mundo que surge de
Rx y representa H o Hx, es decir, que configura mi historia personal real, o
historia vécica, donde “real” quiere decir “real para mí”. Surge, pues, la
distinción entre historia temporal en el mundo e historia vécica en un
mundo M en que puedo confiar en tanto realidad confirmada por mí mismo, esto
es, vivida vicisitudinaria o vivencialmente. La historia en la que no haya
relación con M será una historia de solo tiempo, es decir, la historia de los
cambios experimentados por un ser vivo en la circunstancia de una cronología de
vida cualquiera. Si el ser vivo se ha desempeñado sin construir M, sin una H y
sin la vecidad correspondiente a la continuidad física (es decir, si no se ha
desempeñado como integrante de la especie), entonces, ha realizado solo la
parte de los seres vivos en general sin que haya activado el sistema nervioso
central humano.
Ha sido objeto en el
desempeño del mundo y no sujeto en el desempeño propio. Ha quedado en manos del
mundo social u organizado en sociedad, en el cual cada uno participa como
individuo y también como persona, es decir, con participaciones de especies diferentes.
En tanto individuo es parte del mundo aparente y de la historia de la
apariencia; en tanto persona es parte del mundo real y de la historia vécica.
En el primer caso, es presa del mundo inmediato, que no domina; en el segundo,
es parte de M. Puede independizarse de lo inmediato, sobre lo cual no tiene
control ni participación compartida: al responder a lo inmediato se mimetiza;
al responder a M se autorrealiza y encuentra su lugar en la realidad que puede
provisoriamente tomar como verdadera.
2 COMPARECENCIA,
sobre la suerte que corre la
persona en la sociedad actual.
Las atribuciones de la persona no solo son
descriptibles por la observación de su conducta o por lo que se pueda saber de
su pensamiento y sentimientos. Están estampadas también en la realidad que se
ha modificado como efecto de la participación en su mundo.
La persona vive el proceso de selección,
reafirmación y rectificaciones que necesita para la supervivencia bajo
prerrogativas biológicas, éticas y estéticas identitarias. Se trata de una
escala de valores de cultivo permanente, paciente reafirmación y paulatino
acrecentamiento en todos los planos de la vida, individual, familiar y social.
Aun bajo el peso de la más dramática adversidad ha reafirmado y convalidado una
y otra vez sus potencialidades, su empeño por mejorarlas y perfeccionarlas. Y,
en su nicho psicológico, la persona se define por su condición de ser
consciente y apta para refrendar los caracteres propios, en todos los aspectos
mentales y corporales y bajo las situaciones de vida que fueren.
LA REALIDAD IMPACTADA
Su historia no es una simple suma de tiempo, de
años y décadas, y se interrumpiría trágicamente si no se convalidara en todas
las circunstancias y bajo todos los condicionamientos. Esta actividad
fundamental de la persona empieza con el acto de comparecencia consigo misma,
el estar presente en la ceremonia privada de autorreconocimiento, con todos los
rasgos de positividad y negatividad, de fortaleza y debilidad, de alegría y
quebranto. Y sigue con la proyección mecánica de esta comparecencia en la dinámica
social de la que participa y en la que se incluye en todos los niveles formales
e informales.
Esa dinámica de hechos
sociales se corresponde con la de todos los individuos, con sus
particularidades en cada caso, en una trenza de series vinculadas con ellos
directa o indirectamente y de manera completa o incompleta, a veces solo
operando como telón de fondo, circunstancias de lugar y momento. Estas series,
que participan en la historia de cada individuo y que constituyen la historia
personal y finalmente la personalidad, producen el contraste en el que resalta
la figura, como contexto que de diferentes maneras influye en lo más notorio y
en lo íntimo, o como sutiles injerencias que inficionan el pensamiento y la
conducta de manera velada o inconsciente.
Por lo que es necesario
reconocer en sus propiedades intrínsecas una serie completa y representativa de
rasgos individuales que, de todas maneras, son difícilmente separables de los
colectivos: la serie del yo y la conciencia, y las series del entorno o franja
en que el yo se confunde con la vida en sociedad. Surge así una forma de
identificar esta serie entrañable cuando se repara en lo que ha sido modificado
efectivamente por ella al intervenir en la realidad dada. Es decir, cuando
registra lo que resulta de aplicar el cincel propio, el diseño y el moldeado
del pensamiento y la conducta. De no captarse lo que en la realidad dada recibe
el impacto de la persona solo aparecería lo que se ha modificado sin ella, sin
ser causa ni participar directamente. El querer captarla no pretendería trazar
la historia completa sino, siguiendo sus huellas, seleccionar lo más importante
y estudiar su impacto en las conductas.
LA REALIDAD MODIFICADA
Es personal no solo lo que pertenece o es
adjudicable a cada uno, a las intenciones y deseos, a los pensamientos,
sentimientos y conductas, sino también a lo que por voluntad o simple
irradiación se imprime en los hechos y en los demás, es decir, en la realidad
circundante. Hay por eso una esfera natural dada y otra de realizaciones
culturales, y son estas últimas las que impulsan el tránsito de individuo a
persona, de sistema biológico a sistema de la personalidad. Y ese tránsito
requiere una y otra vez modificaciones, marchas y contramarchas,
rectificaciones y ratificaciones, validaciones que justifican el paso del
viajero en cada puesto de vigilancia, en cada paso de frontera.
Así, cualquiera estaría en condiciones
de afirmar: “mi enfermedad o mi estatura, mi familia o el color de mi piel
integran mi historia, pero no la convalidan. Para que yo mismo la dé como
válida, verdaderamente propia, es necesario que me fije en los hechos
determinados por mis experiencias, por mis preferencias e inclinaciones de
signo positivo o negativo. Y la única forma de fijar la atención en ellos, de
considerarlos entre todos los hechos de las múltiples series históricas, es
confirmarlos en tanto y en cuanto han impactado el plano de la realidad
objetiva en que me ha tocado vivir. Si no han resultado en nada específico e
identificable, si no han modificado la circunstancia, torcido la dirección de
los asuntos, cambiado la faz del problema o conflicto, lo que se cruza en el camino
y por azar, entonces, y aunque haya tocado tangencialmente mi historia, no
será mi historia sino otra historia que me tendrá como
personaje secundario”.
Surgen algunos problemas al
preguntar cómo sería posible especificar si un hecho resulta de una motivación
anónima, de los asuntos ajenos, de las respuestas de todos o solo de la propia.
Y, si ha resultado de la propia, si ha modificado la realidad objetiva o solo
la realidad subjetiva. En esa dificultad se esconde la diferencia entre la
serie de hechos cronológicos, importantes o no para el individuo (y para
todos), de la serie que ha cobrado cierta significación para él por haberse
desprendido de su estar y de su hacer en el mundo. Así, con el añadido de ese
impacto, que redunda en aprendizaje y en alimento para su modo de ser y actuar,
y si ha modificado su persona, entonces, contribuirá en la
edificación de su entorno.
Pero ¿qué se entiende por
“modo de ser y actuar”? Porque hay miles de modos de ser y actuar, algunos
propios y distintivos de la persona y otros asimilados, reproducidos de lo
ajeno y asumidos como propios, simples simulacros. Podría entenderse que el modo
de ser y actuar personal es el resultado de comparar los modos consagrados en
el mundo histórico y los modos convencionales de ser y actuar en un momento
dado de una colectividad dada. Unos modos pueden determinar otros, sea porque
el entorno se impone en el sujeto, induciéndolo en su mente y en su cuerpo, sea
porque la libertad del entorno llega a modificar sus determinaciones. En un
caso o en el otro habrá hechos determinantes y hechos intrascendentes, y serán
los primeros los que dibujarán la figura de cruce, la imagen dinámica del ser y
del actuar.
Ahora, ¿de qué sirve conocer
la diferencia que decíamos permite distinguir entre huellas personales y
huellas de otras historias? Tal vez solo para que se muestre en un momento dado
de la vida, de balances, análisis, relevamientos, en lo que pueda resaltar y
dejar al descubierto lo que más importa. Pero esto se puede hacer de memoria.
La comparecencia o diferencia no nos recuerda nada ni nos muestra hechos o
cosas, porque solo nos muestra a nosotros en una dimensión
extra subjetiva, social y cultural. Delimitada la historia en que se cruzan los
diferentes planos de todos los hechos y actos personales, se destaca lo
esencial, con lo que podemos avistar el mundo que nos
corresponde desde fuera.
De la participación en una
historia compartida seleccionamos lo que ha sido modificado teniéndonos a
nosotros como causantes y autores. Por cierto, no se disolverá el cisma
inveterado entre el mundo y el yo, el quiasma neurológico que bifurca el camino
del conocimiento. Pero se advertirá con mayor claridad lo que hay en la persona
según lo que ha hecho, que de diferentes maneras ha derivado en lo que hace,
por lo que podrá distinguir las transformaciones, pues han dependido de ella y
sabe cómo han evolucionado, cambiado y cómo se han transfigurado. Comprenderá
cómo lo que fue ha derivado en lo que es, no por el paso del tiempo sino por
sus pasos concretos y vitales. De este modo el pasado se revelará no como lo
anterior al presente sino como lo que antecede, como 2 significa el antecesor
de 3, y no por ocupar un tiempo, un espacio, pasar de una etapa a otra. Pues lo
que importa en lo personal es la deriva de los cambios y no la del tiempo.
INHIBICIÓN DE LAS DETERMINACIONES
Hoy parece que se quisiera inhibir el influjo de
la persona en la realidad dada y en la cultura social, eliminar su posible
intermediación y reducirla al papel de ciudadano-testigo. Quizá no se la quiere
eliminar en tanto productora de hechos, y solo neutralizar sus hechos
interceptándolos e inmovilizándolos al invadirlos, apropiarlos y redirigirlos.
También parece que la misma persona, deslumbrada por el despliegue de las
maravillas socio-tecnológicas, se impone a sí misma de esa prescindencia,
colmada en sus necesidades por un abanico de servicios que la satisfacen
plenamente. Por lo que, al renunciar a sus determinaciones, renuncia también al
derecho de soberanía ética y civil y estética y cultural. Que exista una
sociedad inocua, inoperante, dicho sea de paso, ha sido un ideal repetido en la
historia.
Una nueva metafísica exonera
de toda física, una forma de participación impalpable se apodera de la
conciencia, cierta infiltración sensible pero intocable, semejante a las
emociones y sentimientos. Se procura reducir la realidad personal haciéndola
converger en un punto en que se organizan sus flacas fuerzas, después de haber
sido rodeada y arreada con expreso consentimiento. Nace así una nueva relación
de poder que, partiendo de la reinstalación de la nueva física social y a
distancia, sensible o sentible, pero impalpable o imperceptible,
entra a regir las relaciones jerárquicas y la convivencia o, si se quiere, a
ocupar el antiguo nicho de las imposiciones expresas o simuladas, que son
desalojadas.
La convivencia transita
desde la dualidad individuo-sociedad hacia su disolución en una unidad
monolítica e indiferenciada. Y la auto comparecencia cede el paso a la
comparecencia del conjunto de individuos en pie de igualdad, lo que resulta
difícil si no imposible (porque, como hemos dicho, no hay ni puede haber una
conciencia social). Sin embargo, no decrecen las disensiones, no disminuyen los
conflictos sociales, el choque de intereses, los enfrentamientos entre personas
y corporaciones, entre naciones y grupos de naciones. No terminan de generarse
las guerras. En tanto aumenta la unificación la soberanía individual tiende a
disolverse o a debilitarse para fundirse en unas pocas o única y sola masa de
comparecencia jurídica (acuerdos, protocolos, tratados, sociedades,
intercambios programados, bloques económicos y comunidades políticas).
En tanto la determinación
individual se enjuga en la colectiva, disminuye la pluralidad, la
diversificación y la movilidad social. Y, aunque la unificación y la
diversificación se impulsan a partir de la misma fuerza de inicio, los efectos
son bien diferentes, hasta opuestos, algo más metafísico que físico y que se
comprueba en las expresiones duales de cuerpo y alma, inmanencia y
trascendencia, dualismo y monismo, libertad y determinismo. Ya no contrastan el
individuo y lo multitudinario por las cantidades que los distinguen, sino por
las direcciones opuestas en que se encaminan las determinaciones particulares.
INDIVIDUO ATADO A UN MÁSTIL
Debilitar o eliminar las modificaciones del sujeto
en la realidad, como lo hacían las antiguas determinaciones individuo por
individuo, hoy no resultaría. En cambio, se procura controlar el entorno, la
frontera que margina la soberanía de la persona mediante estrategias
comerciales, financieras, diplomáticas, ideológicas o militares. Se neutralizan
las determinaciones del individuo, y también las culturales, por la acción de
la publicidad y la propaganda. Y las de la naturaleza, por obra del urbanismo y
su extensión en comunicaciones, rutas y autopistas, puertos y aeropuertos, y
por los efectos de la deforestación, los incendios y la contaminación
ambiental, con lo que las nuevas determinaciones logran moldear indirectamente
la realidad social.
La dirección de este
fenómeno se ha vuelto del revés, lo que explica el alto grado de
desconocimiento respecto al origen preciso de esas determinaciones, de cómo se
producen y en qué consisten exactamente, aunque se sepa para qué sirven y qué
intenciones esconden. Tan refinados y edulcorados son sus lenguajes de
imposición, las formas en que se expresan y por las que son oídos en los tramos
de la comunicación y el mercadeo, que no molestan y se aceptan con agrado. Se
establece la tendencia a adherir sin condiciones a los fines que, en una trama
de inocuidad y promesa insustancial, se ofrecen envueltos para regalo.
Las determinaciones hoy no
trabajan sobre los deseos y las ambiciones, no interceptan la actividad, la
producción, la creación, el saber, la información, porque no lo necesitan. Si
antes inyectaban la disolución de la autonomía, hoy la autonomía ya se encuentra
disuelta por los propios anticuerpos. El vacío ya está instalado en el cuerpo
del individuo como resultado de una trasmisión en el curso de unas pocas
generaciones. “Mi hipótesis ‒había afirmado Michel Foucault‒ es que el
individuo no es el dato sobre el cual se ejerce y se abate el poder. El
individuo con sus características, su identidad, en su fijación a sí mismo, es
el producto de una relación de poder que se ejerce sobre cuerpos,
multiplicidades, movimientos, deseos, fuerzas” (Microfísica del poder,
Buenos Aires, 2019, p. 205). Sin menoscabarla, actualicemos hoy esta
declaración: no se tiene que ejercer el poder sobre los cuerpos. Basta con
utilizar el que se ejerce y está en curso por sí mismo.
La logística sabe que no es
necesario inventar nada, porque el mejor y más omnipotente poder es el que se
impone solo y sin ayuda. De la puja de intereses locales entre grupos e
individuos deriva el rumbo general de la sociedad como resultante de un haz de
fuerzas y apenas algunas diferencias de lugar y momento. Hay una dirección
hegemónica demasiado fuerte fundada en, y hasta cierto punto creada por, las
multitudes. Si antes había que montar el poder para después ejercerlo, hoy no
hay más que montar lo que ya está en marcha y cabalgar en la misma dirección
estatuida. Débiles y poderosos, izquierda, derecha y centro, obreros y
empresarios, enseñantes y enseñados, prestadores de servicios y usuarios,
deferentes e indiferentes, todos la siguen. Y también la ley se ve arrastrada
por la corriente, encapsulada en los coletazos del derecho consuetudinario.
LA ÚLTIMA CRISIS
La agonía de la Ilustración, la crisis del
contrato social, la muerte de Dios, el fin de la historia, los traumas de las
grandes guerras y de la guerra fría, el terrorismo, los últimos grandes males
mundiales se perpetúan en la tribulación de las determinaciones personales. La
crítica del posmodernismo tiende a destacar una u otra de las múltiples y
epidérmicas facetas del fenómeno. El fin de los grandes relatos (Jean-François
Lyotard), el miedo a la libertad (Eric Fromm), la ilusión de los signos (Pierre
Guiraud), el pensamiento débil (Gianni Vattimo), la era del vacío (Guilles
Lipovetsky), el sistema de los objetos (Jean Baudrillard), la licuefacción de
los valores (Zigmunt Bauman), la muerte del prójimo (Luigi Zoja), los fenómenos
de globalización o totalización y los del relativismo axiológico, todo ha sido
puesto bajo la lupa. Pero el proceso modificado es interno, materialmente
imperceptible y, aunque algunos relatos todavía permanecen, no encuentran quien
los declame.
El nuevo estatus, pues, no
ayuda a que la creatividad individual quede estampada. La que permanece
corresponde a una creación estereotipada conforme al estado de cosas reinante y
hegemónico. El individuo no influye sino moderada, esporádica e incluso invisiblemente
en la edificación del conjunto. Por lo que la posmodernidad parece una vuelta
al origen, la marcha a saltos en el vacío, el pálpito, el simple reproducirse
del tiempo que no es sino el sucederse de lo que no cambia. Ha periclitado la
auto comparecencia, el reflejo de sí mismo sobre la conciencia, la comprobación
de que se es por sí y consigo mismo que, desde la modernidad y quizá desde el
origen, enderezó el rumbo cada vez que se desviaba.
Ha sido reducido al mínimo
el impacto del individuo en la realidad circundante. No hay cómo comprobar ni
validar hechos, cómo reconocerse a sí mismo y con ello a los demás. De ahí que
en nuestra época resulte complejo definir la personalidad típica, delimitar una
línea descriptiva capaz de representar sus rasgos fundamentales. La
complicación del acto primordial de autoafirmación individual produce un vacío
que complica también la definición de los cometidos institucionales de la
educación, la seguridad, la salud, las relaciones entre países, los fines de la
universidad, la cultura, la asistencia social. Y el conocimiento de la persona,
primordial en el trazado administrativo y gubernamental de los estados, se
vuelve cada vez más impreciso por confundirse con facilidad con el de las
grandes multitudes.
La diversidad de productos,
artefactos, servicios, profesiones, especialidades, empleos, se genera por la
obra anónima de una sola torre de control cultural. Ya no bregan las cabinas de
mando de cada producto e industria que se repartían los mercados e imponían sus
dominios mediante sugestión y encantamiento privado. Porque hoy se dirigen
desde la cultura. Se complica así la visión de conjunto y toda posible
confección de un proyecto participativo. No es fácil disociar los múltiples
impactos sobre la realidad que, para colmo, no se sabe a ciencia cierta de
dónde provienen. La personalidad no tiene como afianzarse y, sin otro camino,
se diluye y confunde con la corriente de paso, el torbellino que arrasa con
todo.
Ya no funcionan las teorías
de la conciencia social, una entelequia que se procuraba dominar e inducir
desde un control remoto. Hoy es más difícil que nunca comprobar la existencia
de esa conciencia única y generalizada. La voluntad que se quiere dominar es
impenetrable. Vive en una coraza y bajo la organización mejor estructurada de
la historia. No se conoce antes tanta asistencia social y seguridad interna,
servicios primarios, satisfacción de necesidades perentorias, facilidades
económicas y financieras, atención sanitaria, comunicaciones a bajo costo.
Desde que se sabe que la sociedad responde al influjo de diversidad de
corrientes de opinión, y que es embargada con facilidad por atracciones
encantadoras, se advierte la importancia de acometer la única conciencia
posible, la personal. ¿Pero, cómo hacerlo? Pues, no en forma directa sino en lo
que atañe al entorno donde agonizan sus determinaciones, es decir, apelando a
la cultura. Incluso, ni siquiera con el gasto de incidir en este plano, porque,
si se observa con atención, se aprecia que la cultura, en lo que permite una
observación de conjunto, es autogenerada, expresa y complaciente implantación
del vacío por la misma persona.
El éxito de la supervivencia
primaria ha quedado por fuera de la intervención esforzada de la persona, por
lo que hay muy poco de qué apoderarse que ande suelto, y la sociedad es el
poder en el trámite de ser ejercido sin que se inquiete por saber para qué. Se
rige por sí misma y se autodirige, aunque carezca de conciencia o de reglas de
funcionamiento propias, como las tuvieron las comunidades primitivas que
respondían a los condicionamientos de la naturaleza. Ella satisface sola y sin
necesidad de que la invadan o conquisten los deseos más diversos y ambiciosos.
Se puede hacer con ella lo mejor o lo peor, prestándose inmejorablemente para
lo peor, porque no cuenta con una dirección determinada ni con un fin claro y
prometedor para los individuos. Esta vez ha sido el azar el que arbitra su
destino.
3 HISTORIA VICISITUDINARIA (De
los hechos al saber)
Explicada con un ejemplo
De acuerdo a lo expuesto hasta aquí, y agregando
algo, podemos establecer que: 1º) Resolver problemas, aclarar dudas y
desentrañar misterios constituye el principal desempeño ―cometido, ocupación,
actividad― de la historia personal. 2º) La persona es la unidad intemporal de
esa historia, sustancia y espíritu últimos de todos sus desempeños. 3º) Por su
historia la persona establece un trato único con el mundo al enfrentar
problemas, dudas y misterios, y de este trato se afirma lo que llega a
comprender como verdad del mundo. 4º) La verdad surge en tanto la persona
modifica el mundo, al menos en algún grado, apropiándose de lo que la
modificación le deja como conocimiento. 5º) La verdad resulta, así, de un doble
trato con el mundo (entorno de problemas): el mundo en que se presentan los
problemas y el mundo en el que son resueltos, en alguna medida o en toda, o en
tanto no son resueltos. 6º) Todas las personas forman parte del mundo en que se
presentan problemas.
Falta examinar cómo el
conjunto de respuestas y soluciones deriva en recursos para el conocimiento.
Los procesos fácticos vicisitudinarios con resultados de superación de
problemas son los que pasan a ser elaborados y a cobrar la forma del saber
común y corriente. De la vicisitud y de los resultados en la vida práctica
inherentes a ella, pasan a comparecer como recursos autónomos e integrados,
como funcionan los mecanismos instintivos o intuitivos, pero forjados en la
experiencia por la voluntad que actúa en forma consciente e intencionada. Es
preciso investigar cómo, a partir de un conjunto no necesariamente lineal ni
continuo de vivencias, vinculaciones entre experiencias conflictivas y
soluciones encontradas con empeño, derivan formas estables o más o menos
estables de idoneidad y preparación para enfrentar las nuevas.
DE LAS DETERMINACIONES
Es posible examinar una historia de vida y
distinguir en ella tres planos de modificaciones o determinaciones que se
trenzan y complican, de acuerdo a los puntos 3º a 5º ya mencionados. Los planos
son: A) el de las determinaciones ajenas a la persona, B) el de las
determinaciones de todas las personas y C) el de las determinaciones de la
persona considerada en su historia de vida. Es posible ensayar un ejemplo si se
elige la historia personal de una figura conocida y estudiada por todos, como
la de José Gervasio Artigas. Bastará con que se trabaje en fidelidad a la
documentación y con el respeto debido a la figura de quien hoy sigue siendo el
Jefe de los Orientales.
Se trata de examinar las dos
visiones bien documentadas en el Artigas de Carlos María
Ramírez (edición de 1985, volumen 1, Colección de Clásicos Uruguayos,
Biblioteca Artigas, Montevideo, Prólogo de Luis Bonavita, que sigue a la de
1897 y ésta a la primera de 1884). Nos remitimos a los hechos fundamentales en
la historia de vida de Artigas, pero inscritos en el marco de las principales
determinaciones del plano A de su época. Se trata de las surgentes por obra de
las Provincias Unidas del Río de la Plata, en relación a las poblaciones de la
Banda Oriental, Entre Ríos, Corrientes y Santa Fe, convocadas en 1818 por “la
representación nacional”. Pero –advierte Ramírez– “hay algo que no estaba en la
organización de la colonia, ni en el programa explícito de la Revolución de
Mayo: la representación provincial” (obra citada, p. 12). Demos como expuestas,
aunque someramente, las determinaciones ajenas y correspondientes al gobierno
de Buenos Aires, y el anuncio de las personales, que en resumen se exponen así:
“Es Artigas quien crea ese
elemento perdurable, esa base angular de la sociabilidad argentina, con la
Asamblea de abril y diciembre de 1813. La Federación había cruzado solo como un
relámpago por la cabeza inspirada de Mariano Moreno, y como una argucia falaz
por los doctos labios de Gaspar de Francia. Para penetrar en el corazón de los
pueblos, para hacerse carne en los acontecimientos, era menester que, inscripta
en las banderolas de las lanzas artiguistas, pasease triunfante por las
llanuras que bañan el Uruguay y el Paraná.”
Es el corazón de la obra de
Artigas, cuyos fundamentos fueron recogidos por los orientales y que, aunque no
llegaron a materializarse como Federación, alentaron las luchas por la
independencia (plano B de las determinaciones). Veamos ahora cómo se delimitan
las del tercer plano, determinaciones propias de Artigas y que, si bien la
revolución ya estaba en marcha, animan y orientan las aspiraciones generales:
“Artigas, sin comprender tal
vez su misma obra, los arroja a la fragua revolucionaria desde los albores de
1813, y la fragua amenaza estallar y sepultar bajo sus ruinas, tanto a los
obreros que pretendían contenerla, como a los que imprudentemente agravan su
tarea y aceleran su marcha. ¡Cuán grande responsabilidad para Artigas en esas
tremendas complicaciones, suscitadas a la Colonia que todavía lucha brazo a
brazo con la Metrópoli vencedora del dominador del mundo! ¡Qué inmensos
dolores!”
Mientras tanto, para algunos
era “el representante de la barbarie indígena” según la leyenda negra (o sea,
de acuerdo a las determinaciones de los demás o, al menos, de buena parte de
ellos, sobre todo en Buenos Aires). Pero, se pregunta Ramírez, “¿Podría alguien
afirmar que esta Buenos Aires, hoy la más libre, la más poderosa y progresiva
ciudad en Sud-América, no tendría las arrugas y los vicios de Bizancio, si más
de una vez no hubiese golpeado a sus puertas y sacudido sus cimientos la
barbarie de aquellas provincias litorales que Artigas fue el primero
en remover y acaudillar durante la primera década de la Revolución? (Ib.,
13-14)
Es digna de destacar la
observación que sigue: “Creemos que Artigas ‘jamás preconizó la independencia
absoluta de la Banda Oriental ‒que jamás se consideró completamente desligado
de la comunidad argentina‒, que propugnó constantemente por atraer a las demás
provincias del antiguo Virreinato, terminando su carrera bajo los golpes
combinados de los conquistadores que esclavizaron su provincia natal y de otros
caudillos que lo desconocieron en el trance supremo, para expulsarlo de las
provincias vecinas, en cuyo territorio él creía tener derecho de soberanía como
caudillo protector de la patria común’.”
Las determinaciones de
Artigas, pues, y “en sentido estricto y riguroso”, como acota el autor, no lo
hacen “el fundador de la nacionalidad oriental”, pero sí, y “evidentemente,
su precursor, o en otros términos, el que la hizo posible en la
turbulenta complicación de los sucesos que siguieron a su derrota y
ostracismo”. La que será República Oriental del Uruguay no forma parte de las
determinaciones de Artigas, y su obra parece responder a un plano más amplio de
determinaciones que las que se corresponden con el mundo determinado por la
realidad política y económica de entonces (plano A).
No entraremos en los
problemas que enfrenta y en cada una de las respuestas que dan lugar a las
extraordinarias modificaciones que devienen. Solo señalaremos la ruta en la
búsqueda de los procesos que generan la persona (experiencias, modificaciones
que generan capacidades, resolución de problemas, elementos correspondientes en
los numerales 1º y 2º). En las vicisitudes de la experiencia personal se
generan, pues, organizan y asimilan los constituyentes de un mundo posible
desde que logran modificar la realidad social y política y con ello generar
profundas transformaciones.
DETERMINACIONES ESPECÍFICAS
“Durante la dominación española, el territorio
oriental estaba subdividido en varias intendencias. Faltábale, pues, hasta la
unidad administrativa ‒como germen de unidad política. No existía un pueblo
oriental, sujeto a la corona de España; pero aparece Artigas en 1811 y
surge al punto esa entidad colectiva, en pugna con el yugo colonial. Artigas se
proclama Jefe de los Orientales –habla en nombre del pueblo
oriental–, decreta por sí mismo la existencia de la Provincia
Oriental, cuidando de adjudicarle los territorios contiguos usurpados por
la conquista portuguesa.
“Cuando las necesidades
políticas del gobierno revolucionario establecido en Buenos Aires, determinan
la celebración de una tregua con el Virrey Elío, atrincherado en Montevideo,
mientras los portugueses acuden en su auxilio [plano A], Artigas no se contenta
con sustraer su persona a la sujeción española; quiere que sus orientales
tampoco sufran esa inesperada humillación, y los arrastra, con sus familias y
sus bienes, a la azarosa expatriación en un éxodo” (plano C, numerales 3º y
4º).
“Rota la tregua, Artigas
vuelve con su pueblo de orientales a combatir contra las armas españolas [lo
que se corresponde con el plano B], pero proclama al mismo tiempo la autonomía
federal de la provincia embrionaria que se ha elaborado bajo su patrocinio y
prestigio, y defiende los fueros de la soberanía local con energía indómita,
levantando el interés de esa causa (y ésta es acaso la única falta grave de su
vida pública) sobre los intereses solidarios de la revolución de Mayo. Así es
como Artigas, después de haber combatido contra los españoles, bajo la bandera
común [plano B], combate contra las fuerzas de Buenos Aires bajo la bandera
local, y bajo esta misma bandera lucha como un león durante cuatro años contra
la invasión portuguesa, sublimemente infatuado con la grandeza de sus soldados
orientales [plano A].” (Ib., 14-16)
[…] Ha llegado para el
sentimiento patrio de los Orientales un feliz instante en que ya no son
temibles las discusiones sobre Artigas. Podemos y sabemos defender su memoria,
que no está exenta de sombras, como no lo está la de ninguno de los prohombres
de la Independencia Sud-Americana, pero que lleva en sí misma una aureola de
luz, cuya intensidad se acrecienta a medida que las investigaciones históricas
permiten apreciar los sucesos en sí mismos rectificando la tradición
artificiosa de sus personajes más ladinos.” (Ib., 21)
Ojalá alcance esta
transcripción para reafirmar la necesidad de “apreciar los sucesos en sí
mismos” con el fin de conocer las determinaciones específicas atribuibles a una
persona. No dejaremos de apreciar, sea como fuere, que los hechos se impregnan
mutuamente y se enlazan con la historia anterior y con ideas diversas. Pues no
sería del caso hablar de hechos aislados en una sociedad unipersonal o dominada
por una sola conciencia impositiva. No deseamos indagar de dónde vienen, de
dónde la fuerza que los ocasiona y cuál es el fenómeno que los convierte en
fuente de inspiración y realización concreta e imperecedera. Sólo deseamos
indicar cómo podría diferenciarse historiográficamente la experiencia de la
persona de Artigas. La historia que muestra lo vicisitudinario a
partir de lo cual el ser humano pasa por las veces decisivas que asimila y
convierte en capacidad inteligente y con enormes repercusiones en el plano
social y político de su colectividad.
LA VICISITUD EN ARTIGAS
¿Cuáles fueron las experiencias influyentes en la
configuración mental de Artigas? ¿Cómo se convirtieron en el fundamento de su
inteligencia? Hay vicisitudes de experiencia estrictamente personal, vivencias
por las que arraigan los aprendizajes, sean resultado de los éxitos o de los
fracasos. En ellas se origina el proceso que inicia la metamorfosis de la
actividad y hace que de una combinación feliz de racionalidad e intuición surja
la disposición de actos y planes capaces de asegurar un orden aceptable de
posibles avances y éxitos (se trate de éxitos en la praxis de vida o de éxitos
en la filosofía de vida, en las aspiraciones, en la concepción política).
Afirma Carlos María Ramírez
que Las Piedras fue “la segunda victoria estruendosa de la
Revolución de Mayo, y contempló enérgicamente los ánimos abatidos por los
recientes desastres de Belgrano en el Paraguay. Buenos Aires la aplaudió con
inmenso júbilo, según lo atestigua la Gaceta en los números de
mayo y junio de 1811 –y confirió al vencedor, al bandolero Artigas,
el grado de coronel y una espada de honor” (ib., 29). Así se
veían las cosas entonces; hoy, después de más de dos siglos, Las
Piedras es más bien el triunfo de la patria oriental, que en aquella
época no existía y cuyo posible perfil de soberanía empezó a sentirse con
Artigas. “¡Así supieron los orientales pelear y triunfar por la suspirada
libertad, dignos hermanos de los soldados de las demás provincias
argentinas!”
El texto no muestra el tour
de force que nos permite avizorar el mundo que avizoraba
Artigas, y que, si se escudriñara vicisitudinariamente, y sin que se
opacara el importante significado histórico, se podría apreciar claramente como
detrito exclusivo de lo vicisitudinario. Surgen las determinaciones de una
persona por sobre las del conjunto que, de acuerdo a interpretaciones
materialistas e historicistas de uso, se imponen por sobre la voluntad de una
sola y van a componer la historia. Pasa por alto así la valoración del aporte
personal de Artigas, en el cúmulo de condicionantes, influencias
participaciones de otros en el mismo hecho, otros personajes. Queda afuera el
ser humano.
¿Qué cambia el rumbo?
“Artigas fue siempre obediente [a Buenos Aires], aunque se consideraba
justamente agraviado por la preferencia que la Junta había dado a Rondeau en el
mando del ejército. Cuando sobrevino la tregua [del primer sitio a Montevideo],
Artigas y los orientales sufrieron una tremenda decepción. Todos se habían
comprometido gravemente en la insurrección contra la dominación española, ¡y el
gobierno de Buenos Aires los entregaba nuevamente a ella! Al mismo tiempo,
varias divisiones portuguesas invadían el suelo oriental” (ib., 48).
“La actitud de Artigas
pudo no ser agradable para los prohombres de Buenos Aires; pero no dio lugar a
un rompimiento. Concluyó la Junta por nombrar a Artigas Jefe Superior de las
tropas orientales y teniente gobernador de las Misiones […] Resulta, pues, que
en el primer sitio, después de la batalla de Las Piedras, no hubo
de parte de Artigas rebelión contra las armas de la patria, sino
abnegación y heroísmo para abandonar el suelo natal y ser fiel a la bandera de
la revolución. (ib., 49)” Según la versión de Nicolás de
Vedia, empero, “el gobierno no gustaba que se hablase en favor del caudillo
oriental”. “¿Por qué? ―pregunta Ramírez, y responde― Porque Artigas murmuraba
contra la exclusiva y localista dominación de Buenos Aires; el nombre del
vencedor de Las Piedras sonaba ya entre los pueblos como la encarnación de los
instintos e intereses provinciales.” (Ib., 50) Véase esta
observación como se vería el núcleo de las determinaciones y desempeños que más
hay que tener en cuenta.
La inconformidad de Artigas
nace de la emocional visión que augura las provincias independientes del poder
central. Quizá porque no le satisface la política centralista de la Junta, o
porque sabe leer en la voluntad de los orientales el afán de emancipación
total, incipiente desde antes de su incorporación al movimiento revolucionario
(plano B). Haya sido por una u otra razón, la Junta de Buenos Aires termina
nombrando General en Jefe a Manuel Sarratea, de dudoso prestigio y enemigo de
las influencias provinciales.
La adversidad espera a los
orientales con un verdadero desafío, y la posibilidad de enfrentarla con algún
éxito empieza a tomar el cariz de las realidades verdaderas. Tras lo adverso
asoma la invitación a contradecir la realidad imperante, y se vuelve fuerte la
noción de verdadero que lo consuetudinario y de cajón, lo
oficial y esperable no auspicia (plano A).
Así, pues, no se trata sólo
de deseos y esperanzas, y en primera instancia se trata de una insurrección. La
conciencia de total autonomía, el republicanismo y el federalismo son
ingredientes puros de los planos B y C. La revolución empieza con la “admirable
alarma”, que es el primer síntoma de una visión del mundo que responde de lleno
a los numerales 3º, 4º y 5º. La verdad abandona el plano A y los orientales
comprenden que es posible moldearla de acuerdo a las propias determinaciones,
las que deciden que preponderen las del Jefe de los Orientales (plano C y
numeral 3º). Las vicisitudes, problemas con necesidad de urgente resolución con
los que lidia Artigas, además, adoptan la forma de una lucha que no se libra
con las armas sino mediante una acción heroica, el Éxodo (consagración de las
determinaciones del numeral 4º).
Es preciso establecer qué
significa el Éxodo del Pueblo Oriental en el plano de sus determinaciones
fundamentales. No sabemos todo lo que necesitaríamos saber, y es un importante
desafío para el análisis cuando se busca, como buscamos aquí, escapar de lo
cronológico y mantenernos en el plano de lo vicisitudinario. Pero nos
permitiría distinguir la voluntad de un solo hombre frente a la voluntad de
todo un pueblo. Nos referimos a todo aquello que, aunque pudiera llamarse pueblo,
no se correspondiese con el sentimiento de vecindad, entrañable y particular,
el de una zona del territorio del mundo. En este sentido, el pueblo sigue a
Artigas y también Artigas sigue al pueblo. No importa lo que está antes y lo
que está después, porque el problema del tiempo cronológico no es
decisivo en este caso y para esta clase de análisis. Sin dejar de importar en
cantidad de asuntos fácticos y testimoniales, es de destacar lo que determina
las ideas y las acciones de una persona.
LA ELECCIÓN
Del texto de Carlos María Ramírez surge que
Artigas se pliega al fervor de su provincia natal principalmente en función de
un descontento y, sin duda, alentado por el patriotismo que decide su destino.
En su elección radica el giro del cual se propagarán sus determinaciones, las
que derivan en la mayor transformación de la realidad política del momento en
la región. Examinemos cuáles fueron las determinaciones del primer plano, las
que condujeron a Artigas a tomar sus decisiones y a elegir el camino hacia el
Éxodo –y cómo fueron marcándolo a fuego en el plano de las propias.
La situación se había vuelto
desesperada: por un lado, Buenos Aires que, en las palabras del doctor del
Carril, “colocada a la cabecera del virreinato del Río de la Plata tuvo como
era natural la iniciativa y la dirección del gran movimiento revolucionario que
emancipó a estas Provincias de la dominación española. Habituada desde entonces
al ejercicio exclusivo e irresponsable de la soberanía nacional ha combatido
tenazmente los esfuerzos que ha hecho la Nación en diferentes épocas para
establecer un gobierno general que diese a todos igual participación en la cosa
pública, base de la verdadera democracia, y abriese un libre campo a las nobles
y legítimas aspiraciones de todos los argentinos, sea cual fuese la provincia
de su nacimiento” (ib., 107).
Añade Ramírez que “las iras
del caudillo estaban apenas a la altura de su desesperada situación”. Posadas
gestionaba en Europa la coronación de un infante como Rey del Río de la Plata,
y Alvear en Brasil procuraba poner en manos de Inglaterra los destinos del
virreinato (ib., 112). Para peor, en vísperas de la invasión
portuguesa había “una negociación con el gobierno de los invasores” (ib., 114),
porque, según Manuel José García, delegado de Alvear en Brasil, “necesitaban
las Provincias Unidas la fuerza de un poder extraño” (ib., 115).
A este hombre “le parece que es indispensable entregarse al extranjero” (ib., 116).
“El congreso de Tucumán, por su parte, se asociaba con la mayor serenidad del
mundo a estas maquinaciones tenebrosas” (ib., 118).
“Tal es la triste historia
de los orígenes de la invasión portuguesa en 1816” (ib., 120).
“El alma de la patria no estaba con aquel grupo de personas cultas que recibían
en Montevideo, bajo palio, al general cortés y cortesano de la invasión
portuguesa” (ib., 123). Mitre postuló que los orientales
preferían el yugo extranjero de la barbarie “sin previsión, sin claridad y sin
moral” (ib., 127). ¿Qué podía hacer Artigas ante esta
infamia y solapada corrupción de los ideales de Mayo? No había lugar al camino
de las armas y la poca diplomacia en curso estaba cerrada para él. Entre sus
principales tenientes hubo quien se enredó en ambiciones y riñas personales, y
los jefes provinciales de la nunca concretada confederación terminaron por
apartarse del ideal primigenio. Por lo que, sin abandonar la jerarquía de jefe,
y quizá sin saberlo con toda su privilegiada conciencia, Artigas experimenta la
crucial reconversión de la experiencia en un recurso definitorio con el que
enfrenta la adversidad postrera e irreductible.
Abandonándolo todo, luchó
por la dignidad de su pueblo, que también lo abandona todo. Pero ¿qué significa
el Éxodo en un cuadro en el que puedan interesar, por encima de los hechos
históricos, las motivaciones últimas que gobiernan los pensamientos y las
emociones? Desde este ángulo el Éxodo, que no es un hecho militar, tampoco
resulta estrictamente un hecho político. Es más que un hecho. Se podría decir
que es un pensamiento vuelto materia, energía humana, sin que
dejara de ser el real e irrefutable episodio colectivo, y sin que se ignoren o
borroneen las crueles contingencias que vivieron los orientales, las dramáticas
renuncias y la inmolación generalizada.
En un solo fenómeno se
produce la reconversión de todas las experiencias de vida, vivencias con sus
arbitrios y decisiones, en un solo saber y sentimiento. Transfigurada la
voluntad, y a través de un acto extraordinario, se consolida la mayor expresión
de la capacidad humana. Se reúnen todas las respuestas soberanas y autónomas
pertenecientes al plano de las determinaciones personales, mientras las otras,
las de los demás que más importan y que son vigentes, quedan debidamente
aisladas y balanceadas en su justa participación. Se concluye en un conjunto de
respuestas y soluciones que derivan en el gran concurso del conocimiento, la
clase de proceso que de la vicisitud y la elección experiencial pasa
transfigurado al sistema del saber y la inteligencia.
La explicación no responde
ya a la consecución de los hechos concretos; más bien, responde a su
reconstrucción a través de una experiencia personal con fuerza suficiente para
modificar el pensamiento y dirigir la conducta.
El ejemplo de Artigas
muestra, aunque con toda la oscuridad de los hechos considerados, que existe un
área de complejas y a veces no estrechamente eslabonadas vicisitudes, en la que
se apoya la conciencia para hacer sus elecciones y decidir sus más difíciles
emprendimientos. También, que una voluntad firme descansa en bases vivenciales
propias, fundadas y afirmadas en la experiencia. Pues, de esa actitud nace el
concepto de verdad respecto a una realidad existente o posible por cuya
consagración final la persona lucha con denuedo. Finalmente, el ejemplo también
muestra cómo la voluntad se sobrepone a la adversidad y logra comunicarse y
transferir a los demás las determinaciones que quedan impresa en la realidad
modificada.
4 ADVERSIDAD
La teoría subraya la importancia de la
imagen manifiesta*, resorte de la vida corriente que funciona como conocimiento
no elaborado, espontáneo y personal. Agrega que esa importancia no es mayor a
la imagen científica del conocimiento racional, elaborado e impersonal. Sin
embargo, sería la que interviene ante la adversidad, la que busca cómo
superarla creativamente y la que genera una primera y provisoria noción de
verdad.
Si la imagen manifiesta predomina en la vida
práctica, desde que es más personal, o histórico-personal en su origen y
evolución, de todos modos, en lo que al pensamiento en general se refiere,
habría igualdad participativa y complementación entre la racionalidad y las
formas no estrictamente racionales o de la subjetividad. La objetividad, la
racionalidad deductiva y la subjetividad obrarían juntas. La teoría no va en
contra de ningún otro postulado, como se puede comprobar en los textos que la
exponen, sino que procura desarrollar un aspecto no considerado. Por lo que no
resulta de una negación ni de una revelación especial, y solo resulta del
simple querer incursionar en un territorio marginal e inexplorado de imágenes y
fenómenos cognitivos.
¿En busca de qué clase de
verdad, descubrimiento o comprobación se encamina? Está más que estudiado el
problema de las fuentes del pensamiento y del conocimiento, por lo que la
teoría solo intenta destacar uno de los aspectos considerados en el debate histórico.
Ese aspecto se puede ubicar en el vasto panorama de discusión acerca del papel
de la experiencia en el conocimiento. Solo que el tratamiento de la experiencia
en las teorías es genérico, pues no discrimina sobre la clase de experiencia de
que se habla. La experiencia en todos los casos se inscribe en el marco del
mundo objetivo y de la praxis, del encuentro sujeto-mundo vivido en los
sentidos. Y ahí se detiene la discriminación. No se ahonda en la clase de
experiencia que está en la base del conocimiento subjetivo sino en los aspectos
psicológicos, en la explicación de la experiencia en cuanto a la objetividad
inherente a las ciencias sociales y experimentales.
El empirismo rechaza la
indiferencia del racionalismo respecto a los sentidos. El kantismo diferencia
lo que hay de aceptable en ambas tendencias y lo inaceptable, creando el gran
valle intermedio de lo a priori. El neopositivismo termina con la
metafísica que se infiltra en el empirismo y en el racionalismo. La filosofía
existencial critica al empirismo y al racionalismo por su indiferencia respecto
al problema humano. La filosofía del ser se aparta de todas estas tendencias
por considerar que ninguna de ellas investiga el fundamento, algo que presenta
como lo más humano concebible. El positivismo rechaza al espiritualismo, y se
ve trastocado por el ciencismo, tendencia radical que se afana en explicaciones
solo dentro de la órbita de las ciencias fácticas y axiomáticas.
El idealismo absoluto
inspira el materialismo absoluto en una socialización del problema del
conocimiento y de la vida, de las clases sociales, las religiones y aun de las
razas, con lo que se divulgan el marxismo, el socialismo, y como contracaras el
fascismo y el comunismo. Algunas teorías, el falsacionismo y el racionalismo
crítico, la filosofía de la razón vital o raciovitalismo, la filosofía
existencial y otras corrientes obran como grandes pivotes que de una manera u
otra permiten el giro de la crítica a las demás, personalistas, nuevos
espiritualistas, estructuralistas, neomarxistas y posestructuralistas,
hermenéuticas, de la acción, y otras de la segunda mitad del siglo XX.
Ya en el siglo XIX el
pragmatismo y el humanismo rechazaban la racionalidad radical que se embandera
con el principio de impersonalidad de la verdad, en el entendido de que es
ajena a la conciencia. Objetaba la realidad externa a la mente, lo cual el racionalismo
advertía al descubrir que el conocimiento es solo su copia refleja. La
fenomenología, por otro lado, invitaba a desembarazarse de la racionalidad, de
toda representación, idea, concepto, y a atender el mundo de las funciones, con
las que convivimos y con las que se alzan las verdaderas jerarquías del
conocimiento. Estas dos últimas teorías no niegan el mundo, la objetividad ni
la racionalidad moderada, pero apuestan a entrever mundos que son los que se
habitan en la realidad radical, la que se constituye por el solo vivir.
EL DETALLE QUE DA LUGAR A UNA TEORÍA
Esta teoría, arrancada de lo vicisitudinario, teoría vicisitudinaria o vécica
(término derivado de vez o “vicis”, turno, alternativa en lo que se opone a
momento y lugar específicos), aprecia todas estas corrientes de pensamiento, y
también la oxigenación proveniente de las ventanas de las ciencias, la física,
la neuropsicología, la epistemología, la antropología. No cree que haya que
abocarse a encontrar la falla ajena sino a reivindicar los aciertos en todas
las propuestas, que hay muchos. En principio hay uno que ha venido ganando el
interés de las teorías y que se encara desde el punto de vista de las
emociones, la vida psíquica que el conocimiento objetivo había hecho a un lado
bajo el estigma de la subjetividad. Es evidente que el conocimiento, la
memoria, las habilidades y capacidades intelectuales del tipo que sean se
realizan en estrecha asociación con las reacciones emotivas que antiguamente se
remitían a una esfera opuesta a la racionalidad.
El interés en lo subjetivo
sigue la inclinación por ocuparse de las cosas mismas, de no atender solo la
forma pura, las esencias o realidades últimas, originarias en el platonismo.
Con lo que, por un lado, entra en juego la búsqueda de la realidad inmediata al
ser humano y, por otro, la clase de verdad capaz de brindar fundamento a esa
búsqueda. Si bien el giro hacia las cosas mismas de principios del siglo XX
buscaba una verdad del momento y el lugar, se vuelve imprescindible aproximar
la idea de verdad no a lo espaciotemporal sino a las veces indeterminadas en
que la experiencia se imprime en la actividad del cerebro (de donde deducimos
el carácter de lo vicisitudinario o vécico, es decir, de la circunstancia
vivida y de su vicisitud ya vueltas energía neural). Aunque se incorporaba la
subjetividad al estudio del conocimiento, y ya no como metafísica, se la
introducía como psicología pura en un caso y como psicología social en otro.
Pero ¿de qué subjetividad se hablaba?
Aun hoy la corriente de
pensamiento hegemónica habla de una subjetividad impuesta por la cultura
reinante, la tradición y la ideología, las creencias y las religiones. De
tal modo que los contenidos, símbolos, hábitos, mitos y ritos en que suelen
envolverse las colectividades entran a formar parte de la vida psíquica, con lo
que conforman la cultura. No es solo la evolución anatómica, fisiológica y
neurológica lo que decide la evolución de la especie. Para algunos antropólogos
la evolución “sugiere que no existe una naturaleza humana independiente de la
cultura”, y aunque “sin hombres no hay cultura”, “igualmente, y esto es más
significativo, sin cultura no hay hombres” (Geertz, 2003, 55).
No se ha podido avanzar en
la aclaración de este aspecto porque se corresponde directamente con lo
subjetivo, dimensión no aconsejada por la tradición moderna. El desarrollo de
las ciencias sociales se ajustó siempre al ideal del objetivismo: “Términos tales
como intuición, comprensión, pensamiento conceptual, imagen, idea, sentimiento,
reflexión, fantasía, fueron estigmatizados y tildados de mentalistas, es decir,
‘contaminados por la subjetividad de la conciencia’, de modo que apelar a ellos
era considerado como un lamentable fracaso del sentido científico” (ib.,
60).
La teoría que cobra cuerpo
advierte que experiencia, cultura y saber se nutren en la historia vivida en
plenitud, y que en ellas se entrelazan emociones, sentimientos, imágenes,
representaciones, es decir, la vida psíquica. Por lo que la teoría no se centra
solo en la sociedad como sistema, porque tiene la experiencia individual por
debajo. "El concepto de cultura que propugno (...) es esencialmente un
concepto semiótico. Creyendo con Max Weber que el hombre es un animal inserto
en tramas de significación que él mismo ha tejido, considero que la cultura es
esa urdimbre y que el análisis de la cultura ha de ser por lo tanto, no una
ciencia experimental en busca de leyes, sino una ciencia interpretativa en
busca de significaciones" (ib., 20).
La teoría agrega que el
saber surge de lo que ocurre a una conciencia cualquiera cuando tiene que tomar
decisiones, especialmente ante situaciones difíciles y adversas. Y también a
los resultados prácticos de esas decisiones, es decir, a los éxitos al proceder
con respuestas, del tipo que sean, y a los fracasos. Y son esos resultados los
que le sugieren cómo se las debe arreglar y cómo funciona el mundo. Bajo estos
supuestos, la teoría se pregunta cuál es la modalidad de los saberes que pone
en juego el sujeto y que, con esfuerzo o naturalidad, lo conducen a una nueva
situación de éxito o fracaso. Y se pregunta si esa nueva situación señala el
movimiento que revela una clase de verdad válida para el ser humano, la
realidad del mundo en que vive y el sentido de su vida. En concreto, la teoría
quiere despejar la vieja duda de si se trata de saber objetivo o subjetivo o si
se trata de una combinación de ambos.
El problema es complejo por
la dificultad en discriminar, en cualquier operación de esta clase, la índole
subjetiva u objetiva del conocimiento. Pues participan los conocimientos
adquiridos, las habilidades, especialidades y destrezas, así como la educación
general, la preparación práctica, etcétera. Es tan difícil como fácil suponer
que interviene todo y suponer que interviene solo una o algunas de las
facultades o saberes mencionados. La teoría vicisitudinaria no se propone
discernir qué interviene sino cómo interviene
el bagaje cognitivo en una situación dada, cómo procede la inteligencia, sea de
la jerarquía que sea, para aplicarse a resolver las situaciones de vida.
Hasta aquí hemos presentado
el orden de problemas al que la teoría pretende dar respuestas. Se trata de
situaciones límite, o próximas al límite, pero frecuentes o quizá, y sin que
tuviera que tratarse de situaciones trágicas, de aquellas circunstancias que
cualquier persona vive a diario. Se tiene en cuenta la índole epistemológica
del plano mental y las connotaciones que sobre ese plano pueden influir en lo
psicológico y lógico, el pensamiento y los sentimientos. Aquello que interviene
y se vuelve crucial en la conciencia en tales casos, pues no se alcanza a
comprender como apelación al almacén de conocimientos ni a la memoria ni al
saber intelectual ni a alguna habilidad en especial, aunque pueda intervenir
todo esto de alguna manera. ¿Pero de qué manera?
Es la complexión neurológica
forjada en la experiencia histórica personal la que interviene de plano. No se
resuelve la situación por sólo aplicar un saber determinado o un conjunto de
habilidades adquiridas por aprendizaje externo. Interviene el individuo entero,
se presenten o no dificultades intelectuales e influyan o no las carencias o
las dádivas de la educación recibida. Con o sin, ¿cómo sale del paso el
individuo? En tanto unidad de experiencia forjada en base a elecciones y
decisiones que determinan su personalidad, el individuo es el que en soledad
domina la situación o es dominado por ella.
No se puede separar la
conciencia del conocimiento, y hace mucho tiempo que se ha abandonado la idea
de la mente como un tanque en el que los aprendizajes vierten sus contenidos
para luego ser aprovechados, como si se tratara de una herramienta en funciones
o del combustible que le permite ponerse en marcha. En este detalle radicaría
la insuficiencia de la racionalidad para explicar el conocimiento por sí sola,
adoptada en su funcionalidad radical y externa a la existencia. Y en este
sentido, se podría suponer que no ahondaron en el asunto importantes
investigaciones y propuestas. Sólo el pragmatismo está más cerca de la imagen
manifiesta en el conocimiento. Aquí desviaremos la exposición para entrar en lo
que se puede desprender de la teoría en otros asuntos.
EL DON DE LA CREATIVIDAD
Considerada la persona con prescindencia de la tradicional noción de sujeto,
individuo, representante singular de la especie, aparece una figura compleja
caracterizada por la autodeterminación experiencial, la criatura que se crea a
sí misma en lo que a supervivencia se refiere. Diversas teorías del
conocimiento han estudiado a fondo la racionalidad, pero no tanto la que obra
en la vida cotidiana. Esa racionalidad, supuestamente adquirida desde fuera en
la condición de sujeto cognoscente, merced a la cual la realidad se refleja en
la mente como en espejo, se consagra como actividad en permanente realización
en el compromiso inevitable con la experiencia. Es específicamente
autogestionante y decisiva para la supervivencia, no por una condición
facultativa de autodeterminarse, como suponen las teorías tradicionales, sino
por la naturaleza exclusiva o taxativa de la autodeterminación. Esta es la
condición que está en la base de la capacidad de resolver problemas, conocer y
replicar lo que se conoce.
La persona no es una
herramienta que sirve para resolver problemas y descifrar misterios. En
puridad, no resuelve problemas, más bien, crea soluciones, y no revela
misterios: inventa revelaciones. Los problemas y misterios siguen ahí, o nunca
estuvieron, porque no es el mundo el que los tiene sino la persona. Todo está
en ella, a lo que sabemos, y es ella, por las características de su complexión
biológica, la que hace saltar las chispas y activa la adversidad. El
mundo objetivo no tiene adversidad, tiene solo mundo. La principal creación
humana es el problema, una obra radical determinada por el individuo, con sus
poderes y debilidades y en su condición personal o social. El mundo no tiene
problemas.
Si se tiene en cuenta la
historia interminable de todo lo que se descubre, de aquello que no se ve y
está ahí, del insospechado mundo real que se desconoce y aun no se revela,
entonces se toma conciencia de que la realidad conocida funciona como realidad
toda y única, una realidad para el hombre. Y se advierte que la verdad de esa
realidad es solo para el hombre, que existe para el hombre, pues la creó
sabiendo que es solo una parte infinitesimal del todo. Las pretensiones de la
racionalidad se confunden con los instintos que empujan a mirar al costado, a
pedir el favor de los impulsos inmediatos, de las emociones y presentimientos.
Aflojan los tornillos que sujetan la racionalidad lo que permite que descansen
las inquietudes, y que las inquietudes se apoyen en el suelo de la subjetividad
desnuda. Es entonces cuando se descubre que ese suelo es el mismo suelo de la
objetividad, a la que estaban fijados sus tornillos.
La creatividad humana define
lo real a partir de la adversidad, y el éxito o el fracaso ante lo adverso
define la verdad. Si bien la conciencia humana sabe que los fundamentos del
conocimiento no acaban en este simple esquema, sin embargo, es la tríada teórica
que provisoriamente puede ofrecer una explicación. No una explicación del
fenómeno del conocimiento sino una explicación de la forma en que es producido
por la inteligencia o, al menos, de cuáles son las vías principales de su
producción y evolución: adversidad, creatividad, éxito-fracaso con
desprendimiento de verdad o falsedad.
Pero estudiemos más la
creatividad, que está en el centro del problema. Se habla de creatividad ante
el fenómeno de la cultura, la creatividad que se distingue de la creación o
naturaleza. La cultura es un tema ante la necesidad de explicar el ingenio humano.
La primera creación de este ingenio, y la de los seres vivos en general, es la
inteligencia de la especie, una obra que no viene sola y que en los humanos
solo se completa después del nacimiento. Una creación que consiste,
paradójicamente, en dar forma familiar al problema, figura reconocible.
La primera inducción de la
inteligencia, pues, es descubrir y poner a su alcance lo que garantiza su
permanencia en la vida, la supervivencia, del yo, de las personas y de la
especie. En el fervor de esa instancia originaria ¿hablamos de racionalidad o de
intuición, de objetividad o de subjetividad? ¿Es posible saber de qué nos
valemos? ¿Cuál es la naturaleza de nuestro primer impulso? La creatividad
humana ¿responde originariamente a algún principio fundamental? La respuesta
que cabe es que no lo sabemos, que existen mil motivaciones capaces de
producirla y encaminarla.
En sus diferentes
expresiones históricas la filosofía ha fijado dos o tres extremos principales
sin los que la creatividad sería inexplicable. Estos extremos serían el ser
biológico y, como condiciones supuestamente independientes, el ser pensante y
el ser productor de cultura. Dentro de estos extremos puede elegirse uno que se
pone al frente como causa primera y fundamento de la vida consciente. En
términos generales, se disponen en serie el sentir que se es, el ser en tanto
existencia, y la producción humana. Aquí hay algo importante, el sentir.
Porque por obra de la transposición de la espacialidad física, o por lo que
sea, se siente lo psíquico como se siente lo físico, en lo que concierne a los
sentidos corporales como en lo que concierne al sentir de los sentimientos y
las representaciones.
Qué está primero, se
pregunta el filósofo, acorralado por un ineluctable afán de enumerar, buscar la
continuidad y dentro de la continuidad lo que está antes y después. Pues, en lo
primero estaría el secreto de todo lo demás, por ser aquello de lo que todo se
deriva. ¿Está primero el ser, o sea, sentir conscientemente que se es? ¿O está
primero existir, o sea, sentirse como existente antes de sentirse como ser
pensante? ¿El ser es un prerrequisito de la existencia, o la existencia es un
prerrequisito del ser? Se exponen estos interrogantes mediante fórmulas
(“pienso, luego soy”, “existo, luego pienso”, y “siento, luego soy”, otras
interesantes modulaciones del mismo esquema). Y se interpone el sentir en todas
las versiones, el sentir que se es, el sentir que se piensa, el sentir que
existe un yo o una conciencia o sí mismo. Es el primer cuadro que pinta la
dicotomía aun no disuelta: mente o cerebro.
Sentir es la palabra clave en ese
caleidoscopio formulario de especulaciones y argumentos. Pues, para hablar del
ser pensante, del ser existente o del ser creativo, se apela casi siempre al
sentir físico o al sentir psíquico. Se dice que el ser pensante corresponde a
la función de la inteligencia, que debe preceder a las conductas, pues es
preciso conducirse como se piensa y no pensar de acuerdo a una conducta azarosa
e irreflexiva. Se cree que se siente como se piensa, o se cree que se piensa
como se siente. Estas alternativas son variaciones del triple esquema
ser-existir-producir. De acuerdo al cual todo se vuelve al revés de la
racionalidad, para la cual, dicho sea de paso, ya era bastante difícil
estipular la dirección correcta de la serie, la más conveniente para la
inteligencia o que pudiera entronarse como piloto del aire o capitán de mar y
tierra.
CIENCIA Y FILOSOFÍA NECESARIAS
¿Qué viene a decirle al hombre de todos los días, a los miles y millones de
seres humanos que no tienen acceso a la filosofía ni a la ciencia, la ciencia y
la filosofía? Muchos ni siquiera entienden el servicio que presta una vacuna
contra el virus que los mata. Si se quiere preservar la racionalidad, el logos,
la ayuda de la investigación experimental a la conservación y mejoramiento de
la especie humana, como todos queremos, es necesario acercar la racionalidad,
el logos y la investigación experimental a todos, buscar que estos asuntos sean
entendidos. Porque se comprueba el incremento quizá exponencial de la
incomprensión, el aislamiento en burbujas y desviaciones ideológicas, creencias
y sentimientos.
Más todavía, las sociedades
tienden a separarse, aun en el interior de sí mismas, a provocar incisiones
dentro de sus propias particularidades idiosincrásicas, nacionales,
provinciales, ciudadanas y barriales. La humanidad tiende a atomizarse. Y la
separación puede en parte resultar del divorcio entre comprensión y acción, la
necesidad de actuar y la imposibilidad de saber cómo hacerlo de la mejor manera
y que sea la que favorezca a todos. En tanto se generalizan y aumentan los
problemas debido a la paulatina complicación de las sociedades tecnológicas, el
conocimiento se vuelve cada vez más ausente, las instituciones educativas más
inoperantes, los gobiernos cada vez más ocupados en la economía y el desarrollo
material.
No atañe a la racionalidad
toda la responsabilidad de este cuadro conflictivo, a pesar de que su evolución
ha preferido el canal de las practicidades, comodidades, grandes realizaciones
mecánicas, electrotécnicas y computacionales. No se ha canalizado en el plano
del mundo que toca habitar al ciudadano común, salvo en lo que tiene que ver
con las necesidades inmediatas (servicios). La racionalidad ha quedado
encapsulada en los artefactos, los laboratorios, las fábricas, los programas y
memorias de los ordenadores. La responsabilidad le toca a la filosofía, a las
ciencias sociales, a la antropología filosófica; pero han quedado encasilladas,
lo que parece una extensión de la racionalidad tecnológica en el nivel del
espíritu, en procura de describir y buscar anomalías y dicotomías en el
funcionamiento social. Han reproducido la objetividad en el plano de la
subjetividad.
Por tanto, es necesaria una
teoría que procure el modo de desatar este nudo de la sociedad contemporánea.
Que al menos empiece por revelar cómo se produce el saber en las personas, en
general, el conocimiento común y corriente generador de las mentalidades y de
las conductas colectivas. Es preciso satisfacer las necesidades primarias, y
también atender las inquietudes espirituales, éticas, estéticas, religiosas,
las que cada persona atiende como puede. La ciencia y la tecnología le llegan
solas, pero la persona tiene que decidir qué hacer con ellas y ver cómo se
ajustan a los intereses de su vida práctica y a los requerimientos de su vida
espiritual.
* Las expresiones “imagen
manifiesta” e “imagen científica” fueron tomadas de Wilfrid Sellars, Ciencia,
percepción y realidad. El libro de Clifford Geertz citado es La
interpretación de las culturas. Ver Bibliografía General.
5 LA VERDAD COMO DESPRENDIMIENTO
La contingencia y la adversidad son fundamentales para la vida. Se
interponen a la actividad por la que el individuo modifica el entorno y el
entorno lo modifica a él. De esa actividad resultan las bases para fundar una
verdad provisoria y consecuencial para el individuo en su praxis de vida.
Del trato con el entorno resultan ciertas
contingencias decisivas para la vida del individuo humano. Son las que, como
resultado de ese trato, lo modifican a él y modifican el mismo entorno. También
las que modifican sólo a una de las partes, sin que la otra se vea afectada, y
las que tienden a modificarse sin lograrlo. En este juego de contingencias y de
posibles modificaciones se concentra lo más importante para la vida de muchos
humanos, si bien no de todos.
De las modificaciones del
individuo y del entorno surge una certeza en cuanto a qué es y cómo se comporta
el entorno. También una idea de lo que se puede y de lo que no se puede hacer
para que el segundo responda como espera el primero. Se trata de modificaciones
que cualquiera imprime en su labor diaria, el empleo, la profesión, el trabajo,
el estudio, la tarea diaria, el trato con otras personas, y que, a su vez y
como devolución, influyen en el modo de vida, lo impactan, rectifican o
ratifican, modelan el pensamiento y repercuten en la conducta.
Las modificaciones
provechosas para la vida indican la dirección que es conveniente seguir en
favor de la supervivencia. El imperativo de la supervivencia, es preciso
subrayarlo, aunque habitualmente se relaciona con el alimento, el abrigo, la
salud, la seguridad, etcétera, permanece en toda circunstancia de vida aun
cuando las necesidades primarias están satisfechas. La sociedad actual, en la
que se supone que todo o casi todo está cubierto para asegurarlas, funciona
como un entorno que no se diferencia demasiado con el de los primitivos
cazadores y recolectores. En ambos tipos de sociedad, con sus características
propias y diferencias sustanciales, se dan por igual las compulsiones por
asegurar la permanencia en el individuo, el grupo o la familia y la colectividad.
Cada paso dado por el individuo en su vida diaria es en el fondo un paso dado
en el sentido de la supervivencia. Hoy lo es el trabajo o el empleo, realizar
una tarea doméstica o ir de compras.
UNA VERDAD EN CONSTRUCCIÓN
Abocado el individuo al quehacer de asegurarse la supervivencia, cada uno de
sus pasos es una “comprobación experimental” de acierto o de error, es decir,
de lo que resulta en pro o en contra de la actividad y la creatividad (de la
actividad cultural), en favor o en contra de lo que asegura la prosecución de
la vida y su subsistencia. La permanente actividad del individuo en
procurársela se acompaña, sin que a veces lo advierta, de la actividad de
evitar lo innecesario. Proporcionarse lo que hace falta se complementa
invisiblemente con expurgar lo que no reditúa a favor de la vida en general, de
la propia y, en el mejor de los casos, de la ajena. Supervivencia, en el
sentido lato, se transforma en “ganarse la vida”, en el sentido específico
correspondiente a la sociedad actual (“parar la olla”, “ganarse el puchero”,
etcétera).
Procurar lo imprescindible
y, en paralelo renunciar a lo prescindible, es la combinación que resume la
forma de sobrevivir en la sociedad contemporánea. Ganarse la vida dirige el
movimiento fundamental en pro de lo que permite acomodar la
existencia propia en la vida diaria y en el mundo compartido. ¿Qué resulta de
obtener o de no obtener lo imprescindible, es decir, de ganar o perder?
Desprendiéndose hasta donde sea posible del sentido puramente económico de
estos vocablos, resulta lo que se recibe como devolución de la actividad
personal y concreta en el mundo.
Atendiendo especialmente el
sentido social, individual, familiar, de amistad, de trabajo, de
relacionamiento por las razones que sean, tenemos que, de ganar o perder,
resulta una primera noción de verdad, una idea de qué es, de cómo
funciona y ante qué reacciona y hasta dónde lo hace el entorno y también la
actividad personal. Una idea de verdad irreductiblemente perentoria,
circunstancial y provisional, que puede extenderse y aplicarse en varias direcciones
de pensamiento y que, a grandes rasgos, es la confirmación de la inicial
proyección de los actos ante circunstancias dadas.
Entre tales circunstancias
hay una que influye de manera decisiva en la formación de la idea de verdad o
aproximación al conocimiento del entorno, que lo es también del sí
mismo y de la clase de relaciones entre el modificador y lo
modificado. Se trata de la situación en que el entorno se presenta adverso, se
descompone en mil formas de obstaculizar el ganarse la vida y suspende o
neutraliza todas las proyecciones encaminadas a determinarse y a posicionarse
con satisfacción. Del grado de dificultad a superar depende la clase de
jerarquía atribuible a la respuesta correspondiente, el grado de importancia
que pueda otorgársele. Como producto de la dirección impuesta a la actividad de
vida, y de su eficiencia comprobada en la praxis, surge sin intermediarios especulativos
la constelación de todo aquello en lo que se puede confiar. La confianza
puesta es entonces la verdad del mundo, y, sencillamente, por
corresponderse con lo que refleja la relación con el entorno.
Esta verdad se antepone ante
toda otra noción al respecto, porque, en lo subjetivo nada puede ir más allá de
lo que la vida en realización activa proyecta sobre ella. Este es el problema
inveterado con el que se enfrenta la educación: la de una realidad concreta y
consolidada, sin que fuera buscada, que debe encaminarse y desarrollarse ante
la constelación brindada por la ciencia y el pensamiento teóricamente
organizado. No basta con introducir información en la niñez porque, sea como
fuere, el individuo obtendrá lo primordial de su vida particular, soberana,
común y experiencial, filtrada por sus obligaciones, circunstancias,
condiciones materiales y espirituales. La educación que se encarga de la edad
adolescente y de la primera juventud, debe enfrentar la enciclopedia de la
razón primigenia, consagrada por el simple haber vivido.
ESQUEMA DE UNA FILOSOFÍA AL DÍA
Lo adverso o calidad de oposición e impedimento, de la contrariedad y lo
desfavorable, es una de las condiciones que el entorno impone a la vida. “Se
aplica a lo que causa daño moral o va contra lo que se desea o se intenta” (Diccionario
de María Moliner). Adversidad y vida suelen aparecer juntas y hasta se atraen,
aunque sus direcciones sean opuestas. Se disputan la permanencia y el cambio,
lo modificable e inmodificable, lo imposible y lo posible. Y de esa disputa
surge el impulso que da origen a la cultura, el conocimiento, las invenciones.
De la naturaleza no conciliatoria de lo opuesto nace el impulso de conformidad
y el ingenio para transformarla en una forma de vida. Por sí sola la adversidad
reviste el mayor misterio, justamente, por enfrentarse a la vida, que es la
revelación primera y sin la que no aparecería ninguna otra en el horizonte.
Es un misterio que la vida
conlleve lo adverso y que lo multiplique y expanda, pero, como fenómeno, la
vida es más misteriosa que la misma adversidad. La vida es cómplice de la
adversidad en tanto es la que pone el obstáculo que enardece, angustia y puede
paralizar; el entorno no tiene obstáculos y es como es. Es la vida la que
eventualmente carece de lo necesario para que el entorno no se interponga en el
curso de sus propósitos. Así, el misterio de la vida es lo originariamente
adverso, lo sin resolver que genera adversidad. Por lo que se quiere revelar
todo misterio y aniquilar toda adversidad, los dos objetivos vitales.
Tal vez los seres humanos
buscan una explicación de la misma búsqueda a que se ven inducidos no se sabe
por qué, el impulso que los arroja al vacío de la interrogación. Y eso sería
todo. Sin embargo, no respondería a un propósito definido sino a cierta inercia
de la compulsión por la supervivencia. A medida que superan obstáculos y
confirman maneras de lograrlo, hasta sin querer trazan un dibujo del mundo y
sueltan una chispa que lo ilumina en algunas de sus zonas más oscuras. Habría
la sucesión de unas pocas delineaciones definitorias que sugerirían el contorno
total, y una serie de imprimaciones que permitirían comprender cómo se imbrica
el sí mismo en el entorno.
Su expresión no resultaría
del trabajo o la cultura sino, más bien, del calor que se desprende, disemina y
se pierde en el curso del simple vivir. Una energía inaplicada y preventiva, la
irradiación cuya traza indicaría lo que responde al desgaste, a la esforzada
tracción de las respuestas enfrontadas a los problemas y que se inmiscuyen en
el mundo desajustado y a resolver. Sería la razón por la cual, habilitadas
tales demarcaciones o fronteras, y encendidos los fanales que chisporrotean y
que las iluminan, permiten vislumbrar por dónde están, para agregarles el color
que las alienten como convicciones, creencias, supuestos, leyendas. Con esa
síntesis de respuestas y en ese medio mundo de problemas en extinción nacería
la verdad, la confianza en lo que resulta servicialmente a favor de la vida.
De la adversidad y del
misterio no puede surgir nada para la vida; la adversidad está en contra y el
misterio carece de dádivas. Sin embargo, de la oposición a la adversidad y del
empeño por descifrar el misterio se desprenden modificaciones –algunas– que, al
fin y al cabo, comprueban la existencia del mundo, de ese mundo modificado en
cuya realidad es posible confiar, al menos en parte. Porque, ¿cómo no confiar
en lo que se ha transformado como efecto de la propia mediación y oficiosidad?
Sería no confiar en sí mismo. Y confiar en lo perteneciente al mundo en
términos de realidad equivale a establecer una verdad para sí. No porque la
realidad tenga que coincidir con las ideas y representaciones, de acuerdo a la
teoría clásica del conocimiento, sino porque la adversidad superada o
desentrañada del misterio muestra una trayectoria posible para la creencia.
Gracias a esa muestra se vuelve posible discernir y seguir ‒o perseguir‒ con
confianza una versión para la vida, una forma o un estilo de vida. Se dibuja,
además, lo que comúnmente se llama “mundo conocido”, que se podría renombrar
como “mundo en cuya realidad desentrañada y resuelta se puede confiar”.
DE LA SOMBRA SALTA LA LUZ
Se podría decir que la realidad del mundo responde a las intervenciones del
individuo humano en su entorno y que, en consecuencia, él puede darla como
verdadera, porque no le es posible considerar falsa o ilusoria la propia
relación que le corresponde. En tanto sus respuestas ante los problemas
resulten favorables –o desfavorables–, puede confiar en aquel mundo que ha
devuelto lo que presumieron sus respuestas, y de esta manera figurarse la
realidad o la verdad. Así, le es posible reafirmar la sospecha de la realidad
de sí mismo y de la verdad que pueda haber en ella. Todo a expensas de
considerar su principal sospecha, a saber, la de que todo lo que piensa y hace
se debe a su necesidad de ganarse la vida, sobrevivir y permanecer hasta dónde
y cuándo le sea posible.
Lo que se supone que hay que
aclarar, que requiere explicación y desentrañamiento y nunca se agota, solo en
lo que representa sin resolver o desentrañar, es lo que muestra cómo es el
entorno y la vida juntos, y cómo puede ser el mundo. Se ha querido que ese mostrar
cómo sea conocimiento humano, no fantasía ni ensoñación, por lo que
debe estar puesto en términos inteligibles, racionales, comprobables. La
adversidad es la responsable de que nunca se haya podido lograr del todo ese
designio. El mundo al cual se atribuye la adversidad, que enfrenta día a día
todo aquel que quiera modificarlo apenas en un detalle, no existe sino ante la
actividad del obstinado e inveterado gran modificador humano. Su actividad es
la que desencadena la realidad al contrastar con lo adverso, por lo que la
realidad desconocida y afanosamente buscada es la que él mismo desencadena.
Siempre se habla de la
realidad que tiene que ver con los actos de las personas y con la actividad de
las colectividades; porque ¿dónde está la otra? El descubrimiento de América,
por ejemplo, es uno de los mayores hechos entre los que han servido para señalar
un gran giro en la historia del saber occidental de los últimos siglos. Ilustra
acerca del papel de la mente humana como conquistadora, casi más que como
descubridora. Ese hecho se ha impuesto sobre el mundo, lo ha modificado, le ha
mostrado la realidad en su verdad comprobada. El mundo le ha devuelto algo al
hombre, lo que significa una conquista. Y lo que habitualmente es llamado
“conquista de América” es, en puridad, lo que se hizo con la conquista.
Arnold J. Toynbee se ha
referido a la unificación del mundo: “Esta unificación, preparada
por la expansividad de otras civilizaciones, resultó completada al fin en la
época moderna, precisamente por la acción de Occidente [se refiere al]
dramático y revolucionario efecto de la hazaña de los marinos del Renacimiento
que [en palabras de Toynbee] ‘Produjo nada menos que una completa
transformación del mapa del mundo; no, por cierto, del mapa físico, sino del
cubrimiento humano de esa porción de la superficie del planeta que es
transitable y habitable por el hombre y que los griegos acostumbraban llamar
la ecumene’” (Ardao,1993, 99).
No siempre la interferencia
en un rayo de luz provoca sombra. A veces es al revés, cuando una interferencia
en la sombra provoca la iluminación llamada realidad, verdad del mundo o mundo
conocido. Solo el transformador humano, el gran interceptor, es quien logra esa
luz al proceder con la inversión de lo esperable. La lógica, que es la mayor de
las invenciones en el horizonte de los esperable, contrasta entonces con la
facultad de escapar de lo esperable para establecer un nuevo territorio y el
correspondiente dominio en toda su extensión.
6 UN ROBOT NO PUEDE DECIR “TAL
VEZ”
Hasta ahora un robot no puede decir: “a veces
camino por la rambla”, y solo dice: “el viernes 5 de marzo del año 2021 caminé
por la rambla” o “tal día y tal otro de tal mes y tal año caminé por la rambla”
o cosas por el estilo. Es el ser humano quien puede decir “a veces paseo por la
rambla” o “he caminado algunas veces por la rambla”, y “tal vez mañana camine
por la rambla”. En este último caso, el robot diría: “estoy programado para
caminar por la rambla dentro de tantas horas y minutos” o “de acuerdo a la
información que me suministren los sensores, tendré mucha, media o poca
probabilidad de caminar por la rambla”, y quizá no será capaz de decir
“tendré”.
Porque tiene una magnífica
memoria, pero, hasta donde sabemos, no tiene experiencia, historia ni
conciencia vécica; no es vécicamente real. Dispone de un formidable disco duro
que registra todos los hechos, impresiones, sonidos, imágenes, de una manera cientos
de veces más poderosa que la del cerebro, y puede combinarlos en millones de
veces diferentes y en tiempos increíblemente breves, y aun incorporar nuevas
combinaciones. Pero carece de la capacidad de dudar, la que resulta fundamental
para tomar decisiones y para seleccionar lo conveniente para la vida, la cual
no tiene. Puede contar con una historia “personal”, pero sin adversidad, la que
es decisiva en cuanto al desarrollo de la inteligencia. Para el robot la
adversidad no es un componente de la experiencia sino de la actividad y
el movimiento, no de la vivencia sino de la secuencia y la seriación.
Que algunos robots aprendan
solos y mejoren sus performances en determinadas tareas se debe a que en sus
memorias previamente se ha acumulado una larga serie de operaciones copiadas de
las humanas. Por simple y multitudinaria yuxtaposición el robot las contrasta
en tiempos mínimos para seleccionar la o las que coincidan con los objetivos,
también copiados. No pueden crear sus estrategias sino por acumulación y
descarte, método de que disponen en lugar del ensayo y error. Y la astucia
necesaria o el pálpito que siempre participa en la resolución de problemas para
ellos sólo puede generarse a partir de la estadística. Y la lógica de la
estadística es demasiado imprecisa para resolver los problemas que enfrenta el
humano.
El cerebro puede manejarse a
partir de lo indeterminado, de lo que a través del tiempo selecciona como
provechoso para disponer, controlar y dirigir la mente y el cuerpo. Se remite a
la historia vécica, su memoria encarnada, es decir, al sistema actual (de
tiempo presente) de habilidades y posibilidades prácticas que no dependen de la
memoria (en la que el robot se destaca). Por cierto, lo indeterminado de la
experiencia surge de lo determinado, como surge el recuerdo de mediano o de
largo plazo, en tanto vive cada espacio e instante de vida. Pero, de esos
espacios e instantes, de cada uno de los actos y actitudes, de cada intención,
afán, voluntad, así como de cada una de sus posibles derivaciones, buenas o
malas, exitosas o fracasadas, crea, desarrolla y facilita la aplicación de una
autonomía subjetiva, nacida de la experiencia, como la objetiva. Eso no puede
hacerlo la conciencia fundándose solo en la memoria y en la información de los
sensores.
La mente modifica
determinadas situaciones que exigen resolución en su historia de vida. Las
convierte en pautas que se incorporan al sistema de recursos de la inteligencia
de cualquier persona. Estas pautas, y eventualmente en asociación con la
memoria, intervienen en circunstancias diversas en las que concuerdan como
especies de técnicas comprobadas en acciones correlativas y que se desempeñan
recursivamente. No se repite la misma operación, como en una inferencia
retroductiva, y solo surge de la experiencia una nube de probabilidades. Así,
la mente se mueve en la zona más densa de esa nube, la que se aplica con mayor
probabilidad de éxito frente a un problema. Es la confirmación más clara de la
plasticidad del cerebro, de la multifuncional, dinámica y versátil actividad
neuronal.
El sistema nervioso central
se permite producir, fabricar y distribuir en todo el organismo los
“mecanismos” de imaginación, pensamiento, voluntad y conducta a partir de un
estímulo adverso, de un problema decisivo para la supervivencia. La
inteligencia resulta lo suficientemente poderosa como para no desgastarse y
perseverar ante lo ya conocido, aquello para lo que tiene respuestas en caudal
de posibilidades y alternativas. Lo que el robot desconoce es un vacío
inercial; lo que desconoce la inteligencia es una inquietud. Se
dice, sin embargo, que la actividad de la mente pude ser replicada por una
“prótesis electrónica de silicón”, de la cual surgiría conciencia.
7 LA ILUSIÓN DEL TIEMPO
En un ejercicio mental, depurado por la
experiencia, supongo que todas las mañanas voy a esperar el bus en la parada
correspondiente para ir al trabajo. Está en la intersección de las calles A y
B. Después de un tiempo cambio de domicilio en la misma ciudad, por lo que
entonces espero el bus en otra parada, la que está en la intersección de las
calles C y D. La parada AB deja de estar presente para mí, porque estoy lejos
de mi anterior domicilio y en otro barrio, y para mí ahora solo es pasado.
AB sigue estando en su
realidad de siempre, y lo sé. Pero para mí ya no existe, está en otra
dimensión. Si bien puedo ir hasta allí, simular que espero el bus en AB, en esa
esquina ya no hay realidad para mí sino solo recuerdo, tiempo pasado. Sé
también que el presente está en CD, al menos el presente para mí, y que CD
estaba allí, en donde ahora espero el bus, cuando lo esperaba en AB. Tengo
plena conciencia de las tres realidades, pero no puedo ubicarlas en una misma
dimensión temporal. Ahora mismo, esperando en CD también soy consciente de que
hay otras esquinas, otras paradas de bus que bien podrían formar parte de mi
futuro para el caso de un nuevo cambio de domicilio, aunque no tenga la
intención ni sepa en qué otra esquina iría yo a esperar el bus.
Procedo a ordenar estos
saberes de modo tal que no me produzcan un mareo, por lo que dispongo AB en el
pasado y CD en el presente. Imagino un EF que podría ser un destino para mí, es
decir, una esquina eventual para esperar el bus en el futuro. Sé perfectamente
que EF, cualquiera sea, está allí y ahora, pero no para mí, por lo que no es
parte alguna de mi realidad inmediata. Solo existe CD, y me basta con ello; lo
demás es algo que ha pasado o algo aún no llegado. Lo real está en CD, y no
puedo decir que esté en AB o en EF.
Lo que ha pasado y lo que no
ha llegado, ¿qué es? ¿Es tiempo? Lo llamo así, pero, en mi realidad es solo
aquello que ha cambiado o aquello que no ha cambiado. Yo he sido quien ha
cambiado de domicilio y que, como consecuencia, he cambiado en importantes aspectos
de mi realidad inmediata. La ciudad, las paradas de bus, las esquinas, los
barrios no han cambiado, o solo han cambiado en aspectos no relacionados con mi
espera en CD. El bus puede haber cambiado, pero no porque yo haya hecho algo.
Las calles, las esquinas, los barrios pueden haber cambiado, mucho o poco, pero
lo que ha cambiado como resultado de mi comparecencia en el mundo es algo bien
concreto: el domicilio y la esquina en la que espero el bus.
Finalmente, supongo que la
ciudad es el mismo cosmos, el universo entero. En tal caso, yo ya no cuento y
por tanto ya no hay una conciencia que separa los cambios creando dimensiones
temporales. En el universo todo está allí, perceptible o no, y lo cambios no
son cambios en el tiempo sino cambios en sí mismos, en una misma realidad
dinámica y evolutiva. El estado original de una gran estrella, su luz que viaja
en el espacio, el estallido que marca su muerte estelar y la relación de esos
fenómenos con cualquier observador humano, está todo en una misma dimensión que
llamamos dimensión espacial. ¿Existe esta dimensión espacial? La cuestión queda
fuera del presente experimento mental.
8 EN RELACIÓN A LOS SENTIMIENTOS
ESTÉTICOS
(Texto tomado de La humanización del
tiempo, Montevideo, 2015, Cal y Canto, pp. 290 y ss.)
El tiempo vécico no está formado
de momentos ni de lugares en que hayamos estado por períodos cortos o
prolongados. Hay veces y sólo algunas de ellas componen una
realidad que llamamos tiempo. No interesa que hayamos estado en tal lugar hace
tantos años o que hayamos vuelto una vez o diez veces a ese lugar. La
experiencia que hemos recogido de ese hecho no se sintetiza espaciotemporalmente.
Interesa a nuestra conciencia sólo que alguna vez hayamos estado allí, ayer u
hoy, y le interesa que el saber de qué dispone al respecto se consagra a partir
de una referencia indeterminada e innominada que solemos nombrar con la palabra
vez, no a partir del recuento, de la memoria cronológica o de la
narración. Es así, pues, que no interesa el pasado, puesto que todo lo pasado
se constituye en nosotros completamente hoy, a pesar de que no nos damos cuenta
debido a que se trata de un fenómeno que no se corresponde con los sentidos del
cuerpo.
Así como se puede deducir el
saber común a partir de esta evidencia, se puede también deducir la verdadera
naturaleza de los sentimientos estéticos. Empiezan a revelarse como una
orientación dirigida desde un interior gobernado por la experiencia innominada
hacia un objeto sensible, con o sin nombre, figurativo o no, plástico, sonoro o
como fuera. Por tratarse de un proceso de evolución desde lo no elaborado,
masivo y elemental hacia lo elaborado y alambicado, incluye algo fundamental al
sentimiento estético: un afán de superación o elevación, un impulso a
sobresalir por encima del horizonte sensible.
Esta superación resulta algo
semejante a lo que Benedetto Croce llamaba “intuición”; una superación no
exactamente cognitiva sino representativa o expresiva, que se manifiesta en el
ser humano de parecida manera a como se manifiesta el afán de saber. No posee
interés práctico, no se formula ningún porqué ni para qué, y su esencia es en
principio ajena a todo interés relacionado a lo empírico.
El arte capta el proceso no
teleológico de lo vécico, la serie que no tiene final en un momento dado o en
un lugar determinado. Si bien el saber siempre quiere algo, el arte
sólo quiere y da por terminada la serie cuando encuentra la
expresión que refrende los sentimientos experimentados. No es el árbol,
exactamente, aquello que el pintor ha intuido, expresado o representado, sino
un estado mental. Lo mismo se puede decir de la obra de un músico o de un
poeta. Ahora bien, la palabra “estado” nos remite directamente a la
“situación”, a una manera de “estar” de algo.
Por tratarse de un modo de
estar mental, en este caso, el artista apela a una relación experiencial con
aquello que elabora no en el sentido del mundo sino en el sentido de su
relación con el mundo, a través de su vida o de su historia personal. La obra,
pues, viene de un especial trato del interior subjetivo con los elementos que
pueden vincularse a ella, un motivo, un paisaje, una forma real o imaginada, un
símbolo, aire popular, canon de la tradición o lo que sea. No es el árbol ni la
melodía ni el tema ni el argumento sino aquello que ha ocurrido con ellos, con
sus funciones en el espíritu del creador, lo que se sintetiza en el arte.
Se descubre un tránsito que
lleva del fenómeno al concepto. Pero no intervienen en lo estético estos dos
polos que son característicos del fenómeno del conocimiento o del saber a qué
atenerse, sino la dimensión comprendida entre ellos, una “dimensión” o “distancia”
vécica no relacionada con lo temporal y espacial. Es inaccesible a los sentidos
y obra como puente entre el sentir de los sentidos y el sentir del espíritu, si
se acepta decir así. Un puente como el que asociaba Eugène Delacroix entre
el artista y el espectador, un puente que une estadios o estados mentales
diferentes (pero que se unen). Aquello que se deja sentir, entonces, cuando no
es intelectual ni sensible, pertenece al dominio de los sentimientos estéticos.
Pero no se trata, como es común decir, de nada sobrehumano o divino, ni tampoco
de algo interior subjetivo, inexpresable e inasible, sino de algo bien
arraigado en la objetividad primaria de la experiencia histórica. Es diferente
en su manifestación y en su manera de llegar a la conciencia, nada más, como lo
es el sentir que estamos vivos o que envejecemos o respiramos. El sentir estético
está incorporado a nuestro común sentir como lo está el movimiento, el caminar,
el mirar.
Es así, y conviene
reiterarlo una vez más, que en este caso el sentir no se
corresponde con los sentidos llamados del cuerpo más que en su remoto origen en
la experiencia, y que su correspondencia con la conciencia actual radica sólo
en aquello que nosotros hemos hecho con las situaciones, fenómenos, vivencias y
circunstancias de vida. Los fenómenos que hemos desencadenado en medio de la
corriente o fluir de todos los fenómenos es aquello que se corresponde
específicamente con el arte. Es el tiempo que se corresponde con el arte, el
fenómeno reformado. La serie de hechos cronológicamente anterior a toda
vivencia, a toda asimilación y a toda elaboración de nuestra parte, representa
en nosotros la realidad física que reformamos, la contrarreforma de la
naturaleza que siguiendo los pasos de la evolución termina en la inteligencia y
la sensibilidad estética. Esta reforma implica hacer nuestro el
estado de cosas y constituir el estado mental. Así aparece el fenómeno
estético, apenas diferenciado del fenómeno del que se ocupa la ciencia y la
filosofía.
Los momentos y los lugares
son simples bases sobre las cuales constituimos la naturaleza nuestra, aunque
nos mantengamos siempre sujetos a las leyes de la naturaleza natural. El
sentimiento, por lo tanto, es un barro cocido en un interior experimentado evolutivamente,
sometido al propósito de darse una forma y realizarse por sí mismo, en el
escape original de la experiencia. Es, pues, una experiencia de segundo
grado.
Además, y al revés del saber
a qué atenerse y del conocimiento, el sentimiento estético no tiene un
cometido; no se manifiesta en la sospecha o en la creencia. Por el contrario,
carece de voluntad, como pensaba Schopenhauer, y de intencionalidad. Da el fenómeno
como dado. La estética es la ciencia de lo dado, en lo que no
influye la intencionalidad humana, y es también una técnica sin finalidad
práctica. Sin embargo, el sentimiento estético contiene un ingrediente
motivacional que tiende a satisfacer una necesidad subjetiva y particular, con
una historia diferente en cada individuo.
La experiencia de segundo
grado del sentimiento estético no se somete a las leyes de la naturaleza
natural, dentro de los límites de ésta, entre los cuales se manifiesta por un
fenómeno natural como los demás. No se encierra en el concepto o, en todo caso,
genera conceptos ficticios, artificiales, culturales, que forman parte de la
obra de arte. Su fundamental característica consiste en la remisión a un
contenido consabido, sin determinación ni formulación intelectual o racional
pero completamente familiar y reconocible. El arte, cuando es auténtico,
enseguida se hace nuestro y mueve una sensibilidad que es común a la mayoría de
los seres humanos o, en sus especializaciones, común a quienes participan de
una misma cultura y de una misma tradición.
Se puede afirmar que, desde
la época de Nicolás Boileau, en el siglo XVII, la estética ha intentado
responder una fundamental pregunta: qué es lo bello. Él respondía que era lo
verdadero, aunque muchos han criticado esta respuesta y otros de sus conceptos
y valoraciones que se conservan en El arte poético de 1674.
Después de Boileau todas las teorías hasta nuestros días se han desarrollado
siguiendo algún plan de orden lógico, psicológico, científico o filosófico,
acercándose la estética cada vez más a puntos de vista sociológicos. La
estética que no quedó comprendida en los marcos de estas disciplinas, incluida
la metafísica romántica del siglo XIX, que fue la última metafísica
sistemática, fue tildada de idealista.
Pero, como sólo Benedetto
Croce supo apreciar, “la idealidad (…) es la virtud última del arte”. Sólo que
esta idealidad o idea era una noción abstracta que surgía al contraponerse al
enunciado observacional, al concepto, al juicio y al número. No se sabía
exactamente qué era, aunque se sabía perfectamente cómo experimentarla,
sentirla y también incorporarla a la vida práctica tanto como a la teoría. El
siglo XIX es la época en la cual la idealidad alcanza su mayor calificación y
prestigio, que pierde inmediatamente, incluso a finales del mismo siglo.
Tenía razón el polémico
Boileau: el arte es lo verdadero. Hoy nadie con un grado mínimo de cordura
negaría esta afirmación, aunque resulte insuficiente tal como ha sido
enunciada. Lo verdadero no le puede faltar al sentimiento estético, pero lo
verdadero es algo que, por pertenecer al dominio de la idealidad, es difícil de
definir, si no imposible. De todos modos, lo verdadero es algo que está ahí,
que todo el mundo busca o reclama, inasible pero esperanzador, garantía de
todos los sentimientos y de todos los saberes. Y si está en nosotros, nuestra
idealidad, no está en fantasmas ni en entelequias, por lo cual debe tratarse de
algo al menos un poco más definido que la nada.
Se presenta el mismo
problema que se presenta a la filosofía, ¿qué es lo verdadero?, y a la ciencia,
¿qué es verdadero? El arte y su principal noción, lo bello, lleva en sus
entrañas el mismo problema o el mismo misterio. Así, pues, se vuelven a juntar
en el arte lo bello, lo verdadero y el ideal. Porque no se puede concebir el
arte encerrado en lo feo, lo falso y lo material. Hoy día, después de que el
arte en todas sus manifestaciones se ha escapado de mil maneras de los
preceptos clásicos que nos vienen de las culturas más antiguas, después de
haberse liberado mil veces y de haber transgredido todas las normas, métodos,
recursos, criterios, ideologías, gustos y costumbres, ¿acaso se ha despojado de
su búsqueda de siempre, la búsqueda de lo bello, lo verdadero y lo ideal? Sea
lo que fuere aquello que se entienda por bello, verdadero e ideal, los artistas
han permanecido en la misma búsqueda de siempre.
Concluimos, pues, en que
estas tres categorías siguen vigentes en el arte, aunque el arte de hoy sea
irreconocible respecto al viejo. Cada quien entenderá lo que desee por ellas,
pero ninguno las calificará de feo, falso o material. Quien proclama lo feo, y
hay quien lo hace, lo feo es según su criterio una de las tres cualidades que
tradicionalmente hemos llamado “lo bello”, lo que buscamos para satisfacernos,
sentirnos profundos o sublimes, para ser felices, o para lo que sea entre todo
lo que los filósofos del arte y los estéticos han dicho que es lo bello. El
problema se prefigura en cada uno, en su cultura, formación, gusto, medio
social, educación, etcétera. Pero las tres categorías permanecerán agazapadas
acechando al creador, al receptor, al sintiente. Porque están “dentro” y se han
formado por algo, se han dibujado en su persona por razones de vida, de
experiencias, de planes o azares, de ideas idas y venidas, de impactos o roces,
puesto que no hay experiencia humana que no las arrastre indefectiblemente. Lo
bello hubo de ser buscado, seguramente, como la verdad, constituyendo una
aspiración, un principio, un ideal. De manera que, así como no se puede
transferir la experiencia individual, tampoco se puede transferir el
sentimiento estético en individualidades con historias diferentes. Lo
compartido entre culturas, por otra parte, la comprensión, la valoración y
admiración que un arte anterior puede avivar en otro posterior, sólo puede
promoverse a través de un estudio crítico, de una apreciación histórica y
desinteresada, sensible ante la riqueza del arte y de las infinitas
manifestaciones diferentes de la cultura humana.
Hemos dicho que la estética
es la ciencia de lo dado. Ahora, ayudados por Kant, daremos el paso que nos
conduce de la idea de lo dado a la de “lo puesto”. Esto es lo que el
entendimiento pone sobre lo dado. Pero no es posible considerar todo lo puesto,
de modo que, ayudándonos por Xavier Zubiri, daremos otro paso que nos
facilitará la marcha y nos permitirá terminarla. No todo lo puesto nos da lo
verdadero y aun lo que consideramos real, sino sólo algunas “notas” que nos dan
la esencia de las cosas, es decir, lo constitutivo. El arte muestra
lo constitutivo, no otra cosa. No muestra lo constituido, la cosa, la idea, el
sentimiento. Sólo deja intuir cómo se constituye la cosa. Tampoco muestra una
forma de constituirse o un mecanismo, proceso o desarrollo; sólo deja que sintamos
o sepamos, sólo deja el sentir o el saber que se constituye. Este es el plan
del arte, que todo lo hace indirectamente, sin llamarlo por su nombre, sin
indicarlo siquiera deícticamente, sin codificarlo ni disfrazarlo. No se sirve
nada más que de una especie sutil de sugerencia.
9 SOBRE EL CONOCIMIENTO RUTINARIO
En su Arquitectura del cielo Emanuel
Swedenborg (1688-1772) afirma que “los ángeles no saben qué es el tiempo” y que
“en el Cielo no existen los años, los días y los meses, sino ‘cambios de
estado’. Allí donde existen años y días –agrega–, reina el concepto de tiempo;
en cambio, donde existen los cambios de estado lo único que existe son
‘estados’” (Swedenborg, 2004, § 163). Para este teólogo, místico, filósofo y
científico sueco “Es preciso que el hombre sepa que los pensamientos resultan
de carácter más finito y restringido cuanto más dependen del espacio, del
tiempo y de las cosas materiales, mientras que su carácter es menos finito y
limitado cuanto más se liberan de estos conceptos, puesto que entonces lo
mental se eleva por encima de las cosas mundanas y corpóreas.” (ib., §
169,)
“Algunos piensan que solo la
materia constituye al hombre, cuando en realidad es lo más superficial en él
[…] El cuerpo no hace nada por sí mismo, actúa mediante la voluntad. El
intelecto y la voluntad actúan, no el cuerpo. De acuerdo con estas facultades,
el hombre es espiritual.” (ib., § 60) “Si se les dice [a los hombres]
que en el Cielo no existe el concepto de espacio, de la misma manera que en
este mundo, ellos no entenderían, ya que quien piensa limitado por la
naturaleza de este mundo no puede imaginar cosas diferentes de aquellas que
tiene ante sus propios ojos. ¡Pero de qué manera se equivocan aquellos que
piensan de este modo al referirse al Cielo! El Cielo no está determinado ni
limitado y, por esta razón, no resulta mensurable. En consecuencia, no es
comparable en modo alguno a las cosas terrenales.” (ib., § 85)
Si se hace exclusión de los
ángeles, y del Cielo, como han sido descritos por este hombre, es posible que
ninguno de los filósofos más importantes de su época, algo más viejos o algo
más jóvenes (Descartes, Leibniz, Kant), hubieran podido expresarse en total
desacuerdo con estas afirmaciones. Ellos fueron quienes, se podría decir,
fundaron los estudios modernos acerca de esas dos grandes dimensiones de la
naturaleza humana, la interior y la exterior, la mente y el cuerpo. Llámese
alma o cerebro, Cielo o espacio cósmico, medios objetivos o subjetivos capaces
de desentrañar los misterios que encierran esas dimensiones, unos de una manera
y otros de otra, se refirieren a lo interno que capta lo externo, a lo externo
que modifica lo interno y a cómo una u otra de estas dimensiones condiciona a
la otra.
Swedenborg también afirma:
“Todas las cosas que corresponden a la interioridad la representan [a la
realidad terrenal], y por este motivo se definen como ‘imágenes’ o
‘representaciones’. Cuando varía conforme al estado de la interioridad de los
ángeles, se denomina ‘apariencia’.” (ib., § 175) Aun hoy, después de
tanta evolución de la ciencia y la filosofía, no podría menos que prestársele a
estas reflexiones, imbuidas tanto de ciencia como de misticismo, la atención
que merecen. Porque, si se practican ciertas sustituciones de nombres y
conceptos, actualmente no se estaría en condiciones de ir mucho más allá de lo
que ellas significan.
En cuanto se incurre en el
campo de lo psicológico y espiritual, de la actividad de la mente y de los
sentimientos, aun de las conductas, sea en el campo de la ética, de la estética
o de los valores, aun en el de las formas del conocimiento, se topa con el
problema del espacio y del tiempo, asunto determinante en la concepción de
Swedenborg, y también de Kant. “Todos los traslados en el mundo espiritual
ocurren mediante los cambios de estado interior, por lo que cabe deducir que
los traslados son cambios de estado”, pues para los ángeles “no existen
distancia ni espacio, solo estados y cambios de estado”. Con lo que, si
entendemos por “traslados” la actividad que registra la vida mental,
comprobamos que el místico ha compendiado de una pincelada el problema del
conocimiento.
El estado interior de la
espiritualidad que en los ángeles determina el conocimiento, también lo
determina en los humanos. De lo que poco a poco, y ya fuera de toda teología o
mística, la explicación de cada cosa, hecho, individuo, y que en el propósito somete
lo particular a los dictámenes de un orden superior y universal, fuese Dios o
la ciencia positiva, comienza a debilitarse, fundamentalmente en lo que de Dios
y de la ciencia ya se había reflejado en el plano de las ciencias sociales y
los estudios históricos. El plano gira hasta que su reverso muestra cómo lo
superior es determinado por lo inferior o, más exactamente, como el plano de lo
pequeño es el que, por sus cualidades originales e intrínsecas, dispone sobre
el de lo grande. Surge la sospecha de que lo aparentemente simple es lo que, en
cambio, explica lo aparentemente complejo.
Con ello no se llega a negar
a Dios ni a la ciencia y solo se invita a revalorar lo que sin ninguna duda
yace en lo más fermental e incluso aprovechable de las subjetividades incluso
en la práctica. Por lo que empieza a asomar como difícil, pero no imposible de
investigar, mediante las leyes, si las hay, del azar, de la indeterminación, de
la probabilidad que se abroquela en toda iniciativa y en toda espera
esperanzada, en el caos y en el desorden. Se retira la confianza en las rémoras
del Iluminismo, también en las de sus mayores críticos, exploradores de los
sentimientos y seguidores de nuevas y desconocidas rutas descubiertas por los
románticos. Y a la reacción que no tarda en manifestarse de parte de
los realismos y experimentalismos del siglo XIX, también y finalmente
abandonadas en función de los nuevos giros hacia lo impalpable y oscuro,
aquello que no se sabe a qué destino conduce, y que es el rumbo para los
expresionismos y surrealismos del siglo XX.
En el campo de las ciencias
sociales se revierte el cientificismo y el positivismo (Le Bon, Durkheim,
Spencer, el mismo Comte) por un orden inverso de interpretación que, inspirado
en Leibniz y su monadología, se vuelve actual y mesuradamente atendible en
Gabriel Tarde. Algunos pensadores advierten las limitaciones de los
materialismos e historicismos a partir de una chispa que salta de la yesca de
Dilthey y que enciende el fuego en teóricos como Croce o Collingwood.
Algunos científicos,
Poincaré a la cabeza, reconocen el papel que juega la subjetividad en la
ciencia. A mediados del siglo pasado ya era opinión generalizada acerca de la
mutua influencia que se ejerce entre lo genético y la experiencia, el aporte de
los genes y del entorno. Estas novedades contribuyen a aproximar los dos mundos
que los racionalismos habían separado en búsqueda de una definición clara para
el conocimiento objetivo. También, los fenómenos del azar y de la casualidad,
que desafían las leyes de la naturaleza, dan lugar a que se estipulen leyes
también para el caos y el desorden (Prigogine).
La lógica, cuyos rigurosos
principios y teoremas se supone que están en la raíz de la racionalidad
axiomática, se somete a un proceso de innovaciones por el cual se introducen
valores intermedios entre la verdad y la falsedad y que da lugar a las llamadas
lógicas divergentes, de gran importancia en la computación y la electrónica.
Ello responde a una evidencia que se vuelve cada vez más incontrovertible: que
en cantidad de fenómenos, especialmente en el mundo de lo infinitamente
pequeño, los grandes principios de no contradicción, tercio excluso y de
identidad, misteriosamente, dejan de cumplirse. Con lo que irremediablemente
hay que aceptar, al menos provisoriamente, que una cosa puede ser y no ser a la
vez, y que en aun en la realidad macroscópica nada es completamente falso y
nada completamente verdadero.
Bertrand Russell, un pionero
a este respecto, descubre que cantidad de veces las conclusiones y
demostraciones en la ciencia son de una especie distinta a las de la lógica
deductiva. Cuando las premisas de una inferencia son verdaderas (es decir,
correcto el razonamiento), la conclusión es solo probable. Con lo que cobra
gran auge la lógica de la probabilidad y, más todavía, el concepto de
probabilidad como instrumento fecundo en el campo de la investigación
científica. Estas novedades repercuten en las ciencias históricas y sociales.
Estas ciencias necesitan el aval y el respaldo tanto de la lógica y de la
matemática (especialmente de la estadística) como de la ciencia práctica y
experimental. Con lo que logran afianzar una mediación razonable entre el conocimiento
objetivo y el subjetivo.
***
Paulatina y en parte inesperadamente se produce un
cierto desvío de los intereses de filósofos, científicos, pensadores,
psicólogos, sociólogos, antropólogos y etnólogos. Si bien venían cada vez más
plegándose a los principios fundamentales de una ciencia que pugnaba por hacer
valer lo inamovible e indiscutible (al menos en torno a los consensos que ganan
reconocimiento como autoridad del momento), aquello de lo que corrientemente se
avala con el expediente “ver para creer”, ahora se otorgaba cierto crédito a
algunas cosas aun sin que se pudieran ver.
Se inicia una nueva época en
la que alguna ciencia evaluada bajo los estigmas de obsolescencia, carencia de
utilidad práctica, fundamentos susceptibles de subjetividad, empieza a
reconsiderarse. Se debe a una formidable reformulación que de ninguna manera la
debilita sino que, por el contrario, la fortalece, amplía en planos y en
profundidad y, en fin, la humaniza. Se mantiene la inmensa bóveda de
conocimientos sistemáticos, leyes, teorías, conceptos que, como cúpula del
templo del saber gravita sobre los humanos, dirige las investigaciones y sirve
de referencia en cada uno y en todos los problemas particulares e individuales,
misterios y dudas, pero con complementos. Aun, su influjo centenario es el que
gobierna al hombre en su enfrentamiento con la adversidad, pero se resiente
debido a algunas grietas que aparecen en sus formidables pilares. En las bases
de la razón hay algo que no se corresponde con la infinita variedad de
manifestaciones naturales y culturales que se develan y que a menudo franquean
inopinadamente sus fronteras.
La teoría de la relatividad
pone en cuestión la teoría de la física clásica, incluido uno de los problemas
más misteriosos: el del espacio y el tiempo. La física puede explicar con
solvencia cómo es algo, sus cualidades y propiedades y, si bien puede rendir
cuenta de qué tiene o no tiene, qué hace o no hace, cuál es su comportamiento,
le es más difícil o imposible decir qué es. De una descripción exhaustiva la
inteligencia espera siempre una esencia, es decir, que se le diga no solo en
qué consiste sino abierta y directamente sobre algo qué es. Esto no es posible
y hasta no se busca, de modo que la ciencia es siempre un gran marco del cuadro
que aún no ha sido pintado.
Así, la física explica el
cómo es, pero no el qué es. ¿Qué es el espacio? ¿Qué el tiempo? Aunque sin duda
la ciencia es la reveladora de los mayores misterios y la que resuelve los más
grandes problemas, sin embargo y curiosamente no se ocupa de lo que en
filosofía se llama ser de las cosas y que da lugar al “problema del ser” y que,
como todos saben, y aunque se ocupe de eso abrumadoramente y revele maravillas
de las cosas, no resuelve nada. Quizá podría afirmarse que sí, que la ciencia
se encarga también de revelar el qué de las cosas, pero de un qué diferente, un
qué relativo al poder que tienen las cosas de generar otras, de transformarse,
siempre el qué ocurre con ellas, no el qué son. Cuando la ciencia se ocupa de
este qué, de qué son, no hace sino distinguir las diferentes formas que tienen
de ocurrir y de generar otras formas del ocurrir.
La importancia de estos
detalles es enorme y depende de ellos el que se discierna correctamente entre
los designios de la ciencia y los de la filosofía. En cuanto al problema del espacio
y el tiempo, la ciencia se ocupa particularmente de medirlos, sean lo que
fuere, desde que le interesa describirlos como hace un agrimensor con un
terreno. El espacio y el tiempo nos proporciona la objetivad, por lo que ¡cómo
no vamos a estudiarlos! Pero la ciencia no explica su esencia o ser último,
limitándose a describirlos y a dar cuenta de qué pasa entre una descripción y
otra. Aun, haciendo del tiempo, que es intangible e incaptable por los
sentidos, una manifestación imaginaria concebida en función el movimiento de
los cuerpos en el espacio.
¿Y el tiempo pasado? ¿De qué
manera establece una distinción entre el tiempo que se supone es en el que
vivimos, y el que por imaginar que “pasa” o “transcurre” ya no es el que
vivimos y ha dejado de corresponderse con lo vivo? Tampoco la filosofía se ocupa
de este asunto, aunque se justifique por la investigación acerca de las
esencias. La ciencia que estudia lo ocurrido con la humanidad durante ese
“tiempo pasado”, la historiografía, que cuando pone manos a la obra siempre
está en un presente, ¿qué hace para derribar los obstáculos del tiempo, para
saltar las vallas que su “paso” ha interpuesto imponiéndole al historiador la
necesidad de evitarlas o de pasar por encima de ellas apelando a una suerte de
gimnasia intelectual?
Si el tiempo “pasa”, de
cualquier manera, deja una huella impresa que permite seguirle la pista, como
deja la presa al depredador. ¿Es un agujero de gusano por el cual se puede
acortar el paso y viajar al pasado? Claro que no; solo es un testimonio, si bien
en tanto huella, es decir, un documento, palabra que viene del latín docere,
“enseñar” (del cual viene “doctor”, es decir, “enseñado”) y que se traduce como
“enseñanza”, “ejemplo”, “muestra”. Esa huella, y esto es lo que no siempre se
capta, no es un objeto del pasado, puesto que es algo que está en el presente,
perceptible, comprobable. Desde que ha sido impresa por lo que ya no está, se
deduce que pertenece a lo que ya no está.
Lo que produce la huella es
bien claro que ya no está bajo la forma original, pues está bajo otra forma que
se dice que es la forma existente (o presente) en el pasado. Con este decir nos
vemos obligados a flexionar las palabras, a darles un matiz de significado
(llamados “tiempos verbales”), Un matiz con el cual se establece la gran
distinción organizadora y orientadora, la que distribuye la comprensión en el
pasado, en el presente y en el futuro.
Ahora bien, lo que ninguna
ciencia o filosofía puede negar es que la huella es lo que resulta de una serie
indescriptible, inconmensurable, incalculable de cambios, aparentemente
infinita de transformaciones que hoy día se sabe que resultan de las diferentes
formas de manifestarse la energía. La que no se estaciona en un estado único o
unificado sino que evoluciona de acuerdo con un infinitesimal tanto como
descomunal concurso de adaptaciones, flujos y reflujos, desprendimientos
propios que se exteriorizan y otros que se interiorizan experimentados en un
mutuo juego cósmico de excentricidades y concentraciones, y que en a lo último
disponen lo que nos resulta según las apariencias.
Lo histórico es, pues, no lo
que se conserva o se deduce del paso del tiempo sino, a todas luces, lo que se
aprecia sensiblemente en tanto está ahí y solo ha cambiado. La hipótesis del
tiempo, consiguientemente, se hace humo, y deja que se interponga la hipótesis
razonable del cambio (¡oh, Swedenborg!, no te preocupes de atribuir estas
implicaciones solo a los ángeles). Son los humanos quienes en la realidad más
real y aun imaginable están sujetos a los cambios, y a ninguna otra entelequia
concebida por la imaginación, por completo desprovista de pruebas empíricas o
empírico-deductivas. Así, debería volverse al revés el aforismo de
Chateaubriand, “no es el hombre el que detiene el tiempo, es el tiempo el que
detiene al hombre”. Porque, o es el hombre el que detiene el tiempo o,
definitivamente, el hombre cambia, como todos los seres, cosas y hechos.
***
¿Puede cambiar lo general sin que cambie lo
particular? Las condiciones generales de vida de la sociedad, por ejemplo,
pueden cambiar sin que lo registre alguna persona, familia o colectividad. Si
esas condiciones son generales entonces tenderán a ampliarse, pues lo general
es lo que cubre la mayor parte del todo, o tiende a cubrir, aunque alguna parte
no sea afectada. La velocidad de los cambios se encarga de trasladar a la
apariencia la sensación de tiempo largo o corto y, en arreglo a la cantidad y a
la calidad de los cambios, la probabilidad de que no quede parte sin cambiar.
Veamos qué ocurre con la
actividad mental siguiendo la orientación por la cual el conocimiento
privilegia lo particular sobre lo general, opuesta a la tradicional que se
caracteriza por el hábito de someter lo pequeño a lo grande, las condicionantes
de lo general sobre lo particular (la ciencia explica o tiende a explicar lo
que no se conoce; el conocimiento de la galaxia permite explicar la trayectoria
de las estrellas; la física cuántica rinde cuenta del mundo infinitamente
pequeño; lo que se sabe sobre el órgano del corazón no se entiende sin el
conocimiento del sistema circulatorio).
La vida mental deja que la
conciencia se ocupe de los cambios que se experimentan en lo psíquico y en lo
físico. Encarga a la memoria su organización, y ella es la que determina lo
presente o lo pasado, y lo que no es una cosa ni la otra y solo puede definirse
como futuro o como vida probable (o como irreal, imaginario, nunca vivido o
ficticio, etcétera). El tiempo es el reflejo en cada conciencia de aquello que
el individuo ha experimentado o no ha experimentado (inexperiencia), en otras
palabras, lo que es vida vivida, vida en curso o vida por vivir.
Se puede afirmar, pues, que
el curso del tiempo en la conciencia de una persona, la idea de presente y
pasado histórico, se corresponde con los siguientes tres estados de la creencia
que caracterizan la vida psíquica: el estado en el cual sabe que algo o todo ha
cambiado (pasado), el estado en el cual no sabe que hay cambios en el todo
(presente), y el estado en el cual sabe que hay más cambios solo pensables o
imaginables (futuro).
La conciencia, de todos
modos, no distingue los pasos de un cambio a otro sino solo en la medida en que
esos pasos contengan a otros infinitesimales (cuantías), o en tanto generen
determinaciones decisivas para la vida o el mundo (cualidades). La conciencia
resuelve el problema remitiendo lo indiscernible al tiempo, es decir, a una
entidad ficticia a la que atribuye la propiedad del movimiento, propiedad solo
relativa a los elementos que intervienen en los cambios (que no son ficticios
sino reales), y sin la cual, como es obvio, no habría cambios (es impensable el
cambio sin alguna clase de movimiento, aun en el dominio de lo infinitamente
pequeño). Concibe el tiempo, pues, a partir de la dificultad o de la
imposibilidad de discernir los cambios, y asigna calidad y cantidad a las
series de cambios y procesos llamados “hechos”, “cosas”, “seres”.
***
De estas consideraciones se desprende que los
grandes cambios, resulten de su acumulación infinitesimal o del orden
correspondiente a su calidad, constituyen el gran factor que influye en la vida
mental e impacta en los fenómenos psíquicos (representaciones, imágenes,
sentimientos, emociones, pasiones). La calidad de los cambios resulta del grado
de determinaciones o modificaciones con que se impriman en la conciencia del
individuo. Y, fundamentalmente, cuando impactan de tal manera que se trasmiten
por las conductas y modifican la circunstancia de vida o el entorno físico.
Así como el cambio
caracteriza a la vida mental, como caracteriza a la vida física y al mundo,
también caracteriza al principal de todos los procesos mentales: el que se
consolida como inteligencia. Es sabido que se trata de un proceso en el cual
confluyen los genes tanto como las adquisiciones provenientes del entorno
biológico y físico. Aquí solo es del caso destacar cómo funciona el cambio en
la conformación de la inteligencia, entendida como facultad por la cual el
individuo toma conocimiento del mundo y de sí mismo, aprende, piensa de manera
organizada, se cultiva de manera autónoma e independiente, elige y toma
decisiones, elabora sentimientos, se atiene a una ética, desarrolla una
estética, piensa y se mueve en torno a valores, asimila y se adapta a
diferentes situaciones, etcétera, etcétera.
La inteligencia personal
resulta en gran medida de la intensidad con que los cambios internos y externos
impactan a través de la experiencia. Por supuesto, resulta también de los
aprendizajes, de la enseñanza formal o informal recibida y asimilada, de las
habilidades prácticas o intelectuales adquiridas. Sin olvidar que influye sobre
la consolidación de la inteligencia también el orden de los acontecimientos
internos no directamente dependientes de la experiencia externa. Pero solo muy
excepcionalmente, quizá nunca, puede la inteligencia prescindir del contacto
directo por el cual evoluciona, se modifican las circunstancias de vida, la
variedad de las vivencias que se experimentan de diferentes maneras y de
acuerdo con los caracteres, temperamentos, tipos de personalidad, en fin, según
se trate de la clase de experiencia y de la clase de persona, con sus rasgos
individuales de orden mental y físico.
Los cambios resultan
funcionales respecto a una o a varias circunstancias y, a veces, no solo son
capaces de afectar la circunstancia, por ejemplo modificándola, sino también de
fijarse como especies de mecanismos procedimentales, o patrones neurológicos,
que van a sumarse a las habilidades, conocimientos, destrezas, recursos que la
inteligencia despliega ante determinadas situaciones o que reserva para
desplegar ante otras ocasiones o circunstancias cualesquiera. Impactan a veces
de modo que la capacidad de encararse con la circunstancia particular se
imprime como proyección respecto a toda eventualidad, esto es, respecto a
circunstancias de espectro similar o parecido.
En síntesis, es de suponer
que de la infinita variedad de circunstancias en la historia individual,
especialmente de las adversas, la inteligencia selecciona entre todos los
recursos puestos en marcha para resolverlas, superarlas, para de ellas
experimentar el gozo o el sufrimiento, aquellos mediante los cuales puede
lograr cierto éxito o alguna salida airosa. O, a la inversa, para seleccionar y
fijar lo necesario para evitarlas si los recursos fracasan.
Sería interesante discernir
si el procedimiento pertenece al área de la memoria, o está asociado a ella, y,
si lo está, distinguir de qué tipo de memoria se trataría. Habría que explicar
de qué manera esta fijación se convierte en un patrón neurológico funcional,
cómo puede desempeñarse espontáneamente a la manera de los instintos y
habilidades no voluntarias y semejante a los mecanismos parasimpáticos del
sistema nervioso. Y, por otra parte, contestar esta pregunta: ¿se trataría de
una modalidad de la inteligencia que se exonera, al menos en parte, de la
habitual remisión a la inmensa bóveda del conocimiento sistemático, leyes,
teorías, conceptos que, como cúpula del templo del saber, gravita sobre los
humanos y se diferencia del instinto y del ensayo y error? O esta: ¿se puede
hablar de un conocimiento rutinario diferente a lo que hasta ahora se entiende
como saber común y corriente?
10 PARADOJAS DE LA MORAL
El hombre, ¿es bueno o es malo? La vieja
pregunta que responden a su modo Thomas Hobbes y Juan-Jacobo Rousseau sugiere
una revisión de las relaciones entre la moral y el goce. Investigar lo que cada
persona elige como conveniente para el desempeño de la conducta, y también como
promesa en la que el bien se acompaña del goce que resulta de experimentarlo.
Empezaremos por decir que hay personas
consideradas naturalmente malas que, en determinadas circunstancias o bajo el
influjo de algunos estados de ánimo, pueden ser intuitiva o racionalmente
buenas, y actuar en consecuencia. A su vez, diremos que hay personas
consideradas naturalmente buenas y que, en algunas circunstancias o bajo el
influjo de algunos estados de ánimo, pueden ser intuitiva o racionalmente
malas, y actuar en consecuencia.
Relacionaremos este cuadro
con una distinción primordial: lo que se goza y lo que se sufre en todos los
actos de conducta, en toda circunstancia y en los estados de ánimo que sean.
Una acción cualquiera, un acto en el que la persona compromete su integridad
moral y su responsabilidad social y que genera consecuencias para las demás
personas, en general produce gusto o disgusto.
Lo que parece moral o
inmoral en la superficie visible en la cual se desarrollan los actos y las
interacciones humanas, en el fondo se procesa según una variedad multicolor de
pulsiones que poco tienen que ver con la ética, con las normas de convivencia elementales
o con lo que en nombre del bien se espera de las conductas.
Una acción se puede
considerar racionalmente adecuada a una determinada circunstancia, y solo
cumplirse según produzca deleite o aversión. Aun cuando para el sujeto sea
totalmente consciente que en ella se esconde en valor moral determinado, sin
pensar en el placer o en el dolor, de todos modos, se guiará por el placer y el
dolor.
Buena parte de las conductas
se resuelven en el sentido del goce y no en el sentido de lo bueno o lo malo,
aunque lo bueno y lo malo sea lo que conscientemente esté en juego y gravite
sobre las elecciones y las decisiones. Ciertos grados en que se es malo o se es
bueno, en una amplia escala, permiten que se solape algo que en general influye
en lo ético.
La persona puede actuar
según considere, guiándose por la razón, qué es bueno, pero rendirse si
encuentra goce al actuar de acuerdo con lo que sabe que es malo. Las dos
tendencias, llámense natural una y racional la otra, o como se quiera, pujan y
determinan el resultado. Pero sería un error considerarlo como el promedio que
representa la moralidad, un indicador estadístico en el lugar de un juicio de
valor y a partir del cual se define si la persona es mala o buena.
Hay casos en los que el
término medio no es aconsejable para valorar cuestiones de moral prestablecida.
Las conductas se definirían en función de la circunstancia, vez u ocasión; en
la convergencia eventual de hechos, estados anímicos, propósitos e intenciones
solapadas, etcétera. Fundamentalmente, se definirían según la voluntad y en
predisposición a permitirse gozar, o a renunciar voluntaria o involuntariamente
a disgustarse (o resignarse a sufrir), aun cuando exista la conciencia, clara o
borrosa de lo que dicta una moral premeditada o ética.
INSOSPECHADA FUENTE DE LA MORAL
No hay lugar aquí para entrar en el problema de la
naturaleza de la moral, el problema de si en lo innato ya existe la proclividad
al bien o al mal, o si se adquiere o si es inducida o si responde a otro orden
de explicaciones. Solo se supondrá aquí como posible que una cierta libertad de
acción está activada desde el despertar de la conciencia, aun cuando se
distingan claramente las inconveniencias y la adversidad. Se trata de convenir
en que el sujeto, en algún grado al menos, sabe que puede elegir la
conducta que le plazca, pese a que no sepa si de la elección devendrá lo bueno
o lo malo.
Es la posibilidad que José
Ortega y Gasset da como implicada soberbiamente en la inteligencia humana:
“Elegir supone tener a la vista los diversos naipes que es posible jugar: el
óptimo, el simplemente bueno, el que no vale la pena y el que es franco contrasentido.”
(Ortega, 375) Permite sospechar acerca de uno de los sentidos últimos que
gobiernan la conducta, los actos relacionados con la cualidad moral, no
exactamente relacionados con lo útil para la supervivencia (alimento, abrigo,
salud, reproducción, protección). Sugiere esa sospecha la siguiente y simple
evidencia: en la elección en libertad influye la opción que, además de ser
posible, es gozable.
La libertad de elegir, en
tal caso, estaría condicionada, antes que nada y como es obvio, por lo posible,
pero inducida por la necesidad o búsqueda de agrado. Desde que sin la libertad,
garante de la felicidad, no hay goce, el goce se embanderaría con el bien. El
bien, máxima expresión de la moral, orientación fundamental de la racionalidad
y de los sentimientos, se constituiría también por el regocijo y el gozo. La
moral, fueran las que fuesen sus fuentes, se levantaría sobre unas bases
constituidas en gran parte por el agrado o deleite (no, exactamente, el placer,
palabra que se reserva para aplicaciones diferentes).
Se trata de una paradoja,
aunque para algunos no la habría desde que lo bueno puede involucrar
sacrificio, padecimiento, dolor, blandiendo algo más que fundamentos empiristas
de la moral. Pero no se trata del goce ni del dolor corporal o físico sino de otro
parecido, de diferente naturaleza, y que es capaz de envolver el dolor físico y
el dolor espiritual y mitigarlos. ¿Qué clase de goce? No, pues, el de la
comodidad, del bienestar corporal, el placer obtenido de los sentidos; tampoco
el del intelecto ni el estético ni el religioso, goces alimentados por
abstracciones y emociones. Se trata del goce originario que se experimenta sin
que se sepa y que se alimenta de la selección entre todos los goces o
desagrados vivenciados, de una dialéctica personal.
Hablamos de la clase
de goce que se pone al descubierto cuando se oye decir: “a mí me gusta esto”, o
“no, no me gusta eso, me gusta esto otro”, etcétera. Tras esas comunes y
cotidianas expresiones se esconde, además del gusto, de las preferencias, de la
educación, de los influjos de la cultura, una zona lindante con la moral que ha
ido construyéndose en el sujeto.
VICISITUDES DE LO MORAL
Una clase de goce con particulares características
nace como elaboración y síntesis de la clase de goces eventuales, instantáneos,
perecederos, experimentados en infinidad de veces, la mayoría de
las cuales se van borrando de la memoria. Por sobre las exigencias
relativas a la supervivencia, por encima de la búsqueda de bienestar,
satisfacción corporal y placer que brindan la vista, el oído, el gusto, se
origina una clase de goce originado en la libertad de elegir dentro de un
margen de racionalidad y procesado a través de la historia personal.
Conviene insistir en que no
se trata del tipo de goce que juega a favor de la supervivencia ni del goce
inducido por la educación, la tradición, la cultura, en fin, las formas en
que se aprende a gozar como se aprende una habilidad o un
saber. La experiencia influye en la conducta de diversas maneras, y de una de
esas maneras resulta la posibilidad de replicarse. Tal posibilidad obra en
todas las circunstancias que admiten la clase de conducta que se atesora como
más adecuada, beneficiosa, exitosa, posibilidad que se anida en el plano de la
conciencia o de la inconciencia en que se conjuga el optimismo y el pesimismo,
la esperanza y la desesperanza, la complacencia y el desconsuelo.
Lo que es adecuado,
oportuno, benéfico, complaciente, el juego de los valores que se encierran en
lo comúnmente considerado bueno resulta fundamentalmente de una
variedad de consecuencias de las conductas en la circunstancia. Entre otras se
cuentan: las consecuencias de las conductas en una determinada circunstancia;
las consecuencias de las conductas en varias circunstancias; y finalmente las
consecuencias de las conductas en cualquier circunstancia.
Por supuesto, las conductas
generan consecuencias a partir de múltiples factores, y esos factores pueden
resultar determinantes en cualquier circunstancia, educacionales, culturales,
de especialización, relativos a los hábitos, alimentados por la repetición y la
memoria, y varios otros factores. Pero en cualquiera de los casos se activa una
clase de factor que funciona en el desempeño dirigido por la sola iniciativa
personal y apoyado por la clase especial de consecuencias de la conducta
implantada para cualquier circunstancia.
El proceso por el cual se
seleccionan las consecuencias de la conducta para cualquier circunstancia, es
decir, para volver a propiciar las mismas consecuencias, oportunas y
beneficiosas para el sujeto, en otras ocasiones, aquellas que, al menos,
presenten características similares, no es necesario aclarar, es un proceso que
pertenece al dominio de actividad del sistema nervioso central y cuyo detalle
en gran parte desconocemos.
Pero hay algo sugestivo,
semioculto, algo que impulsa a las conductas más triviales y frecuentes, un
orden o plano de conciencia que subyace en todo sujeto. No de la superficie de
la circunstancia ni de las consecuencias de las conductas, sino de lo vicisitudinario.
De la necesidad de ventajas ante el imperio de finitud de la
vida, algo que impele a resolver la circunstancia con miras de consolidar una
aspiración que tiende al infinito. Pues siempre está presente el deseo de
disolver para siempre lo inexplicable, angustiante, penoso, y la búsqueda de
dicha.
Este
sentimiento no solo empuja la inquietud y la curiosidad en los filósofos; lo
empuja en todas las personas. Es más difícil, empero, que lo haga en aquellas
en que no se configuran las conductas para circunstancias eventuales o circunstancias
cualesquiera. En muchas personas no se procesa la síntesis de maneras
de saber a qué atenerse ante lo adverso. Ese saber no
se apoya en la repetición de lo que todas o cada una ha tenido éxito, sino solo
en lo que han dejado como impronta y se activa en toda eventualidad.
No es una de las
formas de comportarse ante la circunstancia, ni de las formas de comportarse
ante todas las circunstancias. Es la sola reacción ante el arbitrio de la
incertidumbre, ante la duda que mueve, más que la certidumbre, toda la
actividad de la mente y que se expresa en las conductas. Especialmente, la
persistencia de un horadar, por parte de la incertidumbre, que obliga
instintiva o experiencialmente a reaccionar como ser consciente o yo, antena
que capta, ojo que ve, intuición que pone en alerta.
En el acto más nimio se
encierra escondido el deseo de permanecer. Todo lo que en él se proyecta hacia
un fin cuenta con la ayuda del nervio de la infinitud, la pulsión de
perpetuidad, la determinación subliminal de eternizar el momento, su faz gozosa
y el deleite en las consecuencias que puede desencadenar cualquier
circunstancia. No resulta sino de la comprobación de la finitud de la vida
frente a lo que se comprueba como infinitud del mundo y del universo.
Qué hago yo aquí es la pregunta filosófica que
acompaña la otra de carácter moral, aunque la primera no pueda
contestarse: qué debo hacer y qué no debo. Es la pregunta de la
moral curricular que domina y dirige las conductas y cuya respuesta implica
siempre un dilema. Y, más que la que siempre se vuelve necesario contestar en
relación con la circunstancia, es la que es preciso contestar para corresponderse
con las demandas de la circunstancia. No es sólo la falta de respuestas lo que
sacude y angustia al sujeto ante la circunstancia, sino saber que no hay
respuestas para todas las circunstancias, fuerza que dirige la ambición de
infinitud.
NACIMIENTO DE LO MORAL
La moral no nace de lo inmediato sino de lo
mediato, de la aspiración a dirigir las conductas de modo tal que la vida pueda
prolongarse en el tiempo de manera satisfactoria. Es la nota que resuena en lo
nunca acabado del debe o deber ser, del debe ser
de tal o cual manera, noción que encierra lo esperable, solo concebible y no
consagrado. Nacida de la comprobación experiencial de lo conveniente o
inconveniente, su dimensión práctica no resulta, sin embargo, de lo conveniente
o inconveniente sino de lo que es capaz de generar lo
conveniente o de evitar lo inconveniente. Esta capacidad o posibilidad de
generar el deber ser es el nexo entre el tiempo finito y el
concebible como de nunca acabar, infinito, universal, inconmensurable.
Lo moral, en puridad, no es
lo bueno y lo malo, que no se sabe bien qué es, sino lo que determina
lo bueno y lo malo según resulte de las conductas y a favor o en
contra del sentimiento o conciencia de finitud de la vida. No es un principio
ni un valor sino lo que se discierne en la experiencia personal. Lo que resulta
bueno o malo en la conducta, en este sentido y como es obvio, no es todo lo que
dicta la experiencia de vida en términos de memoria, sino lo que de ella se
devuelve a la conciencia modificado por su misma emergencia en el mundo. No se
puede ir a buscar la moral en lo que la experiencia nos muestra de la vida,
pues solo se la puede discernir de lo que la conducta genera y modifica en el
mundo.
Ahora bien, la conciencia –o
el conocimiento– de lo perecedero de la vida no implica sufrimiento; solo
es conciencia o subconciencia en un segundo plano. Implica sufrimiento cuando
se confronta con lo imperecedero (o implica, como enseguida veremos, angustia).
La conciencia de lo perecedero de la vida es débil en la juventud y se refuerza
a medida que pasan los años. Es desplazada paulatinamente por una conciencia de
la muerte, y a poco deja de ser conciencia de la finitud de la vida para pasar,
paradojalmente, a convertirse en conciencia de la infinitud de la vida. En
última instancia, la moral no se define por la conciencia de lo finito sino por
la de lo infinito.
No se define de lo finito, y
ello se comprueba cuando se rememoran las diferentes etapas de la vida y
parecen muchas o pocas, se sienten largas o breves, o cuando la totalidad de la
vida parece interminable o, por el contrario, como un soplo. Lo que se siente
no son tiempos largos o cortos sino infinitud o finitud, pues no hay nada que
se cuente o cuantifique. Particularmente, lo largo afirma el sentido, o la
conciencia, de la infinitud. Se piensa en lo que se puede hacer y no se hace, o
en lo hecho que impide lo no hecho, todo envuelto en una memoria sin paredes,
sin compartimientos estancos. La rememoración se realiza en una dimensión en la
cual los límites no tienen significación alguna. En esa dimensión
indeterminada, innominada, en las que las circunstancias ya solo pueden
pensarse como eventualidades cualesquiera, como veces no
necesitadas de ubicación precisa en los tiempos y lugares de la historia
personal, se procesa el saber y el deber ser, así
como el resto de las facultades taxativas, individuales, características de la
inteligencia de cada persona.
La moral, como el saber, no
se define de lo finito. La recuperación por parte de la conciencia de lo que se
hizo o no se hizo, en la marcha imparable en procura de discernir lo bueno y lo
malo, se abre también a la imposición imaginada de una infinitud de la vida. En
la vejez se da la modalidad del “como si”, que escapa a las determinaciones de
lo racional. Se experimenta el goce derivado de un sentimiento insospechado: el
de una virtual prolongación de la existencia en el tiempo infinito.
Aparecen señales de un nuevo
e inusitado camino, el camino metafísico de lo imponderable, inefable e
inconmensurable. No es nada extraño en una época como la actual en que la
ciencia no termina de establecer límites para el universo, el conjunto de las galaxias,
el de los conjuntos de galaxias y, quizá, de una multitud de singularidades
cósmicas originarias de una multiplicidad de universos.
Lo moral, pues, empieza por
volverse definible en tanto derivación de lo que, sensible ante lo racional, se
envuelve quiérase o no en lo gozoso, y lo gozoso en el sistema de defensa
contra el sentimiento de finitud –y miedo respectivo. Paradójicamente, no
hay otra opción fuera de encaminarse por lo inexplicable, esotérico, misterioso
y según los caminos converjan en una constelación de interpretaciones sobre lo
bueno y lo malo, lo finito y lo infinito. O por lo que dicta el antiguo
sistema a priori de valoraciones y sentimientos, de
subjetividades y objetivades insertas en el desenvolvimiento de las conductas.
Es Søren Kierkegaard quien
atribuye al hombre la aspiración de eternidad sin la renuncia a la
temporalidad. El sujeto “consigue, mediante la libre sujeción a normas y el
hábito moral, vivir en lo intemporal sin dejar de percibir las horas del reloj.
El individuo no ha abdicado de su aspiración a lo eterno, pero se dispone al
mismo tiempo a asumir el vínculo con lo temporal.” (Bilbeny, 528) Hemos dicho
que la libertad nos permite y nos impulsa a elegir. Pues bien, según
Kierkegaard, la elección puede orientarse de acuerdo con tres grandes
direcciones, que llama “etapas”, y que no son períodos cronológicos de vida
sino prioridades o, definitivamente, elecciones: etapa estética,
etapa ética y etapa religiosa.
“Lo eterno se expresa en
este estado del individuo [la etapa ética] con su apuesta por lo universal e
incondicionado, por la ley de la moralidad.” (Ib., 528) Lo moral, como
lo estético y lo religioso, implica “un estilo de vida propio” (ib.,
537) que es buscado sin poner condiciones al propósito de libertad. El
individuo, pues, se elige a sí mismo y, al elegirse, “confirma también su
libertad”; “el hombre es antes que nada libertad” (ib., 539).
“La libertad que es el
hombre hace que éste viva siempre en la posibilidad, no en la
necesidad. La forma, en él, de la posibilidad es cada alternativa elegida
libremente. Eso abre paso a una metafísica de lo posible. La
existencia individual, la elección de sí mismo, está constituida por lo posible
[…] En cualquier caso, en la posibilidad y su actualización se juega el hombre
entero. De ahí el sentimiento de angustia, su lado de sombra, que acompaña a
toda elección. Angustia es el temor a la vez que el anhelo de ver realizado lo
posible y de ver, en última instancia, lo posible mismo.” Hasta se podría decir
que “hay un momento en la vida que es el punto cero de la existencia,
y en el que encontramos hasta satisfacción en ser un simple ‘quizás’, una mera
‘posibilidad’ de esto o lo otro” (ib., 540).
DESARROLLO DE LO MORAL
La libertad de elegir está condicionada por lo
posible y, en el terreno de la moral, lo bueno y lo malo se confunden con lo
posible y lo imposible (o, mejor, no posible): autorizado o prohibido,
obligatorio o no obligatorio. Sus fronteras son las normas, reglas y
prescripciones fijadas por la costumbre que rigen o buscan regir las conductas.
Es la parcela diríase científica del terreno de lo moral: ética y
jurídica.
A los efectos de la moral,
pues, la libertad es más amplia que a los efectos de la ética. El conjunto de
reglas de la ética “no debe pretender abarcarlo todo y que lejos de querer
exagerar la extensión de su esfera debe ella misma trabajar por limitarla. Es
menester que se someta a decir con franqueza: ‘consultad vuestros más profundos
instintos, vuestras simpatías más vivas, vuestras repugnancias más normales y
humanas; forjad enseguida hipótesis metafísicas sobre el fondo de las cosas,
sobre el destino de los seres y el vuestro propio; estáis abandonados, a partir
de este momento preciso, a vuestro self-government.’ Esto
es la libertad en moral, que consiste no en la ausencia de toda regla, sino en
la abstención de la regla científica siempre que no puede justificarse con
suficiente rigor. Entonces comienza la parte de la especulación filosófica que
la ciencia positiva no puede suprimir ni suplir por entero.” (Guyau,
7)
Así queda delimitada una
“moral sin sanción ni obligación”, esto es, fijados los límites de la libertad
cuando la conducta invade el terreno de la moral. Allí están las reglas a
cumplir, de modo que ¿cuál es la moral sin sanción ni obligación? Si bien hay
límites bastante precisos establecidos por la regla “científica”, ¿cuáles son
los límites cuando la regla no se puede justificar “con suficiente rigor”? Se
distingue, en primera instancia, que las reglas positivas no son invariables,
ni en lo que se refiere a obligación ni en lo que se refiere a sanción, y que
las concepciones no positivas, idealistas de lo moral, solo pueden suministrar
reglas “a título puramente hipotético y no asertórico” (ib., 8).
Es necesario, pues, someter
a cuidado toda regla que se imponga a priori como definitiva
y, en consecuencia, apelar a los hechos que puedan justificar
las conductas morales (ib., 92). Hay que considerar que toda regla o
prescripción ética no es abstracción pura, despojo aislado de los hechos, sino
“condensación” de esos hechos en su estado de máximo desarrollo y
conflictividad. Ese atenerse a los hechos implica considerar el placer más
como una consecuencia de la encarnación de los hechos, en tanto ética, que como
principio. El placer “profundamente vital, más independiente de los objetos
exteriores”, es bien diferente del “puramente sensitivo” (placer de beber,
comer, etc.). El primero “tiene una importancia superior”, pues “no se obra
siempre para perseguir un placer particular, determinado y exterior
a la acción misma, a veces se obra por el placer de obrar, se vive por vivir,
se piensa por pensar” (ib., 100).
La ética romántica es un
buen ejemplo del “placer por el placer”, y oscila entre polos que parecen
querer distanciarse cada vez más. Como un péndulo, la ética sobrevuela el imperativo
categórico de Kant, que se apoya en la razón. La oscilación, a pesar
de su frivolidad, no tiene otro propósito que embellecer lo cotidiano y
procurar que todo resulte igualmente reconocible, labor fundamental de la
poesía: “el arte de mostrarse ajeno de manera atractiva, el arte de alejar un
objeto y, sin embargo, hacerlo conocido y atractivo” (Novalis, citado por
Hauser, cap. VIII).
La ajenidad resulta del
distanciamiento del objeto, por el cual nadie se afana más que el romántico:
“Toda obra de arte es una visión ensoñada y una leyenda de la realidad, todo
arte coloca una utopía en el lugar de la existencia real, pero en el
Romanticismo el carácter utópico del arte se expresa de manera más pura e
inquebrantable que en parte alguna.” (Ibidem) Hay en el hombre, dice
Shelley, “un principio que obra distintamente a como ocurre en la lira, y
produce no sólo melodía, sino también armonía, por el acuerdo interior de los
sonidos y movimientos así excitados con las impresiones que los excitan”
(Shelley, 27).
Ese principio es un
principio ético, además de o, quizá, en combinación con el estético, principio
que representa el gran secreto de la moral aun fuera del plano del arte:
“Dobles son las funciones de la facultad poética: por una parte, ella crea
nuevos materiales de conocimiento, de fuerza y de placer; por la otra, engendra
en el espíritu un deseo de reproducirlos y disponerlos con arreglo a cierto
ritmo y orden, que pueden llamarse la belleza y el bien.” (Ib., 66) La
norma ética de los románticos es de origen subjetivo y ha sido dictada por
elección íntima del camino a seguir en ejercicio de la libertad de elección.
Lo relativo al bien y al
mal, según se desprende de las reflexiones apenas esbozadas aquí, y que se
acompañan con algunas de las más representativas corrientes de pensamiento al
respecto, Kant, Kierkegaard, Schopenhauer, los románticos, Guyau, y que encarna
en las conductas, no tiene mucho ni poco que ver con las prescripciones, con la
ciencia positiva, es decir, con las categorías abstractas e inamovibles legado
de la moral heredada de la tradición. Tiene que ver con muchas otras cosas,
pero, en un nivel de importante inducción, el gozo.
Se debe distinguir, aun,
entre placer, concepto invocado con la mayor frecuencia por los
filósofos morales, del gozo, concepto en general apelado aquí y
usual entre estéticos. El gozo, en este último sentido, se vincula
a lo que es común llamar “gusto”, en el sentido que se puede encontrar como
ejemplo en la obra de Levin L. Schücking, El gusto literario (v.
Bibliografía). El placer nos parece relativo a los sentidos; el gozo al
espíritu y, si no a las esferas de los sentimientos más altos, al menos, de los
que, algo más bajos, siempre se despliegan en el espíritu.
LO MORAL Y EL TIEMPO
Se puede concluir que lo moral no se relaciona con
el espacio y el tiempo exclusivamente, es decir, con lo concreto de la vivencia
en sus más íntimas determinaciones que influyen en los valores y en las
conductas. Así como tampoco se relaciona solo con los estados de conciencia
sobre los cuales influye la información que provee la memoria. En el cruce de
lo moral y lo ético, queremos decir, allí donde se rozan la libertad de
elección y el influjo de la moral establecida por la tradición (y que determina
lo ético en la historia), se cruza algo más.
Se cruza la historia
individual torneándose en el mismo eje. Pues lo histórico, en que se traduce lo
moral en tanto ética o acervo ancestral y consuetudinario de lo colectivo, no
llega nunca a instalarse en la conciencia como fuente única de lo moral. El
individuo se parecería así a una máquina alimentada solo por el tiempo, base de
datos que serviría a un programa de computación. Hay una “historicidad” del
individuo como se cree que hay una “historicidad” general o filogenética, es
decir, una ontogenia de lo moral.
“La vida individual es una
totalidad en curso indefinido de formación, que no se integra jamás de manera
definitiva, no es nunca una totalidad conclusa ni de hechos aislados, ni de
hechos entrelazados, ni de ambas cosas a la vez. El pasado se reelabora de
continuo en función del presente y del futuro, desaparecen elementos de su
contenido y afloran otros cuya presencia no habría sido inteligible antes.
Cambia, además, el sentido de sus contenidos, que varían en cuanto a su ser y
su valer”. Pero ¿qué es concretamente esa “totalidad”?
Esa totalidad “es, en el
mejor de los casos, el todo de los hechos salientes, de lo de alguna manera
relevante, sin perjuicio de las reelaboraciones posibles; no es ni el todo de
los instantes sucedidos, ni el todo de lo sucedido en esos instantes. Cualquier
relato que se haga no ya acerca del pasado de alguien sino acerca de un hecho
de ese pasado, se realiza necesariamente de tal manera que se configura una
situación global, enmarcada entre ciertos límites de tiempo, pero que es otra
cosa que el tiempo mismo, aunque sea fechado según éste. Si el pasado que
constituye la historia de alguien coincidiese con su pasado temporal formarían
parte de su historia todas las veces que tomó té, cuándo y cómo y dónde y con
quién, con qué concentración y temperatura y qué clase de té, y cuántas y
cuáles fueron las palabras que cada una de esas veces dijo y oyó, y los gestos
que hizo, y lo que quiso decir y calló y lo que quiso hacer y no hizo; para
cada una de esas ocasiones sería más que insuficiente la morosa descripción de
un Proust.” (Sambarino, II-III, 5-15)
“Históricamente
hablando, el pasado es selectivo. Pero lo que así lo integra no es un conjunto
de hechos elegidos que permanezcan aislados y dispersos, se sucedan y acumulen,
indiferentes los unos a los otros; la selectividad expuesta es integración
organizada. Hay una estructuración del pasado, y es en relación con ella que
debe estudiarse la selectividad que consideramos. Determinar el cómo y el
sentido de esa estructuración es una etapa que presupone describir, aunque sea
parcialmente, la pluralidad de perspectivas desde las cuales se cumplen
selecciones diversas.”
“Existen hechos de
carácter público, como ciertos documentos, por ejemplo, el certificado de
nacimiento, o el diploma de estudios, que otorgan especial relevancia a la
historia individual. Otros hechos no se constituyen en documentos, pero
adquieren notoriedad, y por tanto relevancia, para bien o para mal del
individuo […] El sentido de un comportamiento es inseparable del valor que se
le atribuye, sea en cuanto medio, sea por el fin al cual tiende, sea por lo que
muestra en el agente que lo realiza, sea por sus repercusiones y consecuencias.
De este modo un ser es inseparable de su valer.”
Lo que resulta válido
en el “ahora” es relativo, pues “no hay conciencia de un ahora con
independencia de las dimensiones de lo sido y de lo que será; de otro modo
tendríamos instantes sueltos que, por inconexos entre sí, no podrían ser
comprendidos como referidos a una misma existencia. La conciencia, de esta
manera, trasciende el instante, con lo que establece su manera de otorgar un
valor en cuya instauración participa todo el ser, más allá del tiempo
circunstancial y cronológico.” (Ib., IV) La conciencia distingue el
pasado, el presente y el futuro en base al “valer de sus contenidos”. De lo
contrario, “no habría diferencias en la temporalidad” y “lo dado sería mero
espectáculo, sucesión pura y simple de lo axiológicamente indiferente, y la
conciencia del tiempo quedaría abolida.”
Cada individuo humano
se conduce de acuerdo con lo que considera adecuado en circunstancias
determinadas. La experiencia le facilita lo necesario para aplicar lo más
conveniente en la ocasión. Dispone también de la facultad de activar lo que a
través de la historia personal ha resultado selecto y asimilado y puede generar
conductas adecuadas en cualquier clase de circunstancia. Le ha guiado el
sentido común, el ensayo y error, la intuición, la razón, etcétera, en vistas
de discernir el beneficio de lo bueno y el perjuicio de lo malo.
Pero también le ha inducido,
con mayor o menor intensidad, la expectativa de gozar los resultados,
cualquiera fuese la conducta elegida. La posibilidad de disfrutar la vida, como
de sufrirla, no solo depende de lo bueno o lo malo que pueda presentar la circunstancia.
Depende también de lo que se promete como prosecución, prolongación, dirección
en el sentido de lo que parece seguir direccionándose sin cesar. Lo bueno y lo
malo se presentan como las principales señales que amojonan el camino de las
conductas, que en el mejor de los casos garantizan la promesa de
felicidad.
11 EL SISTEMA DE SEDUCCIÓN SOCIAL
Conciencia perturbada
Se ha hablado mucho de la enajenación, de la alienación, hasta de la neurosis
colectiva, y del fenómeno por el cual el individuo deja de ser persona y se
acopla a un estereotipo que proviene de la estandarización de lo humano. Es un
fenómeno que en parte se debe al empeño de la gran industria y del comercio por
aumentar los beneficios de las ventas, para lo cual se vale preferentemente de
la propaganda y de otros medios versátiles y pegajosos que se instalan en la
sociedad y se apoderan de los gustos que se arrastran hasta ser adoptados como
costumbre.
Nos preguntamos, sin
embargo, por qué hay personas que se mantienen en su sí propio, en un personal
perfil en el que se defienden ideas y se sienten las emociones con colores
auténticos y hasta novedosos. No les hace mella ese fenómeno que parece alcanzar
a la mayoría. La ingeniería social ha diversificado bastante sus estrategias,
divulgando tipos diferentes de gustos y estilos de vida de modo de llegar a una
clientela más amplia y popular. Ofrece estereotipos ficticios y diferentes para
cada tipo real con una específica gama de tentaciones y sugerencias atractivas
y a la moda. Sin embargo, hay personas que no son alcanzadas por estos
disparos.
En todos los casos parece
que se busca interceptar las inclinaciones por vías diversas, familiar,
educativa, ambiental, de la tradición, los hábitos y las formalidades de la
interacción y la convivencia. Pese a todo, no es algo que la mayor parte de las
personas tenga demasiado presente o sienta como influjo que llega por infinidad
de plataformas comunicativas, laborales, profesionales y también de dispersión
y juego.
INCULCACIÓN DEL DESEO
La ingeniería de la comunicación y la propaganda se infiltra desempeñándose
como una presencia normal, apenas sentida como extraña. Una impostación a la
cual nos acostumbramos fácilmente como lo hacemos con cualquier utensilio de
uso doméstico, una mascota de la casa o un sillón, inofensivos, invisibles,
partes de nosotros mismos. Y sería difícil encontrar a una persona que
admitiera sentirse enajenada, al menos sensibilizada por algo fuera de lugar
como este fenómeno. Porque ya somos parte de la maquinaria mercantil, no solo
como consumidores sino como agentes de propaganda, como verdaderos
representantes de sus fines últimos, como trayecto y también como destino.
El territorio subjetivo es
la conquista última de la seducción mercadotécnica y su bastión final. Inculcar
un deseo, despertar un interés, seducir e incluso embaucar ya no es una acción
que se realiza a distancia, porque se resuelve en el mismo lugar. El lugar ya
es una fuente de energía y de propagación del sistema de seducción, porque ha
adquirido, adoptado y desarrollado sus objetivos, sus modalidades, su color y
su sonido, sus lugares comunes concebidos para lograr determinados fines
lucrativos. No es solo el autor el responsable de esta consagración
empresarial, porque lo es igualmente aquel a quien se le ha dirigido desde el
comienzo la batería de sugerencias.
El paseante se ha
introducido en la vitrina del comercio, se ha dispuesto a servir de
intermediario incondicional; quizá no se ha vendido, pero ha sido comprado en
su ser degustativo, placentero, gozador, acomodaticio. Se ha logrado una
sociedad perfecta. Nadie admitirá, salvo en casos de clara naturaleza
delictiva, que es víctima de la multifacética lluvia de tentaciones que
conducen a ajustar las preferencias y las conductas de acuerdo a un modelo
inventado para ser consumido masivamente. Será difícil encontrar a quien sea
capaz de rehusarse a este servicio extraordinario, que sea consciente de que es
su imperceptible cautivo y víctima en potencia. Por lo demás, es aparentemente
inofensivo porque no “pega”. Solo “asalta” sin hacer daño físico, con alguna
violencia emocional, a veces fuerte (visual, sonora, repetida hasta el
cansancio, impertinente), pero sin matar por fuera sino por dentro y
lentamente.
DESEOS SOLAPADOS
El problema tiene su origen en dos fuentes que es preciso estudiar. La primera
es la característica estructura, si se la puede llamar así, de la modalidad
civilizatoria imperante en el lugar y en el momento. Nos referimos a la trama
de las costumbres que está por debajo de cualquier moda o formas de seducción
social, red tejida con hilos políticos, ideológicos, económicos, religiosos,
estéticos y éticos, y en los que se enreda el mismo sistema de seducción,
aunque no lo sepan o simulen no saberlo sus más conspicuos estrategas.
La segunda tiene que ver con
algo inherente a la subjetividad profunda. No al individuo en su momento en el
tiempo, en su circunstancia particular, como representante de una época
determinada y habitante de un lugar geográfico específico, heredero de un destino
azaroso y dueño de una suerte cualquiera. Nos referimos a la subjetividad
profunda de la persona en tanto realización consagrada de una historia
privativa, vicisitudinaria, experiencial y emocional que ha terminado por
construir un carácter, un temperamento, una moralidad y valores, una
racionalidad en funciones, en fin, una inteligencia determinada.
Pues bien, esta construcción
personal es el objetivo principal del sistema de seducción; no, precisamente,
lo circunstancial, lo pasajero, relativo a la edad, al sexo, a la condición
social y económica, todo sujeto a cambios, modificaciones, maduraciones,
accidentes. Se trata de que la seducción funciona como si quisiera asentarse en
lo imperecedero.
Para modificar en sus
cimientos la marcha de las preferencias sociales, que son las que determinan la
adquisición de objetos y el consumo, es preciso antes modificar las de los
individuos en su fuero interno. Si al principio el sistema de seducción apela
al objeto deseado, o que comienza a desearse a partir de la oferta novedosa,
luego se perfecciona cualitativamente. Descubre que tiene que ir a lo subjetivo
y decide descuidar el objeto y apelar directamente al sujeto de la seducción.
Esto es, influir sobre los estados de beneplácito, comodidad, felicidad
material, todo para lo cual hay una mercancía a propósito.
Apela así al entorno en el
cual objeto y sujeto se unen en feliz fraternidad, comparable o que se quiere
comparar en esfuerzo estratégico con el sentido último de la vida. Advertir esa
forma o modalidad de la trama civilizatoria de la sociedad de consumo, volver
consciente el edificio personal levantado por la historia vivida, impresa en el
fuero íntimo, son los dos ejercicios mentales y espirituales que realizados
pueden explicar cómo se alcanza la autonomía respecto a la masificación
cultural.
Pero es fácilmente pensable
y difícilmente ejecutable. No solo porque no hay motivación suficiente para
intentarlo, dada la mecánica y casi general aceptación de la oferta, sino
también porque no hay modo de hacerlo mediante algún artefacto adquirible capaz
de realizar semejante limpieza. Debe consagrarse con imaginación y
solitariamente. Estar al tanto de cómo se ha llegado a ser lo que se es, de la
figura establecida históricamente por experiencias y reflexiones de la misma
persona, es más difícil aun que advertir la injerencia del sistema de
seducción.
EL FONDO DEL RECIPIENTE
Parece vedado a la conciencia poseer el conocimiento de cómo se ha llegado a
construir una facultad para resolver problemas inesperados, saber a qué
atenerse ante toda circunstancia de vida, disponer de la alternativa del
pensamiento autónomo, cuando es necesario aplicarlo con oportunidad. Es difícil
porque estas facultades se poseen como se posee el instinto, las habilidades
naturales o genéticas. No es solamente operativa de la instrucción recibida, de
los conocimientos trasmitidos, de la enseñanza directa o formal, sino de la
obra resultante de la vida, del curso de la experiencia. La experiencia es la
fuente no solo de las capacidades objetivas, de la facultad de una inteligencia
de orden empírico, concreto, sustancial, sino también de la subjetividad, aun
de la fantasía y la ilusión.
El sistema de seducción
social, la ingeniería comunicacional de la persuasión, el hechizo y el coqueteo
subliminal de la semiología y del simbolismo del mercado de bienes de consumo
ha encontrado la manera de vulnerar ese mundo subjetivo erigido y perfeccionado
por la historia personal. Si no es fácil que el mismo individuo lo vuelva
consciente, el sistema de seducción lo ha presentado bajo una prefiguración
promedial. Con el propósito de ir a la fuente, este sistema ha forjado una
imagen ideal del ser humano conviviente, investido de todos los atributos
recompuestos con propiedad bajo la forma de la mercancía. Queda bajo esta
sombra también la fe, los más caros sentimientos religiosos, sea la que fuere
la manera de ser profesada. Es solapada, arteramente sustituida por una fe
utilitaria, mundanal e intrascendente.
El paradigma (o
parafernalia) de la seducción ha creado un ser humano modelo cuyas
características aparienciales responden a los quereres, afanes y ambiciones de
un prototipo exclusivo. No se trata de cualquier prototipo sino del que ha sido
deducido de específicas y finísimas observaciones a través de encuestas,
estudios de mercado, estadísticas y otros medios por el estilo. Seducida, la
mayoría de personas busca la adopción de ese prototipo, fácilmente adherible y
asimilable (porque no ofrece esfuerzo ni sacrificio), como ideal personal. Y
son unos pocos los que logran escapar de ese circuito envolvente que empieza
afuera y termina adentro.
Se trata, pues, de lo que
debe ser investigado en un plano que está más acá de lo que comúnmente se
entiende como social (sociología) y más allá de lo que se entiende como
psíquico o mental (psicología). Porque se trata de algo relativo a un plano
complejo que involucra funciones y actividad vital que rebasa el espacio y el
tiempo. Es el dominio en el que las bases de la personalidad descansan en un
fondo de experiencia vital casi indestructible, en condiciones de actuar bajo
cualesquiera condiciones de existencia y del entorno.
INGENIERÍA DE LA SEDUCCIÓN
El objetivo número uno de la seducción es que su mensaje pueda interceptar esta
actividad liminal de la conciencia humana. No la acción sobre lo ocasional, la
situación de larga o corta data que funciona como trama emocional del
individuo, sino algo más entrañable. En esto radica el secreto de la nueva
ingeniería del consumo, no de toda, quizá, sino de la más avasallante, de mayor
alcance y penetración en la actividad cotidiana, deportiva, laboral, lúdica, y
en el plano de los sentimientos estéticos, morales, religiosos. Es una consigna
sin duda convertida exitosamente en un hecho, vinculada a la mil veces
denunciada de enajenación o alienación de las masas.
El individuo inserto en el
espaciotiempo que le ha tocado es solo una realidad vulnerable, que se
corresponde subterráneamente con el estado de cosas del todo diferente que
subyace en su conciencia. Su interioridad profunda es relativamente contigua a
la realidad objetiva, y juntas no configuran una unidad indivisible. Pero lo
externo no es lo que define la dirección última que sigue el sujeto en su
involucramiento social. Por más que la circunstancia sea “sentida” como real,
indiscutible, verdadera, “tocable”, de todos modos, sólo es otra
“circunstancia” la que contribuye en la construcción y en el desenvolvimiento
de la personalidad a través de la historia personal.
Por lo que no hay seducción
que pueda disolverla y volverla dependiente si la historia personal ha
reaccionado con independencia ética y en función de valores, gustos,
preferencias selectas. Para una personalidad así configurada, buena parte de la
pantalla en que se contempla y siente la sociedad, y que inyecta un fuerte
influjo, resulta pura apariencia, fantasía, ilusión. No una ilusión de la
persona sino una ilusión ajena que eventualmente ha sido asimilada como entorno
real.
Esta realidad social
prefabricada domina el panorama de la cultura y resulta de las fuerzas
originales de la seducción. La mayoría de personas parece acatar sin
miramientos tal influjo e incluso lo adopta como fuente de la propia
orientación en los gustos. Así, cincela el rasgo fundamental de la época en
materia cultural y consagra el curso de una realidad artificial y teledirigida.
En este implícito pacto entre el nuevo amo y el nuevo esclavo descansa la
sociedad actual definida por el mensaje, los medios convertidos en mensaje y la
seducción.
12 AL PRINCIPIO ERA…
“Al principio era…”. Quiso decir Nietzsche
quizá que “era” es una palabra perteneciente al vocabulario de la ilusión. La
historia en general, y en particular respecto a la persona humana, tiene toda
su cabida en un nombre; los verbos son propios de la predicación.
Agrega Nietzsche: “Exaltar, magnificar los
orígenes en una especie de retoño metafísico que se repite constantemente en la
concepción de la historia y nos hace creer que ‛en el principio’ de todas las
cosas se encuentra lo que hay de más valioso y más esencial.” (El viajero y
su sombra, 3) Porque la historia entera, colectiva o individual, está en la
palabra vez, una palabra que es florilegio, fragor y relámpago. Es el
nombre de una dimensión, la única que importa si se quiere concebir una idea
acerca de la vida consciente. Es la palabra que utilizamos aquí para crear una
idea de la vida que no termine en un puro esquema, en rigidez conceptual. Que
actúe como si fuera una brújula del conocimiento y una dirección de las
conductas, los actos y la voluntad. Las otras dimensiones son necesarias,
indudablemente, pero sólo para vivir, mientras que la vez es necesaria
para entender el vivir, lo que es imprescindible tanto como vivir.
No es sólo el nombre de un
hecho eventual o de varios hechos cualesquiera que permiten referir lo que no
viene al caso como hecho sino como aquello que permite significar (“alguna vez
anduve por esos lugares”, “había una vez un príncipe”, etcétera). No importa en
cuanto al espacio y al tiempo: es el mismo espacio y el mismo tiempo en una
sola y única realidad, porque no hay realidades esparcidas por el pasado y el
futuro, que son virtuales (la virtualidad original de los sentidos
constructores de imágenes).
La realidad es la vez,
no por ser la realidad última, primera o intermedia, sino por ser la única
realidad que puede explicar lo humano en su esencia, si la esencia es a su vez
una noción comprensible. Es vez por revelarse en ella, juntas y sin ilusión,
las dimensiones que la idea de temporalidad despierta en las representaciones.
Es Bergson quien definitivamente distingue entre la ilusión del tiempo y la
duración (El pensamiento y lo movible). Pues no está en ninguna de las
veces sino en una sola, la que puede llamarse vez sin
especulación arbitraria o exagerada. Si bien las veces son las propiedades
atribuibles que sugieren las condiciones biológicas o no biológicas de la vida,
la vez es la que contiene todas las propiedades.
Cualquiera de las veces
muestra alguno de sus aspectos, de la historia, de su complejidad, de su
vicisitud, de sus individualidades o particularidades, de sus evoluciones y
altibajos, de los turnos que ocuparon las cosas y los hechos. Pues, no se trata
de la fugaz realidad del momento sino de la realidad de lo fugaz de la vida. Lo
fugaz es el problema, y no la vida. La vida es esto que está a la mano de los
sentidos, la fugacidad es lo que está distante, fuera de lo asible. La vez es
una constante universal nietzscheana parecida a los seis números de Martin Rees
(Seis números nada más), y es lo que quiso decir con alguna oscuridad
Derrida con la diferancia, (Márgenes de la
filosofía). Si se apreciara la vida como una lógica, sus constantes serían algunas
de las veces mediante las cuales se posibilitarían todas las operaciones, sus
hechos, sus vicisitudes.
Lo que importa está adentro,
afuera está lo demás, las veces que no importan, la vecería, el vicariato, lo
que hace las veces de lo que es, incluso lo viceversa o “alternativa inversa”
(Joan Corominas), es decir, lo que corresponde a lo vicisitudinario. No hay
nada que importe en cada una de las veces. En la vez la realidad es
representada por la única relación intemporal, no origen ni final ni punto
medio y sólo relación completa, al menos la relación más completa
(recapitulación, esqueleto, prontuario) de todas las operaciones posibles
correspondientes a las coordenadas espaciotemporales.
Todas y cada una de las
veces se ordenan en relaciones disyuntivas o conjuntivas y de alguna manera se
implican y coimplican, se niegan a sí mismas o entre sí, se identifican o son
distintas, se repiten o son diferentes. La relación total es la vez, pero no se
puede expresar como se pueden expresar cada una de las veces. La vez, sola, ya
no sería necesario destacarlo, es diferente a la vez de la serie, fuese
continua o discontinua. La vez sola no es histórica sino ahistórica; las veces
son, cada una, históricas, acumulables, espaciotemporales. La vez es única y
sólo se puede hablar de esto, pero no de ella. No es fácil, o directamente
imposible, hablar de lo que no es espacio y tiempo.
La vida es una cualificación
de veces perteneciente a un eslabón que ha quedado fuera de la cadena, un
elemento que ya no pertenece a la serie de la que es oriundo. El peso se
sostiene sin la intervención de toda la cadena y pende sólo de un eslabón fundamental.
Una cualificación de veces y no exactamente una cuantificación de hechos,
estados o períodos. Es cantidad sólo bajo la égida de las impresiones, es
decir, según el cuerpo, la extensión y la racionalidad objetiva. Si la vida en
su significado convencional es presente y pasado, e influjo como presupuesto
futuro, en su significado vécico es sólo cualificación temporal, no curso ni
paso ni movimiento físico. Es la cara oculta de la objetividad o racionalidad
sensible, aunque no es nada abstracto.
La vez es la cualificación
de la vida y, si el yo es la voz consciente de la persona histórica, la vez es
el yo de la historia, la cualificación del tiempo. Es la historia de la persona
reunida en un yo intratemporal. Se puede pensar, y a veces tocar, lo que está
antes o después en el tiempo, pero no lo que está dentro; es
impensable. Sin embargo, el yo, voz consciente en tanto calidad de todas las
veces de la historia personal, es tiempo que construyen las veces hasta
determinar la vez. Así se justifica que la persona histórica no sea la suma de
todo lo que ha sido sino la resta, es decir, aquello con lo que se ha quedado
para ser.
El tiempo, pues, es para la
vida humana lo que las veces para la selección y la constitución de la persona
y de la personalidad. En las veces está cada vez el yo y los yoes, lo interno y
lo mundano, la edificación de la sociedad y las condiciones de la convivencia.
Pero no en la asociación sino, precisamente, en la superación de la asociación
en tanto requisito de supervivencia. Pues no son posibles la supervivencia y la
convivencia sin la superación interna de la asociación y del contrato social.
La superación consiste en poner en libertad objetiva las constricciones de la
subjetividad, pues no hay libertad si no hay sujetos que pujen unos contra
otros. Liberar la subjetividad es superar lo cuantitativo; no para abandonarlo
ni para traicionarlo sino, al contrario, para insuflarle calidad, porque
cantidad ya tiene. No es posible que el grupo en tanto grupo adquiera
cualidades, pues no tiene yo ni interior ni conciencia (“conciencia colectiva”
es sólo metáfora).
La vez es tiempo humanizado
o es el tiempo. No porque el tiempo tenga que ser algo, sino
porque lo aprehensible de la vida, lo perceptible tanto como lo pensable, se
aprecia mediante el drenaje virtual del tiempo (como procede la técnica de
vaciamiento virtual de los océanos para establecer una inigualada cartografía
de las profundidades marinas). La imagen de la propia vida en la mente es el
ejemplo más claro; no se la puede crear en tanto es la imagen de lo que se está
creando. Es preciso sacarla del tiempo y congelarla para poder verla siquiera
en la imaginación. No es tiempo cronológico, astronómico o físico; solamente es
tiempo vital, el turno que toca a todos los turnos, la ocasión en que tienen
lugar todas las ocasiones. La vez es pues la negación del tiempo en tanto
transcurso medible por el movimiento de los astros.
Cae el telón de las
apariciones en escena, el lugar en que los hechos o acontecimientos se suceden
unos a otros, vuelven en sucesiones diferentes y diversas o desaparecen de la
vista, idos por un foro misterioso que sin embargo se ve por dentro. El
escenario cambia y provoca una sucesión; así como se dice que el tiempo cambia
las cosas, el escenario cambia las apariciones. Pero en verdad son las
apariciones las que cambian, no el escenario, así como lo que cambia es la cosa
y no el tiempo. La obra de teatro es la vez, pero sin actos ni
escenas, obra ya despojada de aquello que la compone, extracto, perfume,
huella.
Así, el ser humano es la
huella de sí mismo, la señal que en el tiempo físico ha dejado y que, en tanto
huella, es la misma en cada una de las veces. Es necesario conocer aquello que
ha dejado la huella, y aquello no es exactamente el viajero que ha caminado y
dejado la marca de su paso en la tierra. Porque es la huella del viaje y no de
cada uno de los pasos. Quizá es la sombra o quizá es el viajero, y quizá es el
diálogo entre ellos, la introducción al libro de la vida. Es la sombra la que
empieza a hablar: “Hace mucho tiempo que no te oigo hablar; quisiera ahora
ofrecerte ocasión para ello”. He ahí el tiempo y la ocasión, lo que es
suficiente para introducir el habla en la vida de la vez, en la única vez y en
la vida total.
No se habla de ella, pero se
habla de eso, del proceso kafkiano ante la ley de la vida, del
misterio por el cual sin que nada se sepa se ha sido procesado por la justicia
(El proceso). No se ha hecho nada en pro ni en contra y el proceso se ha
procesado solo. Ocurre todo lo que puede ocurrir, agradable y desagradable, se
asiste al hecho como presencia inevitable y se rinde cuenta ante un tribunal
compuesto por todos. No es el proceso que puede procesarse en un tribunal de
procesos; no es transcurso ni instancias físicas cualesquiera. Son sólo
cambios, pero no en el tiempo o en el lugar sino en el ser, en el mismo sujeto
que es emplazado por la vida. Y no en la situación sino en todas las
situaciones, porque se procesa la vida entera.
Hablar del proceso de vida,
pues, es hablar del proceso de cambios, no de un proceso factual, de una serie
de hechos que se suceden en una línea de tiempo. Es la idea de espacio la que
sugiere la idea de movimiento, pero se trata de un proceso sin movimiento. El
tiempo no cambia y ni siquiera sabemos cómo es sin que cambie. Así, por
ejemplo, no es necesario que pase el tiempo para que cambien las costumbres, o
las ideas, o las formas de vida. Han cambiado ellas no el tiempo;
eventualmente, al cambiar han sugerido el cambio de los tiempos.
Se llama época a lo que los
hechos dejan como improntas de vida. La vida es cambiante y configura formas
diferentes, artefactos, agrimensuras, construcciones, invenciones, en fin,
modificaciones culturales. Pero son improntas siempre de la misma vida, lo que,
en cualquier ocasión puede manifestarse de acuerdo a todas ellas y en función
de una sola manifestación, de una persona o de un grupo de personas o de una
civilización.
Si examinamos las agujas del
reloj vemos cómo pasan desde un número a otro, girando y volviendo al mismo
lugar. Vemos pasar las agujas y no el tiempo. Decimos “han transcurrido varios
minutos” y no “han ocurridos tantos cambios”. Es más funcional contar los
minutos que los cambios, y no es necesario decir que es difícil si no imposible
determinar los cambios, pues son continuos, inconsútiles y ocurren a
velocidades también cambiantes. “Ha transcurrido el tiempo”, además, es
metafórico, pues no ha transcurrido nada y solo hay algo que se ha movido y con
eso algo que ha cambiado. Han cambiado las condiciones según las cuales se
ordenan los constituyentes aparentes del mundo; las relaciones que guardan
entre sí los componentes de la apariencia.
Al decir que cambian
permanentemente ya aludimos a la apariencia, al mundo reflejo de acuerdo al
cual todo es presente o pasado o todo se sigue en una continuidad abstracta que
nunca termina. Esa palabra no es más que eso, “palabra”, esto es, “parábola”,
“comparación”, “símil”, “alegoría” (Joan Corominas). No existe un permanecer, o
permanecer es ser tanto como es cambiar. “Cambio permanente” es una expresión
innecesaria puesto que lo permanente es una propiedad del cambio.
El principio de identidad, a
propósito, no consiste en otra cosa que en el grado de los cambios. La lógica
tuvo que relativizar su alcance de acuerdo a una escala plural en la que la
identidad se puede reconocer y a la vez dejar de reconocer sin cambiar de
objeto. Es posible dejar de reconocer sin que se trate de otra cosa, de la
identidad respectiva de otro proceso de cambios. Se quiere aludir a esta
evidencia cuando se afirma que “nada se pierde, todo se transforma”. La
transformación no esconde el cambio sobre una misma realidad que cambia de
identidad y no de naturaleza (donde “naturaleza” es uno de los sentidos más
generales de los que se atribuyen al mundo percibido y conocido ‒cambia en
especie, género, individuo).
Se puede preguntar si en la
naturaleza hay algo que no cambia, si algún estado de sus diversas
manifestaciones aparentes es siempre el mismo, eterno, inmutable, omnímodo,
ubicuo. Desde el punto de vista convencional se relacionaría con un estado en
el cual no habría tiempo, lo que en apariencia es absurdo. Ese estado carecería
de relaciones, no habría en él constantes que conecten variables, lo que
lógicamente es otro absurdo. Vécicamente, sólo se puede decir que la vez
contiene todos los cambios, pero no es lo mismo decir que la vez no cambia, lo
que equivaldría a negar que es una síntesis, un gran algoritmo, el fin de una
dialéctica, se diría ramillete de flores, florilegio, diván.
En el mundo cuántico hay
elementos que se salen del sistema y cumplen la apariencia que sólo pueden
cumplir dos o más elementos. También se puede decir, sin que parezca
contradictorio, que en el mundo cuántico hay elementos que pertenecen al
sistema y que se comportan como elementos que no pertenecen al sistema y que se
caracterizan por la dualidad o la pluralidad. Entonces, se cumpliría la
cualidad y no la cantidad, porque la cualidad es una propiedad en la
percepción, mientras que la cantidad es una extensión en el espacio. Sólo hay
que concebir la energía en términos de propiedades y no de objetos, como si
dijéramos de accidentes y no de sustancias, de esencias y no de existencias.
Ahora bien, ¿qué es el
cambio? Hemos dicho que lo que es, es porque cambia; en realidad, queremos
decir, no porque, sino desde que o en
tanto cambia; no queremos decir que sea causa ni que el cambio sea el
origen de todo, su porqué. Sólo decimos que cambio y ser son
una y la misma cosa. Se puede decir, también, que el ser no cambia porque es el
mismo cambio, lo que es algo abstruso. Es más claro decir que sus significados
son diferentes, pero el referente es el mismo (Lucero del alba,
Lucero de la tarde). Por lo que, si algo no cambia, entonces no es.
Si, como hipótesis, se dice
que el ser es lo que ha escapado de la nada, la que se supone como posible
fuente u origen del ser, entonces la nada es precisamente eso que no cambia.
Apelando a una especie de microscopía del cambio, se podría deducir que de la
nada habría de surgir alguna entidad que no cambia y que de alguna manera no
fuera pura nada. Pero se advierte que esta hipótesis es improbable, si no
increíble, porque es imposible que en algo que es haya algo que no cambia:
habría que probar que, en el ser que fuere, sus pormenores, pequeñeces más
mínimas o nimiedades conviven como una sola entidad, lo que parece imposible.
La mirada del observador se convertiría rápida y fácilmente en un centro, con
sus márgenes o partes.
Se ha dicho: “La nada no
puede configurarse como el ser, ni articularse; dividirse en géneros y
especies, ser contenido de una idea o de una definición. Pero no aparece fija;
se mueve, se modula; cambia de signo, es ambigua, movediza, circunda al ser humano
o entra en él; se desliza por alguna apertura de su alma. Se parece a lo
posible, a la sombra y al silencio. Nunca es la misma.” (Zambrano, 164)
Si algo no tiene fronteras,
por insignificantes que sean, no puede ser algo; por lo demás, sería como
aislar el cambio en sus componentes, pues el cambio ¿tiene fronteras nítidas,
observables, distinguibles notoriamente? Y si sólo hay fronteras, entonces no
hay cambio, lo que equivale a decir que no hay nada. Desde que lo reconocible
es la propiedad, aquello que tiene propiedades es lo que puede relacionarse con
la mismidad, y el objeto solo con el cambio. Se corroboraría la expresión
popular “el mundo es cambiante”.
La vez es, de todas las
veces, la que es en tanto puede, en tanto quiere (tiene un
porqué, cuenta con el modo de ser), en tanto le es posible, se da el caso o se
presta la ocasión de ser. El mundo es vicisitud o vicisitudinariedad, esto
es, vecidad, en otras palabras, turno, ronda, relevo, mudanza,
alternancia. Esto es lo que se puede decir desde una metafísica realista, pues
desde otro punto de vista lo que se diga es ciencia fáctica, empirismo, física
teórica. Tampoco es “conocimiento objetivo” ni “trialismo”, esto es, lo que se
suele llamar racionalismo crítico (Popper). Y no es religiosidad, sentimiento,
idea, lo que en filosofía sería idealismo. La vez es tan real como una piedra,
casi de manera idéntica, pues, así como en la piedra está todo lo que es,
reunida en ella la evolución completa de su historia geológica, en la vez está
todo lo que la vida ha reunido para ser tal, para comparecer como algo. No es
sólo alguna de sus propiedades ni alguno de sus estados.
Nietzsche se pregunta qué es
lo más perecedero, si el espíritu o el cuerpo (El viajero y su sombra,
77). Distingue entre lo que flota y lo que es duro, en lo exterior y en el
cuerpo lo de mayor duración: “En las cosas jurídicas, morales y religiosas, lo
que hay más exterior, más concreto y de más duración en el uso, en las
ceremonias y en las actitudes es el cuerpo, al cual se agrega siempre un alma
nueva. El culto, como un texto de términos fijos, es interpretado
constantemente de nuevo; las ideas y sentimientos son lo que hay de flotante;
las costumbres, lo que hay de duro.”
Pero ¿qué es todo esto? Sólo
espaciotemporalidad, mirada objetiva, cierto fijismo o alevosía de la materia.
Si lo perecedero es lo que desaparece, y lo que desaparece es lo que ya no
cambia, Nietzsche tiene cierta razón y hay aquello que dura más. Pero, si lo
perecedero no es lo que desaparece sino lo que cambia (a gran velocidad),
entonces no se puede afirmar que hay algo que dura menos o que dura más ‒y cada
vez que escribimos “entonces” recordamos a Nietzsche: “Escritor imbécil, ¿por
qué escribes, entonces?” (El viajero y su sombra, 92). Pues, la duración
no existe en la esencia del ser y solo existe el ser. Decimos que dura lo que
cambia poco, lo imperecedero, y que no dura lo que cambia mucho, lo perecedero.
Mucho y poco son propiedades del cambio, no del cuerpo ni del espíritu.
Las costumbres, por tomar el
ejemplo de Nietzsche, no pertenecen en exclusividad al cuerpo ni al espíritu, y
se diría que pertenecen a ambos en igualdad de derechos. Sólo la vez es aquello
que permite hablar de las costumbres, pues este concepto no está en ninguna de
las veces constitutivas del proceso de cambios. Nietzsche habla de lo duro y lo
flotante, lo que es comparable a la densidad de las cosas, pero a una densidad
que no es la del objeto sino la del cambio: lento, menos lento, rápido, más
rápido. Lo que exige un proceso para ser, como es la vida, sólo es transparente
en cuanto a lo que es en la vecidad, en el todo de la cosa.
El mundo es aquella vez que
puede flotar o hundirse, que puede durar o perecer; y puede ser cuerpo o
espíritu. En tanto cuerpo y espíritu el mundo es puro tiempo, cosa singular y
perentoria. En tanto cambio, el mundo es plural, aplazable, prorrogable o extensible,
y se está como si el tiempo estuviera dentro de él, reunido y sorprendido en su
alevosía y falsedad. Es el caso o vez en que el mundo no tiene comienzo ni fin
e incluso es lo que puede ser y lo que podría
ser. La prohibición y la permisión, lo fáctico y lo eventual, la necesidad
y la contingencia, el modo de ser de la vida es el mundo
vécico o mundo de la vez.
13 EL ARTE COMO QUERENCIA
Hemos dicho que la estética es la ciencia que se
ocupa de lo dado, y que el paso kantiano siguiente es el de lo
puesto, el entendimiento sobre lo dado, el complemento. Pero no todo lo
puesto nos da el resultado que buscamos, la verdad en que radica la belleza,
así como bajo otros lemas disciplinarios buscamos la verdad y los valores y
definimos lo moral. Por lo que intentaremos un paso más en búsqueda de la
naturaleza vicisitudinaria de lo dado.
De lo dado tomamos algunas
notas que nos dan la planta en construcción de las cosas,
lo constitutivo. Lo constructivo es lo que llega a ser construido,
y lo construido es la dimensión que responde a la apariencia. Lo constitutivo,
en cambio, es lo que construye, lo que es capaz de realizar modificaciones,
especialmente las que son fundamentales para que la construcción no se venga
abajo.
La estética nos muestra lo
constitutivo, lo que está por debajo de lo construido; no se ocupa de mostrar
lo que no es constitutivo, lo que se repite en el armado de la cosa o de lo que
ya está armado. Nos sugiere lo constructivo, nos introduce en la obra en
construcción y no se ocupa mayormente de la apariencia. Pone al descubierto la
cosa en sí, desnuda lo dado, y en el intento adopta diversas formas: la idea,
el sentimiento, la impresión intuitiva, una especie de fulguración de las
emociones, etc.
Mientras la apariencia
muestra cómo se construye la cosa, el arte muestra cómo se constituye. No la
muestra a los ojos sino a lo que los ojos apuntan sin ver, desde que es puro
intento, proyección, propagación. Si la apariencia es delimitación, contención
y concentración, el arte es expansión, liberación y dispersión. No muestra el
proceso ni las etapas del proceso sino cambios fundamentales, grandes
transfiguraciones, no en lo que se refiere a cómo la cosa cambia sino en cuanto
al cambio que la vuelve cosa. Deja que veamos libremente el cambio, pues no se
ocupa directamente de la cosa que experimenta el cambio. Lo dado no interesa al
arte sino en su porosidad, en la permeabilidad de lo perceptible, en la levedad
que permite la impregnación y el desbordamiento.
De acuerdo al plan del arte
la realidad sensible se transforma, se vuelve realidad furtiva y metafórica, valiéndose
casi siempre de códigos nuevos que hay que decodificar. Lo estético sugiere e
impulsa el franqueo de sus fronteras, la visión de lo que, según en general
propone, está más allá, en un dominio suprasensible. La estética de lo bello se
caracteriza por este cometido, y el fundamento de su proceder es la
insinuación. Si lo dado se deja ver bajo diversidad de vestimentas, el arte se
ve en las maneras en que se vería desnudo, en su originalidad constitutiva. No
le interesa la evolución cronológica ni la transformación topológica y sólo se
ocupa de convertir la experiencia en conciencia, lo vivido en cosa viva, el
tiempo en intemporalidad y los lugares transitados en el lugar que siempre se
transita.
¿Qué hace el arte con la
cosa? ¿Cómo el arte afecta a lo dado? Siempre se ha dicho que lo modifica, que
lo transfigura o lo cambia. Lo que parece es que lo sorprende, y la sorpresa,
por una especial emboscada del sentir respecto a la realidad, cambia las
categorías de la apariencia, la índole del mundo, la naturaleza de la
naturaleza. Que cambien sus categorías quiere decir que cambia lo que se dice o
se expresa de algo, lo que se puede predicar en el plano de un lenguaje. El
arte no dice lo que obviamente se puede decir y propone lo que en lenguaje
corriente no se puede decir: propone otros predicados. Sin dejar de identificar
procede a la renovación de lo identificado, a mostrar lo que no se encuentra en
ello.
El arte es puro querer,
y puede querer que la cosa se muestre como no es o como quisiera que fuese.
Consiste en el afán por reducir todo a lo que se quiere, a lo que por último se
reverencia o se anhela. Es la forma de reducir lo dado a un cariño original,
a un amor primero: es la forma de convertir el querer en querencia.
“Querencia, antes ‘cariño’, luego ‘inclinación a volver al lugar donde uno ha
sido criado’, y ‘ese lugar’” (Corominas). La cosa que entonces aparece en la
subjetividad y fuera de la apariencia sensible empieza a no ser cosa y
a ser caso, suceso, accidente, acaso, ocasión y aquello en que
se cae, turno para lo que toca ser.
El arte no crea objetos sino ocasiones para los objetos, veces en
las que cualquier objeto cobra presencia sintiente.
El arte, pues, es la
mediación por la que la cosa se convierte en caso, pero no solamente en caso, en un
caso en tanto acontecimiento innominado e indeterminado. Es un
elemento que ha colmado la serie, el grado de la escala en el que han
comparecido todos los demás, las cosas, los objetos, lo hechos que muestra la
apariencia. Es lo que ha sido satisfecho, como calor que licúa el
hielo, lluvia que empapa la tierra, flores que ocultan las ramas. Este querer o
virtual poder hacer del arte fue para los antiguos el mandato
de los dioses, luego el mandamiento de Dios, más tarde la prescripción del
genio.
Hay sentimiento en ello,
religiosidad, misticismo y hay pensamiento borroso, todas excepciones a la gran
regla de la razón. Entre las excepciones del mundo hay prescindencia de la ley
biológica, que es la ley de la necesidad. Lo dado para el humano responde a esa
ley, pero lo estético y el arte no responde a ella o no sólo a ella.
El arte no es una
explicación del cómo, una medida del cuándo ni una descripción del dónde, sino
un grado en la escala del qué último, la vez que
representa toda la serie. Tiende una emboscada a la apariencia, y lo sorpresivo
es para él lo que el descubrimiento para la ciencia. Ella va tras un objetivo,
él tras un objeto. La conclusión vale para la ciencia, las premisas para el
arte. El arte reúne lo que ya ha sido y en tanto es como presente, lo que se
está haciendo desde todas las veces. Es el principio y el fin de toda cosa en
una misma cosa, la historia de la cosa en el ser de la cosa.
14 RESUMEN DE LA TEORÍA VÉCICA
1
Nadie que en la vida diaria luche por el sustento,
el propio, de su familia, de quienes necesitan de su protección o ayuda,
dispone de algún sistema de recursos sofisticado, solucionador de problemas,
surtidor de conocimiento genuino, organizado, jerarquizado en sus componentes
funcionales, como por ejemplo es el de la ciencia. Cuando la ciencia ayuda, lo
hace acompañada de la otra especie de ciencia contraída: cada uno recurre a su
propio caudal, forjado incipientemente en la experiencia y en lo que el sentido
común extrae de los éxitos y fracasos resultantes, en un curso accidentado y no
siempre previsible.
Las elecciones y decisiones
que se toman para configurar una senda de vida no solo cuentan con la ayuda de
los recuerdos, de las nociones asimiladas y conservadas, de las habilidades y
conocimientos adquiridos a través de enseñanzas, aprendizajes programados,
instrucciones formales o frutos recogidos en lecturas. También cuentan con el
acervo del mismo proceso de vida, a través del cual se forja una sabiduría
elemental mediante el empeño, el esfuerzo, la renuncia, incluso el sacrificio y
especialmente el sufrimiento.
No solo es decisiva la
fuente sensorial de la que procede la información sobre los hechos, con su
correspondiente elaboración mental, en el origen objetivo de la apreciación del
mundo, empírico, a salvo de toda intuición o ilusión y comprobable solo por los
sentidos en cada caso, contexto y situación (filtrada por la razón y sus
manifestaciones colaterales).
También lo es, y lo es
principalmente, aquello de esa fuente que imprime en el sistema nervioso una
base de potenciales funciones, un complejo facultativo formado a partir de
ensayo y error, elecciones de vida con éxitos y fracasos, veces distribuidas en
la cadena de acontecimientos indeterminados. Un complejo histórico-personal, un
algoritmo biológico resultante del proceso de vida que se instruye para
activarse bajo miles de variantes en millones de ocasiones ante todas las
circunstancias.
2
Se trata de una operación espontánea que extrae de
lo indeterminado lo determinado, de lo vivido la actitud frente a lo que se
vive, del pasado incluido el presente a incluir, de la experiencia la
solvencia, de la voluntad la conducta. Ese otro acompañante de la inteligencia,
de orden experiencial, que provee una clase de poderosos recursos estructurados
pero formados en lo desestructurado, instantáneos pero surgidos de lo
permanente de la vida, es el que brinda la fuente adicional del saber. Este
acompañante, por complementario, por adicional, lateral, no es menos decisivo
en la resolución de problemas, aunque su naturaleza no sea la misma de la que
proceden las asistencias y socorros suministrados por la educación sistemática,
el aprendizaje de habilidades, las adquisiciones por repetición y
automatización, sino otra, forjada en la vida personal y constituida en base a
las elecciones y especialmente a los saltos en el vacío que a menudo se dan con
el fin de superar una dificultad.
3
Resolver problemas, disolver dudas y
desentrañar misterios constituye el resorte que impulsa el saber
propio en la historia de la persona. Es el rasgo que la distingue y que
confirma una realidad verdadera, al menos para ella. Es una realidad verdadera porque
participa del mismo mundo que en alguna medida ella modifica al resolver sus
problemas, un mundo que no hay cómo negar porque es el propio. El entorno
ha devuelto la respuesta dada, ¿cómo negar su valor de verdad?
Al tratarse de la escala
humana, del mundo en que se presentan los problemas, y de la actividad que se
genera en la interacción con quien los enfrenta, resulta la
confirmación de la verdad del mundo como existente y correspondiente
a la conciencia de la conciencia, a lo pensable tanto como a lo palpable. Desde
que es el mundo en el que ha tocado vivir y en el que se comparece a sí mismo,
es el mundo de verdad y la empresa de definirlo en tanto mundo conocido,
pensado, reconocido en sus propiedades, aquel en que se da respuesta a los
problemas que se interponen en el camino para permanecer en él.
4
En la medida en que el sujeto humano obra, según
su leal saber y entender, en el mundo en el que asoma y al cual de alguna
manera modifica mediante incidencias su entorno inmediato, comprueba que está
entre las cosas y los seres y entre las personas e individuos. Se puede afirmar
que si no hace algo y no comparece ante los demás no habita ese mundo.
Surgen así las determinaciones:
lo que se puede comprobar porque responde al propio obrar en el entorno. Estas
determinaciones representan la condición por la que se define la persona,
sin las que solo sería individuo, simple ejemplar de una entre las tantas
especies existentes.
Tales determinaciones o
modificaciones producidas por la persona en el entorno son las que, según
resulten a favor o en contra de la prosecución de la vida, configuran la verdad, concepto
que nace como desprendimiento de las determinaciones. No es solo saber, es
también aceptación de lo que hay mediante la propia comparecencia. Y es en lo
que se puede confiar. Se trata de pautas que se van adoptando en un proceso del
que surge otra clase de elección fundamental, el deber ser (la
moral): remisión de determinaciones a un esquema de principios que
se prefieren y privilegian.
5
La contingencia y la adversidad configuran la
verdad a través de las determinaciones, no sólo mediante el conocimiento. Se
interponen a la actividad por la que la persona modifica el entorno o lo
determina mientras a su vez es modificada. De esa actividad resultan las bases
para fundar una verdad provisoria y consecuencial para el individuo en su
praxis de vida. Esta verdad provisoria es más convincente para la persona que
la verdad convencional.
Los sentidos, el cerebro y
el entorno se asocian en una sola realidad ante la cual se comparece en
cada acto a fin de mantener una visión reconocible y propia (de manera que no
decaiga; si no comparece, la asociación se disuelve).
15 POR CUÁL VENTANA MIRAR
Podría resultar falsa la imagen del hombre
contemplada a través de la ventana espaciotemporal. El hombre no es una etapa
en el curso de su historia, un eslabón en la cadena que lo mantiene unido a la
existencia, un tramo en la escala de su vida o de la vida colectiva. Es algo
más, nunca un producto final, nunca un corte a la altura de la edad o de los
tiempos, nunca el prototipo de una multitud de tipos diseminados en el pasado.
Su naturaleza completa, su
realidad última, el posicionamiento que guarda respecto a las demás especies
vivas, resulta fidedigna si se observa a través de otra ventana. No de ventana como
solemos entender habitualmente este objeto, transparencia, agujero, hueco que
nos permite mirar hacia afuera de un recinto, o mirador que permite observar lo
que está más allá de un encierro o de un muro.
En todo caso, se trata de la
mirilla que, a poco de aguzar la vista, muestra la realidad del ser humano
construyéndose a partir de sus posibilidades autónomas, auto generativas y
recursivas, intrínsecamente interiores y propias. No sólo en lo que respecta a
la subjetividad sino también en su quehacer objetivo, el que se
registra en el mundo de circunstancias de vida personales: en la historia
vicisitudinaria y no sólo en la historia cronológica, en la historia
fenomenológica y no sólo en la historia empírico racional.
Gravita en torno a la
inteligencia un cúmulo de circunstancias experienciales, vicisitudes,
disyuntivas, incertidumbres, éxitos y fracasos, emociones positivas o
negativas. Especialmente, gravita el resultado de sus actos selectivos u opciones tomadas
ante alternativas diversas. El individuo humano se resuelve por alguna de las
alternativas posibles que se abren ante las dificultades y las urgencias que le
presentan los problemas y los enigmas.
Su cerebro trasforma el
caudal neural recibido, en términos de percepciones y de información en
proceso, en una facultad más o menos acabada que llamamos saber o conocimiento.
Es una conversión de elementos objetivos en elementos subjetivos, de
experiencia y productos adquiridos en los componentes de una potestad que
llamamos inteligencia. Además de almacenar información, elaborada o
no, adquirida directamente o adquirida por aprendizajes, la inteligencia se
modifica a sí misma en términos de mejoramiento y superación.
Ahora bien, no es posible discernir
hasta qué punto existe una configuración de saber o de conocimiento que pueda
considerarse autóctono, puro, propio, no dependiente, libre respecto a los
contenidos determinados y fijos de la memoria. Se desconoce cómo la
inteligencia aprovecha la experiencia y la racionalidad, los “datos inmediatos
de la conciencia” y la elaboración que procesa en su torno. Pero, por algunas
características de las ideas, por la originalidad de algunas conductas y por la
especial laboriosidad que demuestran muchos seres humanos, es posible
distinguir una clase de saber que esconde su principal fuente de recursos en el
juego de acción y reacción de la experiencia.
Hay una fuente, entre todas
las demás fuentes, que impacta al individuo de manera permanente y en el más
inmediato contacto con la realidad circunstante y vivenciada. Hay que
considerar los datos inmediatos allegados a la conciencia,
pero también los impactos de oposición que la inteligencia
experimenta —especialmente en soledad— ante los obstáculos y contrariedades,
las dificultades, los conflictos, las decepciones y los desengaños. La historia
de los encuentros con la adversidad es la historia que compromete lo subjetivo
(tanto como lo objetivo), que configura el saber y que configura y determina
las ideas y las conductas en cualquier instancia o etapa de la historia
personal.
Se puede llamar historia
vicisitudinaria a la historia personal contemplada desde esa otra
ventana o, si se quiere, a través de esa mirilla que descubre una imagen más
clara del hombre. Pero, como casi ya lo hemos advertido, no es historia propiamente
dicha y en lo que la palabra representa, sino más bien concepto acerca
del individuo humano. No de la humanidad, no del conjunto de todos los seres de
la especie, a lo que seguramente caber otro concepto, sino, concretamente, de
lo que se puede llamar humano como tal, no de singularidades en convergencia o
de acumulaciones.
Este concepto sobre la
persona no es un concepto que se refiere a uno de los estados en una serie, a
una selfi en el álbum, a un fragmento del cuadro, a una instantánea tomada
durante un tumulto. No se trata ni de un almacén ni de uno de sus compartimentos,
de una totalidad ni de un promedio. Si bien en este concepto se incluye la
relación entre individuos, el mutuo influjo, el componente que cada uno
representa en lo demás, no se incluye la relación de todos juntos sobre uno ni
de uno sobre todos juntos. Porque, en puridad, no conocemos la relación,
registrable, descriptible, que guardan lo individual y lo social, y sólo hay
una teoría al respecto.
Así, pues, no es historia
individual sino simplemente persona. La historia del
individuo es la persona, pero no toda sino aquella que resulta de
lo selecto en la experiencia. Hay una historia invisible que registra, entre la
peripecia y los accidentes, las mudanzas que surgen a partir de ellos. Ese
cambio privilegiado y propio es la persona, el producto directo del intercambio
con el entorno. No el cambio último ni el último cambio, sino el cambio
que se está produciendo continuamente.
Lo que se ve a través de la
ventana-mirilla, la imagen básica del ser humano, oculta pero viva y actuante,
está constituida por lo indeterminado e innominado. La conocemos a través de la
teoría, pues no hay forma de percibir lo que nos muestra por ningún sentido ni
por ninguna tecnología. En su manifestación es imperceptible y en su función es
real, tan real como los hechos de la experiencia de los que proviene su
realidad concreta. Como el mundo micro, no se ve, pero es real como el macro.
Así como en el espacio hay elementos reales inobservables, hay también en el
tiempo elementos reales imperceptibles. Para mejor decir, no en el tiempo, no
en el pasado, sino en la persona. En todo caso, en el presente, con lo que ya
se ve que dejan de ser historia personal, biografía, para pasar a ser historia
vécica.
16 ¿HISTORICISMO VICISITUDINARIO?
Algunas de las obras filosóficas y
antropológicas que se han ocupado del difícil problema del hombre hacen
hincapié en el historicismo. Pero ¿de qué clase de historicismo se trata?
Desde Hegel, y principalmente desde Dilthey, se ha
buscado definir al hombre en base a la dimensión en que se consagra
principalmente como sujeto de la historia, antes que como sujeto biológico,
psíquico, social, metafísico, teológico, etcétera. La dirección de esos
estudios ha corrido suerte diversa, aunque en general gozando de una aceptación
importante. Quienes han adherido a ella, o quienes reflexionan en sus marcos, y
aunque tengan presente la clase de historicismo en la cual se
manejan, no tienen presente a qué clase de historia se
refieren, pues no hay una sola.
Para algunos el verdadero
historicismo surge con el evolucionismo de Darwin, y para otros, entre quienes
puede mencionarse al mismo Darwin, la dimensión tiempo no influye en la
condición humana. El historicismo sostiene, en general, que la historia, en el
devenir de sus procesos de lugar y tiempo, es el principal factor que influye
en la conformación racional y psicológica de la persona, de la colectividad y
de las diferentes culturas. Pero esta noción es objeto de diversas
interpretaciones que desembocan en historicismos diferentes.
Se podría vincular la noción
de historicismo de G. F. Hegel, salvando las limitaciones propias de los
esquemas, al proceso racional por el cual se forma el espíritu humano en el
desarrollo dialéctico de la historia. Otras nociones, como la de Benedetto Croce,
tienen que ver con la fuerza que determina la realidad humana y que la
racionalidad convierte en historia. La concepción de Ernst Troeltsch puede
asociarse a la trama de sentidos religiosos y culturales que acompañan al
hombre desde los orígenes. La de Wilhelm Dilthey a la dependencia del espíritu
respecto a las abstracciones que elabora la inteligencia a partir de la
experiencia y en particular de la vivencia. Y se podría seguir, aunque las
diferencias no disimulan el común denominador que ubica a la historia en el
lugar que en otras teorías ocupan nociones biológicas, psicológicas, políticas,
teológicas, antropológicas.
La historia que da lugar al
historicismo, pues, ¿cómo podría describirse? Sencillamente, se trata de la
serie de acontecimientos humanos en el curso de los tiempos, lo que viene a
representar el objeto de la ciencia de la Historia, la que viene denominándose historiografía.
Pero, aunque la historia se desarrolla en diversos planos, el de los grandes
hechos que marcan hitos sociales, económicos y políticos, entre los cuales se
cuentan hechos militares y religiosos, naturales y accidentales, también se
desarrolla no exactamente en torno a hechos sino a fenómenos ideológicos,
filosóficos, artísticos, en fin, a las ideas que suelen acompañar a los hechos,
a veces influyendo en ellos, convirtiéndose a veces en más hechos, a veces
quedando en los márgenes de la realidad concreta.
Esta es la versión que
usualmente aceptamos de acuerdo a una descripción rápida e inevitablemente
esquemática. Que valga aquí sólo para servir de preámbulo a la noción subespecie de historia que
deseamos describir dentro de la dimensión general, y que no es sino historia
personal, y dentro de la historia personal, historia
vicisitudinaria. Es la historia de hechos y fenómenos, de experiencias y
vivencias que influyen en el saber del sujeto. Una historia
que forma parte del sistema de recursos para enfrentar la adversidad y asegurar
la supervivencia o, en lo inmediato, la continuidad de lo cotidiano, y que a su
vez ha surgido en función de esa misma adversidad.
Se puede argüir que no es
oportuno llamar “historia” a esta historia vicisitudinaria, porque, primero, no
se desarrolla en el tiempo continuo y cronológico, rasgo intrínseco de toda
historia, y, segundo, porque no es factible trazar su historiografía, desde que
sus “hechos” relevantes son indeterminados, hechos cualesquiera que suelen
referirse con las expresiones “una vez”, “cierta vez”, “hubo una vez”, “muchas
veces”, o con las palabras “turno”, “caso”, “ocasión”. Por otra parte, las
veces en que la voluntad física (o la intencionalidad psíquica) resuelve una
dificultad cotidiana, grande o pequeña, se suceden siguiendo el mismo orden en
la seriación que sigue la historia temporal y cronológica, sólo que en forma
discontinua, sin ritmos ni medidas predecibles o cuantificables.
El nombre no importa, pero,
si llegara a importar, cabría cambiarlo por otro o encontrar para el asunto un
marco teórico más apropiado que el histórico, el de la psicología, el de la
biogenética, el de la sociología o algún otro. Sea como fuere, nos remitimos a
una serie discontinua de hechos reales que se registran en el transcurso de la
vida de la persona, vida no menos real. Por lo que asoma lo que se podría
entender como fuente exclusiva de generación de saber, génesis de las
facultades humanas relacionadas con la resolución de problemas, el
desciframiento de misterios, el empeño de resistir la adversidad y aun de
superarla o de convertirla en bienestar o felicidad.
Por lo que se presenta la
posibilidad de definir al hombre en base a esa serie discontinua de hechos
reales que, por responder a la voluntad electiva del sujeto en instancias en
las que se ve obligado a optar por una entre dos o más alternativas, están en
la base germinativa de la inteligencia —en tanto capacidad inmediata de
responder ante obstáculos y dificultades en la vida práctica. Esto podría
suscitar una interpretación del fenómeno en el marco de un historicismo
subyacente respecto al marco interpretativo de los historicismos fundados en la
historia entendida como objeto de la historiografía (con lo que ganaría
importancia en la teoría del conocimiento el concepto de adversidad).
En tal caso se trataría de
una historia entendida como objeto de alguna sección de la epistemología, o
rama de la gnoseología. De una teoría en ciernes que se ocuparía del
conocimiento común, espontáneo, práctico, utilitario, en lo que fuera posible
diferenciado respecto al conocimiento adquirido, asimilado y elaborado. El
concepto de historia escaparía entonces del terreno específico de los
historicismos tal como los conocemos. Surgiría un nuevo historicismo o, si se
comprueba que esta noción no cuadra en el marco del historicismo, despuntaría
la posibilidad de definir una nueva rama de la teoría del conocimiento asociada
a la historia personal y circunscripta a la experiencia vicisitudinaria o
vécica.
Se podría argüir,
igualmente, que no se trata de historia, ni personal ni vicisitudinaria, sino
del “mecanismo” de siempre por el que acumulamos experiencia y mejoramos y
afinamos habilidades, aptitudes y aumentamos el rendimiento de los esfuerzos.
Sin embargo, no nos referimos al saber alimentado por todas las fuentes de
conocimiento de que pueda disponer el individuo, sino solamente a la que viene
de la experiencia toda vez que la necesidad requiere de
elecciones con soluciones perentorias. Naturalmente, el sujeto puede apelar a
todo su bagaje de conocimiento, el adquirido por aprendizaje y el generado en
la circunstancia, el dictado por una regla aprendida y el surgido
espontáneamente, y éste es el que finalmente contribuirá a formalizar el
resultado y a incorporarlo a su potencialidad inteligente a partir de las veces
que le resultaron beneficiosas.
Además, esas veces son
únicas desde que a partir de una contingencia cualquiera se produce el tránsito
de la voluntad, la intencionalidad y la decisión a su correspondiente
imprimación mental, como si surgiera un algoritmo (no genético, no “de
búsqueda”, sino de experiencia) que se incorpora como uno más de los recursos
cognitivos que se activan en diversidad de situaciones conflictuales, con
obstáculos y dificultades. Las veces productivas, pues, obrarían en forma
independiente de la clase específica de dificultad o naturaleza del problema.
¿Cómo funcionan esa clase de
algoritmo? Manuel de Landa se ha expresado sobre la necesidad de escribir “una
historia no lineal” de la historia humana. Se inspira en las ideas del físico
Arthur Iberall, quien “fue tal vez el primero en visualizar las grandes
transiciones de la historia —la transición de cazadores-recolectores a
agricultores y de agricultores a pobladores de asentamientos urbanos— no como
un avance lineal en la escala del progreso sino como un producto del cruce de
umbrales críticos” (Mil años de historia no lineal, 2011, México,
Gedisa, p. 12).
Pues “así como una sustancia
química puede existir en varios estados distintos (sólido, líquido o gaseoso) y
puede cambiar de un estado estable a otro en puntos críticos de la intensidad
de temperatura, así las sociedades humanas pueden ser vistas como un ‘material’
capaz de sufrir cambios de estado en puntos críticos de la densidad de
población, de la cantidad de energía consumida o de la intensidad de la
interacción social […] si las distintas etapas de la historia humana fueron
realmente ocasionadas por transiciones críticas, entonces no son propiamente
etapas, es decir, pasos progresivos en un desarrollo donde cada paso dejaría
atrás al anterior. Por el contrario, así como las fases gaseosa, líquida y
sólida del agua pueden coexistir, así cada nueva fase humana se agrega a las
anteriores, coexistiendo e interactuando con ellas sin dejarlas en el pasado
[…] En otras palabras, la historia humana no sigue una línea recta que apunta
hacia las sociedades urbanas como meta última” (ib., p. 14).
Los mismo podría decirse de
la historia personal, permitiendo, como aduce de Landa, que “la física se
infiltre en la historia humana”. Esto induce a pensar que la historia, al menos
en lo que respecta a la historia personal, además de resultar para nosotros el
fenómeno desplegado en el tiempo que todos conocemos, es también y
principalmente un hecho físico. No hay como evitar la relación con
una incorrespondencia fatal: la de que lo pasado no puede ser considerado hecho
físico, en el sentido de la física. Como hecho físico de la física debería
someterse a algún medio de observación que, hasta donde fuera posible,
permitiera confirmar su fisicidad vicisitudinaria.
Como esto no es posible,
porque entendemos que el pasado pertenece a la historia y no al mundo de los
objetos físicos, también las veces pertenecen al pasado, y es imposible
aislarlas en sus momentos y discernir sus propiedades y características
concretas. Sólo es posible reducir esos hechos a veces y vecear el
tiempo; vecear quiere decir aquí explorar introspectivamente, al viejo estilo
metafísico, o indagar como por ejemplo indaga el psicoanálisis. Según Manuel de
Landa es preciso considerar la sociedad no sólo “como un todo” abstracto sino
también como el producto de las “interacciones entre los individuos” (ib.,
16).
También sería preciso
considerar al individuo no sólo como elemento de un conjunto o parte
de un todo, sino más bien como fulguración de la
innominada serie discontinua de interacciones con el mundo. No en participación
exclusiva sino complementaria de genes y memes, de la memoria y de
los aprendizajes asimilados desde la vía externa. Sólo restaría probar la
fisicidad de la fulguración, lo que por su dificultad no será objeto de
atención en este contexto.
La posibilidad de que los
patrones neurales permitan la resolución de problemas encuentra una descripción
trasladable desde las teorías del lenguaje. También es Manuel de Landa quien
atribuye “a los procesos históricos un papel más destacado” que modela “la
máquina abstracta del lenguaje no como un mecanismo automático incorporado en
el cerebro humano, sino como un diagrama que gobierna la interacción humana”
(p. 270). Un ejemplo, agrega, es “la bien documentada habilidad de los niños
para aprender un idioma exponiéndolos a la conversación de los adultos (es
decir, sin haberles señalado cuáles son las reglas)”. Se trata de lo que “llevó
a Chomsky a postular la existencia de un autómata innato. Pero si un conjunto
de reglas externas no es la fuente de la productividad combinatoria del
lenguaje, entonces, ¿cuál es?”
“Una respuesta posible sería
que las palabras llevan consigo, como parte de su información, constreñimientos
combinatorios que les permite restringir las palabras con las cuales
pueden combinarse. Desde este punto de vista, cada palabra lleva información
acerca de la frecuencia de coocurrencia con otras palabras, de
tal modo que cuando una palabra dada es agregada a un enunciado, esta
información ejerce presión sobre la palabra o clase de palabra que puede
ocurrir enseguida. Por ejemplo, en muchas lenguas europeas, después de agregar
un artículo definido a una frase, la siguiente posición está constreñida a ser
ocupada por un sustantivo” (ib., 271).
Asimilamos aquí el concepto
de coocurrencia al de vez, turno u ocasión.
De Landa se ocupa también de
las ideas del lingüista George K. Zipf, que fue “tal vez el primero en estudiar
el lenguaje como un material, es decir, como un gran cuerpo de inscripciones
físicas que exhiben ciertas regularidades estadísticas. Zipf definió a la
tendencia de palabras a coocurrir con otras como su grado de cristalización”
Por nuestra parte preferimos concebir el fenómeno como fulguración,
más cerca de la conceptología neural que de la ciencia física propiamente
dicha. Preferimos, pues, la noción fundada en términos metafísicos objetivos.
Sumamente interesantes son
las ideas que proporciona el lingüista Zellig Harris al respecto y relacionadas
con la capacidad formal de la cristalización (o fulguración),
más allá de los contenidos y significados específicos referidos a la
experiencia. El modelo de Harris que evoca de Landa toma “descripciones
metafóricas” como las de Zipf “y las transforma matemáticamente en la máquina
abstracta que buscamos […] Su visión del lenguaje es completamente histórica:
la fuente misma de los constreñimientos es la estandarización o
convencionalización gradual del uso corriente” (ib., 272), se diría,
pensamos, a la manera que defendió Ludwig Wittgenstein.
Entre estos constreñimientos
combinatorios Harris destaca el “constreñimiento de probabilidad”, esto es, “la
información que poseen las palabras acerca de otras palabras con las cuales
tienden a combinarse con mayor o menor frecuencia en la
práctica real”. Si en la descripción de Harris sustituimos “palabra” por “vez”,
“palabras” por “veces”, obtendremos una sorprendente aproximación a la
descripción que hemos deseado trazar aquí. Más aún si agregamos esta cita:
“Para una palabra dada, el conjunto de sus palabras más frecuentemente
concurrentes (un conjunto que se encuentra en constante cambio, contrayéndose y
expandiéndose) se llama su selección y, en el modelo de
Harris, es esta selección lo que forma el significado de la palabra. De aquí
que el contenido semántico de las palabras esté determinado por su
combinatoriedad, no por su identidad.” (Ib., 273)
Sólo resta agregar que el
cuadro trazado en el plano del lenguaje es trasladable al plano de la historia
vécica, en el cual las veces hacen lo que los lingüistas
mencionados atribuyen al poder de coocurrencia, es decir, al efecto
por el cual las palabras pueden llamarse unas a las otras por
el sólo efecto de sus propiedades formales oracionales, semánticas, pero
también sintácticas. No es factible, empero, inscribir ese plano en una
estricta dimensión física, caso en el cual no estaríamos en condiciones de teorizar
e intentar demostrar. Si se trata de fundar el hecho humano en la historia,
quizá sería de la historia vicisitudinaria y un intento fundado en un
historicismo del mismo cuño.
17 VISIÓN VICISITUDINARIA Y
PRINCIPIO ESPERANZA
La esperanza, como la desesperanza, no
pertenece a la utopía sino a la vida real. La realidad “que aún no es como se
espera que vaya a ser” existe en la mente de todos los seres humanos, en cada
uno según su particular manera, y responde a los recursos fundamentales de la
inteligencia.
Se ha dicho que El principio esperanza (Bloch,
1977) constituye un tratado sobre la razón utópica, “una enciclopedia de los
deseos y los sueños diurnos transfiguradores de la historia”, que es la
expresión máxima de “una filosofía crítica y afirmativa del porvenir”
(“Anthropos”, Nº 146-7), por lo que se presenta como necesario volver a leerlo
y a pensarlo. Se ha dicho también que se trata de un “principio cósmico según
el cual la realidad no consiste en ser todavía lo que se espera que vaya a ser”
(José Ferrater Mora, Diccionario de filosofía).
“A diferencia de los
filósofos de la existencia, que a los ojos de Bloch parecen haber desembocado
en el camino de la desesperación, él, en cambio, escoge, desde el principio, la
calle de la espera y de la esperanza, haciendo valer, en contra del pasivo ser-para-la
muerte del existencialismo, el constructivo ser-para-la vida del marxismo
utópico. Es más, Bloch intenta extraer lo positivo precisamente de la
contraposición dialéctica a lo negativo.” (Fornero, T. I, 87)
ESPERANZA VICISITUDINARIA
Pero ¿qué tiene la esperanza tras su particular
luz que ilumina nada menos que desde el futuro? Si es toda presente,
realización actual, elaboración actuante, fulguración y alumbramiento, ¿cómo su
fuerza puede provenir o alimentarse del futuro? Es tan importante en la vida de
los hombres que hasta es posible concebirla como fundamento de una filosofía de
vida, o al menos como uno de los principales ingredientes de una filosofía si
bien espiritual de todos modos pujante.
La utopía en Bloch funciona
como “dimensión y horizonte de su pensamiento” (“Anthropos”, Suplemento), se
comprueba como sentimiento que germina en cualquier persona, que puede llegar a
sostener el ánimo en situaciones límite de pesadumbre y angustia (desesperanza).
Pero la realidad que aún no es como se espera que vaya a ser es
la realidad en que vivimos, a todas luces la única realidad pensable y
conceptualizable. Es pensamiento propio del ser humano y se hace presente en
cualquier persona, por lo que la realidad utópica es una concepción de la
realidad como cualquier otra.
Hay sólo que tener en cuenta
que se presenta sólo como proyecto, nunca como un hecho ni como una cosa ni
como un proceso consolidado. Por ejemplo, en persecución del camino el paso es
algo que va a suceder; en la disposición al sueño el sueño es algo que va a
suceder; en la de la lectura cada palabra aparece en una imagen que va a
aparecer; en la del trabajo el trabajo está siempre empezándose. La naturaleza
está llena de ejemplos en los que el fenómeno está siempre empezándose, como el
mar en Valéry, el follaje en Thoreau, los días en Vallejo o el río en
Heráclito.
El paso dado, el sueño
soñado, la palabra leída el trabajo realizado, el mar, las hojas y los días no
pertenecen a ninguna realidad acabada, en el sentido físico y empírico de la
palabra, sino siempre a la irrealidad del pasado, porque siempre están a punto
de aparecer y a desaparecer. Así, la realidad es siempre una actividad en
proceso, flujo y reflujo, en síntesis, a veces imperceptible cambio, y, si no
fuera así, la física tendría que dejar de definir sus objetos como los define,
nunca como algo congelado en el tiempo y el espacio, suspendido de una manera
fantasmal entre todo lo que hay; el segundo principio de la termodinámica sería
falso.
Somos nosotros los humanos
quienes suspendemos la realidad en cuadros más o menos estables y duraderos, la
modificamos y le atribuimos una verdad sólo aparente. Por lo que la utopía de
Bloch no es en verdad y en último análisis una verdadera utopía. Es verdad que
entre lo que se manifiesta en la mente de los individuos hay mucho de utópico,
deseado pero imposible, querido pero fuera de su alcance. Bloch habla de principio,
es decir, de algo que rige la concepción de la realidad, no de la realidad. No
se trata de lo puramente imaginario, la ilusión, las quimeras, lo fantástico,
la ficción.
Eventualmente habría que
distinguir la materia prima o fuente originaria de lo que en última instancia
reviste como principio. Lo que deriva de principio puede
ser lo que se quiera que sea, pero principio en sí no puede
ser abstracción sino algo directamente relacionado con lo concreto, aunque no
concreto; de lo contrario sería axioma y no principio. Algo que
se cumple en dirección hacia otro algo y que, como quiere
Bloch, y como quisieron Franz Brentano y Edmund Husserl (también Heidegger,
Merleau-Ponty y otros), es mitad realidad abstracta (o verdad subjetiva) y
mitad realidad concreta (o verdad objetiva). En pocas palabras, experiencia.
Bloch no es un utópico, un
profeta ni un vidente, sino un filósofo, y su visión es vicisitudinaria, lo que
quiere decir que tiene en cuenta lo incidental, la peripecia, la contingencia,
las alternativas, los dilemas (quereres, deseos, inclinaciones, tendencias e
impulsos, lo imaginable y lo posible en la infancia, la pubertad, la vida
adulta, la vida anómala de los enfermos, los sueños mientras se duerme, los
sueños de la vigilia). No ve el mundo ya hecho sino haciéndose, no concibe la
vida ya acabada sino naciendo y desarrollándose; ve la vida no la muerte, como
también se ha dicho. De todos modos, se trata de ajustar a la medida las
diferentes interpretaciones, de hallarles el talle que corresponda a la
comprensión cabal de la vida humana y de la condición humana a la luz de nuevas
y sutilísimas sugerencias.
Por lo que se vuelve
necesario examinar la calidad de la vicisitud, de descifrar
la visión vicisitudinaria, porque entramos en un terreno en que las
palabras se dirigen hacia diferentes significaciones y pueden estropearse si
estas significaciones se mezclan. Visión vicisitudinaria es la
visión que cualquier individuo humano tiene del mundo en que vive y conoce, que
tiene conciencia de sí y de los demás. “Vicisitudinaria” porque entiende lo que
tiene que entender a través de arduos procesos del entendimiento, no fáciles ni
simples. Pues no hay un entendimiento caído del cielo ni una prodigalidad de lo
innato suficiente para encarar la vida, una forma de entender que no haya que
procurar por diferentes medios.
El entendimiento se forma en
la medida en que se vive, y sólo la vida suministra lo que se necesita para
entender, no sólo lo que haga en la vida, como el aprendizaje o la educación.
Sin la experiencia de vida, sin procesos, sin historia personal, sin entornos
de posibilidades e imposibilidades, de aspectos favorables y desfavorables, no
habría entendimiento de nada. Los mismos procesos de aprendizaje, la educación,
la adquisición de habilidades, la ampliación y la profundización de los
conocimientos que enriquecen la inteligencia son posibles en tanto cada
individuo los vive como experiencia única. Son incorporados y asimilados de la
misma manera personal los contenidos teóricos, las lecturas, la transmisión
oral a cargo de maestros y profesores: es cuestión que cada uno experimenta a
su manera.
Y esa
experiencia nunca es la misma, nunca perfecta, habitual, “normal”, porque no
hay cómo establecer el justo grado de la normalidad. En cambio, la vida es
vicisitudinaria, conflictiva, cambiante, peleada, llena de dificultades y
complicaciones que raras veces se superan o resuelven espontánea y
graciosamente. Aun, se trata de resolver problemas que no se superan y
resuelven con ayuda ajena, pues el individuo se ve obligado a enfrentarlos
valiéndose de sus propios recursos, en la mayoría de los casos, sea porque no
dispone de ayuda o porque los problemas no admiten interposición ni mediación
de extraños.
VISIÓN VICISITUDINARIA
Visión vicisitudinaria es comprensión a partir de
lo experiencial, la que no aplica la información de los sentidos externos,
vista, oído, tacto, etcétera, sino la de los sentidos internos, si se puede
llamar información, y aunque nunca se podrá establecer una diferenciación
perfecta entre las dos dimensiones. Entendemos por “provisión de los sentidos
internos” la facultad de sentir en el sentido que corresponde
a la subjetividad, a los sentimientos, afectos y desafectos, emociones,
pasiones, religiosidad, conmociones morales, estipulación de valores, reflexión
introspectiva o razonamiento subjetivo, espontáneo, asistemático.
Ahora bien, esta visión no
surge como resultado de la obra final, como producto del conjunto de todas
estas provisiones de la experiencia personal. No surge de la simple acumulación
de circunstancias vividas que se almacenan para ser utilizadas en ocasiones
futuras, repertorio de soluciones ocasionales bajo el control de la memoria (o
retroducciones). Tampoco surge de la prospección de lo que aún no es, de la
inspiración en lo que sólo es probable o posible (inferencia prospectiva). La
visión vicisitudinaria sólo puede resultar de la experiencia vuelta facultad
cognitiva: actos físicos vueltos acción neural, circunstancias o vivencias
convertidas en patrones neurológicos o algoritmos biológicos incorporados por
la inteligencia para replicarse formalmente ante cualesquiera circunstancias
nuevas conflictivas, dificultades, contratiempos, obstáculos, atolladeros.
No hay utopía sino
alternativa actuante, proyección real de la intencionalidad presente, ya no de
futuro. El “impulso de actuación hacia adelante”, como lo llama Bloch (60), o
“espera activa” (61), la plena función de la espera esperanzada, de
la espera ya no necesariamente en espera, es plenamente
construcción sin planificación ni organización: es experiencia aleatoria,
estocástica y adversativa. Si a la facultad de la esperanza se le quita lo que
tiene de irrealizado, de no consumado, solamente de no esperado o vuelto
esperanza en espera, se obtiene el impulso vicisitudinario, la esperanza sin
espera, aquello que actúa en nombre del deseo, como afirma Bloch, no del
“querer pasivo” o anhelo sino especialmente del deseo, de lo que sólo puede
quererse, es decir, de “algo mejor”: “La exigencia del deseo aumenta
precisamente con la representación de lo mejor, o incluso de lo perfecto, en el
algo que ha de satisfacerlo” (30).
Visión vicisitudinaria,
pues, es inteligencia, pero en estado de naturaleza en tanto
esplendor de una creatividad original, dinámica no instintiva ni adquirida, no
artificial ni imitada sino creada a partir de la experiencia
conflictiva biológicamente racionalizada. Es domesticación de la voluntad
instintiva y aplicación de la inteligencia recreada y reconstruida por la
historia personal. Lo humano es hijo de la adversidad, ha de haber surgido en
la faz de la tierra por obra de lo que finalmente demostró ser capaz de
convertir lo que es problema en su solución, el obstáculo en el instrumento
para superarlo, lo adverso en favorable.
Si fuera por Ernst Bloch, y
pese a su bellísima exposición sobre la esperanza, quizá la más enjundiosa y
fervorosa exposición filosófica que se conozca sobre la condición humana, en
sus cimas más altas y simas más profundas, no habría cómo reunir lo “que aún no
es” y lo que ya es en una sola unidad o dimensión que
corresponda a la realidad admitida por todos, esa que nos informa el sentido
común. Sin embargo, encontramos que la esperanza, el largo y amplio universo de
Bloch, se corresponde con el universo real, el único que puede racionalmente
corresponderse con lo humano.
En tanto vivimos la
esperanza como vivimos la espera o la expectación, la esperanza vive con
nosotros, es nuestra compañera de existencia, es una realidad tan real como
nosotros. Aunque responda al deseo de algo y no a algo, igualmente hace vibrar
las cuerdas y las cuerdas son reales. ¿Acaso su vibración no es también real?
Sólo habría que examinar si esa vibración pertenece al futuro, si se vive
como se vive la espera de cualquier acontecimiento que vuelve a producirse.
Aunque la esperanza no nos informe acerca de una realidad concreta, vivimos en
ella como si estuviese activo lo que en ella comúnmente encontramos de
inactivo, de todavía no llegado, no generado o nacido o en estado de sólo
posibilidad o probabilidad.
LAS DOS EXISTENCIAS
La realidad, la vida real, la situación vital, el
presente histórico no es lo único que puede verificarse. Pues no todo es
verdadero, “veri-ficado (= hecho verdad)” (Severino, 24). ¿Puede negarse la
realidad de lo que se mueve y palpita, conmueve y modifica el dominio
neurológico del cuerpo? ¿Acaso es irreal o no existe la sensibilidad, el
llamado sentir del espíritu? Si la esperanza modifica el estado de ánimo,
entonces, ha dado lugar a un cambio, y el cambio no es cambio si no se siente,
si no se verifica en el cuerpo. Aparece, o en algún caso llega
a figurar, como percibido, como haz de una realidad furtiva, de un rincón de la
realidad habitualmente inadvertido, marginalizado por el cono de atención
perceptual ocupado por lo inmediato.
Se puede dudar de que algo
exista, pero para dudar es necesario contar con algo acerca de
lo que se duda, porque no se duda de la nada sino siempre de algo. Así lo
plantea Severino al hablar del cogito de Descartes. Conocemos
la existencia de algo y luego dudamos de ese conocimiento, pues no hay
posibilidad de la duda si no se refiere a alguna cosa. “Dudamos de todo: de la existencia
de la tierra y del cielo, de nuestro mismo cuerpo… Descartes quiere decir: no
estamos seguros de que nuestras representaciones correspondan a la realidad
externa; dudamos de que éstas sean sólo un sueño. Pero este todo, del
cual dudamos, debe ser conocido, para que se pueda dudar de él: si no fuese
conocido, no podríamos dudar de él.” (Severino, 45)
Por tanto, aclara Severino,
las cosas existen según las expresamos de dos maneras diferentes. Por lo que el
verbo “existir” se refiere a lo que está fuera de la mente, y también al
contenido de la mente (46). Dudamos de la existencia de algo porque “no se sabe
si le compete una existencia en la realidad externa o
independiente de nuestra mente […] es indudable porque, justo
para poder dudar de ello, le debe competer una existencia dentro de
nuestra mente”. Con la fórmula “Cogito, ergo sum” Descartes se refiere
al ser que existe en nuestra mente. Cogito o pienso quiere
decir, pues, “dudo de todo” porque sólo lo pienso. Se duda de que la realidad
se corresponda con el contenido (47).
SE VERIFICA UNA COINCIDENCIA
Ahora bien, “si la realidad en ella misma es lo
que está más allá del pensamiento, por otra parte el pensamiento es también él,
como tal, una realidad en ella misma: es la realidad en sí del
pensamiento. Esto quiere decir que, considerado en él mismo, el
pensamiento es la certidumbre y a la vez es la verdad: no la verdad de la
realidad que está más allá de la certidumbre, sino la verdad que compete a la
certidumbre en cuanto también la certidumbre es una realidad y no una nada. La
indudabilidad de la existencia del pensamiento significa que justamente porque
está en duda la correspondencia entre la certidumbre y la verdad, hay un punto
—Descartes lo llama ‛punto de Arquímedes’— en el cual certidumbre y verdad,
pensamiento y realidad en sí, coinciden.” (Severino, 48).
Dice Descartes: “Para mover
el globo terrestre de su lugar y trasladarlo a otro, Arquímedes no pedía sino
un punto fijo y seguro. Así tendría yo derecho a concebir grandes esperanzas si
fuese lo bastante afortunado como para encontrar algo cierto e indudable.”
(Descartes, 223) Así, pues, el conocimiento de algo se registra objetiva y
subjetivamente, y coinciden en cuanto a certidumbre y verdad si se tiene en
cuenta que uno se refiere a lo externo y otro a lo interno. Las “normas de
verdad o certeza” buscadas afanosamente por los filósofos, especialmente por
Karl R. Popper, y reñidas con el sentido común y el idealismo (Popper, 69), son
atribuibles al conocimiento subjetivo y no sólo al objetivo. Sólo éste dispone
de la verificación, del hecho-verdad, pero el subjetivo también se refiere
a hechos, y ambos son existencias. Una existencia de la realidad
fuera del pensamiento y otra existencia de la realidad del contenido del
pensamiento.
No hay cómo negar que son
conocimientos confiables, en los que se puede confiar, dignos de confianza o
fe, en los que es posible fiar-se (del latín fidare). Se deposita
una fe en uno de ellos porque existe como contenido del pensamiento, y se
deposita una fe en el otro porque existe fuera de la mente como realidad en sí.
De modo que la esperanza, en tanto contenido del pensamiento, pertenece
a la realidad de la mente, y forma parte de la duda en tanto certidumbre
implicada en el pensamiento. La esperanza, pues, se corresponde con la duda, es
decir, con el pensamiento que piensa sobre su más allá exterior, pero, sea por
su grado de confiabilidad o de fe, es el punto en que certidumbre y verdad,
pensamiento y realidad, están más próximos y prestos a coincidir.
LA ESPERANZA ¿ES VICISITUDINARIA?
Hemos dicho que la esperanza, en tanto
contenido del pensamiento, pertenece a la realidad de la mente, y sólo
falta examinar si esta realidad, en su “más allá exterior”, es atribuible a lo
que aún no es o a otra fuente no enmarcada en el tiempo cronológico, ni a
lo “que aún no es como se espera que vaya a ser”. Enseguida
intentaremos este examen.
El algo de que se duda en la
esperanza es casi el algo en que se fía; en otras palabras, la esperanza es el
punto en que tienden a coincidir el pensamiento y la realidad, aunque no
coincidan nunca plenamente. Ese no coincidir nunca plenamente es lo que suministra
una fuerza más poderosa que la que separa la duda de lo indudable. Se
manifiesta como una sola pulsión, una misma disposición ante cualquier acto a
realizar o pensamiento a predisponerse para la acción, y depende del grado de
importancia que tenga para la conciencia.
Puede tratarse de un acto
sencillo, por ejemplo, encaminarse rumbo a un lugar alejado de donde se está y
con un cometido cualquiera. Para entonces, habrá una implícita objetivación del
pensamiento proyectada hacia lo venidero o, más exactamente, la consagración o
la intención de consagrar un acto que implica un cambio, una modificación del
estado en que se está con el fin de adecuarse al estado de situación que
adviene. También puede tratarse de algo más complejo o más complicado, por
ejemplo, tener que optar por una de dos o más alternativas, decisivas o
perentorias. Para entonces, la relación entre el pensamiento y la realidad
tenderán a separarse y en el extremo bordearán el escepticismo o la
incredulidad.
Siempre dudamos, aunque no
nos demos cuenta. Y frecuentemente nos encontramos próximos al “punto de
Arquímedes” (Descartes, 223), ese punto “en el cual certidumbre y verdad se
identifican. Pero Severino señala que la verdad originaria, según Descartes, y
que está en el fundamento del saber, “no es algo encontrado por
el pensamiento, sino algo que se impone al pensamiento sólo en el acto en el
cual el pensamiento piensa, o sea sólo en el acto en el cual el pensamiento se
produce”. De modo que “hay un punto —la existencia del pensamiento— en el cual
la certidumbre es idéntica a la verdad”. Y, aunque “se trata sólo de un punto”,
según Descartes, si se trata de “certidumbres auténticas”, son idénticas a la
verdad (Severino, 48).
La esperanza no puede
corresponderse sino con ese punto de Arquímedes que permite mover el mundo. Es
inútil negar una fundamental participación de la subjetividad, la flor y nata
del sentido común, en el conocimiento científico y en las demás manifestaciones
del saber, sea la intuición o las diferentes modalidades de la inferencia,
deducción, inducción, retroducción, prospección o probabilidad. No es
inoportuno diferenciar estas metodologías, pero sí lo es procurar el
desprestigio de algunas o sobrevalorar alguna de ellas. Se debe tener en cuenta
una especie de secuela probabilística que no puede ser mensurada ni catalogada
como inferencia: la esperanza.
SÍ, LA ESPERANZA ES VICISITUDINARIA
Es necesario especificar a qué clase de esperanza
se puede atribuir el arduo perfil del conocimiento, sea de la
naturaleza que fuere, certidumbre, duda, augur, probabilidad, etcétera. Aquel
que participa en el mundo abraza siempre la esperanza, ajeno a la razón
estricta, respaldado en la fe, religiosa o no. Algo así como un saber de lo que
todavía no es que funciona como un saber concreto y actuante aplicado a lo que
ya es. Ese saber de lo que todavía no es, y que a veces nunca llega a ser,
presenta diferentes grados de creencia y confianza, por lo que hay más de una
clase de esperanza. Sin duda, la que importa es la que dispone de una
operatividad consuetudinaria, pragmática, defectible y espontánea.
Habíamos afirmado que la
esperanza pertenece a la realidad de la mente, de lo que se desprende que
también es real, aunque referida a un “más allá exterior”. Pero ¿de qué más
allá se trata? ¿Es exterior a la mente? ¿Es un más allá
temporal, como lo sugiere el principio esperanza? Un examen minucioso del
asunto sugiere que, aunque se trata de un estado mental correspondiente al
despertar de la esperanza en la conciencia, o en el subconsciente, el más allá
en cuestión no puede resultar sino de la elaboración genuina procesada en la
experiencia. Pues no nacemos con la esperanza, aunque sí con pulsiones de la
talla del deseo y el amor.
Por lo que se deduce que la
esperanza participa de la gran operación por la que el individuo humano se
convierte en un solucionador de problemas y en un revelador de misterios. Se
comprueba que forma parte del conocimiento vicisitudinario o vécico. Pues, en
tanto el saber vicisitudinario emplaza a la realidad acorralándola en el mundo
en el cual ha operado, en el cual ha modificado la realidad volviéndola a su
favor, convirtiendo el orden del problema en la solución del problema. Con lo
que ha logrado que la certidumbre y la verdad, el pensamiento y la realidad
coincidan. Así, pues, la esperanza es eminentemente una fe vicisitudinaria.
Eso no modifica para nada ni
le hace la más mínima mella al principio esperanza. Por el contrario, lo
complementa, despeja cualquier misterio que pueda presentarse, allana cualquier
clase de duda o sospecha sobre un asunto del todo complejo, profundo y arduo.
La esperanza tiene su verdadero asiento en el ser y no en el tiempo, su natural
arraigo en el presente y no en el futuro, su más encendido fervor en lo
biológico y neurológico y no en lo que lo histórico tiene de premonitorio. Lo
histórico interviene en cuanto a lo que atañe a la persona, a la historia de la
persona. Y de esa historia, lo que ha sido su nervio central, la experiencia
metamorfoseada en inteligencia.
18 PRAGMÁTICA DEL SABER
Es posible considerar que la filosofía
consiste en el estudio de la apariencia, aunque también estudie otros asuntos.
Apariencia es, huelga decir, lo que aparece a los sentidos e incluye lo que
afecta los sentimientos y la emoción, los valores y la moral.
Toda creación filosófica se apoya en una idea
central que se aplica en desarrollos sucesivos y que se parece al leitmotiv en
música. La idea originaria demanda un esfuerzo y severas explicaciones, pero la
ampliación y aplicación de la idea como fundamento metodológico, respecto a
variedad de problemas, demanda aún mayor esfuerzo y más explicaciones que a
veces escapan del dominio estrictamente filosófico. En el intento de correr
algunos velos que ocultan la realidad al entendimiento y a los mismos sentidos
es preciso establecer qué se entiende por “realidad”.
La acción humana que se
vuelca en y sobre el entorno determina la realidad para el entendimiento. Si no
se diera esta originaria relación del individuo con el mundo quizá no habrían
surgido las nociones de verdad y falsedad y de lo que se suele creer y no
creer. Esa relación se da en la experiencia, y sin ella no daríamos como real
lo que está fuera del alcance de los sentidos, ni como verdadero lo que no se
puede hacer comprender en esa relación con el mundo y resulta sólo
probablemente verdadero o probablemente falso. Nos referimos a una clase
particular de experiencia.
¿Qué caracteriza al entorno
y es decisivo para el entendimiento? Lo primero es la adversidad, es decir, lo
que el entorno presenta como obstáculo o impedimento para el pensamiento y la
acción. Lo segundo es la respuesta, la conducta dirigida a integrarse en tal
entorno como un componente más. Lo fundamental de la respuesta consiste en una
modificación sustancial por la que lo adverso se vuelve favorable.
ESQUEMA INICIAL
Una vez cumplido este ciclo relacional a través de
la experiencia, el entendimiento consolida una noción de verdad,
aquello en que se puede creer a partir de medios propios, y en que arraigan las
relaciones de la verdad con la realidad, de la cual el sujeto forma parte.
Mientras tanto el entendimiento despliega la noción de verdad en
función de dos grandes principios bajo los cuales caen los juicios sobre lo
necesario y sobre lo accesorio: lo bueno y lo bello,
es decir, lo favorable y lo agradable para sí y para la convivencia,
uno de los mayores problemas que es necesario resolver.
Lo verdadero, lo bueno y lo
bello constituyen los tres elementos básicos que anidan como sustento del
pensamiento y guían la acción, aunque están también sus opuestos, falso, malo y
feo, e ingredientes subespecie, amor y odio, voluntad e indolencia, crueldad y
piedad, etcétera. Estos elementos básicos de la naturaleza humana se recrean en
la experiencia, se fortalecen, se debilitan o se mantienen siempre igual. Tales
son las suertes que corren, pero estas suertes dependen de lo que el individuo
haga consigo mismo, y de la consideración que tenga en su entendimiento por el
resto de los individuos. De tal consideración surge el cuarto
elemento básico: lo social, que en sí no puede elegir y por lo
tanto no es ni verdadero ni bueno ni bello ni sus opuestos.
En la descripción de este
cuadro cumple una función central la idea de experiencia, pero
también es necesario confirmar el significado filosófico de este término. En
general es usado de acuerdo a cinco aspectos que se parecen, pero son bastante
diferentes. Primero, como “aprehensión por un sujeto de una realidad”, y
también como “una forma de ser, un modo de hacer, una manera de vivir”.
Segundo, como “aprehensión sensible de la realidad externa… antes de toda
reflexión”. Tercero, como “enseñanza adquirida en la práctica” y se habla
entonces de “experiencia en un oficio y en general de la experiencia de la
vida”. Cuarto, como “confirmación de los juicios sobre la realidad por medio de
una verificación”, por lo general sensible, demostración o confirmación.
Quinto, como “el hecho de soportar o sufrir algo”, como el dolor o la alegría.”
(Ferrater Mora, Diccionario de filosofía)
La experiencia, aun
considerada como “el punto de partida del conocimiento”, juega un papel
específico en la concepción de Kant: “Kant admite, con los empiristas, que la
experiencia constituye el punto de partida del conocimiento. Pero esto quiere
decir sólo que el conocimiento comienza con la experiencia, no que procede de
ella (es decir, obtiene su validez mediante la experiencia)”. Para este
filósofo del siglo XVIII la experiencia es “el área dentro de la cual se hace
posible el conocimiento. Según Kant, no es posible conocer nada que no se halle
dentro de la ‛experiencia posible’. Como el conocimiento, además, es
conocimiento del mundo de la apariencia […] la noción de experiencia se halla
íntimamente ligada a la noción de apariencia” (ibidem).
¿Pero qué es el “área dentro
de la cual se hace posible el conocimiento”? Kant se refiere a los conceptos,
elementos esenciales del entendimiento que permiten interpretar la apariencia,
descifrar la realidad (y la existencia). Dice: “Hay sólo una
experiencia en la que todas las percepciones se representan como conjuntos
completos y conformes a leyes, al igual que sólo hay un espacio y un tiempo en
los que se dan todas las formas del fenómeno y toda relación del ser o del no-ser”.
Y enseguida agrega: “Cuando hablamos de experiencias diferentes, éstas sólo son
percepciones distintas que pertenecen, en cuanto tales, a una única experiencia
general. En efecto, la unidad completa y sintética de las percepciones
constituye precisamente la forma de la experiencia y no es otra cosa que la
unidad sintética de los fenómenos obtenida mediante los conceptos.” (Crítica
de la razón pura, A 110)
AMPLIACIÓN DEL ESQUEMA
Esa “unidad sintética de los fenómenos obtenida
mediante los conceptos”, de Kant, ¿qué es? ¿Cómo llega a originarse, a
desarrollarse y a formarse en el entendimiento? Queda claro que se forma a
través de la experiencia, ¿pero, de qué manera? Kant nos remite a la función
que cumplen las categorías, y de allí en adelante se puede seguir el célebre
derrotero que traza como un iluminado ingeniero del conocimiento.
Aquí sólo nos detendremos en
una posible derivación inesperada, pues esa “área” o unidad sintética de los
fenómenos que se logra mediante conceptos parece no responder puramente a
conceptos sino también a habilidades contraídas en la experiencia, no de acumulación
simple de experiencias pasadas sino, especialmente, de una unidad
sintética de todas las experiencias. De conceptos, pero también y
fundamentalmente de patrones neurológicos cuya formación en el entendimiento
depende en su generación de lo que se haga con la experiencia vivida, con la
vivencia o con el acto en que la circunstancia reúne al problema de turno con
su eventual solución.
La idea inicial se esconde
en la experiencia, como surge de la definición tercera de Ferrater Mora, pues
ella tiene que ver con el conocimiento en forma directa en tanto “enseñanza
adquirida en la práctica” y no en tanto aprendizaje teórico o inducido. Se
trata de la idea según la cual la experiencia es el campo de actividad y acción
en el que la adversidad es transformada en su contrario por parte del mismo
sujeto, transformación de la cual resulta una impresión o fulguración que en lo
sucesivo se activa ante la necesidad de resolver problemas nuevos y revelar
misterios aún no revelados.
Este saber, pues, no es el
saber que vuelve a aplicarse una y otra vez ni una habilidad que resuelve un
problema muchas veces o realiza una tarea consabida con idoneidad. Es, en
cambio, la idoneidad adquirida en una circunstancia personal de resolución de
problemas, con una historia personal y a través de un recurso de creación
también personal. La que vuelve a operar de manera semejante a como opera el
sistema nervioso vegetativo por reacciones instintivas y automáticas del
organismo.
MÍNIMO DESARROLLO
El saber que se adquiere por experiencia propia,
en forma independiente de los demás saberes, innatos, adquiridos por trasmisión
o implantados en tanto contenidos que se memorizan y vuelven a aplicarse en
circunstancias semejantes, ¿cómo puede inspirar una interpretación posible de
la condición humana o en su lugar inspirar rudimentos para una filosofía?
Este saber exclusivo es el
que la determina y, si bien no es el que define definitivamente la realidad, al
menos es el que propone tentativamente qué es verdadero para la persona y qué
no, qué es real y qué no, y qué es el mundo y la vida, siempre en el fuero
íntimo. Da lugar a una interpretación primaria a partir del sistema problema/solución
del problema, eminentemente subjetiva y a la vez operativa. Es la que en
primer término echa luz sobre la famosa “área en la que se hace posible el
conocimiento" de Kant. Corresponde a la modificación del entorno del cual
forma parte el sujeto humano y que éste delimita a través de una acción
personal directa y propia, no implantada, cuyos alcances son únicos.
Así nace la concepción de la
realidad y el concepto de verdad que en última instancia maneja la persona,
aunque se adorne con los saberes adquiridos por transmisión o aprendizajes
inducidos. Sólo esa vía por la que en la experiencia se selecciona lo que es
capaz de convertir lo adverso en favorable (exitoso o no, pues puede resultar
favorable, aunque no decididamente exitoso) es la que se demarca en la historia
personal, la que tiene que ver con el saber en el que la persona puede confiar,
o en que solo confía en tanto no es desechado por otro llegado desde afuera que
lo desbarranca.
Viene todo a depender de
esta sencilla historia, una historia de acontecimientos innominados, no
fácilmente determinables, historia que ha estado en la base de los empeños,
trabajos, luchas, éxitos y fracasos y que funciona como generadora de pautas de
carácter recursivo, pensamiento y acción. Fundamentalmente, depende de esta
clave del saber personal la misma concepción del mundo y de la vida. Porque no
hay posibilidad de comprender nada y de desempeñarse con felicidad en el
entorno sin el acervo de esa inteligencia autónoma y superior que sólo se
adquiere enfrentando la adversidad y modificándola de alguna manera.
De la interrelación del
hombre y el medio surge la comprensión inicial de la realidad. De ella resulta
el grado de verdad y la índole de las ideas y creencias en la esfera
consciente. Pero la verdad y la índole de las ideas en la consideración
general, en la sociedad, la cultura, la ciencia y el pensamiento, son otras o
son las mismas ajustadas, pulidas y consensuadas, y comprenden el llamado conocimiento
humano. La misma interrelación aumentada es la fuente de la que se
alimenta el sentimiento de lo social, el reconocimiento del otro y la
predisposición a la convivencia. Pero la aumentada no se da sin la otra
disminuida.
Se adquiere por esta vía los
atributos del saber, y se alcanza el plano en el que se puede hablar de
conocimiento sistemático, de ciencia fáctica y social, de filosofía, de
derecho, etcétera. De manera que lo histórico personal se convierte en
histórico social e historiográfico, y aun en sentimientos estéticos. El
sistema problema/solución-del-problema es para entonces la
fuente del saber, la respuesta humana ante la apariencia y el disparador de
todos los demás sistemas de conocimiento.
19 EPÍLOGO: FILOSOFÍA Y PERSONA
Hemos venido presentando una idea sobre el
conocimiento, pero sobre el conocimiento de que dispone en su particular
situación y circunstancia un individuo humano cualquiera. Por esta razón
hablamos de saber, y de conocimiento sólo cuando
lo ha requerido el contexto. “Saber” parece algo más amplio, más
vago también, y es aquello con que cuenta como recurso cualquier persona en el
marco del conocimiento común y corriente.
La idea incluye el supuesto
de que lo decisivo de ese saber surge de las interrelaciones con el entorno y
no sólo del conocimiento adquirido teóricamente o por aprendizajes y tareas
mecánicas o reiterativas. Y también que esas interrelaciones son las que
permiten obtener algunas certezas sobre la realidad circundante y adquirir la
noción de verdad o de falsedad del mundo y de la vida, las que funcionan
directamente en los entornos y circunstancia de todos. Estas interrelaciones
nos suministran un saber elemental, primario, pero original, autopoiético,
sembrado y cosechado por medios propios y previo a todo conocimiento
sistemático.
A nadie escapa que palabras
como idea, saber, realidad, verdad, encierran profundos significados y
adquieren sentidos diversos en contextos muy diferentes. Los sentidos que les
hemos dado aquí son los sentidos comunes, las acepciones que solemos darles en
la vida práctica. Sólo hemos agregado la pretensión de que ellos son los que
más interesan a la filosofía.
Interesan a la filosofía
porque la filosofía también se funda en lo elemental y primario. También nace
como reflejo del accionar del hombre sobre el medio, como discurso que se
inspira en la relación directa con el mundo y en pulso idéntico al de la vida.
No quiere decir que la filosofía sea un saber independiente del acervo gigante
de todos los pensadores de la historia, nada de eso. Sólo quiere decir que sin
la aplicación del pensamiento en lo concreto y en lo darles en vivido
intensamente no puede innovar, formular sus preguntas de manera que despierten
nuevas respuestas y ayuden a revelar nuevos misterios.
Lo expresado hasta aquí es
cuestión conocida y compartida por muchos. No lo es, en cambio, que el contacto
con el entorno, el intercambio del cual surgen los componentes del sistema P/SP
o sistema problema/solución-del-problema (que por lo demás es
un concepto cuya importancia antropológica no ha sido destacada, hasta donde
sabemos), no produce sólo experiencia memorizable y lo necesario para asimilar
el conocimiento teórico sino, especialmente, experiencia integrada como saber
personal. Esta es la primera tesis de una teoría que hemos llamado vécica por
inspirarse en lo que encierra la palaba vez. Encierra lo ocurrido
en veces innumerables en las que hemos producido inteligencia y cuyo registro
en la memoria no interesa ya.
Es a partir del sistema P/SP
que el sujeto concibe el mundo y la vida, enlaza realidad y verdad, convicción
e incredulidad. Configura una visión general acerca del mundo y la vida que
orienta su pensamiento y su conducta en el ámbito personal y en el social. Es
una construcción propia y no una adquisición ya construida, del todo
vicisitudinaria y raras veces ordenada y natural: más edificada que adquirida.
De este sistema
participa todo ser humano, en grados de desarrollo diferentes,
pero siempre en desarrollo. Desde que cada ser humano posee una inteligencia
diferente, un cuerpo diferente, una moral, una sensibilidad, o sea, una
personalidad diferente, también ha respondido al influjo del sistema P/PS de
manera diferente, que puede parecerse a la de los demás, pero nunca del todo.
Esta particularidad obedece al sentido declarativo de la expresión “filosofía
de vida". Porque, en efecto, la persona, lo sepa o no, fuera de una manera
acabada o a medio acabar, posee una filosofía personal. Ha consolidado en su
mente una concepción de la realidad, experimentado sus favores e
inconvenientes, quizá sufrido en el proceso e, incluso, la ha modificado en su
desempeño de vida. Por lo que tiene un pensamiento elaborado o a medio elaborar
al respecto que es el que dirige su conducta.
El orden explicativo que al
respecto maneja la tradición filosófica es inverso. Busca explicar la relación
del ser humano con el mundo tomando como referencia el conocimiento alambicado
y consensuado. Se vale de él para contrastar las particularidades del
conocimiento común, del orden del saber primitivo, de las creencias, de la fe,
de la religión. Lo que pertenece al ámbito subjetivo no es confiable para la
tradición filosófica moderna, aunque se haya movido en ese ámbito asistida por
la razón y por la percepción sensible desde siempre. El filósofo ha olvidado
que la subjetividad tiene su asiento en la experiencia, como el conocimiento
objetivo, el más apreciado por la ciencia.
Paradójicamente, la
subjetividad brinda información más concreta que la objetividad, pues la
objetividad es pura abstracción. La subjetividad, en cambio, arraiga en lo
humano como la raíz de una planta en la tierra. Este detalle no emparenta la
teoría vécica con la tradición naturalista, con el supuesto de que la única
realidad es la naturaleza. Tampoco, como ya se habrá advertido, con el
idealismo subjetivo para el cual la realidad es una construcción de la mente.
Para el saber común no se
trata de desentrañar nada más que lo que atañe a la adversidad que en el entono
se opone a todo desempeño. La naturaleza comprometida en el entorno es conocida
por todos, y se puede vivir en ella sin explicaciones y aun sin ciencia. Y no
se trata de apoyarse en solo ideas, en las construcciones ocasionales de la
mente porque, en general, el saber común tiende a orientar al individuo en el
sentido de la acción inmediata, necesaria, más que en el sentido de una
elaboración mental que requiere de espacio y tiempo particulares.
II. EN EL UMBRAL
DEL SABER
MIRAR EL CIELO
“Estamos anclados en el presente cósmico,
que es como el suelo que pisan nuestros pies, mientras el cuerpo y la
cabeza se tienden hacia el porvenir. Tenía razón el cardenal Cusano cuando
allá, en la madrugada del Renacimiento, decía: El ahora o presente
incluye todo tiempo: el ya, el antes y el después.”
(Ortega y Gasset, 1991, 208)
De acuerdo con una primera impresión al
mirar el cielo surge la sospecha de que por allá arriba no hay momentos ni
tiempo, y que aplicamos nuestras pautas de medición a una realidad que
sobrepasa nuestro saber.
No estamos seguros de que en el universo haya
momentos, y es probable que todo en él se mantenga por siempre, sin principio
ni fin, como sostienen algunos cosmólogos (teorías estacionarias). Al sentido
común le es difícil entender el tiempo: el pasado porque ya pasó, el presente
porque es inapresable y el futuro porque aún no es. De acuerdo a la noción de
tiempo prácticamente no existiríamos, lo que resulta absurdo.
Tomemos un fragmento del
universo, una estrella, por ejemplo. Supongamos, sin que se trate de nada
científico, que la estrella empieza a formarse, alcanza lo que tiene que
alcanzar para ser estrella, existe como tal en tanto su energía se va
transformando, su combustible nuclear se agota y tras un larguísimo proceso
explota y muere. Todos esos estados relativos, las diferentes configuraciones
de la estrella y del espacio en que se resuelve su suerte, así como las
configuraciones de los diferentes componentes en torno a lo cual se define lo
que llamamos estrella, ¿es su presente?
Para un observador humano es
la suma de todos los acontecimientos, los del presente y los del pasado. Pero
¿de qué presente y de qué pasado? Es claro que es presente y pasado del
observador, no se sabe si de la estrella. Desde que existen humanos sobre la
Tierra la estrella Sol se mantiene incólume, posibilitando todos los presentes
de todos los habitantes terráqueos de todos los tiempos. Si bien pensamos que
el presente de cada momento humano se corresponde con el presente de cada
momento solar, parecería que los tiempos no son los mismos.
Todo induce a desconfiar de
estas comparaciones, pero es posible que el tiempo del Sol pueda ser medido en
una escala diferente a la humana, no con nuestras unidades de medida sino con
unidades cósmicas establecidas de acuerdo a movimientos, masas y otras
relaciones interestelares diferentes. De lo que se sigue que la noción de
transcurso de tiempo sería también diferente, y que, dadas las gigantescas
distancias entre las entidades estelares, también serían gigantescos los
tiempos. Y no hay más que dar un paso para concebir tiempos extremadamente
extendidos, respecto a los cuales los humanos serían insignificantes. Aún más,
se puede concebir un tiempo con duración prácticamente infinita, algo difícil
de comprobar y que se refleja patentemente en algunas teorías cosmológicas de
la más reciente astrofísica.
LA VARA DE MEDICIÓN
No podemos entrar en contacto con estos hechos
cósmicos sin que nos parezca que se producen de acuerdo a una cadena de
nacimientos, desarrollos, transformaciones y muertes. No disponemos de sentidos
capaces de abarcar el fenómeno tal como es en su realidad, en
forma independiente a las limitaciones perceptuales y cognitivas de los
observadores terráqueos. Por otra parte, la relatividad induce a imaginar
cuánto influye en nuestras observaciones y razonamientos la posición en que
estamos, las consiguientes perspectivas, el movimiento y la clase de
trayectoria que sigue el sistema Solar. ¿Cómo se podría imaginar que tales
hechos se producen sin tener que acotarlos a la comprensión de la mente humana?
No lo sabemos, pero se puede sospechar de cómo influyen esas limitaciones en
nuestro conocimiento del Todo.
Si fuera por cómo los
percibimos y pensamos, no apreciaríamos desde la Tierra los mil estados en que
conocemos ese Todo, los fenómenos del universo. Si sólo fuera por cómo
apreciamos aquí las cosas, de las que sólo se nos aparece el estado en que
están ahora, nos sería imposible entender nada del enorme espacio
en que un insignificante planeta gira en torno a una modesta estrella. Ni de
cómo resulta que nuestro sitio en el universo sirva de asiento para que se
desarrolle la vida, que lo inorgánico se metamorfosee en orgánico y lo orgánico
en inteligencia.
Por cierto, nos es posible
investigar la historia de un objeto o de un ser vivo en la Tierra, porque
también podemos apreciar muchos objetos y muchos seres vivos en ella, en sus
diferentes estados de desarrollo, y colegir cómo es la historia de cada cosa y
de cada ser vivo. Pero ¿qué quiere decir “historia” en el infinito dominio de
la realidad que sabemos comprende infinidad de galaxias, sistemas de galaxias y
grupos de sistemas de galaxias? ¿Tienen historia o sólo es presente, un
presente que tendríamos que aprender a concebir, para no decir observar? Hay
historia en la Tierra, pero ¿qué hace la diferencia con la historia del
universo?
Hay una diferencia y es la
que determinan los sentidos humanos en plena actividad, la actividad que
consiste en vivir. En la medida en que vivimos entre las cosas y los seres
vivos, en esta pequeña zona del Todo, es necesario que se mantenga en armonía con
nosotros, que somos una de sus partes. Es preciso que nuestro hábitat sea
procesado por el entendimiento, sus diferentes manifestaciones, sus estados,
desarrollos, nacimientos y muertes, transformaciones de unas formas en otras.
Satisfacemos tal necesidad atribuyendo un cierto orden a lo
que nos parece serie, un orden que llamamos razón. Todo lo que
conocemos se ha adecuado a ese orden, ha sido puesto en el entendimiento
gracias a él.
Ahora bien, el cerebro
funciona de acuerdo al mismo orden por él concebido. Se desarrolla siguiendo la
imperiosa necesidad de satisfacer los requerimientos de la vida, y de tal
manera que su poder de conocer, de cumplir con la misión vital que consiste en
hacer posible la vida, es el mismo poder de conservarse como tal, el poder de
vivir. Volver posible el conocer y volver posible la vida ha sido uno y el
mismo fenómeno que se nos aparece como dividido en dimensiones diferentes, una
corporal o palpable y otra mental e impalpable. Pero ambas componen una misma y
única actividad con los mismos procesos, que se enmarcan en la misma
naturaleza.
No tenemos otra alternativa
que aplicar nuestro cerebro para entender el universo, el mismo que nos permite
entender la vida y el mundo terreno y, además, al mismo cerebro. Tierra y
universo son dispuestos de tal manera que sus permanentes cambios, múltiples
movimientos, accidentes y cursos naturales, se disponen en una y otra de esas
dimensiones. Y en tanto series de transformaciones, como dimensión palpable y
como dimensión impalpable, como presente o como pasado. Pensamiento, materia,
hechos, todo en algunos de esos compartimentos estancos.
LA VARA DEL TIEMPO
La razón nos permite comprender un universo que
posiblemente requiere otro instrumento para ser comprendido a cabalidad. En
todos los grados posibles de sus aplicaciones, matemático, físico, filosófico,
psicológico, etcétera, el cerebro espera encontrar, aún más allá de su puesto
de observación terreno, una realidad que responda al mismo orden en que ha
observado a la realidad local, porque no dispone de otro. Las magnitudes
locales no alcanzan y se conciben magnitudes cósmicas: el año luz, el parsec, la
unidad astronómica, los eones.
Justamente, disponer de otro
orden capaz de descifrar los misterios del universo –y de paso los de la
Tierra– es a lo que tiende la ciencia de hoy. Tiende a perfeccionar el mismo
orden sin desviarse de sus fundamentos racionales y sólo ampliándolos. Con ello
permite que la razón flexibilice sus principios o genere otros nuevos y los
acomode para que no contradigan y en cambio corroboren la veracidad de sus
supuestos, observaciones, teorías, comprobaciones y demás requisitos teóricos y
experimentales. Igualmente, la filosofía tiende a flexionar el rigor de sus
especulaciones respecto a la vida y a lo que abarca como mundo conocido.
Lo diferente
entre apreciar el todo en el universo y el todo en la Tierra, pues, consiste en
que no nos es posible flexionar ese orden, los principios y fundamentos
racionales de modo que sean capaces de abarcar la realidad cósmica. Esta realidad,
aunque comprenda la misma realidad que conocemos en nuestro entorno solar,
se aprecia de otro modo. Y el modo de apreciar humano es
relativo a tamaños, a masas, a movimientos celestes locales o a múltiples
formas de manifestarse la energía. En la escala del hombre todo se aplica de
acuerdo a la razón, a la lógica, a la matemática, a la ciencia. Pero no hay
cómo aplicar la escala del universo al hombre, la que se ajusta a tamaños,
masas, movimientos, expresiones de la energía que requieren una ampliación
inusitada de la razón.
Es curioso que podamos
“tocar” la radiación de fondo de microondas, pero que no podamos hacerlo con
restos de la energía consumida en nuestro nacimiento. Sólo contamos con relatos
de nuestros padres, con fotos o videos que nos remiten irremediablemente a un
pasado del cual nosotros somos el rastro. Porque nos vemos restringidos a
confirmar como existente sólo lo que se puede percibir, o lo que se capta
mediante instrumentos que hemos inventado para potenciar los sentidos. La
fotografía de un bebé es uno de esos instrumentos.
Lo que
aquí se nos aparece en pequeño lo pensamos como posible en grande. En la misma
Tierra se nos presenta al entendimiento la oposición entre lo grande y lo
pequeño, así como otras oposiciones como lo que existe y lo que no existe, lo
que tiene vida y lo que no la tiene, lo que es posible percibir y lo que no, lo
que tiene movimiento y lo que está en reposo, etcétera. En cuanto a todo esto,
la razón aplica un mecanismo funcional a la comprensión: lo perceptible, es
decir, lo que queda al alcance de los sentidos, se dice que responde al estado
de cosas del presente, mientras que lo que ha dejado de ser perceptible
responde al estado del pasado, así como lo que se supone que alguna vez será
perceptible responde al estado del futuro.
Por otra parte, si algo deja
de ser perceptible, sea un ser vivo porque ha muerto, una nube porque se la ha
llevado el viento o un navío porque ha desaparecido tras el horizonte, sabemos
que se ha convertido en otra cosa o que está en alguna otra parte o que algo
interfiere nuestra percepción. La remisión de las cosas a las tres dimensiones
del tiempo no es todo con lo que contamos: también poseemos la noción de
cambio. Ha cambiado de ser vivo en ser muerto, la nube ha cambiado de lugar, el
navío se ha ocultado a nuestros ojos. Sin embargo, algo que se remite al pasado
de algún modo se mantiene en el presente merced a una transformación que cambia
su apariencia, pero no cambia en su esencia ni pasa a otra dimensión del
tiempo.
PARA EL UNIVERSO NO HAY TÉRMINOS DE COMPARACIÓN
Por esta razón decíamos que en el universo
apreciamos el tiempo de manera diferente a como la apreciamos en la Tierra.
Parecería que para el universo no existe la posibilidad humana de aplicar
pautas de medición, y que “todo depende del cristal con que se mire”. Los
diferentes estados físicos transmitidos por la percepción son conocidos a
través de las pautas de la escala humana. Estas pautas se desdibujan en la
escala cósmica o no sirven a la comprensión inmediata, aunque sirven a la
matemática. Luego, la matemática nos ayuda a comprender esos estados físicos,
aunque no a percibirlos como los de la escala humana.
No parece posible confiar en
términos de comparación al mirar y admirar el universo. Sea, por ejemplo, una
estrella; es muy difícil determinar su pasado, su presente e igualmente su
futuro. ¿En qué estado de la estrella nuestra percepción descubre lo que llega
a conocer de ella? ¿Coinciden los presentes temporales? El tiempo de una
estrella medido de acuerdo a la escala humana sólo tiene sentido para la
ciencia, la que “traduce” su conocimiento para que pueda asociarse a nuestra
vida, a nuestro mundo, a nuestra comprensión.
¿Se podría pensar en una
clase de conocimiento de orden universal, en una razón
elevada a la potencia cósmica, en un conocimiento diríase absoluto desprovisto
de cálculos? Algunos descubrimientos científicos, como los de
última generación en materia de cosmología estacionaria, corroboran el supuesto
de que todo está ahí desde siempre. Por lo que, sin tomar esta referencia como
algo definitivo, deberíamos conocerlo y comprenderlo sin traducción ni cálculo.
Pero decimos “desde siempre” sin conocer con exactitud el significado de esta
expresión. Porque se aprecia claramente que a grandes escalas no hay tiempo
terrestre, no hay “siempre” ni “nunca” al menos como concebimos estas nociones
a escala humana.
Al parecer se trata de un
recurso forjado por la mente (Kant) a través de la evolución (Darwin), para
reducir la apariencia a las exigencias de la comprensión, el recurso que
llamamos “razón” o, mejor, razón pura. Acomodamos la apariencia en
arreglo a la realidad terrenal, que es comunicada y elaborada por el sistema
nervioso, pero que todavía no ha evolucionado lo suficiente como para adaptarse
a la realidad cósmica –así como el cuerpo humano no está adaptado originalmente
a la vida en el espacio. Decimos que la luz recibida desde una estrella lejana
puede ser la luz de una fuente que ya no existe, pues, como la luz tarda en
recorrer la distancia que la separa de nosotros, quizá ya se ha extinguido.
Pero ¿ya no existe? Queremos decir que su estado no es el estado de la estrella
en su plenitud. Pero ¿cómo es que no existe? ¿Qué es de lo que en ella ya no
existe?
El pasado es una invención
con la que resolvemos el inconveniente de no poder percibir el proceso en su
integridad. Es más convincente, aunque no definitiva, la idea de que no hay
pasado y que todo está aquí y allá, sólo que transformado. Que la idea de que
algo pasó y no pertenece ya al dominio de la percepción es del todo
cuestionable. El problema remite al reino de los problemas de grado. Quiere
decir que la percepción no se suspendería por una desaparición de lo percibido,
que sigue en pie, sino por un cambio en los estados físicos en una escala de
grados, y que esta escala va de lo que para la percepción en su inicio es
plenamente perceptible a lo apenas perceptible y a lo imperceptible.
Existiría una cisura que
dividiría la comprensión en el plano de unas grandes dimensiones, o que la
reduciría en el plano de unas muy pequeñas, como las del mundo cuántico.
Podríamos esperar, para ser modestos, una mayor probabilidad de que se debiera
a la insuficiencia de nuestra capacidad de conocimiento y no a la ingente
complejidad para nosotros de la realidad del universo. Desde un punto de vista
espacial, y en relación a lo que cuantitativamente representamos para el
universo, ¿qué representamos como observadores y conocedores en cuanto a los
misterios de ese universo? Quizá muy poco.
EN EL TRABAJO DE LA MENTE NO HAY MOMENTOS
Estamos llenos de imágenes e ideas, de deseos y
proyectos, de sentimientos y emociones, y todo se combina con la información
empírica o teórica recibida por la mente. Pero para conocer, para llegar a
disponer de una verdad personalmente definitiva, nos valemos de algunas pautas
generalmente refrendadas en la experiencia. Así como en la memoria de
trabajo no hay momentos, y cada contenido está a disposición de
cualquier circunstancia de vida, también, los que fueron momentos en la
actividad espontánea de la mente se disponen ahora para el trabajo en lo
concreto bajo cualquier circunstancia.
Por cierto, la vida de cada
persona está cifrada por los años, meses, semanas, días y momentos diferentes
que componen cada día. Y si la persona puede recordar los hechos vividos en
cada una de estas unidades temporales, aplicando sólo la activación de su
memoria y recomponiéndolos hasta donde puede en sus desarrollos cronológicos,
también encuentra en ellos una funcionalidad no exactamente temporal. Se
disponen en la mente como chispazos, como destellos que asoman aleatoriamente
ya no para para servir a la memoria. Son rémoras de los hechos y procesos de
vida que no repiten la historia, que son nuevos, que han impreso en la mente
enseñanzas y habilidades que se asocian operativamente a las circunstancias
presentes.
Estos chispazos se
desprenden de sus fuentes originarias, de las determinaciones espaciotemporales
en que surgieron, de las circunstancias específicas en que se produjeron por
primera vez en tanto hechos de experiencia. Y entran a formar parte de la inteligencia
como atributos particulares, idoneidades individuales o saber personal.
Ya no se los puede remitir ni al pasado ni al presente, porque ahora son parte
de la inteligencia y están a la disposición de la voluntad de la persona bajo
las condiciones de cualquier eventualidad. Su consolidación como facultad
inteligente parece descubrir, y hasta comprobar, inadvertido entre las
insondables potestades de la mente, el rango de las escalas temporales
ajustadas a otro orden de la razón, a otra de sus escalas de grados referida al
tiempo y no operativa conscientemente.
Los recuerdos a veces se
enlazan con la actualidad sin motivos aparentes, a veces por querer o necesitar
que vuelvan a la memoria. También reaparecen por no se sabe qué razón que los
impulsa a recrearse imprevistamente. Se trata ahora de identificar una clase de
legado de la historia personal que vale por su funcionalidad, por haberse
integrado no como recuerdo sino como medio de conocimiento, como forma
aplicable en la actualidad y surgida a través de la experiencia individual.
En ese sentido, además de la
posibilidad de que la persona cuente con el poder de recordar todos o casi
todos los momentos vividos, de los cuales le es posible extraer enseñanzas
útiles para resolver problemas en el momento presente en que vive, también
puede apelar a una capacidad propia forjada en el encuentro con el mundo y a
partir de un material no propiamente memorístico. Esta posibilidad es la que
tiene que ver con su posicionamiento respecto a la realidad del mundo, a lo
verdadero del mundo, es decir, al concepto personal acerca de qué es verdad y
qué no es verdad en el mundo.
LA VERDAD EN CONSTRUCCIÓN
Los sentidos se ocupan de confirmar la existencia,
lo que hay, lo que se comprende en el espacio y el tiempo. Pero no pueden
ocuparse de confirmar el resto, lo que “existe” en el dominio del pensamiento y
de los sentimientos de toda clase. ¿De dónde extrae el hombre el conocimiento
al respecto? Comprueba la existencia mediante los sentidos, pero la existencia
se presenta de muchas maneras al entendimiento y, sea cual fuere su manera de
presentarse, el entendimiento necesita confirmarla al menos de acuerdo a un
grado de verdad. Este grado de verdad consiste sólo en establecer
una relación de amistad con la existencia, una correspondencia entre lo que
existe de por sí, las cosas, los hechos, los seres, la naturaleza, la tierra,
el mar y el aire, en fin, y lo que de todo ello conviene al
hombre.
Lo que no se sabe y quizá no
importa si conviene o no al hombre es la realidad, pero la verdad es algo
diferente, bastante complejo y amplio. Es el impulso por discriminar en la
existencia lo que en ella se nos aparece, lo que resulta en tanto apariencia y
en tanto ilusión y fantasía. Y es también lo que conviene al hombre en una gama
muy amplia de asuntos fundamentales: entender la existencia, implicarse en
ella, intercambiar con ella, contribuir con ella en el sentido de atribuirle un
sentido, justificarla, aprovecharla o rechazarla si no es conveniente, y
determinar cuál es la realidad definitiva, la realidad real. ¿Conveniente para
qué? Pues, para sobrevivir, pero también y especialmente para vivir sin la
urgencia de sobrevivir.
Verdad, por consiguiente, es
algo fundamental para quien existe y es real, tanto como las cosas, los hechos
y los seres vivos o animales. Desde que el hombre es una existencia como
cualquiera otra, el conocimiento que tiene de sí mismo también está expuesto a
la fantasía y a la ilusión. Forma parte de la apariencia como toda existencia
sometida al entendimiento, y por ello necesita de la verdad para no caer en un
conocimiento erróneo de lo que es él mismo en tanto contribuye a aparejar la
existencia del mundo. El conocimiento pulido por la verdad es la realidad real,
por más que debe perfeccionarlo permanentemente, recrear y ajustar una y otra
vez su propia imagen y la imagen del mundo.
El hombre modifica el mundo
y el mundo lo modifica a él, y a través de esa reciprocidad encuentra la
confirmación de la realidad como existencia conveniente, es decir,
como realidad verdadera. Por supuesto, puede confirmarla también a través de
deducciones o supuestos no experimentales; puede confirmarla en la práctica y
luego realizar la proyección de sus confirmaciones por vía de hipótesis,
inferencias e intuiciones sugeridas por la práctica. Da con una red de
relaciones en lo sustancial libre de los engaños de la apariencia, y en eso
consiste su saber personal y, de manera más compleja, el conocimiento general.
Una vez que el ser humano es
visto a través de este cuadro, en el cual la individualidad es un fenómeno
estrechamente ligado a la experiencia, y la experiencia a la historia personal,
empieza a despejarse el problema del conocimiento de que se pueda disponer. Nos
referimos especialmente al saber de cada persona y que se va asentando a través
de la experiencia, no sólo al conocimiento acumulado por la colectividad o
conocimiento establecido y consensuado del cual igualmente el sujeto puede
valerse. En materia de experiencia conviene distinguir con claridad la
experiencia individual y, en lo que a ella concierne especialmente, la
vivencia. La vivencia es el contacto íntimo de la persona con el entorno, el
encuentro particular con cada una de las vicisitudes que le acechan en el curso
de la vida, la clase única de impacto que los hechos tienen en la mente y en el
espíritu y, a su vez, la clase de resultados impresos en los hechos y en las
cosas.
LA MENTE DE TRABAJO
Se trata de la dialéctica por la cual en el sujeto
del saber se va trazando el mapa de una verdad probable, la más cercana a la
que puede concebirse como ideal. De una verdad inicialmente establecida sólo
para él y en la circunscripción de la actividad con consecuencias sólo para él
y por él impresas en el entorno. Una verdad personalizada y forjada a través de
la actividad concreta, las conductas en el trabajo, en las relaciones
familiares y sociales, en las aficiones, obligaciones, simpatías y antipatías,
etcétera. En el entorno de una experiencia en construcción, siempre inacabada,
perentoria, provisoria, aunque operativa teórica y prácticamente, se resuelve
una verdad bajo las mismas limitaciones y condicionantes.
La mente en tanto trabajo
funciona de una forma especial cuando se trata de responder a los
requerimientos complejos de la circunstancia, a las circunstancias cuando
acarrean problemas y a los problemas cuando solicitan soluciones que
literalmente hay que inventar en el momento o que, fuera del momento en que se
presenta el problema, hay que encontrar contando con espacios y tiempos
suficientes. Hay una mente de trabajo, como hay una memoria
de trabajo, aunque es preciso señalar una diferencia importante. La mente
de trabajo no almacena información ni la procesa, como en el caso de la memoria
de trabajo. Ya hemos visto que apela a una derivación histórica de información,
no a la información en forma directa; al resultado de procesos ya terminados en
torno a la información y a lo que en la vivencia se ha hecho con ella.
En cuanto a la indiscernible
conjunción de memoria y mente de trabajo, en mutua y estrecha colaboración, se
observa y resulta notorio en la práctica que las personas aplican la segunda,
la mente de trabajo. Parece ser la que gobierna el proceso de resolución de
problemas y la que suele conducirlo a un fin con resultados positivos. Todos
resolvemos nuestros problemas de manera personal, aunque apliquemos las mismas
fórmulas, las mismas instrucciones o las mismas habilidades adquiridas. Pero en
el modo como las aplicamos se definen tales resultados en una cantidad de
veces, veces eventualmente exitosas o parcialmente satisfactorias y a veces del
todo fallidas.
No podría explicarse, de lo
contrario, que diferentes individuos obtengan tan diversos resultados
aplicándose en realizar las mismas tareas con la misma clase e igual cantidad
de dificultades en oportunidades en que el entorno presenta las mismas condiciones,
adversas o favorables. En tales casos no sólo se activan las carencias o los
dones naturales, la vertiente genética, lo biológicamente hereditario, pues
esto también pasa ineluctablemente por el filtro de la experiencia personal al
manifestarse. Y esa experiencia es una sola, única para cada individuo. Del
mismo modo, lo proveniente del entorno y que contribuye al éxito o al fracaso
de la gestión, no funciona sin antes pasar por el tamiz de lo personal,
subjetivo y espiritual, el gran asimilador y acondicionador que se ha fogueado
en la experiencia.
Una conclusión posible que
se desprende de todo lo anterior es la siguiente: observado el universo de la
manera como lo observamos los humanos desde aquí, resulta que para nuestro
saber no es posible dar con momentos tales como los que detectamos en nuestro
entorno e involucramos con el tiempo. Tal particularidad sugiere que el tiempo
y sus momentos terrestres tienen que estar afectados por alguna clase de
distorsión o de omisión o de complementación por parte de nuestra mente. Y que
no hay una verdad para el tiempo que no sea la que surge de la conveniencia para
los humanos de refrendarse a través de su pasaje por el mundo, quizá la única
verdad de la cual se pueda hablar, además de la verdad establecida por la
ciencia.
MIRAR LA
TIERRA
“Reparen que
de todos los puntos de la tierra el único que no podemos percibir directamente
es aquel que en cada caso tenemos bajo nuestros pies.”
(Ortega y Gasset, 208)
De acuerdo con una primera impresión al mirar nuestro entorno surge la
sospecha de que no sólo vivimos este presente temporal. Nos da por pensar que
somos algo más que comparecencia, más que otra de las evidencias del mundo.
De ninguna manera nos da por pensar en que podamos
ser algo extravagante, mistérico, esotérico; es algo diferente y cristalino. La
fuerte impresión que nos produce todo lo que apreciamos en el mundo, la
naturaleza exuberante de la tierra y la enormidad inabarcable del universo nos
induce a pensar en nosotros. A pensarnos como uno de los detalles de un
espléndido cuadro en el que todo parece querer desprenderse de sus marcos por
su vitalidad, su esplendor y su energía. Nos induce a suponer algo que se justifica
de por sí solo: que, en tanto también somos naturaleza, asoma en nosotros o se
esconde furtivamente algo de esa exuberancia y de la enormidad que caracteriza
a lo que existe.
Salvo que inmediato a este
pensamiento sigue el que nos previene acerca de que esas atribuciones no se
aprecian fácilmente en nuestras conductas. Que, por desgracia, las cualidades
que sobrepasan el término medio, en el que es más fácil concebirnos, no son las
que sin duda nos caracterizan. Que la riqueza, la plenitud, el desbordamiento,
la exuberancia, la enormidad, fácilmente apreciables en el universo, se
reflejan en la naturaleza humana más como potencia que como acto, más como
posibilidad que como realidad concreta. Enseguida comprobamos, y lo comprueba
fehacientemente la historia, que la naturaleza humana o, más exactamente,
la condición humana, se manifiesta plena de ambiciones y
realizaciones que con demasiada frecuencia se pinchan y desinflan.
Enseguida de reconsiderar
estas reflexiones surgen otras, como la que nos conduce a rememorar todo lo
bueno que hay en el hombre, sus hazañas, creaciones maravillosas, la ciencia y
el arte, la tecnología, la arquitectura, las maravillas de la ingeniería antigua
y moderna, la tecnología, en fin, la abnegación conquistadora de tantos
beneficios, innovación y descubrimiento, aquello que no sólo es potencia o
posibilidad, no sólo intención o deseo, sino también acto, obra realizada,
cultura. ¿Por qué dudamos de la naturaleza del hombre? ¿Por qué a veces la
elogiamos y otras la estigmatizamos? ¿Por qué hay tantos que la ponderan y
tantos que la condenan?
NATURALEZA HUMANA Y CONDICIÓN HUMANA
No todo lo que somos está al alcance de la
comprensión; no puede percibirse ni puede deducirse fácilmente. No porque
seamos la asociación de dos dimensiones, una visible y otra oculta, sino porque
somos algo en marcha, algo que se realiza permanentemente, y es difícil
apreciar a cabalidad. En el universo todo está en marcha, si bien en nosotros
esa marcha es evidente sólo a partir de determinados hechos. En algunos de
nuestros hechos parece que esa marcha debe completarse desarrollándose a sí
misma, recreándose, modificándose, rompiéndose y al mismo tiempo
reacondicionándose. Como si de una sola y única vez la naturaleza no hubiera
dotado de lo necesario para ser lo que somos, o sólo contáramos con una especie
de programa que cumplimos de una manera azarosa. La Creación parece ser la
puesta en marcha de un proyecto tanto más que un extraordinario fenómeno
cumplido, obra en construcción más que edificio a estrenar. Proyecto iniciado
pero inacabado, la creación está permanentemente recreándose,
completándose, modificándose hasta algún punto en que se deja reconocer como es
habitual reconocer en nuestro entendimiento más perspicaz.
No se realiza sólo por la
obra ineluctable de la naturaleza, que lo realiza todo. Especialmente los
humanos debemos completar lo que nos es dado, como seres entre todos los seres
vivos y con particularidades muy diferentes a las que tienen los demás. Debemos
volver palpable lo que aún no somos, y porque en puridad no sabemos a ciencia
cierta qué es ser completos corre por nuestra cuenta definir
en definitiva lo que somos o, mejor dicho, lo que vamos a ser o lo que elegimos
ser. Por esta sencilla razón decíamos que no todo lo que somos está al alcance
de la comprensión ni puede percibirse ni deducirse fácilmente.
Es el drama del hombre, el
no saber en qué consiste su verdadera naturaleza, que a veces parece una y a
veces parece otra. El ignorar a qué se llama hombre con
significado claro, sin sombras y sin agregarle atributos de nuestra parte. Si
llamamos así a la imagen que tenemos en el ahora, en el lugar y el
momento en que vivimos, o si responde a otro significado aún no vislumbrado,
que quizá lo sea en un lejano futuro. Surge pues una diferencia crucial entre
la noción de naturaleza humana y la noción de condición humana.
Sabemos que la primera también oculta sus designios últimos, pero el
descifrarlos no cuenta entre nuestras responsabilidades (salvo la de
preservarlos, sean los que fueren). Y conocemos la segunda, la condición
humana, en su realidad coyuntural y cambiante, en su vicisitud, en su
peripecia, en su aventura aún sin desenlace. La primera marcha por sí misma,
realizándose por sí sola, mientras que la segunda no marcha sin que la
impulsemos nosotros en la búsqueda de un sentido final.
LA MEMORIA Y LA CHISPA
Se supone, finalmente, que vivimos sujetos a un
tiempo no fluyente sino cambiante. A un fenómeno que no es el de fluir desde el
pasado al futuro sino el de cambiar, el de que todo cambia como denuncia la
canción, “cambia lo superficial/ cambia también lo profundo/ cambia el modo de
pensar/ cambia todo en este mundo”. En otras palabras, que la idea que hacemos
del tiempo como paso fantasmal e inflexible por el cual todo termina
desapareciendo del horizonte perceptivo, es en realidad una clase de fenómeno
que se corresponde con la condición humana, no con la naturaleza humana.
Lo que invita a reconsiderar
aquella fórmula genial en la que un filósofo de grado extraordinario había
prescrito: que no somos solamente un yo, sino que, además de ser un yo
integramos la circunstancia en la que comparecemos. Se acordó José Ortega y Gasset
de que hay algo más, en un sentido completamente innovador por cuanto, al yo o
ser solo que somos, se agrega un ser sujeto a la realidad circundante y
concurrente.
Analicemos esa
circunstancia. En primer lugar, es una circunstancia especial y no cualquier
circunstancia; no la que se vive en un incidente o en un escenario casual en un
momento cualquiera. Es la circunstancia que va con el ser íntimo en todo
momento, en todo tiempo y lugar, lo que ha hecho la circunstancia con el yo más
que lo que hace el yo en una circunstancia cualquiera. Debería decirse que
integra el yo y no que sirve de contenedor incidental a un yo independiente que
fluctúa buscando la oportunidad de ser.
En segundo lugar, esa
circunstancia que funge como parte indivisible del yo, es histórica, es la
circunstancia de una vida y no el vivir en una circunstancia. Es el influjo de
la vicisitud en la persona y no el de la persona en la vicisitud. Vale decir, el
resultado de vivir ya hecho, recibido, asimilado y vuelto carne. Diríase que el
mundo de la persona, su entorno y su dintorno, ha encarnado en ella, así como
la persona de carne hueso se ha vuelto mundo. En esto puede influir la
acumulación de los hechos de vida involucrados, pero esa circunstancia de la
que hablamos ya no se corresponde con las vicisitudes vividas ni con el
conjunto de todas ellas almacenado en la memoria. Es, en cambio, el destello
permanente de su historia, su historia hecha presente intemporal.
Es decir, sin un más ni un
menos, que el yo, la persona en su esencia íntima y en la hondura de su
subjetividad profunda, se define como el ser que ha superado al tiempo o que lo
ha transformado en un ser consciente y facultado para enfrentar los problemas y
la adversidad a partir de cada una de sus infinitas peripecias personales. Que
no es sólo individuo, sólo cuerpo y cerebro sino, sustancialmente, tiempo
vuelto historia, entendiendo ahora por historia la síntesis virtual de toda la
vida transcurrida y vivida. Así, pues, ese yo y su circunstancia no es un dúo
sino una sola entidad consolidada e independiente del tiempo.
Es una sola realidad humana
en cuya definición no cuenta la cadena de hechos sino el trabajo de la cadena.
No la serie sino lo que el sujeto en su historia ha hecho con la serie, lo que
ha convertido selectivamente de la serie en un primer y a la vez último
elemento, en el antecesor y el sucesor fundidos en un único componente
representativo de todos. Porque para la persona no cuenta la acumulación o
serie de momentos y lugares, de circunstancias físicas o de estados mentales,
sino aquello que se ha impreso en su mente y activado en su inteligencia.
De lo dicho hasta ahora se
puede concluir que el edicto “yo soy yo y mi circunstancia”, del cual Ortega y
Gasset infiere “si no la salvo a ella no me salvo yo” (Meditaciones del
Quijote), esconde una particularidad única. Se trata de una historia dentro
de la otra, una corporal y cronológica y otra psíquica y atemporal. Un dominio
que corresponde a la historia personal como se concibe en términos comunes y
corrientes, y un dominio que, si bien corresponde a la historia personal, pasa
inadvertido por tratarse del que por selección se ha convertido de trayectoria
de vida en saber o, más exactamente, de experiencia de vida en facultad
intransferible de conocimiento, en posibilidad efectiva de un saber
acondicionado por la especial manera en que manifiesta la condición
humana en el pensamiento y en la conducta de cada persona.
Y decimos que pasa inadvertido
por tratarse de un dominio histórico-personal ya perdido en los laberintos de
la memoria. Una experiencia indiferente respecto a la mnemotécnica, la remisión
a un pasado innominado como la que hacemos al exclamar “alguna vez pasé por ese
sitio” o “¡he oído hablar de eso tantas veces!”. Remisiones hechas casi sin la
conciencia de que en nuestra mente se activa lo que no vale por actualizarse en
tanto contenido determinado sino por una relación indeterminada
que se activa digamos en el “aire” de la mente. En estos casos la
comprensión resulta de una chispa que salta cuando el saber personal enfrenta
un problema, tiene que revelar un misterio o cuando responde preguntas en la
interlocución cotidiana.
LA FUENTE OBJETIVA
Ortega nos explica en qué consiste ese conocer que
en el plano corriente y personal distinguimos remitiéndonos a un saber
personal: “Conocer es no contentarse con las cosas según ellas se nos
presentan, sino buscar tras ellas su ‛ser’. ¡Extraña condición la de este ‛ser’
de las cosas! No se hace patente en ellas sino, al contrario, pulsa oculto
siempre debajo de ellas, ‛más allá’ de ellas.” (¿Qué es filosofía?,
Apéndice) ¿Qué hace el hombre en su intento de correr el velo a este
ocultamiento, especialmente cuando lo que se oculta es la mismísima solución de
un problema?
En su vivir de todos los
días, en sus situaciones conflictivas, en sus apuros, en sus pequeños y en sus
grandes dramas, ¿la persona se vale sólo de su memoria, sólo de sus recuerdos
en situaciones anteriores parecidas, y vuelve a aplicar las soluciones exitosas
que le permitieron encontrar respuestas adecuadas? Claro que no, ni acude a los
libros, ni asiste a ningún curso para aprender a superar las dificultades.
La situación conflictiva,
sin solución fácil y rápida, en términos generales se presenta en prácticamente
todos los momentos del diario vivir. La intencionalidad y los movimientos por
parte de la persona se proponen siempre un cambio de estado desde lo no
realizado a lo realizado, aun cuando no se trate de problemas ni de
dificultades. Es el paso desde la tarea por hacer a la tarea hecha y cumplida.
Y lo que entonces salta en chisporroteo en la mente es lo que ha permanecido de
la circunstancia específica; pura neurología o lógica de la inteligencia, pura
dialéctica neural. Es aquello que la experiencia formaliza como esquema
genérico de aplicación a partir de ocasiones, de turnos en los que ha
fructificado la vivencia o las veces vivenciadas, no importa cuáles. Consiste
en lo que se ha incorporado desde lo concreto al plano de las habilidades
mentales del sujeto. No exactamente el contenido grabado en la memoria, sino la
huella o pauta operativa, el cálculo o algoritmo a disposición después de haber
sido incorporado a la mente como recurso operativo.
Es posible que la
circunstancia orteguiana se configura merced a la obra secreta de las veces
indeterminadas en las que han prosperado los determinantes importantes del
saber. No por ninguna de las situaciones pasadas que puedan sugerir soluciones
parecidas ni por una síntesis o suma de tipo algebraico con poder de resolución
para cualquier problema. Tampoco por la invocación de alguna de las situaciones
actualizadas como inducción retrospectiva o inferencia que Aristóteles llamó
“abducción” y los filósofos modernos “retroducción” (Rosenblueth, ver
referencias). La “materia” de que está hecho el yo de la circunstancia
orteguiana proviene, a todas luces, de la experiencia objetiva, no sólo del
acervo subjetivo habitualmente considerado como fuente poco fiable de
conocimiento.
La raíz objetiva del yo,
pues, se descubre en el vaso comunicante que enraizado en la experiencia
vicisitudinaria se desarrolla como el tallo de una planta o el tronco de un
árbol. Se concilian dos vertientes que no se oponen ni se contrarrestan y que
se complementan en una participación compartida en el desempeño de la persona
observante y cognoscente.
VIDA Y SABER
La vida no sólo es una conjunción o una sintaxis
de pasado, presente y futuro. La forma en que se generan los saberes sobre el
mundo, la apreciación del universo y la misma toma de conciencia sobre nosotros
mismos; parece que son algo más. El saber con el que nos manejamos en la vida
nace y se desarrolla en la medida en que nace y se desarrolla la misma vida. La
producción de recursos para que el saber y la vida se desarrollen y crezcan
consiste en el contrapunto de dos fuerzas que se alimentan entre sí en mutua y
recíproca correspondencia. Entonces, surge la sospecha de que no sólo vivimos
este presente temporal.
Se levanta la sospecha al
parecer indemostrable de que somos algo más que comparecencia, algo más que
otra de las evidencias del mundo. Además de ser somos también
el qué somos que revela nuestra esencia, lo intrínsecamente
humano que nos distingue. Conjuntamente con existir sin más, la simple
comparecencia como criaturas del mundo, somos a su vez la esencia de nuestro
propio existir. Y esa esencia es la que aparece sorpresivamente, rompiendo
todos los esquemas, penetrando la apariencia a la que nos acostumbran nuestros
sentidos primarios.
¿A través de qué medio se
manifiesta esa esencia en el diario vivir? En el saber, nada menos, en el
desempeño por el cual despejamos nuestras grandes dudas, superamos los mayores
obstáculos y nos realizamos a través de obras que compiten con la naturaleza.
Al punto que nuestra presencia en el mundo, que es igual a la de cualquier ser
vivo, como igual a la de los objetos, es más esencia que existencia, es
realización por el saber más que realización por el simple ser y el
consiguiente vivir. Esta extraordinaria dimensión, que rompe el esquema
espaciotemporal, se reconoce en tanto es la que nos permite ser lo que somos.
Lo que nos permite ser en nuestro qué somos, en
el es fundante que está a la altura de nuestra comprensión por
más que se esconda a los ojos.
En el intento de explicar
qué somos nos tendemos una trampa a nosotros mismos. Nos descubrimos y
definimos como lo hacemos con todo aquello que se vuelve necesario descubrir y
definir. Como si fuéramos parte común de la apariencia, de la otredad en
la que deseamos irrumpir para desentrañarla y apropiárnosla. Lo que por encima
de todo sentimos como ajeno, completamente fuera de nuestro saber y
cumplidamente extraño, es la particularidad por la cual la existencia
deja de existir al abandonar el presente: la noche de los tiempos, la
muerte, la nada, el antes y el después.
De manera que no resultamos
ser más que un presente histórico, que existencia y realidad estrictamente al
alcance de los sentidos. Sin embargo, ser históricos no es participar como un
fragmento, como una fracción del eterno realizarse de los tiempos. No somos
historia como lo es una partícula que asoma casual y fugazmente a través de un
pequeño y breve intersticio al alcance de los sentidos. No somos historia
solamente en el espacio de un instante de la eternidad gracias al cual se
vuelven posibles la luz y el esplendor de la conciencia.
Más bien, somos historia
como lo es un electrón que atraviesa simultáneamente dos –nosotros quizá tres–
rendijas diferentes en la misma pantalla plana. Entendernos como historia “en
el tiempo” no es sino sustraerle integridad al ser humano, suscitar el espectro
de las dimensiones concebibles sólo en el presente, una ya ida y otra por
venir. Ser parte de la historia, por tanto, no es encontrarse eventualmente en
ella sino realizarla. Por lo que, como las partículas subatómicas, somos
entidades capaces de hacer que nuestro existir se forje en direcciones
diferentes y a la vez, porque somos una realidad única, no en parte ida o en
parte por venir.
VIVIR EL PASADO
“Lo que acontece realmente en el
tiempo es el acto psíquico con que las pensamos [a las verdades], el cual
es un suceso real, un cambio efectivo en la serie de los instantes.
Nuestro saberlas o ignorarlas es lo que, en rigor, tiene una historia.
Lo cual es precisamente el hecho misterioso e inquietante, pues ocurre que
con un pensamiento nuestro, realidad transitoria, fugaz, de un mundo
fugacísimo, entramos en posesión de algo permanente y sobretemporal.”
(Ortega y Gasset, 16)
La palabra vez nos
transmite lo que de un hecho humano usualmente se olvida y deja un fondo de
experiencia que funciona como conocimiento permanente, sin figuras, lugares ni
tiempo.
En la palabra vez se contiene la
esencia de un hecho humano cualquiera, y si no aparece en el
discurso es porque se ha querido referir la oportunidad concreta, la ocasión,
el momento y el sitio en que ocurrió uno o varios hechos. Pero si aparece es
porque se ha querido decir lo que se refiere a un contenido indeterminado, a un
hecho cuyos detalles no importan. Y como para ella los detalles no importan, su
función consiste en aludir lo que en la experiencia permanece como la forma de
un hecho y como el contenido.
Así como la descripción o el
nombre de un hecho transmite lo que en circunstancias precisas ha pasado, lo
que está pasando o lo que va a pasar, se puede señalar qué es eso
que transmite, sin necesidad de nombrarlo ni de describirlo y sólo activando su
evidencia mediante esta palabra. Con lo que, como los deícticos, la
palabra toma su significado del contexto. Decir qué es significa
indicar lo esencial de un hecho que puede quedar impreso en la
conciencia –o en la memoria– en tanto significado oculto.
Una persona puede describir
un hecho por ella misma experimentado, hasta en sus pormenores y en cuanto a
momentos y lugares. Si lo ha olvidado no podrá hacerlo y, sin embargo, en
ocasiones especiales el hecho olvidado vuelve a hacérsele presente. Pero, creemos,
ya no como recuerdo en tanto contenido de la memoria. En sus Confesiones San
Agustín, el gran apologista de la memoria, deduce que “si el olvido está en la
memoria en imagen no por sí mismo, es evidente que tuvo que estar éste presente
para que fuese abstraída su imagen. Mas cuando estaba presente, ¿cómo esculpía
en la memoria su imagen, siendo así que el olvido borra con su presencia lo ya
delineado?” (X, 16, 25).
La agudísima pregunta de San
Agustín encierra un enigma: la imagen. ¿Qué es esta imagen? También pregunta
“¿qué diré, cuando de cierto estoy que yo recuerdo el olvido? ¿Diré acaso que
no está en mi memoria lo que recuerdo? ¿O tal vez habré de decir que el olvido
está en mi memoria para que no me olvide? Ambas cosas son absurdísimas”. Porque
entre los hechos vividos hay algunos que, aun cuando dejan una secuela en la
mente, luego se borran. Son parte de una serie cronológica de hechos vividos,
pero que a la larga se pierden en la memoria espaciotemporal. Y si se pierden y
borran, pero hay algo de ellos que permanece, ¿dónde permanece?
Los hechos que dejan una
imprimación especial en la mente, no el recuerdo del hecho exactamente sino la
conciencia de que han ocurrido, una clase de efecto que se fija en la mente sin
importar qué ocurrió, merecen una atención especial. Son hechos
cuyas secuelas indescriptibles intervienen en todo momento, ya no como
recuerdos, ya no como asuntos a retrotraer desde el pasado. Ocurre con
frecuencia que obtenemos del pasado una enseñanza que nos permite llegar a una
conclusión en el presente, resolver un problema, salvar un obstáculo, revelar
un misterio, que en lógica se llama retroducción; pero en la vez no hay
retroducción.
Se trata de una presencia diríase
fantasmal, parecida a una visión, de la que sacamos provecho en tanto pasa a
formar parte de nuestra inteligencia. A partir de los hechos de la experiencia
personal, se configura un recurso mental que es al que generalmente apelamos,
especialmente bajo condiciones adversas o cuando carecemos de otra clase de
ayuda, física o intelectual. Este recurso, que no parece yacer en la memoria,
es lo que habría de ser entendido como saber esencial de la persona. Su fuente
no es la del conocimiento adquirido, la de habilidades incorporadas por
instrucción o por aprendizajes especializados, sino la que proviene
directamente de la experiencia personal.
Aunque el conocimiento
adquirido igualmente intervenga y se mezcle o combine con el aporte exclusivo
de la experiencia, no es sino lo que ha traspasado la prueba de la
individualidad, de los modos personales de manejar los componentes mentales y
físicos que se activan en cada ocasión de vida. Aunque se trate de habilidades
adquiridas y de saberes asimilados desde asistencias externas, lo que en última
instancia –o quizá primera– funciona en la persona es único. Es el resultado de
una elaboración propia en tanto se enlaza en la vivencia con el mundo de una
manera singular, íntima y subjetiva.
Los hechos a que nos
referimos son aquellos que tienen injerencia en ocasiones cruciales, pero no
como hechos en el sentido estricto sino como lo que algunos hechos han dejado
al alcance de la atención y de la voluntad en cada una de las personas. Son los
que configuran los ingredientes del saber a qué atenerse ante obstáculos y
situaciones complejas, en el sosiego o en la desesperación. No son recordables
ni interesan a la persona en tanto hechos del pasado; y la persona no tiene que
ser consciente de que se asiste con la rémora de antecedentes cuya
funcionalidad no importa determinar en su génesis ni en el desarrollo
cronológico de su historia.
EL YO ES HIPERBOLOIDE
Vez es la ocasión sin nombre que corresponde a
un hecho vivido y del cual la persona ha extraído conocimiento personal.
Llamémosle saber personal o saber adquirido en la experiencia,
un saber de tipo formal, con lo que queremos decir que ha sido vaciado de
contenido primigenio quizá en forma inconsciente. Un saber funcional que se
aplica en tanto pauta recursiva, no como contenido que vuelve una y otra vez a
refrescarse en la práctica de vida. Lo que el sujeto hace con los conocimientos
y las habilidades adquiridas, con los aprendizajes físicos e intelectuales, la
repetición, el hábito, las costumbres, todo ha sido vertido a través de un
embudo, de una bocina exclusiva que transforma a su parecer todos los timbres y
todas las modulaciones de un sonido universal que en el individuo se vuelve
particular y singular.
Hemos dicho embudo,
pero no se trata exactamente de un embudo como el que habitualmente se atribuye
a la introspección, exploradora de la subjetividad. Un tubo cónico que empieza
abierto a la conciencia y se hunde para cerrarse en las profundidades del yo y
hasta perderse. Si se lo quiere graficar es mejor pensar en un hiperboloide:
una de sus bocas da a la conciencia que se enfrenta a la realidad objetiva, y
la otra al dominio de la experiencia, real, objetiva, empírica. Su tramo más
angosto corresponde a la subjetividad propiamente dicha que, como la
objetividad, se enriquece y desarrolla en el ajetreo de la experiencia.
La experiencia siempre es
diferente en cada historia, aunque se trate de los mismos hechos
desencadenantes, de los mismos problemas, de las mismas respuestas a esos
problemas. Y, si en ello va la experiencia correspondiente a la evidencia,
a la confirmación de que se es, de que somos, de que comparecemos
ante la realidad externa, surge que nos confirmamos como sólo una parte, como
sólo un fragmento del todo de que tenemos intuición.
No somos sólo repetición de
acontecimientos y tampoco sólo acontecimientos nuevos. En la esencia misma de
lo que representamos en el mundo sólo somos generación de acontecimientos,
creación permanente de ideas y hechos. Saber que vivimos no es sólo hacernos
cargo de una realidad interior que se nos ha dado y por la cual verificamos la
realidad exterior. Es también y fundamentalmente darla nosotros
a pura voluntad y por nuestros propios medios. Y el único medio con que
contamos es el saber, una facultad que es hermana de sangre de la
vida.
A través de la vida
obtenemos el saber y por el saber hacemos posible la vida. Desde luego, en el
correr de la vida nos procuramos conocimientos de toda índole a través de
aprendizajes, de toda clase de instrucciones, especialmente a través de la
enseñanza formal e aún de la informal, etcétera. Pero todo esto cursa a través
de una manera personal de recibir, de asimilar y de elaborar los conocimientos.
A este resultado final concebido como facultad inteligente le llamamos saber
personal.
Este saber personal es el
que nos permite generar la vida, puesto que es el que nos facilita los medios
para superar las dificultades, resolver los problemas, develar los misterios,
acomodarnos en un medio del cual recibimos tantas dádivas como solicitaciones,
tantos beneficios como perjuicios. Llegamos a la vida como aprendices y
encontramos a quienes se encargarán de volvernos completos, pero no del todo.
Nos vemos forzados a poner de nuestra parte lo que falta; y falta mucho porque
se trata de lo esencial, de lo que finalmente convierte al individuo en
persona. En este completar, en este pasar de lo vegetativo a lo consciente, el
verdadero ser definitivo, es donde se vuelve realidad la esencia
humana, palpable el qué es lo que somos. A no ser por la
intervención de este movimiento crucial, la criatura humana permanecería sin
saber nada y desconocería que en realidad vive.
LA PERSONA ANTE LA ADVERSIDAD
A través de una abrumadora diversidad de veces
vamos seleccionando algo de ellas que contribuye en impulsar ese movimiento
decisivo. Recolectamos selectivamente lo esencial, lo que se sobrepone a las
veces masivas que componen nuestra historia física. No son historia temporal
sino historia vicisitudinaria, discontinua, subyacente, incluso imperceptible.
Por cierto, existimos en los tramos del tiempo, nos prolongamos en ellos como
todo lo que habita en la faz de la tierra. Pero ¿qué seríamos si sólo fuéramos
presencia física, sólo evidencia para que no se sabe quién la confirme?
Hay algo que se esconde en
el saber personal, y que es difícil lograr que salga de su escondite. Y no es
sino la convicción de que lo que se es se puede complementar con lo que es
posible llegar a ser. Si es algo innato en la persona, frecuentemente la persona
no lo sabe. Parece que no contamos en el arranque con el conocimiento de lo que
podríamos llegar a ser, que lo inventamos nosotros. Y si ya estaba de inicio,
de todos modos, no venía aparejada la fórmula para volverlo consciente ni la de
cómo lograr su pase a la práctica de vida.
Venía lo necesario para
concebir la sobrevivencia, pero no la vida, la que el hombre tiene que concebir
más allá de los necesario para permanecer como cuerpo, como individuo. Le llevó
milenios hacerse con lo necesario, no sólo para sobrevivir sino para vivir,
para hacer de su presencia entre los demás seres vivos y las cosas una esencia,
no importa ahora si beneficiosa o perjudicial para el mundo. Importa
provisoriamente sólo que se construyó a sí mismo, que se procuró de lo dado una
nueva dación, una noticia de sí mismo reconstruida de la materia original, una
modelación particular esculpida en un mármol informe, aunque precioso.
¿Cuál fue el proceder que le
llevó a lograr el resultado que es él mismo? ¿Qué fue lo que hizo? Es una
pregunta dificilísima, seguramente imposible de responder con palabras. Sólo
pueden vislumbrarse algunas luces de este enigma incurriendo en la historia de
la humanidad. Paseando por sus infinitos laberintos y crucigramas, es posible
entrever al menos, si no racionalmente acaso en tanto chispazo de sola y
desolada comprensión. Todo se ha cocinado en el enfrentamiento con la
adversidad, en la lucha inacabada ante el obstáculo para la acción. El cual ha
sido tanto el impedimento de sus propósitos como la sugerencia que lo convierte
en la solución. De modo que el mismo inconveniente es el que en general inspira
el ingenio capaz de superarlo, fuese una invención, una acción, una idea,
etcétera. En el enfrentamiento es donde se definen los resultados fundamentales
para el saber. En primer lugar, se define la solución o el fracaso, el éxito
generado por las acciones practicadas, o la confirmación de su inconducencia,
lo que también es un resultado aprovechable. En segundo lugar, se define una
noción fundamental para el saber, la noción de verdad.
LA VERDAD PARA LA PERSONA
En la medida en que el pensamiento y las acciones
humanas comparecen en el enfrentamiento con la adversidad, se van consolidando
respuestas externas que corroboran o contradicen la injerencia humana en el
entorno. Se va trazando un mapa conceptual acerca de la realidad del mundo
circundante y circunstante, que no es más que un planificado y geográfico modo
de hacer corresponder las ideas y el saber con el entorno en que se habita. Esa
correspondencia entre la realidad dada y la realidad confirmada experiencialmente
es la verdad para un observador-pensador que pasa de ser evidencia a ser
conciencia, de la incertidumbre a cierta clase de certidumbre funcional. Una
vez más: pasa de ser existencia o presencia a ser esencia o a pensar desde su
esencia, que es el estado del espíritu ideal para dar con una verdad cercana
a las máximas aspiraciones.
Como decía Ortega y Gasset,
“si existo yo que pienso, existe el mundo que pienso. Por lo que la verdad
radical es la coexistencia de mí con el mundo” (¿Qué es filosofía?,
Lección X). Y tal coexistencia, a su vez, no es coexistencia de dos cosas que
sólo son, agregamos. Es diálogo, intercambio de alguien y algo, es decir, de
alguien que sabe qué es, y de algo que es pensado con conciencia la alteridad,
que es capaz de recibir de la otredad los mensajes más urgentes. Entre el mundo
y yo, también decía Ortega, “soy yo el que actúo sobre él”, por lo que “vivir
es también mundo”, y en esto no se quiere decir que del mundo no me llegue un
“funcionar sobre mí” (ib.). Es una interrelación circular e
interminable, porque nos construimos la vida nosotros mismos, la verdadera y
esencial vida, pero nunca logramos terminarla, porque siempre hay algo que nos
falta. Encontrarle la esencia es completar interminablemente lo que le falta a
la evidencia.
Esta verdad es una verdad
provisional y resulta de la comparecencia ante el mundo, de la evidencia que
somos. Pero también resulta de lo que hacemos de manera
evidente. Es una verdad se diría confesional, en el sentido de una fe
antropológica y no religiosa. Podemos renunciar a ella por un tiempo, pero
nunca del todo si ha pasado por el cedazo de nuestra experiencia.
Con lo que va configurándose
la noción de persona en cuanto a su esencia. La composición de la historia de
la persona como hecho físico, seriación de acontecimientos relativos al
individuo y en el tiempo, y de la historia que hace a la
persona. Si bien ambas historias no son perceptibles por pertenecer al pasado,
una lo es –o lo ha sido– en ese pasado y la otra lo es en el presente y sólo en
el presente. Pues la historia constructora de la persona, nunca completa del
todo, no se hace en el tiempo sino en lo que la persona hace con el tiempo. Por
lo que esa historia está aquí y ahora, en pleno sembrado de su realidad
experiencial. Es una historia efectual, no temporal, que no resulta de un
monólogo sino de un diálogo.
LA HISTORIA EFECTUAL
La historia general de la humanidad y la
particular de la persona antes que nada son memoria, rememoración de los hechos
del pasado. Consisten estas historias en la narración de lo que se conoce
ocurrido en el pasado visto como se confirma en el presente. Se trata del
concepto de historia que maneja la modernidad, el de la descripción-narración
de los hechos tal como se conoce que ocurrieron. Y en la actualidad el concepto
de historia ha variado, respondiendo a las ideas de Hans-Georg Gadamer: la
memoria de los hechos no sólo consiste en reproducirlos discursivamente como se
cree en el presente que fueron, sino en interpretarlos como es de suponer que
fueron en el pasado a través de una conversación con los
testimonios y monumentos.
“La conciencia histórica no
oye más bellamente la voz que le viene del pasado, sino que, reflexionando
sobre ella, la reemplaza en el contexto donde ha enraizado, para ver en ella el
significado y el valor relativo que le conviene. Este comportamiento reflexivo
cara a cara de la tradición se llama interpretación.”
(Gadamer, El problema de la conciencia histórica, Madrid, 1993,
Tecnos, p. 43) La interpretación se da, agrega Gadamer, “cuando el significado
de un texto no se comprende en un primer momento”, pues “aquello que es
inmediatamente evidente, aquello que nos convence por la simple presencia, no
reclama ninguna interpretación”. Ahora bien, en la filología antigua y en la
teología esto era necesario sólo en determinadas ocasiones, cuando la situación
lo requería. “Sin embargo, hoy el concepto de interpretación se ha convertido
en un concepto universal y quiere englobar la tradición en su
conjunto.”
Todo el pasado requiere
interpretación, quiere decir Gadamer, y hay una razón para ello cuya aclaración
se debe a Nietzsche. Él creía que “todos los enunciados que reconstruyen la
razón son susceptibles de una interpretación, ya que su sentido verdadero o
real no nos llega más que asimilado y deformado por las ideologías” (ib.,
44) Mantenemos un diálogo algo extraño con nuestro antepasado, y es necesario
reconocerlo tal como fue, depurarlo de las versiones malintencionadas
consciente o inconscientemente.
La interpretación según
Gadamer no es sólo comprensión nuestra sino “comprensión común”, es una
“participación en la pretensión común”. Quiere decir que consiste
en un verdadero diálogo con el pasado, con los actores y comunidades que nos
han legado los testimonios de sus realizaciones. Pero no ha sido así; por
ejemplo, el Antiguo Testamento visto a través sólo de las verdades cristianas,
los textos antiguos vistos por el excluyente sentido razonable del Siglo de la
Luces, la verdad histórica de los antepasados asumida por los románticos –con
la excepción de Schelling– sin indagar sus fundamentos (ib., 98-99).
Hay una ingenuidad en el
objetivismo histórico o historicismo: “la pretensión de que uno puede hacer
caso omiso de sí mismo”. “El verdadero objeto histórico no es un objeto, sino
que es la unidad de lo uno y de lo otro, una relación en la que la realidad de
la historia persiste igual que la realidad del comprender histórico”, añade
Gadamer. Debe iluminarse esta pretensión histórica mediante la consideración de
los efectos de los hechos y no sólo de los hechos; diríase, de lo efectual de
los hechos. E implica necesariamente la intervención siempre subjetiva de quien
indaga esos efectos. “Al contenido de este requisito yo le llamaría historia
efectual. Entender es, esencialmente, un proceso de historia efectual.”
(Gadamer, Verdad y método, T. 1, II, 3)
LA OTRA HISTORIA
Intentar la labor historiográfica teniendo en
cuenta la historia efectual de seguro desembocaría en
importantes y esclarecedoras modificaciones en el trato con el pasado humano.
Si bien gracias al método crítico del objetivismo histórico “se sustrae a la
arbitrariedad y capricho de ciertas actualizaciones del pasado”, establece una
barrera entre “el horizonte histórico en el que vive el que comprende y el
horizonte histórico al que éste pretende desplazarse” (ib., 4).
Gadamer enseguida ilustra su
idea bajando al plano de la individualidad humana: “Si uno se desplaza, por
ejemplo, a la situación de otro hombre, uno le comprenderá, esto es, se hará
consciente de su alteridad, de su individualidad irreductible, precisamente
porque es uno el que se desplaza a su
situación”. Pues no es el caso de otro que viene sino el caso de uno que va. Es
el movimiento del historiador cuando pretende despojar de todo personalismo y
subjetivismo a su narrativa: “Este desplazarse no es ni empatía de una
individualidad en la otra, ni sumisión del otro bajo los propios patrones; por
el contrario, significa siempre un ascenso hacia una generalidad superior, que
rebasa tanto la particularidad propia como la del otro.”
Pero ¿a qué se refiere
concretamente? Queremos encontrar que se refiere a las esencias, a lo que es
intrínsecamente el otro y el ser humano en general. Lo histórico en él es más
que el hecho, más que los hechos del pasado tomados en sí mismos como hechos y
nada más. Es lo que ellos han impreso en su integridad y permanece vivo en el
presente. Los efectos de esos hechos son los que nos permiten comprender al
otro. Los efectos están, por así decirlo, pegados a su presencia, a su
totalidad como personas, a su presente histórico. Esta es la historia que llamaríamos
vicisitudinaria o vécica, no la historia de los hechos sino la de sus efectos.
La historia efectual de la persona.
Pero no es
posible historiar esta historia, porque es inmaterial,
ahistórica, atemporal, en tanto deja de ser historia de la persona para
convertirse en otra entidad o categoría del ser. En la medida en que se realiza
material, física, empíricamente, su naturaleza experimenta la metamorfosis por
la cual, si bien no se desprende de sus categorías de siempre (sustancia,
cantidad, cualidad, espacio, tiempo, etc.), genera su individualidad soberana,
su personalidad inimitable y difícilmente modificable por intervención externa.
Su cabal comprensión requeriría el movimiento recíproco entre el agente de la
comprensión y el sujeto, y la historia efectual para el caso se restringiría a
la de un buceo en aguas sin profundidad, en un nivel en que está todo el contenido
de una vida.
VIVIR EL PRESENTE
“... el hombre necesita reducir
la infinidad o ilimitación del mundo en que se encuentra viviendo a la
dimensión finita y limitada de su vida. Es decir, tiene que forjar un escorzo
finito de la infinitud. Tiene que saber hoy lo que las estrellas son siempre.
Ese escorzo es el ser. El ser de algo es su siempre proyectado en una mente que
dura sólo un rato.”
(Ortega y Gasset, 227)
¿Llegamos al presente o el presente está
llegando a nosotros? ¿Hemos navegado en el tiempo hasta desembarcar en el
presente o nuestra nave surca el mar a través de infinitos presentes?
Si los sentidos nos ubicaran en un entorno poblado
de carruajes circulando por calles de empedrado, damas de largos faldones
adornadas con estilizadas peinetas, caballeros de levita y sombreros de copa,
nuestro presente sería muy otro del que vivimos ahora. Cómo lucen a los humanos
los objetos, cómo se presentan los hechos a la percepción es el avatar que nos
ubica en un presente. No sabríamos en qué tiempo vivimos si no fuera por lo que
pone en evidencia a nuestros sentidos el entorno. No contamos con un reloj
astronómico natural que nos proporcione la fecha, el año, el mes, el día en que
estamos.
Las cosas, en el más amplio
sentido de esta palabra, son las que representan el estado circunstancial del
mundo. Desde que las cosas componen el mundo y el mundo cambia continuamente,
se puede decir que las cosas ponen al mundo en un presente temporal. Representan
al mundo y casi son el mundo si no fuera porque, sin nosotros, les faltaría el
ser apreciadas, vistas y evidenciadas –y por tanto convertidas en cosas. El
algo de que carecen las cosas somos nosotros, sin quienes no serían más que una
masa indiferenciada e indistinta. Serían por su cuenta lo que fuere, pero
seguramente no serían cosas, es decir, entidades como las definimos nosotros.
El presente, pues, es la
conversión que hacemos de lo indistinto, indefinido, indeterminado a lo
distinto, definido y determinado, es decir, a lo concreto y particular. No
tenemos evidencias firmes de que sea el aeropuerto al que arribamos después de
realizar un viaje con innumerables escalas en otros presentes. Sin la presencia
consciente de los humanos no se sabría decir qué es el presente, el mundo
carecería de la necesidad de ser computarizado en todos los sentidos
imaginables y en las dimensiones en que solemos enmarcar todo en el espacio y
el tiempo, en sus momentos y lugares.
Es un estado en que
suponemos que se encuentra la energía del mundo, del universo, de la totalidad
o todo. Un estado de cosas, como suele decirse, de una
situación en la que queda comprendida una porción determinada del todo y que
los humanos pueden contabilizar, medir, investigar en sus supuestos componentes
y comparar entre ellos, calcular las relaciones que guardan y deducir otras
nuevas. Por supuesto, sin que esas discriminaciones tengan necesariamente que
corresponderse con realidades objetivas puras. De modo que sin nosotros la
realidad objetiva funciona sin que tenga necesidad de suspenderse
conceptualmente.
VELOCIDAD DEL PRESENTE
El presente no es sino la suspensión conceptual de
la realidad en proceso permanente. No una realidad del universo sino un ingenio
o artilugio que el humano se impone a sí mismo como condición de conocimiento.
Por lo que decíamos más arriba que lo intrínsecamente humano no es sólo lo que
concierne a la naturaleza, a lo que es naturalmente y sin agregados. Es también
y como especial complemento lo que se ha procurado a sí mismo como condición de
existencia, como conditio sine qua non de permanencia en el
mundo. Un requisito ganado por sus propias fuerzas y no sólo por lo recibido o
dado en el proceso de constituir la vida.
Ahora bien, esa suspensión
conceptual, que en tanto suspensión sólo es concebible en el marco de un
movimiento o de una permanencia con continuidades y contigüidades, no sería más
que un punto fijo en la intelección, no más que una elucubración imaginaria que
perdería enseguida su correspondencia con la realidad que quiere aprehender
mediante pensamiento, nombres, conceptos y teorizaciones. Necesita establecer
su comparación fundamental con respecto a la percepción, es decir, fijar una
velocidad en el encuadre, una relación entre el movimiento aparente –movimiento
percibido o dinámica exterior registrada por los sentidos–, y el orden de las
frecuencias en los cambios. Esto no es posible sin introducir la noción de
velocidad en el movimiento.
Así, el presente resulta de
la fijación de una pauta en la velocidad con que son perceptibles las
frecuencias. No los cambios en sí sino las frecuencias en que aparecen los
cambios en la intelección. No sería posible para los sentidos el registro
pormenorizado de los cambios, los que se producen siguiendo mil direcciones,
infinitas e imperceptibles modificaciones, a veces escasísimas y a veces
numerosísimas transformaciones. La percepción opta por reducirlas a velocidad,
a la cual está acostumbrada en todos los escenarios de la vida terrestre
aparente y en movimiento.
Es la velocidad la que pone
en evidencia el movimiento, en este caso, movimiento que puede ser abundante o
escaso. Si se trata de movimiento con pocos cambios, de infrecuencias en los
cambios del movimiento, los sentidos no pueden registrarlas, pues no hay
notoriedad que los ponga al alcance de la evidencia. Lo mismo resulta de la
abundancia en los cambios, de los cambios dotados de frecuencias muy altas,
puesto que la percepción, como es sabido, no alcanza a
distinguirlos.
LOS GRADOS DE LA VELOCIDAD
De la velocidad captada por la percepción en el
movimiento, pues, se impone una escala de grados que nos pasa inadvertida la
mayoría de las veces en que “medimos el tiempo”. Sólo lo medimos en cuanto
horas, días, semanas, etcétera. Pero en la realidad real, esto es,
en la realidad que escapa a la que por nuestra cuenta establecemos como
representación de la realidad, la técnica de medición humana no tiene
aplicación. No hay variación de los hechos del universo en referencia a
movimientos sino a cambios. El movimiento, como la masa, la velocidad, la
aceleración, la atracción o la repulsión, es uno más entre los hechos que
interpretamos nosotros mediante conceptos. Por lo que, si bien es el recurso
para medir en la escala humana, pierde esa condición en la escala de la
realidad pura. En ella no hay referencialidad posible y sólo hay funcionalidad,
sólo interacción. No sabemos qué es lo superior y qué lo inferior en la realidad
pura, cómo se traducen en ella los conceptos humanos de jerarquía, de
imposición, de autoridad, de sumisión, puesto que todos sus componentes sólo se
influyen entre sí.
Si hay escalas
antropológicas, como las que decíamos que son los años y meses, se trata de
grados en la escala mayor que abarcaría la del universo. Pero ¿cómo hacer
corresponder los meses y años, siglos, milenios nuestros con algún grado en la
escala del universo? Hemos fijado medidas estelares, distancias cósmicas
difícilmente reducibles al sentido común. Y las hemos relacionado con la
velocidad de la luz. Y no decimos tantos millones de años, de siglos, de
milenios, sino tantos años luz, tantas decenas, centenas, tantos miles o
millones de años luz. No hemos encontrado otra referencia que la que puede
prestarnos un hecho intangible: la velocidad.
El movimiento, como el
tiempo, se traduce por la velocidad; pero la velocidad tampoco es algo en
concreto. Así como la noción tiempo se da en nosotros por las veces que
confirmamos movimientos iguales en ciertos astros, no por los astros ni por sus
movimientos sino por las veces en que los confirmamos, la noción de velocidad
se da por las veces en que confirmamos cambios en el movimiento de un móvil, no
por el móvil ni por su movimiento en sí, sino por las veces en que confirmamos
desigualdades. Sabemos que hay cambios, que los cambios son permanentes, a
veces sincronizados entre ellos, y ese saber no es sino el resultado de la
percepción en nuestra escala de grados. A lo sumo implicamos a los cambios en
el concepto de aceleración.
EL HOMBRE ES COMO UNA ESTRELLA
De la relación entre el cambio y su frecuencia
surgen nuevas notas que aplicaremos ahora a la noción de presente y en la
esperanza de aclararla. Habíamos dicho que el presente es la suspensión
conceptual, sólo conceptual, de la realidad en proceso de modificación
permanente. Una especie de epojé aplicada a la percepción y
que nos procuramos naturalmente, porque no podemos abarcar perceptualmente la
realidad real, a la cual para salir del paso preferimos atribuir pasado,
presente y futuro. Y si bien con ello no obtenemos en esencia la verdad acerca
de la realidad pura, como consuelo obtenemos una realidad virtual, cultural,
antropológica, concebida a la escala del hombre, aunque no del universo.
Retrocedamos al concepto
de yo, en el capítulo “Mirar la tierra”. Allí decíamos que no somos
sólo un yo, sino que, además de ser un yo integramos la
circunstancia en la que comparecemos ante el mundo, como lo había sugerido don
José Ortega y Gasset. La circunstancia, junto al yo, queda sujeta a las
limitaciones de nuestra escala de grados. Yo y mis circunstancias, pues, es un
objeto del mundo que sólo es posible percibir dentro de los grados de una
escala perceptiva acondicionada, acordonada por los sentidos. Y, aunque el
entendimiento procura su ampliación y profundización, no logra sobrepasarla, es
decir, subir un grado y pasar a otra escala.
La única percepción y su
consiguiente elaboración racional que podemos obtener de lo eterno, o de lo
sempiterno, de la Creación, no es posible que se comprenda en una escala cuya
frecuencia en los cambios sea mínima a nuestros ojos. Pueden aparecer en los
telescopios espaciales, en los radiotelescopios, en los satélites artificiales
y espectrómetros todo tipo de alteraciones, temperaturas, movimientos entre
galaxias, explosiones nucleares, agujeros negros que se alimentan de estrellas
y polvo cósmico y mucho más. Pero en ellos se comprueba siempre una
fastuosidad, una enormidad, unos tamaños colosales y una grandeza aparentemente
infinita. Lo que es imposible narrar sino sólo deducir, estimar, traducir como
cálculo o en última instancia imaginar como fenómenos suspendidos en el tiempo.
Y todavía se puede concluir
de ellos una imagen, una visión, por llamar así a las observaciones y registros
astronómicos, que nos resultan a nosotros como consecuencia dramática de una
lucha entre los elementos del universo, de un combate en el que las acciones se
perciben en arreglo a una cámara lenta descomunal, a unos grandiosos y
magnánimos movimientos sólo vistos desde una perspectiva que los ilumina en un
plano que luego debemos recomponer en la perspectiva de una realidad sólo
deducible o aún sólo imaginable. Un universo vicisitudinario por sus
tremebundas confrontaciones, sus azares y determinaciones imprevisibles, sus
deslumbrantes y maravillosas interrelaciones difícilmente descriptibles por
medio de la palabra humana.
El hombre tiene algo de todo
eso en la finitud e insignificancia de su escala. Es vicisitudinario, y con
esta palabra queremos decir que es alguien en quien se alternan permanentemente
hechos opuestos o contradictorios, accidentes que causan cambios bruscos,
especialmente cuando resultan en su perjuicio, incidentes en los que siempre
viene escondida una amenaza y pocas veces una facilidad o un regalo. En fin, es
vicisitudinario en tanto y en cuanto de la experiencia no suele obtener
auténticas dádivas que previamente no exijan sacrificio y sufrimiento. Es la
criatura que debe enfrentarse a la sorpresa y en general sin posibilidades
genuinas y a la mano de enfrentarla con éxito.
El hombre, como una
estrella, nace y enseguida es presa de la arbitrariedad, de los vaivenes
inexplicables de la naturaleza y de los conflictos en los que participa por ser
parte de la congregación que lo contiene. Mientras devora es devorado, mientras
ejerce su influencia sobre el entorno es influido por él, si resplandece como
centro en un círculo de entes subordinados, de contragolpe es esclavo de una
mayor fuerza que lo reclama y empuja hacia las tinieblas. Luego, como esa
estrella, agotado su combustible, luce una luz amarilla y muere.
LA TUBERÍA DE LOS SENTIDOS
El sistema nervioso o de la sensibilidad no nos
proporciona imágenes visuales, sonoras, táctiles de la realidad. Sólo nos
comunica con ella como una tubería comunica dos extremos distantes entre sí. Lo
que luego fluye por ella es otra cosa. Si bien por este don natural nos
enteramos de que hay una realidad, de todos modos, no sabemos cómo es
exactamente. Con menos palabras: los sentidos nos comunican, pero no nos
informan, como desde siempre se ha creído.
El teléfono de los sentidos
no recibe voz alguna; sólo hace la llamada y espera que la contesten. Del otro
lado hay otro sistema quizá dispuesto a hablar, el sistema o el caos de la
realidad, sin voz, sin disposición a expresarse. Nosotros le ponemos voz,
palabra, discurso, logos, pues sólo tiene imágenes. Y en la traducción de
imágenes a discurso el sistema se congela: es el presente. El presente es, así,
una fuente de la que mana un mundo transfigurado, transformado, interpretado
por nosotros o traducido a un idioma que seguramente no es el suyo, un mundo
reflejo.
Enviábamos una paloma
mensajera si queríamos comunicarnos con un sitio distante. Luego se apeló a las
ondas electromagnéticas, el telégrafo, el teléfono, la televisión, los
satélites. Con ello las distancias empezaron a achicarse velozmente, de modo
que fue posible recibir imágenes en dos sitios a la vez. Comprobamos una vez
más cómo la velocidad interviene en las más importantes modificaciones que
mejoran la potencia de los sentidos. Mediante qué medios las percepciones nos
ponen al día a través de la información, y con cuál clase de información nos
ponen en contacto, siempre sin abrir juicio. Lo que equivale a decir que,
literalmente, nos duplica o triplica en algún sentido.
Esta información acerca de
situaciones distantes y simultáneas, de un entorno sucedáneo que se vive como
se vive el entorno personal, suele entenderse como información “en tiempo
real”. Pero no es el tiempo el que se vuelve real para el observador a la distancia,
sino la vivencia, la comparecencia, la convergencia de presentes distintos y
a-personales. Ciertos entornos de acontecimientos, de cosas en particular
interacción, de relaciones ocasionales que se activan dentro de un circuito
determinado, más allá del cual no tiene influencia, ahora dan con la
posibilidad de expandirse virtualmente. Aquello que del otro entorno habría
sido futuro para el observador local, en otras épocas, porque habría tardado en
llegarle la información, ahora es presente. Y lo que en el otro entorno ha sido
presente para el sujeto observado, su presente real y el presente virtual de la
observación en el otro sitio, ahora es pasado.
El ahora del observador
local y el ahora del personaje observado coinciden en una extraña dimensión del
tiempo: en una conjunción de presente y pasado; se diría, en una imposible o
imaginaria convergencia de las dimensiones del tiempo tal como las concebimos.
No se trataría ya de vivir el presente sino de vivir los presentes
posibles, porque la velocidad los ha reducido en un punto absoluto. Todo porque
la velocidad de la percepción tecnológica ha modificado la marcha del tiempo.
O, para decir mejor, ha reducido los espacios, aproximándolos. Como
consecuencia de esta formidable reducción, se trata de saber si con ella se han
superado las dificultades para conocer la realidad real o pura, o si con ella
sólo se han “expandido” las mismas dificultades, pero sin superarse, de manera
que nos mantenemos tras las fronteras de la realidad aparente.
Sólo hay algo que puede
deducirse provisionalmente. Se trata de confirmar cómo la marcha del
conocimiento humano toma una dirección que indefectiblemente se dirige hacia la
superación definitiva de la información bruta. De aquello que la información
arrastra en tanto ruido, como solía sostener la teoría clásica de
la información. Entendía la mente como una caja negra y que funcionaba de
acuerdo a la sucesión de in put y out put, es
decir, en la forma de una corriente como la electricidad y con polos que se
atraen o se repelen. Hoy entrevemos que no es así, que la mente no trabaja
escondida, encerrada en una caja negra con un interior invisible para nosotros.
Se está volviendo visible la
forma cómo trabaja y con ello qué hace con la información. Se podría decir que
la viene transformando de tal manera que, de información acerca de la realidad
pasa a ser la misma realidad, la realidad concreta. Porque se empeña en aunar
la apariencia y la realidad pura, bruñendo las asperezas de la información y
eliminando de ella los contenidos en estado primario, aún en bruto. No habría
presente temporal, pues, sino un estado categórico de realidad, por no decir
absoluto. Un presente no como uno de los tres dominios del tiempo; un presente
que sería el mismo tiempo.
VER EL FUTURO
“La vida es en su más primaria
esencia interrogación, o, lo que es igual, inseguridad, o, lo que es igual,
imposibilidad de contentarse con las cosas, con lo que está ahí ahora y forzosidad
de anticipar lo que serán.”
(Ortega y
Gasset, 231)
No hay como hacernos una idea exacta del
futuro sino infligiéndole al mundo una virtual desintegración tal como aparece
a nuestra visión, como nos parece que viene siendo y que es ahora.
Nosotros comparecemos ante el mundo y el mundo
comparece ante nosotros. Y en esa mutua comparecencia, de multiformes
modalidades, unas mentales e impalpables y otras tangibles y corpóreas, se
resume la existencia. Existir no es más que mostrarse, más que exponerse, que
expresarse con el fin de volver evidente lo que ha sido dado. Por otra parte,
no es extraño que pueda hablarse de existencia no ostensible, sin cuerpo, como
es el caso de los sentimientos, las emociones, de lo que se supone que debe
existir y concretamente no existe o no es reconocido, como es el caso de lo
bueno, lo bello, lo verdadero. ¿Acaso no existe la emoción, la pasión, el amor,
el odio? Parecen fantasmas que rondan la mente, pero son existencia como
cualquiera otra, porque se muestran como se muestra un hecho o una cosa. Basta
con que se muestre para ser algo y, asunto de suma importancia, que se muestre
para todos, que se suponga su valor universal, universitario, ecuménico,
generalizable.
La existencia humana no es
algo completo ni es sólo el hecho de sólo ser, de que el sujeto lo sea en
complacencia con su ser originario. Porque en tal caso nos tocaría
inevitablemente hacerla en su fisicidad y no sólo recibirla,
lo que es impensable. Sólo nos compete existir de manera que corresponda con lo
dado, que se ponga a la altura de lo que naturalmente nos asignó la naturaleza,
o Dios. Porque hemos resultado de esa expansión inconmensurable del universo, o
del prodigio cósmico o terrestre que quiera asociarse a nosotros, pero que para
el caso no importa. Tampoco traemos con nosotros y de por sí la forma de
volvernos evidentes, de comparecer y además de distinguirnos de las demás
criaturas: debemos dar curso a la diferencia entre existir a secas y ser algo.
La diferencia es el sello de
todo existir y especialmente de la existencia humana. Sin ella existir sería la
expresión de la nada o del todo, de la inexistencia absoluta o de la masa
inconsútil y sin forma de una totalidad inimaginable. La cultura es la expresión
de la existencia entre los humanos, la forma de existir entre ellos. Sólo
comparecer es lo propio de los objetos y de los hechos naturales. Que no nos
pase nunca por la cabeza ser piedras o agua o tierra ya dice mucho en cuanto a
nuestro designio en el mundo. Nos pasa por la cabeza el querer ser humanos y no
animales o plantas o montañas o piedras.
De ahí que, más que
existencia bruta o simple evidencia, ante quien fuera, seamos ser,
pero no en el sentido de la cópula es, “es tal cosa”, “es verde” o
“es piedra”. Y tampoco en el sentido de un ser que, en tanto es, se presta a
ser cualquier cosa, se deja ser, sino en el sentido de ser algo
particular, diferenciado en tanto se constituye y actúa como realización propia
y auténtica. Corre por nuestra cuenta, pues, establecer la diferencia que nos
caracteriza. Asignarnos la propiedad y la cualidad que nos muestre como algo
más que existencias rústicas y ordinarias. Y en ello queda comprendida una
responsabilidad, el compromiso, podría decirse, de materializar la diferencia,
de humanizarla o de establecer con ella el signo representativo de una clase de
ser especial.
EL SER Y SUS ATRIBUTOS
Y, sin embargo, se trata de un compromiso
aleatorio, animado más por una intencionalidad o proyecto a realizar que por la
puesta en marcha del proyecto o realidad en producción. Un ser que se presta
con cierta facilidad en sentir antes que en ser, a
realizarse en tanto ser como fuere, cualquiera, ser como imposición en
tanto cosa, como anodina e inconsciente imposición. En eso se realiza,
principal y generalmente, como ser tendido hacia lo que aún no es, hacia lo que
palpita, pero débilmente: el futuro. Asoma la pregunta no siempre formulada de
si el futuro pertenece al mundo, de si es algo que no le pertenece por no ser
aún, o de si de alguna manera es. Desde luego, pertenece al mundo tal como nos
parece que es, en parte presente, en parte pasado, en parte futuro, pero no nos
es aprehensible.
Se puede preguntar, cosa que
a veces ocurre, si el ser que se deja ser pertenece al mundo, aunque sea de
otra manera. Si el mundo que habita es para él el mismo mundo que para el ser
que es por cuenta propia. Se trata de una manera única de pertenecer,
de reunir las propiedades del ser que aún no existen para que de todos modos se
exhiban o sugieran, de poseer sólo en espejo las propiedades de la existencia
humana. Es el “vivir en las nubes”, el simular que en verdad se vive.
Esta propiedad en espejo es
la identidad, el auto reconocimiento del yo en tanto existencia. Funciona para
el ser que es tanto como para el que lo es sólo en apariencia.
Salvo que para este último la identidad es la que encuentra respecto a las
corrientes en boga, a las formas de ser estereotipadas y masivas. El futuro es
para él un mundo en la que se contiene y en el que espera, en el que se deja
ser en espera de ser. La diferencia no se cumple y la condición humana queda a
la expectativa, a veces para felicidad y las más de las veces para la sola
sobrevivencia cósica y estéril. No es una propiedad relacionada con
determinados modos de vida, con ciertas clases sociales, con la posesión de
dinero o de miseria. Es invisible y le cabe a cualquier existencia humana.
La esperanza, el tendido del
espíritu hacia lo que desea o necesita y que no ha logrado en el presente, se
cumple de parecida manera a como se cumple la sola espera común y corriente. La
ideología, entonces, no se afirma en la propia fe, religiosa o no. Es una
ideología dependiente de las que en el curso social ya son asequibles por vía
externa. La esperanza que da la razón tampoco funciona en él, puesto que si
bien la tiene no la usa y, en general, no puede usarla, porque para usarla es
preciso antes adiestrarla, ponerla a prueba, ejercitarla.
Ser es querer,
desplegar la voluntad, y querer es sobrepasar el presente, ir hacia lo que
presumiblemente sigue: ser es ir hacia. Y esta es una pulsión
inherente a la condición humana, la conditio que no puede
faltar. La misma que, como decíamos al hablar del presente, es también la que
logra por sí mismo la persona para permanecer en un estado que en su interior
profundo es el de siempre, nunca esporádico ni a término. El querer del que
hablamos es el “querer algo” cotidiano y habitual, como “querer ir al cine”.
Pero también es el querer de fondo, el que está antes del más insignificante
propósito como del más importante, la gran empresa, el querer una gran
realización.
El principal atributo del
ser humano es el que se origina en una experiencia vicisitudinaria, en el
querer de todos los días de una historia personal vivida intensamente. Es el
que se recoge e imprime en la inteligencia por pura necesidad, por el apremio
de encontrar soluciones, elegir caminos ante encrucijadas, develar los
misterios que provocan la angustia o terminar con amenazas que acechan a todo
sujeto. Se trata del saber a qué atenerse, de la experiencia
convertida en saber que nos particulariza e identifica.
Ha escrito Ortega y Gasset
que “La vida no nos es dada ya hecha sino que tiene que hacérsela cada cual y
el espíritu del hombre no es primariamente espectador de su existencia sino
autor de ésta: tiene que irla decidiendo de momento a momento.” (¿Qué es
filosofía?, Revista de Occidente/Alianza, p. 230) “No nos basta con esta
luz que ahora nos alumbra, que ayer nos alumbró. Necesitamos estar seguros de
si mañana nos alumbrará, y para ello nos es preciso saber a qué
atenernos respecto a la luz de siempre, o lo que es igual,
necesitamos descubrir la esencia o ser de la
luz.” (Ib., 226)
Ese descubrir es el
fundamental descubrir de la experiencia, de su trajín que
permanece sin tiempo en tanto esencia de un vivir que es pura comparecencia
ante la adversidad. Comparecencia o presencia indefectible, y la subsiguiente
convalecencia: machucones y curación, trastornos y recuperación. La experiencia
que nos muestra a fuerza de profundizar en ella el ser de las cosas, cuyo
conocimiento es imprescindible para superar la adversidad.
CONVERSIÓN DE FANTASÍA EN REALIDAD
Ver el futuro no es la obra de profetas, videntes
o nigromantes, sino el mismo ver con que vemos el presente. Sólo que lo vemos
irrealizado, en el aire. Pues todo pensamiento proyectado en el futuro es de la
misma clase de los pensamientos que tenemos en el presente. Es un clisé
distinguirlos por el tiempo, la retroducción que nos sugiere el pasado por ser
presente ya fuera de la percepción y la intelección. Es el paso de un estado a
otro, el cambio que se infiltra en nuestra mente como si fuera el lanzamiento
de una flecha: puro devenir.
El futuro es una fantasía
exclusiva de nuestra ideación, pero una fantasía propia del idear presente, del
más real y humano, que no pertenece a ninguna otra dimensión imaginaria. El
futuro en su realidad pensada es una proyección del pensamiento con su única
raíz en la vida concreta del hombre, del ser que es, no de quien todavía no es.
De modo que, como principio, es necesario distinguir entre la ilusión que
supone un tiempo por venir, y la realidad pensante que genera esa ilusión. En
otras palabras, distinguir la irrealidad de la clase de ideación que, sin
embargo, es una ideación real, que vive y colea y que por lo tanto existe.
En esto volvemos al tipo de
existencia como la de los sentimientos, intangible, sentible, sólo palpable por
sus consecuencias en el espíritu, sea por la alegría, la tristeza, la angustia,
la esperanza, etcétera. Lo que sugiere pensar en el futuro como una clase
especial de sentimiento, de expectación, espera confiada en un presentimiento
que sólo inspira el presente. La evidencia trasladada a la esfera de la
posibilidad; la certidumbre introyectada en lo que sólo es pura duda, puro
presentimiento, pura aprensión y sospecha.
Sin embargo, el presente en
gran parte depende de esa sospecha, del recelo por una sutil suspicacia
respecto a lo que aún no es. Pues está acotado a lo que derive de sus
elecciones y decisiones, a lo que pueda incorporarse a las realizaciones en
prevención de sus consecuencias, de sus derivaciones, de los cambios posibles
en la suerte que corren los planes, las obras, teorías, proyectos, la
generación de ideas y puesta en marcha de las actividades y acciones. Tal es la
contracción del presente a esta ideación obligada y referida al futuro, que se
podría decir, sin que cambie nada en la práctica de vida, que, presente y
futuro son dominios concurrentes en una misma y gran categoría de la
existencia, como la sustancia o la cantidad o la cualidad.
Es una creación imaginaria
que desde siempre el hombre perfecciona para poder ordenar su vida, pero no es
ninguna otra dimensión de la existencia, porque dispone de una sola o,
definitivamente, hay una sola. Y quien se enfrenta a esta
intransigente hipótesis se preguntará enseguida: ¿y los viajes en el tiempo?
Esos viajes es seguro que permanecerán en la imaginación bajo cualquier
concepción de la existencia y con la misma esperanza de ser una realidad alguna
vez. Pero ya no viajes en el tiempo sino viajes en el espacio, en ese espacio
en el que decíamos está toda la creación recreándose permanentemente.
Por lo que ya no serán
viajes a lo que ha dejado de ser ni a lo que aún no es, sino a lo que es
siempre. Viajes a los diferentes presentes, como el de la paloma mensajera,
salvo que a presentes más lejanos, más allá de la Tierra y de la órbita de la
Tierra, del Sistema Solar y de la galaxia Vía Láctea. La velocidad, en su
realidad conocida, y en la realidad que seguramente guardan sus posibilidades
infinitas, hará posible que la desaparición virtual de las distancias se
convierta en su desaparición real.
LA NOCIÓN DE FUTURO
Abrazamos la idea de futuro como abrazamos la
esperanza, la fe, la realización final de los deseos, en una convergencia de
razón plástica e intuición rigurosa. Sea débil certidumbre, augur, sentimiento
de probabilidad, sea lo que fuere, funciona como un saber acerca de lo
que todavía no es, actuante y aplicado en indiscutibles presentes y
en circunstancias por las que el pensamiento ya es o ha
llegado a ser a través de arduas transformaciones. Ese saber de lo que todavía
no es, y que a veces nunca llega a ser, es un conocimiento por grados de
convicción, a veces débil y a veces fuerte.
En tanto contenido de
pensamiento, uno o varios de esos grados pertenecen a la realidad de la mente,
a la existencia incuestionable del trabajo mental. Una actividad que no se ve,
como la que es posible suponer en el fondo de los océanos, y que los submarinistas
se encargan de verificar. Una actividad del todo real, como la que nos muestran
los cosmólogos, que agita los cielos y los horizontes del espacio sideral
inalcanzables para el ojo humano. Estas realidades no se ven, pero existen.
El futuro, de manera
semejante, se agita en el fondo del pensamiento, pero no se percibe, no se ve
ni se palpa. Pero es algo que está ahí, la imagen de lo que aún no es y que
sólo se imagina. Sin embargo, está hecha, en tanto imagen, de la misma sustancia
de lo que se ve y puede tocarse, de todo lo que en el presente fugaz contiene
evidencia concreta y nos entorna como circunstancia con indudable
espaciotemporalidad y corporeidad nuestra y ajena que navegan junto a ella.
El futuro es la convicción
por la que tienden a coincidir el pensamiento de la realidad y la realidad,
aunque no lo hagan plenamente. El no coincidir plenamente es lo que convierte
esa convicción en puro polvo de la imaginación, en una dimensión del espaciotiempo
que fluye atrapada en la nada, en la inexistencia, y que persigue una pista
segura que todavía no le ha dado el fruto respectivo, la veloz presa que es el
presente. Se trata del nunca o todavía no es que va tras
el ahora, y que, si llega a atrapar, deja de ser
futuro para ser presente.
Ese no coincidir plenamente
–la realidad y el pensamiento de la realidad– es la falla que, como las placas
tectónicas que se deslizan provocándose un mutuo conflicto, produce la fuerza
colosal de la imaginación. Pero no estalla en actividad sísmica ni volcánica y
sólo se manifiesta en un acto sencillo que se mantiene en la pura calma de la
mente de los observadores que somos, dotados de una fecunda imaginación. Se
produce la virtual objetivación del pensamiento, su proyección hacia lo que es
pensable como venidero, hacia lo que cabe concebir que adviene como adviene
todo en la incesante transformación de la naturaleza.
El futuro es parecido a esta
forma de expresarse la matemática, inmaterial y por axiomas, dotada de una
carga de racionalidad indiscutible. Por lo demás, se concibe completamente
ajustada a la realidad y con el poder de corresponderse con las formas de ser
reales, a la cuales cuantifica y mide, como también lo hace el pasado. Una
medición en base a probabilidades, por parte del futuro, y una medición en base
a pautas de la experiencia confirmada, por parte del pasado. En tanto futuro,
adviene como sucesión numérica: cada número es sucesor de otro número y anuncio
del que viene. En tanto presente como sucesión cronológica. Pura probabilidad
matemática en el futuro, pura física experimental en el presente.
LA FUERZA DEL FUTURO
Es el pasado el que suministra toda la carga de
experiencia consumada a la ideación del futuro. Sólo la realidad vivida puede
dejar la huella neurológica que necesita el presente para comparecer ante la
realidad pura, y el futuro para proyectarse como realidad posible. Ahora bien,
lo que proporciona el pasado al pensamiento, como se ha consignado más arriba,
no es la memoria sola de los hechos y cosas, de los espacios y tiempos vividos.
Es, más bien, la pauta que se imprime en la mente después de que la vicisitud
pasa a través de sus múltiples configuraciones a consolidar un saber
primordial, el contenido sumario y epilogal de la historia vicisitudinaria.
Por lo que el futuro no es
la imagen que se obtiene mirándose en el espejo del pasado, imaginándola
parecida, agregándole lo que no tiene como expresión de deseo y esperanza. Una
imagen, además, enriquecida en color y en sabor por la sensualidad de un presente
cristalino y diáfano. Es, más bien, una gran metáfora que sustituye la
precariedad y la grisura del pasado por una realidad que se conoce viva y
palpitante. En vez de imagen es más bien un hecho real, la construcción con que
la mente da solución de continuidad a la vida, razón de ser. Desde que intuye
una posible razón para empezar, intuye también una posible razón para seguir
como sucesión del presente.
Pero en general, aunque no
en la mente de los escépticos, el futuro es despojado hasta inconscientemente
de lo que el presente tiene de opaco y oscuro. Se ha dicho que el futuro, en su
intuición más representativa, es un presente mejorado, una sublimación que
responde a la necesidad de una felicidad nunca alcanzada, nunca del todo
experimentada en carne y hueso. Pertenece al futuro la fuerza con que se
arrastra el presente miserable, descamisado, en harapos. Y pertenece a él
también la debilidad moral con que la ambición pasa a ser una multiplicación de
sí misma, desmedida e incontrolada. El futuro tiene la fuerza de iluminar y
fortalecer y pocas veces de oscurecer y debilitar. No es una dimensión del
tiempo sino una dimensión de la mente, de la expectativa de vida, de la misma
condición humana que se niega a aceptar la discontinuidad, toda irresolución
del tiempo, ese fantasma que la fascina.
Así, pues, lejos de la
habitual estampa por la cual concebimos el devenir de los tiempos, el pasado
precediendo el presente y el futuro siguiendo al presente, en la realidad pura
aparece de otro modo. Aparece como el futuro tirando del presente,
arrastrándolo como un animal arrastra un carro. Y el pasado como un presente
oculto, furtivo, hecho cenizas pero existente, actual, a su manera vigente,
contemporáneo. A veces más palpitante que el mismo presente, aunque
inadvertido.
Decía Ortega a sus alumnos,
seguramente del todo concentrados en sus palabras: “vivir es constantemente
decidir lo que vamos a ser. ¿No perciben la fabulosa paradoja que esto
encierra? ¡Un ser que consiste, más que en lo que es, en lo que va a ser, por tanto,
en lo que aún no es! Pues esta esencial, abismática paradoja es nuestra vida
[...] No es el presente o el pasado lo primero que vivimos, no; la vida es una
actividad que se ejecuta hacia adelante, y el presente o el pasado se descubre
después, en relación con ese futuro. La vida es futurición, es lo que aún no
es.” (Ob. cit., p. 191)
VERNOS
“...cometemos un error cuando
decimos que vemos una naranja. Nunca todo lo que pensamos al referirnos a ella
lo hallamos patente en una visión ni en muchas visiones parciales. Siempre
pensamos de ella más que lo que tenemos presente, siempre nuestro concepto
de ella supone algo que la visión no nos pone delante. Lo cual significa que de
la naranja, como de todas las cosas corporales, tenemos sólo una intuición
incompleta o inadecuada. En todo momento podremos añadir una nueva visión
a lo que ya hemos visto de una cosa –podemos cortar un trozo más fino de la
naranja y hacernos patente lo que antes estaba oculto–, mas esto indica
sólo que la intuición de los cuerpos, de las cosas materiales puede ser
siempre perfeccionada indefinidamente, pero nunca será total. A esa intuición
inadecuada, pero siempre perfeccionable, siempre más cerca de ser
adecuada, llamamos ‛experiencia’. Y por eso, de lo material sólo
cabe conocimiento de experiencia, es decir, meramente aproximado y siempre
susceptible de mayor aproximación.”
(Ortega y Gasset, 107)
Por la experiencia mejoramos y
perfeccionamos el conocimiento de las cosas y de los hechos que existen y se
producen en el entorno. Aprovechamos la esencia que ella nos deja como
particularidad exclusiva de nuestro saber.
Se diría que cometemos un error cuando decimos que
vemos a una persona, aún más cuando decimos que la conocemos. Se esconden en
ella particularidades que no vemos y que nunca se nos presentan claramente. Se
debe a que una persona no es igual a una cosa ni a un hecho común y corriente,
y ni siquiera a un hecho que para ser conocido requiere de una observación
especializada y de un análisis posterior que ponga en claro la observación. Una
persona es un pozo insondable, un agujero, un túnel cavado en profundidad cuyo
sondeo requiere un instrumento todavía no inventado, aún no concebido.
No es ningún misterio,
puesto que una persona es el fin último de una experiencia abroquelada y
semioculta en su historia física. No es una evidencia del todo explícita, no es
una realidad del todo realizada como lo es su rostro y cada
parte de su anatomía. Es la inusitada e invisible historia de una vida que
queda fuera de toda posibilidad de observación, aún de toda clase de incursión
objetiva en una intimidad que sólo es posible develar a través de memorias,
recuerdos y testimonios, las huellas que cada persona deja en su trato con la
vida. Es en lo que se desea entrar hasta donde es posible cuando se trata de
escribir una biografía.
Pero el trato con las
personas en la vida diaria no es el mismo que la del biógrafo con su
biografiado, que la del detective con las huellas que descubren al asesino; es
sustancialmente distinto. El trato entre personas no es un contacto como el de
la masa y la temperatura del aire, el de las aguas de un río y las del mar en
que desemboca. El trato con las cosas y hechos, y especialmente con personas,
es más que un contacto, es la generación de una experiencia de vida afectada y
en parte modificada en el fuero íntimo. Es una sobrecarga que se mezcla con la
carga personal, con lo que se consagra en el sólo hecho de ser persona.
Aunque el trato entre
personas no genera ninguna relación social al margen de las relaciones
subjetivas, como lo ha sostenido la navaja sociológica que cercena la humanidad
en dos mitades independientes e inconciliables, el individuo experimenta una
modificación crucial en su experiencia personal, la que es única y, como suele
decirse, intransferible. Luego, en combinación con la social, es adoptada como
experiencia ciudadana, civilizada y convivencial.
SIN RESOLVER EN EL PROBLEMA
Aproximémonos al problema hasta llegar al ámbito
de lo individual y subjetivo. Un ámbito que es el de cada uno de nosotros y
que, a pesar de estar a la mano, es el más oscuro y desconocido. Allí
encontramos una catarata de notas psicológicas, morales, axiológicas,
conductuales que nunca se oyen todas juntas. Sensibilidades particulares,
egocentrismos egoístas, exteriorizaciones amables y generosas, pasiones,
pulsiones e improntas psíquicas a veces inexplicables. Sin embargo, todo eso no
es la persona, por más que le corresponda y pueda manifestarse dadas las
circunstancias propicias.
Lo que puede atribuirse a
una persona es, más bien, lo que hay en ella de insondable, lo que no es lo
mismo. Es decir, lo que ella ha procurado en su vida atribuirse a sí misma. No
llamamos persona a un contendedor repleto de rasgos humanos, características
que conocemos en general a partir de lo que se vuelve notorio por el hecho de
ser perceptible. No es tampoco una reunión de todas esas notas multicolores que
juntas puedan componer una síntesis, y que esa síntesis sea lo que puede
decirse de ella.
Porque interviene la
historia en la composición de lo que la persona es, de lo que puede conocerse
en ella y de lo que ella conoce respecto a los demás y al mundo en general. Y
no interviene porque, como en un cóctel, se mezclen sus componentes para dar un
sabor final al conjunto, sino porque, como ya hemos visto, por la experiencia
se configura aquello que ya no es suma sino, más bien, resta. Esto es, lo que
queda aprovechable de todas las veces en las que la persona ha experimentado
conflictos, ha resuelto problemas, etcétera, lo que convierte esa historia en
una historia vicisitudinaria. Sin embargo, este fondo de experiencia, del cual
se origina lo más decisivo del saber personal y del sentir espiritual, ese sí,
al revés de la biografía, no es descifrable, no es descriptible.
Se presenta un problema
difícil de resolver, y se trata de cómo es posible hablar de algo fundamental,
que define lo que es y lo que sabe una persona, si no es posible aprehenderlo,
aislarlo en el cuadro general, trazar sus principales propiedades, analizarlo y
facilitar la apreciación de por qué es lo fundamental. Este problema, por
cierto, invade el terreno de la neurología tanto como el de la psicología y aun
el de la antropología. Suponemos que el problema implica una incursión por esas
ciencias que proporcionarían sugerencias valiosísimas e imprescindibles para
intentar un buen estudio. Pero, en ninguno de ellas, tan amplias y avanzadas
como lo son en la actualidad, aparece como aquí lo presentamos.
Es difícil ir de lleno a esa
fuente en la que se origina el saber común y corriente. Se vuelve un verdadero
problema todo intento de revelar cómo se produce la idoneidad cognitiva en cada
persona. Y, aunque es en su historia donde se supone que se esconde, esa
historia particular y única no es historiable, no es historiografiable. Sabemos
cómo se instrumenta el conocimiento humano, por cuáles procedimientos, en dónde
y cómo se lo procura, aún el modo en que se procesa en general en el
entendimiento mediante enseñanzas y aprendizajes. También, qué papel juega al
respecto la experiencia, cómo lo asienta y lo perfecciona, pero desconocemos
que no es una etapa secundaria de la elaboración del conocimiento sino la etapa
primaria.
No ignoramos que la
experiencia es más que el medio por el cual se foguea el saber, por el que se
afina y redondea. Pues todo el contenido que se almacena y arremolina en el
cerebro no es saber propiamente dicho, sino sólo materia prima, masa con la que
en la praxis de vida se da consistencia a una forma que hay que crear, a un
molde por el cual el conocimiento se manifiesta aplicado –que es el verdadero
conocimiento o, para el caso de la persona, el saber. Pero ignoramos la
naturaleza de esa forma, cómo la persona llega a ella.
Desconocemos que existe una
condición que está en la base y que le imprime el toque último. Y que esa
condición es la que impone la circunstancia, el encuentro, el desarrollo, la
peripecia y el desenlace de cada una de las veces en que el individuo topa con
una dificultad, con un enigma, con el problema que le impide superar la
adversidad, sea enorme o insignificante. Ella, la circunstancia, es el torno en
el que la persona moldea la arcilla que le suministran los sentidos, los “datos
inmediatos de la conciencia” y la memoria. De ahí que entendamos mejor la
sentencia de Ortega: yo soy yo y mi circunstancia. Nos falta enfocar con un
poco más de luz esa sombra en la que, sin que podamos distinguir con claridad,
se procesa la ingeniosa maravilla del conocimiento.
¿Cómo el individuo tramita
la información con el propósito de valerse de ella en una situación
determinada? La tramita de una manera se diría simple, pues la misma situación
determinada es la que le suministra el saber, no exactamente la información
acumulada ni la habilidad adquirida por aprendizaje previo. En ese encuentro
con el problema se origina lo fundamental, esto es, la manera en que la persona
adquiere el saber operativo, su sello propio, la consumación que lo vuelve
único en tanto saber que resuelve sus problemas. No
exactamente como los resuelve la academia, el aula, el laboratorio, los centros
ingenieriles y tecnológicos –aunque sí en alguna medida.
No es mediante el uso
directo de la información guardada en algún soporte material, como aquellos de
que se vale la memoria, libro, video, imagen, grabación, computadora. Y aun no
es la misma memoria de por sí misma, porque al ponerse en práctica, al operar
en la vida real el cuerpo de esa información, no apela al recuerdo, no atina a
lo que por la memoria es posible rescatar y utilizar de su vasto almacén. Es,
diríase, algo visceral que se ha adquirido por la experiencia y se implanta
para incorporarse a lo innato, no en la memoria sino en el mismo obrar cuando
la persona responde a los estímulos de la enorme y variada gama de
circunstancias en que consiste su vida.
ASPECTOS CONSTITUTIVOS DEL PROBLEMA
¿Cómo es posible resolver el problema? Si bien y aparentemente
no tiene solución, al menos es posible abrir el camino hacia ella por una
observación que permite intuir el fenómeno por dentro. Es la misma conducta que
lo denuncia, y el último signo que lo revela, cuando la persona actúa ante
cualquier clase de inconveniente en el vasto abanico de sus empeños y
actividades. No confirmamos esa conducta en todos los casos, puesto que en
muchos es claro que se aplica una fórmula, un expediente que es el que todos
aplican, o una clase de solución técnica o científica o de algún tipo
preconcebido y a la mano. Pero también en otros casos se aplica alguna
ocurrencia original y espontánea, a veces concebida en el instante, a veces
concebida de antemano en circunstancias iguales o parecidas a la cual se
vuelve.
Aun en el
caso en que se apela a la más clara y reconocible receta con la que se resuelve
un inconveniente, de los que trancan severamente y a veces para siempre un
propósito, se observa una diferencia en la forma de valerse de la receta, de
aplicarla, diferencia que revela lo personal, el rasgo que incluso es notorio
en todo lo que la persona hace. Si nos atenemos a lo que pueda apreciarse en su
pensamiento, en sus concepciones, en lo que es característico de sus ideas,
opiniones, preferencias, convicciones, en variedad de casos también se vuelve
notoria esa diferencia en lo que la persona piensa como una más entre sus
huellas identificatorias difícilmente disimulables.
A veces el ingenio que
resuelve el problema es exitoso en manos de una persona y no de otra, lo que
parece misterioso. Porque existe un toque en los procedimientos que definen el
resultado, aunque sea difícil saber en qué consiste y sólo nos asombre. Así
ocurre cuando alguien supera una dificultad, en el trabajo, en la empresa, en
el deporte, en la investigación teórica o experimental, en la política, en las
mismas tareas hogareñas, que no había sido superada por otros que contaban con
la misma preparación, las mismas habilidades, los mismos pertrechos,
instrumentos, herramientas, los mismos recursos económicos, los mismos
antecedentes en su profesión.
Dos cerebros igualmente
inteligentes pueden pensar en forma bien distinta frente a un problema común.
Se piensa no sólo en forma diferente sino incluso opuesta cuando se trata de
definir si el universo tuvo un principio o si existió siempre. Asoma el toque
personal cuando filósofos de la misma talla intelectual creen o no creen que la
moral de las personas ha mejorado en el curso de los tiempos, o cuando
establecen que el conocimiento se funda en los sentidos o en la razón.
Especialistas igualmente calificados pueden diferir radicalmente en algunos
asuntos. Einstein se negó a suscribir el supuesto de los físicos cuánticos, de
iguales o semejantes dotes intelectuales y preparación teórica que el forjador
de la teoría de la relatividad, según el cual las partículas subatómicas pueden
entrelazarse en sus propiedades aun manteniéndose a distancia.
Surgen siempre rasgos
difícilmente descriptibles, menos aún cuantificables y cuya índole es
inexplorable, que definen a la persona en su realidad intelectual, en su
complexión moral, en lo que tiene que ver con su sensibilidad estética y
axiológica, y en lo que atañe a la eficiencia en sus capacidades manuales y
prácticas. Esos rasgos, a veces imperceptibles y a veces notorios, pueden
servir como prueba de que el hombre se hace a sí mismo, se construye a medida
en que vive, y que precisamente como construcción singular y única, resulta
siempre un individuo diferente. Si se le hubiera investido desde el principio
en forma ya hecha, en potencia o en acto, completa o preparada de antemano para
completarse, todos seríamos iguales, haríamos las mismas cosas y reaccionaríamos
ante el mundo de la misma manera, todos tendríamos los mismos éxitos y los
mismos fracasos.
De lo que se desprende que
hay una historia en construcción en cada una de las personas, una historia y no
un proceso de elaboración cuyo fin es obtener un producto acabado. Aun, todo
proceso de elaboración sea de lo que sea, consiste en puridad en el ingenio por
el cual se resuelve una variedad de dificultades. Así, se conciben y
materializan los medios para superarlas, y esta realidad se comprueba en los
proyectos más ambiciosos y en los más sencillos. En la historia de la persona,
en cambio, el proceso no se da como elaboración o fabricación, como ingenio o
ingeniería aplicada. Nadie aporta el recurso por el cual se supera la
dificultad, y es la misma persona la que representa o es el
recurso.
Las dificultades a superar
para que funcione un artefacto, una máquina o una industria, en puridad no son
las mismas, pero todas forman parte de lo que se presenta como un obstáculo que
interrumpe la marcha, una falla que la debilita o desvía de su dirección, y la
escasez o el agotamiento de los recursos materiales que la sustentan. Tales
pautas hacen posible la previsión de reglas y mecanismos de previsión que
garantizan la eficiencia. Algunos que se activan en forma automática y otros
que de por sí solos están dotados de programas computados capaces de variar en
la marcha de acuerdo al rendimiento más favorable.
Las dificultades a superar
para que “funcione” una persona, que interrumpen su marcha, la debilitan o
desvían, la despojan de su combustible natural, no siempre son las mismas. Y
tampoco responden a una serie finita de dificultades clasificables. Aunque todas
se presentan en forma parecida, forman parte de una historia multifacética, no
pronosticable, imprevisible. Si bien comprenden una unidad indisociable entre
la persona y el entorno, entre la relación biunívoca entre el yo y la
circunstancia, son permeables respecto a los demás yoes, al influjo de
dificultades ajenas.
El ingenio en el caso es la
misma persona, su acto decide la propia ingeniería, la fuente particular por la
cual se vuelve posible contar con los recursos necesarios para superar los
problemas. Ese ingenio es su historia y, como se desprende de los hechos
imprescindibles para superar la diversidad de dificultades que se presentan
ineluctablemente, esa historia no es una historia sencilla, no se desliza sobre
un lecho de rosas, como dice el poeta. Es una historia vicisitudinaria.
IRRADIACIÓN DE LA EXPERIENCIA
No es común que las personas en situación de
elegir, de convencerse o de preferir una solución respecto a problemas e
inconvenientes se atengan a convenciones, hábitos, reglas o mandatos, aunque lo
hagan en variedad de casos especialmente cuando lo impone la legislación
vigente. Lo que se confirma en general en la vida diaria es que las personas
están convencidas de acuerdo a los resultados de una experiencia personal que
les suministra razón suficiente y confirmación consiguiente en la práctica. No
quiere decir que no respeten el orden elemental de convivencia, los principios
de la moral, los valores, los hábitos compartidos. Sólo quiere decir que hay
una tendencia a hacer prevalecer la experiencia de vida, la propensión a que la
enseñanza recabada mediante la actividad individual, con sus resultados y
consecuencias, arraigue como saber práctico y funcional.
Se trate de un camino
trazado y seguido por la persona misma o de un camino que elige entre los que
encuentra con direcciones ya trazadas, la experiencia propia es la
determinante, la que, de acuerdo a los resultados en la práctica, el éxito o el
fracaso, la facilidad o a la dificultad, el agrado o el desagrado, obra como
influjo principal sobre sus elecciones y preferencias y determina aquello que
selecciona para decidir a qué atenerse. Repetimos: siempre dentro de los marcos
consensuados y limítrofes de la convivencia y el entendimiento.
Esta particularidad del
individuo humano no es del todo transferible al grupo, a un conjunto de
personas ni a la colectividad toda; sólo lo es en unos pocos y borrosos
aspectos. No es preciso remarcar que la experiencia individual es bastante
diferente de la experiencia colectiva y social. Por más que la sociedad refleje
lo común que se desprende de las tendencias individuales, se manifiesta de otro
modo. Mientras que la experiencia personal comparece dentro de los límites de
un círculo de actividad y de pensamiento exclusivo, asociado a un entorno
determinado y una red de relaciones particulares, la sociedad es una caja de
resonancia que registra el juego multifacético y plural de todos los
particularismos.
Los entornos y las redes de
relaciones individuales y grupales quedan generalmente sometidos a la carga de
eventualidad, de azar y, principalmente, son sensibles al choque muchas veces
imprevisto de intereses que se infiltran e inficionan actividades y programas,
con lo que modifican arbitrariamente la organización de la actividad social.
Esto es así o lo parece, de tal manera que puede involucrarse el azar en la
vida de las sociedades o, de acuerdo a criterios cuya explicación resulta
compleja, puede entenderse que nada hay sujeto al azar en una sociedad de
humanos.
Por lo menos se puede
suponer que el cambio en la sociedad es más difícilmente manejable que el
cambio en el individuo –característica que, dicho sea de paso, se presenta como
una de las mayores cuestiones a resolver por parte de la las ciencias sociales.
Para los gobiernos es preciso definir las conductas y los programas, puesto que
la sociedad es el objeto de la política, de la planificación organizativa y de
la administración. Pero no pueden ejecutar sus previsiones como las ejecuta la
conducta individual, y deben apelar a principios, métodos y procedimientos que
difieren tajantemente con las modalidades propias de la individualidad: deben
apelar a la política de masas, que no hay otra para las sociedades.
Por la observación simple se
confirma la tendencia de las personas a proceder mental y conductualmente de
acuerdo a los resultados de su propia e íntima experiencia. Parece que es de
ella de donde emergen sus principales convicciones y las derivaciones en lo
material. No quiere decir que se aparten del orden establecido de convivencia,
de los principios elementales de la moral, de los valores y hábitos
compartidos. Sólo quiere decir que hay una tendencia a hacer prevalecer la
experiencia de vida, la propensión que apunta a que la enseñanza recabada
mediante la actividad individual, con sus resultados y consecuencias, luego
sirva de saber práctico y funcional.
El saber resulta, pues, lo
mismo que resulta del contacto del ser humano con el mundo que le corresponde
en pensamiento y corporeidad, en actividad incesante, y bajo una intensa y
permanente lluvia de transformaciones que lo renueva. No sólo es el dominio del
existir gracias al cual complementa su saber, comprobándolo, legitimándolo y
mejorándolo. Es fundamentalmente el dominio en el cual el sujeto genera su
saber primordial, que puede llamarse práctico, pragmático, o denominarse con
cualquier término que aluda a la vida real e inmediata, a los actos y hechos
que nos insertan en la vida cotidiana, común y corriente. Pero que, además de
práctico, es un saber general, un saber que más allá de la praxis de vida
concurre en la esfera del saber integral, sea mucho o poco, profundo o
superficial.
Los ojos nos presentan un
cuadro, no más que un cuadro como el que pintan al óleo los pintores. Los demás
sentidos nos presentan imágenes similares, una melodía los sonidos, un sabor
determinado el gusto, un aroma cualquiera el olfato, en fin, una resistencia
dura o flexible el tacto. Pero debe tenerse presente que son sentidos, que
corresponden a cada ser individual, porque no es dado un sentir universal que
influya sobre el conocimiento. La humanidad no tiene ojos ni oídos, los tiene
el ser humano; la sociedad no tiene sentidos, un grupo de individuos no tiene
percepción propia. De modo que hay un solo saber, es decir, tantos saberes como
seres humanos. El conocimiento es otra cosa.
Ese saber discriminado por
la vicisitud personal, la composición de mundo macro y del mundo micro, que es
pura creación vuelta realidad en la tierra, como la de una planta o la de un
árbol, es el mismo que nos orienta en todo. No sólo en la acción sino también,
y con la misma naturalidad con que lo hace en el plano concreto de los
sentidos, nos orienta cognitivamente en el otro plano, en el del pensamiento.
Nuestro saber a qué atenernos se consagra en el mismo cuadro como el que pintan
los pintores, en la misma constelación de sonidos, en el mismo saber de los
sabores y olfatear de los olores, en el mismo palpar del tacto. Pues no hay
otra vía, y es la misma para pensar y para hacer.
VER EL TODO
“Estamos rodeados, cercados por
la realidad cósmica, dentro de la cual vamos sumergidos. Esa realidad
envolvente es material y es social. Sentimos de pronto una forzosidad o un
deseo que, para satisfacerse, requeriría una realidad circundante distinta
de la que es: una piedra, por ejemplo, estorba nuestro avance por el camino. El
problema práctico consiste en que una realidad diferente de la efectiva
sustituya a esta, que haya un camino sin piedra –por tanto, que algo
que no es llegue a ser. El problema práctico es aquella actitud mental en
que proyectamos una modificación de lo real, en que premeditamos dar ser a lo
que aún no es, pero nos conviene que sea.”
(Ortega y Gasset, 65)
La realidad diferente a la que se refiere Ortega se nos representa como
insondable sugerencia en la contemplación del universo. Nos parece comprobar
que hay algo en él que se nos esconde porque estamos demasiado ligados a una
realidad local que sólo es aparente.
Intuimos algo demasiado grande para nosotros,
fuera del alcance de nuestro entendimiento, aunque persiste en él como si fuera
una creencia o un dogma. La arrebatadora enormidad del universo, el abrumador espectáculo
que nos ofrece el telescopio James Webb, excitan la imaginación y la superan.
Emocionantes imágenes fluorescentes pobladas de extraordinarios objetos,
acontecimientos formidables desarrollándose en procesos inacabables,
enrollándose sobre sí mismos o expandiéndose como si se dirigieran hacia la
eternidad, sugieren algo más que la realidad desconocida. Sugieren otra
realidad, lo que por aquí no vemos ni vivimos, la gran realidad imperceptible
de la que formamos parte.
¿Por qué no la vemos como la
ve el telescopio James Webb? ¿O el tiempo para él, y el mismo espacio, no
existen, como no existen para una máquina del tiempo, y puede contemplar la
misma eternidad? Sólo porque el lugar en el que circula está cuatro veces más
lejos de lo que está la Luna de nosotros. El hábito de apreciar lo que existe
como lo que sólo se vuelve evidente entre los espacios de un comienzo y el
tiempo de un final, en definitiva, ¿cómo se explica? Porque no contemplamos las
imágenes del universo como lo hacemos con las que nos muestra la toma aérea de
una montaña, de los océanos o de una gran ciudad. Es completamente distinto,
diferente de raíz, disímil, drásticamente incomparable.
Todo induce a pensar que por
un capricho de Dios nos es vedado el conocimiento de algunas de las más
importantes verdades entre todas las que se nos ocultan. O que, debido a esa
picardía propia de los seres humanos, por la cual siempre encuentran una excusa
para seguir existiendo, nos obliga a concebir el todo como un chorro que cursa
por un tubo y que de vez en cuando se asoma a la existencia por vertederos, que
llamamos presentes, y que nuestras limitaciones liberan para poder enterarnos
de la creación.
¡Cómo se descubriría el
mundo si pudiéramos meternos por esos vertederos y asomar al todo para verlo
como es verdaderamente! Se nos ocurre que luciría de una manera aproximada a
como lo muestra el James Webb, y aun así no se vería en toda su plenitud. Porque
necesitaríamos experiencia ya no sólo de mundo sino de universo, experiencia
interplanetaria, intergaláctica, experiencia cósmica o sideral. Así como nos es
necesario extraer sabiduría de la suerte con que corremos en los hechos que
suscitamos en esta ínfima porción de tierra en que nos movemos, o en los hechos
que nos sorprenden en el correr azaroso de la vida, necesitaríamos más de una
vida. Quizá la circunstancia sería otra, más grande, enjundiosa y, para ser
algo optimistas, más simpática.
LA IMAGEN DEL TELESCOPIO
Aunque no veamos más que una partícula
insignificante y no podamos admirar la infinita imagen que se refleja en la
lente del telescopio espacial, de todas maneras, nos ilumina un reflejo
misteriosamente similar en nuestra mente, por obra de otra lente que se esconde
en ella y por la cual también miramos. Algo en nosotros tiende unos
esperanzados lazos queriendo atrapar el todo, buscando forzarlo a que nos
reconozca de una singular y definitiva manera.
Se trata de los lazos del
conocimiento, nuestro telescopio particular y pulimentada lente de aumento. Nos
lleva la vida bruñir su frágil superficie y abrillantarla lo suficiente para
que nos suministre la mejor imagen, aquella que más nos conviene.
Véase que convenir deriva de venir (latín
“venire” = “ir”, “venir”), así como deriva ventura, suerte buena o
mala. Y ventura también quiere decir lo por venir,
y hasta aventura (Diccionario de Corominas). Lo
que más nos conviene, lo que nos parece que mejor nos sienta, que nos sienta
bien, lo concebimos en un advenir, en un momento aún no llegado o porvenir.
Lo que más conviene, en el
sentido de un interés práctico o espiritual, la conveniencia que voluntaria o
involuntariamente siempre buscamos es lo que nuestra aspiración espera de
una buena suerte. Que nos alcance un venir o advenir o advenimiento
que esperamos con esperanza, mediante espera esperanzada. Esperamos lo que es
un bien para nosotros, y bien es un significado clave, así
como bueno, lo que es bueno para nosotros. En todo lo que hacemos
hay espera esperanzada, hasta en el más simple de los propósitos, en clavar un
clavo, lo que hay que hacer bien, o en el diario vestirnos con la prenda que
debe quedarnos bien. Bueno es que el cuadro cuelgue sin que se caiga; es bueno
que luzcamos de acuerdo a nuestro deseo.
Hay también un universo en
nuestras expectativas, en cada una de las ideas que forjamos, iniciativas,
movimientos, conductas, acciones. Es la aspiración de que sus resultados
mejoren en la medida en que vivimos, el afán que inevitablemente trasladamos a las
expectativas. Y la imagen de un mundo que imaginamos desprovisto de las
restricciones de los sentidos corporales. Esos sentidos nos muestran el
limitado mundo de nuestro entorno, incompleto, pequeño, y en el estado
instantáneo en que aparece en la percepción, en lo poco que de ella puede
captar para que elabore el cerebro. Siempre estamos procurando agrandar ese
mundo, hasta en los propósitos más insignificantes de la vida corriente.
También hay un universo muy
amplio en los sentimientos, emociones y pasiones. Este universo nos descubre
una más honda espacialidad en la que caben maravillas, espectáculos grandiosos,
despliegues de la imaginación semejantes a los de las estrellas de neutrones.
El mundo de la imaginación es el que delata nuestro mundo como una muestra de
otro más grande, como reminiscencia de algo que, aunque desconocemos, está en
nosotros. Aparece de una manera espectral lo que sólo es posible confirmar
cuando las dimensiones materiales o espirituales rebasan las referencias
humanas.
EL TELESCOPIO INTERIOR
¿Acaso son las imágenes del telescopio espacial
las que terminan poblando nuestra mente y nos parecen genuina creación de los
poderes mentales? ¿Unas pobres copias que tomamos de los espléndidos videos de
la NASA? No, no son esas imágenes sino las concepciones que germinamos a partir
de nuestra experiencia de vida. No sólo las que nos permiten comprender este
mundo y reaccionar frente a él como nos conviene, el mundo conocido que nos
envuelve y nos es familiar. También son las del mundo al que aspiramos,
desconocido por fuera y vuelto pura intelección por dentro.
Pertenecen al por
venir, a la aventura más significativa de los humanos: la
que está por venir. Se trata, como hemos visto, de una aventura que forjamos en
un espejo, pero que corremos aquí, de este lado del espejo. Y que, por lo que
también hemos visto, está en el presente más concreto y vital. Pues se nos
ocurre devenir al revés, desde el futuro hacia el presente.
Somos por eso observadores como son los astrónomos y astrofísicos que escrutan
las profundidades del espacio exterior como nosotros el interior, un espacio
que también está en vías de conocerse convenientemente, por lo que resultamos
singulares científicos que se empeñan en llegar un poco más allá en el
infinito.
Como ellos queremos romper
el velo de la realidad aparente, extender el alcance de los sentidos
biofísicos. Todos contamos con un telescopio interior que nos permite, si lo
ansiamos, ir más allá de los que se encierra fantasmalmente en la “corriente
del pensamiento”, en busca de otra corriente, la de una realidad figurada que
simula ser chispa de la realidad cósmica. No es creíble que la vida humana esté
limitada al solo círculo de su existir físico, psíquico y biológico. Es más que
ontología avanzada, más que tiempo hecho vida, más que Dasein, es
decir, más que intervalo entre un ser que a veces se mueve como una
pluma flotando al capricho del viento, y otro que como una flecha disparada con
puntería busca un blanco elegido previa y expresamente.
La vida humana tiene mucho
de inconsistencia, de ligereza, de blandura, pero por eso es maleable, flexible
y hasta obediente si se le ordena. No es algo para asumir como se asume un
mueble, un automóvil; no se pide prestada ni se compra como una cosa. Como en
su dimensión consciente sólo es realizable por los propios medios, es más de lo
que parece, es conversión de una realidad en otra. Por lo que estamos
permanentemente convirtiendo todo lo que encontramos en otra cosa: un árbol en
una silla o en papel, un montón de arena en una botella, el barro en ladrillos,
el litio en batería, el hidrógeno en amoníaco.
Como las imágenes del
telescopio guían a los científicos por el universo, enseñándoles cómo es, las
imágenes interiores nos guían por el mundo, no exactamente las imágenes que
obtenemos a pura percepción y transmitidas como información. Las imágenes interiores
ordinarias son las que nos enseñan cómo es lo que nos rodea. Pero las puramente
interiores, las extraordinarias, no son las que apenas han sido registradas y
enviadas por los canales neurales al cerebro, sino las que derivan de ese
registro después de superar el tamiz de la experiencia. Es decir, después de
convertir la inestabilidad en estabilidad, los altibajos en carretera plana,
las arduas pruebas en satisfacción de las pruebas.
Podemos contemplar el todo
que infinitamente se extiende por dentro. Somos realidad en acto y en potencia:
realización en marcha. Y la misma condición de no ser completos es la que nos
augura y nos garante una insospechada y por eso infinita dimensión que espera
llenarse con nosotros. Nos reconocemos como una convergencia de fuerzas que nos
empujan y a las que respondemos con lo que somos en tanto criaturas que sienten
y piensan. Pero no seríamos esas criaturas si no fuera porque no sólo empujan
sino porque también tiran de nosotros, nos arrastran, apuran la marcha desde el
otro lado que es el lado de lo que deseamos ser.
Ese impulso augural nos hace
crecer, puesto que la vida consiste en aumentarnos permanentemente al mismo
ritmo en que peleamos la existencia, en que la reclamamos a la nada. En la
antigüedad pagana un augur era quien leía en las aves, en el cielo y en animales
sacrificados los signos que anunciaban la voluntad favorable o desfavorable de
los dioses. Si no era favorable no había garantía alguna para el buen fin de
cualquiera de los propósitos que animaran la vida de los mortales.
Es un rito ancestral que
responde a la misma necesidad de siempre, la de querer impulsarse hacia lo que
mejor indican las necesidades y los deseos, aquello de que se carece. Nos mueve
la esperanza de completar con algo apetecible la propia existencia, siempre a
medio camino y por terminar de hacerse. Ese impulso es el que anida en la fe
revelada de los monoteísmos, y nos atrae quizá con mayor fuerza que aquella que
nos espolea de atrás, la que, como decía Heidegger, nos “arroja” a la vida, nos
expulsa inevitablemente a la condición de ser. Debe completarse con la que
convierte al ser en ser auténtico, en persona.
Algunos pensadores y
teólogos influidos por el pietismo, como Johann Georg Hamann en el siglo XVIII
–crítico de la Ilustración y precursor del romanticismo–, han sostenido que ese
impulso de que hablamos consiste en la fe sola, despojada de la razón. Por la
sola fe lograríamos vislumbrar la existencia de una dimensión superior y
externa a la conciencia. Este criterio nace dentro del pensamiento religioso y
en torno al debate sobre si la razón complementa o no complementa a la fe, si
pueden juntas actuar en ayuda mutua (San Agustín y Santo Tomás sostenían que
sí, que pueden).
Sea como fuere, el problema
es del todo pertinente y atendible, aunque es claro que el impulso se abre, por
más que lo haga también en una dimensión externa y divina, a una insoslayable
instancia del sentir humano, a una dimensión interior de la subjetividad
profunda. Una dimensión por hacerse, expectante respecto de sí misma y en un
dominio en que prevalece la espiritualidad y la voluntad de las personas.
La dificultad de conciliar
la fe y la racionalidad, de dirimir su discutida oposición, es un antiguo
estigma para la religión y para la filosofía. Hay una cuasi o proto doctrina
al respecto que brega por aunar en una sola y desolada convicción el misticismo
y la racionalidad pura. Así parece en la coincidentia oppositorum de
Nicolás de Cusa, en la unidad de realidad y espíritu de Giordano Bruno, en la
unión de naturaleza y divinidad de Friedrich Hölderlin, en el punto
Omega de Pierre Teilhard de Chardin, en lo Circunvalante de
Karl Jaspers o en el Cristo de la fe de Rudolf Bultmann.
DIFERENTES IMÁGENES
Nos enseñan todo lo que es posible y todo lo que
debemos aprender, pero no a ser persona. La función de la educación no pasa por
ahí; ella sabe que es algo que no se puede enseñar, que es un aprendizaje que
cada uno se debe a sí mismo. Si la educación se propusiera enseñarnos a ser
persona se vería obligada a elegir un prototipo, un modelo que sirviera para
todos, porque no puede enseñar a cada uno. Es claro que si pudiera enseñar a
ser persona sólo lograría unificar a la humanidad, a volverla masa indistinta,
y lamentablemente no es difícil encontrar ejemplos en la historia.
El problema consiste en que
aprender a ser persona demanda un gran esfuerzo, mucha paciencia, el poder de
observar, de asimilar y filtrar una vasta gama de información. Pide que se
sienta la inquietud por advertir lo que conviene y lo que no conviene para que
la vida se encarrile como nos parece que debe hacerlo. A nadie le importa que
resultemos unos recipientes con vida pero llenos de frustraciones, de hechos
carentes de sentido, reiteraciones y reiteraciones de esos hechos sin que
modifiquen para bien el pensamiento y las conductas. Nadie reparará sino sólo
nosotros en que nos hace falta una imagen directriz que oriente los pasos que
damos. No venimos al mundo programados sino en unas pocas y elementales
funciones biológicas y psíquicas, pues el programa vital, intelectual y físico,
surge del diario vivir.
El designio más importante
de la educación formal gira en torno a la racionalidad. Y, aunque en ese
designio la educación se afane por incluir todo lo que se pueda la ética, la
estética, los valores, los sentimientos y principios que prevalecen por estar
probados en la historia de la humanidad, de todas maneras, es impotente en
estos dominios intangibles y al margen de una racionalidad estricta. Puede
enseñar a construir un puente, a levantar una casa, a curar a un enfermo, a
administrar un bien, a manejar la economía, a medir los campos. Puede enseñar
cuáles son los rudimentos de la pintura, la música, el arte en general. Incluso
puede enseñar cómo se enseña. Pero, así como no puede enseñar a ser una
persona, tampoco puede enseñar a ser un ingeniero, un arquitecto, un médico, un
artista, un maestro, un profesor.
Puede enseñar profesiones,
habilidades, especializaciones, personas que entienden y son acreditadas para
ejercer esas actividades en calidad de servidores públicos. Pues no es lo mismo
saber ingeniería que ser ingeniero, saber medicina que ser médico. A este
respecto es oportuno recordar que el título de doctor, otorgado por las
universidades en variedad de especialidad, por la etimología del término quiere
decir “maestro, el que enseña”. Se desprende la sutil sugerencia de que si
enseña es porque sabe, pero no se desprende que igualmente sepa ser maestro,
sepa lo necesario para ser el que enseña. No surge que con saber baste para
saber qué hacer con el saber, y cómo se aprende a ser doctor, no un doctor en
general sino un determinado doctor.
LA IMAGEN INTERIOR
¿Quién nos ha enseñado a ser lo que somos? Por
supuesto, el hogar, la escuela, la enseñanza media y superior, las academias,
instituciones de enseñanza especializada, personas que nos han trasmitido su
sabiduría, los libros, la información virtual. Sin embargo, a nadie se puede
atribuir la autoría de lo que somos como personas. Una pequeña llama que
encendemos por nuestra cuenta en lo más hondo es la que nos ilumina y muestra
cómo llegar a ser lo que somos, la persona que somos. Esa persona tiene el conocimiento
adquirido, pero no tiene consagrado su saber personal sin encenderla.
Y no es fácil encenderla
porque la chispa necesaria es tan débil que no se ve en la profundidad de cada
uno. Es una imagen como la de una estrella muy lejana o cuya masa sólo puede
desprender una luminosidad casi inobservable. Aparece en nosotros un universo
interior que ansiamos explorar como ansían explorar el espacio los astronautas.
A la manera de ellos somos los nautas de nuestro espacio interior, aunque no
todos lo sabemos. Se trata de incursiones que se hacen hasta inconscientemente,
pero ¿cómo?
Salvo aquellas acciones que
realizamos automáticamente, por reflejo de una cantidad de hechos que ya hemos
vivido y que se repiten, se puede decir que no hacemos nada sin antes ponernos
al calor de esa llama. Es la que surge de la misma combustión de la vida,
porque no es sólo desprendimiento de energía a partir del cual se dan curso
variedad de transformaciones, sino también quema, ardimiento, deflagración:
consumo de energía. Es algo que cada vez que se enciende o que se aviva se
gasta un poco, se extingue. Ahora bien, de todo lo que se consume queda un
resto, se conserva un resto, y ese resto es lo que somos.
No es correcto afirmar,
pues, que somos el resultado final de una constelación de experiencias
mundanales de las que hemos salido airosos o maltrechos. No es exacto que sea
lo que es posible apreciar en una última medición, de acuerdo a un último
estado de cosas, según permite vislumbrar el último rayo de luz llegado que
sería la suma de toda la luz disponible y que hiere el ojo. Lo correcto es algo
bastante parecido, pero con un matiz contundente capaz de establecer la gran
diferencia. Pues no es suma ni constelación sino resta, despojo, lo que queda
de la combustión, rescoldo, ceniza, polvo. Carl Sagan había exclamado con
júbilo que somos polvo de las estrellas, y no hay duda de que lo somos, por
fuera y también por dentro.
VER EL PROBLEMA
“Cuando se habla de nuestra
actividad cognoscitiva o teorética se define muy justamente como la operación
mental que va desde la conciencia de un problema al logro de su solución.
Lo malo es que se tiende a no considerar en esa operación sino su última
parte: el tratamiento y solución del problema. Por eso, cuando se piensa en la
ciencia se la suele ver como un repertorio de soluciones. En mi entender,
es esto un error. En primer lugar, porque hablando rigorosamente y
evitando, como exige el temple simple de nuestro tiempo, el utopismo, es
muy discutible si algún problema ha sido nunca plenamente resuelto: por
tanto, no es en la solución donde debemos cargar el acento al definir la
ciencia. En segundo lugar, la ciencia es un proceso siempre fluyente y abierto
hacia la solución –no es, de hecho, la arribada a la costa anhelada,
sino que es la navegación procelosa hacia ella. Pero, en tercero y
definitivo lugar, se olvida que al ser la actividad teorética
una operación y marcha de la conciencia de un problema a su solución, lo
primero que es, precisamente, es conciencia del problema. ¿Por qué se deja
esto a la espalda como detalle insignificante? ¿Por qué parece natural y no de
urgente meditación que el hombre tenga problemas?”
(Ortega y Gasset, 64)
Es más importante analizar la pregunta que
analizar las respuestas que se dan en el curso de su historia como pregunta.
Analizar el problema con mayor dedicación que la que se brinda a sus posibles
soluciones, aunque sin menospreciarlas.
A juzgar por el grado de impacto que producen los
problemas, en muchos casos se puede apreciar que en la persona y en sus
reacciones gravita más ese impacto que el problema mismo, que lo que encierra
el problema en su dificultad intrínseca. Hablamos de los problemas de la vida.
El impacto genera un segundo problema que inhibe la búsqueda de soluciones para
el primero. A veces llega a desplazarlo o a presentarse como problema
principal, sin que el otro desaparezca del todo.
El primero es desplazado,
pero no superado en tanto persiste como problema, pues todavía no se ha
resuelto. Se mantienen sus expectativas y esperanzas, sus desafíos y enigmas,
Cada vez que puja por acaparar la atención, por preponderar otra vez, aumenta la
tensión del impacto psicológico, refuerza el desafío emocional y moral. Y cala
el pensamiento de diversas maneras en cada una de las veces en que se reanima y
conmueve. No de manera acumulativa, no montando una vez sobre la otra, sino de
modo que unas son pulimentadas por las otras, mejoradas, perfeccionadas, con lo
que va quedando atrás lo que fueron en su vez primera.
Mientras predomina el
impacto disminuyen las posibilidades de hallar una solución al problema. Como a
veces predomina para siempre, el impacto pasa a ser un estado al cual la
persona se acostumbra y adapta. Así resulta para muchos que los estados emocionales
provocados por un problema se convierten en el problema número uno, y hasta en
el que se define el pensamiento, los sentimientos, la conducta. Pasa a querer
evitarse el miedo, por ejemplo, a querer resolverlo antes que eliminar aquello
que lo produce. Atender la depresión, la angustia, la desolación, las
frustraciones, antes que el orden de factores que las generan.
LA INDIVIDUALIDAD
Lo que produce la frustración queda atrás, el
fallo al dar un paso importante para la vida es un sentimiento que a veces se
separa de sus orígenes, causas, motivos desencadenantes. Hasta convertirse en
un rasgo del carácter de la persona, en un fondo o segundo plano sobre el cual
contrastan todos los demás rasgos. Y el problema inicial queda sin solución
para siempre. En lo individual, en lo subjetivo, los problemas no se presentan
como se presentan en lo colectivo, en lo social. Que la sociedad deje sin resolver
un problema, fuera de lo accidental, es diferente, puede seguir viviendo sin
grandes problemas, aunque, para seguir con el ejemplo, la embargue un
sentimiento de frustración que ya no es sólo personal y que se comparte y asume
en la comparecencia del grupo.
¿Qué problema social ha sido
resuelto del todo? En lo individual es preciso resolver del todo o casi del
todo los problemas. Es muy débil el orden de lo individual si se compara con el
de lo colectivo, y esa debilidad exige un barrido de los problemas. La
colectividad se aguanta mejor si se mantienen algunos de ellos. Luego, la
colectividad es una dimensión de llegada y no de partida, una organización que
necesita alimentarse para ponerse al servicio del individuo, y que no lo puede
hacer sola. Necesita la ayuda de un individuo en vías de colectivizarse, a
medio colectivizar.
La individualidad es una
dimensión de partida, de comienzo. Exige siempre una lucha, trabajo adicional y
también sacrificio. El individuo marcha hacia el afianzamiento de la sociedad y
la sociedad marcha hacia el afianzamiento del individuo, pero son marchas
diferentes. El individuo marcha con incertidumbre, no siempre con pertrechos
adecuados, frecuentemente sin planificarse debidamente y sin poder realizarse
adecuadamente. No tratándose de la horda, de la masa, de la turba humana, la
sociedad va hacia el individuo generalmente con planificación, organización y
ejecución premeditada. La sociedad no se inquieta ni amedrenta como el
individuo. Su velocidad en los cambios es menor; la del individuo exige
aceleración cada vez, mejoramiento expreso y perentorio, afinamiento rápido en
sus movimientos.
La sociedad resulta de las
veces en que la individualidad se realiza en ella, con acierto o desacierto.
Ocurre así que a veces retrocede en su marcha, pero es en realidad un retroceso
de la individualidad, porque ella no sabe corregirse a sí misma. Es el orden de
la individualidad el único orden que puede hacer algo. La sociedad sólo refleja
la conciencia que trasmite la individualidad, no cuenta con una propia. La
sociedad es puramente refleja, no produce nada ni acierta ni se equivoca; es la
individualidad la que a veces hace bien y a veces mal las cosas.
Obsérvese que se trata de un
orden de realizaciones, de marchas y contramarchas, de aciertos, desaciertos y
correcciones que no es estrictamente el orden propio del individuo, no aquello
en lo que se realiza la persona, sino el de la individualidad. Es una
distinción imprescindible y nunca sometida a un análisis meticuloso. Por
cierto, se trata de un concepto enmarañado, que se confunde fácilmente con el
concepto de individuo, como aquella historia que de vez en vez vuelve posible
que el individuo se convierta en persona.
Un delineamiento de su
perfil propio surge de la imposibilidad tanto de atribuir a la persona la
marcha que ella emprende junto a todas las demás, como de atribuirla a una
entidad monolítica, sin sentidos perceptivos ni entendimiento y que avanza a
los tropezones. La sociedad no elige por sí sola, no cuenta con la facultad de
encontrar, de discernir, de seleccionar lo necesario para la vida. La tiene el
individuo y se la trasmite a la sociedad. Pero el acto por el cual la trasmite
no es un acto estrictamente individual.
La persona se despoja de su
ser individual y deja que la particularidad se difunda, se convierta de
particularidad en generalidad. No en sociedad, porque como es obvio el
individuo no puede fabricar sociedad alguna. Sólo puede abrirse en lo que es,
liberarse de la particularidad que lo define y actuar bajo lo que podría
asimilarse a la convección, es decir, una clase de propagación de
lo individual hacia lo que es más denso, más fuerte por resultar numeroso,
mayor cuantitativamente. Entonces actúa no como es propio de lo individual sino
como es propio de la individualidad, concepto sobre el cual
volveremos en el capítulo 10.
VER EL PROBLEMA
Primero que nada, el individuo es ser biológico,
así lo parece cuando puede pensarse a sí mismo. Luego, conciencia, conciencia
de que es y, por último, persona, conciencia auto reconocible,
es decir, pensamiento propio. Es lo que parece resultar si intenta resolver qué
es, el problema que le presenta su sola existencia, y lo que procura por su
sola cuenta. Ser conciencia consiste en el poder de ser más,
de ser persona y de participar en la individualidad. Por último, su
participación en la individualidad es lo que le lleva a comparecer como
sociedad. Su conciencia le permite aumentarse, de individuo a persona, de persona
a personalidad, de individualidad a colectividad, de sociedad a nacionalidad.
Sin embargo, puede
estacionarse en un punto en el que vuelve a reducirse, no por retroceder al
estado de individuo sino porque empieza a ser mundanidad, aunque no lo busque,
a generalizarse, a integrarse quiéralo o no en masa, agrupación simple de
individuos. Ya hemos visto que de algún modo es universalidad, polvo de
estrellas. Pero esto es algo diferente, en todo caso, lo que empeñosamente le
priva de su abolengo cósmico, de su condición de universalidad.
La simple suma de individuos
no configura una sociedad, no es suficiente. La sociedad pide algo más que un
montón, más que millones y millones de criaturas comparecientes. Pide criaturas
impacientes, ansiosas, agitadas, vehementes, pero animadas de un propósito
superior, en busca de un sentido, de una razón de ser. O criaturas animadas por
el sentimiento más que por el embotamiento, por una actividad esperanzada y no
por una pasividad insensible y descorazonada. Pide acción como pide el
espectador de un thriller, emoción fuerte, suspenso, estremecimiento, pero con
una idea fundamental que justifique el pedido. La sociedad para ser lo que es,
diríase para justificarse, tiene que envolverse en la expectación, en el
suspenso, en el pender o “estar colgado” de algo, como indica la
correspondiente etimología. Ese pender, que es un depender, la vuelve otra
cosa, más que una simple suma. ¿Cómo adquiere esa propiedad cualitativa? Sólo
la adquiere antes de ser sociedad, cuando es individualidad.
Así como una oración del
lenguaje no es un simple conjunto de palabras, y para ser oración tiene que
guardar un cierto orden, una sintaxis, el encuentro entre sus diversos
elementos que responde a una seriación del sentido, finalidad comunicativa, la
sociedad pide una sintaxis que la dignifique, la vuelva realidad no sólo
biológica sino también humana, al igual que pide la realidad individual. La
sociedad de la simple suma de individuos, sin cohesionarse mediante una
inexorable sintaxis, no es sociedad sino manada, rebaño, jauría, enjambre,
bandada. Es en la realidad pura un diferendo entre lo que se ordena solo y lo
que se ordena por la actividad de una “interpósita persona”. Al azar se
interpone una voluntad que no es la del individuo, la que sólo es comparecencia,
sino la del quehacer humano, la del individuo en tanto individualidad, camino
hacia la socialización de la voluntad.
La naturaleza humana
interviene por encargo y provecho de otra voluntad, de manifestaciones
derivadas de lo humano, de secuencias y consecuencias inescrutables. Pero
interviene en algo más, algo que para que surja claro en el entendimiento es
necesario revisar en sus orígenes, en su génesis, contemplar tal cual es sin
revisiones ni interpretaciones. No en las soluciones conocidas del problema,
sino en el planteamiento del problema. ¿En dónde está el planteamiento del
problema, su estallido e inicial irradiación? En la experiencia, cuando topan
la perseverancia humana y la sañuda interposición de un mundo alzado en armas
contra todo emprendimiento del hombre.
Conciencia del problema es
lo que se reitera en la praxis de vida como requerimiento fundamental. No es
problema el que viene con sus consecuentes soluciones; eso no sirve para
enriquecer el saber sino para enriquecer el conocimiento adquirido por vía externa.
Las más consensuadas de las soluciones resultan estériles en el plano del
conocimiento común. Sólo sirven de adorno a las experimentales, aquellas que
son creadas por obra de la injerencia en el mundo y se satisfacen por vía
directa, contra viento y marea.
¿Qué seríamos si tuviéramos
que proceder sólo por fórmulas, por consejos, por la sola guía de algunas
instrucciones previas y aplicados aprendizajes? No nos ayudaríamos a ver el
problema sino a ver el abanico de soluciones posibles desplegado antes de nosotros.
Lo que más ayuda en el problema es el mismo toparnos contra él, y es oportuno
que Ortega y Gasset se pregunte por qué “se deja esto a la espalda como detalle
insignificante. Por qué parece natural y no de urgente meditación que el hombre
tenga problemas”. La circunstancia de que nos habla el filósofo español es en
puridad el corazón de los problemas, y las soluciones pueden mantenerse más
allá de la circunstancia.
EXPERIENCIA DEL PROBLEMA
En su libro Experiencia y educación,
el filósofo estadounidense John Dewey apunta: “el problema central de una
educación basada en la experiencia es seleccionar aquel género de experiencias
presentes que vivan fructífera y creadoramente en las experiencias
subsiguientes” (Buenos Aires, 1945, Losada, p. 25). Debe tomarse como un
principio o “principio de continuidad experiencial”, afirma Dewey, que aparece
“en toda tentativa para distinguir las experiencias que son valiosas
educativamente de las que no lo son” (ib., p. 34).
“En el fondo –agrega–, este
principio se basa en el hecho del hábito, si interpretamos este hábito biológicamente.
La característica básica del hábito es que toda experiencia emprendida y
sufrida modifica al que actúa y la sufre, afectando esta modificación, lo
deseemos o no, a la cualidad de las experiencias siguientes. Pues quien
interviene en ellas es una persona diferente. El principio del hábito así
entendido es evidentemente más profundo que la concepción ordinaria de un
hábito como un modo más o menos fijo de hacer cosas […] Desde este
punto de vista, el principio de continuidad de la experiencia significa que
toda experiencia recoge algo de la que ha pasado antes y modifica en algún modo
la cualidad de la que viene después” (ib., p. 36-37).
En tal sentido se entiende
el “crecimiento” y, aún más, “la dirección en que tiene lugar el crecimiento,
el fin hacia el cual tiende […] Que un hombre pueda crecer convirtiéndose en un
ladrón, en un bandido o en un político corrompido es un hecho que no puede
dudarse. Pero desde el punto de vista del crecimiento como educación y de la
educación como crecimiento, el problema está en saber si el crecimiento en esta
dirección promueve o retrasa el crecimiento en general” (ib., p. 38).
“Pero hay otro aspecto del
problema. La experiencia no entra simplemente en una persona. Penetra en ella,
ciertamente, pues influye en la formación de actitudes de deseo y de propósito.
Pero ésta no es toda la historia. Toda
experiencia auténtica tiene un aspecto activo que cambia en algún grado las
condiciones objetivas bajo las cuales se ha tenido la experiencia. La
diferencia entre civilización y salvajismo (para tomar un ejemplo en gran escala)
está fundada en el grado en que las experiencias previas han cambiado las
condiciones objetivas bajo las cuales tienen lugar las experiencias
subsiguientes […] En una palabra, vivimos, del nacimiento a la muerte, en un
mundo de personas y cosas que en gran medida es lo que es por lo que han hecho
y transmitido las actividades humanas anteriores” (ib., p. 43).
Hay problemas y hay también
determinadas experiencias por las cuales se viven los problemas. Y esas
experiencias valen más por cuanto se interrelacionan que por lo que cada una es
aislada en su espacio y en su momento. La continuidad en la experiencia nos
proporciona el crecimiento, bueno o malo. El concepto en lo que atañe a la
educación formal, tal como lo maneja Dewey, es perfectamente extensible a todo
tipo de educación, incluso a la que interviene en la experiencia de vida y por
cuenta y riesgo de la persona.
En la “continuidad en la
experiencia” se esconde el núcleo del problema y la matriz que da lugar a las
soluciones perentorias, no en el golpe que el problema propina a la
sensibilidad, que puede ser diverso, diferente en cada situación. La
continuidad experiencial es inmune a la situación y no produce un impacto; sólo
se imprime en la mente, deja una impresión de fondo que se mantiene activa en
todas las eventualidades, sucesos, incidentes, contingencias, especialmente en
las emergencias, peripecias cualesquiera temporales o permanentes. Es la que
puede asistir a la persona cuando se torna imprescindible para ella distinguir
entre el problema y su impacto, el obstáculo que da lugar al suceso y el que da
lugar a una modificación pasajera en su estado de ánimo.
Se trata también de
discernir si la resolución de los problemas, con sus derivaciones en el entorno
personal, se integra a la apertura que hemos llamado individualidad,
o si es el impacto del problema el que se integra, repercutiendo en el estrato
social y en la cultural general. Como ya hemos dicho, es frecuente confundir el
problema con las consecuencias del problema, por lo que, en el propósito de
resolverlo, se solapan las medidas adoptadas en la búsqueda de soluciones y que
terminan aplicándose indiscriminadamente.
COMPARAR LA MUERTE
“Todo ver es un mirar o buscar
con los ojos; todo oír un escuchar o atender con los oídos. Digo, pues, que la
naturaleza, que el mundo exterior solicita la atención del hombre con
terrible urgencia, planteándole constantemente problemas de subsistencia y
de defensa.”
(Ortega y Gasset, 139)
No tenemos experiencia de la muerte, no
hay saber al respecto y su conocimiento nos viene de una facultad
hipotético-imaginaria de estrategias sólo comparativas y metafóricas. He aquí
algunas aproximaciones a la idea de la muerte.
La muerte es una no-experiencia, la negación de la
experiencia vital, la nada de la vida. Es ausencia de la presencia o presencia
no sentida, evidencia sin comparecencia, esencia sin vivencia, sustancia
carente de extensión. Carece de la continuidad con la que cuenta la vida y que,
por lo demás, proporciona la fórmula por la cual el saber se perfecciona y
afina. Es ignorancia en estado de absolutez.
No es individual ni social,
no se caracteriza por ser lo propio de ningún dominio. No admite ninguna
clasificación. Es la clausura de todas las discriminaciones y síntesis de todas
las clasificaciones. Es la mayor certeza y a la vez la más grande de las ignorancias,
así como la mayor incertidumbre y el más firme de los conocimientos, aunque no
es captada por los sentidos ni entendida por la conciencia.
Después de ser puro futuro
no se convierte en presente, como todo lo que se sabe que llegará de manera
indefectible, porque el tiempo cursa sin cesar o los cambios y transformaciones
son irreducibles. Deja de ser futuro al volverse tiempo infinito, incalculable,
nunca futuro que aterriza por fin en alguna parte palpable y en algún momento
preciso.
Así como el cuerpo es
inocente cuando nace, ser que no perjudica, es inocuo al
morir. Es ser inerme, inofensivo y bonachón. Su objeto no tiene sujeto, su
predicado silencioso flota en una atmósfera irrespirable para la comprensión.
Así como el alma es una entelequia atribuible al cuerpo, la muerte es una
entelequia atribuible a la vida. Es la misma desilusión en trance de
desilusionarse, una interrupción congelada, el límite último de la percepción.
No es comprobable después de
que es un hecho, como todos los hechos, sino antes. Después que el ser deja de
ser, la comprobación es imposible. Se comprueba antes, cuando todavía no es un
hecho intangible. Al no pasar por la experiencia, la muerte es pura ingenuidad,
pura inocencia, pura teoría o fantasía: del alma, de la existencia inmaterial,
del más allá, de la vida celestial, de los ángeles, de los espíritus, de las
almas en pena, de los que purgan sus pecados.
Entre todos los desenlaces
en la vida de los humanos, muchos de los cuales significan el terminante fin de
un desarrollo con peripecias, la muerte es el desenlace que
definitivamente desenlaza. Termina con el destino de ser
vicisitudinaria evidencia del mundo.
Se cree que en vez de un
final es un comienzo, en vez de una desgracia una felicidad en ciernes. En vez
de significar la radical finitud de la vida, indica el punto en donde comienza
la eternidad. Pues la muerte no es la última lección que la vida ofrece al
hombre: es la primera.
En la vida se aprende lo
necesario que hay que saber para poder vivir, para seguir viviendo. La vida es
la maestra más sabia, el aula en donde se aprenden más cosas, la escuela que
extiende el título más alto. En cambio, la muerte es lo contrario a un maestro,
a una escuela, porque muertos desaprendemos todo, nos volvemos al ignorar del
cual venimos, al estado de inocencia.
La escuela de la vida no nos
enseña la clave que nos lleva a la muerte, quizá porque la muerte no es su
final sino otra de sus etapas multicolores. A través de la vida se produce un
gasto casi imperceptible, partículas de la muerte, como son los días, que nos
negamos a llamar así sólo por decoro, por el orgullo de ser vivos. De modo que
la muerte no sería un acontecimiento sino un acontecer, no una interrupción
abrupta sino una paulatina disolución.
La muerte no es más que una
metáfora, una imagen que alterna con la de la vida. No es una realidad sino una
figura, no un hecho sino un fenómeno. Una rareza en medio de la trivialidad,
una anomalía. Es un salto como el que damos todos los días, pero en el vacío.
Una carga de la que nos hacemos cargo, pero sin peso. Una comparación sin
término comparante.
La muerte es la salida más
segura para escapar de los tumultos, disturbios, trampas que amenazan al
hombre, no del todo recomendable, pero salida al fin. Es la solución ideal para
curar enfermedades, saldar deudas, evitar castigos, esquivar futuros indeseados,
escapar de destinos inaceptables, corregir una vida miserable o consagrar una
vida prodigiosa.
El GRAN SÍMIL Y EL DRAMA
El sueño es casi lo único que puede compararse con
la muerte. Pero en el sueño todavía hay un yo que sueña, y lo soñado es soñado
por él. Ahora, ¿qué hace un muerto? ¿Sueña que está muerto como soñaba cuando
estaba vivo? Claro que no, eso es absurdo. Entonces, ¿quién está muerto en la
muerte si ni el muerto lo sabe ni puede saberlo? La vida se hace, pero la
muerte se hace sola. Una vez muerta suponemos que se trata de una persona que
ya no está viva, un ser humano determinado que ahora ya no es. Pero en lo intrínseco
de la muerte, en esa realidad desamparada y yerma, y que se esconde en la nada,
esa persona ya no es nadie; es sólo indeterminación, referencia sin nombre,
conciencia clausurada, pantalla apagada.
Es un nadie que inquieta al
pensar que sus antecedentes fueron –o son– del todo reales y vivos. El tiempo
que lo separa de la vida puede no ser mucho y, sin embargo, ya es eternidad. Es
la única eternidad asegurada. Lo peor es pensar que ese nadie que ahora yace
allí estirado era casi ahora mismo un ser reconocido entre nosotros, querido y
apreciado. Una realidad contundente, indiscutible, plena de rasgos familiares
que por arte de magia la muerte convierte en un ahora sólo del recuerdo,
también leyenda, alegoría, narración, y en todo eso añoranza, remembranza,
nostalgia.
Es razonable suponer que hay
un alma que va al cielo o a dónde se quiera suponer que va. Que hay algo que
sigue como sigue lo vivo en la tierra y que va a algún lado como los vivos van
siempre. La desaparición física de un ser humano es brutal. Es difícil concebir
la nada, pero más difícil cuando hay que deducirla de la muerte, de la misma
existencia contundente y palmaria que extrañamente ya no es. Un ser vivo
consciente, despabilado y alerta, conocedor del mundo que lo rodea, autor de
impresiones, pensamientos, sentimientos, valoraciones, mediante los cuales ha
construido un mundo particular, interpretación genuina de la vida y de las
cosas, que se ha ganado un lugar en el teatro de la existencia humana, de
pronto ya no es y no puede volver a ser.
¿A dónde va a parar? ¿Cómo
es que esa construcción deja de irradiar su luz en la superficie de una
realidad que nos pertenece a todos? Un nadie que había aprendido a ser desde un
ángulo único de la existencia, desde el mirador de un yo que de pronto deja de
contemplar simplemente porque se apaga, porque enceguece abruptamente. Un punto
de vista que de golpe ya no es punto ni vista de alguien que parece exclamar
“¡Ya no son míos!”, y se pregunta “¿Dónde queda todo? ¿Quién lo atestigua?
¿Puedo compartir lo que los vivos seguirán atestiguando sin mí?”
Es un drama sin puesta en
escena o una escena inapelable sin movimiento ni acción. La pieza de teatro de
un dramaturgo ensañado contra la vida, herido por un desaire, una insolencia,
el dolor de una deshonra injustificable e irreparable. La obra de un autor que
no supo cómo dar un final elegante a su argumento.
UN SÍMIL EN LA VIGILIA
Otro parecido con la muerte se refleja en la
alienación, el caso en que se suspenden las facultades inteligentes cuando el
individuo no puede o se resiste a ejercer el control de su mente. No hablamos
de ninguna patología ni de la muerte cerebral, sino de otra especie de muerte
singular. Si el sueño es a veces tan cruel como la muerte, la alienación puede
ser tan cruel como la locura. Pero la crueldad no se siente: la crueldad se
ensaña con la historia de la persona en tanto la despersonaliza, la vacía de contenido
genuino.
Aquí hablamos del yo
alienado y no del yo demente, de un yo afectado profundamente, pero que
mantiene una conducta normal, como la de todas las personas. Salvo que es una
conducta controlada por lo otro, no por una alteridad determinada,
por un otro cualquiera como es el caso del alienado que se cree Napoleón. Es un
pensamiento, un sentimiento y una conducta que controla un prototipo social
hegemónico y que le viene implantado por la cultura popular, las costumbres,
los influjos del espectáculo, los medios, las redes sociales, la propaganda.
Quedar fuera de la sala de
control de la mente es un proceso que se vive de diferentes maneras, voluntaria
o involuntariamente, consciente o inconscientemente, pero que anula buena parte
de la sensibilidad física y espiritual. Es cruel porque cierra las puertas de
la renovación mental y psíquica, anulando la personalidad y convirtiendo al
sujeto en un sonámbulo o en un robot. Es una crueldad que se sufre
indirectamente, como condición individual y social desgraciada que no duele si
no se toma conciencia de ella. Es la crueldad de la despersonalización, de la
estandarización de la personalidad y de la cara negativa de la globalización.
El alienado cultural es un candidato ideal para caer en las drogas, la
delincuencia y la violencia. Se trata de alternativas de la muerte, premuertes
o cuasi muertes que se codean con la muerte verdadera.
También la ofuscación es un
correlato de la muerte, un estado paralelo al de la alienación y con ello
paralelo al de la muerte. Pero enajena de una manera diferente a como lo hace
la alienación. Se trata de una aproximación a la muerte de la voluntad y sus
controles. Y es una muerte a término, súbita y momentánea como la ira, que
puede recuperar la vida. Hay, por consiguiente, una sombra de la muerte en la
inconsciencia y en la actitud valetudinaria.
LA MUERTE COMO NADA
De la concepción según la cual la vida humana no
es dádiva sino creación permanente, se desprende que el cese de la creatividad
de la vida es también muerte en algún grado, una muerte en pequeño. La muerte
como cesación de la vida es comparable a la vida como cesación del querer que
la impulsa y renueva invariablemente. En este sentido, la muerte aparece como
el gran obstáculo con el que se enfrenta la vida, el cual supera constantemente
hasta un punto final. La muerte sería el objeto ante el cual la vida se las
tiene que arreglar como puede.
Desde que la vida de un
individuo tiene un comienzo y un final, y si se estima que antes del principio
y después del final no hay vida, ningún vestigio que pueda comparársele, y
aunque haya todo lo demás en el mundo, incluso aquello de lo que puede surgir o
resurgir la vida, la muerte es una nada orgánica y con esto una nada humana. La
idea de la nada, pues, se asimilaría a la idea de la muerte.
La interpretación para la
cual el tiempo no sería más que frecuencia, más que velocidad en los cambios,
reafirmaría la noción de nada humana. De acuerdo con este criterio la muerte
aparecería como la cesación de la velocidad en los cambios orgánicos, aunque no
en los inorgánicos. De aquí que la muerte podría asimilarse al cambio y no a la
cesación.
Se ha dicho que de la nada
nada viene, que la nada no es principio de ninguna cosa. Pero no se puede decir
lo mismo de la muerte, que de la muerte nada viene, que la muerte no es
principio de ninguna cosa. Pues también se sostiene que nada se pierde y que
todo se transforma, que nada termina, que nada desaparece, pues todo sigue
siendo bajo otra forma, lo mismo pero transformado. La muerte, pues, sería uno
más de los estados en los cambios, una más de las transformaciones. En tal caso
no habría nada humana, y sólo habría energía manifestándose de muy diferentes
maneras.
Este criterio tiene una
falla y es la que se produce cuando se mezclan los dominios del saber, cuando
se considera lo humano como se considera el resto de la realidad del mundo. No
en balde se discierne claramente entre la cesación y la muerte, entre una
muerte atribuible a todo hecho, objeto, proceso, árbol, perro, roca, aire,
agua, lo que sería extinción, desaparición, evaporación, y una muerte
atribuible a los seres humanos, que sólo sería la muerte propiamente dicha. La
muerte es por eso una categoría específica de lo humano; para lo demás muerte
sería sólo metáfora.
Por consiguiente, la muerte
no es compatible con el aforismo “nada se pierde, todo se transforma”. Si es
muerte, si es lo que significa para los seres humanos, sí se pierde y ya no se
transforma en nada parecido. No es “muerte y transfiguración” sino muerte y
nada más, es nada más. No puede ser transformación, no puede
rescatarse en lo que es rescatable para la vida. Y su misterio, la sombra que
se proyecta sobre cualquiera de sus posibles definiciones o explicaciones, es
prueba de su parentesco con la nada.
LA FALTA DE SENTIDO
A nadie se le ocurriría decir que la vida no tiene
sentido, salvo a quien esté embargado por la angustia y en su perturbación
carezca de toda esperanza. Se trata de un sentido que puede explicarse de
muchas maneras y de acuerdo al buen entender de cada persona. Pero es difícil
que se encuentre sentido para la muerte. De una manera muy general, y cuando el
sentido es lo que justifica el vivir, lo que se fija como razón de ser para la
vida humana, el sentido es una marca de la vida mientras que el sinsentido es
una marca de la muerte. No hay ciencia capaz de descolocar este aserto.
Entendiendo el sentido como
una dirección establecida para la vida, en función de propósitos edificantes,
como tendencia hacia algo seleccionado entre lo que se anhela y procura, en
fin, como valor supremo, la falta de sentido se anuncia como
vida que prescinde de su fundamento, de su impulso cardinal, y que a la larga o
a la corta desemboca inexorablemente en la muerte. La falta de sentido, pues,
se parece a la muerte, una muerte embozada, disfrazada, furtivamente inmiscuida
en la vida.
Esa dirección puede ser
cualquiera, por ejemplo, la desviación de lo que supuestamente es conveniente
para el individuo, o cree él que es conveniente, e inconveniente para la
humanidad. En tal caso el sentido, de dirección en auspicio de la vida se convierte
en dirección en auspicio de la muerte, en sinsentido propiamente dicho.
OTRAS MUERTES
Allí donde el poder de la inteligencia humana
alcanza su frontera, más allá de la cual ya no puede seguir avanzando, topa con
una especie única de muerte: la del conocimiento. Es una “muerte en vida” que
se inclina ante el misterio, pero que en sí no tiene misterio. Una muerte que
se “vive” a plena conciencia y que puede describirse en sus mínimos detalles
mediante la negación: desconozco tal cosa, desconozco tal otra,
etcétera.
La angustia es también una
parodia de la muerte, el dramático síntoma por el cual el espíritu empuja para
que la existencia tenga lugar en un subdominio de la vida, en un círculo
cerrado en el cual la vida deja de ser posible para convertirse en sola e incierta
posibilidad. En ella se esfuma, pues, aquella imagen que refleja en el espejo
del porvenir, a la espera de la esperanza, no espera ya lo que le conviene, no
desea lo que mejor le sienta y cae bien. El paréntesis puesto a la esperanza
encierra un signo tras el cual acecha la muerte.
La negación de lo que niega,
el negar lo que en sí es negación, parece acto de locura, una locura que sólo
puede conducir a otra negación, la muerte de la razón. Negar la muerte es el
mejor ejemplo, jugar con ella, provocarla en su majestuosa potestad, negarla
como negación. Responde a la misma falla de la razón rechazar lo que no es
posible como admitir lo que es imposible, aunque parezca juego de palabras.
Negar lo que es o afirmar lo que no es significa la clausura de la razón, su
cesación, su muerte.
VER Y
DIVISAR
“En un caso de conflicto, de
depresión, de apasionamiento siempre estamos prontos a dejar de ser
inteligentes. Diríase que llevamos la inteligencia prendida con un
alfiler. O dicho de otra forma: el más inteligentes lo es… a ratos. Y lo
mismo podríamos decir del sentido moral y del gusto estético. Siempre en
el hombre, por su esencia misma, lo superior es menos eficaz que lo
inferior, menos firme, menos impositivo.”
(Ortega y
Gasset, 98)
Contemplamos el mundo que nos rodea con
los mismos ojos con que contemplamos todo, las cosas más cercanas y, hasta
donde ellos nos permiten, las más lejanas. Entender el mundo, sus aspectos más
próximos a nosotros tanto como los que aparecen más distantes, así como los más
simples y los más complejos, es algo que no alcanzamos a conseguir sino
procediendo como procedemos al mirar.
Aguzamos la visión en un plano de mirada interna
que prescinde de la externa y sólo se inspira en ella. Por lo que mirar es más
que ver, escuchar más que oír, saborear más que gustar, oler más que aspirar,
tantear más que tocar. Transmutamos al entendimiento los poderes de los
sentidos, como si sintiéramos lo que para ellos es
inasequible, lo que es puramente idea y concepto.
Le imponemos una clase de
mirada que busca encontrar lo mismo que encuentran ellos en la fase externa o
empírica del proceso. Ese ver interno, pues, es como
un divisar, aquello que por su etimología es equivalente a
“separar”, a “dividir”. Y que en la sabiduría vulgar adquiere el significado de
entrever, ver desde lejos, ver a medias, ver en forma borrosa pero sugerente.
No es separar en partes ni
dividir lo que en la circunstancia viene todo junto, sino separar en nosotros
lo que del todo nos resulta o no nos resulta familiar. En el conocimiento están
ambos resultados en estricta separación, clasificado todo hasta donde ha podido
ser clasificado, dividido todo en compartimentos estancos. En el saber, en
cambio, todo está junto y sin reconocerse, por lo que el saber busca
desesperadamente una silueta familiar, una figura reconocible.
CONOCER Y SABER
El conocimiento obra en función de un objeto.
Ojalá pudiera obrar en función de todos los objetos como un todo único. Sería
el caso de un conocimiento absoluto. El saber no obra en función de ningún
objeto, y al aplicarse puede presentársele cualquiera. Ojalá pudiera obrar en
función de al menos un objeto o de dos objetos. En tal caso obraría casi como
el conocimiento. Mientras que el conocimiento no está librado al azar, porque
si es conocimiento ya lo ha superado, el saber es pura aplicación ante lo inesperado,
el arbitrio de las sorpresas que abundan en la vida.
El conocimiento abarca del
todo aquello que ha sido desbaratado en tanto misterio, en tanto problema. El
saber abarca el todo completo, pues en cada persona la realidad del mundo se
presenta como desafío respecto a una infinidad de situaciones y momentos. Cada
circunstancia conflictiva vuelve necesario el ensayo de una salida, de un
escape de la circunstancia, y es la persona la que funciona como prueba, de que
algo es posible.
La prueba es en el
conocimiento sólo uno de sus componentes; en el saber el único componente es la
misma persona, la suerte que corre. El conocimiento consiste en aplicar el
objeto ya encontrado; el saber consiste en buscar ese objeto por si es posible
su inmediata aplicación. La verdad para el conocimiento es una verdad
consensuada, y para el saber es siempre disenso, controversia, hesitación. Si
el conocimiento falla, el responsable es el conocimiento, rara vez alguien que
deba mencionarse y cargar con la culpa. Si falla el saber, es directamente
responsable la persona.
El conocimiento es lo que
surge de resolver problemas, de acompañar al mundo hasta donde se pueda en su
complejidad inabarcable. El saber surge de enfrentar los problemas, metiéndose
en ellos como un escaño más de la escalera de dificultades, más que resolviéndolas,
y a veces dejándolas como estaban o aumentándolas. Por lo que el primero es
siempre posterior, y el segundo anterior. Conocer es buscar pautas, reglas y
leyes que se cumplan en el mundo, pero saber es deslegitimar al mundo,
interrumpirlo en su inevitabilidad, en su ceguera arrasadora.
LO INFERIOR Y LO SUPERIOR
El saber está más cerca de lo inmediato, de lo
sorpresivo, del azar, de la arbitrariedad de la vida. Parece ser un
pre-conocimiento, una instancia a veces presente en el conocimiento y otras
veces de la que prescinde. Por ser elaborado, el conocimiento es más estable
que el saber, menos frágil por no ser improvisado ni espontáneo. Y, sin
embargo, como atestigua Ortega y Gasset, y aunque el conocimiento representa lo
superior para el hombre y el saber lo inferior, éste es más firme, más
impositivo. El conocimiento siempre es hipótesis, supuesto a verificar, otro
acto de confirmación; el saber es siempre creencia, supuesto verificado en el
mismo acto.
Nicolai Hartmann, uno de los
primeros pensadores que se decidieron a arremeter contra toda jerarquización
rígida del conocimiento, afirma: “Nosotros tenemos, por un lado, una conciencia
inmediata de la vida, a saber, la vida en nosotros, pues somos seres vivos. La
vida propia es absolutamente experimentada, pero sólo en el todo y como todo […]
hacemos un movimiento con la mano, pero no sabemos cuáles músculos lo realizan.
Sólo la anatomía enseña esto” (Hartmann 48). Quiere decir Hartmann que el
conocimiento se encarga de enterarnos de lo que ocurre como si se dijera por
afuera de nosotros, en forma separada según lo indica el anatomista. Justo lo
que nosotros registramos por adentro, en forma total y según lo sentimos. Por
un lado, juega lo cósico, por otro lo anímico, aclara Hartmann.
Aquí viene a plantearse la
misma convicción de Ortega. “Ni el nexo causal ni el nexo final son aplicables
al problema de la vida”, agrega Hartmann. Uno es demasiado simple y el otro
demasiado complejo, uno inferior y otro superior, uno sujeto a leyes que no son
las mismas leyes del otro. Nos llega, pues, “el nexo causal” y el “nexo final”
por vías distintas y ninguna de ambas son eficaces del todo, pues dejan un
vacío en el cual naufraga toda pretensión de entender la realidad. Para que nos
fueran decisivamente útiles, tendría que haber compatibilidad entre el estrato
superior y el inferior, leyes compatibles.
Y no hay leyes compatibles,
concluye Hartmann, “la legalidad superior sólo puede presentarse,
invariablemente, en la forma entitativa superior, mas no puede extenderse desde
ésta hacia atrás a la inferior. Aquélla no tiene poder sobre la inferior. Todo
ser superior permanece dependiente del inferior, porque ‛descansa’ sobre él y
lo ‛sobreforma’. Pero jamás un ser inferior es dependiente del superior, pues
según su estructura es más elemental y, justo por ello, indiferente respecto de
la sobreformación” (ib., 50).
EL DOMINIO HISTÓRICO
Al conocimiento de la naturaleza se enfrenta el
conocimiento de lo espiritual como problema. Hartmann plantea este problema
como filosofía de la naturaleza y filosofía de lo espiritual, pero pueden
sustituirse los sentidos, lo que no presenta contradicción alguna, para
adaptarlos a los efectos que nos interesan aquí. El estudio de ese
enfrentamiento se extiende en varios dominios, uno de los cuales es la
historia, el conocimiento o filosofía de la historia, desde que “todo ser
espiritual tiene historia”.
“Historia es el suceder que se desarrolla bajo
nuestros ojos y que constituye el proceso de la humanidad. Es un suceder dentro
del cual el individuo está siempre ya incluido”, y dentro del cual tiene “sólo
una libertad de movimiento limitada” (ib., 51). “El ser espiritual
individual existe sólo en la ejecución […] Reflexión, criterio, interés,
aversión, voluntad, tono sentimental –todos existen sólo en tanto el hombre los
tiene como suyos, en tanto su actitud interna subsiste en ellos. Un ser
espiritual distante, no sostenido ya por la intervención de la persona, ha
dejado de existir. Lo mismo pasa con saber y entender, estimar y despreciar,
entusiasmo y rechazo. Así es la persona como portador inmediato del espíritu.”
“Pero hay todavía otro ser
espiritual que no pertenece a la persona individual, sino a una comunidad
existente, a una sociedad temporal, a un pueblo. Aquí la ley de la ejecución
admite otra forma. Por más que el espíritu colectivo sea sostenido por el conjunto
de las personas individuales, con todo, él mismo es nuevamente unidad y
totalidad, es una estructura formada y dispuesta en sí, que a su vez sostiene
al individuo. Más aún, él es el verdadero portador de la historia.” (Ib.,
52) Así quedan delimitadas la historia de la humanidad, la general, y la
historia del individuo, la particular.
“En este sentido el espíritu
colectivo es una estructura absolutamente real, si bien de una realidad muy
diversa de las cosas y relaciones de cosas. Tiene su tiempo, su nacer y
perecer, su evolución, su apogeo y su ocaso. Tiene historia. Y cuanto históricamente
ha pasado, ninguna fuerza del mundo puede traerlo de nuevo. Al individuo, en
cambio, esta realidad se le hace perceptible como un poder muy drástico, en el
momento que se atreve a enfrentársele. El espíritu colectivo establecido se
defiende contra el innovador. Hace esto forzosamente, pues mantiene a los otros
prisioneros en sus formas. Así están cerradas como un muro contra el agresor y
lo aprisionan.”
EL DOMINIO VICISITUDINARIO
“Sin embargo –y aquí viene Hartmann a clavar una
espina que ya intentamos quitarle a nuestro problema–, el individuo tiene
siempre un cierto campo de acción dentro del espíritu colectivo. Y desde esta
libertad participa en la constante transformación y nueva creación, en la
revolución pacífica de la acuñación espiritual, que en todo tiempo está en
marcha.” (Ib., 54) Quizá no acierta Hartmann a vislumbrar que no se
trata de una dimensión dentro de la otra, del individuo que se debate en tanto
individuo entre las cadenas bastante opresoras de la sociedad. Ya hemos visto
que no es así, si bien puede un individuo aislado modificar el curso del
pensamiento y aun de la colectividad; pero no es el caso en que queda
comprometido el saber individual.
Porque no hay un
interlocutor furtivo sino otra dimensión intermediaria entre el individuo y el
grupo, entre el sujeto y la sociedad, una dimensión que Hartmann pasa por alto
y sólo unos milímetros más arriba. Encuentra en esto el gran problema, un modo de
ser “del todo enigmático”. Tiene totalmente claro que “el espíritu colectivo no
es conciencia colectiva”. Admite “una conciencia del espíritu colectivo. Pero
ni es una conciencia adecuada en relación al contenido, ni es la suya –junto o
sobre la nuestra, la individual. La conciencia del espíritu colectivo es más
bien únicamente la de los individuos. Y ésta es inadecuada.” (Ib., 54)
Hartmann deriva en la
siguiente pregunta: “¿cómo obra el espíritu colectivo, ya que a pesar de todo
no tiene una conciencia propia por sobre la nuestra?”. Y contesta así: “La
historia lo enseña: obra en la persona de sus caudillos, soberanos, hombres de Estado,
demagogos. La multitud, en cambio, sigue su iniciativa.” (Ib., 55) Es
suficiente con estas transcripciones para concluir que, si bien en gran medida
la historia queda comprendida según el buen entender o los caprichos de sus
orientadores y gobernantes, también queda marcada, directamente influida y
direccionada por el espíritu individual; salvo que bajo su forma de
individualidad, no por directa sino por indirecta tramitación: por la cultura,
los hábitos, las costumbres, algunas preferencias que arraigan en todos por
ósmosis, imitación ingenua o interesada, y por no tener otra cosa que ofrecer a
la sociedad que aquello que la sociedad ya les ha ofrecido a ellas y que, en un
segundo uso, devuelven a veces algo enriquecido y a veces tristemente desgastado
y vacío.
Esa devolución no nace
alegremente, la cultura no se configura sólo en base al optimismo, a las
celebraciones festivas, a la memoria de hechos valientes y heroicos, al culto
exclusivo de las esperanzas y de los anhelos. Se forja fundamentalmente en base
a las luchas, las que se libran entre las personas y en dominios particulares y
anónimos, mediante esfuerzos, sufriendo peripecias y en desenlaces generalmente
al margen del conocimiento público.
Son las que forjan los
caracteres más firmes, aquellos cuyas voluntades pueden trascender e impactar
en un plano más general, no exactamente el de los individuos juntos ni el del
individuo que se debate entre las inconsistencias de la colectividad, sino en
el de la individualidad, el del espíritu, para llamarlo como lo
llama N. Hartmann, que puede involucrarse con la historia conjuntamente con el
influjo de los próceres. Es en el encuentro de la historia personal con la
historia general en donde impactan e impregnan “el suceder que se desarrolla
bajo nuestros ojos y que constituye el proceso de la humanidad”.
No hay planos demasiado
diferentes, espíritus demasiado diferentes, seres diferentes. Sólo hay
diversidad de formas en que se manifiesta la sola comparecencia humana ante el
mundo, su condición de evidenciarse ante lo que sea. Formas algunas
completamente visibles, contemplables de alguna manera, abarcables a simple
vista o por medios mecánicos o electrónicos. Otras invisibles, fuera lo que es
posible palpar con la mano, con la vista, con los sentidos o con aparatos que
los aumentan. Formas de manifestarse sólo escrutables mediante percepción en
profundidad y que sólo puede ejercer la persona humana.
VIVIR Y
VECEAR
Las verdades adquieren “una doble
condición sobremanera curiosa. Ellas por sí preexisten eviternamente, sin
alteración ni modificación. Sin embargo, su adquisición por un sujeto real,
sometido al tiempo, les proporciona un cariz histórico: surgen en una fecha, y
tal vez, se volatilizan en otra. Claro es que esta temporalidad no las afecta
propiamente a ellas, sino a su presencia en la mente humana. Lo que
acontece realmente en el tiempo es el acto psíquico con que las pensamos, el
cual es un suceso real, un cambio efectivo en la serie de los instantes.
Nuestro saberlas o ignorarlas es lo que, en rigor, tiene una historia.”
(Ortega y
Gasset, 16)
El individuo humano necesita afianzarse en
el mundo mediante la verdad, un requisito que surge al convivir en una
atmósfera que combina apariencia y esencia, en un entorno que engaña y en un
torno interno que moldea algunas certezas.
Lo histórico es diferente a lo temporal, la
historia no es sinónimo de tiempo. La historia proporciona lo esencial, lo
básico, principal o primero, sustancial. Mientras que el tiempo proporciona
algo bien diferente: lo accidental, esporádico, incidental, secundario. El
tiempo parece sólo transcurso vacío, fluido que a su paso arrasa con todo,
composición física sin objetos, seriación matemática sin números. La historia,
en cambio, es compacta, está llena, y su paso no es indefectible sino
restaurable y perfectible. La historia es más amigable que el tiempo.
Esta diferencia se vuelve
notable en el ser humano. Las particularidades que lo distinguen de los demás
seres evidencian claramente cómo el tiempo tiene, diríase, que detenerse en él.
Cómo topa con un momento inusitado en el que se obliga a realizarse como algo,
a volverse existencia concreta, presencia menos impalpable. Se advierte cómo
tiene que convertirse en sustancia, en evidencia, en algo más que sólo “paso”.
La vida humana no se da toda hecha, hay que hacerla, pero, luego de su impulso
inicial que es biológico, físico y químico, no la hace el tiempo, y se la lleva
sólo al final.
Tal particularidad no se
vuelve evidente en el momento, por más que lo dividamos en instantes o en
infinitesimales unidades de tiempo. No se advierte en la cronología, en ninguna
seriación, en ninguna ocasión de las tantas en que el individuo se muestra como
tal. No es una instantánea, una fotografía, ni filmación ni holografía, pues si
fuera por lo que apreciamos en el tiempo suspendido no apreciaríamos el proceso
de autocreación, de autopoiesis. La persona no es sino lo que ha hecho con su
estar en el mundo, con su concurrir en la vivencia.
Cada ocasión en la que hay
evidencia de un hecho viviente y pensante, que una cámara podría registrar con
pruebas suficientes de iniciativas y conductas cambiantes y reformadoras,
vuelve posible el resto de las ocasiones. No se apreciaría cabalmente la vida
humana si se sorprendiera congelada en cada una de las veces en que se
manifiesta. No es un eslabón sino la cadena entera. Es todas las veces en que
ha sido, la experiencia entera que sigue experimentándose a sí misma. No es una
muestra de todos los momentos, sino la puesta en marcha de todos ellos.
Esos momentos tampoco pueden
concebirse como porciones de tiempo, oportunidades en que al individuo ha
ocurrido algo. Son demasiados y además no poseen delimitación propia, no son
singularidades sino nubes de acontecimientos que se confunden entre sí, como
las galaxias que chocan y a la larga se convierten en una sola. No se podrá
comprobar cómo cada vez se corresponde con todas las demás veces, así como se
puede comprobar la relación de un momento con otro o con los otros, de un hecho
con el resto de los hechos, de un recuerdo en el cuadro en el que lo ubicamos
en la memoria. La vez recoge todos los reflejos y se proyecta en un haz de luz
que ilumina la conciencia.
VECEAR LA VERDAD
Si vivimos en el tiempo, conocemos en la historia.
Conocemos de acuerdo a lo que la historia personal ha vuelto conocimiento a la
mano, en tanto saber, en cuanto saber a qué atenerse, enfrentado a lo
desconocido o ignorado en lo inmediato del vivir. Al responder ante ese vivir,
es decir simplemente, al vivir, incurrimos en el entorno, el mismo en el que
estamos. Y al incurrir modificamos los estados, el nuestro y el del entorno, es
decir, la circunstancia. El momento cobra un aspecto más duradero, una perspectiva
mejor delineada que representa al momento de una manera más clara, más allá de
la instantánea temporal.
El resultado es la
configuración de un estado más confiable que el que surge de lo inmediato e
instantáneo. Lo inmediato e instantáneo sólo nos inspira un esquema perceptivo
que puede resultar cualquiera, ajeno a la circunstancia. Un estado de cosas en
el que, por consistir en una incitación y a la vez en una respuesta a la
incitación, reúne lo que se espera que reúnan las certezas, las impresiones
capaces de coincidir con el campo impresionado, como si se tratara de mantener
un diálogo de entendimiento con la realidad, un diálogo, por cierto, eventual y
perfectible.
Eso es lo que entendemos
como verdadero, una verdad dependiente del hacer y del quehacer humano; no la
verdad científica ni la verdad filosófica sino la verdad a la mano. La verdad
de la ocasión, la que nos señala como confiable la experiencia personal. Es la
que nos permite reaccionar ante las contrariedades de la vida, puesto que, a
partir de ella, lo que hagamos para contrarrestarlas podrá al menos apoyarse en
ese pequeño piso que consideramos firme para apoyarnos en todo emprendimiento,
en las ideas y en las conductas.
Por lo que, estrictamente
hablando, no “encontramos” la verdad, no damos con ella al investigar, sino al
tomar en cuenta, de manera espontánea y sin reflexión, la historia comprometida
en el vivir, no sólo comprometida con el discurrir del tiempo físico. Por lo
que no la descubrimos ni la estipulamos, sino que sólo la veceamos.
Rozamos los contornos de la realidad, en la medida en que vivimos, buscando
sacar partido de ella, algo que pueda volvernos partícipes de la realidad al
menos como fragmentos, componentes de una verdad universal y
duradera, más de lo que primariamente encontramos en nosotros como evidencia.
Si vivimos el tiempo a
través de un discurrir que supuestamente coincide con el nuestro, esto es, si
temporalizamos nuestra existencia –lo que no sabe bien qué quiere decir–, en
cambio, experimentamos la realidad como veceros, sea como
plantas que alternan los años de mucho y poco fruto, sea a la manera de quienes
ejercen su tarea por turnos. Porque no somos criaturas que se realizan en el
tiempo, y es el tiempo, si resulta que puede hacer algo, el que se realiza en
nosotros, el que inclina su milenario prestigio ante una humilde coronación de
lo imposible.
INVOLUCRARNOS
No dependemos del tiempo sino de lo que ocurre en
nosotros cuando nos desempeñamos y actuamos, cuando procedemos a entretejernos
con el mundo en un acto fundamental al que nos impele la existencia. Podría
tratarse del acto que nos lleva al conocimiento, el preámbulo de la comprensión
del mundo, el connubio por el cual nos es posible vivir en él. Pero, aunque eso
es lo que resulta en última instancia, implica una modalidad del acto que
caracteriza la vida del hombre.
No se trata de tomar
conocimiento en directo de los hechos y cosas del mundo, porque eso no sería
posible para la mente. Se trata, más bien, de tantear el mundo, de ensayar
tocándolo y palpándolo, rozando sus objetos e interviniendo en sus hechos. No
es sino probarnos como otro hecho entre los hechos y como otra cosa entre las
cosas, por lo que los abordamos y los relacionamos íntimamente con nosotros.
Pues lo que primariamente
necesitamos es vincularlos, comprometerlos con el ser que somos, ponerlos en
relación entre ellos y con nosotros. Y nos es preciso controlar esas
relaciones, pues nada resultaría de sólo conocerlas en lo que son sin antes
establecer el vínculo que guardan con la vida humana. Cómo nos relacionamos con
el mundo parece ser primordial, igual o más importante que saber qué es. Por lo
que no somos observadores atentos, estudiosos externos que intentan averiguar
algo que está en las cosas y que las constituye, sino actores que intervienen
entre ellas y que responden al mismo juego en que ellas aparecen y se realizan.
Establecer relaciones es el
impulso propiamente humano, sin que deje de serlo el conocer. Conocer consiste
en el intento de ajustar el orden del mundo a lo que entendemos como orden, una
invención de nuestra parte. Relacionarnos consiste en ingresar en un orden, si
es que se trata de un orden, que corre por cuenta del mundo y aunque no lo
conozcamos. Sólo apreciamos una red de relaciones en incesante cambio, lentos o
rápidos, a plena luz o en la sombra. Y comprobamos cómo los cambios nos
favorecen o nos perjudican. En ello se inicia el saber.
No se inicia con ponernos al
tanto de sus propiedades sino con captar sus relaciones. Es saber acerca de
ello y no exactamente conocer. Aunque no sepamos qué es el fuego, por ejemplo,
no tardamos en saber qué relación puede guardar con la vida, qué favor puede
hacernos. No sabemos mucho acerca de las estrellas, pero algunas de ellas
pueden guiarnos en la navegación. Sabemos cómo relacionarnos con el mundo,
aunque no sepamos en qué consiste la relación. Sabemos que si enterramos una
semilla germinará una planta, aun cuando ignoremos qué es una semilla, una
planta, la germinación.
Ese saber nos lo da la
experiencia, la que comprobamos por los cambios: la semilla pasa a ser brote,
el brote a tallo, a hojas, a fruto, y vuelta a semilla. Advertimos los procesos
de cambio cíclicos en todo lo que nos rodea, los de la Tierra, los de la Luna,
los del Sol, y aunque no sepamos decir qué son, en qué consisten. Es la
diferencia entre conocer y saber. Y se trata de algo tan evidente que, incluso,
puede confirmarlo la misma ciencia, que es la reina del conocimiento. Una
teoría de última generación, como la Teoría de bucles del
físico Carlo Roselli, “no describe cómo evolucionan las cosas en el
tiempo, sino cómo cambian las cosas unas con respecto a otras,
cómo acontecen los hechos del mundo unos con respecto a otros. Eso es todo.” (El
orden del tiempo, Barcelona, 2018, Anagrama, p. 92)
Vecear es eso, cambiar junto con los cambios del
mundo, relacionarnos con el entorno como se relacionan los hechos y cosas que
lo componen. Somos un hecho más, no externo sino interno. Hay una zona interior
y otra exterior sólo para la subjetividad, el caparazón de caracol que tienen
los humanos y dentro del cual se reconcentran y protegen. La filosofía ha hecho
del hombre un observador curioso y entrometido, y sin duda lo es. Pero antes es
un especialista en descubrir relaciones, quizá más idóneo en establecerlas que
en descifrar sus misterios.
La teoría de bucles sostiene
que los diversos componentes del mundo cuántico no son entidades inmersas en el
espacio, sino que “forman el espacio en sí mismos; mejor dicho: la espacialidad
del mundo es la red de sus interacciones. No viven en el tiempo: interactúan
incesantemente unos con otros, o más bien existen sólo en cuanto términos de
incesantes interacciones; y esta interacción es el acontecer
del mundo; es la forma mínima elemental del tiempo, que no
tiene orientación, ni se organiza en una línea, ni en una geometría curva y
uniforme como la estudiada por Einstein.” (Ib., p. 95).
Aunque no sepamos qué son,
contemplamos todos los cambios y hacemos todas las comparaciones. “En esos
cambios hay regularidades: una piedra cae más deprisa que una ligera pluma. La
Luna y el Sol giran en el cielo persiguiéndose y pasan una junto al otro una
vez al mes. Entre estas magnitudes hay algunas que vemos cambiar unas con
respecto a otras de manera regular: la cuenta de los días, las fases de la
Luna, la altura del sol en el horizonte, la posición de las manecillas de un
reloj… Y nos resulta cómo utilizar estas últimas como
referencia: nos vemos tres días después de la próxima Luna, cuando el Sol esté
más alto en el cielo; nos vemos mañana cuando el reloj señale las 4.35. Si
encontramos suficientes variables que se mantengan lo bastante sincronizadas
entre sí, resulta cómodo utilizarlas para hablar del cuándo.
“En todo esto no necesitamos
elegir una variable privilegiada y llamarla “tiempo”. Necesitamos, si queremos
hacer ciencia, una teoría que nos diga cómo cambian las variables unas con
respecto a otras; es decir, cómo cambia cada una de ellas cuando cambian las
demás. La teoría fundamental del mundo debe elaborarse de este modo. No
necesita una variable tiempo: sólo tiene que decirnos cómo las cosas cuya
variación observamos en el mundo varían unas con respecto a otras. Es decir,
cuáles son las relaciones que pueden existir entre dichas variables.” (Ib.,
91) “El mundo sin la variable tiempo no es un mundo complicado.” (ib.,
94)
En el primordial e
inevitable contrato que firmamos con el mundo al realizarnos en la vida no
conocemos, sólo veceamos. Rondamos de manera dinámica las veces en
que lo tocamos y en las que ya lo hemos tocado. Con hechos concretos entramos
en interacción con el entorno que nos corresponde en el mundo, y establecemos
una verdadera asociación fenomenológica con él. Quiere decir que el vínculo es
ante todo un vínculo funcional, en acuerdo a las necesidades,
aunque pueda ser también un vínculo espaciotemporal, definible mediante
mediciones y magnitudes. Que nos integramos al mundo guiados por intenciones
más que por conocimientos. No somos partículas subatómicas, pero nos parecemos
en cuanto a cómo nos manejamos y evolucionamos.
EPÍLOGO
“Hemos hallado una realidad
radical nueva; por tanto, algo radicalmente distinto de lo conocido en
filosofía; por tanto, algo para lo cual los conceptos de realidad y de ser
tradicionales no sirven. Si, no obstante, los usamos, es porque antes de descubrirlo,
y al descubrirlo, no tenemos otros. Para formarnos un concepto nuevo
necesitamos antes tener y ver algo novísimo. De donde resulta que el
hallazgo es, además de una realidad nueva, la iniciación de una nueva idea del
ser, de una nueva ontología –de una nueva filosofía y, en la medida en que
esta influye en la vida, una nueva vida, vita nova.”
(Ortega y Gasset, 176)
En cada interpretación de la vida y el
mundo, en cada cosmovisión, en cada filosofía aparece regularmente una nueva
realidad. Es decir, una nueva visión, una nueva perspectiva de la realidad como
quizá hubiera complacido a José Ortega y Gasset.
No se ve cómo conformarse con estos extremos que
han servido de base para el desarrollo de diferentes teorías del conocimiento y
concepciones del mundo. Es posible, sí, negar otra cosa: que los sentidos y el
entendimiento juntos no sirven sólo a la inteligencia de las cosas en su ser
medular, sino especialmente a la funcionalidad de la vida, a la dinámica
práctica que rige la vida, y que es preciso compartir con el mundo. Al sistema
de relaciones que resultan más fenomenológicas que ontológicas. Con lo que cabe
desembocar en algunas derivaciones para tener en cuenta. Por aquello en que la
filosofía “influye en la vida”.
Se sugieren puntos medios,
graduaciones entre tales extremos, porque conocer no es el acto por el cual nos
movemos entre opuestos que se empeñan en disputarse la verdad del mundo.
Lidiamos con grados de realidad e irrealidad y, en el intento de seleccionar
algunos en los que el entendimiento pueda sentirse a gusto, algo se nos escapa
de las manos, se escurre entre los dedos como si fuera agua. Apelamos a las
comparaciones antes que a las mediciones y cálculos: no comparamos cosas ni
conceptos sino apreciaciones, físicas algunas y otras mentales. Y en cuanto se
nos ofrecen algunas que aparentan ser las mejores, nos enceguecen las dinámicas
transformaciones del mundo.
Siempre se interpone algo
que amenaza con volverlas a su origen para que se pierden en la inapresable
constelación con que nos abruma la apariencia. Queremos que la percepción y el
entendimiento se sientan seguros para que nos proporcionen con eficiencia lo
que esperamos. Pero no nos dan seguridad sino en forma provisoria, porque
enseguida todo vuelve a la incertidumbre y al misterio. No cabe duda de que no
tenemos una percepción segura de las cosas, pero es del caso que no la
necesitamos, porque con saber qué son no conseguimos mucho en
la vida común y corriente.
Primero, porque no es fácil
adquirir ese saber o no está al alcance de todos; y, segundo, porque es tarea
que sólo puede realizar la ciencia. Ella indaga en lo que son en sus relaciones
materiales, cuantitativas, mensurables, aunque tampoco en su esencia. Sólo
cuando la ciencia se posesiona en la vida cotidiana, con los resultados de esa
indagación, con un conocimiento elaborado, devuelto como concepto, como
sabiduría o tecnología, nos cabe enriquecer el saber práctico. Así, pues, la
unidad con el mundo que somos nos pide primero que manejemos las cosas, que nos
integremos a sus interacciones, que participemos en ellas activamente, no sólo
como espectadores y analíticos. Desde el punto de vista práctico, parece
pedirnos que las manejemos antes de conocerlas en su realidad profunda.
***
Cada esfuerzo por aclarar la vida y el mundo, sus
sentidos, sus porqués y paraqués tiende a desplegar una pantalla en la que
puedan contemplarse desde otro ángulo. Una pantalla más amplia con imágenes más
reconocibles o una pantalla con imágenes bien definidas y más nítidas. De modo
que cada vez se exhibe una realidad nueva, una nueva justificación de la
realidad, un nuevo fallo, y con ello un nuevo juicio sobre el conocimiento, las
facultades del entendimiento y el poder de la inteligencia.
Algunas veces se descubren
novedades que se agregan a los supuestos consabidos. Otras veces las propuestas
desplazan a los anteriores, teniéndolas apenas en cuenta o ignorándolas. Y, por
último, puede ocurrir algo interesante: no se procede a agregar ni a desplazar
nada, se tiene en cuenta todo sin necesidad de correcciones o refutaciones. Una
nueva visión se cuela entre los agregados y los desplazamientos, aventurándose
por un resquicio de la apariencia, por una rendija que, furtivamente, no
descubre otra realidad sino un aspecto de la realidad no advertido y por eso
descuidado.
Lo que hemos planteado aquí
entra todo en esa cualidad propia de las aventuras exploratorias, la de
recorrer un terreno poco trillado o quizá nunca hollado, aunque sí recorrido en
sus periferias. Por tal razón tiene que contener errores como suelen tener las
observaciones primerizas.
III. DOS TESIS
SOBRE LA MENTE
PRESENTACIÓN
Las “Dos tesis” es el resultado de un largo
trabajo que debió alcanzar su cabal realización. Sin embargo, no permanece a
salvo de muchas vacilaciones y repetidos intentos de reordenamiento con el afán
de alcanzar la mayor claridad dentro de la dificultad del tema. Por otra parte,
una vez redactada la primera tesis pareció palpable el lazo velado que ata el
estudio de la subjetividad con los motivos fundamentales de la filosofía, aun
de aquella metafísica primera que se inaugura con los temas del tiempo y el
espacio, el cuerpo y el alma, la sustancia y el accidente, etcétera.
Advertimos, pues, la necesidad de referir tales motivos fundamentales ‒a
nuestro modo‒ antes de presentar el cuerpo de la segunda tesis, a cuyo cargo
confiamos la reivindicación de la vieja ciencia. ¿Por qué? Pues, porque la
subjetividad es asunto metafísico en su totalidad, desde siempre y todavía hoy.
Nada hay en ella que pueda someterse a un examen orientado por ninguna de las
“físicas” del conocimiento, pese a los esfuerzos de quienes han sustituido los
conceptos de conciencia y “yo” por los de la ciencia que estudia la actividad
neural y la química del cerebro. Nada hay en este libro en contra de esta
ciencia siempre y cuando se complemente con el viejo aparato de la
introspección.
J. L.
PRIMERA TESIS
Parte 1
"Nuestra incapacidad para distinguir empíricamente lo que
socialmente denominamos ilusión, alucinación o percepción es
parte constitutiva de nosotros en tanto que sistemas vivientes, y de
ninguna manera una limitación de nuestro actual estado de
conocimiento. Reconocer esto debería conducirnos a poner un signo de
interrogación en cualquier certeza perceptiva.”
(Maturana, 1996,
tomo II, 105)
LA SUBJETIVIDAD
La subjetividad parece la dimensión opuesta al mundo objetivo que
vemos, oímos y tocamos. Parece el interior cuyo exterior resulta la realidad
percibida. Como una casa, tenemos un habitáculo íntimo en el que vivimos sólo
nosotros y en el que nadie entra sin nuestro consentimiento. Desde el interior
de esta casa divisamos el mundo, una zona que parece ser inmensa, en la que se
encuentra emplazado el habitáculo. Hay una zona inmediata, como si fuera un
patio o un jardín, y aledaños y zonas más alejadas que se pierden en lo que ya
no divisamos. Llamamos subjetividad al habitáculo y objetividad a sus aledaños.
En la primera tenemos la imaginación, la fantasía y los sueños, nuestras ideas
y formas de sentir, juzgar e interpretar. En la segunda, en cambio, está todo
lo que no depende de nosotros, cosas, hechos, seres, el mundo real e
independiente de nuestra subjetividad y voluntad.
Hemos dicho que la subjetividad es la dimensión
opuesta al mundo objetivo, pero la palabra “dimensión” no es del todo
apropiada. Dimensión tienen los cuerpos, espacios y objetos, los mares y
continentes, incluso los tiempos. Pero la subjetividad no es cuerpo ni espacio
ni tiempo ni está hecha de nada de esto. Es algo sólo pensado, sentido por
dentro, imperceptible y abstracto, sin extensión ni duración. En ella
transcurre la vida mental, no la vida corporal ni material. La vida mental es
tan imponderable que, según se ha dicho, carecemos de ella al nacer o la
poseemos sólo en un grado insignificante si la comparamos con la talla que
alcanza en la madurez[1]. Es
razonable preguntar si la subjetividad es tan diferente a la objetividad como
parece, si son dos dimensiones diferentes y si no hay algo común a ambas. Si
ese adentro y ese afuera están separados por un límite tajante.
La objetividad se corresponde con el afuera, con el
mundo y sus seres y cosas. Pero, no es ese mundo ni esas
cosas. Es lo que nosotros nos figuramos del mundo y las cosas. El mundo y las
cosas son como son, independientemente de lo que pensemos nosotros al respecto.
De modo que nosotros nos figuramos el mundo, y, si nosotros nos figuramos el
mundo, entonces, no hacemos sino representarlo en nuestra mente. Pero, hemos
dicho que la mente pertenece al habitáculo de la subjetividad. ¿En qué se
diferencian, pues, las dos dimensiones? Se diferencian en que la objetividad
exige que lo que nos representamos del mundo exterior sea, o deba ser, una
copia fiel de ese mundo, lo más fiel que podamos extraer de él para que la
imaginación o la fantasía no lo falsifiquen. Si la representamos sin cumplir
con el requisito de la fidelidad, sin el cuidado porque nuestra copia resulte
igual o lo más parecido a lo real, entonces se entromete la subjetividad, que
puede engañarnos por estar encerrada, solitaria y aislada en la habitación
interior de la conciencia.
Pero no hay tanta diferencia entre lo que logramos
objetivar del mundo y lo que del mundo interpretamos subjetivamente. No puede
haberla. Porque todo lo que hacemos y pensamos, lo que percibimos y lo que
interpretamos, tiene origen en la experiencia, y esta experiencia es vivida
tanto por la parte subjetiva como por la objetiva. No hay dimensión del cuerpo
o del espíritu que esté separada de su experiencia personal, de las
circunstancias de vida, de la serie de actos, estados, vivencias, vicisitudes
que componen la historia de cada individuo.
Todo lo que somos personalmente, que nos distingue a
unos y a otros en la relación social, es el producto de una compleja
construcción que se erige en forma paralela a la del cuerpo, pero en fuerte
interrelación. Células, tejidos, órganos, incluidos los de los sentidos,
sistemas que configuran, el cerebro, todo se proyecta en íntima y evolutiva
relación con ideas, conceptos, emociones, pasiones, sentimientos, valoraciones,
es decir, con los llamados “fenómenos psíquicos”[2].
Se suele abreviar diciendo “cuerpo y alma”; modernamente se llama “cuerpo” al
conjunto de los fenómenos que constituyen nuestra individualidad física y
biológica, y “conciencia” al de los fenómenos que constituyen nuestra
individualidad psíquica, también llamada “espacio psíquico” y “dominio psíquico
de la existencia” (Maturana, 1997, 53) ‒sin que falten quienes lo niegan.
El individuo construye su psiquismo, y las
particularidades que lo configuran, a través de la historia personal,
en la que es determinante la experiencia[3].
Tal construcción es la que le vuelve individuo, ser único entre los demás
individuos. Se trata de un proceso en el cual interviene lo físico en unidad
indisociable con lo psíquico. Se podría decir que el psiquismo no es más que
una forma de manifestarse el conjunto, y que el individuo físico y biológico es
otra forma de manifestarse el llamado “fenómeno humano” o “milagro de la
creación”.
En lo que atañe al proceso psíquico, habitualmente
denominado vida mental, se suele distinguir la actividad que el
individuo controla directamente, según su voluntad, y la actividad que se
desarrolla fuera de la atención central y el control directo de la mente ‒no
hablamos aquí de consciente e inconsciente. En este sentido, a veces se
llama conciencia al conjunto de todos los fenómenos psíquicos,
y a veces se llama así a lo que de ese proceso está bajo cierto dominio o bajo
total dominio del individuo. Se dice, pues, que se tiene “conciencia de” para
referirse a un contenido de pensamiento que gana el centro de la atención
mental. Pero no es la única distinción en este asunto; hay otra no menos
importante.
Si aquello de que se es consciente, bajo el control de
la atención de manera firme y voluntaria, ha entrado en contacto con la mente
de manera sensible, se dice que es un contenido objetivo o
un conocimiento objetivo. Por ejemplo, la silla que ponemos en el
centro de la atención cuando estamos fatigados, buscando descansar en ella. La
vemos y la tocamos al ir hacia ella para sentarnos. En cambio, no vemos ni
tocamos ni podemos establecer una relación sensible con la idea de la silla, ya
fuese genérica o imagen de una silla determinada, ubicada lejos de nosotros.
Tampoco podemos hacerlo, como es obvio, con cualquier objeto inexistente, de
ficción e imaginación, como el dragón que escupe fuego. Lo que es referido por
medio de una representación que no tiene correlato en el mundo real, una idea o
a una imagen, aun cuando esté en el centro de la atención, corresponde a un
contenido subjetivo a aquello que concebimos subjetivamente.
Henri Wallon observa con acierto que: “Para llegar a
obtener resultados objetivos, cuya existencia no varíe a tenor de modas o
sistemas ideológicos, las ciencias del hombre han procedido como las ciencias
de la naturaleza, que encuentran sus objetos en el mundo exterior y a los
cuales tratan como cosas.” Quiere decir que se ha buscado la objetividad de las
proposiciones intentando escapar a la intuición o al análisis subjetivo. Y
agrega: “Se han consagrado a la búsqueda de ‘cosas’ que fueran exteriores a cada
individuo e identificables por todos de un modo parecido. De estas cosas sólo
quisieron conocer los caracteres materialmente discernibles y controlables.
Limitando su estudio a las relaciones que se deducen de la comparación, han
dejado de introducir en la realidad las veleidades a través de las cuales a
cada uno le puede parecer que penetra en su esencia.” (Wallon, 1985, 42)
Esta observación de carácter materialista sería
totalmente compartible si no fuera porque deja afuera la realidad mental, tan
cara a Wallon, que no puede ser comprendida como “cosa”. Ni siquiera la
realidad física comprende sólo cosas y, paradójicamente, las ciencias sociales
tanto como las naturales se afanan en estudiar aquello que, en contra de lo que
se desprende de estas citas, carece de “caracteres materialmente discernibles y
controlables”. En verdad, y este autor lo señala claramente, la ciencia contemporánea
estudia relaciones y no estrictamente cosas. Bueno
sería estudiar las relaciones del mundo exterior, pero en tanto en cuanto esas
relaciones también forman parte del mundo interior. Porque las ciencias del
hombre no pueden negar realidad a lo que no se ve. Justamente, buena parte de
las ciencias anda a la búsqueda de lo que no se ve, de lo que no se percibe en
forma natural; tampoco se puede afirmar que los anhelos por llegar a la esencia
representen “veleidades”, porque la esencia es lo que no se ve y lo que permite
explicar la apariencia.
Lo subjetivo merece una investigación particular
justamente en sus relaciones con lo objetivo. Para poder estudiar esas
relaciones es necesario atender lo que objetan en cantidad de casos los
críticos de la ilusión, la fantasía, la divagación, en tanto estas modalidades
formen parte del conocimiento. Pero no será posible estudiar la objetividad
separada de la subjetividad, aunque se haya pretendido hacerlo desde siempre.
Lo subjetivo no es sólo ilusión, fantasía y todo lo que se le ha atribuido y se
le atribuye; no ha surgido de la nada ni se ha desarrollado de manera aislada
de la vida física, de los hechos y de las cosas. Ha estado en contacto con “el
mundo externo” tanto como el cuerpo y la actividad que el cuerpo despliega en
el mundo. No es una isla sin comunicación con lo exterior.
Lo verdaderamente remarcable no es que la subjetividad
humana obre junto a la objetividad, plegándose una hacia el interior y
recogiéndose la otra desde el exterior, que es para los seres humanos una
evidencia inmemorial. La subjetividad responde a una particularidad de la
historia del individuo no bien estudiada. El mundo exterior que mantiene el
contacto con el cuerpo, el cuerpo que constituye una única y misma cosa con la
mente, y la vida que se integra a esa única y misma cosa indiscerniblemente en cada
instante, no sólo inspiran relaciones de orden objetivo. Inspiran más que nada
relaciones de orden subjetivo. El orden subjetivo de las relaciones no nace por
arte de magia, por generación espontánea, en un interior mental
incomunicado. La subjetividad ha surgido del mundo exterior, de la experiencia
a partir de la cual se han configurado las formas mentales,
que son las “cosas” de la vida psíquica, es decir, los fenómenos
psíquicos.
Se distinguen dos grandes aspectos del conocimiento:
el primero tiene que ver con la razón, según se desempeñe en su habitáculo
cerrado, anterior a toda experiencia (a priori), o se compruebe mediante
experimento o verificación fáctica en el entorno empírico (a posteriori),
y otro que tiene que ver con las emociones y las valoraciones carentes de forma
lógica. Esta división es clásica para toda ciencia, sea de la naturaleza que
fuere. El primero corresponde a las ciencias naturales, experimentales o
fácticas, es decir, al conocimiento sistemático y a los grandes consensos de
los científicos; el segundo corresponde al arte, a la estética, a la ética, a
los valores. Sin embargo, es probable que esta división ya no sea oportuna,
porque la subjetividad ilusoria aparece en la ciencia y la objetividad realista
aparece en el arte, además de que ciertas emociones cuenten con algunas
válvulas controladas por la conciencia. Hay correspondencias mutuas y
conexiones directas que se han vuelto habituales, lo que surge de los
desarrollos teóricos y experimentales de la física, la química, la biología, la
astrofísica, etcétera. No hay tanta barrera, frontera, abismo.
Lo subjetivo, decíamos, no es sólo ilusión y fantasía,
esto es, no sólo opinión individual sin consenso ni
confirmación práctica. No se corresponde con una construcción ficcional que
llene los vacíos de conocimiento o recree a los hombres fatigados de tanta
realidad, aunque funcione generalmente con esas características en la vida
diaria, en el arte, en la poesía, en la narrativa, en el cine, en los juegos,
en los sueños. La subjetividad de un individuo, además de ilusión y fantasía,
es lo que el mismo individuo construye a partir de sus vivencias, de la
actividad de su vida inmersa en el mundo del cual forma parte. Lo que indica,
en principio, una injerencia del mundo real en el mundo irreal lo
suficientemente poderosa como para descartar el primado de una insularidad que
conduzca siempre al capricho o al error. Hay un contacto originario con el
mundo, que inunda toda la subjetividad, junto a la carga que generalmente
asociamos a la fantasía y a la alucinación.
Se ha hablado mucho de los complejos procesos por los
cuales la mente humana transforma la experiencia vivida en capacidad de
comprender el mundo a través de formas simbólicas que representan la actividad
psicológica superior. Numerosas teorías en los campos de diferentes ciencias
coinciden en la interpretación de este fenómeno como evolución y transformación
de la acción y de los hechos en abstracción e ideas, con escasas diferencias
explicativas. Se trata de la milenaria trayectoria por la cual la especie
humana conquista paso a paso los estadios de su inteligencia hasta configurar
la que reconocemos hoy.
Algunas de esas teorías suponen el pasaje de lo
intuitivo y caótico a la ordenación y sistematización de los datos recibidos de
los sentidos, desde el principio de los principios hasta el estado actual de la
capacidad humana. Asimismo, sostienen un supuesto similar las teorías que
encuentran el mismo pasaje en el individuo humano, de modo que se reproduciría
en lo ontogénesis el proceso registrado en la especie. Otras teorías, bien
recibidas entre filósofos y científicos, destacan un originario equilibrio entre
lo que espontáneamente puede atribuirse a lo primitivo y elemental y lo que
puede atribuirse a lo cultivado y elaborado, esquema que permanece en los
estadios subsiguientes. Se ha hablado, así, de una “imagen manifiesta” del
hombre, y de una “imagen científica”, agregándose que la primera “no pertenece
a un estadio pasado y desaparecido del desarrollo de la concepción que el
hombre tiene del mundo y su puesto en él [por lo que] no queda anulada bajo la
otra en la síntesis de ambas” (Sellar, 1971, 13-15). Dígase
si, en la contemplación del hombre actual, y aunque la apreciación sea
subjetiva, no se descubren las dos imágenes con harta notoriedad.
Es posible entrever, sin embargo, el aspecto que ha
quedado sin evaluar en profundidad. En la medida en que la metafísica clásica y
la teoría del conocimiento en sus versiones contemporáneas han definido el
concepto de experiencia como la reunión de los actos de vida con las
habilidades adquiridas, sumándose así a la marcha por la conquista de la
inteligencia, se ha omitido una distinción capital. Porque se puede presumir
que no es la experiencia bruta, considerada como historia, serie
continua o acumulación de vivencias, la que produce la chispa que inicia el
proceso de la inteligencia. En cambio, sólo intervendrían algunos
destacadísimos acontecimientos de ese proceso que, por guardar relación con la
necesidad de aprender, y por prestarse a la generalización, dados los
beneficios eventualmente extraídos de ellas, se implantarían como formas o
pautas de procedimiento: un orden en los pasos a dar en la resolución de
problemas, especialmente en el problema de cómo comprender el mundo. En suma:
que la chispa no se produce por el continuo ni por la acumulación sino por sólo
algunas impresiones, selectas y probadamente efectivas, que mutan diacronías en
sincronías.
Enseguida se apreciará que esa reducción no se produce
por recapitulación ni por sumatoria o acumulación, y menos aún por síntesis,
mezclas o combinaciones, sino por una simple elección, aquella que, ante
alternativas posibles que presenten dilemas y problemas, el beneficio obtenido
muestre como superior (no en el sentido de su utilidad sino en el de la
satisfacción del buen entendimiento personal). Nos referimos al caso en el que
el individuo humano no hace un balance de las experiencias para elegir la mejor
(aunque lo haga a otros efectos), sino que, por el contrario, elige la que en
una primera instancia estima que le otorgará el mayor favor. Si se trata de
meditar sobre los problemas, podría decirse que piensa antes, durante y
después; pero, si se trata de resolver problemas, bajo la presión de las
circunstancias, no puede hacerlo sino recurriendo al chispazo de una estimación
espontánea y súbita (porque no dispone del tiempo suficiente al estar acuciado
por la urgencia, porque no tiene elementos para juzgar, porque no confía en
presentimientos o porque no le es posible aplicar retroducciones o abducciones
aristotélicas ‒ya que el asunto puede no tener antecedentes).
Es una primera señal de su tendencia a apelar a la
experiencia de vida, de atinar a los resultados que dictaminan los hechos.
Pero, hágase la precisión, se trata de una señal por la cual el sujeto atina a
los hechos formalizados, no a los contenidos de los hechos vividos
que recuerda y se propone revivir y aplicar en forma de reconstrucción. A la
vista está que, en el orden del pensamiento y de los recursos de la
inteligencia para comprender el mundo, esta tendencia se inscribe en lo que se
conoce como conocimiento objetivo. El proceso que se
deja ver, si seguimos con el propósito de entrever lo hasta ahora no visto, no
es estricta y completamente objetivo, puesto que participa en ese proceso el
pronunciamiento mental por el que se elige sin mayor análisis entre dos o más posibilidades.
Intervienen ambas inclinaciones: la elección entre alternativas, emergentes del
contacto directo, físico, del orden objetivo, y también la elección entre
alternativas no físicas, que bien pueden resultar subjetivas. Tiene lugar toda
clase de acto espontáneo, subitáneo, intuitivo, y también la inferencia
experimental y sensible (inducción, retroducción). Intervienen las operaciones
mentales que interpolan el sistema inteligente adquirido por experiencia
acumulada, conservada y luego reproducida o aplicada de acuerdo a las
necesidades, pero también y especialmente el sistema inteligente impreso a
partir de sólo ciertos resultados seleccionados por la conciencia en el curso
de la historia personal. Se da de una manera indeterminada, sin tiempos ni
espacios definidos, porque se generan sólo a partir de algunos hechos, sin que
se sepa cuáles, porque no interesa a los efectos prácticos.
PRIMEROS AVISTAMIENTOS
Esta remisión a un punto crucial de la historia del individuo nos
invita a despojarnos de toda separación tajante entre lo objetivo y lo
subjetivo. No es otra cosa en el fondo que poner en tela de juicio la
discriminación entre los niveles jerárquicos establecidos por diversas teorías
del conocimiento. De acuerdo a esta discriminación, hay un nivel que
corresponde a los objetos físicos, y otro que corresponde a los objetos
mentales. Wilfrid Sellars dedica un libro a rechazar esta concepción; plantea
el enigma que surge al contemplar una mesa: ¿hay una mesa o dos mesas? Tal vez
hay que considerar “dos mesas: una nube de moléculas por una parte
y una configuración de contenidos sensoriales reales y posibles por otra”.
Sellars se ocupa de las teorías que describen el mundo microscópico, el mundo
de lo que no se ve por medios naturales, que confronta con las teorías que
describen las cosas físicas del mundo macro. ¿Se desprende de esto que hay dos
mundos? No, no se desprende tal cosa.
La relación que hay entre el discurso sobre los
objetos físicos y el discurso sobre las impresiones sensoriales, afirma
Sellars, no puede compararse con la relación entre descripciones no sensoriales
(nube de moléculas) y descripciones sensoriales ‒vemos una mesa (Sellars, 1971, 130). Está implicado el falso supuesto de
que hay un nivel más básico. Se trata del mismo inconveniente que impide
encontrar en los contenidos subjetivos la huella indeleble de la experiencia
supuestamente transfigurada sólo en contenido objetivo. A seguir la orientación
de Sellars, se advierte que las experiencias de vida, los cambios en la “imagen
manifiesta” y las transfiguraciones que posibilitan el dinamismo y la
plasticidad de la “imagen científica”, constituyen la totalidad de la vida
mental, sin necesidad de atribuir un nivel por encima de otro.
La descripción de la vida mental debe ocuparse de la
realidad vivida en tanto realidad pensada, y de la realidad pensada como
realidad vivida. Interponer el tiempo, suponer que lo físico sea lo primario y
lo psíquico lo secundario, o viceversa, es un error. Ya hace cien años que se
adjudicó objetividad (carácter de objeto) a la vida psíquica. Franz
Brentano, explorador de los “fenómenos psíquicos”, observó que “El rasgo
característico común de todo lo psíquico consiste en eso que frecuentemente se ha
designado con el nombre de conciencia ‒expresión, por desgracia, muy expuesta a
malentendidos‒; es decir, consiste en una actitud del sujeto, en una referencia
intencional ‒que así ha sido llamada‒ a algo que, acaso, no sea real, pero que,
sin embargo, está dado interiormente como objeto.”
(Brentano, 2002, §§ 19 y 20)
Hoy advertimos que lo que tradicionalmente se ha
separado entre lo físico y lo psíquico está unido, o es, una realidad única, se
diría humana por antonomasia, descriptible en términos de acciones mentales,
como si se tratara de acciones físicas. Aquello que actúa como uno, y que da la
impresión de ser dos, es lo más interesante de la vida mental. Un importante
filósofo se ha referido a la particularidad que origina este fenómeno en el
trato con el mundo: “Los principios, como los conceptos, surgen en el hombre
poco a poco, lentamente; pero por generación espontánea. La experiencia
sensual, el trato con los cuerpos, va dejando mecánicamente en
él […] cristalizaciones de conducta mental que son los conceptos y principios
[…] Estas experiencias básicas de la vida, que de modo mecánico se decantan en
principios (repito, como los adagios, como los proverbios), son comunes a
todos los hombres.” (Ortega y Gasset, 1979, 240).
Debemos ocuparnos del plano práctico y comprobar que
la subjetividad no es irreal sino tan real como cualesquiera de las
objetividades de las que se pueda hablar. La objetividad de las proposiciones
observacionales, de los enunciados científicos, de las expresiones corrientes
referidas a objetos, incluso la objetividad que nos transmite el tacto o la
vista, el oído, el paladar o las impresiones de los termorreceptores del cuerpo
no son demasiado diferentes. Hay un principio común a la razón y a la elucubración
más alocada y rara, pues ambas nacen del contacto con la realidad. La fantasía
o las alucinaciones, la especulación o la opinión vulgar, contienen tanta historia
real y tanta vivencia como el más racional y
axiomático de los argumentos científicos, aunque no lo parezca.
Es difícil apreciar las diferencias, quizá debido a la
tradicional distinción entre la ciencia y las demás formas de manifestarse el
conocimiento humano. Algunas diferencias se distinguen por la dirección que
sigue el proceso parecido a un cálculo, del cual nace cierta actividad mental.
El orden que rige este proceso, el de los pasos en busca de un resultado,
definiría un tipo especial de fenómeno psíquico, entre los que Brentano
clasificó como “representaciones”, “juicios” y “emociones”
(Brentano, 1935, 22).
Aunque no sería correcto asimilar la clase de cálculos
lógicos o matemáticos al plano de la realidad mental, de manera irrestricta, su
actividad parece seguir un “mecanismo” de características semejantes que, por
otra parte, estaría asociado a las condicionantes nerviosas y bioquímicas. Más
adelante profundizaremos un poco en la forma de este fenómeno,
que a todas luces esconde el secreto de la inteligencia. Pero desde ya conviene
distinguir con claridad la actividad psíquica, fuese subjetiva u objetiva, en
la cual encontramos representaciones, juicios y emociones, del proceso que
conduce a ella y que hemos encontrado parecido a un cálculo o, en síntesis, a
lo que en inteligencia artificial se entiende como un algoritmo. Una señal que
marca la diferencia más importante es la de que no se ve que los patrones
sinápticos puedan configurarse en función del tiempo, como otras habilidades y
recursos de los aprendizajes, sino, de manera espontánea y súbita, semejante a
una mutación. Que consistan en procesos quiere decir, más bien, que los
determina el orden y no un lapso por el cual se establecen.
Por otra parte, podrían modificarse permanentemente.
Volvamos a la noción de referencia
intencional de Brentano. Edmund Husserl, uno de sus
discípulos, atento a esta noción manejada por el maestro, le llamó acto,
como se le llama a cualquier acto de la vida física y real; eso sí, acto
psíquico. Y le llamó así porque, evidentemente, si hay intención, si hay un
objeto hacia el cual se orienta la intencionalidad de la conciencia, pues, hay
actividad, episodio, mudanza, praxis. Su expresión preferida es vivencia
intencional (es importante cerciorarse, cosa que no haremos ahora, de
lo que entendía por “vivencia”). Para simplificar, “como expresión más breve”,
Husserl usa la palabra acto (Husserl, 1929,
160). “El término de intención ‒dice Husserl‒ presenta la
naturaleza propia de los actos bajo la imagen del apuntar hacia; y se ajusta,
por ende, muy bien a los múltiples actos que pueden caracterizarse, sin
violencia y de un modo comprensible para todos, como un apuntar teorético y
práctico.” La realidad de lo que no se puede tocar es una realidad
como cualquiera otra, un escenario semejante al paisaje a las orillas de un río
o al de la constelación de las estrellas en el cielo de la noche.
Se puede considerar, pues, una realidad objetiva y una
realidad subjetiva. Al parecer, la realidad objetiva es la realidad verdadera.
Pero no es una certeza en la que se pueda confiar. Se presenta el dilema que
ocupó al biólogo chileno Humberto Maturana, una de cuyas reflexiones figura
bajo el título de este texto. Si tuvimos un sueño, y lo recordamos y
reconocemos como uno de los sueños que solemos tener, no hay otra alternativa
que tenerlo por real, por una realidad verdadera. Y existe, aunque se trate de
una especie diferente de realidad no concreta. Existió anoche y sigue
existiendo en nuestra mente, como sigue existiendo en nuestra mente un objeto
preciado luego de perderse, o como un ser querido sigue existiendo para
nosotros después de su desaparición física.
Se puede considerar la intencionalidad como
si se tratara de una acción o de un acto, pues: “En la percepción es percibido
algo; en la representación imaginativa es representado imaginativamente algo;
en el enunciado es enunciado algo; en el amor es amado algo; en el odio es
odiado algo; en el apetito es apetecido algo, etc.”
(Husserl, ob. cit., 149) Pero ¿qué es este “algo”? Los fenómenos
psíquicos no se disponen en torno a un objeto material, como los fenómenos
físicos, pero se refieren a un contenido que obra como si fuera un objeto (en
el sentido objetivo) hacia el cual dirige su atención la conciencia, de modo
que suscita la intencionalidad. El objeto psíquico excita la conciencia como el
objeto físico excita los sentidos corporales. Esta “realidad” de los fenómenos
psíquicos llevó a Brentano a hablar de inexistencia intencional. Si
bien la existencia física está llena de objetos, hay una inexistencia que está
llena de intenciones, de asuntos por los que nos interesamos o por los que
reaccionamos o nos sensibilizamos y nos movilizamos
(Brentano, 1935, 91-93)[4].
Pero hay que demostrar que una representación, un
juicio o una emoción son reales, tienen una existencia como tienen las
entidades reales. Aun, hay que demostrar que los actos o vivencias
intencionales, son reales. Sencillamente, que es real la
intención, que es real lo que por tradición llamamos subjetivo. Lo que llamamos
objetivo, por definición, es real, puesto que pertenece al mundo externo a la
mente o proviene de él, independiente de toda deformación, imaginación,
fantasía. Su posibilidad de ser o existir es
independiente de nosotros. Si un objeto físico define siempre lo real (en el
sentido amplio del término objeto, al uso de Wilfrid Sellars), un
objeto psíquico, es decir, un objeto sin existencia física, un acto psíquico,
lo define también si es un contenido intencional, un ir hacia, o,
como también se expresaba Husserl, si es conciencia “de”: “Toda
percepción de una cosa tiene, así, un halo de intuiciones de
fondo (o de simples visiones de fondo, en el caso de que se admita que
en el intuir empieza el estar vuelto hacia las cosas), y también esto es una ‘vivencia
de conciencia’, o más brevemente, ‘conciencia’, y conciencia ‘de’ todo
aquello que hay de hecho en el ‘fondo’ objetivo simultáneamente visto.” (Husserl, 1962, Libro Primero, Sección Segunda, capítulo
II, § 35, 79). Repárese que la expresión “fondo objetivo simultáneamente
visto” es eso mismo que andamos buscando: la realidad indiscutible de la subjetividad.
Hay suficientes evidencias, pues, de la base real de
la intencionalidad. Hay muchos y complejos hechos biológicos, neurológicos,
químicos y físicos, cuya realidad incuestionable se confunde con su
manifestación mental. Si no es real el fenómeno psíquico en sí, lo es la
intención a la cual responde, y en la intención está la realidad del fenómeno.
Pero, no alcanza con declarar que se trata de dos caras de una misma moneda, y
cosas por el estilo, que son opuestos que se complementan, etcétera. Ir al
fondo del problema es ir al encuentro de la “irrealidad”; una irrealidad que,
paradójicamente y a pesar de ser lo que es, algo inexistente, hace frente a la
vida y se presta a servir como fundamento de las elecciones y decisiones
permanentes de los seres humanos en la praxis de vida. Hay en ella algo tan
real como los árboles y los planetas.
De todos modos, las realidades y las irrealidades no
se presentan con el mismo nivel jerárquico desde el punto de vista del
estudioso de estas materias. Y, mucho menos, con el mismo nivel de prestigio,
de respeto o de consideración, desde el punto de vista intersubjetivo y social.
El valor que pueden tener es inherente a la circunstancia de realidad
considerada que, a veces, lejos de ayudar a complementarse, las incita a
estorbarse mutuamente. Una puja ideológica o moral, una simple cuestión de
intereses hace que una interpretación sea la real y las demás irreales. Nos
dejamos llevar por impulsos y presentimientos o apelamos a una evidencia que
cae por su propio peso, consensuada, avalada por todas, esto es, y con una sola
palabra, una evidencia objetiva.
¿Qué quiere decir que algo sea objetivo?
Hay, según José Ferrater Mora, un significado tradicional de este término, y
otro moderno. Como veremos, son inversos. Según el primero, existir de manera
objetiva equivale a “estar en el pensamiento o en la representación”, de modo
que objetivo es todo “objeto en tanto que pensado”. Y es subjetivo “lo
que corresponde al objeto de la sensación”. Según el segundo, el moderno, objetivo es
“lo que no reside en el sujeto”, en contraposición a subjetivo “entendido
como lo que está en el sujeto” (Ferrater Mora, 2064).
José Ferrater Mora apunta que Schopenhauer y Renouvier “propusieron volver al
uso escolástico y de los autores del siglo XVII.”
Para unos lo objetivo es mental y lo subjetivo es
lo que responde a la realidad, mientras que, para otros, y al revés, lo objetivo es
lo que está fuera de la mente, y lo subjetivo es lo que está
dentro.
Llama la atención que las propuestas difieran tanto
como sus polos opuestos. Si las mentamos aquí es para encontrar una señal de
alerta. Claro, en nuestros días, el significado moderno de objetivo es
el único válido (usual a partir de Baumgarten y Kant, según
Ferrater Mora). Sin embargo, no está de más evocar la concepción tradicional
(de escolásticos como Santo Tomás o Juan Duns Escoto), porque quita del medio
lo que en principio podría parecer absurdo: que la inteligencia humana pueda
concebir como real lo que está en el pensamiento (la misma
palabra “en” empuja la idea hacia un adentro oculto y eventualmente
desconocido).
Todo esto puede no ser más que un asunto lingüístico,
de significaciones ajenas al corazón del problema. Pero en el fondo se advierte
cierta vacilación en cuanto a lo que es posible considerar conceptualmente
como realidad. El concepto que encierra esta palabra, admitamos por
lo pronto, se puede defender racionalmente con alguna comodidad siguiendo
cualquiera de las dos concepciones.
Hemos visto más arriba que existe un tercer
significado de objetivo, que hace las veces de paños tibios.
En varias de las filosofías actuales se entiende
‘objeto’ en un sentido que, aunque no coincide estrictamente con el
tradicional, tiene en cuenta algunas de sus características. Esto ocurre en
todas las filosofías en las cuales desempeña un papel fundamental la noción de
intencionalidad. Ejemplos son Meinong, Stumpf y Husserl. Así, el hecho de que
se hable, por ejemplo, de la ‘objetividad’ de la realidad, del ‘objetivismo’ de
los valores, etcétera, tiene, sin duda, una resonancia en el sentido del objeto
como lo que ‘existe objetivamente’ (sea cual fuere, por lo demás, la forma de
existencia), pero solamente parece poder entenderse con pleno rigor cuando el
objeto y lo objetivo poseen una significación sensible parecida a la más
tradicional […] ‘Objeto’ equivale, por consiguiente, a ‘contenido intencional’;
lo objetivo no es, pues, una vez más, algo que tenga forzosamente una
existencia real, sino que el objeto puede ser real o ideal, puede ser o valer.
Todo contenido intencional ‒o, en el vocabulario tradicional, todo contenido de
un acto representativo‒ es en este caso un objeto. (Ferrater
Mora, ob. cit., 2065)
LA REALIDAD SUBJETIVA
El tercer significado, relacionado con la intencionalidad, convalida
el primero (objetivo es lo interior), no contradice ni desprestigia el segundo
(objetivo es lo exterior), y tiene la ventaja de facilitar la extensión del
concepto de realidad sin generar efectos indeseados, como los que ya
mencionamos (dos caras de la misma moneda, opuestos que se complementan,
dimensiones de diferente naturaleza). No parece un absurdo, pues, comprobar que
la subjetividad es real, como se puede afirmar que es real la razón y las
representaciones del conocimiento objetivo. Por el contrario, se nos presenta
como una posibilidad filosófica, con asiento en prestigiosos antecedentes del
pensamiento antiguo.
Se puede consagrar mediante la traslación del
tradicional concepto de idealidad al plano de lo concreto, esto es, al plano
del sujeto gramatical, de aquello de que se habla, de que se predica, haciendo
que todo lo que puede atribuirse al objeto, por ser irreal, se le atribuye al
sujeto. Pero este es un camino escabroso.
Admitiremos “objeto” como base filológica del concepto
de “objetividad”; fuera de esto, los términos “objeto” y “sujeto” nos parecen
inoportunos por corresponder a conceptos multifacéticos. Intentaremos aislar
una entidad especial, de carácter histórico, en el flujo del pensamiento. ¿Qué
hay en ese flujo que pueda responder directamente a la realidad objetiva que
fuesen representaciones, juicios, emociones? ¿Qué hay que pertenezca a la
historia personal, a lo más genuino del desarrollo interior, que obre como
reliquia del saber, del recuerdo o de la imaginación, y que sea real, que
responda a una objetividad dada? Saltan palabras, antes que nada, por ejemplo,
nombres, con los que nos hemos referido a personas, a objetos, a lugares, a
situaciones o hechos inolvidables. Pero no se trata de afectos ni de recuerdos
y ni siquiera de palabras.
Entre las pertenencias físicas, pegadas al cuerpo o al
entorno, siempre hay alguna que tiene una historia especial, por sus
propiedades más destacadas o por la forma en que las adquirimos o por los
significados prácticos que guardan para nosotros. Algunas avivan los
sentimientos o las pasiones y otras se asocian a nuestras soluciones de vida, a
nuestro interés por saber a qué atenernos, a nuestra forma de encarar la
supervivencia. Del mismo modo, disponemos de pertenencias no físicas, psíquicas
o mentales, que hemos adquirido o elaborado en el curso de la vida, algunas
inoperantes o desaparecidas, otras que forman parte de lo que somos de manera
permanente. Se han mantenido pegadas a la realidad que llamamos objetiva, a la
vida experimentada y realizada, de la cual son original vestigio, conservadas
en su naturaleza primitiva y ordinaria. Sería extraño si no las consideráramos
reales.
Esas pertenencias íntimas de orden mental esconden una
base real, oculta o invisible, de nuestro interior subjetivo. Podrían tener
nombre, pero el componente buscado no es un nombre, porque tiene nombre
lo determinado, pero no lo tiene lo indeterminado o
“no determinado en número, duración, magnitud, etc.”
(Moliner, 1992, T. 2, 117). Quizá podríamos hallar, memorizando, algún
elemento perteneciente a lo mental que correspondiera puntualmente al
espaciotiempo, pero con ello no bastaría. Encontraríamos en esos componentes lo
que encontramos en un contenido objetivo. Hasta a veces, como ante
lo real desconocido, podríamos encontrar lo mostrenco, ajeno al reconocimiento,
dormido, inactivo, imposible de determinar por la sola voluntad. Pero sería un
ingrediente más de la memoria.
Podría parecer un acto psíquico del orden del juicio,
quizá, pero escondido, rezagado o disfrazado en algún rincón, entre imágenes y
reflejos emocionales. Pero no es un juicio. Se advierte sólo por un destello de
la atención, en cualquier circunstancia, al confrontarse la realidad vivida con
lo que nos parece su más honda comprensión. El despuntar de una verdad
conmovedora, descubierta en trámite libre y espontáneo, no alcanzaría para
describirlo, porque, aunque resulte conmovedor, no es exactamente el sentir que
se corresponde con este destello. Más bien, parece el resultado de aplicar un
esfuerzo de atención que conecta lo interior y lo exterior y que se proyecta en
la pantalla de la conciencia (pero no como una situación déjà vu ni
nada parecido).
La atención se confronta con un hecho del cual resulta
un acto por el cual se activa una vivencia original, con un sentido
reconocible. Adviértase que no se trata de la recreación de un acto cuya
impresión de pertenencia se incorpora a lo mental como bien duradero, sino de
un nuevo acto, único, diferente, fulgurante, por el
cual se presenta a la conciencia un sentido ‒que se gesta como detrito de todos
los actos‒ impreso también en el acto primigenio. De este sentido surge la
subjetividad que valoramos aquí en un orden de igualdad respecto a la
objetividad. Observemos que, si parecen aproximarse dos órdenes de objetividad
experiencial, hasta entonces confundidos por el tratamiento de la subjetividad
indiscriminada, masiva, encerrada y ciega, no hay distancia entre
ellos. Estos órdenes han brindado siempre un insustituible modelo que ilustra
inmejorablemente la oposición vulgar con la razón. Lo que no quiere decir que
la mente carezca de un ámbito divorciado de la realidad, extremo y caprichoso
que, a pesar de tener un papel tan importante en el orden de los sentimientos y
las emociones, obra negativamente en el nivel del saber sistemático.
Ahora bien, hemos dicho que parecen aproximarse dos
órdenes de objetividad, uno primitivo u original y otro que no es sino la
realidad presente; pero, en último análisis, no es así. El fenómeno psíquico
que intentamos describir no es una conexión entre dos cosas. Es, en cambio, un
solo acto que, a diferencia de los demás actos, no tiene principio, desarrollo
y final, como todos los actos. Es una mutación fulminante e inopinada que se
produce toda vez que la mente lo necesita, de una sola
vez y sin espacios ni tiempos determinados ni mensurables. Esta clase
de realidad alcanza toda la conciencia y se disemina en lo mental, consciente o
no. Existe un tipo de acto fenoménico que asocia ciertas
experiencias de vida con la inexperiencia, esto es, con los estados sin
resolver, con los dilemas, dudas, situaciones límite, vacilaciones, en fin,
problemas o, en todo caso, experiencias conflictivas.
Un proceso psíquico, por fuerza de la costumbre
asociado a lo temporal, transforma las relaciones organizadas, asumidas y
apropiadas por la conciencia, y constituye todo lo que conocemos de la vida
mental, es decir, el conjunto de lo que hemos llamado fenómenos psíquicos. En
lugar de atribuir sus cambios al flujo de tiempo, es decir, al “paso de algo”
que no sabemos qué es, podemos disolver esta ilusión atribuyendo la ocurrencia
de tales incesantes y poderosos cambios a la intervención de las “intuiciones de
fondo”, como vimos que las llama Husserl, y que asimilamos a procesos
algorítmicos. De aquí surgirá la evidencia de que en la subjetividad más honda
no habría sólo elaboración libre, desasimiento de la realidad, ensoñación, o
que estas modalidades no serían posibles sin un fundamento de realidad que les
suministraría alguna de las propiedades de la objetividad.
Puede evocarse aquí con toda pertinencia la teoría
neurológica de Donald O. Hebb. En la teoría de Hebb, cada acontecimiento
psicológicamente importante, ya sea una sensación, una percepción, una memoria,
un pensamiento, una emoción, etc., se concibe como el flujo de actividad de un
bucle neuronal[5] determinado.
Hebb propuso que las sinapsis[6] de una vía particular se conectan
funcionalmente para formar una reunión de células[7] [...] supuso que si dos neuronas, A
y B, son excitadas al mismo tiempo, se vinculan funcionalmente. Según las
palabras de Hebb: ‘Cuando el axón de la célula A está suficientemente cerca
para excitar la célula B y contribuye a dispararla repetida o persistentemente,
en una o en las dos células se produce algún proceso de crecimiento o algún
cambio metabólico de tal forma que la eficiencia de A, como una de las células
que excitan la célula B, aumenta’ [lo que se conoce como “ley de Hebb”]…
Según la opinión de Hebb, la reunión de células es un
sistema que está organizado inicialmente por un acontecimiento sensorial
particular, pero que es capaz de continuar su actividad después de que haya
cesado la estimulación. Hebb propuso que para producir cambios funcionales en
la transmisión sináptica la reunión de células debería ser activada
repetidamente. Después de la estimulación sensorial inicial, la reunión
reverberaría consiguientemente. Entonces, la reverberación repetida podría
producir los cambios estructurales. Claramente, esta concepción del
almacenamiento de la información podría explicar el fenómeno de la memoria a
corto y a largo plazo: la memoria a corto plazo es la reverberación de los
bucles cerrados de la reunión de células; la memoria a largo plazo es más
estructural, es un cambio duradero de las conexiones sinápticas…
Para que tengan lugar los cambios sinápticos
estructurales debe existir un período en el cual la reunión de células
permanezca relativamente intacta. Hebb llamó consolidación a este
proceso de cambio estructural, un período que se cree que necesita de quince
minutos a una hora. Finalmente, Hebb supuso que cualquier reunión de células
podía ser excitada por otras. Esta idea proporcionó la base para el pensamiento
o la ideación. La esencia de una ‘idea’ consiste en que tiene lugar en ausencia
del acontecimiento ambiental original correspondiente.
La belleza de la teoría de Hebb consiste en el intento
de explicar los acontecimientos psicológicos mediante las propiedades
fisiológicas del sistema nervioso. Actualmente, casi treinta años después de la
histórica obra de Hebb, su teoría sigue siendo el mejor intento de combinar los
principios de la realidad psicológica y los hechos de la neurociencia.”[8] (Kolb y Whishaw, 1986, 462 y ss.)
Alentados por esta teoría, no sentimos inclinados a volver sobre las
cristalizaciones de conducta mental subrayada por Ortega y Gasset que,
recordemos, son los conceptos y principios que surgen en el hombre lentamente,
como adagios o proverbios y se corresponden con estos productos de la actividad
mental que replican o avivan un sentido original[9]. Hemos llamado algoritmos a
tales cristalizaciones, siguiendo las investigaciones de Konrad Lorenz, algoritmos
borrosos a nuestro juicio, correlatos de los algoritmos bioquímicos[10]. Lorenz llama fulguración “al
hecho de que dos (o más) sistemas (independientes entre sí) se enlazan en una
nueva unidad que manifiesta propiedades cualitativamente distintas a las de sus
elementos” (Riedl, 1983, 52 y 234). El término “fulguración” fue
introducido por Leibniz: las mónadas nacen “por fulguraciones continuas de la
Divinidad” (Leibniz, 1961, 43).
Existiría una objetividad constituyente y una
objetividad constituida; una perteneciente a la serie creadora, otra a la serie
creada. Porque, ¿de qué manera podríamos ser objetivos sin antes proporcionamos
por algún medio la objetividad? En nuestro trato con lo que conocemos, la
objetividad no es una actitud proverbial o un punto de vista privilegiado ni
una facultad caída del cielo. Es lo que logramos a través de un arduo trabajo
de generaciones y generaciones, como el fuego, el telescopio o la electricidad;
no es un regalo de los dioses. Pero llevamos con nosotros la subjetividad, esto
es, el capullo en el cual la experiencia originaria se metamorfosea en
conciencia y objetividad. Las reliquias antediluvianas que conservamos en el
cuerpo pueden proporcionarnos la evolución por la cual la especie ha
sobrevivido; las que corresponden a la mente nos proporcionan una dádiva que no
quisiéramos perder: la fantasía, la visión personal, el absurdo, la
imaginación, el mito.
Otro asunto es el mundo oculto a la conciencia,
el inconsciente. Sigmund Freud “distingue el consciente,
equivalente de la conciencia; el preconsciente, instancia accesible al
consciente, y para terminar el inconsciente, ‘otra escena’, lugar desconocido
por la conciencia. Pero si se vale del tercero de estos términos, utilizado
desde la noche de los tiempos y teorizado por primera vez en 1751, es para
hacer de él el principal concepto de una doctrina que rompe de manera radical
con las antiguas definiciones: ya no una supraconciencia, un subconsciente o un
depósito de la sinrazón, sino un lugar instituido por la represión, es decir,
por un proceso que apunta a mantener al margen de toda forma de conciencia,
como un ‘defecto de traducción’, todas las representaciones pulsionales capaces
de convertirse en una fuente de displacer y, por lo tanto, de perturbar el
equilibrio de la conciencia subjetiva” (Roudinesco, 2015,
108).
Finalmente, si hablamos de sentido,
aquello que encontramos nuestro y en lo que fundamos las creencias, es porque
la fulguración de la cual nacen las cristalizaciones de conducta mental
impregna de familiaridad a nuestras acciones, sin la cual no podríamos conocer
y manejarnos en el mundo (es nuestra forma de aprehenderlo). Este sentido es
nuestro sello, la imprimación de la conducta personal, el carácter, la
personalidad. Sólo se conquista por la experiencia personal. Porque no hay una
forma universal de resolver problemas, de saber a qué atenerse, de elegir lo
que más conviene, y cada individuo humano se proporciona una manera propia de
obrar como mejor puede. Este sentido se enriquece con todas
las capacidades de la inteligencia del rango que se quiera: el de la
subjetividad y el de la objetividad, bajo una concatenación unitaria e
indiscriminada que guía el saber común y el conocimiento sistemático,
indiferentemente. Cada persona entiende por su cuenta cuál debe ser el sentido que
debe imprimir a su vida: “La búsqueda por parte del hombre
del sentido de su vida constituye una fuerza primaria y no una ‘racionalización
secundaria’ de sus impulsos instintivos.” (Frankl, 1979, 121)
Si hay un “más allá del interior”[11], pues, lo hay no sólo en el sentido del
inconsciente sino también en el sentido de la subjetividad toda. Este más allá
no es sino la carga de experiencia, que más que carga es el
perfeccionamiento de una carga original. Jean Piaget habló de
“reconstrucciones convergentes con superación” (Piaget, 1980,
300 y ss.). Así como, según Freud, hay un más allá del interior, esto es, el
inconsciente, hay otro “más allá”, un más allá objetivo que nace de la
experiencia. No sería concebible una experiencia subjetiva, en el sentido
corriente del término; toda experiencia, en el plano de los hechos o en el
plano de lo que los hechos han dejado en la conciencia, no puede ser sino
objetiva. A veces hablamos de experiencia, flexionando mucho el significado de
este término, en el sentido de idoneidad o competencia, atributos adquiridos
por los cuales han aumentado nuestras capacidades intelectuales: nos referimos
aquí, empero, al rendimiento de una habilidad o de una especialidad. El fondo
de experiencia, como el inconsciente, está en toda criatura humana.
LO ARCAICO
Perseveremos un poco más en estos antecedentes que alumbran la
ciencia más antigua y son asociables a un nuevo camino para el estudio de la
subjetividad.
Entre los teóricos pioneros del psicoanálisis es común
el concepto de un primer impacto, en la infancia, que deja su huella para
siempre. Por ejemplo, Carl G. Jung hace notar que el elemento sexual, en el
cual insistía su maestro Sigmund Freud, no sólo está presente en el enfermo
traumático sino en todos los seres humanos. No sólo en quienes presentan
síntomas patológicos; está presente en todo inconsciente y por tanto en todos
los sujetos. El psicoanálisis admite la existencia de un factor vinculado al
sexo y común en todos los individuos, estén o no estén enfermos. Jung se
refiere a este factor como “protovivencia o ‘vivencia primordial,
inicial’: Ur-Erlebnis” (Jung, 1961, 29). Es
innecesario recordar el tratamiento de la bisexualidad en Freud como base de la
condición humana, y su remisión al “objeto sexual” en cualquiera de los dos
sexos. Esa vivencia primordial, en el marco de la “regresión a la
infancia”, no puede concebirse sino en íntima asociación con la experiencia, y
puede tenerse en cuenta en el marco del tema de la sexualidad o fuera de él.
La causa de los desarreglos y patologías que descubre
el psicoanálisis es referida casi siempre a la experiencia pasada. Algún hecho,
alguna práctica, un accidente, en fin, determinada particularidad de la vida
infantil se señala como causa u origen del trauma. Hay algo velado que el
sujeto aparta de la conciencia; pero se puede descubrir a partir de algunos
signos que asoman y lo denuncian. Lo oculto no deja de pertenecer al conjunto;
no es una pieza desconectada. Por lo que es posible, aunque no siempre, abrir
la puerta que da entrada al cuerpo fenoménico.
Las cristalizaciones de conducta mental, de que
hablaba Ortega y Gasset, que van integrándose a la persona humana en la praxis
de vida, componen solapadamente la vida mental. Resultan los únicos recursos
eficaces e individualmente autónomos en la lucha por la que se
supera una variada índole de problemas y para la cual se requiere una
conciencia de contenido objetivo. En ella conviven, en compleja interacción, el
más genuino potencial de la inteligencia, controlado, revisado y corregido, y la
fantasía, la liberación de lo sensible corriente, el punto de vista solitario y
desvalido, cuya potencia cognoscitiva es a lo que representa la ciencia lo que
un grano de arena a la playa entera. Conviven la objetividad, nunca abolida en
la historia personal, y la subjetividad creadora de ilusiones y esperanzas, la
sujeción a las pruebas a la vista y la creencia, la fe, la religión.
Se distingue, pues, una clase de fenómeno psíquico
relacionado originariamente con la experiencia y volcado a concurrir en las
funciones cognitivas. Sin revestir cumplidamente las características del
conocimiento objetivo, se caracteriza por colaborar con él, por proporcionarle
plasticidad e inventiva. Se puede establecer, pues, la imposibilidad de aislar
tajantemente los contenidos subjetivos de los objetivos, al punto de que,
quizá, no chocaría con la clasificación de Brentano, al menos en lo que respecta
a la distinción entre juicios (afirmación, atribución o
predicación) y emociones (contenidos susceptibles de ser
aceptados o rechazados espontáneamente o “fenómenos de amor y odio”
o, también, “emoción, interés o amor”, como se expresa el mismo Brentano (Brentano, 2002, Libro II, cap. VI, § 3, 147) ‒aunque
tuvo la precaución de prevenir sobre el uso de estos términos:
“Todas estas denominaciones son susceptibles de equívoco; todas se emplean
frecuentemente en un sentido más estrecho” (ob. cit., 147 y ss.). Por lo demás,
establece múltiples restricciones a su clasificación, admitiendo por ejemplo
que un juicio puede contener una representación, y viceversa.
Hay mucho más. Encontramos en William James la misma
referencia a lo objetivo al ocuparse del “Yo espiritual”, que distingue del
material, del social y del que llama “Ego puro”. El yo espiritual es “el ser
interno o subjetivo de un hombre, sus facultades o disposiciones psíquicas”.
Puede ser visto de un modo abstracto o de un modo concreto.
El modo abstracto implica sentir la parte central del yo, y
“lo cierto es que de ningún modo es mere ens rationis, conocido
únicamente de un modo intelectual, y tampoco mere suma de
memorias o mere sonido de una palabra en nuestros oídos. Es
algo con lo que tenemos también un conocimiento directo sensible, y que está
tan cabalmente presente en cualquier momento de conciencia en que esté presente,
como en una vida completa de tales momentos.” (James, ob.
cit., 239)
El tema de lo arcaico, en su sentido de “principio”,
esto es, en aquello a lo que se reduce todo lo demás, tanto como en su sentido
de “arquetipo”, está presente en muchos autores que se han ocupado del tema de
la conciencia. Es el principio rector de todo análisis que tome en cuenta la
subyacente objetividad del psiquismo. Encontramos este tema en el centro de la
teoría del subconsciente de Freud, relacionado al concepto de prehistoria
personal o infancia. El fundador del psicoanálisis relaciona esta prehistoria
con el individuo histórico, pero también con la especie, por lo que abarca: “en
primer lugar, a la prehistoria individual, o sea, a la infancia, y después, en
tanto en cuanto todo individuo reproduce abreviadamente, en el curso de su
infancia, el desarrollo de la especie humana, a la prehistoria filogénica” (Freud, 1936, cap. XIII, 176).
No importa aquí si esta relación se sostiene o no en
la teoría actual. Aunque lo arcaico, o esta doble prehistoria, se remite
exclusivamente a la etapa infantil, de todos modos, el “principio de realidad”,
al cual responde el super-yo, en su oposición al “principio del
placer”, parece ser el responsable de rescatar al yo de las
garras del ello (Freud, 1993, “La disección de la personalidad
psíquica”, 602). Freud dice algo más: “en las ideologías del super-yo perviven
el pasado, la tradición racial y nacional, que sólo muy lentamente cede a las
influencias del presente y desempeña en la vida de los hombres, mientras actúa
por medio del super-yo, un importantísimo papel, independiente de
las circunstancias económicas” (Freud, 1993, 629-638).
Jung, como vimos, habla de una protovivencia;
esta noción remite al patrimonio corporal y anímico heredado de los ancestros y
que, aunque sus beneficios puedan registrarse en el individuo, no cubre el
acervo proveniente de las vicisitudes históricas personales. Admite “la
existencia de un a priori colectivo de la psique personal,
un a priori que consideraba en un principio como vestigios de
modos funcionales anteriores” (Roudinesco, ob. cit., 170). Roudinesco agrega:
“El tema de lo arcaico es recurrente en la historia del psicoanálisis y
reaparecerá bajo otras formas en los debates ulteriores entre Freud y Rank; más
tarde entre los freudianos y los kleinianos, y por último con los lacanianos”
(en la nota 6 de la ob. cit., en la misma página). El concepto de lo arcaico es
lo más próximo que encontramos en la teoría del psicoanálisis respecto a
nuestra hipótesis sobre la subjetividad.
Aron Gurwitsch apunta directamente al blanco que
interesa. Se ocupa con gran detalle de analizar los actos de conciencia o
fenómenos psíquicos en cuanto responden a un “objeto de pensamiento” que
llama tema, incluyendo su entorno o campo temático, y lo que
entiende por margen (noción que toma de W. James), esto es,
aquello del campo temático relegado de manera marginal, difusa e inarticulada.
Tal división no sería una total novedad, pero lo es el interés por estos tres
conceptos referidos a connotaciones no simultáneas. Gurwitsch habla de la
vuelta desde un tema actual a otro pasado. Si la conciencia, ocupada por un
tema actual, se vincula a otro tema pretérito, por la razón que fuere, este
otro tema se retiene; pero el vínculo implica sólo la forma o acto: “La
retención del tema anterior en el momento en que nos ocupamos del nuevo tema no
implica los temas en lo que respecta a los contenidos materiales
correspondientes, sino que se refiere solamente a los actos por medio de los
cuales se experimenta cada tema.” Esto es crucial y, además de remitir a lo
arcaico, rinde cuenta de que: “La conexión que se da entre ellos [entre los
actos] consiste en el hecho de que todo acto presente de la conciencia se
encuentra por completo afectado por alguna reminiscencia o retención por lo
menos de los actos que preceden de inmediato al acto en cuestión y también por
cierta expectativa ‒sea lo vaga que se quiera‒ de que otros actos seguirán al
del momento presente.” (Gurwitsch, 1979, 405)
Alfred Adler, en un fragmento revelador, al presentar
el complejo de inferioridad como causa fundamental de la neurosis, sostiene que
existe una memoria aperceptiva: “el mecanismo de la memoria aperceptiva,
con su caudal de experiencias, se transforma, y de sistema de actuación
objetiva pasa a ser un sistema de actuación subjetiva que opera bajo la
influencia de la ficción de la personalidad futura. El cometido de este sistema
subjetivo es suscitar aquellas relaciones con el mundo exterior que sirvan para
acrecentar el sentimiento de personalidad, suministrar directivas y
advertencias a la conducta, elaborar las ideas destinadas a preparar el futuro
y ponerlas en conexión con los férreos dispositivos ya construidos.” (Adler, 1985, cap. III, 59)
En el propósito
de nuestra tesis hemos excluido el papel de la memoria, en su carácter estricto
de mecanismo reconstructor en el presente de lo ya vivido en el pasado, y
preferimos la noción husserliana de acto psíquico (aunque
podría tratarse de la memoria a largo plazo, como ya vimos que sugirió D. O.
Hebb). Este detalle vuelve de total oportunidad la puntualización realizada por
el psicólogo uruguayo Jorge Galeano Muñoz: “no hay una facultad a la que
llamamos memoria, por la que conservamos nuestros recuerdos, sino actos
de recordar, que es la posibilidad de presentificar el pasado en el
presente y hacer un relato del mismo. No hay tampoco una ‘conciencia’ por la
que reconozcamos al mundo y a nosotros mismos, sino un acto reflexivo por el
cual reconocemos primariamente la ‘objetividad’ y la ‘ajenidad’ del mundo y la
‘singularidad’ de nosotros. Esto se da de modo implícito en la vida espontánea
y se hace explícito en la reflexión.” (Galeano Muñoz, 1990,
158).
Del análisis de un caso de amnesia, el neurólogo
Oliver Sacks extrajo dos conclusiones: “que existen dos tipos muy
distintos de memoria: una memoria consciente de los hechos (memoria episódica)
y una memoria inconsciente de los procedimientos, y que ésta no se ve afectada
por la amnesia”. Sacks cita al neurofisiólogo Rodolfo Llinás, quien usa la
expresión PAF, “patrones de acción fija”, para referirse a los recuerdos de
procedimiento. Sacks Afirma que “Gran parte del desarrollo motor precoz del niño
se basa en aprender y refinar tales procedimientos a través del juego, la
imitación, la prueba y el error, y el ensayo incesante. Todo esto comienza a
desarrollarse antes de que el niño pueda evocar recuerdos episódicos o
explícitos.” (Sacks, 2017, 246-249).
Para Gregory Bateson “no hay experiencia objetiva;
toda experiencia es subjetiva”. Afirma que la mente “es inmanente en la
materia, la cual está parcialmente dentro del cuerpo, pero también parcialmente
‘fuera de él’, es decir, en la forma de registros, rastros y referentes de
percepciones” (Bateson, 1993, cap. 18, 288).
La teoría de Jean Piaget posee un prodigio de
referencias al plano objetivo en la formación de la inteligencia. Lo nuclear de
esa riqueza se encuentra en la noción de “abstracción reflexionante” o
“lógico-matemática”, que distingue de la abstracción simple o aristotélica. En
ésta ‒afirma‒, dado un objeto exterior, por ejemplo, un cristal con su forma,
su sustancia y su color, el sujeto se limita a disociar las cualidades
ofrecidas y a retener una de ellas, la forma, por ejemplo, desechando las
demás. Por el contrario, en el caso de la abstracción lógico-matemática lo dado
es un conjunto de acciones o de operaciones previas del sujeto mismo, con sus
resultados. La abstracción consiste, en primer lugar, en tomar conciencia de la
existencia de una de estas acciones u operaciones […] En segundo lugar, se
trata de ‘reflejar’ (en la acepción física del término) la acción observada
proyectándola sobre un nuevo plano, por ejemplo, el del pensamiento por
oposición a la acción práctica, o el de la sistematización abstracta por lo que
toca al pensamiento concreto (como el álgebra por lo que toca a la aritmética).
En tercer lugar, se trata de integrarla en una nueva estructura, es decir, de
construir ésta; pero ello no es posible más que si se cumplen dos condiciones: a)
ante todo, la estructura nueva debe ser una reconstrucción de la anterior; si
no, no hay coherencia ni continuidad; será, pues, el producto en el nuevo plano
elegido; b) pero también debe agrandar la anterior, generalizándola
por combinación con los elementos propios del nuevo plano de reflexión; de no
ser así, no tendría ninguna novedad. Estas dos últimas condiciones caracterizan
una ‘reflexión’, pero esta vez en el sentido psicológico del término, es decir,
una transformación realizada por el pensamiento de una materia anteriormente
proporcionada en estado bruto o inmediato. Por ello hemos propuesto llamar
‘abstracción reflexionante’ (en la doble acepción física y mental de la palabra
reflexión) a este proceso de reconstrucción con combinaciones nuevas que
permite la integración de una estructura operatoria de etapa o de nivel
anteriores en una estructura más rica de nivel superior. (Piaget, ob. cit.,
cap. VI, § 20, 292 y 293)
Jacques Lacan, por su parte, dice que “la formación
del yo se simboliza oníricamente por un campo fortificado, o
hasta un estadio, distribuyendo desde el ruedo interior hasta su recinto, hasta
su contorno de cascajos y pantanos, dos campos de lucha opuestos donde el
sujeto se empecina en la búsqueda del altivo y lejano castillo interior ...”,
es decir, en “establecer una relación del organismo con su realidad; o, como se
ha dicho, del Innenwelt con el Umwelt”, esto es,
del mundo interior con el entorno o medio ambiente (Lacan,
“El estadio del espejo”, en 1979, Vol. 1, 14 y 15).
Como corolario de todas estas referencias surge la
necesidad de revisar la división entre los conceptos de objetivo y subjetivo,
encontrándose lo fundamental no exactamente en la relación de alejamiento o
proximidad respecto a la realidad (en tanto ésta responde al
mundo independiente de la conciencia) sino, más bien, en la relación de
alejamiento o proximidad respecto a la experiencia (en tanto
ésta responde, por el contrario, al mundo dependiente de la conciencia). Nos
referimos al contacto entre la realidad y la conciencia individual, dando lugar
a la vivencia[12]. Importa, pues, ahondar en el fenómeno
de alejamiento o proximidad respecto al mundo vivido o
relación de experiencia, es decir, respecto a la vivencia, plena de
objetividad, que enseguida se deshace en mil fragmentos para componer la
subjetividad.
No es sólo lo arcaico, en el sentido estricto, lo anterior en el
tiempo y alejado del presente, empero, lo que actúa sobre la subjetividad
transfiriéndole la carga de objetividad que ha exhumado de la experiencia. La
actividad mental, a la cual en definitiva se reduce lo que llamamos conciencia,
subjetividad, yo, estado de vigilia, etcétera, no es sino la actividad de vivir
por la cual nos reconocemos como individuos. “Conciencia es, entonces, la
consecuencia del vivir y del poder reflexionar sobre lo vivido, reconociéndonos
como ser-en-el-mundo” (Galeano Muñoz, ob. y lugar
citados). Para explicarnos correctamente deberíamos decir que no es el pasado
ni la acumulación de la experiencia personal vivida, y tampoco la experiencia
social, ni ningún a priori colectivo aquello que actúa en el
yo. Es el resultado de la transfiguración de lo arcaico en actualidad,
de lo arcaico indeterminado e intemporal ‒objetivo‒ en subjetividad humana.
De esta actividad, llámese “acción neural”, psiquismo,
“psiqueo” (como le llamó Carlos Vaz Ferreira, ver Bibliografía), corriente del
pensamiento o como se quiera, nace el principal recurso del saber común, de las
alternativas para resolver problemas en el orden inmediato de la experiencia
individual. Se trata de lo que Piaget llama abstracción reflexionante o
lógico-matemática, cuya descripción se libera ‒no del todo‒ de la comparación
con estructuras, facultades o funciones. Hay un punto de
vista más comprensivo sobre estos fenómenos, afirma Galeano Muñoz, “que se
aparta de los conceptos de estructuras, facultades o funciones, para
privilegiar la acción” (Galeano Muñoz, obra y lugar citados). En tanto
actividad, debe concebirse en términos de procesos lógicos, patrones
neurológicos plásticos o algoritmos biológicos. Salvo que, agregamos con fuerte
subrayado, concebir estos procesos lógicos requiere un pequeño ajuste:
considerar el algoritmo, señal o patrón electroquímico, en términos de
lógica borrosa. De manera que sea capaz de variar en la
marcha, es decir, en términos lógicos, que pueda modificar los valores de
verdad de sus variables, pero no por azar sino en función de lo que requiera la
realidad experiencial a la que responde[13]. Los sentidos corporales son los
sensores humanos, verdaderos dispositivos que captan las modificaciones del
entorno, por cuyas señales el algoritmo “ajusta” sus constantes, adecuándolas a
los requisitos del momento (lo que equivale a la metáfora de Ortega y Gasset:
“cristalizaciones de conducta mental que son los conceptos y principios”).
La vida mental tiene que ver con estos algoritmos
vivos que obran como fundamentales ingredientes del aparato cognitivo.
Por lo que debe desestimarse el punto de vista según el cual respondería a la
obra del tiempo continuo, en términos de pasado, evolución, desarrollo lineal o
acumulación de experiencia. Aunque haya almacenamiento de información,
aprendizaje y conquista de habilidades, y aunque la memoria haga su trabajo de
siempre, el quid de la vida mental es otro. Lo mismo se puede
afirmar respecto a la subjetividad. Surge un nuevo punto de vista al revisar el
papel del tiempo en su configuración y, quizá, en el de toda la actividad de la
conciencia. Algo impalpable, de naturaleza desconocida, asociado a la
subjetividad sólo porque atribuimos a la experiencia personal nociones
extraídas de los hechos, es decir, de las continuidades y contigüidades del
mundo físico, no puede ser la imagen a aplicar sobre el psiquismo humano.
El problema es, pues, el tiempo. El
tiempo representa uno de los problemas mayores en cantidad de enigmas cuyas
soluciones resultan imposibles o demasiado complejas si se concibe como viene
concibiéndose. El tiempo es visto así por Maurice Merleau-Ponty: “Lo que es
pasado o futuro para mí es presente para el mundo” al final de su principal
obra:
Si
en las páginas anteriores encontramos ya el tiempo en el sendero que nos
conducía a la subjetividad, es, ante todo, porque todas nuestras experiencias,
en cuanto que son nuestras, se disponen según un antes y un después, porque la
temporalidad, en lenguaje kantiano, es la forma del sentido íntimo, y el
carácter más general de los ‘hechos psíquicos’. Pero en realidad, y sin
prejuzgar de lo que nos apartare el análisis del tiempo, encontramos ya entre
el tiempo y la subjetividad una relación mucho más íntima […] Necesitamos,
pues, considerar el tiempo en sí mismo, y es siguiendo su dialéctica interna
que nos llevará a refundir nuestra idea de sujeto […] Si el tiempo es semejante
a un río, fluye desde el pasado hacia el presente y el futuro. El presente es
la consecuencia del pasado y el futuro la consecuencia del presente. Esta
célebre metáfora es, en realidad, muy confusa. Porque, considerando las
cosas mismas, el derretimiento de las nieves y lo que de ello resulta no
son unos acontecimientos sucesivos; o, mejor, la idea misma de acontecimiento
no tiene cabida en el mundo objetivo. Cuando digo que anteayer las nieves
produjeron el agua que ahora está pasando, sobrentiendo un testigo sujeto a un
cierto lugar en el mundo y comparo sus puntos de vista sucesivos: asistió, allá
arriba al derretimiento de las nieves, ha seguido el agua en su curso, o bien,
a la orilla del río, vio pasar, al cabo de dos días de espera, el pedazo de
madera que echara en las fuentes. Los ‘acontecimientos’ son fraccionados por un
observador finito en la totalidad espacio-temporal del mundo objetivo. Pero, si
considero al mundo en sí mismo, no hay más que un ser indivisible y que no
cambia. El cambio supone cierto lugar en que me sitúo y desde donde veo
desfilar las cosas; no hay acontecimientos sin un alguien al que ocurren y cuya
perspectiva finita funda sus individualidades. El tiempo supone una visión, un
punto de vista, sobre el tiempo. No es, pues, una corriente, no es una
sustancia que fluye. Si esta metáfora pudo conservarse desde Heráclito hasta
nuestros días es porque, en la corriente, ubicamos subrepticiamente a un
testigo de su curso […] Si el observador, situado en una barca, sigue el hilo
del agua bien puede decirse que desciende con el curso del agua hacia su
futuro, pero el futuro son los paisajes nuevos que le esperan en el estuario, y
el curso del tiempo no es ya la corriente misma: es el desenvolvimiento de los
paisajes para el observador en movimiento. El tiempo no es, luego, un proceso
real, una sucesión efectiva que yo me limitaría a registrar. Nace de mi relación
con las cosas… […] Lo que es pasado o futuro para mí es presente para el mundo
[…] Si el mundo objetivo es incapaz de llevar al tiempo, no es porque sea de
algún modo demasiado angosto, que debamos añadirle un pliegue de futuro y uno
de pasado. El pasado y el futuro no existen más que demasiado en el mundo,
existen en presente, y lo que le falta al ser para ser temporal es el no-ser
del en-otra-parte, del antaño y del mañana. El mundo objetivo está demasiado lleno
para que en él quepa el tiempo. (Merleau-Ponty, 1975,
Tercera parte, II La temporalidad, 418-422)
Esta reflexión sobre el tiempo es suficiente. No hay
series, continuidades, fluencias ni ahoras que pasen del
futuro al presente y de éste al pasado, o al revés, según se mire. Un
observador absoluto, alguien que pudiera contemplar la totalidad
del mundo objetivo, no necesitaría la metáfora del tiempo, porque no habría
para él puntos de referencia, observaciones relativas o la necesidad de
pantallas en las cuales la realidad tuviera que desplegarse como se despliegan
las imágenes de un film. En el mundo sin nosotros la realidad se constituye,
diríase toda junta y de una sola vez, sin filtros de unos sentidos
que nos pertenecen a nosotros, a nada ni a nadie más, sin representaciones
intermedias, estáticas ni dinámicas, sin trucos, que no son otra cosa que
anzuelos con los que a duras penas nuestra conciencia lo pesca todo.
Lo racional de la subjetividad radica, pues, en su
lógica borrosa, en los algoritmos vivos que se generan por
interposición de vicisitudes eventuales e innominadas de la experiencia. En
otras palabras, radica en el proceso de presentización del pasado o dilatación
del presente. Es el principio real de la abstracción psíquica, que no es sino
su lógica. La experiencia física y la experiencia mental, por llamarlas así,
componen lo que Piaget llama “abstracción reflexionante”. ¿No se tratará,
acaso, de una antropologización de la única realidad ‒existente o pensable, no
importa‒ vuelta humanidad real?
Aproximarse a una descripción lógica de
la subjetividad, hasta ahora considerada a-lógica o,
incluso, i-lógica, esto es, una descripción
necesariamente plástica del interior subjetivo sería la que
mejor se correspondiera con la actividad intrínseca del hombre El día en que la lógica supere sus más recientes avances, que
le han hecho franquear la barrera del tercio excluso, sabrá contribuir mejor
con la descripción del fenómeno. La misma diversidad del mundo físico, que día
a día se amplía más, ha planteado la necesidad de una lógica plástica (aunque
se trate de un adjetivo tradicionalmente inconciliable con tal sustantivo) que
sea capaz de ir más allá de la verdad y la falsedad radicales. El mundo
psíquico, igualmente plástico, sugiere la apelación a una lógica borrosa o vaga, dentro
de la variedad de lógicas llamadas “divergentes” o “extendidas”, desarrollada a
partir de la lógica estándar clásica desde los primeros años del siglo veinte:
modal, deóntica, epistémica, imperativa, libre, temporal (Haack, 1980,
Prefacio).
La apelación a las lógicas no estándares, que aquí
sugerimos con el fin de facilitar la descripción de la actividad psíquica, sin
duda puede levantar la cortina que oculta el fondo de cualquier actividad o
manifestación humana, física, química, biológica, social; por lo que puede
aplicarse a todas las ciencias. Procuramos desentrañar una actividad
independiente del saber sistemático, aunque éste pueda mezclarse, inundando la
subjetividad con una objetividad adquirida. Puede obrar en un sujeto que carezca
por completo de educación, respecto al conocimiento general establecido en la
cultura en que vive, por lo que su interior subjetivo hegemonizará las
elecciones y decisiones. Destaquemos, todavía, que existe una
actividad psíquica autónoma que no ha sido suficientemente estudiada, aunque
aparezcan, como hemos visto, alusiones sugestivas y pioneras en diversidad de
autores.
Que produzcamos algoritmos borrosos es inherente a la
plasticidad y al dinamismo de la vida mental. Hablamos de algoritmos en el
sentido de la etología de Konrad Lorenz[14], y también en el de la embriología según
Gregory Bateson (de quien transcribiremos un texto a continuación). En primer
lugar, veamos en qué consiste la noción de algoritmo y en qué sentido se puede
aplicar en la descripción de la actividad mental, para, en segundo lugar,
ocuparnos de ese sentido tal como aquí lo interpretamos, es decir, atendiendo a
su autonomía respecto al resto de la actividad psíquica, es decir, a la
posibilidad de establecer una unidad básica de la vida mental. Para no extender
la exposición, transcribamos el siguiente esclarecedor texto:
Los
matemáticos llaman algoritmo al esquema subyacente de una determinada
computación. Partiendo de esto intentaremos rastrillar la clase de
proposiciones de que está hecho el algoritmo. Primero están las definiciones
que […] son sólo suposiciones, prótasis, cláusulas condicionales con la
conjunción ‘si’. Luego siguen las definiciones de proceso. Por último, están
los datos particulares dados. Si los números son éstos y aquéllos y si la suma
se define de un determinado modo, podemos tomar ‘5’ y ‘7’ y sumarlos de
conformidad con las definiciones ya dadas. Pero detrás de esto hay algo más. El
proceso requiere más de lo que se ha dado, que está oculto en la disposición de
las líneas; requiere noticias o exhortaciones dirigidas al calculador mecánico
o humano para decirle en qué orden deben darse los pasos. En los manuales
están analizadas partes de estas instrucciones. Por ejemplo, los adultos deben
recordar de la escuela elemental esas enunciaciones abstractas sobre el orden
en que debe darse los pasos de la computación y que se conocen formalmente como
leyes distributivas y leyes conmutativas. En forma de ecuación, los matemáticos
nos dicen que: a + b = b + a, y que a x b = b x a. De
manera que, en las operaciones de suma y multiplicación, el orden de los
términos es irrelevante. Pero cuando los pasos de la suma deben combinarse con
los pasos de la multiplicación, el orden de los términos es de primera
importancia: (a + b) x c no es igual a + (b x c).
Obsérvese, en primer lugar, que estas reglas no se limitan tan sólo a la
matemática. Si uno es un cocinero deberá conocer el orden de los procedimientos
de cocina y éste es un componente esencial; en un embrión en desarrollo, todos
los pasos del desarrollo deben seguir una secuencia apropiada y tener una
sincronía apropiada […] el resultado de la secuencia dependerá del orden de los
pasos, de manera que, si la secuencia tiene un orden equivocado o si alguno de
sus pasos se omite, el resultado cambiará y tal vez sea desastroso […]
Análogamente, el embrión debe sobre todo conocer el orden de los pasos en el
caso de la epigénesis. Además de las instrucciones del ADN, debe poseer las
instrucciones sobre el orden en que deberán darse los pasos de su desarrollo.
Necesita conocer el algoritmo de su desarrollo. Aquí hay un
tipo de información que es diferente de la de los axiomas o de las operaciones
desarrolladas en cada línea. En una computación está oculto entre líneas el
orden de los pasos. (Bateson y Bateson, 1994, 159)
Bateson andaba
tras “Los pasos hacia una ecología de la mente”, título de su libro de 1972. De manera semejante, concebimos la actividad mental organizada por
la intervención de ciertas formas, instrucciones o pasos que se autoimpone la
conciencia, formas que pueden describirse en términos algorítmicos. Estos
términos pueden ser válidos para todo tipo de contenido psíquico e, igualmente,
se encuentran sus rastros en el nivel de la actividad bioquímica del cerebro,
en el sentido de Donald Hebb. Aquí atribuimos sus peculiaridades a lo que sin
discusión y centralmente atañe a lo subjetivo. El grado de organización del
“orden de los pasos” del algoritmo, es decir, el vigor o debilidad de la
instrucción “oculta” entre los pasos, y que determina el acierto o el error de
la función, es quizá lo que determina el grado de objetividad o de subjetividad
que pueda atribuirse a los contenidos de conciencia. Pero es sólo una
aventurera hipótesis.
Yendo todavía un poco más allá, atribuimos sus
propiedades a aquello en que lo subjetivo se restringe a la historia personal,
a un individuo que crea, desarrolla y aplica sus propios patrones
algorítmicos, aun cuando estos obren alternativa o simultáneamente con los
conocimientos adquiridos por vía teórica y asistida. Atribuimos autonomía a
la subjetividad que depende de estos patrones neurales, aunque, un importante
flujo de injerencias externas y ajenas a la conciencia arrastre, como un río en
crecida, la mayor parte de los contenidos secundarios, incluido lo superfluo,
parásito u ocioso.
Aislamos lo adquirido de lo creado sólo para provocar
que la subjetividad se muestre como es allí donde se la supone misteriosa e
indescriptible. Distinguimos lo algorítmico de lo innato tanto como lo
algorítmico de lo adquirido, aunque uno y otro puedan influir en el proceso de
creación del mismo algoritmo. Deseamos desentrañar la forma que
rige la actividad mental más íntima, buscando develar “oculto entre líneas el
orden de los pasos”, como afirma Bateson. El orden de los pasos es el secreto
de la construcción y aun de la manifestación de la subjetividad y del yo.
No se debe confundir lo creativo de
la subjetividad con el resto de contenidos psíquicos o lo creado.
A partir del contacto con lo concreto, en la experiencia de vida, se consagra
la “abstracción reflexionante” de Piaget, y ella instaura la posibilidad de
un acto nuevo de aprehensión de la realidad, más amplio, más
rápido, idóneo, con lo que se fortalece la inteligencia. Lo adquirido, en
cambio, no transfigura nada; sólo registra o recrea o memoriza contenidos, a
veces con grandes beneficios, pero carentes de poder heurístico. Existe una
actividad que se realiza con prescindencia de cualquier clase de repetición. El
algoritmo es la contracara de la actividad en que por efecto de cualquier
circunstancia se recrea otra circunstancia.
Que la subjetividad reúna el estrato fundamental de la
historia personal, y que contenga la génesis esencial de la construcción del yo
y de la persona (o de la existencia, según los heideggerianos), sugiere
una conclusión no menos importante que las ya revistadas. Se desprende que la
subjetividad es responsable de la clase de transformaciones que el individuo
experimenta en la vida. Por más poderosa y determinante que resulte la
influencia de los hechos objetivos sobre esa vida, no desarticulará la estructura
básica sobre la cual se erigirá el edificio definitivo de la personalidad
(salvo, quizá, en casos de anomalías graves, patologías o fenómenos
distorsionantes como los de la guerra, las catástrofes o desgracias personales
irreparables). Siempre se dejarán entrever constantes que a duras penas
admitirán modificaciones de fondo en la dinámica del mundo fenoménico. La
esfera que llamamos historia, carente de límites precisos o
fronteras contundentes, perfecta en su completitud, caprichosa en su
temporalidad, está contenida en el entorno y se desparrama más allá de él. El
“torrente del pensamiento” (William James) y el “inconsciente” (Sigmund Freud),
que esconden la esencia de la vida psíquica y el fundamento de la inteligencia
humana, no escapan a esa esfera.
En general, se ha querido, o ha resultado sin querer,
que la vida psíquica fuese concebida bajo la mirada de una “psicología de la
eficiencia” o, en su lugar e independientemente de ella ‒hasta generalizarse la
neurología y la neuropsicología a mediados del siglo pasado‒, de una
“psicología de la conciencia” con su método de introspección o autognosis. La
primera respondería a la inducción, y la segunda a la deducción. Esta última,
en consecuencia, se circunscribiría a lo a priori y extraño a
las ciencias fácticas, entre las que quiso ubicarse la psicología contemporánea, como la de Henri Wallon (Wallon, ob. cit. 59). El radical
rechazo de la introspección por parte de este autor no impide que produzca
algunas reflexiones imposibles de alcanzar prescindiendo de ese método.
Ahora bien, ninguna
de estas características satisface por sí sola la enorme obra de reunión que
demanda la historia. Si la psicología da con su objeto al escapar de un
torrente incontrolable, la historia junta todos los objetos, intenta embalsar
el mismo torrente pues sabe que en él está la verdad. Si para la psicología el
conjunto puede resultar un estorbo, aquello que justamente no le deja ver lo
particular, para la historia lo particular es la semilla de la discordia, el
“árbol que no deja ver el bosque”. Aparecen reglas que tienen algo de lógica
de cuantores: en psicología prevalece la eliminación de generalizadores; en
la historia, la introducción de generalizadores. Se tiene que dar con casos
absolutamente cualesquiera, o un caso absolutamente cualquiera que elimine todo
rastro particular (Garrido, 1979, 132).
Entre quienes percibieron este fenómeno se encuentra
el norteamericano Paul Fussell, profesor de literatura inglesa y soldado de la
Primera Guerra Mundial. Su punto de vista sobre cómo debía interpretarse el
horror de la guerra ‒estuvo en Ardenas, donde fue herido en un muslo‒ lo
convirtió en un historiador diferente. La historia de semejante barbarie pedía
otra forma de descripción; era demasiado aterradora, caótica y arbitraria para
que pudiera ser captada de forma directa.
NUEVAS EXPRESIONES DE LA
SUBJETIVIDAD
La imagen indeleble que Paul Fussell nos dejó en la forma de
entender la guerra era que el lenguaje da forma a lo que él llamó ‘la memoria
moderna’. Esta expresión resulta seductora en su simplicidad, pero a la vez
tiene una sutileza esencial y matizada. Con ella, Fussell quería decir que, a
través de sus escritos sobre la guerra, los veteranos de la Primera Guerra
Mundial nos dejaron un marco narrativo que muchas veces se nos pasa por alto.
Hacía estas distinciones apoyándose en los hallazgos académicos del crítico
literario canadiense Northrop Fry: en vez de ver la guerra como un relato
épico, a la manera de Homero, donde Aquiles, el héroe, tenía más libertad de
acción que nosotros, y también en vez de ver la guerra a la manera realista,
como Stendhal en La cartuja de Palma o Tolstói en Guerra
y paz, novelas en las que Fabrizio o Pierre sufren la misma confusión y
ejercen la misma libertad de acción que nosotros, los lectores, los escritores
de la Gran Guerra hicieron otra cosa: nos hablaron de la naturaleza irónica de
la guerra, de que siempre es peor de lo que imaginamos que va a ser, de cómo
atrapa al soldado ‒que ya no es un héroe‒ en un campo de fuerzas lleno de
violencia desatada, un lugar donde su libertad de acción es menor que la
nuestra, donde la muerte es arbitraria y está en todas partes. Lo que sucedió
entre 1914 y 1918, nos dice Fussell, volvió a suceder en otras guerras
posteriores, cuyos narradores se apoyaron en los dolorosos logros de los
soldados escritores de la Gran Guerra. (Jay Winter, “Introducción”
a Fussell, 2016)
Es así que los historiadores han descifrado la
relación perturbadora que acarrea la aislación del objeto. En vez de esto, se
han arriesgado a aplicar un método muy psicológico, que aparece en una reciente
obra del historiador británico Robert Gildea. Permitiendo que el torrente se
exprese, un puñado de historiadores de la Resistencia francesa en la Segunda
Guerra Mundial logra el cuadro general según el detalle de cada una de las
perspectivas individuales. El cuadro es apreciado a través de un trabajo de compilación
que complementa la información de los archivos documentales. Después de todo,
los testimonios, como los archivos, son fuentes sujetas a los mismos parpadeos
de la subjetividad. Se opta por entrevistar a los antiguos miembros de las
organizaciones de la Resistencia. Si bien los nuevos historiadores no cuentan
con el respaldo de los directores de investigación, por considerar éstos sin
valor las entrevistas y los testimonios orales y escritos, la práctica se
generaliza fuera del ámbito académico, hasta que, después de un tiempo, vuelve
a ser aceptada por todos, y se vuelve corriente en la segunda mitad del siglo
XX (Gildea, 2017, Introducción).
El género biográfico también queda comprendido en este
giro, aunque quizá sea más dependiente de los testigos directos y comprometidos
subjetivamente con los hechos investigados. Aparece una estrategia heterodoxa
en un libro de Richard Holmes: la “posibilidad de error es constante en
cualquier biografía, y sospecho que es uno de los elementos que confieren al
género su peculiar tensión psicológica. No pienso en simples errores de
documentación; ni mucho menos en el sesgo intencionado de un relato. Quiero decir
que el lector puede apreciar desde fuera que surge una relación franca entre
biógrafo y biografiado, y cuanto más profunda se vuelve ésta, más críticos son
los momentos ‒o espacios‒ donde los malentendidos o la malinterpretación se
hacen evidentes” (Holmes, 2016, 218).
Fuere reunión de un conjunto de visiones individuales,
o comunión de biógrafo y biografiado, la historia deja de ser la cadena de
hechos localizable más allá del presente, en una dimensión intangible que puede
cobrar vida en cualquier momento o salirse de los límites de la memoria para
siempre. El historiador aprende “que el pasado no está sencillamente ‘ahí
fuera’, como una historia objetiva que se puede investigar u olvidar según
apetezca; sino que vive con gran intensidad en todos nosotros, en nuestro interior,
y que constantemente hay que darle expresión e interpretación” (Holmes, ob. cit., 260).
La subjetividad parece tomar el puesto que había
ocupado la objetividad tan apreciada, pero difícilmente controlable. En la
actividad humana la subjetividad ocupa un lugar solitario; está afectada por la
mirada parcial, el punto de vista limitado a las impresiones aleatorias
carentes del filtro que sólo puede interponer la sociedad, la ciencia o ciertas
unanimidades. Pero se expresa acompañada del aporte de todas sus
manifestaciones individuales: es la configuración típica del arte y de la
literatura. Es también el resorte que dinamiza algunas instituciones sociales,
como la familia. Su verdadera definición no puede ser encarada de una manera
objetiva, y hasta las historias basadas en personajes famosos y las biografías
tienen que recurrir al marco esclarecedor de este contexto, en cada caso
imposible de comprender sólo a través de una narración lineal de los hechos o
de una interpretación objetivante de época y lugares.
No es sino la resultante de una multifacética
convergencia de subjetividades, a veces contradictoria, cuya puesta en un orden
comprensible pone a prueba a los biógrafos más experimentados. Las motivaciones
solapadas, pasiones escondidas, semilleros de afectos y pulsiones que deciden
los destinos, a veces con gran influencia sobre la definitiva realidad de los
acontecimientos y conductas, frecuentemente escapan a todo esfuerzo de
objetividad. Hasta se podría decir que, a estos efectos, la objetividad no nos presta
ayuda.
La mente necesita reunión, y el resultado de esta
reunión es la realidad; una realidad siempre para la mente, un conjunto. “Un
conjunto necesita de la mente que lo considere: sólo es uno en la mente. Y de
igual modo, la falta de conjunto no aparece más que en la mente. El ‘conjunto’
y la ‘falta de conjunto’ se dan ambos a partir de elementos subjetivos”. De
modo que “Hay: fragmentos móviles, cambiantes: la realidad objetiva; un
conjunto acabado: la apariencia, la subjetividad”
(Bataille, 2017, 43).
Hemos sugerido en forma más o menos sintética en dónde
puede explorarse si se desea encontrar el indudable rastro objetivo de la
subjetividad. Hemos hecho a un lado algunos grandes sistemas, el empirismo, el
racionalismo, el idealismo, el materialismo, por resultar obvios desde nuestro
punto de vista, ya que defienden a ultranza la objetividad o la subjetividad o
se adornan con términos intermedios en una combinación que nos parece la menos
convincente de las posiciones. Sin embargo, algunas de las principales teorías,
cuyos fundadores hemos citado más arriba, dan entrada al tema de una realidad
subyacente a la conciencia. Quizá sirva de justificación respecto al papel de
la experiencia, relacionada con el pasado vivido, con las sensaciones o con los
márgenes borrosos de la actividad psíquica que suministran un sentido a toda la
“corriente del pensamiento”.
Esa realidad ya no sería solamente realidad en bruto,
realidad de los hechos y de la actividad de los sujetos involucrados en ellos.
Sería, más bien, esa misma realidad transformada en capacidad específica de la
inteligencia, con rasgos particulares diferentes a lo objetivo puro y a lo
subjetivo puro. Las condiciones operativas de esta realidad de base parecen
independientes de la elaboración libre, de la fantasía y de las ilusiones tanto
como de la objetividad sujeta a experimentación o a verificación, propias del
conocimiento objetivo. Es otra clase de fenómeno psíquico.
EL NÚCLEO DEL PROBLEMA
Ahora bien, ¿cómo aislar este fenómeno para identificarlo en la
vastedad del pensamiento? ¿Cómo reconocer un fragmento de este contenido de
conciencia o forma psíquica? ¿Es suficiente apelar al algoritmo? Quienes están
bien cerca de este problema ‒quizá insoluble‒, los psicólogos, son los
investigadores que presienten con mayor intensidad la importancia que
revestiría resolverlo. Existen innumerables influjos conscientes e
inconscientes que provienen de la experiencia de vida, de las características
físicas, sociales, genéticas, ambientales, culturales, es decir, del mundo
real, que esconden causas y diversidad de motivos influyentes en las
enfermedades mentales. Y son quienes han hecho los mayores esfuerzos y
conseguido las más influyentes observaciones, sugerencias y descubrimientos. Su
importancia va más allá de toda aplicación práctica. William James, entre
ellos, parece exhalar una bocanada de sinceramiento y honestidad cuando adopta
la primera persona para explicar el yo: “en qué consiste la sensación de este
yo central activo ‒todavía no necesariamente qué es el yo
activo, como un ser o principio, sino qué sentimos cuando nos
damos cuenta de su existencia”, afirma, y agrega:
Primero
que nada, sé que en mi pensamiento hay un constante juego de apoyos y
tropiezos, de frenos y liberaciones, de tendencias que corren con el deseo y de
tendencias que van en sentido contrario. Entre las cuestiones en que pienso,
algunas están alineadas del lado de los intereses del pensamiento, en tanto que
otras desempeñan un papel hostil. Las incongruencias y coincidencias mutuas,
los reforzamientos y obstrucciones que prevalecen entre estas cuestiones
objetivas, reverberan hacia atrás y producen lo que parecen ser reacciones
incesantes de mi espontaneidad hacia ellas, recibiendo con gusto y oponiéndose,
apropiándose o negando, luchando en favor y en contra, diciendo sí y no. Esta
palpitante vida interior es, en mí, ese núcleo central que acabo de tratar de
describir en términos que todos los hombres puedan usar. Pero cuando me aparto
de estas descripciones generales y me enfrento con particularidades,
acercándome lo más posible a los hechos, me resulta difícil percibir en
la actividad un elemento que sea totalmente espiritual. En todos los casos en
que mi mirada introspectiva logra volverse con rapidez suficiente para atrapar
en el acto una de estas manifestaciones de espontaneidad, lo único que puede
sentir distintivamente es algún proceso corporal, que en su mayor parte tiene
lugar en la cabeza. (James, ob. cit., 239)
Esto es todo lo que se puede decir y todo lo que se
puede aislar de este fenómeno vicisitudinario. No es posible extraer de la
conciencia esta clase de actividad psíquica para observarla al microscopio.
Pero es claro que todo lo que podemos aquí es reiterar lo dicho más arriba: “El
fenómeno psíquico que intentamos describir no es una conexión entre dos cosas.
Es, en cambio, un solo acto que, a diferencia de los demás actos, no tiene
principio, desarrollo y final, como todos los actos. Es una mutación fulminante
e inopinada que se produce toda vez que la mente lo
necesita, de una sola vez y sin espacios ni tiempos
determinados ni mensurables. Esta clase de realidad alcanza toda la conciencia
y se disemina en lo mental, consciente o no. Existe un tipo de acto
fenoménico que asocia ciertas experiencias de vida con la
inexperiencia, esto es, con los estados sin resolver, con los dilemas, dudas,
situaciones límite, vacilaciones, en fin, problemas o, en todo caso,
experiencias conflictivas.”
Cada persona puede encontrar en su vida presente o
pasada un ejemplo de este tipo de actividad mental, no exactamente objetiva ni
subjetiva. Cada conciencia sabe diferenciar cualquier acto de conocimiento
aprendido o guiado, mecánico o elaborado, de un acto de esta clase por el cual
lo adverso en aquello a conocer cede, ante una especie de espontaneidad
alambicada, no simple, no bruta. En esto se reitera el problema de las mezclas,
de si la dimensión psíquica que estamos analizando, que promovería tanto la subjetividad
como la objetividad, es un recocido de razón e intuición, de deducción e
inducción, de juicio y sentimiento. Pero no es nada de esto, como ya se
sospechará. Es otra cosa, producto no de acumulaciones, no de ordenamientos en
el tiempo ni en el espacio sino, sencillamente, seriaciones discontinuas que
acompañan a los fenómenos psíquicos y a todo acto de
pensamiento.
No existe ninguna ficción, ninguna fantasía que no se
apoye en realidades de alguna especie, aunque las experiencias a las que se
asocien no sean inmediatas. Ninguna ilusión carece por completo de alguna
correspondencia con la realidad. No hay apariencia sin algún rasgo de semejanza
con aquello que enmascara. Y, en el sentido inverso, se sabe que la realidad
puede resultar tan o más fantástica que los productos de la imaginación. Esto
no quiere decir que no haya diferencia entre la objetividad y la subjetividad
(enseguida la estableceremos con precisión); tal suposición sería absurda. Son
diferentes, pero, tienen el tronco común de la experiencia, tronco que origina,
sostiene y desarrolla la inteligencia. Es oportuno remarcar esta evidencia
desde que es tradicional la separación tajante entre estas dos facultades o
dimensiones de la conciencia, separación que ha dado lugar a radicalizaciones
filosóficas e ideológicas y a estilos de vida y sistemas de creencias.
La conciencia representa un campo inapropiado para el
examen y la investigación, como reconocen todos los entendidos. El investigador
y la cosa investigada componen una unidad inseparable. Los criterios de
demarcación de la ciencia han aplicado todo su rigor en prevenir ante el
peligro de confusión y error que representa semejante coincidencia. El
resultado de cualquier análisis por fuerza ha de caer en la falsedad debido a
dos aspectos que conciernen irremediablemente a lo subjetivo: la imposibilidad
de la demostración experimental y el riesgo de la apreciación individual y
solitaria recogida en un campo de experiencia abstracto e imposible de
compartir con otros experimentadores. Pero tal advertencia debe someterse a
revisión, porque toda ciencia contiene imaginación y toda imaginación contiene
ciencia.
El punto crucial de esta propiedad que comparten las
dos modalidades de la inteligencia se ubica en una sola cuestión: ambas
manejan sólo relaciones. La ciencia no se refiere a las cosas ni a los
procesos de las cosas sino a las relaciones que nos obligan a concebir cosas y
procesos. De la misma manera, los sueños, las fantasías e ilusiones, la
apariencia que hacemos que resulte de todo aquello que nos llega de los
sentidos corporales, impelidos por deseos e intereses o sencillamente por
nuestra incapacidad para colegir la verdad de la sensación inmediata, se
consagran a partir de correspondencias, analogías, asociaciones que
establecemos a partir de lo ya vivido o de lo ya pensado. De esta manera, no
hay fantasía que no surja de alguna relación con otra fantasía o que sea
totalmente extraña a la misma realidad.
Por otra parte, no conocemos ningún concepto de
ninguna ciencia que no contenga otro concepto en su explicación, en el
predicado de la oración que lo define, asunto que atañe al carácter analítico
de toda ciencia apofántica (la excepción es la ciencia axiomática que,
excepcionalmente, no se ocupa de la realidad). Y el segundo concepto envuelve a
su vez un tercer concepto, y así sucesivamente. Tampoco tenemos sueños
independientes de los sistemas de ensoñaciones, que son conjuntos de relaciones
en órdenes determinados (o rompimiento de toda clase de relaciones y órdenes),
ni tenemos fantasías ajenas a ciertos mundos de fantasía, asunto que atañe a la
propiedad sintética de las proposiciones mediante las cuales nos referimos a
tales fantasías y las describimos. De modo que no define la subjetividad y la
objetividad la atribución de exterioridad o interioridad respecto al yo o a la
mente sino la clase de relaciones que las caracteriza.
La persona que tiene la mayor aspiración, la más
preciada y codiciada, aquella en que deposita sus mayores esperanzas en el
correr de su vida, esa persona tiene que apelar a la fantasía. Nos referimos a
una especie única de fantasía, revelada y sagrada, idolatrada: la aspiración
de llegar a Dios. Esta aspiración es, para el creyente y para el
incrédulo, una fantasía, aunque la palabra tenga connotaciones
negativas para el primero. Porque éste no necesita realidades para
experimentarla y apropiarla: le es suficiente la fe. Le alcanza con la ilusión
y no necesita de revelaciones objetivas. La suya es eminentemente subjetiva. Y,
de esto, ¿puede suponerse que es menos real? Su más fundamental y trascendente
realidad es, en el sentido trascendente de la palabra, fantástica.
Así, pues, el psiquismo que se corresponde no es una
conexión entre dos cosas, una objetiva que él mismo representa, su cuerpo y sus
acciones, y otra subjetiva que consiste en su creencia. Es otra y única cosa.
Su realidad es una realidad vicisitudinaria: depende de su vida, de
la experiencia buena o mala, de sus orígenes, de su situación material y
espiritual, del talento, de la suerte. Y obedece a lo que ha
hecho con todo eso, a las relaciones que ha establecido entre todo
eso. Responde al cómo, es decir, a relaciones. No importa si se
establecen entre cosas y hechos importantes o baladíes, reconocibles o
desconocidos, perceptibles o no, necesarios o contingentes, posibles o
imposibles. La vida mental depende de las relaciones, porque se puede vivir en
un mundo de fantasía de la misma manera que en el mundo real. En éste las
relaciones responden a las leyes de la física; en aquél a las leyes que
promulga la conciencia. La objetividad se inclina sobre las primeras; la
subjetividad sobre las segundas.
Todo aquello que enfrentamos en la vida, y que puede
invocarse mediante un nombre es, dentro de ciertos límites de la evolución
constreñidos a la dimensión humana, más o menos lo mismo, se trate de un
individuo, de varios o de la humanidad entera. La voluntad interviene poco en
las circunstancias y las modifica sólo aplicándose denodadamente.
La intervención respecto a estas circunstancias, que constituyen nuestro ser y
su destino, se da por la mediación de relaciones. La necesidad de
alimentación, por ejemplo, creará circunstancias tales que determinarán el
trabajo, la actividad para lograr el sustento, etcétera. Esto corre por cuenta
del mundo. Pero qué se hace con el trabajo, cómo se
encara el empleo, cuánta dedicación o esfuerzo demandará de la
persona, y otras relaciones relativas al cuándo y al con, a
modos, por ejemplo, los del bien y mal, como los de mejor y peor,
incluso relativas al sí y al no, corren por cuenta
de la conciencia y son la especialidad de la actividad vicisitudinaria.
El concepto relaciones merece una
importante precisión que quizá se haya sospechado ya. Hablar de relaciones
supone hablar de vínculos determinados, rígidos o flexibles, entre cosas o
hechos, entidades, entre todo lo que encontramos en el mundo y en nosotros.
Pero no es esta la clase de relaciones de que hablamos aquí. Nos referimos a
las relaciones que se establecen no porque se puedan encontrar entre un ser
humano y el mundo en un momento dado. Poco podemos hacer a este respecto y casi
queda fuera de la conciencia intencional.
No establecemos relaciones entre nosotros y el mundo sino
entre nuestra historia y el mundo. La historia de que aquí hablamos
es todo el ser puesto en presente, como sugería Aron Gurwitsch.
Recordemos sus palabras: “todo acto presente de la conciencia se encuentra por
completo afectado por alguna reminiscencia o retención por lo menos de los
actos que preceden de inmediato al acto en cuestión y también por cierta
expectativa ‒sea lo vaga que se quiera‒ de que otros actos seguirán al del
momento presente” (se considera aquí una historia sin tiempo, es decir, sin
curso o continuidad, pero con dimensión de algún tipo). Las relaciones entre
nosotros y el mundo corresponden a la visión objetiva y descriptiva de la
realidad y dependen siempre del lugar y el momento. En cambio, las relaciones
entre nuestra historia personal (historia vicisitudinaria) y el mundo
corresponden a la subjetividad y se establecen por la obra indeterminada de la
experiencia y la intelección reunidas, sin dependencias espaciotemporales.
Parafraseando el principio de José Ortega y Gasset
referido al entorno del hombre, “yo soy yo y mi circunstancia” (Ortega y Gasset, ob. cit., 25), podemos asentar el
principio “yo soy yo y mis relaciones”. Mientras que el primero contempla el
mundo de las cosas[15], el segundo atiende el mundo de los
fenómenos. Ya hay algo de esto en el mismo pensamiento de Ortega. Por lo que
uno y otro no suponen la misma clase de relaciones. Puede admitirse que “el
hombre y sus relaciones” esté implicado en “el hombre y su circunstancia” si
hablamos del hombre como ser en el espacio y el tiempo. Pero no se puede
admitir si hablamos del hombre como ser vicisitudinario, porque este hombre
establece relaciones con el mundo independientes del espacio y el tiempo
circunstanciales, de su historia serial y continua. Se trata de relaciones
inherentes a todos los tiempos y a todos los espacios que se corresponden con
la vida y, aun, con una síntesis mental recuperada de ellos, eminentemente
funcional, que resulta la más humana de las facultades de la especie.
RECAPITULACIÓN
1) El cerebro crea patrones neurales a
partir de ciertas “cristalizaciones de conducta mental” que surgen lentamente
en el correr de la vida. Obran de manera dinámica, comprometidas tan
directamente con el desarrollo y la adaptación de la inteligencia, que sugieren
la figura de algoritmos electroquímicos que adaptan el orden de su función de
acuerdo a los requerimientos de la situación.
2) Estas formas o algoritmos fulgurantes se
activan espontáneamente al volverse adversas las condiciones de la cognición.
3) En todo acto de conciencia existe una
vertiente subjetiva y otra objetiva. La primera es propia de la ilusión, la
fantasía, las creencias (conocimiento interior). La segunda corresponde a la
vertiente de información sensible y a la ciencia experimental (conocimiento
exterior).
4) Lo subjetivo abarca todo el orbe de la
conciencia, en tanto se corresponde con las relaciones que se establecen entre
el mundo y toda la vida psíquica de la historia personal. Lo
objetivo, en cambio, se corresponde con relaciones que se establecen entre la
conciencia y las circunstancias o historia de cada momento y lugar[16].
Lo característico de nuestro destino occidental
‒afirma Eugenio Trías‒ consiste, al decir de Hölderlin, en que hemos aprendido
a ‘captarnos a nosotros mismos’, y en que esa formación de
la subjetividad constituye nuestro patrimonio. Dominamos el
mundo desde la subjetividad, pero, en compensación, somos incapaces de ‘captar
algo’, es decir, de abrirnos a la comprensión de aquello que proviene de fuera de
la subjetividad, de aquellos mensajes, signos, señales o portentos que proceden
del ‘fuego del cielo’ y que no pueden ser anticipados, previstos ni programados
por nuestro dominio subjetivo del mundo. (Trías, 2015,
48-49)[17]
Eugenio Trías quiere resaltar la diferencia con
Oriente y, a renglón seguido, escribe:
Por
el contrario, los antiguos, los orientales, y los mismos griegos, que procedían
de Oriente, estaban sobre todo familiarizados con esos signos procedentes del
‘fuego del cielo’, mientras que su debilidad radicaba en que no habían
aprendido aún a ‘captarse a sí mismos’. Estaban abiertos a la comprensión de
aquello que procedía del ‘fuego del cielo’, en forma de inspiración o profecía,
o de determinación legal proveniente del círculo de lo divino, pero no eran
capaces de dominar, desde la subjetividad, esa abundancia de dispensaciones y
gracias.
Prefiere llamar subjetividad al
viejo logos de los griegos. Éstos, que venían del Oriente, la
tierra de donde surge el sol y “de donde provienen los dones y las gracias del
‘fuego del cielo’”, aprendieron a dominar esa inspiración “del círculo
celestial” por medio de la ley y de la disciplina subjetiva. Introdujeron
esa disciplina en forma de téjne (metro, número, armonía), que
les permitió prescindir de la determinación divina para orientarse (Trías, ob. cit., 51).
Se trata, pues ‒afirma Trías‒, de traspasar ese límite
o umbral que constituye el gran legado clásico de Grecia. Eso significa
retroceder, más allá del límite que establece el logos filosófico
griego y el arte clásico, hacia formas de pensar, de producir y de decir que
son patrimonio exclusivo de los pueblos orientales.”
(Trías, Ib., 53)
Como se comprueba, Trías entiende la subjetividad como
el ámbito total del pensamiento, sin segregarlo de su acostumbrado opuesto, es
decir, la objetividad. Aquello de donde proviene el sentimiento religioso es
el afuera, inaccesible a primera vista. Existe, afirma Trías, un
“cerco hermético que constituye lo sagrado”. La revelación de ese cerco
hermético, “cobijo de lo sagrado”, requiere una “prueba fenomenológica y
fáctica” o “develamiento que no es sino revelación simbólica” (Trías, ib., 26). “Yo pienso”, concluye, “que toda
mitología es ya, de suyo, revelación”. Pues bien, los griegos,
poniendo en marcha la subjetividad occidental, que circunda la
mente y el espíritu del hombre posmoderno, explicaron ese arcano mediante un
“primer principio (arjé prôta) que gobierna la naturaleza”, liberándose
de su original amarre y trazando “el complejo pasaje que conduce del Mito
al Logos” (Trías, ib., 53).
¿Debe pensarse, en consecuencia, que la subjetividad
comprende toda la vida mental? ¿O hay grados que aproximan o alejan esa vida de
la experiencia, determinando los de subjetividad y objetividad dominantes en
tanto polos extremos y opuestos? Es posible preguntarse, también, si sólo
existen esos polos, claramente diferenciados, como suele establecer la ciencia
para evitar ambigüedades, salvar errores o para no obligarse a andar en la
oscuridad, ya que serían zonas extrañas a la razón tanto como al espíritu, la
moral, los valores, la religión, el arte. Cualquiera sea la respuesta que se
dé, en todos los casos resultará un elemento común determinado por la
experiencia. Hasta las categorías de espacio y tiempo surgirían, en el caso en
que pudieran suponerse a priori tal como las concibió Kant,
porque la experiencia nos obliga a hacer surgir en nuestra conciencia una
condición sin la cual no podríamos aprehender el mundo y su realidad.
Sólo se puede aceptar esta concepción de la vida
mental, en la que no hay separaciones cortantes entre formas veraces y
ficticias, objetivas y subjetivas, si se la entiende como relación dinámica
entre la realidad y la historia mental. Esta historia no es sólo la
historia del individuo sino la historia del yo íntimo, con el
agregado de lo que el yo elabora y conserva como saber e inteligencia, surgido
del drama de vivir, del padecimiento, de las tensiones ocasionadas en el afán
por la resolver problemas, así como del sufrimiento y del gozo, de las emociones,
pasiones y pulsiones que dejan su rastro en el sistema mental.
La historia mental es la historia de la vida mental o serie
de pasos, válida por el orden de la serialidad, convertida
en un nuevo orden vuelto facultad o inteligencia. No es la historia del
sujeto ni su biografía ni etopeya, memoria o historia lineal ni descripción
interior. Es una auto creación que funciona como dispositivo o mecanismo de
engranaje bio-lógico.
La subjetividad obra en Oriente como en Occidente al
pulso de toda la historia mental. Por la experiencia, y no por el grado de
realidad o ilusión, se diversifica en historia episódica o en historia
algorítmica. Puede encontrarse la personalidad en la primera, pero el yo sólo
se encontrará en la segunda. Se distinguirán diversas etapas, manifestaciones
diversas y hasta contradictorias en la personalidad, cambios, aspectos buenos y
malos, superación y retroceso, moralidad. En el yo se encontrarán los elementos
dinámicos de desempeño, la manera de relacionarse funcionalmente con el mundo,
el ajuste entre la realidad y la ilusión. Considerar el yo como
entelequia, por lo tanto, es ignorar esa distinción.
Existe un grado profundo de la vida mental, que Trías
llama “noche de la subjetividad” (Trías, 1991, 254),
expresión con la cual se refiere a Hegel, en el que se define el orden de
los pasos que se pueden dar; no los que suelen ni
los que deben darse. Se resuelve en ese punto, límite de
las jurisdicciones de la experiencia y de la historia mental[18], el paso que conviene que siga al que se
ha dado. Se decide el orden que guardarán los pasos en una serie ya no
dispuesta en el tiempo sino en un orden de prioridades pragmáticas, entendiendo
aquí prioridad en el sentido de lo más adecuado para resolver
problemas y no en lo que tiene que ver con el sitio que algo ocupa en una
serie. Ya no importa si la coincidencia entre el cálculo y la realidad
previsible es poca o mucha, tal es la prioridad del orden pragmático. Por
encima de todos los momentos importa la construcción de la conjetura, la
disposición del proyecto, el orden de los pasos.
El límite, pues, está en la subjetividad, y configura
la forma de operar y el camino a seguir. El pecado de desmesura (hybris) consiste
en remitir este límite al orden de la sucesión, a la historia, al fenómeno en
tanto representación o, como gusta decir Trías, al logos o
“pensar-decir”. Se va directamente a la cadena de sucesos, a la ordenación
lineal, rememoración y reconstrucción mediante procedimientos reconstructivos
que en última instancia bregan más por la reinstalación de experiencias ya
vividas que por la producción creativa de experiencias nuevas, igualmente
fértiles o, incluso, mejores.
La interposición del logos, cuyo
desarrollo ha sido la característica fundamental de Occidente, de tan relevante
desempeño en la evolución de la inteligencia humana, sin embargo, desfiguraría
la captación del perfil mental, así como los rasgos principales de la historia
personal, del saber, de los rasgos psicológicos y de las predilecciones del
sujeto. Pero, sobre todo, obstaculizaría una toma de conciencia única,
relacionada con un más allá del logos: lo que Trías llama “cerco hermético” o
“cerrado” (Trías, 1991, 416),
misteriosa X, cosa en sí kantiana, enigma ancestral,
inexplicable poiesis. Considerado el límite como el torreón desde
donde podemos divisar el ancho del horizonte, como el punto desde el cual mirar
es más que ver, más que comprobar, es decir, desde donde podemos interpretar y
comprender, entonces, el límite está allí donde se juntan la
historia-experiencia secreta, productora, y el hacer, ser o captar, que es, en
verdad, como dice Trías, captar “lo que viene de afuera de nosotros”.
Con estas reflexiones se vuelve a las hipótesis
relativas al “pensamiento salvaje” de Claude Levi-Strauss, anota Trías.
Levi-Strauss se pregunta “si no nos hallamos en presencia de una forma de
pensamiento universal y permanente que, lejos de caracterizar a ciertas
civilizaciones, o a pretendidos estadios arcaicos o semi-arcaicos de la
evolución del espíritu, más bien se trataría de una función de una cierta
situación del espíritu en presencia de las cosas que debería aparecer cada vez
que esa situación tuviera lugar” ‒transcrito por Trías, ob.
cit., 506), cita que parece proceder de Le cru et le cuit (Mitologiques,
I), de 1966. El pensamiento salvaje “no es, para nosotros, el
pensamiento de los salvajes, ni el de una humanidad primitiva o arcaica, sino
el pensamiento en estado salvaje, distinto del pensamiento cultivado o
domesticado con vistas a obtener un rendimiento” (Levi-Strauss, 1970, 317).
La reflexión de Trías y su cita de Levi-Strauss se
suman al fino urdido de opiniones ya expuestas. Por si fuera poco, el
antropólogo del estructuralismo agrega: “Esos tipos de nociones intervienen, un
poco como símbolos algebraicos, para representar un valor indeterminado de
significación, vacía en ella misma de sentido y susceptible de recibir
cualquier sentido, cuya única función es colmar una escisión entre el
significante y el significado, o más exactamente, señalar el hecho de que en
tal circunstancia, en tal ocasión o en tal de sus manifestaciones se establece
una inadecuación entre significante y significado en perjuicio de la relación
complementaria anterior.” (Transcrito por Trías, 1991,
506-507).
Pero sería ocioso seguir invocando autores que se ha
referido, por una razón u otra, en un contexto similar o diferente, a esta
particularidad de la vida mental que, como se desprende de lo ya visto, no
puede atribuirse sin reparos a lo que comúnmente se entiende por subjetividad u
objetividad. Si bien es algo semejante a un producto de la psicología profunda,
a un reflejo de la conciencia superficial o a un resorte espontáneo de la
atención, de todos, modos, forma parte de una habilidad fundamental, que puede
acompañarse de todo el trabajo de “domesticación” del conocimiento,
característico del logos.
PRIMERA TESIS
Parte 2
LA RELATIVIDAD DE LA PSIQUIS
La ciencia, acaso, ¿no viene flexibilizando sus
rigores en los últimos tiempos? ¿No modifica sabiamente su concepto de verdad,
no cuestiona sus principios más caros con filosófica inquisición? Y, aunque
Heidegger haya previsto que “no hay ningún resultado de una ciencia que pueda
encontrar jamás una aplicación inmediata en la filosofía”
(Heidegger, 2017, 51), la filosofía ¿no se conmueve profundamente con la
ciencia pos-relativista, aunque no pueda aplicar ninguno de sus resultados? Sin
querer aunar conceptos diferentes, auténticos sólo en sus respectivos planos,
hay casos en que ciencia y filosofía se aproximan bastante. Un ejemplo es
Einstein y Ortega y Gasset.
Igualmente, pueden encontrarse discursos en los que
ciencia y filosofía se entrecruzan entrañablemente, como en Popper. En otros
autores la filosofía de la ciencia se confunde con la filosofía a secas, como
en Koyré y Kuhn. Hay, asimismo, ejemplos en los que niveles de reflexión
extremadamente abstractos se mueven en un acercamiento asintótico con los de la
ciencia concreta. Así es posible comprobar en teólogos como Teilhard de Chardin
o Rudolf Bultmann. Hay quienes atribuyen gran importancia a la inferencia no
deductiva, y descubren la intromisión permanente de los razonamientos probables
y retroductivos en las conclusiones, así como algoritmos basados en lógicas
divergentes y borrosas, como Charles Sanders Peirce, Bertrand Russell, Bart
Kosko o Carlos Vaz Ferreira. Y hay una corriente de pensamiento, que nace a
fines del siglo XVIII, y aún hoy palpita con fuerza, cuya vista mira fijamente
hacia el oriente, al mito y al símbolo, y que responsabiliza al logos por
los males de Occidente, como se encuentra en Schelling, Schopenhauer y
Nietzsche, y más recientemente en Heidegger, y hoy mismo en Eugenio Trías.
¿Estamos ante signos que anuncian la aparición de una
nueva ciencia? ¿Se funden en una sola fragua la intuición y la razón, el
sentido común y el método experimental, el mito y el logos, como se
funden en Emilio Oribe? “La gran tentación del hombre es la objetividad”
(Oribe, 1945, 47). Todos esos modos surgen porque se sospecha de los sentidos y
se desea escapar de la inestabilidad de la conciencia, de muchas zonas de
inseguridad del pensamiento vulnerado por la falta de coordenadas de apoyo y
orientación. Su potencia es igualmente grande en el sentido del acierto como en
el del error, ello acarrea bastante desgracia y por todos los medios el hombre
busca firmes amarras de donde sujetarse y mojones de delimitación bien
definidos. En el centro del problema está el saber manejarse entre la
subjetividad y la objetividad, y, entre estos dos resultados que la experiencia
de vida ha derramado en la vida mental, surge una suave preponderancia del yo
interior, precisamente, ese factótum que decide invisiblemente hacia dónde se
dirige la humanidad.
Pero nada indica un decaimiento de la ciencia. Por el
contrario, se ha fortalecido asombrosamente de la mano de la tecnología. Aquí
también hay un par de asuntos, a veces tomados como opuestos, a veces como
completamente unidos por un solo propósito. ¿Se debe a la ciencia el
extraordinario desarrollo de la tecnología, en todos los campos disciplinarios?
¿O es la tecnología la que dispara el formidable desarrollo teórico de la
ciencia? Si abordamos la respuesta desde el punto de vista de ese solo o único
propósito, no interesa qué es lo que está primero. De una manera semejante, no
interesa demasiado saber si en el desarrollo de la inteligencia humana está
primero lo objetivo o lo subjetivo. A todas luces, también procuran un mismo
propósito cuando la conciencia trabaja civilizadamente en favor del bienestar
de las personas.
La subjetividad trabaja en un sentido que se parece al
sentido de la ciencia teórica. Ésta trabaja con ideas, conceptos, modelos,
teorías, pero también apela a toda clase de hipótesis, probabilidades,
supuestos, principios, nociones a veces vagas, aproximaciones a lo directamente
observacional. La subjetividad lo hace en base a relaciones mentales o
fenómenos psíquicos del tipo de los sentimientos. La teoría pura responde a
veces a la actividad mental que Franz Brentano, como hemos visto más arriba,
clasifica entre las emociones (confrontadas con los juicios), es decir, con
aquellos contenidos psíquicos susceptibles de ser aceptados o rechazados
espontáneamente, como ocurre con los sentimientos de amor y odio.
No resulta otra cosa de los famosos paradigmas con que
nos ha ilustrado Thomas S. Kuhn. La objetividad, en cambio, lleva a cabo su
función relacionada con lo empírico como lo hace el trabajo de la ciencia
experimental, de laboratorio y de trabajo de campo. Lo objetivo es lo que está
“afuera”, independientemente de la mente humana. Objetiva es, de esta manera,
aquella actividad fenoménica que incurre en el juicio, en la afirmación de
convicciones, en toda aquella representación capaz de mantener un lazo indisociable
con la comprobación detectable por los sentidos o por aparatos con los que
cobran mayor potencia y precisión.
Pero ¿cómo fijar los límites? ¿Cómo establecer con
claridad la clase de fenómenos con los que lidiamos, el tipo de actividad
psíquica que emprendemos al encarar cualquier situación de vida? De todo lo que
veníamos presentando, además de la comprobación de que no hay lugar a la idea
clásica de oposición radical entre lo objetivo y lo subjetivo, surge que
cualquier actividad psíquica apela al abanico total de la conciencia,
requiriendo de sus facultades, habilidades y aprendizajes todo aquello de que
puede valerse la inteligencia para enfrentar problemas, incertidumbres,
adversidades y la niebla que envuelve siempre los misterios innumerables del
mundo y del ser del hombre.
Así, la ciencia dura puede resultar subjetiva y el
arte más excelso objetivo. En el saber más refinado y en el más basto
intervienen ambas vertientes de la vida mental. La invención, la creación y la
acción humanas pueden responder a recursos de un orden o de otro que, en
definitiva, se instalan en la inteligencia a partir de una misma fuente
originaria y por un mismo impulso o requisito de superación o de supervivencia.
No hay dos mundos en la objetividad y la subjetividad. Los hay en la relación
de la vida mental con el espaciotiempo, dos mundos de apariencia relativa, de
relatividad einsteiniana, aunque la historia registre en bruto ambivalencia
radicales. Resultados de esta partición primaria y primitiva resultan las
concepciones de lo terreno y lo divino, del hombre y los dioses, del cuerpo y
el alma, del mito y el logos, del infierno y el cielo, de lo dionisíaco y lo
apolíneo, y de cantidad de polos opuestos tomados en el sentido de todo
o nada, sentido casi natural en la cosmovisión del ser humano en todas las
épocas, incluida la nuestra.
LOS SUPUESTOS FALLIDOS
Algunas conceptualizaciones definidas por sus opuestos, decisorias y
ubicuas, pueden considerarse también como desprendimientos de esta abrumadora
braquilogía que ha jugado con el hombre desde tiempos inmemoriales,
presentándole enormes abreviaturas y simplificaciones que lo han hundido en la
confusión. Debe advertirse, pese a todo, la posibilidad no descartable de que
haya obrado como beneficio en el sentido de evitarle la intelección de aquello
para lo cual sus facultades no son aptas, como observaba Bergson respecto a la
conciencia atencional, cuya acción unilateral nos salva de mil acontecimientos
que nos enloquecerían si los percibiéramos al mismo tiempo.
Así, se
presentan oposiciones como individuo y grupo, o
diferentes clases de inmersión en lo colectivo como las de muta y masa (Canetti,
2016). No en todos los casos, pero la oposición puede obrar como
base descriptiva de los pares individuo-sociedad, liberalismo-socialismo. Es
necesario evitar transposiciones de estos conceptos, como las de egoísmo-solidaridad, culto-popular,
distinciones, entre otras, en las cuales pueden gravitar factores determinantes
externos. En un marco caracterizado por oposiciones entre puntos de vista, se
disocian también el idealista y el realista, y se
oponen términos cotidianos y vulgares como teórico y práctico, sensible e insensible,
etcétera. Estas fórmulas tan comunes esconden una referencia a la
preponderancia caracterológica de la subjetividad o de la objetividad,
escindidas de plano de toda modulación y grado.
Se puede hablar de un error psicológico. Se ha
supuesto que el hombre es psicológicamente dominable, susceptible de flaquear
por el lado de la conciencia. Así, es común hablar de la despersonalización que
caracterizaría a nuestra época. En esta afirmación hay dos contenidos de fondo
que luchan entre sí. Por un lado, la posible subjetivación, de carácter
enajenante, que conspiraría contra la personalidad y, en consecuencia, contra
la libertad individual y el derecho a la libre elección y al libre albedrío. Por
el otro, la hipotética objetivación del individuo, la conversión de sujeto en
objeto, desde que sobrevendía la destrucción de aquello que distingue el ente
del ser, la cosa de la persona.
En el primer caso, se comprobaría un eterno encierro,
la condena a un sí mismo des-yoificado, y a un yo sin yoes o estado
de subjetivación permanente que no puede significar otra cosa que el paso de la
socialización a la masificación, esto es, a la rasa igualación entre el yo y el
otro. En el segundo, la apertura de la persona a un exterior impropio, sangría
espiritual o cosificación de su vida mental, necesitada enseguida de
orientación y oportunamente de dominación.
En uno y otro caso se verifica el hombre-cosa,
la cosificación de la vida humana, la masificación de la sociedad, también
eufemísticamente llamada “globalización”. Si se considera la intervención
indeterminada de lo subjetivo y de lo objetivo en la dinámica mental, y
teniendo en cuenta esta burda simplificación de la realidad psíquica, puede
atisbarse una transformación del movimiento humano, de un giro sobre sí mismo.
Si se vulnera la naturaleza dual de la persona, ya sea enajenándola o
cosificándola, tarde o temprano la vida mental querrá escapar de su estado de
extrañamiento. Sin embargo, se ha supuesto que puede prevalecer en él alguno de
sus dos opuestos psíquicos, confiándose en que prevalecerá el elemento
biológico, sistematizable desde fuera, por inducción psicológica, bioquímica o
por imposición ideológica. Este error puede constituirse en la causa de un
cambio social de grandes proporciones, independientemente de las relaciones
económicas y políticas.
Es de mencionar, también, un error socio-cultural. Se
habla de un fenómeno que caracteriza a nuestra época y que consiste en la
división y doble alineación de las opiniones. Se comprueba la formación de dos
bloques que tienen estas características: son semejantes en número, se
enfrentan como rivales y tienden a sus opuestos. Suelen formarse de a dos, rara
vez de a tres y casi nunca de a cuatro. Y bien, de ello se extrae que el sujeto
humano tiende a sus extremos, que es creyente o no creyente, de izquierda o
derecha, capaz o incapaz, activo o pasivo, honesto o deshonesto, bueno o malo,
hábil o torpe, buen vecino o malo, solitario o mundano, trabajador u holgazán.
Nunca algunas de esas o todas en una misma realidad individual. Este supuesto,
promovido por inductores económicos poderosos e internacionales, actúa a favor
de la organización mencionada.
Pero sabemos que en la realidad no existen personas
divididas en todos los asuntos en términos opuestos, afiliadas a uno de sólo
dos bandos, salvo figurantes que responden a intereses parciales, públicos o
privados. Hay, sí, resultados de estadísticas, estudiadas y aplicadas
milimétricamente, con datos enjundiosos de esa índole. Han sido inventadas con
tal objetivo: tienen que confirmar a un ser humano que en realidad no existe.
Porque no pueden interceptar los términos medios ni los estados complejos, vacilantes
o cambiantes de las conciencias, instancias y circunstancias psíquicas
connaturales del individuo. No son utilizables por la política, el mercado o la
propaganda, y su aprovechamiento sería de difícil o costosísima aplicación, si
no imposible, e implicaría la renovación total de las estrategias de dominación
y encantamiento. Se quiere que todos se sientan en esos
estrados en los que cada uno es una entelequia al servicio no compensado de lo
desconocido.
En el camino al supermercado no nos encontramos con
personas que ocupan sólo uno de sus posibles extremos psíquicos. Y porque no
hay definición cabal de una persona que pueda ser sólo buena o sólo mala, sólo
tonta o sólo inteligente, sólo feliz o sólo infeliz, sólo de derecha o sólo de
izquierda, sólo sensible o sólo insensible, no nos será posible encontrar en la
realidad esa clase de personas inventada por las estadísticas, concebida sólo
en los estudios de mercadeo. Como se ha observado ya, no existen las masas: son
una invención teórica cuya realidad se impone para engatusar a los ingenuos,
para enajenar a quienes no tienen una cultura propia, para indignar a los que
la tienen, y para engañar a aquellos que prestan su adhesión a cualquier
cultura sólo por encontrarse dentro de algo que los protege y
beneficia. La condición humana en que se origina esta invención radica en la
pretensión de concebir una especie falsa de vida mental y en querer imponerla.
La supuesta incompatibilidad entre la ciencia y la
religión desencadena un falso supuesto: el de que ambos dominios son
excluyentes. La dualidad subjetividad-objetividad está en el medio de esta
falacia, entre otras cosas, por supuesto, pero de manera definitiva es
responsable de que se confundan los dominios inherentes a la religión con
los de la creencia. Si se habla de religión parece que se habla
siempre de alguna de las religiones más conocidas del mundo o de sus iglesias.
Y si se habla de creencia parece que siempre se habla de la fe religiosa, de la
creencia en los dioses o en un Dios o en lo divino o sobrenatural. Por
supuesto, esas asociaciones no son rebatibles, pero no son todas las que se
pueden establecer respecto a las dos denominaciones.
El dominio religioso se asocia a la subjetividad desde
que muchos lo tienen como el que se corresponde con los sentimientos e incluso
con las pasiones. El dominio de la creencia comparte relaciones con la
subjetividad, desde que no se conecta directamente con lo empírico ni con lo
demostrable por los sentidos. Pero, de acuerdo a algunas teorías surgidas de la
filosofía de la ciencia, se conecta con la objetividad por ser un recurso
apofántico, de afirmación y posibilidad de descripción, que cuenta con el recurso
de las representaciones, imágenes y juicios característicos de las facultades
objetivas de la inteligencia.
Y como la religión está toda en la subjetividad,
aunque se trata de una subjetividad que mucho necesita del plano colectivo para
consagrar el carácter sagrado de sus símbolos y ritos, y aunque domine la vida
de una persona, está fuera del territorio racional y es potestad privativa del
individuo sin que alcance el estatuto cabal que poseen los ingredientes de la
inteligencia en términos generales. Emoción, razón, eticidad, esteticidad,
valores; todo esto es universal en el hombre. La religión es privativa de sólo
algunos, aunque estos “algunos” sean millones y millones. Esta es la falacia
que se origina de la partición artificial de la vida psíquica, y que deja como
correspondiente inferior a lo subjetivo y como correspondiente superior a lo
objetivo. De aquí, que se haya producido un error de carácter histórico.
Desde que lo inferior es identificado con lo
subjetivo, y lo superior con lo objetivo, la objetividad se apropia de todas
las preferencias con el correr de los tiempos por el impulso de una escala
móvil que se ha dado en llamar progreso. Por el progreso la
humanidad sale de la oscuridad y gana la luz, es decir, el conocimiento, la
industria, la técnica, en fin, la civilización, el bienestar y la felicidad. Es
un supuesto aun no demostrado fehacientemente pero que se mantiene como motivo
conductor de la historiografía universal. La antigüedad, pues, estaba ganada
por la oscuridad, y la modernidad por las luces del progreso. Esto es, la
antigüedad por la subjetividad, y la modernidad por la objetividad. Este error,
observado ya por antropólogos y filósofos en el siglo XX, se mantiene hoy como
sustento de una corriente de pensamiento político llamada “progresismo”.
El progresismo supone que todo lo que existe puede
ponerse a andar y mejorarse. Mientras que este supuesto se aplica a las
instituciones y entidades mundanales, la organización política, el Estado, el
derecho, el trabajo, la salud, la industria, el comercio, los bienes, no tiene
mucho de contradictorio en su seno, aunque hay cosas que valdría la pena no
tocar, no modificar con el afán de mejorarlas, porque de por sí no contienen
contradicción o no se pueden mejorar o valen por su estado de conservación. Ahora
bien, el proyecto empieza a tambalear cuando el progresismo se lleva al plano
de la vida espiritual, sobre todo si se toman las entidades psíquicas como se
toman las físicas. Para el progresismo, y como resultado de su propia
definición, en general, lo anterior es inferior y lo posterior superior. Esto,
que responde al gran esquema subjetividad-objetividad, es devastador en el
discurso de la historia.
Apreciada como uno de los polos de la vida mental, la
subjetividad ha sido atribuida a los pueblos prehistóricos y a las comunidades
y civilizaciones más antiguas, por encima de la objetividad. La vida mental de
esos pueblos, estudiada merced a los testimonios conservados de su cultura,
arte, arquitectura, escritura, religiones, saber empírico y teórico, leyendas,
filosofía, comparada con la vida mental contemporánea, resulta sin duda muy
diferente. Creemos que hoy se ha alcanzado un mayor grado de objetividad porque
ya no nos rigen las creencias ni nos dominan los caprichos de los dioses, y ni
siquiera la sociedad siente el enorme peso de las instituciones religiosas, de
la Iglesia y de sus organizaciones de evangelización y control de familias e
individuos, en su celo por el acatamiento de los preceptos bíblicos, la palabra
revelada y las autoridades eclesiásticas.
Pero nuestra vida mental no es más ni es menos
subjetiva que la de esos pueblos considerados primitivos y, por tanto,
inferiores. No hay cómo deducir un salto objetivo en la carrera de los tiempos,
y sólo encontramos cambios de toda clase, más o menos subjetivos, más o menos
objetivos. Algunos producidos por las ambiciones de reyes, emperadores y
castas, otros por transformaciones del medio ambiente, por catástrofes y
enfermedades, pero también por guerras crueles e interminables, intereses,
pasiones, devociones, tradiciones atávicas y supersticiones inútiles. Otros
cambios resultaron de las diferencias raciales y sociales, de la disputa por el
alimento o la tierra. En todo esto se encuentran motivos y razones de carácter
tan ilusorio como verdadero, espiritual y material, es decir, de un carácter
común al espectro total del panorama de la conciencia. Sin embargo, no se puede
decir que algo consistente haya cambiado, ni siquiera mejorado mucho en
nuestros tiempos.
Y siguen los cambios, que nos parecen obra del tiempo,
ese fantasma que nos obliga imperceptiblemente a atribuir avances y mejorías
solo porque pasa por frente de nuestras puertas, una ilusión
que llamamos “presente” y que nos atrevemos a imaginar como un guiño en medio
de dos nadas físicas, pasado y futuro. La ciencia, sus vicisitudes,
su lucha contra la incertidumbre y el misterio, esto es, contra la oscuridad en
busca de conocimiento, las creencias y sus disposiciones de organización y
supervivencia, la filosofía y sus negociaciones entre apariencia y realidad,
así como la religión y su contubernio entre lo terrenal y lo celestial,
ninguna de estas sabidurías nos ha exonerado de los peligros de la
subjetividad, así como no nos garantizaron al menos una porción de objetividad
salvadora. Todo en ellas está sujeto a dubitación y nuevos escrutinios. Todo
sigue igual, con otra cara.
EL PLASMA HUMANO
Se destaca, entre casi todas las actividades relacionadas con el
individuo medio, hoy en día, especialmente en lo que constituye
inclinación o gusto por lo artístico, la indiferencia, el desdén o incluso el
repudio por comprometer en ellas la intimidad profunda. Canciones, ritmos,
bandas, formaciones, cantantes e intérpretes, implican el espectáculo exterior,
la materialización, la fiesta de los sentidos, el sentimiento disfrazado. Y el
espectáculo comprende algo más que un mundo de representaciones, puesto que no
se agota en la ficción o en el entretenimiento, ni siquiera en la oportunidad
empática en la que el arte es compartido. Consiste, en cambio, en un acto que
se desarrolla en un espacio físico abierto y externo, como el de un estadio, un
campo, una plaza pública, un sitio amplio al aire libre, espacio de todos y de
nadie, a veces cerrado pero lo suficientemente amplio como para que la
individualidad pueda disolverse, dejando lugar para la expresión indistinta y
compacta. ¿Es un ejemplo de objetivación total de la vida psíquica?
Estos actos, con fecha y hora prefijadas, pero
curiosamente llamados “eventos”, no responden a una simple exteriorización de
júbilo, al relámpago de expiación y catarsis propio de la tragedia y de las
comedias, especialmente de la antigüedad clásica. No se parece a la añorada
cita con la expresión de los sentimientos más altos de que es capaz la música,
la danza, el teatro y el cine, y ni siquiera a la inversión del statu
quo del carnaval, en el que por unas horas se juega con la liberación
de todas las constricciones que rigen los órdenes y normas de la organización
social. Se trata, más bien, de una fiesta, estridente y frenética, en la que no
se celebra nada sino, paradojalmente, el ruido y el frenesí. En general, una
batahola en que el alcohol y la droga parecen hacer de lo humano una pasta
informe irreconocible.
Es posible atribuir este asunto a una especial
superación de la tradicional fisura entre objetividad y subjetividad. En estos
actos interviene toda la vida mental del participante, que mantiene una
vinculación activa con y la misma agitación de los sujetos
animadores. También se puede ver en esto la objetivación de lo subjetivo,
por parecer la vida mental escapando hacia afuera, hasta con una cierta
desesperación o ascendente movimiento febril. En un intento por ventilar el yo
íntimo, henchido de contención e inflamado por el bochorno de la vida, todo se
limitaría a la inversión de lo subjetivo en objetivo y de lo objetivo en
subjetivo, al menos, por un lapso de la vida mental que parecería fundirse en
un plasma psíquico, mitad espiritual, mitad corporal.
¿Es posible explicar este fenómeno? No es nuevo y sólo
ha cambiado. Se parece al espectáculo de los sacrificios tribales y a la
descarga enajenada del público reunido en torno al cadalso. El participante se
constituye en sólo un cuerpo, acaso con alguna parte maquinal e instintiva del
cerebro todavía en funciones, regido por el algoritmo harariano. La
objetivación de lo subjetivo supone un desenlace en el cual se vaciaría un
componente fundamental de la vida mental, por lo que ya no sería vida mental, como
solemos concebirla, y surgiría la imagen de un monstruo o de un extraterrestre
bien diferente al habitante humano del planeta Tierra. Y la inversión de las
calidades de objetividad y subjetividad, como es obvio, dejaría todo como está,
con lo que sólo habría que intercambiar sus nombres.
Las raíces se encuentran en la remota antigüedad, en
el sacrificio, en el hombre sagrado u homo sacer que
podía castigarse y aun asesinarse con el permiso de la comunidad y de sus
autoridades tribales o religiosas, por estar destinado a ser ofrenda para los
dioses. ¿Acaso estos hechos no eran eventos, como ahora se los
llama? Las películas hollywoodenses nos han acostumbrado a contemplar
linchamientos, vendettas, ajusticiamientos de individuos
sacrílegos, de brujas, vagabundos y penitentes, asesinos y ladrones, renegados
de toda laya, pero también de santos, seres superiores, honorables y valientes,
héroes y heroínas de todas las épocas, sabios iluminados y profetas. Y al
espectáculo de sus muertes por medios horripilantes y torturas indescriptibles
concurrían públicos enfervorecidos, hambrientos de sangre, sedientos de
venganza, pertenecientes al pueblo, a un grupo de fanáticos ignorantes, gente
de mala estirpe, pero también allegados a los reyes y administradores,
cortesanos y nobles.
El linchamiento, la ejecución de una sentencia sucinta
en presencia de aglomeraciones enloquecidas en torno a un cadalso, ¿acaso no
guarda algo en común con el evento de nuestros tiempos?
Responden a la exaltación de las pasiones y resultan el falso recreo, el mal
circo, el espectáculo negro, la hora y el lugar del rito de ciertas pasiones
rencorosas, parecidas a las de los cultos, mitos y símbolos tribales. No se
trata del mismo fenómeno, pero ¿no esconden celo, frustración, desencanto,
ansia de algún tipo de venganza contra la sociedad, animosidad contra el mundo?
Las motivaciones profundas, aunque ya no crueles ni cruentas, ¿no resultan de
la misma succión incontrastable ejercida desde el abismo de la conciencia
humana?
Son manifestaciones de una subjetividad que quiere
exteriorizarse a cualquier precio, que quiere hacer materia con el espíritu. Y
aparecen allí donde lo subjetivo ofrece la mayor dádiva, el pequeño jardín de
la conciencia donde se cultiva la intimidad. Allí donde obtienen sus únicas
pertenencias inexpropiables los soñadores, poetas y artistas, pero también los
niños y las mujeres desamparadas que carecen de otro bien. Sin embargo, esa es
precisamente la tierra baldía, ahora, del desasosiego por el que se contagia la
fiebre fragorosa y se contrae el capricho contagioso que desdeña lo interior.
Si bien, como sabemos, los romanos exteriorizaban esa parte negra del alma
saciándola con la irracional muerte de gladiadores y luchadores y con la
injusta inmolación de cristianos y herejes, hoy día se da la paradoja de que el
espectador insaciable se sacrifica a sí mismo, convirtiéndose él mismo en homo
sacer. El vaciamiento de la subjetividad le traiciona y convierte en sujeto
sumiso, vulnerable, demasiado débil para desarrollar la conciencia y esbozar su
personalidad.
EL HOMBRE TRISTE CORRIENTE
La vida es bastante parecida a una ilusión, a un sueño. Cuando se
descubre esta ilusión, este sueño en la vigilia, muy probablemente después de
que se ha entrado en años, sobrevienen impulsos perentorios de hacer, de
terminar de hacer, de emprender lo que jamás se ha emprendido, lo que está sin
terminar. Se quiere llenar los vacíos del pasado. Parece un último supuesto en
torno a lo que nunca se toma por tardío del todo. No nacen nuevas esperanzas
sino, más bien, la transformación del sentimiento de la esperanza: un
esperanzarse sin destemplanza ni calentura. Sobreviene el deseo de experimentar
una transformación sutil con la que se ha soñado, que nos conecta con lo
subjetivo y nos exonera del mandato objetivo, y que no requiere milagros.
¿Se trata de una última presunción, de una final
interferencia entre lo posible y lo imposible, lo real y lo imaginario? Esta
última o penúltima esperanza nos conecta de manera diferente con el futuro, es
decir, con el bosque en donde habitan hadas y gnomos y se esconden inusitadas
maravillas. El futuro, que nos ha acechado siempre rampante y sibilino, con
enormes fauces abiertas, ahora parece que se posa junto a nosotros, cambiado,
cariñoso como un dragón de cuentos de hadas que, en su vuelo oscilante desde
los bosques de duendes y brujas, se somete como una tierna mascota.
Ya no nos gobiernan las leyes del cuerpo, aunque las
sintamos legislar en los rincones últimos de nuestra existencia, y nos duelan
los huesos y las tripas. Si nos concentramos debidamente notaremos que
estamos subiendo, como dicen que sube el alma cuando muere el
cuerpo. Por una vez, como si cayera un rayo, la vida se funde en una sola nube
de realidad e irrealidad. En ella se ha condensado toda nuestra historia y deja
caer sólo algunas gotas de lluvia refrescante, irreconocibles para la
conciencia, sobre la tierra seca de no se sabe ya qué provincia del país
mental.
Pero es otra ilusión. No hay una etapa que viene
después de la otra. No existe tal seguidilla ni cuadros que exhiban diferentes
representaciones: no hay pruebas de que exista tal cosa en la vida ni en la
creación toda, aunque sea algo que hasta dormidos demos por existente. Ni la
vida ni la muerte son pantallas en las cuales puedan representarse nuestros
hechos, con sus flaquezas y fortalezas. No hay nada entre ellas porque,
sencillamente, no hay nada definitivo entre la subjetividad y
la objetividad. La conciencia, responsable de nuestra concepción de
la vida y de la muerte, se imprime en el tiempo, es decir, en el cambio.
Y el cambio no tiene reparticiones, no es un libro con diferentes capítulos ni
una facultad con diferentes cátedras. La conciencia es el sentido superior en
el que confluyen los datos sensibles provenientes de todas las partes del
cuerpo. Es sólo una estación de recepción de ondas, y, aunque no todas tienen
las mismas características físicas y neurales, acuden todas juntas cada
vez que las solicitamos, aunque vivamos lo que nos parece la
última vez.
Avanza la vida sólo si se registran cambios, no si
pasa el tiempo. Avanzar: término relacionado con el espacio más que
con otra cosa. ¿Cómo avanzar en el tiempo? No se puede acelerar el tiempo ni
podemos acelerarnos nosotros al cursarlo o pasarlo. Son metáforas. Pero podemos
cambiar, hacer cambiar y hacer que cambiemos. La vida no es el comienzo de
nuestro tiempo ni la muerte su final. No sabemos qué son, pero sabemos al menos
algo de lo que no son. ¿Qué nos invade cuando pensamos en ellas? Al cuerpo no
lo invade nada si las pensamos; invade a la mente una sombra proveniente de
alguna sección de la subjetividad, la fuente que nos permite que el fondo nos
abastezca con todo. ¡Pobre pensamiento objetivo si no fuera por ese fondo!
Si hay una experiencia de los hechos y acontecimientos
vividos, del encuentro con las cosas, los seres y las personas, que nos han
dejado un recuerdo, una enseñanza, el impacto de una emoción fuerte o la
memoria de la felicidad o la alegría, también hay una experiencia de vida que
no pasa por la memoria ni por la emoción ni por las impresiones de agrado o
desagrado. La experiencia se encarga de impactar sobre nosotros también de una
manera insensible o suprasensible, y es esa experiencia la que tiene el mayor
influjo sobre la conciencia y la formación de la persona.
¿Cómo se ha llegado al que Emilio Oribe llama “hombre
triste corriente” (Oribe, 1944, 207), el ser
vulgar que distingue tan tajantemente entre realidad y fantasía? ¿Qué le ha
ocurrido a ese hombre? Le ha llegado más que nada reiteración, acumulación, la
mecánica de los acontecimientos, no los acontecimientos. Le ha llegado un mundo
sin selección ni elaboración. Él mismo no ha elaborado sus percepciones; no se
ha educado a sí mismo. La educación que en él palpita es la constelación de
datos y conclusiones que aplica si recuerda en cada caso. Ha vivido en el mundo
de los impactos: sobre su espíritu se han remachado ciertos revestimientos
blindados a prueba de pensamiento y sentimiento. Su cultura es la cultura
masiva; su único recurso es el recurso social; la vida mostrenca es su
única vida.
Ha sido víctima del azar, del ambiente y del momento.
No le ha sido destinado sino lo que es escaso o carente de electividad. Ha
vivido como una esponja y, como era de esperar, ha absorbido de todo lo
provechoso sólo lo más fácil, aquello que se adhiere solo, sin actuar. El hombre
triste está totalmente dentro del tiempo, así como el niño triste que
ya no soporta unos minutos sin distracción externa. Está afectado por las
series incesantes y continuas, por los momentos que ha vivido sólo de uno en
uno.
CAMBIOS SAGRADOS
La más compleja de las disposiciones, actitudes y vocaciones de la
vida mental, la religiosa, ¿es inmutable? La vida mental del creyente, ¿es
inconmovible? Desde que, como contenidos de esa vida, figuran entidades
sagradas, tan íntimas como externas y sapienciales, es decir, santas,
venerables, reveladas, y por eso inmutables, ¿podría considerarse un orden
objetivo, una calidad dogmática superior, una fidelidad justificadamente
incondicional a la letra sagrada de las escrituras? ¿O se reservaría algún margen
a la interpretación, al contubernio con la subjetividad? Estas preguntas
dependen completamente de los significados que se dé a cada una de las palabras
que las componen, y aun al orden o sintaxis que en ellas se guarde (“creer”,
“creer en algo” “creer algo”). Para los incrédulos, probablemente, habrá
respuestas terminantes, desemejantes, heterogéneas. Para los creyentes, en
cambio, podrán variar, pero sólo en estricta equivalencia con la legitimidad
proveniente de sus respectivas concepciones religiosas.
La última pegunta aquí justificable, de razón general,
pero, índole caprichosa si se quiere, sería: ¿en qué escalón de la escala subjetiva-objetiva se
define esa disposición, aquiescencia superior del espíritu? ¿En qué templo
mental se guarnece, universidad psíquica, claustro de ceremonias rituales? “En
resumen, para los judíos hay un texto e infinitas lecturas, para el
cristianismo múltiples textos para una única lectura que se quiere definitiva;
para el islam, un texto y una lectura única, pero itinerante y pendular.” (Blatt, 2016, 88) La vida mental, su lluvia del
cielo, la fuente que deja caer sus sorbos de sedientos, ¿no es toda ilusión?
¿No es altura para toda oración, celaje que se cierne sobre la esperanza,
promesa, parousía, resurrección?
Si hay un objetivo común, esperanzas fallidas,
gelatina humana, impulsos que nunca resultan últimos, cambios sagrados e
inextricables, entonces, hay corrimiento hacia el rojo de la subjetividad:
alucinación, fantasía, quimera. En el corazón mismo de la subjetividad
religiosa hay parábola, alegoría, metáfora, es decir, imaginación. Habrá cambio (tiempo), hermeneusis, tafsir (Blatt, ob.
cit., 329), utopías como las ciudades imaginales de Henry
Corbin, islas afortunadas o paraísos de Ernst
Bloch (Trías, 2011, 261), o ciudad de Dios
agustiniana. Sin embargo, no se puede hablar de subjetividad
religiosa sin caer en un error. No se puede tratar como especie
fenoménica, realidad psíquica, sentimiento o emoción, aunque comprenda un poco
de todo eso. Tampoco la eticidad puede tratarse de esa manera falsamente
igualitaria o simplificadora.
Hay una naturaleza espiritual diferente, aunque sea
innecesario y desaconsejable asociar a lo sobrenatural, cósmico, sobrehumano,
oculto o esotérico ‒y aunque la religiosidad mantenga relaciones con todo esto,
así como con la vida psíquica o actividad mental que definió por primera vez
Franz Brentano, Henri Wallon escrutó como vida mental y Jean Piaget
definió como orbe genético de la psiquis. Es más que representación, juicio,
emoción y sentimiento, aunque junto obre todo esto en la estructura del
individuo espiritualmente devoto. Pero ¿qué distingue a la religiosidad entre
las demás manifestaciones del espíritu? ¿Acaso debemos remitirla al círculo de
los ignotos, misterios indescifrables, “cercos herméticos”, equis indescriptibles
e inexpugnables para el conocimiento o logos? Nada de eso.
La religiosidad es el hambre del
espíritu (léase hambre sin el sentido de la literatura y la
alegoría); no es un misterio en el sentido natural sino misterio en el sentido numinoso
(Otto, apartados 3, 4 y 5). Es tan humana como el miedo, física como el cuerpo
y emocional como la angustia. La mente humana no puede resistir el cambio,
cualquiera fuese, sin que la religiosidad invada su vida mental de manera
espontánea, sin que se la llame, a veces en forma inadvertida, en pleno estado
de olvido y quizá sin que asome el inconsciente siempre acechante. El ser
humano no puede creer sin creer más allá de él. Es la más loable de
sus virtudes y el más deplorable de sus defectos. En la religiosidad los dos
extremos se enlazan como si fueran amantes. La yedra se abraza al tronco y
enrosca como si quisiera extraerle la savia, a fuerza de apretujarlo con
vegetariano fervor, torturándolo y amándolo. Es el órgano cristalino de la
religiosidad involuntaria: el martirio inopinado, deseado-no deseado. Y
el hambre enloquece antes de matar.
LA OBRA ÚNICA DE LA SUBJETIVIDAD
Detengámonos en la subjetividad creadora, en el yo ingenioso,
innovador y genial que se esconde tras una época, un movimiento que aparece
según es frecuente creer porque no es otro el camino a seguir por la colectividad
y aun por la humanidad toda. Vayamos tras aquello atribuido generalmente a un
grupo de pioneros, impulsores, creadores, o entendido como superación de todo
lo anterior debida a una pléyade de artistas, ingenieros, alquimistas,
visionarios, científicos, filósofos, legistas, arquitectos, doctores, sabios,
adivinos y hechiceros. También, adjudicada al ingenio de un pueblo entero, a la
ideología de una colectividad, al genio de una nación, a la sabiduría ancestral
de una raza. Todo esto es común a la historia, verificable y notable. Pero
vayamos a la subjetividad intrínseca.
El ejemplo de Jesús es quizá la mayor de las
ilustraciones de lo que puede la subjetividad humana,
si se permite la expresión, aunque quien quiera puede agregar el carácter divino y revelado.
Nos limitamos aquí al personaje histórico, evitando en lo posible el
eclesialismo y la historización o kerygmas, posterior a la muerte
de Jesús que, por cierto, trascienden aquello que nos atrevemos a llamar
actividad mental, vida psíquica o subjetividad del hombre de
carne y hueso. La narración de los Evangelios se refiere a un
prototipo de formación solitaria, al tanto de la sabiduría anterior, como
suelen estar al tanto los sabios, pensadores, filósofos o profetas anteriores y
posteriores. Sin embargo, su inteligencia está dotada de una sutileza
inusitada, cuya subjetividad, de la cual nada indica que difiriese en mucho a
la de cualquier individuo de su tiempo ‒sufre todas las emociones y turbaciones
terrenas[19]‒, se desempeña tan adecuada y a la vez
distintamente en la realidad objetiva en que le toca vivir. Puede sumarse a
esta subjetividad todo antecedente de las Escrituras que pueda
encontrarse, pero no disminuiría en nada el poder de dominio de
Jesús sobre la fuerza extrema de la escala de graduaciones múltiples de la vida
mental. Quizá no pueda encontrarse logro de semejantes proporciones en la
historia de las grandes inteligencias.
Otro ejemplo notable, que suele asociarse al de Jesús,
es el de la subjetividad de Sócrates ‒llamémosle así al menos a alguno de los
muchos atributos de su prodigiosa inteligencia. Aparece auscultada como con una
sonda submarina, si se permite decir así, pues se explora por lanzamiento de
cierta información el rebote esclarecedor de otra. Narra Platón, su célebre
escribiente, biógrafo y exegeta, el ingreso de Alcibíades medio borracho a la
sala de Agatón, en medio de un típico festejo de la aristocracia ateniense. Se
sienta junto al maestro que intencionadamente le cede el espacio (Platón, “Simposio o de la retórica”, 1993, 378). Aunque
no se percata enseguida de su presencia, le agasaja al descubrirle junto a
Agatón, ciñéndole la cabeza con algunas de las guirnaldas destinadas al
homenajeado. Se registra aquí, entre otras de los Diálogos, una
prueba fehaciente de reconocimiento a la persona, pero sobre todo de la belleza
interior de Sócrates. No es un texto, como los de mil años más tarde,
en el que un autor plenamente identificado se refiere a los méritos de otro,
destacando los rasgos de su inteligencia. Se trata de una exaltación de
la subjetividad, del abanico total de sus graduaciones posibles,
como uno entre los seguramente escasos ejemplos de la literatura clásica.
El ejemplo de San Agustín es especular: permite que se
refleje en las Confesiones la suerte corrida por un sentimiento
del todo escampado que, a poco, se transforma en subjetividad super
concientizada. Un proceso que se ventila de manera hasta entonces no recurrida,
inédita, en la que se muestra cómo la intimidad suele obrar sobre toda
indocilidad y marchar hacia un acendrado estado de objetivación (San Agustín, 1974). En Martin Lutero damos con otro
caso de exteriorización de la subjetividad, se diría explosiva, como fenómeno
individual, quizá no inspirado en nada ni en nadie, subjetividad también única,
pulsión de un interior indeclinable, libre de influencias exteriores decisivas,
en la que interviene el contenido de verdad como chispa que
enciende la mecha, es decir, el contenido inabordable mediante racionalidad,
sólo intuible mediante la intuición no racional religiosa. Le guía sólo un
mandato entrañable del fondo de su conciencia, religioso, imperioso,
escrupuloso. Se le ha atribuido la introducción en la religiosidad del subjetivismo
moderno (Trías, 2011,
329).
Subjetividad quiere decir, aquí, directamente, espiritualidad. A propósito, el contenido de verdad no es sólo un
ingrediente, concepto, noción privativa de las ciencias empíricas y
experimentales. Es un principio muy amplio, subjetivo también, introducido por
Theodor W. Adorno en la música y referido a la tendencia objetivante de las
últimas composiciones de Beethoven, observada por algunos comentaristas, en los
cuartetos, sobre todo, en los que el mismo Beethoven “se quita del medio” como
ha sido dicho. En el segundo tema del Adagio de la
Sonata en re menor op. 31, nº 2, La tempestad, hay,
dice Adorno: “lo que puede llamarse el espíritu de la música de Beethoven: la
esperanza con un carácter de autenticidad que la lleva, aun siendo una
manifestación estética, más allá de la apariencia estética al mismo tiempo.
Esta trascendencia de una manifestación respecto a su apariencia es el
contenido estético de verdad: está en la apariencia, pero no es apariencia […]
su reconocimiento ‒agrega Adorno ‒ lleva a la objetividad de la cosa misma, la
cual, por decirlo así, queda garantizada por la armonía[20] de la configuración. Pero esta
objetividad, en definitiva, no puede ser otra cosa que el contenido de verdad.”
(Adorno, ob. cit, 156).
¿Y la invención de Suger, abad de Saint-Denis, de la
orden de Cluny? ¿Invención que Eugenio Trías menciona como excepcional ejemplo
en el arte del “acontecimiento simbólico”? “Su criatura es la catedral gótica
[según Georges Duby]. No fue el gótico el resultado de una innovación
tecnológica. No fue idea de ingenieros ni de artesanos. Fue sobre todo la idea
mística de este abad de Saint-Denis la que le permitió hacer el uso
que quería de ciertas importantes innovaciones, como el arco ojival o la bóveda
de crucería. Pero estas invenciones, faltas de la finalidad expresa para las
que Suger las requería, no hubieran dado lugar a ese prodigio artístico.” (Trías, 2011, 275) Dante, Galileo, Kant, y no muchos
otros, pueden incluirse como ejemplos humanos en los que la subjetividad empuja
tanto como la objetividad, o incluso más, como también en Einstein (siempre
entendiendo la subjetividad como la hemos entendido en el correr de todo este
trabajo, es decir, como la expresión genuina de la vida mental). No olvidemos que
llamamos objetividad sólo a lo que en ella es proclive a la
externalidad de la conciencia, o, como anota María Moliner, como
“desapasionado”, “imparcial”, “justo”, propio “del que obra inspirado por la
razón y no por sus impulsos afectivos” (Moliner, ob.
cit., 539).
SEGUNDA TESIS
Parte 1
Detrás de cada fenómeno mental hay
una historia, así como la hay, según los lingüistas, tras cada palabra de una
lengua. Es una historia que deja comprender y explica el significado de las
ideas, una larga historia de modificaciones experimentadas a través de la vida
y a lo largo del tiempo. De su vicisitud resulta una verdadera fábrica de
pensamiento, de conocimiento riguroso y de saber espontáneo. Por lo que detrás
de cada pensamiento hay un universo indeterminado, impreciso, de difícil
intelección en el extenso desarrollo de la memoria personal. Se vuelve
necesario tener en cuenta algunos de los aspectos (ideas, nociones,
concepciones) de ese universo antes de presentar la segunda tesis.
INTRODUCCIÓN A LA SEGUNDA TESIS
¿Es posible remontar esa historia, investigar qué hay tras cada
idea, tras cada representación, tras cada imagen, en el fondo insondable de la
mente? Así como no hay generación espontánea, sólo sabemos que no hay vida que
surja del patio desolado de la nada. ¿Dónde está lo que la memoria ha olvidado?
¿Es sólo contenido inconsciente, psicología profunda? Se puede olvidar lo
insustancial y, por alguno de los mecanismos freudianos, hacer desaparecer de
la conciencia aquello que la agobia y rechaza. Pero ¿dónde está lo que ha
resultado provechoso, asimilable, lo que por ninguna razón se excluiría porque
ha probado su fertilidad y se ha acoplado al sistema de la inteligencia? No hay
dependencia exclusiva de la memoria ni de los hábitos ni de las habilidades automáticas;
existen recursos que compensan los fracasos de la memoria. En algún “lado” hay
un rastro, una huella imperecedera que ha registrado la experiencia, aunque no
sea permanentemente consciente, que sustituye o compensa a la experiencia
vivida. Del complejo de vicisitudes y peripecias probablemente ha quedado algo,
un sustrato en la cadena de antecesores y sucesores, en el hilo de los
infinitos hechos y actos, que, aunque resulte difícilmente identificables en
sus particularidades ocasionales, constituye la materia prima de la vida
psíquica.
Cada contenido de esa historia vale más porque
contrasta con los otros que porque tenga en sí un valor específico, apreciable
y cuantificable. Y, si alguno tiene un valor especifico, poco a poco se pierde,
porque los valores dependen de la conciencia y la conciencia depende de la
memoria, frágil y olvidadiza. Los contenidos ocasionales entran en relación de
oposición con todos los otros, y esa oposición es la que los vuelve distintos y
multicolores. Pero ¿a dónde va a parar lo distinto si, a la larga, se pierde la
capacidad de distinguir con claridad las particularidades de cada hecho, de
cada acto, de cada vivencia, en fin, de los recuerdos?
De algún modo la mente evita la niebla de lo
indistinto, de lo igual, informe e incontrastable. Por algún medio la
inteligencia se las arregla para ayudar a la memoria y, también, para superar
el plano de los reflejos adquiridos por aprendizaje e instrucción cuando éstos
han superado a la memoria y se han vuelto automáticos como los instintos. El
olvido, la pérdida de habilidades, el debilitamiento de las capacidades
innatas, todo lo que se conoce como aflojamiento de los atributos objetivos de
la inteligencia, todo eso dispone de una contrapartida fundada en ciertos
desprendimientos de la experiencia vivida, ingredientes que los primeros
filósofos de la historia remitieron a una dimensión que concibieron como más
allá de lo física, palpable, sensible, al alcance de los sentidos corporales, y
que por esa razón llamaron meta-físicos.
La memoria, las bases de datos que puede albergar en
sus almacenes, los reflejos condicionados, los instintos (que se traen desde la
cuna), el complejo sistema biológico que constituye el cuerpo humano, todo esto
resulta insuficiente para describir el amplio despliegue de conocimiento de
cada individuo humano y que se consagra como recurso fundamental y potente para
resolver problemas y disolver enredos y conflictos. Es evidente que la
capacidad de reacción frente a las eventualidades, fueren adversas o favorables,
no depende sólo de una base de datos, por amplia que fuere, de un almacén en el
que se seleccionan contenidos y se extrae lo que interesa o lo que sirve a los
efectos de una situación dada. La inteligencia dispone de otros resortes para
consolidarse, y vale la pena mencionar algunos de los resultados que ha
obtenido. Se trata de ideaciones con las que ha logrado ordenar el caos de
sensaciones, puesto que ellas acuden en forma de millones de impactos sensibles
que fatigan los sentidos de cuerpo y que debe asimilar para entender el mundo.
En términos generales, se corresponden con los grandes temas de la filosofía
primera.
LA IDEA DEL
TIEMPO
Al principio sólo es perceptible la fugacidad con que se presenta el
tiempo y con que desaparece enseguida. Un rayo que razonablemente no puede
iluminar el pensamiento de nadie sino, por el contrario, enajenarlo y
sorprenderlo hasta la incredulidad. A medida que se va viviendo, es decir, en
tanto se experimenta el existir en forma un poco más libre de los engaños de la
apariencia, la fugacidad se vuelve un poco sospechosa. El momento presente
cobra la forma de una nube de ilusión, imposible de contrarrestar con nada,
puesto que cada vez con mayor intensidad la experiencia se va ubicando en lo ya
vivido y en lo que a todas luces la imaginación anuncia como probable. Nada de
lo que es parece instalarse en una chispa, en un aliento de mariposa que no se
sabe cuándo ni dónde empieza y termina.
Finalmente, sin saber cómo pueda explicarse, se
advierte que no es más que un espejismo que entrampan los hechos y las cosas,
con su infinita variedad de aspectos y relaciones, y la necesidad de
comprenderlos imponiéndoles un orden que sólo existe en la mente humana. No se
los puede percibir de otra manera, quizá, porque los sentidos tienen que
activarse cada vez, en cada instancia y circunstancia, con cada movimiento y
actitud, con la prontitud correspondiente a necesidades siempre cambiantes y
diferentes. ¿Cómo supera estas insuficiencias la inteligencia humana? Para
aventurar alguna respuesta se vuelve necesaria una breve revisión de la
historia de las ideas y del pensamiento.
LA IDEA DEL
ESPACIO
Por las características de los sentidos del cuerpo humano el mundo
parece estar compuesto por variedad de objetos opacos y plenos de materia, con
vacíos atribuibles sólo a lo que no es posible ver o a lo que es posible ver
bajo alguna de las condiciones ópticas que la luz solar hace corresponder con
la anatomía del ojo, y los átomos y partículas subatómicas hacen corresponder
con los tejidos muscular y nervioso. Es posible ver los cuerpos y fenómenos con
suficiente densidad como para que se refracte la luz en ellos y vuelva a los
ojos, pero sólo hasta cierto punto son cuerpos,
puesto que la materia que le atribuye el entendimiento consiste en diferentes
formas que adoptan los átomos para organizarse.
De allí que, desde los tiempos más antiguos, se crea
que todo lo que hay debe de poder
reducirse a una sola variedad o esencia de la materia o de la sustancia, por lo
que se configura una idea de sustancia.
Y, como entre todo lo que hay está lo
espiritual, también se habla de sustancia
espiritual, con lo que ha quedado diferenciado aquello que puede llamarse
materia y lo que puede llamarse espíritu.
Pero hay más lugar al vacío que a cuerpos, que a
materia o “sustancia”, aunque se trate de un concepto discutible. Bajo la
observación actual, el 23% de la materia del universo está formado por una
“sustancia” desconocida llamada materia
oscura. El 73% por energía
oscura y, el conjunto total de galaxias, nebulosas, estrellas, polvo, el
Sistema Solar con el planeta Tierra, representa el 4 % restante (Lewin, 2012,
24). El tablero de ajedrez que resulta de las limitaciones que se imponen sobre
la inteligencia humana para comprender estos fenómenos no es sino la geometría
en que consiste la concepción de la superficie de la Tierra y el espacio
cúbico. Esto es, un laberinto que nos permite, desde que estamos dispuestos a
extraviarnos en sus múltiples pasadizos, apreciar uno a uno los lugares y sus
cosas, las fronteras y sus figuras contrastantes que se definen, como dijimos,
por relaciones de oposición y no porque difieran demasiado en naturaleza.
LA IDEA DE LA
VIDA
Si al principio la vida nos parece espontánea, ubicua, palpitante,
incorruptible, estable y sin límites, a poco empieza a sentirse frágil,
caprichosa, enfermiza y antojadiza. Los síntomas tienden a mostrar cambios, más
que otra cosa, transformaciones más que el pasaje de algo, como el tiempo, que
pueda atravesar la carne y los huesos y demostrar que pasan los años y que la
piel envejece como consecuencia. No hay forma de apreciar la edad sino por esos
cambios, que se muestran desenvolviéndose en un solo sentido, como si se
dijera, siguiendo las agujas del reloj y nunca a la inversa. Al ampliarse la
visión de la naturaleza, del mundo y del universo, se aprecia que no hay nada
que tenga direcciones definidas, orientación exacta y señalada previamente, y
que todo explota y se expande, se convierte en formas desiguales manteniendo en
sus entrañas nada más que unos pocos ingredientes fundamentales que se
encuentran en todos lados, en el dedo del pie de una persona o en la nebulosa
del Cangrejo, y que adoptan diversas combinaciones y relaciones para
organizarse y transformarse en diversas manifestaciones de energía.
La idea de la vida se circunscribe al hábitat humano,
ya que más allá del planeta Tierra no ha sido posible confirmar su existencia,
hasta ahora, aunque los científicos la auguran como muy probable. ¿Cómo ha sido
incluida la vida en lo dado, en el
Todo que comprende la humanidad, la totalidad de los seres vivos, el planeta y
el universo? Como no podía ser de otra manera, se le ha atribuido una gran
importancia, destacándose entre sus características propias la inteligencia
superior, el poder de transformación del hábitat, la autoconciencia y otras
características de privilegio como el lenguaje y la maniobrabilidad manual.
Existe una fuerte tendencia a valorar estas propiedades especiales sobre el
resto de la existencia, al cual se le ha apodado como materia inorgánica o
inerte, desprovista de voluntad y autonomía, sujeta al concierto de los
acontecimientos físicos descritos por el hombre de acuerdo a las leyes de la
naturaleza.
Esas leyes, aunque constituyan el mayor tesoro
intelectual de la humanidad, no han resultado del todo suficientes para rendir
cuenta de aspectos que asombran al hombre: su misteriosa aparición sobre la faz
de la tierra, la cual algunos atribuyen a su capacidad de autogenerarse,
regenerarse, desarrollarse y encontrar los medios para permanecer, adaptándose
el entorno y encontrando siempre los recursos para permanecer y subsistir,
hipótesis que otros rechazan. Aunque su existencia es material, real, empírica y
objetiva (se puede comprobar por los sentidos), sus atributos resultan tan
sorprendentes que sugieren otra clase de causa, desconocida y prodigiosa, que
pudiera explicarlos definitivamente. Una entre ellas, y de destacar, es el alma. Se trata de lo que pude superar a
la muerte (cuya idea enseguida veremos), ir más allá cuando la vida se termina
y perseverar como estado inmaterial de existencia y vida de ultratumba,
propiamente metafísica. Pero acompaña a la vida suministrándole el impulso, la
fuerza y sobre todo el sentido, que
es diferente para cada sujeto humano, confundiéndose con el espíritu, tema
tratado más adelante, al punto que suele hablarse de cuerpo y alma como una dupla inseparable, que encierra otra de las
grandes ideas con historia diversa y facunda, imposible de admitir por parte de
la ciencia experimental.
LAS IDEAS DE
CONCIENCIA Y MUERTE
La idea de la muerte requiere previamente la alusión a la idea de la
conciencia: además de ser reflexiva, en el sentido de que puede pensar, puesto
que es casi un sinónimo de pensamiento, la conciencia posee la facultad de
refractarse como lo hace un rayo de luz que atraviesa un prisma, y puede
descomponerse en subconsciencias o graduaciones acreditadas para ocuparse del
infinito abanico que abarca la curiosidad humana, pero también de ella misma.
La refracción de ciertas sensaciones se desvía de tal manera que conduce a
diferenciar un interior y un exterior, haciendo que la fuente de donde
provienen los datos sensibles se confunda con el recipiente que los recibe.
Así, pues, la conciencia es a la vez emisora y receptora de información, y por
más que se ha hecho infinidad de intentos de subir un piso y resolver esta
especie de confusión, procurándolo mediante un punto de vista ubicado más allá
de la física, desde un nivel de meta-óptica o, como suele llamarse, de
metafísica, no se ha logrado nunca esclarecerla del todo, así como tampoco la
neurología ni la neuropsicología.
Debido a esta refracción la conciencia puede “ver” lo
propio y lo ajeno, lo interno y lo externo a ella. Y, como resultado de esta
dualidad, así como interpreta lo que corresponde a la vida interpreta lo que
corresponde a la muerte. A la vida le corresponde genéticamente el nacimiento,
y esta correspondencia entra dentro de las series de sucesiones en las que los
hechos mantienen un orden como el de los números naturales: unos detrás de los
otros, unos que siguen a los otros; unas series que comienzan y otras que
terminan. Y metemos a la muerte en este baile con principio y fin bien
definidos. De esta manera, y como si el nacimiento y la muerte fueran dos
momentos sucesivos con un gran período intermedio, que comprendería nuestra
historia, la vida y la muerte se convierten en el principio y el fin, en el
hecho que da lugar a la conciencia y en el hecho que da lugar a su
finiquitamiento. No se puede juzgar a la muerte por experiencia. Por lo tanto,
se adopta la posición opuesta al acto de asomar a la vida. Se juzga a la muerte
como lo contrario a la vida, es decir, negativamente. La muerte es la faz
oscura del mundo, es desconocida y se oculta y resulta incomprensible porque
sólo es comprensible lo que se muestra. Por tanto, es temible, indeseada,
horrorosa, dolorosa. Esta deducción es hipotética y muy probablemente falsa.
LA IDEA DEL
SER
Entendemos la calidad de ser
como la de consistir en algo, en piedra, en árbol, en animal o,
particularmente, en ser humano. Luego, la asociación de la idea de ser y la
idea de ser consciente conduce a otra idea más compleja, porque se desea
indagar acerca de si el ser es lo que la apariencia indica que es o si es otra
cosa, por ejemplo, algo que la apariencia oculta. Surge así la diferencia entre
aquello que es algo, por ejemplo, un
caballo (decimos “es un caballo”), y aquello que es porque existe (y decimos “el caballo”). Para ser un humano o ser humano,
es suficiente con “ser consciente”; si no se es consciente se puede ser algo,
pero difícilmente humano.
De modo que el sentido humano de ser, y la idea que representa la palabra, tienen que ver con ser algo, con existir y con ser consciente;
todo junto y simultáneo. Ser algo,
pues, para un humano, cobra un grado mayor de especificidad y se convierte en ser algo más que un humano, por ejemplo,
un buen hombre, una talentosa mujer, un niño estudioso. Asimismo, existir para
el humano ya no es sólo ser en el
sentido en que un caballo es un caballo o un árbol es un árbol, sino, de
conformidad al requisito de la conciencia, ser algo que se da cuenta de que es. Pero, lo que es, lo que es algo en
particular y existe, y además puede ser consciente de que es, ¿es eso que parece que es, lo que vemos y oímos sin
más trámite, o está oculto tras la apariencia?
LA APARIENCIA
Así se presenta el mayor problema, la pregunta más antigua y
difícil, la pregunta por el ser. ¿El
ser es lo que parece que es o es otra cosa que no puede apreciarse cabalmente?
En primer lugar: ¿el ser esconde su verdad tras una figuración falsa de lo que
es? En segundo lugar: si es una figuración falsa, ¿existe algo que se interpone
e impide su correcto conocimiento, lo que llamamos apariencia? Se presenta una duda inveterada: la de si el ser es lo
que se entiende como ser, o si existe algo que se interpone entre el
entendimiento y la verdad sobre el ser, impidiendo su correcto conocimiento.
Como es sabido, la ciencia se ocupa de estudiar todos
los aspectos del ser y de revelar los secretos que explican las formas en que
lo muestra la apariencia. El estadio al que tiene acceso la labor del
científico, aunque profundice hasta ejercer cierto poder de manipulación sobre
el objeto que estudia, es siempre un grado del existir, una versión diferente
del mismo ser. Al estudiar la corteza del árbol indaga sobre las células, si
estudia la célula llega a los átomos, y así sucesivamente. Esos constituyentes
de la naturaleza son, consisten en, son algo y existen. Por
tanto, es necesario practicar un examen que escape de la física y de la
biología, que fuera meta-ciencia y encare el estudio con libertad ante todo
compromiso con lo sensible y ante la racionalidad fáctica de la ciencia, de sus
observaciones y experimentos. Ese examen es un examen de ingenios, como se le
llamó antiguamente, es decir, una reflexión sobre las ideas que el hombre se
hace de los seres, hechos y cosas, que tiene más pujanza que la razón y, hoy
diríamos, una puja complementaria de la razón.
La ciencia, aunque su misión consista en develar lo
que se esconde tras la apariencia, no se pregunta por el ser, por lo que es,
sino por lo que es de tal manera y forma.
La metafísica, en cambio, se pregunta por lo que es independientemente de
la manera en que es, por ejemplo, flujo, roca, metal, tejido orgánico, maneras
y formas de ser que la ciencia estudia experimentalmente y con discernimientos
particulares. La metafísica se pregunta por la esencia, lo que supuestamente constituye el componente o recurso
último de lo que es. Indaga acerca de una realidad que explicaría todas las
maneras de ser y justificaría todas las formas, y esa realidad última o esencia
de todo estaría más allá de lo empírico y fáctico, más allá de lo físico.
Resultaría de una composición entre lo que la conciencia revela sobre el mundo
y lo que envuelve esa revelación sobre sí misma en la dinámica del
conocimiento. Por tanto, la metafísica estudia la esencia de lo que es (ontología) y el conocimiento de esa
esencia (gnoseología, comúnmente
llamada teoría del conocimiento).
La idea de la apariencia resulta así un contenido de
carácter fundamental, semejante al que nos suministra el conocimiento común,
del que se valen todos para poder arreglárselas y saber a qué atenerse,
entender la vida y el mundo, pero expuesto de manera sistemática, ordenada
racionalmente en una exposición que cumpla con ciertos requisitos, es decir,
con determinadas reglas lógicas y lingüísticas en forma casi igual a la de la
ciencia, aunque con cifrados diferentes. Si bien y en general se llama filosofía a toda obra ensayística y
discursiva que cumple con tales reglas, cualquier clase de investigación u obra
encuadrada en cualquier tipo de disciplina científica, humanística o cualquiera
otra puede contener el propósito metafísico en su plano de fondo y contribuir
en la obra milenaria de develamiento de la apariencia.
LA IDEA DE
DIOS
Entre las refracciones de los datos manejados por la conciencia
están, como ya se sugirió, las que producen la autoconciencia, es decir, la
conciencia de la propia facultad de ser consciente. Esta particularidad
encierra la amplia constelación que presenta como panorama la realidad
existente y permite incluir en ella a la misma entidad actuante, la conciencia,
mente, pensamiento, capacidad humana de conocer. Asoman así tras el velo de la
apariencia por lo menos dos indicios importantes que suponen la posibilidad de
su total develamiento: el de la posibilidad de saberse consciente, propiamente
dicho, que representa un dato definicional y potestativo del hombre, y el
sentimiento de un saber trascendente, liberado de las cadenas racionales de la
conciencia, por encima de lo metafísico, es decir, teológico. La transposición
de las condiciones de la conciencia más allá de la ciencia y más allá de la
metafísica corresponde a un saber confesional que no discute sus imposiciones y
que se rige por una lógica auto legitimante.
Así como la metafísica se ocupa de los principios más
simples, básicos o elementales, llamados primeros
principios, también se ocupa de los principios que puedan atribuirse a un
nivel superior a lo humano, un nivel más elevado o que trasciende lo terrenal y
es atribuible a un factor superior o Dios. Esta idea, como se comprenderá al
tener en cuenta su rango en la jerarquía del conocimiento, es una idea que
descuella entre todas las ideas y crea en su entorno una matriz de ideación
diferente a la de las ideas en general: la
fe. La idea de la fe marca con la mayor nitidez el contraste con la
ideación de la ciencia, dejando la metafísica en el medio. Pero ocurre el
paradójico fenómeno por el cual, desde que la ciencia desplaza paulatina pero
nunca definitivamente a Dios, deposita en su lugar otro factor superior
determinado por las leyes de la naturaleza, entre las que, de todos modos,
encuentra azar, caos, incertidumbre y hasta cierto lugar para lo inverosímil, o
sea, otra clase de fe.
Si, como afirmábamos al principio, detrás de todo
pensamiento o de toda idea hay una historia, tal vez se pueda decir que la
historia que está detrás de esta idea es la más antigua y enjundiosa entre
todas las historias de ideas en la historia de la humanidad. Concierne a una
necesidad perentoria de explicación o justificación inmediata, como conciencia
ante sí misma, desde que comprende el humilde puesto que ocupa en el mundo.
Esta es la razón de por qué la idea de Dios es inconmovible y explica su estabilidad
ante todos los cambios del conocimiento. Es el drama sin final del hombre que
hace suya la realidad, cuando en verdad él le pertenece a ella.
LA CONCEPCIÓN
DEL MUNDO
Un inveterado propósito de carácter metafísico consiste en organizar
y disponer de una concepción del mundo, esto es, una idea del mundo en la que pueda contenerse la explicación general de
la conciencia y de la realidad dada con la que la misma conciencia se asocia
por nacer en ella y pertenecerle. Lograr esta idea del mundo es una tarea
especulativa, como la que implica la idea de tiempo o de Dios, y tan difícil
como unificar la ciencia y el resto del saber sistemático y limitarlo en un
discurso único y de poder sustitutivo. Pero surge espontáneamente y quizá esté
en la conciencia de todos los humanos desde que viven en el mundo y extraen de
él a través de la experiencia un extracto de sabiduría que los prepara para
saber a qué atenerse en toda circunstancia y conforman rasgos de personalidad
propia. No siempre será una idea acabada o alambicada y quizá no pueda
exponerse en forma organizada en un discurso, pero puede poseer lo necesario
para que le quepa el nombre de concepción,
con la autenticidad que garantiza el haberse generado y desarrollado a través
de los acontecimientos de una vida real, no inventada ni imaginada.
Cada conciencia es dueña de una fuente original y
preciosa que llamamos historia, pero
que no es historia en el sentido de tiempo pasado, como se acostumbra decir,
sino existencia total, presente y
activa o en potencia en cada instancia o instante de la vida. No está
amontonada como los datos de la memoria, esto es, como se acumulan los
alimentos en un almacén. Sus componentes están dispuestos de acuerdo a la
relevancia que la vicisitud y la peripecia de vida les han atribuido, y esta
relevancia determina un puesto selecto en el saber y queda a disposición en
todo momento.
Es propio de la filosofía y de la metafísica sugerir
que toda idea del mundo, o concepción de conocimiento, más que
un sistema explicativo de todas las cosas, lo que parece una aspiración
desmedida, es una crítica de
explicación o justificación. A través de lo que el análisis consciente destaca
acerca del mundo, en sus propiedades lógicas, éticas, estéticas, axiológicas, y
en lo que describe tomando como objeto no el mundo sino la forma en que se
interpreta trata, edifica, usa, etcétera, sobre todo por parte de profesionales
al respecto, se descubre una carencia fundamental, una falla o una falsedad
cuya denuncia es el objeto.
Esta filosofía crítica consume a veces toda una obra
de pensamiento, haciendo que la especulación pase a un segundo plano y el
propósito crítico (o meta-crítico en tanto crítica de opinión) disponga sobre
el manejo de los conceptos y los significados, en el sentido en que son
presentados, planteados y discutidos. El uso de la razón, pues, cede su puesto
de privilegio a la crítica de la razón. No es lo mismo discutir la idea de
tiempo o la idea de Dios que discutir cómo se presentan estas ideas, cómo se defienden,
cómo y con qué palabras se exponen ante la aquiescencia de los demás o ante el
rechazo. No es lo mismo discutir una idea en su contenido que especificar
cuáles son los fundamentos racionales implicados en ella.
LA IDEA DEL YO
Lo dado es la realidad
total que aparece a la conciencia sin que ella intervenga en su inicial
generación. Pero en lo dado está incluida esa conciencia, la realidad
particular constituida por sí misma, la propia existencia, sin duda también
dada: la persona y su realidad interior o subjetiva llamada yo,
pero también llamada sujeto o, simplemente existencia propiamente
dicha. Su caracterización
incluye rasgos únicos entre los cuales se cuenta el fenómeno de la identidad o
personalidad. La historia de esta realidad interior encaja en un cuadro de
descripción general, de la humanidad toda, que puede ser limitado y
circunscribirse a datos sensibles e inteligibles al cobrar la figura de grupo
social o colectividad, o ampliarse en términos más abstractos, verificables por
medios no sensibles al cobrar la figura de sociedad. Interviene aquí la
percepción estadística.
Las ideas de conciencia y de tiempo influyen
directamente y vuelven inevitable la formación de la idea del yo. Por la
primera se obtiene la autoconciencia, sin la que sería imposible autodefinirse,
y por la segunda se proyecta un continuo virtual a lo largo del que se forma el
yo, inicialmente concebido como un vacío a llenar (puesto que el hombre no lo
posee totalmente definido en el nacimiento, adquiriéndolo con la experiencia y
sólo mediante el desarrollo de las facultades psicológicas superiores). El yo
inicial, pues, como la mayoría de las entidades psicológicas, consiste en un
proyecto en el que hay lugar para la creación y sobre el que obrarán los datos
de la experiencia.
Es habitual considerar al yo como una entidad
trascendental o como una realidad fenoménica. La tradición filosófica llama
trascendental al conocimiento independiente de los datos sensibles. En este
sentido, el yo es concebido primariamente dentro de los límites de su propia
naturaleza interior, subjetiva o físicamente inexplorable. Le cabe sólo la introspección, es decir, la reflexión
practicada sobre sí misma, en el campo de la propia conciencia. Surgen así dos
grandes dimensiones de la dinámica consciente: la subjetiva o interior, ajena
al orden empírico, y la objetiva o exterior, de orden empírico, fáctico o
experimental, que se obtiene a partir de los datos sensibles, los cuales
representan su fundamento. Y, en función de estas dos dimensiones, es de rigor
vincular al yo con la dimensión subjetiva, desde que le corresponde
espontáneamente la actividad psíquica no totalmente dependiente de la
información objetiva, empírica, suministrada por los sentidos (o por
instrumentos creados por el hombre capaces de multiplicar muchas veces el poder
de aprehensión de los objetos).
También se puede considerar el yo como entidad
fenoménica, es decir, como una realidad emplazada no sobre los datos de los
sentidos ni sobre el conocimiento trascendental sino sobre la construcción
histórica de la inteligencia y de la personalidad, que surge del obrar de la
conciencia en el contacto con el mundo o la experiencia. La interpretación más
cercana a esta manera de entender el yo consiste en identificarlo con las
habilidades intelectuales, con los estados de ánimo, con los sentimientos y con
los fenómenos psíquicos que actúan por su cuenta y sin el control de los
sentidos corporales. Este yo, de carácter eminentemente subjetivo, concebido
sin los reflejos de la experiencia y volcado hacia sí mismo, es
tradicionalmente remitido al campo de la fantasía, lo imaginativo e ilusorio,
olvidando, en la mayoría de los casos, que también nace en la experiencia
personal.
Si bien el yo es eminentemente subjetivo, y es
objetivo sólo cuando puede afirmarse en la información sensible (al asomarse al
mundo externo y comportarse como persona, social, volcada hacia los demás), en
cualquiera de los casos se asienta en la experiencia. Falta saber cuál es la
razón que lo diferencia de la objetividad, desde que la experiencia se
relaciona en los dos casos en igualdad de condiciones. La diferencia real
explica el yo fenoménico: un yo erigido como producto inteligente de la
historia personal. Radica en que la subjetividad está referida al yo
inteligente, al proceso de su formación, desarrollo y consagración respecto a
un tiempo indeterminado e inubicable,
el de una experiencia de la que extrae selectivamente el saber que constituye
su acervo íntimo y que transfigura los resultados de los hechos de experiencia
en inteligencia líquida. La objetividad del yo, en cambio, está referida al
espaciotiempo en un relacionamiento directo y biunívoco entre el saber y la
circunstancia concreta.
EL ESPÍRITU
Se guarda un lugar especial al espíritu
y, aunque se trata de algo no menos importante que todas las ideas
mencionadas, parece poco oportuno llamarle idea (quizá también a algunos de los
demás casos). En el espíritu, como en la conciencia,
encontramos, sí, una idea, puesto que se puede tener la idea de espíritu y la
tenemos permanentemente, pero no es del todo atribuible a una ideación, como
producto de la actividad psíquica o fenómeno mental. Lo es por ejemplo la idea
del yo y la idea o concepción del mundo, y muchos entenderán con su debido
derecho a considerar la idea de Dios, igualmente, como algo muy lejos de ser
una idea. Lo cierto es que algunas de esas ideas con historias insondables y
complejas son productos o grandes imágenes mentales, construcciones de carácter
intelectual o conceptual, y no es del todo adecuado concebir otras de esa
manera por resultar difícilmente representables.
El espíritu, como el yo, no se puede explorar
empíricamente y en principio pertenece a la esfera individual, aunque se habla
del espíritu del pueblo o se atribuye espíritu a cierta clase de grupo humano o
a una pareja de enamorados. Pero es cosa del yo, particular e interior, aunque
tiene muchas maneras de manifestarse en forma ostensible para todos. Pero ¿qué
es el espíritu? Su historia más sencilla suele asociarlo con todo lo que es
opuesto a lo objetivo, material y mundano, con la existencia humana que no sea
el cuerpo y su energía primitiva. Como parte de las capacidades y facultades de
la persona concentra todo lo que no es físico, lo que no es fuerza muscular,
aunque con frecuencia se hable de “fuerza espiritual”. Sus atributos pueden
coincidir con muchos de los del yo, pero se trata de nociones diferentes en
tanto el espíritu parecería comprender lo que es imposible circunscribir sólo a
lo mental. Muchas de las áreas de la psicología personal parecen más frías,
estables y equilibradas, neutrales y serenas, mientras que todo lo que
pertenece al espíritu roza o directamente se funde en los sentimientos y las
emociones, no siempre clasificables como mentales, aunque sea difícil
clasificarlas de otra manera.
La fantasía y la imaginación no necesariamente vienen
envueltas en la pasión o en los desasosiegos, ilusiones, esperanzas, anhelos,
en fin, deseos, aspectos todos que tienen que ver con el espíritu, con aquello
que se agita y muchas veces delira más allá de la actividad mental y parece
sacudir el cuerpo entero, por lo que la leyenda lo ubica en el corazón. El
espíritu es menos localizable que lo puramente mental y se siente como tanto
más inmaterial o delicuescente. A diferencia del yo, parecería rodearse de un
aura o, directamente, ser el aura de la persona y no concentrarse en el
interior íntimo e invisible. El espíritu puede verse, si es el propósito,
porque asoma inevitablemente en los gestos, en las palabras, en los movimientos
del cuerpo y principalmente en la mirada. Es una presencia semioculta, pero
puede disimularse del todo y desaparecer para esconderse en el rincón más
profundo del yo.
Entre los muchos matices que danzan en torno al
significado de esta palabra puede destacarse el que corrientemente se utiliza
para referir lo patentemente humano, desprovisto de los controles de la
discreción y la ponderación, pero desenvuelto y auténtico, proclive a mostrar
los sentimientos profundos y susceptible ante las impresiones más depuradas.
Este aspecto establece una clara frontera entre muchas actitudes humanas,
aristas de la personalidad y actitudes ante el devenir de los hechos. Las
mismas obras de los individuos, especialmente las obras del arte marcan como
mojones los límites de esas fronteras. Espíritu es algo de que no puede carecer
la pintura, la música, la escultura, la danza. Técnica perfeccionada, voluntad,
esfuerzo, vocación y amor, en fin, talento, sin duda son ingredientes
imprescindibles, pero pueden desenvolverse despojados de actitud,
materializarse sin comunicar una pulsación interior mediante la cual el artista
logra consolidar el efecto final, que es el efecto maestro.
En la expresión del pensamiento, y aunque no sea un
tema de frecuente trato, ocurre exactamente lo mismo: no alcanza el nivel de
persuasión si sólo interviene una racionalidad apenas envuelta en retazos de
humanidad y pasión y si se ayuda sólo de psicología congelada y lógica desnuda.
Así, pues, en este caso y con mayor oportunidad se puede decir que más que una
historia detrás del espíritu se encontrará sólo más espíritu, como excepción
que confirma la regla; tras toda cosa humana, tras la misma historia estará el
espíritu si la historia es verdadera. ¿Qué hay tras el espíritu? Tras el
espíritu no hay nada, porque está siempre en el lugar de la realidad última
que, si falta, deja el vacío y la nada.
ESENCIA,
SUSTANCIA Y CAUSA
Que la metafísica se desinterese por la manera en que la cosa es,
fuere roca o tejido orgánico, y sólo se pregunte por la esencia, no quiere decir que
desdeñe la apariencia, de la cual la manera de ser es fundamental componente.
Indagar acerca de lo que considera que está detrás y escondido no significa
pasar por alto lo que luce ante los sentidos y se muestra plenamente, aunque
despierte dudas. Filósofos antiguos, grandes metafísicos e incluso místicos, se
han ocupado con prolijidad de los más mínimos objetos de observación y
análisis, como se ocupan los científicos en la época actual. Aun desde antes
del amanecer del pensamiento moderno, sobre el siglo XV, el hombre viene
observado sistemáticamente el detalle, el hecho simple, la trayectoria de una
flecha, el titilar de las estrellas o el avance de una enfermedad. Lo ha hecho
a su manera.
Así como todo tiene una manera de manifestarse, el
conocimiento del hombre tiene también una manera de proceder, no idéntica en
todos los casos, una forma de aplicarse y procesarse. Hay, pues, una especial
relación entre la manera de investigar y la manera en que es el objeto de estudio. Porque, ¿Qué difiere en los procederes
metafísico y científico? Se trata de las mismas preguntas de siempre, la misma
manera de formularlas y con idénticas motivaciones, intereses, igual fervor y
el mismo deseo de correr el velo, que sigue siendo el inextricable velo de la
apariencia.
No ha cambiado el asunto u objeto en cuestión, no ha
cambiado la pregunta ni el fervor por responderla y no es mayor ni menor la
sagacidad ni la inteligencia en ninguno de los casos. Sólo es diferente el
relacionamiento entre la manera de ser y la manera de entender o de conocer el
ser. En cuanto a que por un lado se estudian las esencias y por otro y en
particular las causas, hablándose así de lo que hacen respectivamente la
metafísica y la ciencia experimental, sería de rigor aclarar que tanto la ciencia
como la metafísica se ocupan de las esencias. ¿Acaso la investigación de la
ciencia experimental no desea entender los que antiguamente se llamaban primeros principios, modernamente
también llamados conceptos fundamentales y
aun componentes últimos del universo, con sus maneras de comportarse? Aunque los filósofos entiendan por
esencia algo diferente a lo que podrían aludir con esta palabra los
científicos, si se observa con cuidado se encontrará una misma cosa, o una
misma dirección hacia las cosas, que está en todo y escapa al entendimiento
común, un mismo qué que escapa a los
ojos de quienes no se formulan preguntas alambicadas.
Los fundadores de la gran filosofía occidental, entre
ellos Platón y Aristóteles, hace más de una veintena de siglos (una dimensión
que parece alejarnos infinitamente de estos dos hombres, como si hubieran
vivido en otro universo), ya se hacían esas preguntas y desconfiaban de lo que
veían y tocaban. Desconfiaban del espectáculo de la naturaleza y del que monta
el mismo hombre, de la misma manera que hoy desconfían filósofos y científicos,
artistas, escritores, teólogos y místicos. Platón creía en la idea o forma, es decir, en lo que está
tras el velo de lo que vemos. Aristóteles distinguía una sustancia primera y una sustancia
segunda; quería discernir entre lo que es atribuible a la apariencia y lo que
es atribuible a lo que la apariencia esconde. Esta simple observación marca un
hito inigualado en la historia, el descubrimiento del mundo extra sensible, por
primera vez no mágico sino sólo oculto a los sentidos del cuerpo. Sus
pensamientos laten entre quienes hoy habitamos la Tierra, sin distinción de
tiempo, como si estuviésemos oyendo una charla en persona a la cual concurren
los viejos filósofos griegos y nos contagiáramos de su acendrado afán de
conocer.
Más que de un viento de tiempo se trata de una lluvia
de cambios. La pregunta por el ser, por el famoso qué es el ser, abarca también lo sido, lo que va siendo y tal vez
lo que será. No es un milagro sino un
fenómeno: responde a lo que es venido
a nosotros, venido porque no estamos en ni somos el centro de nada, y este
fenómeno abarca lo que parece ido,
una evidencia que requeriría verbos reacondicionados. Le llamamos pasado porque
la memoria engulle todo y hace perder la pista del movimiento y la mudanza. Leyendo
historia concienzudamente a veces se disuelve ese espejismo y la realidad
vuelve a estar toda ante nosotros, aunque produciéndonos un efecto parecido al
síndrome de Stendhal (el malestar producido por el museo al reavivarse
prodigiosamente el pasado en unos pocos minutos). Así como no percibimos
ciertas frecuencias de ondas acústicas, una amplia gama del espectro
electromagnético, radiaciones y emisiones de inverosímiles terremotos estelares
y emisiones de gigantes cósmicos que pasan cerca a cada segundo (y quizá alguna
que otra dimensión que suele sumarse a las tres o cuatro conocidas), también
quedan fuera de foco las dimensiones del ser que sin otra ocurrencia remitimos
al tiempo.
La historia que hay tras cada pensamiento, finalmente,
la serie acumulada de registros difícilmente atrapables por la memoria y
necesitados de exhumación y ordenamiento no es más que el grueso del mismo
pensamiento, lo que de él está a la mano y puede aclararlo y enriquecerlo, sin
que la inteligencia quede atrapada en un torbellino de transfiguraciones. Nada
tiene que no esté presente al asomarse en la pantalla de la conciencia, aunque
parezca fantasía: está todo en sí mismo, sin olvido ni viaje en el tiempo. Pero
no es posible poseerlo completamente, como no es posible ver a simple vista un
electrón ni distinguir las verdaderas distancias que guardan entre sí las
estrellas. Tras cada pensamiento hay siempre más pensamiento.
SEGUNDA TESIS
Parte 2
La segunda tesis requería la enumeración de estas grandes ideas y
asuntos que encontramos correspondiéndose directamente con el dominio reflexivo
de la subjetividad y no con el de la objetividad. Si la primera tesis giraba en
torno a la naturaleza experiencial de la subjetividad, es decir, en atribuir a
la subjetividad la misma naturaleza que se atribuye a la objetividad, la de la
experiencia, la segunda tesis, que será expuesta ahora, atribuye a la
subjetividad la ascendencia de la metafísica. Los estudios, exámenes de la vida
mental, exégesis sobre la filosofía del conocimiento y sobre los recursos
cognitivos primarios del sujeto humano han sido examinados y juzgados desde
siempre desde la óptica de la metafísica. Y esta óptica sigue su carrera entre
los pensadores actuales. Si bien han renovado los conceptos a la luz de las
nuevas concepciones y de la ciencia objetiva, no tienen otra manera de
referirse a la vida mental pese a los esfuerzos de la ciencias neurológicas y
químicas.
Las ideas del ser y del ente, de la sustancia y el
accidente, del cuerpo y el alma, las concepciones de la vieja filosofía sobre
el mundo y la vida, hoy se mantienen en el plano de la especulación tanto como
se mantienen en la filosofía clásica, aunque hayan variado en tanto conceptos y
se hayan ampliado como temas, asuntos y problemas. Los sentimientos, emociones, juicios de
valor, pasiones, moralidad, gusto, inclinaciones psicológicas,
representaciones, imágenes y demás “sentires” psicológicos son objetos
primordiales de la versión clásica de la metafísica, la cual no ha muerto o no
es necesario dejar morir, como puede creerse. Esta afirmación se podría
considerar demasiado simple, demasiado vulgar o, en cierta forma, desenfocada,
puesto que la psicología y la neuropsicología, la antropología y la sociología,
la ética y la estética ya se ocupan de todo esto. También se podría agregar que
el existencialismo y la hermenéutica suscriben su certificado de defunción.
Si se contemplan los grandes capítulos de la
filosofía, de aquella semilla primera que aventó el mito y la superstición en
los albores del pensamiento griego, pasando a ocuparse del ser sin la
intervención todopoderosa de los dioses, si se tiene en cuenta aquella
filosofía primera de Aristóteles, se comprobará que esos ingredientes dinámicos
de la vida mental nacen en el sentir más subjetivo e íntimo. El ser, la
existencia, la nada, el cuerpo y el alma, Dios, la esencia y el accidente, la
sustancia última, las causas, el destino, cómo correr el velo de la apariencia
y descubrir la verdadera verdad, nacen en la primera prefiguración voluntaria,
en la intimidad mental humana.
Vano resultaría desechar la metafísica y tirarla al
tacho de los sedimentos históricos, porque está aquí, en el centro neurálgico
de la vida donde se cuecen los principales alimentos del espíritu y del
conocimiento, es decir, en la subjetividad. Porque ¿qué se cree que ocurre por
dentro cada vez que preocupan y anegan la atención las principales
interrogantes que saltan en la cabeza de cualquier individuo humano, en la vida
diaria o cuando se opta por ocuparse de ellas en forma detenida o sistemática?
Ocurre la apertura metafísica y hacemos metafísica casera. Además, no se mitiga
la angustia, no se controla el instinto y las pasiones, no se orientan las
ambiciones ni se enfrenta la adversidad mediante otra cosa que no sea ese
primer buceo en el mar de la realidad que se es y en que se está y por la que
se atisba una primera luz en plena oscuridad y en ignorancia. Ese movimiento
natatorio es metafísico.
Y no se crea que, por ese curso mental e inmaterial,
inapresable por las manos, no incorporable en un cálculo, no experimentable o
inexpresable, se deja de estar ligado a la realidad más real. Por el contrario,
y desde que nada de lo inherente al saber humano es ajeno al contacto directo
con el mundo y la vida, y con el fenómeno único por el que el mundo y la vida
toman contacto dinámico e irreversible en la vivencia y la conciencia, la
metafísica va pegada a la experiencia, y la subjetividad echa las raíces más
hondas en la tierra temporal y espacial con tanta firmeza y vigor como la
objetividad y sus formas de manifestarse en tanto conocimiento confiable. Ambas
son hijas de la circunstancia, de la misma experiencia personal (porque hay una
sola experiencia), de la historia de cada individuo humano. Enseguida se
examinará el punto por el cual se diferencian.
La opinión preponderante, según la cual la metafísica
es un sistema obsoleto y carente de sentido, que ha agotado la verdad de sus
proposiciones al haberse extraviado en el laberinto del lenguaje, puede
entenderse y aceptarse respecto a cantidad de problemas prácticos. De éstos se
ocupa la ciencia con medios de considerable solvencia y potencia y métodos
adecuados que rescatan el sentido de las proposiciones al manejarse sólo con
relaciones y proporciones estipuladas con precisión. Pero, fuera de las relaciones
espaciotemporales, es decir, en tanto se barajan problemas cuyos términos no se
encadenan a momentos o lugares, a relaciones sensibles y concretas, a hechos
empíricos y realidades dadas, la opinión mencionada puede flaquear. Las
relaciones y proporciones, por ejemplo, las de las ecuaciones de la física y la
matemática, se sacuden al topar con la necesidad de flexibilizarse, de
adecuarse en el intento de abarcar en una fórmula la realidad comprobada que se
les escurre. Una prueba de esto se encuentra en las famosas constantes, la de
Planck, por ejemplo, que fija el límite a partir del cual ya no es posible
medir nada por resultar 1019 veces más pequeño que un protón (Rees,
2001, 204).
En última y definitiva instancia, todo conocimiento es
medida de algo, pero medida de relaciones. No existe medida de ninguna
naturaleza particular, sino, solamente, medida de las relaciones que las
diferentes naturalezas guardan entre sí. Este es un fundamental principio del
conocimiento científico, porque este filón del conocimiento se niega con toda
justicia a pronunciarse mediante predicados sintéticos, es decir, mediante
aventuras intelectuales que se refieren a lo que no está ya contenido en el saber,
en el sujeto de la predicación. Se niega a relacionar nada que no sea posible
vincular a lo conocido; rechaza lo que sea incompatible, no asociable con algo,
en fin, no relacionable. Sólo se vale de los predicados sintéticos en las
etapas de formulaciones cien por ciento hipotéticas.
Todo conocimiento intenta establecer la relación que
las apariencias guardan entre sí; no se puede otra cosa. Ninguna ciencia,
fáctica o no fáctica, puede proceder de otra manera. Sólo la magia puede hacer
aparecer un conejo de una antigua galera. Se puede establecer proporciones: la
relación que guardan las naturalezas estudiadas ‒es decir, las apariencias‒ con
las demás naturalezas o apariencias; pero, siempre, en cuanto a la cantidad.
Cuántas cosas caben en otras; cómo hallar unas en otras, cómo aislar o
acorralar la que nos interesa en función de cómo se comportan cuantitativamente
las otras; cómo dar vuelta una relación para ocuparnos de la que nos interesa.
Así, H2O es una fórmula que expresa las proporciones entre los
componentes del agua, pero nada dice respecto a cada uno de los componentes y
no dice nada en concreto del agua.
Qué es el agua, sin embargo, es una pregunta universal
y maravillosamente humana, como la pregunta acerca de qué es el mundo y la
vida; qué papel corresponde al humano en ellos, etcétera. El deseo ancestral
que nos impulsa a responder estas preguntas también termina estableciendo sólo
un juego de relaciones, pero relaciones que no sólo establecen proporciones y
cantidades de unas cosas en otras. No se podría decir con seriedad que la vida
multiplicada por el tiempo es igual a la historia, o cosas semejantes que
resultarían meros disparates.
Y aunque nada sepamos sobre esos elementos
componentes, las relaciones no cuantitativas que se necesitarían para definir
naturalezas particulares exigirían proporciones entre elementos que sospechamos
muy diferentes al oxígeno y al hidrógeno y al concepto matemático por el cual
se duplica la presencia de uno respecto al otro para componer el agua. Las
proporciones, en tal caso, se establecen entre aquello que sólo puede
concebirse en la escala espaciotemporal, en el factor concreto, liso y
llano, de la experiencia sensible. Las relaciones cualitativas también se
manifiestan y descubren a partir del hecho concreto de la experiencia sensible.
Así, los colores del arcoíris, los diferentes tamaños de las cosas, sus
respuestas en nuestra sensibilidad al tocarlos, oírlos, degustarlos, olerlos o
recibir su calor. Pero, cuando los efectos últimos de esas respuestas franquean
las fronteras de los sensible físico, cuando se metamorfosean en sentimientos,
en sentires particularizados e interpretados en su interior por cada mente,
pierden el vínculo que los anclaba a la experiencia y adquieren vida propia,
emancipada de aquel nexo que las hundía en el lecho espaciotemporal. Entonces,
nace la dimensión subjetiva, tan real como la objetiva, y como ésta, según la
primera tesis, nacida de la experiencia.
La emancipación de la experiencia, no obstante,
resulta un proceso muy complejo y difícil de estudiar. Se desarrolla fuera de
las posibilidades de la observación sensible por constituir un fenómeno no
sensible, aunque real, no físico, aunque fisiológico, es decir, un fenómeno
psíquico. Sus relaciones internas son inconmensurables: es imposible
aplicarles un instrumento de medición, una unidad de medida, y también es
imposible relacionarlos con proporciones que no resulten demasiado elásticas,
aproximativas, borrosas, como cuando decimos que un paisaje, un sonido o un
sabor nos gusta más que otro, o que nos gusta menos, o que nos
gusta demasiado (términos regulativos de las impresiones que fascinaron
a Vaz Ferreira, en una época en que nadie se había detenidos en ellos).
Las relaciones de este tipo, así, quedan en ese limbo
mental en el que no guardan una asociación directa con la realidad
experiencial, o en el que guardan sólo una relación indirecta con ella. Pues se
han emancipado, por lo que nos permiten expresarnos sin necesidad de ser
precisos, así como cuando decimos “ya no te quiero tanto” o cuando
respondemos si nos preguntan por nuestra salud con un “más o menos”
o “un poco mejor”. Este es el limbo próximo a la subjetividad.
Desde que no hay fronteras claras y no es posible
establecer clasificaciones entre las diferentes relaciones, es decir, entre
nuestras respuestas ante las cosas y seres de la realidad circundante, es hasta
lógico que se haya quedado allí y estancado todo estudio sobre la subjetividad,
remitiéndola al suburbio de la conciencia. Se prestó, así, a servir de marco a
toda aquella actividad de la vida mental que vuela libre y sin reglas conocidas
por el cielo de la imaginación, de la fantasía, de las ilusiones y anhelos
inalcanzables, de las utopías y de las maravillas que sólo el arte es capaz de
traducir en sus diferentes y particulares lenguajes. La subjetividad, de esta
manera, se asocia a la dimensión espiritual (hoy algo desvirtuada), dimensión
en la que “sentir”, ese fenómeno adyacente a la visión, a la audición, al
tacto, cobra otro sentido y aun otro significado: el sentir de los
sentimientos[21].
Y, en tanto el ser humano se mantiene, a través de las
eras, como criatura dotada de sentimientos, nunca se pudo hacer que el dualismo
entre el relacionamiento objetivo y el relacionamiento subjetivo ‒el del cuerpo
y el alma‒ se unificaran definitivamente en un monismo que fuera
indiscutible y completamente suficiente para abarcar sin distinción a las dos
dimensiones experienciales. Esto es, que nunca se pudo establecer la realidad
sensible como única realidad aceptable al menos para una consensuada representación
de criterios filosóficos que bastasen para barrer con la otra. La dimensión
subjetiva, libre y fantástica, no se ha podido reducir fehacientemente a la
dimensión objetiva. En algunas incursiones neurológicas o neuropsicológicas,
especialmente en casos de desarreglos nerviosos o anomalías conductuales, la
relación entre ellas se limita a un puñado de efectos biunívocos entre síntomas
de orden somático y reacciones correlativas en el nivel cerebral o en el
sistema endócrino. Pero, por ejemplo, nunca se pudo determinar objetivamente
qué es la locura, cuándo empieza y cuando termina, como no se puede determinar
el punto exacto en que los granitos de arena reunidos empiezan a constituir un
montón.
Así, pues, y desde que hemos vinculado a la metafísica
con la subjetividad, sería un error renunciar a esta modalidad de pensamiento
reflexivo, puesto que ningún otro procedimiento ha sido capaz de rendir cuenta
en lenguaje discursivo del sentir de los sentimientos, aparte de como lo
han hechos los lenguajes del arte. Y, entre las relaciones experienciales
emancipadas, se puede distinguir cierta clase de ellas que han perdido
completamente lo poco las unía a su génesis fáctica y vivencial. Nos referimos
a una clase tal de relaciones libres que, como los electrones del flujo
eléctrico, ya se han transfigurado en otra forma y en otra función, se han
metamorfoseado en otra especie de energía relacional. Se ha vuelto inteligencia
pura, facultad, capacidad instrumental (en el sentido metafórico), en recurso
al servicio del conocimiento.
Llegada a esta esfera de la subjetividad, la
experiencia, disuelta en tanto acto y bajo su nueva función en potencia, no en logos
sino, diríase, en nous, en inteligencia de carácter espiritual, no
discursivo, no preparada sino, más bien, espontáneamente en acecho, se
ha liberado también de las limitaciones de la memoria, de lo que se ha
acondicionado en las habilidades adquiridas por instrucción, aprendizaje y
repetición. Se adelanta así hacia el enfrentamiento con la experiencia nueva,
haciendo las veces de casera tecnología mental y espiritual. Tal es la
diferencia entre la subjetividad y la objetividad, y aún, la diferencia entre
la subjetividad marginal y límbica, apenas emancipada, y la subjetividad libre
completamente desenraizada de la experiencia. Para entonces puede aplicarse,
resolver problemas, iniciarse como primer puntal ante la adversidad, competir,
complementar al conocimiento objetivo. Pero ¿no es este el plano de la
metafísica? ¿No hace el relevamiento del mundo? ¿No se proyecta más allá de él
como no puede otro procedimiento? ¿No selecciona, orienta, sugiere, señala un
camino, proporciona una primera expectativa de disolución de problemas? Y, aun,
¿no da lugar a la esperanza?
Resumen:
En la
historia personal se pueden distinguir dos clases de acontecimientos: unos de
carácter subjetivo y otros de carácter objetivo. Pero ambas clases de acontecimientos
se consolidan en la misma trayectoria de experiencia. Algunas imprimaciones
nerviosas surgidas de motivaciones cualesquiera se enlazan con situaciones
concretas que exigen resolución de problemas. Mediante este enlace se
configuran los fundamentos del saber a qué atenerse en la vida corriente, y se
consagra la más importante función de la inteligencia, que se complementa con
la memoria, la instrucción, el aprendizaje y la adquisición de habilidades.
PARTE 1
Venimos al
mundo al nacer, gracias a nuestra mamá, Pero ¿cuándo nacemos, exactamente? La
palabra “cuándo” se refiere al tiempo, y tiempos hay muchos al nacer: la
gestación, el parto, el alumbramiento, etcétera, por no decir la etapa del bebé
y la infancia. Cada una de estas etapas debe de tener un inicio y, por lo
tanto, una intersección entre el final de una y el advenimiento de la otra. Sin
embargo, no hay forma de precisar ese punto crucial que, además, no nos es útil
para ningún efecto práctico.
Los términos “bebé”, “niño”,
“joven”, “adulto”, “veterano” se refieren a un más o menos en el que puede
variar el punto de transición, el final de un período y el comienzo de otro.
Multitud de hechos se han acumulado, suficientes para que se distingan entre
sí: apariencias, experiencia, maduración mental, desarrollo muscular y
esquelético. Pero no hay un instante que pueda señalarse como aquel en que
termina tal edad y empieza otra. No hay un punto temporal en el que algo
empieza a ser eso que lo distingue como lo que es.
Además, el punto temporal, ¿cómo
podría definirse? ¿Qué es ese punto temporal? ¿Cómo se relaciona con el paso o
flujo del tiempo, con el transcurso que se vuelve presente por un instante?
Viene del futuro, se consolida como instante e ipso facto se va al pasado.
Empieza por no ser nada, adquiere una presencia fugaz y pronto se va otra vez a
la nada, porque si es pasado ya no es algo. Y se repite y repite esto de tal
modo que aparenta ser una cosa que pasa ante nosotros y por nosotros, como pasa
la luz ante los ojos o la música por los oídos. Este problema ha despertado
sugerencias notables, por ejemplo, negar el devenir y establecer la eternidad
del ser por parte del filósofo italiano Emanuele Severino.
¿SOMOS O YA FUIMOS?
¿Cuándo verdaderamente es una cosa o un ser vivo? Parece una pregunta tonta,
pero no lo es, porque, en vista de ese misterio en torno al punto temporal se
puede preguntar si somos o si ya fuimos. Porque solo es posible conocer lo que
hay si lo que hay existe realmente, y para que exista realmente no puede estar
en el futuro ni en el pasado: tiene que estar en el presente (otra cosa es el
conocimiento histórico y la predicción e imagen posible del futuro). Al
instante de ser, ya fuimos, y esta es la condición para conocer, puesto que
¿cómo conocer lo que aún no es o lo que ya no es? La condición es que la cosa
sea. Para que haya un ser humano se necesitan cambios por los cuales se
constituye y se vuelve existente, del mismo modo que un árbol o una piedra. Al
producirse esos cambios nos convertimos parcialmente en pasado sin darnos
cuenta. Esto que veo en el espejo, en última instancia, es una imagen de mi
persona en el pasado, salvo que el presente vaya conmigo como mi sombra; pero
es difícil suponer que seamos la frontera, ¡precisamente, nosotros!
Para que fuera una imagen del
presente debería reflejar el tiempo exacto del instante en que estoy. ¿Cuál
sería ese tiempo, el más breve concebible, el instantáneo? Sería el tiempo en
el que pudiera permanecer para poder decir: ¡heme aquí, en el presente! El
ámbito microscópico que estudia la física cuántica es del entorno de los 10‒33
centímetros (una millonésima de milmillonésima de milmillonésima de
milmillonésima de milímetro). Es la distancia más pequeña concebible, llamada
“longitud de Planck”, y en estos dominios también hay un tiempo muy pequeño, el
“tiempo de Planck”, de 10‒44 segundos, es decir, de una cienmilésima de
milmillonésima de milmillonésima de milmillonésima de milmillonésima de segundo
(Rovelli, 2018, p. 56), período imperceptible, huelga decir, inaccesible para
nosotros habitantes del mundo macro. El mundo cuántico es una dimensión en la
que reina la probabilidad y solo es inteligible por medio de la estadística,
pues sus entidades, si bien son existentes en el sentido en que decimos que
existe un árbol o una piedra, no son observables ni localizables con precisión,
de modo que solo son predecibles, y pueden concebirse solo por aproximación
como si formaran parte de una nube de probabilidades para cada posición en que
la cosa o partícula u onda podría encontrarse, es decir, donde la nube es más
densa.
FULGURACIÓN
También nosotros, metafóricamente, somos aquello donde la nube es más densa.
Pero véase como se forma esta nube. No se forma por acumulación de gotas de
agua, como las nubes reales. Al contrario, lo que somos no es la suma de todos
los hechos de la vida, de los pensamientos y sentimientos. Es, más bien, la
resta, el resultado de una selección; no la inclusión de todo sino la exclusión
de aquello que no nos ha servido para convertirnos en lo que somos: de toda la
experiencia, la emoción, el amor y el odio, la adversidad, la buena o mala
suerte, los encuentros y desencuentros, la felicidad y la angustia, solo lo que
nos ha dejado una huella efectiva “[efectivo”: significado que se atribuye a
aquello a lo que se aplica y que “merece sin exageración” (Moliner, 1056),
ahora no importa qué], un saldo a favor de la vida y una enseñanza crucial.
Lo acumulado en buena parte queda en
la memoria, de corto o de largo plazo, porque se relaciona con cada momento y
lugar de tiempo y espacio vivido (memoria espaciotemporal). Lo que se ha
restado y seleccionado, consciente o inconscientemente, en cambio, es
indeterminado e impreciso, indefinido en tanto hecho. No ha quedado en la
memoria, pues ella registra momentos y lugares y no procesos fenoménicos o
neurales ajenos a la conciencia. No se sabe cuándo ni dónde ha impresionado a
los sentidos y al intelecto a través de un fenómeno neurofisiológico semejante
a lo que Konrad Lorenz, apelando a los místicos medievales, llamó fulguración y
también mecanismo inductor ingénito (Lorenz, 1985, pp. 56 y 89).
ESTÍMULOS CLAVE
Hay un fenómeno de filtración de los estímulos, sostiene Lorenz, que “solo deja
pasar y surtir efectos a aquellos que caracterizan con suficientes
probabilidades estadísticas las situaciones del medio ambiente donde sea
posible el comportamiento razonable inducido. Cabría comparar ese aparato
receptor a un castillo cuya poterna solo pudiera abrirse mediante una clave
específica. Por eso suele hablarse también de estímulos clave” (ob. cit., 90).
Este fenómeno reaparece muy recientemente en relación al tema del tiempo como
asunto a considerar en la antropología: “El tiempo es la relación sensible y
sensual con la vida. Algunos escritores han señalado la capacidad fulgurante
que puede tener una sensación para restituir un instante pasado de forma
íntegra. De golpe, el tiempo tiene una virtud: mantiene una forma de memoria
que no se preocupa por la edad y que está disponible, por decirlo de algún
modo, de forma permanente.” (Augé, 2018, 63)
Ciertas motivaciones experienciales
se enlazan con la situación que se presenta, cuyas características particulares
se avienen a aquellas motivaciones, con las que se comunican. Mediante este
enlace se cierra un círculo sistémico y se produce un nuevo acto de creación
fulgurante. La información impresa inducida pasa a integrar la facultad de
conocimiento y a completar el sistema de habilidades humanas, con lo que se
consagra una importante función en la vida de la persona, tanto o más que la
que acumula y memoriza por instrucción, aprendizaje, estudio, ejercitación o
reiteración. No parece razonable identificar este mecanismo con la llamada
“retroducción” (abducción aristotélica), puesto que, como dijimos, no la
posibilita la rememoración. El conocido ejemplo de la margarita de Proust
parece ser un fenómeno intermedio entre la memoria y la fulguración, pero el
problema involucrado figura entre los intereses de los más importantes
investigadores de la subjetividad humana, filósofos, psicólogos, neurólogos y antropólogos,
cuyo detalle figura en otros de nuestros trabajos (2015 y 2019).
EL CÍRCULO EPISTÉMICO
Así, pues, y si bien el momento y el lugar representan el mundo que nos
suministra conocimiento e inteligencia por la educación y el aprendizaje, con
su historia cuantitativa y progresiva, que se corresponde con la experiencia
objetiva, también hay un mundo oculto con su historia innominada, cualitativa y
vicisitudinaria, emergente de la experiencia como la otra, pero estructurada en
lo subjetivo. Se trata de una realidad, y de su correspondiente historia, tan
real y existente como la espaciotemporal, pero cualitativa, no progresiva sino
decreciente y atenuante ‒discrecional‒, que la fulguración deja como impronta
en el sistema nervioso central. Es habitual señalar que en este sistema se
procesa la información que llega desde los sentidos, y que de esa manera se
originan las respuestas, mentales o físicas y conductuales.
Sin embargo, es necesario señalar
también que ese proceso no podría ser posible si las asociaciones y contornos
neuronales no desarrollasen, en una operación inversa, los procedimientos de
indagación o exploración perceptiva, tentativa e intencional, a partir de los
cuales se activan y encausan las sensaciones o efectos del haz de información
proveniente del exterior, sea táctil, visual, auditivo, olfativo o gustativo,
sin olvidar aquellos que se encargan de informar sobre la presión, la
temperatura, el dolor, que se pueden considerar como diferentes especies de
“tacto”. Pero el cerebro no es un simple espejo, aunque en cierta forma haga
las veces de espejo; su compleja configuración biofísica incluye ante todo la
capacidad de establecer un contacto bidireccional con el entorno.
En primer
lugar, es necesario tener en cuenta que “tenemos muchas células especializadas
que son sensibles a muchos estímulos que proceden del interior del cuerpo que
nunca alcanzan el nivel de conciencia. Particularmente importantes dentro de
este grupo se encuentran los receptores de tensión de los sistemas vasculares y
de los músculos, y una variedad de receptores sensibles a diferentes tipos de
factores químicos. Los receptores de las vísceras y de otros órganos internos
se denominan a menudo internorreceptores o víscerorreceptores, para
distinguirlos de los externorreceptores olfatorios, auditivos y visuales que
reciben las señales del exterior del cuerpo (también llamados telerreceptores: tel,
distancia). En general, el conjunto de receptores da información que va desde
los más mínimos cambios en el medio interno del cuerpo hasta las señales más
débiles que nos llegan desde las distancias más alejadas del mundo exterior”
(Shepherd, 1985, 189). Por lo que no solo hay una dirección desde fuera del
cuerpo hacia dentro.
En segundo lugar, debe considerarse
la transducción, es decir, el fenómeno por el que los estímulos, ambientales o
del interior del cuerpo, “deben convertirse de sus diferentes formas de energía
al lenguaje corriente de las señales nerviosas” (ib., 190). Existe toda
clase de células receptoras y cada una dispone de una forma diferente de
realizar la transducción. Algunas células tienen membranas tan sensibles que
pueden detectar estímulos casi irreales; por ejemplo, “las células pilosas del
oído pueden detectar un movimiento aproximadamente tan pequeño como el diámetro
de un átomo de hidrógeno” (ib., 190). De esto resulta, pues, la acción
de dos tipos de direcciones en la transmisión neural, una, cuya fuente es el
mismo cuerpo, y otra cuya fuente es el mundo exterior al cuerpo. Y en ambos
casos los procesos pasan por las mismas etapas, transducción, flujo de iones a
través de las membranas celulares, paso de potencial receptor a impulso
nervioso o “descarga de impulso” que “lleva la información al resto del sistema
nervioso” (ib., 193).
La dirección de la información desde
dentro hacia afuera, aun, se registra en la recepción de información externa al
cuerpo, y se refleja por la presencia de diferentes desarrollos de las células
destinados a discriminar la clase de información de que se trate: células
receptoras nerviosas en las que intervienen microvellosidades (en el gusto),
cilios (olfato y visión), terminales fibrosas (tacto), etcétera, y en todos los
casos se comprueba algo más que la simple actividad especular o refleja. Se
manifiesta la actividad de ir en busca de lo que se puede recibir o, en otras
palabras, de intervenir activamente en la composición del conocimiento final.
En lugar de limitarse a asimilar
imágenes, procesar los datos inmediatos llegados a la conciencia, como se suele
decir, el sistema nervioso se especializa en intercambiar datos, enviar tanto
como recibir información, porque de lo contrario no discriminaría y no
procesaría nada y solo acumularía, como un estanque acumula agua, un río las
vertientes que desembocan en su curso y, aun, como un gran depósito en el que
se vuelquen objetos de toda clase, alimentos de todas las especies como en
chiqueros y objetos de deshecho de toda clase, basurales o estercoleros.
El tipo de selectividad de la
información, por lo demás, no actúa solo en el sentido lineal y temporal sino
contra el tiempo, en un círculo energético que se cierra y se abre tantas veces
como la experiencia lo solicite. La historia resultante no es continua, el
estatus no es determinable por la memoria y su definición no es posible por
recuento ni cuenta. Se advierte de este modo el fondo común del que provienen
esas dos vertientes y direcciones en la cognición, generalmente reducida solo a
una, la receptiva. Claramente, se corresponden con los conceptos de objetividad
y subjetividad, con una versión definida por la dirección centrípeta y otra por
la dirección centrífuga de la información. Lo que en la práctica se distingue
como atención, recepción, asimilación, o por intención, sondeo y exploración.
El fondo que las familiariza es la experiencia, por la que se da “la
aprehensión sensible de la realidad externa” (Ferrater Mora, 1994, T. II,
1181).
No queda allí, todavía, esta
asombrosa realidad que se esconde en los laberintos neurológicos del
conocimiento rudimentario. Existe un intercambio mutuo entre la capacidad de
percibir y la capacidad de hacer algo con lo que se percibe. “Un punto importante
es que la amplitud del potencial receptor se gradúa continua y suavemente en
relación con la intensidad del estímulo. La recepción sensorial implica, pues,
la transformación de estímulos sensoriales continuamente variables, en un
dominio neural de impulsos que siguen la ley del todo o nada. Uno puede
comprender este concepto si piensa que señales analógicas se convierten en
señales digitales”. De modo que la descarga del impulso “traduce fielmente los
parámetros del estímulo”. Y todavía más: esa descarga “tiende a elevar la
respuesta cuando el estímulo va aumentando”. El proceso termina en la
percepción sensorial, es decir, “una respuesta comportamental del organismo”
(Shepherd, ob. cit., 194 y 197).
Aparece la dimensión epistemológica
como actividad vital por la que se consagra el contacto de la mente con el
mundo; la realidad no palpable, aunque de algún modo concreta, por la que las
sensaciones se asocian a la reflexión (en el fenómeno de la vivencia). ¿De
dónde sale el material a partir del cual la mente piensa, conoce, razona,
imagina y se conmueve? Ya en el siglo XVII se respondía así esta pregunta: “las
cosas materiales, como objetos de sensación, y las operaciones internas de
nuestra propia mente, como objetos de reflexión, son, para mí, los únicos
orígenes de donde proceden inicialmente todas nuestras ideas” (Locke, 1980, T.
I, cap. I, 165). La experiencia, pues, de la que tanto se habla, no surge solo
por la participación de los sentidos del cuerpo y de las sensaciones o
percepciones sino, también, por la reflexión y la actividad no sensorial (sin
confundir con el confuso concepto de lo “extrasensorial”).
REALIDAD VÉCICA
Lo que deseamos destacar de esta realidad vivida externa e interiormente es su
historia inapresable y diseminada en las vivencias. Por bajo la historia
objetiva y patente existe otra historia, subjetiva e imponderable, oculta tras
lo que solo puede referirse por las veces que la aluden y cuya memoria no
interesa además de ser cabalmente imposible. La expresión se vuelve indistinta,
indeterminada, borrosa, y aparece la palabra vez, en combinaciones como “cierta
vez”, “cada vez”, “una vez”, “todas las veces”, las más indicadas para poner de
manifiesto esa otra realidad histórica. Su significado gravita no por las
referencias de tiempo y espacio sino por lo que se presupone al hablar,
comunicarse, pensar, que se contiene implícito en la comprensión y el entendimiento.
Por ejemplo, en las expresiones “Juan dudó un par de veces”, “había una vez un
rey” y “el niño faltó una sola vez”, no interesa cuándo, dónde ni por qué dudó
Juan, no interesa la época ni el país del rey ni interesa cuándo ni adónde ni
por qué faltó el niño. Interesa, sí, la cautela de Juan, la historia del rey y
la perseverancia del niño.
Convenimos en que hay una realidad
tan humana como la realidad espaciotemporal, que por provenir de lo
indeterminado llamamos realidad vicisitudinaria o, para simplificar, vécica (de
“vez”, en latín vicis, que quiere decir “turno” y “alternativa”
‒antiguamente, vecero era aquel a quién tocaba el turno). Cuando hablamos de
“vez”, en consecuencia, ya no nos interesamos por lo que se refiere a momento y
lugar, al cuándo ni al dónde, sino a “la vez en que” tal cosa, cualquiera sea,
se haya correspondido con una experiencia cognitiva de valor general e
intemporal. No importa cuál contenido específico sino lo que representa,
significa o importa para todos los contenidos y circunstancias posibles. Esta
realidad y su historia es el objeto de nuestra teoría, y la justifica la
evidencia de que hay otra realidad y otra historia que permiten comprender
cabalmente la naturaleza del conocimiento humano. El hecho de que no haya un
punto exacto de intersección entre fines y comienzos en las etapas de vida, y
que solo haya grados, nubes o densidades y no tiempo fluyente, y también la
apariencia de que somos más pasado que presente, nos induce a concebir la
teoría vécica, porque a todas luces asoma la sospecha de que hay algo más que
tiempo y espacio.
Hegel indicó que, aun cundo reunimos
toda clase de instrumentos para conocer, somos algo completamente simple: “Todo
individuo es una riqueza infinita de sensaciones, representaciones,
conocimientos, pensamientos, etcétera; pero yo soy, sin embargo, por esto
completamente simple: un fondo indeterminado, en el cual es todo esto
conservado sin existir; solo cuando yo traigo a la mente una representación, la
saco fuera de aquel interior a la existencia ante la conciencia […] Así el
hombre no puede nunca saber cuántos conocimientos conserva de hecho en sí,
aunque los haya olvidado. Estos no pertenecen a su actualidad, a su
subjetividad como tal, sino solamente a su ser en cuanto es en sí. Y la
individualidad es y sigue siendo dicha interioridad simple en toda
determinación y mediación de la conciencia, que más tarde es puesta en ella.”
(Hegel, 1944, § 403)
PARTE 2
Cuando se habla de masificación (Ortega y Gasset), de miedo a la libertad
(Fromm), de crisis de la modernidad (Habermas), de fin de los grandes relatos
(Lyotard), de pensamiento débil (Vattimo), de modernidad líquida (Bauman), de
distanciamiento del prójimo (Zoja) y de otras interpretaciones igualmente
oportunas y explicativas de los fenómenos sociales característicos de la época
actual, se denuncia el vaciamiento de la racionalidad. En todos los casos se
habla de la realidad objetiva, pero hay otro vaciamiento, en este caso de
carácter subjetivo, y quizá benéfico para la sociedad: el de la espacialidad y
la temporalidad.
LO REAL Y LO VIRTUAL
En las teorías de la posmodernidad no se tiene en cuenta la subjetividad humana
sino en lo que tiene que ver con la dimensión social. Se excluye la dimensión
mental como orden fundante de conocimiento, de cosmovisión, de ideas, nociones,
conceptos que, estén o no avaladas por las ciencias y la filosofía, de todos
modos, fluyen como pensamiento propio en la vida corriente. Los argumentos se
apoyan en la constelación de cambios en la visión humana sobre el mundo,
especialmente en cuanto a lo objetivo: el final de los grandes relatos como
final del mundo físico y social, la licuefacción del pensamiento respecto al
saber concreto y sólido, la debilitación del conocimiento asumido como
racionalidad moderna, poderosa, empírica y deductiva, y la transformación de
los sentimientos, la emocionalidad, la moral y los valores casi siempre
relacionados con la comunicación y la convivencia enteramente palpable y
corporal.
Y en todos los casos se tiene en
cuenta la relación de la realidad fáctica. Lo posmoderno se deduce de lo
objetivo, de lo que se aprecia en las conductas y en las tendencias
estadísticas. Sin embargo, algunos autores sugieren algo más, por ejemplo:
“Cada día tenemos ante nuestros ojos una tragedia que está ocurriendo en algún
lugar del mundo, de la cual hasta hace poco recibíamos noticias esporádicas, a
veces ni siquiera una vez por década: el hambre, el retorno de enfermedades
devastadoras, los dramas climáticos, las masacres olvidadas. Aquello que merece
nuestra compasión y requeriría nuestro amor es cada vez más evidente, pero está
cada vez más lejos, se vuelve cada vez más abstracto. La globalización del amor
podría representar una nueva y exaltadora conquista, pero es, al mismo tiempo,
profundamente antinatural. Al verlo sobre todo en la televisión, todos sufrimos
una trágica privación del prójimo. El enriquecimiento que nos brinda la
información, al ser inflacionario y abstracto, contribuye también a la
desaparición de la solidaridad, que querría combatir.” (Zoja, 2015, 136) Y
conocemos perfectamente el cabal sentido que encierra esta reflexión.
La globalización real y virtual del
mundo es una realidad como cualquier otra, que responde a una vivencia también
real, que se inscribe en la vida cotidiana y concreta como se inscribe la
escena de abrir la puerta de casa cada día para salir e ir al trabajo. Ir al
trabajo o de compras se ha vuelto tan real como visitar la tumba de Tutankamón
o apreciar el interior de San Pedro de Roma, y ya casi tan real como habitar la
Luna o Marte. Esto es indiscutiblemente cotidiano, y es virtual, pero también
real. Que todavía no podamos tocar la tumba, entrar a San Pedro u hollar el
suelo de Marte es algo intrascendente, porque descontamos que en el futuro se
podrá ver y tocar a gusto. No es absurdo pronosticar el declive de la
sensibilidad, tal como la concebimos ahora, si no de su ocaso. La información
proporcionada por ella no es la única fuente de conocimiento. Se sabe que este
dilema nunca ha sido resuelto, que se sostiene en la antigüedad clásica y
estalla con el Iluminismo.
Al enteramos de que existe una nueva
pandemia, y aunque no la experimentemos en carne propia, se convierte en hecho
real, como si cada uno la padeciera. La nueva realidad sentida, establecida en
términos lejanos o a distancia, ya no es sino realidad a secas; realidad como
la del sillón en el que nos sentamos ahora. Ya no hay ningún aquí ni ningún
ahora que hegemonice la realidad. Existe una realidad que no es preciso llamar
“virtual” porque es virtual por la sola forma de conocerla. Es real lo que
ocurrió ayer y lo que ocurre hoy en las antípodas de la Tierra, y pertenece
todo a un mismo presente que se vive intensamente.
El riesgo de este sorprendente giro
intelectivo de la humanidad consiste en que facilita la apropiación indebida de
la realidad. Tiende a hacer extensivo el sentido de lo que es propio, que
instintivamente parece corresponderse con nosotros, el contorno, el país, la
localidad en que vivimos, los amigos, al mundo entero. Se establece por lazos
que se afirman en lo objetivo, pues despierta una clase de sentimiento reflejo,
externo, estereotipado, filtrado por la intermediación de imágenes, relatos,
información discursiva, raciocinios ya formulados, no como impulso interno. Es
una clase de sentimientos muy diferente a la de los sentimientos originales. La
condición posmoderna, pues, parece definirse en términos de rasgos puramente
objetivos.
Aparece la virtualidad como modo de
“ver” el mundo, el fondo de sus océanos, los picos más altos de sus
cordilleras, los rostros de los habitantes del lugar más distante. Pero no se
trata de un modo de ver artificial o despreciable, porque se vive con igual
intensidad que la experiencia inmediata. Vivir decreta la realidad, y cada
persona elige, o se afana por elegir, el vivir que le sienta mejor. La
experiencia personal asume la experiencia virtual, el mundo que amplía sus
horizontes objetivos merced a las tecnociencias, que se suma a la contribución
fundamental volcada en la inteligencia. De esta asociación se configura la
realidad presentida como realidad sentida, y la historia personal no vivida
como vivida. “Pues si vemos lo presente/ como en un punto se es ido y acabado,
/ si juzgamos sabiamente, / daremos lo no venido/ por pasado.” (Manrique, copla
2, 26)
EL INTERLOCUTOR AUSENTE
De manera que vivimos inmersos en una realidad no inmediata, innominada e
inubicable; no nos interesan las contigüidades, las continuidades, los nombres
ni las fronteras que separan o que unen las representaciones mentales y los
fenómenos psíquicos, sean de la especie que fueren. Tampoco necesitamos
ubicaciones cronológicas, contigüidades ni circunstancias afines, fueren
próximas o lejanas, para sentir, pensar y tomar decisiones. Nos alcanza con lo
fortuito, porque no dependemos de lo que hemos experimentado en cada una de las
veces vividas en nuestra historia. Ahora vamos más allá de la cognición
filtrada por la experiencia inmediata. La inteligencia funciona sin importar el
cuándo ni el dónde, haciendo de todos los cuándos y dóndes una acumulación
inanalizable al estilo de las síntesis aplicadas en la experiencia inmediata.
Si la experiencia inmediata selecciona y resta, la mediata acumula y suma. Una
desintegra y la otra integra. Pues existe una dinámica de exclusiones y otra de
inclusiones.
Pero no acumulamos las diferentes
destrezas obtenidas en el pasado para levantar unas pesas o para correr los
cien metros olímpicos. Sólo diferenciamos aquello que nos ha permitido obtener
esas destrezas, hacerlas nuestras. No aplicamos todo lo que hemos vivido sino
lo que nos ha resultado provechoso. La experiencia de la virtualidad, sin
embargo, permite apreciar una condición que está de por sí en la experiencia
real. Se trata de la vivencia del tiempo. Por la virtualidad parece que somos
algo por lo que otro “algo” misterioso fluye, o aun que somos el fluido mismo.
No que estamos, sino que somos el espacio y el tiempo. Nos parece que el tiempo
convencional, lineal y continuo, que fluye del futuro al pasado y que solo nos
permite existir cabalmente en el presente fugaz, está acabado.
Por esta ampliación de la
experiencia personal somos ahora todo lo que somos; ya no como si fuéramos por
partes, una en el presente, una en el pasado y otra en el futuro. Se podría
decir que somos una nube de existencia y realidad que nos encuentra en donde es
más densa. El filósofo italiano Emanuele Severino sostiene que todo está aquí,
salvo que existimos solo en una parte, un argumento que tiene su antecedente en
Parménides (Palazzo, 2019, 121 y ss.). Henri Bergson también contrapuso las
ideas de tiempo real y de duración, esta última referida a la inteligencia:
“preocupada, ante todo, por las
necesidades de la acción, la inteligencia, como los sentidos, se limita a tomar
de tarde en tarde, sobre el devenir de la materia, vistas instantáneas y, por
lo tanto, inmóviles. La conciencia, como se regula, a su vez, por la
inteligencia, mira de la vida interior lo que ya está hecho, y solo de un modo
confuso la siente hacerse. De este modo se destacan de la duración los momentos
que nos interesan y que hemos recogido a lo largo de su recorrido […] Mas
cuando, especulando sobre la naturaleza de lo real, lo seguimos mirando como
nuestro interés práctico nos pedía que lo mirásemos, nos volvemos incapaces de
ver la evolución verdadera, el devenir radical […] Es esta la más sorprendente
de las dos ilusiones que queríamos examinar. Consiste en creer que se puede
pensar lo inestable mediante lo estable; lo moviente por lo inmóvil” (Bergson,
1985, 241).
CONFUSIÓN EN TORNO A LO PALPABLE
Aproximémonos ahora a esa realidad aparente que llamamos objetiva o
espaciotemporal. ¿Qué tenemos que ver con ella? Cada instante de la historia,
cada espacio visitado, esa mezcla de instante y lugar que se dice que vivimos y
a la cual solemos atribuir la única realidad concebible, ¿qué tiene de común
con nosotros? Los sentidos nos informan que tiene de común un cruce de
recorridos físicos y vitales en una comunión que llamamos circunstancia. Y,
aunque esto sea indiscutible y pueda corroborarse una y mil veces, sin embargo,
no es lo único que configura la vida, la historia, la experiencia y aun la
personalidad humana. Hay algo quizá más importante que los sentidos no
registran o que solo registra un sentido interno. La virtualidad ha encendido
la mecha que hace explotar esta sospecha.
Hemos puesto toda la existencia en
el tiempo y por esta exageración se nos hace difícil apreciar que hay algo más,
y que ese algo es lo que no se ve por quedar fuera de la objetividad
espaciotemporal. Encerrar la existencia en el tiempo nos inspira confianza,
porque parece palpable y real. Asumimos la irracionalidad y lo ilusorio solo en
el marco de la subjetividad, que está en todos los humanos. Y se nos ha vuelto
tan difícil apreciarla, en su función inteligente, que aceptamos a la persona
en tanto historia, es decir, solo como la parte ya ida de su vida, la parte que
no está. Sabemos que ha sido real, porque comprobamos su objetividad, su
existencia disociada de toda ilusión e imaginación. Pero en el preciso ahora no
es real.
Y, sin embargo, ¿de dónde salen las
provisiones para vivir, de qué conocimientos, de qué experiencia, de que
enseñanza, de qué cosas? Si lo que nos constituye se ha ido a la historia
porque ya no existe, o hemos seguido adelante nosotros dejando atrás lo que nos
constituye, ¿de dónde salen las provisiones y recursos? La confusión es clara:
debemos ser asistidos, y lo que puede asistirnos parece ser la historia en que
enseguida nos convertimos; pero, la historia, ¿dónde está? ¿Es solo recuerdo,
fuente de consulta? No nos provee ni nos asiste un fantasma, sino lo que
poseemos y existe, el conocimiento existente, la experiencia existente, lo que
aprendemos en tanto existimos. Si el conocimiento es objetivo, y la experiencia
concreta y palpable, entonces nada del conocimiento ni de la experiencia han
dejado de existir, ni nadie ha permanecido en la existencia sin su parte
fundamental. Pero, hemos hecho de lo fundamental algo absolutamente efímero y
demasiado fugaz.
La experiencia virtual insinúa que
lo fundamental no es sólo lo palpable. Lo es también lo que hemos vuelto
impalpable por el contacto con el mundo a través de la experiencia y por la
reflexión de esa experiencia en el arco de las transfiguraciones y metamorfosis
del conocimiento. Es nuestro fundamento y lo demás es, más que fundamento,
aquello que se apoya en los fundamentos. Así, pues, el pensamiento es
impalpable, el sentimiento es impalpable, la moral, los valores, la idea del
bien son impalpables. Y, aunque sean impalpables, existen.
Es necesario algo más, es necesario
vivir haciéndonos, construyéndonos por el trabajo fundamental de elegir y de
hacer nuestro lo deseado, incluso de adaptar, por no decir construir, el mundo
en que vivimos. Se trata de una vieja concepción, presente ya en los filósofos
románticos, en la “intuición intelectual” de Fichte (Fichte, 1984, Segunda
Introducción, c. 5, 839), en la “intuición esencial” de Husserl (Husserl, 1962,
§ 3, 20), en la antropología de autores como Arnold Gehlen y Max Scheler
(Llambías, 1981, capítulos III, 145 y V, 235), y en las ideas directrices de
pensadores como el uruguayo José Enrique Rodó y el argentino Alejandro Korn.
Ahora bien, nada nos salva del azar,
y tampoco de la acumulación y de la repetición, que pueden resultar útiles a la
memoria y muy oportunos para el conocimiento que se ocupa de lo que corresponde
al espacio y al tiempo. Pero, el trabajo soberano, libre y autónomo, al que
obliga la vida por el hecho de vivir lo elemental, de satisfacer obligadamente
las necesidades primarias, es el que promueve la evolución voluntaria o que, al
menos, acompaña a la involuntaria y a la marcha del mundo.
LA POSMODERNIDAD COMO PRUEBA
La civilización actual se ha acercado a la muestra más extraordinaria de esa
dimensión impalpable que reivindicamos y que es necesario confirmar. Ha hecho
que el tiempo y el espacio tiendan a cero, si no a desaparecer. Ha llegado a
presentar a la conciencia la prueba más contundente de lo decisivo de la
voluntad constructiva de la humanidad. Es la que influye sobre las
posibilidades de la inteligencia: los regalos del conocimiento y de sus
derivaciones prácticas abren la posibilidad de entender cómo funciona todo lo
externo al yo. Si hasta ahora se creía que era necesario aumentar el
conocimiento para entender el mundo, ahora se sabe que es necesario entender el
mundo para aumentar el conocimiento.
¡Cómo se explica esta contradicción
a todas luces inaceptable para la racionalidad tradicional?
Entender el mundo es vivirlo,
experimentarlo, resolverlo como problema, enfrentarlo con un resultado al menos
aceptable en lo elemental de la vida, esto es, en el interior subjetivo.
Entender es un trabajo individual, aunque es claro que sería imposible realizarlo
sin la participación reguladora de la objetividad social en la que el individuo
se desarrolla. Si bien el conocimiento objetivo contribuye grandemente a
entender el mundo en su estructura general, no es suficiente para vivirlo a
cabalidad. No alcanza pensar para luego existir ni existir para luego pensar, y
aparece el vertido del pensamiento en la existencia y de la existencia en el
pensamiento como el verdadero círculo de retroalimentación. Es el que se
corresponde con el pequeño ecosistema que somos. En consecuencia, disponemos de
la recursividad como técnica para pensar y existir.
Es el juego por el cual una pauta de
intelección del mundo genera en sí misma otra pauta semejante que multiplica la
comprensión dando lugar a nuevas configuraciones cognitivas. Y también, el
juego por el cual una fórmula de preservación de la vida, o de superación de
los estados de cambio, permite reproducir otras fórmulas que se replican
posibilitando nuevos modos de existencia. Se reproduce así este ciclo
prácticamente en forma infinita (la idea está en Chomsky, 1974, § 3.3, 39, en
relación al lenguaje). La recursividad posibilita la apertura del círculo de
retroalimentación, fuere una red neural o la formación reticular “responsable
del estado general de alerta del cerebro” (Penrose, 1991, 474). Con lo que se
consagra el desenvolvimiento intelectual para entender el mundo y para alcanzar
la integración plena a la realidad a la que se pertenece mediante la
intervención de la conciencia.
Vivimos el mundo palpable, que
habitamos merced a los recursos formularios de que disponemos para integrarnos
a la vida, y también vivimos el mundo impalpable. En este intervienen las
pautas de intelección recursivas que aplicamos a diario, de todas maneras y
aunque no lo advirtamos. Las construcciones inapreciables son las que
primariamente nos permiten afrontar la adversidad y los problemas, y no habría
construcciones sin adversidad y problemas. El conocimiento objetivo solo se
alimenta a sí mismo, afortunadamente, mientras que el subjetivo alimenta al
sujeto. Es meridianamente claro que entender el mundo no es explicarlo ni mucho
menos mostrar sus particularidades visibles u ocultas. Entender es solo poner
en orden, suministrar desde sí mismo y en forma autónoma la figura que pone en
comunicación el mundo que se vive con el mundo que se siente, la vivencia y los
sentidos. Es poner al habla el mundo y el yo.
EL SISTEMA NERVIOSO CENTRAL
Muchos filósofos y científicos apelan a estas primicias para desarrollar
explicaciones, teorías e incluso demostraciones de validez y verdad. Aparecen
la intuición y el pálpito, pero no se sabe a ciencia cierta de qué se trata.
Una función neurofisiológica está seguramente en el centro de su explicación
científica, como, por ejemplo, la descubierta por Donald O. Hebb. Este
biopsicólogo llamó “reunión de células” a “un sistema que está organizado
inicialmente por un acontecimiento sensorial particular, pero que es capaz de
continuar su actividad después de que haya cesado la estimulación” (Kolb y
Whishaw, 1986, cap. 20, 463). Según esta teoría, la esencia de una idea o
contenido de pensamiento consistiría en que tiene lugar en ausencia de un
acontecimiento ambiente original con el que se corresponde experiencialmente.
Intenta explicar los acontecimientos psicológicos mediante propiedades
fisiológicas del sistema nervioso, aunque está orientada en el sentido de
explicar la memoria y el aprendizaje. Nos preguntamos si Hebb no se habría
aproximado, sabiéndolo o no, a un orden de procesos más amplio. “Hebb concluyó
que la inteligencia y la conducta en general están influidas por la
experiencia” (García, 2018, 58), y esto es lo básico.
Se ha dicho que la mente funcionaría
como una computadora, pero seguramente es al revés: la fisiología del sistema
nervioso ha sido la inspiración de la virtualidad computacional. La virtualidad
es una imagen versátil construida en base al juego de circuitos interconectados
y algoritmos reunidos y combinados adecuadamente para disminuir, disimular o
licuar la imagen de la realidad objetiva. Según Hebb, en el sistema nervioso
central se registra la actividad por la que activan bucles neuronales y reuniones
de células que mantienen su actividad cuando el estímulo ya no es vigente. Esta
explicación, sin embargo, y desde que “sólo implica que un ‘estímulo’ lleva, a
través de un ‘centro reflejo’, a una reacción estereotipada, es
insatisfactoria, porque deja de lado dos cosas: la primera, que el resultado
repercute sobre el estímulo, y la segunda, que el flujo de información en el
circuito cerrado de acción es fundamentalmente continuo.” (Schmidt, 1980, 245)
En su lugar, deben considerarse los “circuitos de regulación”, como el de un
aire acondicionado hogareño que, a través de un sensor de temperatura, permite
la interacción entre el mecanismo productor de calor o frío y la temperatura
ambiente: “el regulador y la zona de regulación están concatenados en un efecto
circular” (ib., 246, 247).
Todo conduce a la hipótesis según la
cual el conocimiento humano no se obtiene por el simple reflejo de la realidad
en lo que sería el espejo de la mente que compondría imágenes, representaciones
e ideas. En su lugar, habría un intercambio por el cual se registraría una
bidireccionalidad de la información, potencial de acción o acción neural. Se
reproduciría el mismo intercambio entre los circuitos interneuronales, asunto
que ha sido demostrado experimentalmente. Determinadas configuraciones
nerviosas originadas en la experiencia se activarían entre sí y actuarían al
asociarse recursivamente, por semejanza o por regulación interna. En esto se
sobreentiende la gravitación del genoma humano, sobre el cual obra
indefectiblemente el epigenoma, es decir, el acervo incorporado a través de la
vida y por el cual se habilitan nuevas habilidades por modificaciones a nivel
celular (Alonso & Alonso, 2018, 119).
Influyen los genes y el ambiente,
pero, “ni los genes ni el ambiente son totalmente prescriptivos o determinantes
para que el cerebro se forme adecuadamente: más bien, el desarrollo del cerebro
se caracteriza por una serie compleja de hechos dinámicos y adaptativos durante
todo el tiempo necesario para promover la aparición y la diferenciación de
nuevas estructuras neuronales o de hacer funcionar mejor las existentes”. En
esto, “la experiencia que acumula cada individuo puede dejar improntas
indelebles en su sistema nervioso, y las capacidades cognitivas del cerebro
pueden ser potenciadas por el aprendizaje” (Cotrufo, 2018, 41). El desempeño
del conocimiento humano, en este sentido, augura otros caminos descriptivos:
“la forma de aprendizaje debería cambiar su metodología. La manera tradicional
de mejorar la retención de información, o la práctica de una tarea mediante
repeticiones sin fin, debería sustituirse por la reactivación, breve pero
intensa, de los circuitos que participaron en el aprendizaje inicial. Por
ejemplo, una vez identificada una población de neuronas que se hayan activado
durante el aprendizaje de una tarea, si consiguiéramos activar de nuevo la
mayoría de esas neuronas desde el exterior del cerebro, se consolidaría lo
aprendido de una forma mucho más firme” (Ferrús, 2018, 121).
Según la teoría vécica, no habría
intercambio de contenidos. El intercambio no se produciría en virtud de
semejanzas entre pares de estímulo-respuesta, que la memoria se encargaría de
activar para que sirviesen ante nuevas circunstancias con iguales resultados.
Habría, en cambio, un relacionamiento entre patrones nerviosos de gran
plasticidad, característica que se conserva toda la vida (García, ob. cit.,
82), y que, dentro de ciertos márgenes, se envolverían en una nube de
probabilidades asociativas y recursivas, en la que intervendrían la acción
mutua entre los genes y la influencia del medio. El factor fundamental, pues,
sería la modificación y no el almacenamiento, por lo que no sería la memoria la
que controlaría las modificaciones neuronales, sino, al revés, serían las
modificaciones neuronales las que controlarían la memoria. La neurociencia
admite que la experiencia modifica el cerebro de los animales (ib., 61),
por lo que queda claro que, así como modifica los contenidos de conciencia,
modifica igualmente la fisiología del cerebro.
No sería el almacenamiento
computacional lo que decidiría el conocimiento sino la generación de ciertas
pautas de procedimiento, modalidades o formas que se originarían a partir de
los estímulos. No se reproducirían contenidos del almacén de la memoria y solo
se crearían o recrearían formas o reuniones de células ante estímulos que no
tendrían que ser los mismos sino sólo quedar comprendidos en la nube de
probabilidades. El fenómeno se vincula directamente con la dinámica mental
básica relacionada con la comprensión de la realidad objetiva. De allí que las
respuestas para resolver problemas pueden resultar inadecuadas o insuficientes;
si se reprodujeran los mismos contenidos y si esos contenidos estuvieran
respaldados por el éxito, el cerebro jamás se equivocaría y la inteligencia
sería omnisapiente.
El problema surge cuando se
aproximan la filosofía y la neurología, es decir, la teoría del conocimiento y
la teoría de la neurona. Porque los neurólogos no disciernen la función
correspondiente al conocimiento y los filósofos no se las entienden con la fisiología
del cerebro. Así, por ejemplo, la explicación de cómo funciona la memoria es un
terreno de avanzada de la neurociencia; en ella se incluye lo que tiene que ver
con la inteligencia. La memoria es el título bajo el cual se desarrolla la
función cognitiva, especialmente lo que se denomina “memoria de trabajo”:
“existe un tipo de memoria valiosísima, la que empleamos como base para
realizar actividades cognitivas básicas, como la comprensión, el razonamiento o
la resolución de problemas, para la que no necesitamos esa transformación” [la
transformación de la memoria a corto plazo en la de largo plazo] (García, ob.
cit. 70). Y, “además de ser un sistema de almacenamiento de información, opera
con ella, la organiza y elabora continuamente y la recupera mentalmente cuando
conviene” (ib., 72).
Pero ¿de qué clase de almacenamiento
de información nos habla la neurociencia? Nos presenta la maravillosa
fisiología del sistema, dice que se almacenan contenidos y que ellos son
organizados y elaborados continuamente. Nos parece que esa información no podría
ser de contenidos, y que no almacena dentro y solo selecciona en la
experiencia. De lo contrario, el cerebro sería igual a una computadora,
comparación que la misma neurociencia señala como inexacta (ib., 126).
Nos parece que, si bien por un lado la función cognitiva se incluye en el mapa
de la memoria, a su vez, se habla de la memoria, es decir de la conservación de
contenidos, como de una subclase: “Podemos hablar incluso de un cambio de
paradigma, pues se ha pasado de las teorías modulares del cerebro a los modelos
de redes neuronales, estrechamente interconectadas e interactivas, parcialmente
coincidentes y solapadas, y muy distribuidas sobre todo por la corteza
cerebral, que es la base de las funciones cognitivas: percepción, memoria,
atención, lenguaje, inteligencia.” (Ib., 46)
Es de sospechar que la inteligencia
es asunto aparte; mejor que pensar en la memoria como encargada de la
inteligencia resulta pensar a esta como encargada de la memoria. Se llega a
hablar de “constructos”: “existen etapas en las que los recuerdos se codifican,
es decir, se convierten en constructos que pueden ser almacenados en el
cerebro, como cambios en la fuerza sináptica” (ib., 67). También de
“esquemas”: “Recordemos que nuestro cerebro, en un ejercicio admirable de
economía cognitiva, en vez de percibir y recordar todos los detalles de una
persona objeto o acontecimiento, se sirve de unos esquemas ya almacenados en
nuestra memoria y procura atender solo a las características distintivas del
nuevo estímulo” (ib., 80). El neurocientífico Michael M. Merzenich
agrega algo importante: “Una cosa es que la experiencia condicionara nuestra
conducta”, como afirmara Hebb, pero Merzenich habla “de algo mucho más serio”,
pues en el cerebro adulto pueden darse “reestructuraciones neuronales rápidas”
(ib., 61). ¿Qué quiere decir?
La teoría vécica no tiene cómo
apartarse de tales afirmaciones, que sólo confirman su hipótesis central. Pero
parte del supuesto según el cual no podría tratarse de contenidos, recuerdos,
improntas determinadas que vuelven a activarse ante estímulos semejantes.
Prefiere suponer que se reactiva una pauta sin contenido y que sólo se
configura en el sistema neural por la forma. ¿Qué sería esta forma? Pues, esas
mismas configuraciones sugeridas por los científicos, “constructos” y
“esquemas”, y también de “circuitos”, “sistemas de células”, etcétera. Las
hemos llamado huella, fulguración, algoritmo, pauta bio/lógica y de otras
maneras quizá inadecuadas.
Hemos preferido hablar de vez y de
series (vécicas) discontinuas e indeterminadas que por tratarse de contenidos
vacíos impiden hablar de memoria. Seguramente, la memoria es un registro
asociado a la inteligencia y al conocimiento, pero no puede ser su pista de
aterrizaje y mucho menos su torre de control. Y, si así fuera, entonces el
cerebro no sería otra cosa que un gran disco duro, un pendrive sofisticado
carente de la plasticidad del cerebro humano. No podría aceptarse, en tal caso,
que, según Erik Kandel, “los cambios sinápticos a corto plazo implican
modificaciones de proteínas preexistentes que conducen a modificaciones de las
conexiones sinápticas también preexistentes” (ib., 69).
ANTECEDENTES CRUCIALES
“Sería fascinante seguir el desarrollo de los conceptos acerca de los sentidos
desde el principio, pero, para entender el establecimiento de los conceptos
modernos, necesitamos remontarnos solamente al siglo XIX. En 1830, Johannes
Peter Müller, de Berlín, publicó un monumental Tratado de fisiología humana que
fue el libro de texto de fisiología definitivo en Europa y América durante
muchos años. En él se resumían los trabajos sobre fisiología sensorial y se
promulgaba la “ley de las energías nerviosas específicas”. Esta ley dice que
somos conscientes no de los objetos en sí, sino de señales acerca de ellos
transmitidas a través de nuestros nervios, y que hay distintos tipos de
nervios, teniendo cada uno su propia ‘energía nerviosa específica’. Estos tipos
de nervios considerados por Müller correspondían a los cinco sentidos primarios
que Aristóteles había reconocido: vista, oído, tacto, olfato y gusto. La
energía nerviosa específica representaba la modalidad sensorial que cada tipo
de nervio transmitía. El punto clave está en que el nervio transmite tal
modalidad sin importar de qué forma ha sido estimulado. Así, un shock eléctrico
o un golpe en la cabeza pueden estimular los nervios del oído y crear la
sensación de sonidos en nuestras orejas […] En términos modernos, se reconoce
que hay células receptoras específicas adaptadas para ser sensibles a
diferentes formas de energía ambiental. Las formas de energía sirven de
estímulo a las células receptoras.” (Shepherd, 1985,187-188)
El problema que encierra esta
información está en que la teoría de Müller ha sido modificada en lo que atañe
a las “energías nerviosas específicas” que se corresponderían con las
diferentes modalidades sensoriales. De acuerdo a la visión actual, las modalidades
o cualidades de la sensación dependen del tipo de fibra nerviosa excitada y no
de una energía específica: “Según una vieja doctrina llamada ley de Müller de
la energía específica de los nervios, un área del cerebro realiza su función
dada porque recibe fibras procedentes de un sistema sensorial determinado. Por
ejemplo, vemos con la corteza visual porque esa región recibe fibras
procedentes del ojo. La utilidad explicativa de esta doctrina está abierta al
debate” (Kolb y Whishaw, 1985, 588). La cualidad de la sensación dependería del
tipo de fibra nerviosa que interviene en la percepción y no sólo del estímulo
que proviene de los sentidos. Pues “son las propiedades de la membrana
subsináptica, y no los propios transmisores, los que deciden sobre su acción
excitadora o inhibidora” (Schmidt, 1980, 126).
Se ha demostrado que las mismas
asociaciones neuronales interactúan entre ellas, activándose unas a otras en
los casos en que existen semejanzas entre las que han permanecido y las
recientes. No semejanzas semánticas, representacionales, mecánicas, etcétera,
sino semejanzas formales, semejanzas en la función o en la forma lógica en que
los circuitos y conexiones neurales se aplican en cada caso, en cada
circunstancia y bajo cualquier motivación, de acuerdo al impulso de entrada o
salida que obre en cada caso. Se habla de algoritmos genéticos, pero también
habría algoritmos generados por la acción perseverante del medio ambiente. Se
cumpliría la recursividad por la que unas pocas interconexiones se encargan de
controlar un número infinito de contenidos, representaciones, ideas, recuerdos
o lo que sea.
“El cerebro utiliza normas generales
(al igual que se puede regular el tránsito en una gran ciudad con unos cuantos
semáforos y señales) y los axones, los cables biológicos que llevan la
información hacia otra neurona, son guiados hacia sus dianas por señales
químicas. A menudo, la conexión precisa se asegura permitiendo que muchos
axones compitan por un objetivo determinado, y los que pierden esa carrera son
eliminados. Un mecanismo muy darwiniano.” (Alonso & Alonso, 2018, 40) Las
configuraciones que la experiencia selecciona de lo indeterminado y selecto, y
que permanecerían por resultar a favor del organismo, obrarían sobre la
información en bruto proveniente de los sentidos.
LA EXPERIENCIA VIRTUAL
¿A qué se refiere el psicólogo Luigi Zoja? Como ya se vio, ha escrito: “Cada
día tenemos ante nuestros ojos una tragedia que está ocurriendo en algún lugar
del mundo, de la cual hasta hace poco recibíamos noticias esporádicas, a veces
ni siquiera una vez por década…” No se refiere a tiempos ni a lugares; solo
habla de “cada día”, de “algún lugar”, de “noticias esporádicas” y de “veces”.
Pero, si esas palabras no hacen referencia a lugares ni tiempos, sin embargo,
sugieren realidades concretas que producen efectos reales en nosotros. El
mercado de noticias procede con el mundo y sus acontecimientos como nosotros lo
hacemos con nuestra vida y nuestra historia. Escoge hechos y personas,
episodios y procesos, primicias y asuntos consabidos, y los presenta en una
sola vez. De modo que las que fueron muchas veces se reducen a lo que es solo
una. Lo casual y contingente se vuelve permanente y necesario, y alguien ha
escogido de un sinfín de datos brindados en masa aquellos que pueden interesar
o que se prestan para ser vendidos con facilidad, puesto que la información
también es promovida con un fin económico.
El lugar y el momento de la noticia
se respeta al producirse el hecho. Pero, de acuerdo a sus repercusiones en las
teleaudiencias, poco a poco va perdiendo especificación para entrar a formar
parte de una visión de conjunto o de una función estadística. Y todo se
convierte en “veces” evaluadas en porcentajes que se comparan con “veces” de
períodos anteriores. La fuerza de la noticia, en consecuencia, surge de las
comparaciones por las que se establece la importancia de muchos aspectos de la
actividad mundial, de cuestiones, asuntos y tendencias, y se abren las
posibilidades de buscar remedio a los problemas que encierran. En suma, se
eligen experiencias, se diseminan como noticias, se someten a juicio público y
el resultado entra a actuar como conocimiento. Curiosamente, y ya se habrá
advertido, se trata de un conocimiento nada objetivo sino virtual, pues no se
apoya en ningún dato de la experiencia espaciotemporal.
La cultura tecnológica procede de
manera semejante a como lo hace la conciencia individual. Hace un barrido y
elige lo que le parece decisivo para sus intereses vitales. No la frena el
devenir ni la distancia y logra aislar aquello que le interesa arrancándolo de
lo empírico específico y puntual. Generaliza, pero no desplegándose desde lo
particular a lo general sino desde lo determinado a lo indeterminado
(indeterminiza). Se podría decir que despoja al mundo de sus particularidades y
distinciones específicas, con nombre y apellido. Es la misma obra tecnológica
de la inteligencia individual que se desprende de sus experiencias, procesos de
vida y peripecias históricas para hacer surgir de ellas un sustrato
imprescindible para su desempeño de vida.
En la trayectoria histórica personal
ocurren acontecimientos de todo tipo, pero se pueden distinguir dos clases algo
diferentes. Unos influyen desde el punto de vista de la formación de la
personalidad y de las habilidades cognitivas, y otros no influyen sino como
complementos reafirmadores de aquellos o sencillamente como repeticiones
anodinas propias de las formas de vida, del trabajo, de las condicionantes
cotidianas emergentes al satisfacer las necesidades primarias. Estos últimos
son objetivos. La primera clase de acontecimientos incluye los subjetivos,
aquellos cuya oportunidad a los efectos de la vida dejan una impronta que
abarca un abanico operativo de mayor alcance respecto a las estimulaciones. Esa
impronta supera la circunstancia original y va más allá del contexto o de la
ecología madre para diseminarse y cubrir la prospectiva general de la
experiencia humana.
PARTE 3
Llama la
atención que sea tan difícil definir el tiempo como fluido, como lo que aún no
es o ya no es, que transita del futuro al pasado con una estación fugaz en el
presente. Asombra que, en el deseo de explicar la condición de seres existentes
y pensantes, tengamos que apelar a lo que jamás hemos podido sentir ni definir
con alguna prueba concreta o firme convicción. Es particularmente rara la
realidad de semejante fluido y raro que trace una trayectoria lineal e
indefectible con un movimiento uniforme y una velocidad constante. Son datos
que nos hunden en la duda, como la imposibilidad de establecer el momento en
que lo que existe pueda considerarse propia y efectivamente real, efectivo o
vivo, y que parezca razonable concebir el ser que somos como la parte más densa
de una nube de probabilidades, según hemos visto en la nota anterior.
EL TIEMPO Y LOS CAMBIOS
Por lo pronto, debemos desechar la idea de que apreciar, conocer e incluso ser
algo necesita tiempo, o hechos que debamos al tiempo y a un fluir que sería su
fundamento. Lo intangible se puede pensar, y ese es el secreto para que lo
aceptemos, aunque lo visible y tocable nos trasmite mayor convicción. Lo
intangible, empero, imprescindible para reflexionar, conceptualizar y sentir
interiormente, parece absurdo fuera del pensamiento. Remitir los cambios al
tiempo, y este al espacio, a su vez, puede ser matemáticamente correcto en la
hiperestructura del universo, pero en la dimensión humana es más ilusorio aun
que remitir la existencia a una nube de probabilidades. La misma teoría nos
dice que a nuestra escala no hay efecto apreciable semejante al cósmico.
Aun si así fuera, por una señal de
la relatividad en la microescala humana, no nos salvaría de la noción del
devenir y fluir del tiempo, por el cual hemos dado consistencia al conocimiento
de todas las cosas. De ello surge que nuestra escala sea newtoniana. Así, la
zona más densa de la nube de probabilidades podría sustituir al devenir del
tiempo sin que, al parecer, cambiara nada de lo que se ha dicho sobre la vida y
el mundo. El tiempo como dimensión del espacio es el cambio permanente de lo
que es de una sola vez, así como la música es un sonido unificado que cambia y
que aparece bajo la pantalla de sonidos diferentes, que se escriben en la
partitura como las palabras, es decir, en forma separada.
Es probable que el tiempo tenga un principio, como
el del Big Bang, aunque algunos creen que esta teoría es improbable, con lo que
defienden la noción de universo estacionario. Ninguna de estas teorías nos dice
qué es el tiempo. Buena parte de las concepciones científicas se funda en
supuestos solo probables. Pero no hay una explicación del tiempo con alto grado
de probabilidad, de la que se pueda decir “es muy probable”. Que algo sea
probable quiere decir que pertenece a una escala de grados entre los cuales hay
por lo menos uno del todo improbable. Pero, si está solo y aislado de los demás
grados, se sale de la escala y se ubica más allá de lo improbable… y es nada.
De modo que, como la nada no existe, y como el paso del tiempo ni siquiera es
algo con un grado mínimo de probabilidad, se debería concluir que el tiempo no
existe. Pero, solo cabe sospechar de su condición de fluido y dejar el campo
libre a los átomos de tiempo, cuantos o cualquier otra noción que nos libere de
los fantasmas.
Se piensa que el comienzo de todo tiene por detrás
otro proceso con su respectivo comienzo e indefectible fin, y que este esquema
se repite hasta no se sabe qué remoto antecedente cósmico, con lo que se vuelve
a concebir orígenes, desarrollos y desenlaces, como en las novelas. Por
supuesto, hay por lo menos un todo tan probable como que existe, pero, hemos
olvidado el todo (Severino, 1991). Ese olvido está en el centro del problema.
Preferimos tener en cuenta las partes, porque nos es extremadamente difícil
atender el todo, o imposible. Estamos configurados para atender sólo partes del
mundo; lo dividimos en compartimentos estancos para poder rendir cuenta de
ellos de a uno y para, si podemos, hacer una síntesis final.
La misma vida humana se hace de a
partes que se van conociendo de a poco y de a una: las primeras experiencias en
la niñez, el conocimiento general que se obtiene con el estudio, la experiencia
para desarrollar la personalidad, la familia, las instituciones, etcétera, que
se viven en una escala y de grado en grado. Se dice que el proceso lleva
tiempo, el de una vida. Pero lo evidente es solo que hay transformaciones
permanentes, cambios, situaciones que nos obligan a adaptarnos y a reconstruir
nuestras estrategias de vida sin cesar: cambia el mismo cuerpo y la mente, los
conocimientos, las herramientas que nos proporcionamos para resolver los
problemas, la actitud psíquica, la depuración de los valores, hasta la moral. Y
en cada circunstancia en que las situaciones cambian nos vemos obligados a
cambiar también nosotros o que nos adaptemos cada vez respecto a cada una de
las configuraciones de nuestra realidad de vida. Entonces, surge la comprensión
del mundo en arreglo a tales configuraciones intelectuales, físicas,
emocionales, sanitarias, económicas, sociales, siempre enfrentando lo que
parece igual pero que cambia incluso sin que lo notemos.
Conocer, en el plano vital en que el
ser humano entiende, interpreta y se vale de la realidad a la que pertenece y
en la que se desenvuelve, resulta de cada una de esas circunstancias, es decir,
de cada una de las veces en que el mundo y la mente se enlazan y producen la
comprensión, algo diferente a la interpretación racional y a la explicación
científica, filosófica, sociológica, psicológica. Este es, a grandes rasgos, el
cuadro en el que tradicionalmente inscribimos el fenómeno humano, con el
conocimiento de sí mismo y del mundo, y con el no menos importante problema de
cómo conocemos. Pero no es todo, pues la imagen del tiempo, con sus etapas, sus
transcursos, su historia dividida en períodos, en fin, con su parafernalia de
supuestos e imágenes virtuales, nos ha ocultado lo que, más allá de sus
eslabones y series con continuidades inalterables e indefectibles, se encuentra
agazapado entre los cambios.
Hay series no continuas que
intervienen en el conocimiento quizá más decisivamente que las continuas, y no
son series de imágenes, conceptos o juicios, que se parecen al azar, pues “el
azar ‘silencioso’ significa la ausencia original de referentes y no puede
definirse a partir de referentes como series de acontecimientos o la idea de
necesidad. Tendremos que distinguir entonces entre un azar según la necesidad
(y las series causales) y un azar de antes de la necesidad. Viejo problema de
saber si el desorden solo se puede concebir a partir del orden (tesis de
Bergson) o si se puede hablar, con Lucrecio, de desorden y de azar originarios”
(Rosset, 2013, 102).
LA REALIDAD DE CUERPO PRESENTE
Contamos con fulguraciones cuyas huellas atesoramos en nuestra realidad mutante
y proteica, y esas fulguraciones se originan en la experiencia concreta,
sometida a unas vertientes mitad genéticas y mitad adquiridas (Ridley, 2005,
254; García, 2018). Tal es la base fundamental de la realidad que conocemos y
también de la realidad que somos. Los sentidos transmiten otras instantáneas
efímeras ancladas en configuraciones fijas que enseguida cambian, por lo que,
sensiblemente, solo nos atenemos a fluctuaciones en constante transformación
que la conciencia no puede acompañar ni asimilar en la totalidad de su
dinamismo. La mente tiene que transformarse por dentro para ser y para conocer,
y su vestido bioquímico, el cuerpo, en su afán por apresarlo todo, en cierta
medida lo cubre y oculta.
La inteligencia, en su acostumbrada
y evolutiva tendencia a la complementación y a la superación, ha desarrollado
un recurso maravilloso que aplica cada vez que necesita resolver un problema.
Valiéndose de ciertas pautas en las percepciones, y no de las percepciones en
sí, y sin ningún trabajo previo de carácter racional, apela espontáneamente a
las improntas de experiencia que han logrado desarraigarse de las
circunstancias en que se originan, dejándose permanecer sólo en aquellas
pautas. Circunstancia, para entonces, ya no es el confluir de la vida y el
mundo en el espacio y el tiempo, sino el coincidir la vida cotidiana con cada
uno de los estados cambiantes del mundo, o con cada una de las veces en que la
mente repara en lo que puede resultarle provechoso. Genera así pautas
operativas que aplica en cualquier situación dada y que se ciernen sobre la
actividad inmediata como si fueran instintivas ‒pero no son instintivas, en
puridad, pues se crean en la experiencia y se recrean en la reflexión o flexión
interna de las sensaciones, sin que se tenga que negar por eso la participación
de lo innato. No se sabe que haya una relación clara entre las fuentes
originales de esas pautas y la realización concreta de su tendencia
teleológica, dirigida a satisfacer necesidades y fines primordiales. Pero no es
necesario que la haya y resulta fatuo atribuir la relación al pasado
mnemotécnico, fuere reciente o lejano.
Recuérdese que, en relación a las
teorías sobre la importancia de las estructuras sintácticas en la producción
del lenguaje, las neurociencias han comprobado los resultados alcanzados por la
gramática generativa en el nivel teórico: una lengua es un conjunto infinito de
oraciones construido a partir de un conjunto finito de elementos (Chomsky,
1974, 27). El lingüista norteamericano cree que “la teoría debe desempeñar el
papel principal, mientras que la confirmación empírica es relativamente
irrelevante, si resulta eficaz” (Versace, 2019, 55). Sea como fuere, una
investigación con resultados publicados en 2016 confirma que el cerebro,
observado mediante modernas técnicas de análisis como la resonancia magnética
funcional o el electroencefalograma, hace y muestra que “cuando se lo expone a
una señal, construye una estructura jerárquica antes incluso de interpretarla
como dotada de significado o sonido” (Versace, ob. cit., 56). Más allá del
empirismo y del racionalismo, de lo teórico y lo experimental, de lo innato y
adquirido, nos importa rescatar esa característica de la acción neural.
Vamos desentrañando la fuente
originaria del conocimiento y con ella el secreto de una realidad que se revela
sin el constreñimiento del cuerpo presente. La realidad engañosa de cuerpo
presente es la realidad que solo viven y conciben los humanos en la precisa
actitud unilateral y concentrada de la observación. Nos referimos a la
comprensión del mundo circunscrita a las configuraciones intelectuales de la
circunstancia que, como decíamos, abarca lo físico, emocional, sanitario,
económico. Paradojalmente, nos adueñamos de la comprensión del mundo acotada
por la circunstancia, pese a su carácter transitorio y condición desolada. Pero
solo responde a la limitación que concentra la atención en un estrecho haz de
actividad que nos tapa el todo y nos envuelve en un cono de luz en el que
aparece el mundo y que no es más que lo que conocemos de él desde nuestra
perspectiva como espectadores y sentidores.
La evolución nos ha preparado
especialmente para satisfacer lo imprescindible e inmediato. Parece que le ha
ocupado menos el prepararnos más sólidamente para lo que está más allá y
vinculado a satisfacer necesidades no inmediatas, como la de saber, la necesidad
dar encontrar respuestas a interrogantes científicos y filosóficos. Es claro
que estas otras necesidades han surgido a través de la misma evolución de la
especie. Pero, si las hemos generado nosotros quizá como efecto de la cultura y
un poco al margen del plan gigante que lo ha construido todo, ¿acaso no se debe
a ese plan el que tengamos la facultad de sentirlas?
Por lo pronto, los sentidos y la
reflexión no tienen cabida en la dimensión tiempo en que se dice que las cosas
existen, y solo caben en la dimensión dinámica de las mudanzas,
transformaciones y saltos energéticos de la naturaleza. En último análisis, la
physis que nos acompaña desde la época de los antiguos griegos es engañosa,
furtiva e incierta. El galimatías se intuye con claridad prescindiendo del
cuerpo presente y valiéndonos de un experimento mental, pero también
psicofísico: vaciamos la conciencia de espaciotemporalidad para dejar la
actividad mental en solitario, independiente de la atención y de la conciencia,
del tiempo y de la memoria, con lo que aparecerá la sola imagen de algunos
cambios en el entorno perceptible. Un experimento que tiene sus antecedentes
famosos, como el de la fenomenología, que puso la intencionalidad en el lugar
del espacio y el tiempo. Se trataría de intentar el vaciado sin poner nada más.
La memoria, por su parte, se va
borrando a medida que ocurren y se acumulan los cambios. De ahí la invalorable
tarea de la historiografía, sin la cual el pasado humano, definitivamente, no
se podría recordar en su totalidad, y tampoco existiría si se acepta la regla
“nada existe fuera del tiempo y el espacio”. A propósito, ¿dónde está el pasado
del universo? ¿Acaso no está en el universo actual, perceptible al menos en
parte, por ejemplo, en la radiación cósmica de fondo? Esa presencia, ¿tiene
algo que ver con tiempo que fluye? Entre nosotros fluye la luz originaria de lo
humano, por lo que la vida no se va al pasado ni viene del futuro. Esa luz luce
aquí y ahora, aunque titila tras sus infinitas transformaciones.
Se nos ha dicho que el universo se
expande, no que pasa. Algo que pasa se acumula en algún sitio, desemboca en
otro algo o desaparece bajo alguna transformación. Un arroyuelo puede desaguar
en un río, sus aguas estancarse o vaciarse en una laguna, adelgazar y secarse
antes de llegar a destino. Pero ¿por dónde corre y desemboca el tiempo? ¿En
dónde se acumula? En él no se ven arroyuelos sino apariencias, flujos que
alimentan otros flujos, desembocaduras y estanques de no se sabe qué, mares de
siglos y océanos de milenios. La actividad mental no se almacena ni se capta
porque algo pase sino porque algo ocurre en ella y en sí misma.
Al referirse William James a la
“corriente del pensamiento” dejó en claro “que una sucesión de sensaciones, en
sí y por sí misma, no es una sensación de sucesión”. Agrega que, “en términos
neurales”, “en todo momento hay un hacinamiento de procesos cerebrales que se
sobreponen uno a otro, de los cuales los más débiles son las fases moribundas
de procesos que hasta hace muy poco estuvieron activos en un grado elevadísimo.
El MONTO DE LA SOBREPOSICIÓN determina la sensación de la DURACIÓN OCUPADA. QUÉ
ACONTECIMIENTOS aparecen ocupando la duración dependerá precisamente de QUÉ
PROCESOS son los procesos que se sobreponen” (James, 1989, 503-508).
¿Se trata, pues, de algo que
transita hacia algún lado o de un proceso que se expande? Porque “el que
nuestra sensación del tiempo que han llenado acontecimientos inmediatamente
pasados, sea de algo largo o de algo corto, no es lo que es porque esos acontecimientos
sean pasados, sino porque han dejado tras de sí procesos que son presentes” (ib.,
513). La realidad básica es aquella con que se lidia cotidianamente, es decir,
la que se percibe. Pero, no se percibe tiempo sino cambios. No resulta de la
reflexión a partir de los datos sensibles ni de una facultad a priori por la
que los datos serían puestos en un orden de inteligibilidad racional y/o de
sentido común. La realidad de que se puede hablar no es exclusivamente física
ni exclusivamente fenoménica, ni una combinación de estas dos filosóficamente
famosas vertientes, porque esas nociones son solo estampas, fragmentos
estáticos y rígidos de un proceso de transformación de la energía.
La realidad no se conoce a través
del flujo del tiempo sino a través de la serie de los cambios. Y se podría caer
en una trampa al hablar de “serie”. Esos cambios están inscriptos en un proceso
considerado por los pensadores más antiguos y que le dieron el nombre de
Eternidad, un concepto que quiere decir mucho más de lo que aquí deseamos que
se refleje. No sabemos si se trata de lo que carece de un punto inicial y de
otro final, y nos conformamos con descubrir que interviene indistinta e
indeterminadamente en la experiencia de vida, y que, permaneciendo siempre a
punto de nacer no desaparece en el pasado ni se concibe como todavía
inexistente por pertenecer a lo que aún no es. No sabemos qué es la eternidad,
pero tampoco sabemos qué es el tiempo.
EL CONOCIMIENTO DOMINANTE
La realidad virtual y la realidad vécica son hermanas; los fundamentos
electrónico-computacionales son comparables con los fundamentos electroquímicos
de la actividad neural, como se sabe desde los tiempos de Alan Turing. Se rigen
por algoritmos que, en el dominio biológico, funcionan como patrones plásticos
o borrosos. En ambas realidades se espera el distanciamiento espaciotemporal y
la necesidad de la percepción sensible. La realidad virtual es experimentada
por el observador visual y acústico que construye su ilusión o realidad
artificial. Temporalmente hablando, es decir, desde el punto de vista físico y
concreto, la realidad contemplada es virtual, una creación tecnológica derivada
de la cultura. Fuera del tiempo, desde el punto de vista no humano, desanclado
de la circunstancia empírica, es una escena en que el observador transporta su
imaginación al campo de las simulaciones y paralelismos de fantasía y funciona
como una realidad humana indirecta cualquiera: como el dolor producido por un
daño, como un sueño o una pesadilla, como el recuerdo de una experiencia feliz
o de una desgracia pasada o como una imagen mental que construimos cuando
deseamos algo con fervor.
Si bien la comparación supone
dificultades, por ahora insuperables, existe un fondo común de realidad que
evoca el “Todo” reivindicado por Severino. Supone lo que la humanidad,
enajenada por la cosa, el ser, los entes y manifestaciones particulares del universo
y la vida, ha olvidado o no ha sabido captar, la radiación de fondo
epistemológica. Fuera de la conciencia humana no sabemos si hay cosas
particulares, elementos aislados que, por no tener que ser captados por ninguna
conciencia ni explicados por ninguna inteligencia, son como son, es decir,
carentes de filtraciones, interpretaciones o ciencias y filosofía (no hemos de
fallar a favor del apriorismo de Kant ni a favor de Fichte, es decir, de un
conocimiento generado en la experiencia). La realidad objetiva no necesita de
conciencias para existir y para ser verdadera, ni de la sensibilidad. No hay
que percibirla ni sentirla, no hay que practicar fragmentaciones o análisis
sofisticados. Es la participación en la práctica, lo que hacemos a diario, la construcción
de la vida en común, más que su percepción o que su apercepción, lo que cuenta.
El problema, por consiguiente, no
está en la realidad dada sino en nosotros, en la forma en que la conocemos, no
en como es. No está oculta ni es misteriosa o indescifrable ni juega con
nosotros por imposición de una fuerza extrahumana. Simplemente, ocurre que la
realidad que nos hemos dado es una realidad construida. La realidad virtual es
una realidad más, semejante a la que construye la mente por inducción, por
falsas interpretaciones e infinitos estereotipos cognitivos de los que no nos
desprendemos. Resolver ese problema implica el despojo respecto a toda noción
impositiva. Se han contemplado con amplia generosidad ciertas pautas
colonizadoras del entendimiento, como el tiempo y el espacio. Pero, es más
decisiva la intermediación del medio neurológico, porque lo que inhibe la
comprensión no es el mundo sino la inteligencia a medio desarrollar o en
construcción permanente. El mundo depende del sistema nervioso en su calidad de
traductor al idioma humano. ¿Qué registra ese sistema? ¿Registra tiempo? Se comprueba
que registra cambios.
La realidad que conocemos es una
realidad concebida en la fábrica del sistema nervioso. No es una construcción
exclusiva de los sentidos o del razonamiento, de la idea o de la materia, del
cuerpo o del espíritu. No es un edificio que ha surgido por la aplicación de
una operación objetiva o subjetiva. Es una realidad que puede avizorarse al
reflexionar sobre la forma en que reaccionamos ante los asuntos más sencillos y
cotidianos y sintiendo en carne propia y profundamente cómo nos comportamos
corporal e intelectualmente. No es un fenómeno exclusivamente sensible o
exclusivamente racional sino una actividad que rompe las fronteras en todas las
dimensiones y direcciones del conocimiento. ¿Quién puede distinguir si lo
neural es físico, ideal, empírico o racional, espiritual o material? Solo
podemos decir que se trata de una construcción autogenerada, vécica, la mistión
resultante de lo genético y la experiencia. El universo de la espiritualidad y
el cuerpo, tan objetivo como subjetivo.
Urge, pues, liberarse de las cadenas
del tiempo, de las sensaciones y percepciones, de la mentada reflexión y
racionalidad y de las condiciones espaciotemporales apriorísticas. Igualmente,
liberarse de las confirmaciones y comprobaciones experimentales sumamente, que
interviene ente la realidad inmediata y determinada, correspondiente al último
estado del proceso permanente de cambios, que oculta buena parte del sistema de
recursos de la inteligencia. Además, el conocimiento acerca del mundo incluye
lo que está más allá del saber enciclopédico y de las habilidades ejercitadas
por repetición. Lo reconocible en el registro de cambios, de la naturaleza, del
mundo y del yo, depende de que el motor central esté activado y en plena
producción, es decir, en plena fulguración.
La emancipación intelectual y
cognitiva, que nos permitiría entender el qué, el porqué y el cómo de las
cosas, permanecerá como problema mientras dependa del tiempo. Llamamos así e
imaginamos una corriente o flujo de nada que, posiblemente, sea una manifestación
de la energía de algún tipo. Una hipótesis extraordinaria aparece en la física
cuántica: “La idea de que el tiempo puede ser granular, de que existe
intervalos mínimos de tiempo, no es nueva. La defendió ya en el siglo VII de
nuestra era Isidoro de Sevilla en sus Etimologías […] En el siglo XII, el gran
filósofo Maimónides escribe: ‘El tiempo está compuesto de átomos, es decir, de
muchas partes que ya no pueden ser ulteriormente subdivididas a causa de su
corta duración’” (Rovelli, ob. cit., 67). Si en el mundo macro pudiera
verificarse la realidad atómica o granular del tiempo, se trastocaría la idea
de flujo y desaparecerían las famosas tres dimensiones temporales. Y si el
átomo o cuanto de tiempo dura como se supone que dura un átomo cualquiera, el
presente sería prácticamente eterno desde que “la longitud de vida de un átomo
sería de alrededor de 1035 años” (Rees, 2001, 130).
El tiempo implica considerar el
ahora; pero “según la relatividad, no existe en absoluto algo como el ‘ahora’.
Lo más cercano que tenemos de tal concepto es el ‘espacio simultáneo’ de un
observador en el espacio-tiempo, ¡pero este depende del movimiento del
observador!” (Penrose, 1989, 379). Después de más de dos milenios de estudio,
indagación, teorización y experimentación, la filosofía ha dado la espalda a la
presunción que hoy manejan la física y las neurociencias. Pero necesitan de
mucho recorrido por la vía subjetiva. La subjetividad está mejor preparada para
seguir su curso que la objetividad proclamada como confiable. Podemos
confiarnos en la objetiva respecto a muchos asuntos conflictivos ya vividos y
que vuelven a presentarse. Pero no nos es del todo útil al desplegar nuestras
habilidades ante cada nuevo asunto con el fin de enfrentar la adversidad que la
vida nos presenta cada vez.
PARTE 4
Si bien la objetividad es patrimonio de los sentidos y legado de la observación
y la experiencia, existe una zona intermedia no del todo liberada de la
subjetividad, aunque originada igualmente en la experiencia, cuyas reglas son
flexibles. Aparece esta pre-objetividad cuando se aguza la percepción y se
advierte el gran panorama que se ofrece a los sentidos, la lluvia de
sensaciones que cae sobre los múltiples escenarios de la vida y, sobre todo,
cuando se levanta el telón ante toda clase de observadores y públicos, en
cualquier momento y parte del mundo, al desplegarse la información en estado
bruto.
LA REALIDAD VESTIDA POR NOSOTROS
No hay más que despertar, levantarnos, salir afuera y tomar conciencia de cómo
se presenta el mundo. Y decimos despertar y salir afuera porque es el momento
en que el complejo de neuronas, transmisores, sensores y traductores del
sistema nervioso inician una tarea renovada después del reposo. El espíritu se
inerva potencializado. Es la instancia en que la sensibilidad se presta mejor
para percibir todo con el mayor brío y frescura. ¿Qué y cómo se percibe? Se
perciben los testimonios bruscamente inmediatos, una verdadera lluvia de
sensaciones cuyas gotas no se pueden discriminar. Por un lado, la luz, por otro
las sombras, las siluetas y figuras que aparecen en la ventana, en la puerta,
en el jardín o en la calle. Las relaciones entre ellas con sus filiaciones, los
sonidos fuertes y suaves, los olores, la apreciación del clima, todo aquello en
que parece que se asienta el mismo haz de sensaciones en el ánimo y en el
abanico de proyectos para el día. Invade de golpe, como un racimo o cariñoso
encuentro si las perspectivas son buenas, o como una cachetada o señal de
rechazo si son malas.
Nos instalamos irreflexivamente en
un sector del mundo igualmente lindante con la realidad y con la alucinación,
en una impresión no del todo objetiva ni del todo subjetiva. Originariamente,
no parece que la actividad mental tenga que ofrecernos indefectiblemente un
mundo del todo real o del todo irreal, una traducción fragmentaria de la
naturaleza, puesto que sabemos que la naturaleza es toda de una vez y no de a
partes. Nosotros somos de a partes, seres que debemos aplicarnos
fragmentariamente y en trozos si queremos entender el todo. Por un parpadeo de
la mañana entrevemos el todo, como si fuera una fotografía de 360 grados y de
todas las dimensiones. Pero, generalmente, no se calibra ni estima
cuantitativamente la luz ni la sombra ni las figuras con forma y colores, los
resplandores ni las oscuridades. Todo viene de manera masiva desde un mismo
gran recipiente, dígase para respetar el espacio, y se produce como
instantánea, dígase para respetar el tiempo.
Pero nuestra sensibilidad no
hegemoniza ni el espacio ni el tiempo sino nuestra manera de tomar contacto con
la realidad. La costumbre de analizar y de considerar por partes nos deja fuera
de toda cercanía con la naturaleza y la cultura. No apreciamos que viene todo
junto y no por partes ni por instantes ni separado por fronteras o sitios, y
que la máxima aspiración sería recoger las impresiones en su totalidad
infinita, como quieren los místicos y los poetas. Si observamos el paisaje
desde una gran altura, por ejemplo, desde un avión, en el cono de luz
atencional estará lo próximo y lo distante concentrado en una misma imagen,
aunque la reflexión disponga las diferencias off the record, fuera de
escena o al margen de lo que la vista estipula en bruto. Asimismo, podemos
observar las estrellas, aunque su luz provenga de una fuente de diez mil años
de antigüedad.
Ahora bien, ¿cómo entendemos el
mundo que contemplamos y sentimos? ¿De la manera brutal en que lo entienden los
sentidos? Sin que podamos prescindir de esa impronta severísima y violenta,
debemos advertir que hay otra impronta producto de lo que elaboramos con ella.
Sin embargo, tampoco es el resultado de un trabajo por el cual sustituimos lo
brutal y engañoso por lo alambicado y confiable elaborado por la objetividad.
Sin que se tengan que rechazar de plano estas dos posibilidades, parece que lo
que entendemos es más bien la imagen refleja en la verdadera pantalla o visor
que somos. Ni datos inmediatos de la conciencia ni elaboración posterior de los
datos, aunque en el lenguaje del tiempo puedan aceptarse estas condiciones del
conocimiento.
Particularmente, entendemos el mundo
por una impronta estampada en el sistema nervioso y que obra sobre nuestra
voluntad al activarse. Pero no es la obra de una cámara que, desde el interior,
filma la realidad exterior, ni la de un cálculo de físico-matemática que
describe la realidad material desde una realidad teórica. Esa impronta incluye
la actividad de las emociones, no sólo la involucrada en la de la razón, por lo
que pueden vincularse razón y emoción. Según la “hipótesis del marcador
somático” del neurólogo portugués Antonio Dalmasio, “muy bien puede existir un
núcleo neurobiológico compartido, una hebra fundamental común” […] Ya debería
ser evidente la asociación entre los llamados procesos cognitivos y los
procesos que se suele llamar ‘emocionales’. Este sumario general también se
aplica a la elección de acciones cuyas consecuencias inmediatas son negativas,
pero que generan resultados positivos en el largo plazo; por ejemplo,
sacrificarse hoy, para tener beneficios más adelante” (Dalmasio, 1997, 194 y
201).
Somos un despliegue de actividad
nerviosa alimentada por bioelectricidad, en la que estallan fulguraciones y no
solo representaciones, juicios, emociones y sentimientos. De paso anótese que
“el sentimiento es la conciencia de la emoción: es un segundo momento, más
elaborado y complejo que la emoción. La emoción está vinculada al cuerpo; el
sentimiento a la mente” (Cotrufo & Ureña, 2018, 98). Somos virtualidad
viva, y nos asemejamos a relámpagos que diseminan su energía y que procuran
aprovecharla de la manera más efectiva. Somos las exhalaciones que explotan
siguiendo un orden graduado por los estados de cosas del mundo, desplegados
intermitentemente y sometidos a permanentes cambios, conversiones y
transformaciones (de manera que no hay cosas sino estados diversos de lo que
llamamos materia). Y todo lo demás es simple apariencia, acomodos hechos merced
a las facilitaciones del lenguaje del tiempo y el espacio, que es el único
lenguaje de que disponemos, el llamado lenguaje de la mente. La realidad desnuda,
pues, no figura en nuestro cono de luz, y solo vemos los vestidos con que se
arropa confeccionados por nosotros. Sin embargo, la realidad no sería realidad
si no se revelara lo que la convierte en realidad radical. Veámoslo.
EL TODO Y LAS PARTES: LA SEPARACIÓN
Realidad radical es solo el montaje cuyo símil puede encontrarse en lo que los
cineastas llaman producción. No el rodaje con sus etapas y diferentes clases de
trabajo especializado sino el resultado final: la película, pero la película
como obra de arte. Quítense la presentación, el desarrollo, el desenlace, el
final triste o feliz; quítense los costos de producción, los efectos
especiales, los personajes y los lugares de filmación. Entonces, se empezará a
apreciar lo que la obra deja en el ánimo, en el espíritu o en el alma, y es lo
más parecido a la realidad radical. Porque, si la comparación se trasplanta a
la vida humana en su realidad verdadera, se apreciará no como pieza artística
lograda merced a los medios de que se vale para consagrarse como arte, sino de
los fines hacia los cuales está orientada y por lo que se consolida como vida.
Esos fines no figuran en la descripción de la realidad objetiva sino en la
descripción de la realidad última, es decir, subjetiva, humana, alerta y no
clavada e inerme como una estaca en la tierra.
Somos, pues, una producción; no el
comienzo ni el final de una novela sino lo que la novela deja en la retícula
nerviosa especializada, el primordial sensor capaz de registrar la realidad
radical, inapreciable para la conciencia distributiva. Existir implica una
esencia, un atributo de especificidad exclusiva e incomparable de la energía
que interviene en la fisiología neuronal. Cierto impedimento feroz en los
intercambios de esa energía desvía la atención hacia una fenomenología parcial
o a medio construir que se rige gracias al deus ex machina del tiempo.
La conciencia humana en general, la
del hombre corriente, es un juguete de la existencia, una noción que parece
surgir del sí, esto es, de la determinación de la materia y de la vida, de la
evolución y del instinto de supervivencia. Sin embargo, lo que somos y lo que
es el mundo y la vida en general es más un no que un sí, el procedimiento por
el cual decimos más veces no que sí al realizarnos en la experiencia vital,
pues no nos alzamos con todo lo vivido sino solo con la enjundia del cuerpo
presente. Quizá el universo entero responda a este procedimiento. De tal
particularidad nace el ser humano, el edificio de la personalidad y de la
historia personal. Somos cuerpo presente pero también ausente, el cual ante la
novedad y la adversidad puede obrar in nuce, en pañales, en ciernes, “en
el aire”. Quizá más ausente que presente, más de lo que no podemos palpar que
de lo que podemos palpar, ver y tocar.
Hemos dicho que entender el mundo
significa separar en partes, que la conciencia humana no está preparada para
abarcar el todo de una sola vez. En consecuencia, entender, algo fundamental
para la vida, es privativo del hombre y constituye un requisito indispensable
de la inteligencia. Anaximandro, un sabio nacido en Mileto a finales del siglo
VII a.C., concibió el todo como una sustancia indiferenciada, sin mezclas ni
partes, indestructible, inmortal e infinita y por lo tanto divina. Se trata,
quizá, de la primera vez que se concibe una sustancia indeterminada y única,
que no se distingue por cualidades elementadas o corpóreas ni mezclas de
ninguna especie.
Una noción primordial que surge de
esta especulación asombrosa consiste en que el todo no tiene cuerpo y solo
cuenta como espacio infinito y eterno. Pero ¿de dónde salen las cosas, las
partes, las diferencias y determinaciones? Anaximandro lo explica por la
separación, que podría calificarse como “la primera elaboración filosófica de
lo trascendente y lo divino, sustrayéndolo por primera vez a la superstición y
al mito”: “La sustancia infinita está animada por un movimiento eterno, en
virtud del cual se separan de ella los contrarios: cálido y frío, seco y
húmedo, etc. Por medio de esta separación se engendran infinitos mundos, que se
suceden según un ciclo eterno. Cada uno de ellos tiene señalado el tiempo de su
nacimiento, de su duración y de su fin. ‘Todos los seres deben pagarse unos a
otros la pena de su injusticia según el orden del tiempo’ [había escrito
Anaximandro]. Aquí la ley de justicia que Solón consideraba predominante en el
mundo humano, ley que castiga la prevaricación y la prepotencia, se convierte
en ley cósmica, ley que regula el nacimiento y la muerte de los mundos. Pero
¿cuál es la injusticia que todos los seres cometen y que todos deben expiar?
Evidentemente, se debe a la
constitución misma y, así, al nacimiento de los seres, ya que ninguno de ellos
puede evitarla, así como no puede sustraerse a la pena. El nacimiento es, como
se ha visto, la separación de los seres de la sustancia infinita. Evidentemente,
tal separación equivale a la rotura de la unidad, que es propia del infinito;
es la infiltración de la diversidad, y por tanto del contraste, donde había
homogeneidad y armonía. Pues con la separación se determina la condición propia
de los seres finitos: múltiples, distintos y opuestos entre sí, inevitablemente
destinados, por ello, a expiar con la muerte su propio nacimiento y a volver a
la unidad.” (Abbagnano, 1994, 15 y 16)
Esta incipiente cosmogonía,
filosófica, poética, precursora de asuntos tan disímiles como el pecado
original y la dialéctica, había atribuido las partes a la misma dinámica de la
naturaleza, observando que las cosas se generan, precisamente, por un juego
constante de oposiciones. Y es la generación de unilateralidad lo que anima el
devenir, un juego de generación y destrucción originado por la separación en
partes. Encontramos en Anaximandro, pues, alternando religiosidad incipiente y
filosofía primera, una sencilla noción del tiempo, diferente “de nuestra idea
de historia y progreso como desarrollo lineal” (Palazzo, 2019, 30), y una
concepción acerca de los mundos posibles, que vuelve a presentarse en filósofos
del siglo XX. El pensador jonio teje con notable belleza una teoría que aquí
recreamos parcialmente con lo que puede llamarse producción o principio que
también separa la realidad radical de los engaños de la apariencia.
Esta concepción, ¿acaso no encierra
un vigoroso soplo de verosimilitud y racionalidad? ¿Se puede dar mayor crédito
al estallido original aceptado por la mayoría de cosmólogos, o la teoría acerca
de lo que es igual a sí mismo en un siempre estacionario? Se trata de teorías
de parecido poder explicativo distantes por veintiséis siglos (Anaximandro
también había defendido, más de veinte siglos antes que Copérnico, el giro de
la Tierra en torno al Sol). Interesa aquí y por sobre la intelección cognitiva,
la separación que se remite con toda claridad al problema del cuerpo. Y que, si
bien nos separa del todo, impidiéndonos apreciarlo a cabalidad, al menos nos
permite advertirlo.
Se apuesta a la objetividad desde
que la ciencia se instala como camino confiable por sobre las explicaciones
trascendentes a partir del Renacimiento y de los inicios del método
experimental. Responde al mundo posible en que el conocimiento se circunscribe
a las fronteras de las cosas y a las relaciones que pueden deducirse midiendo
sus interrelaciones proporcionales. Si bien es el único modo de dar con
respuestas prácticas y eficientes que se corresponden con la empiricidad del
mundo, solo distraen respecto a respuestas aproximativas y probables que se
corresponden con la experiencia vital. Empiricidad es separación, mientras que
experiencia vital es tránsito y cambio hacia la unificación y la reunión.
Es necesario revisar todos los
enfoques fundados en la separación, en el espacio y el tiempo. El mundo y la
vida, el ser de las cosas, el principio del mundo (arché) y lo indeterminado
(lo apeirón de Anaximandro) tienen que encontrar su nueva expresión. La
realidad radical o principio del mundo “no podrá abandonar definitivamente las
cosas que tienen su origen en él y, de hecho, con el sello de la necesidad y el
tiempo, las gobierna y las ordena, e incluso las acoge cuando después de morir
hayan expiado la injusticia de haber nacido. Pero la injusticia sigue siendo
una injusticia, del mismo modo en que el desgarro, por mucho que se recomponga,
sigue siendo un desgarro. En este caso se trata de una injusticia y de un
desgarro que marcan para siempre y de manera irremediable el nacimiento de
todas las cosas que son” (Palazzo, obra y lugar citados).
El tiempo resulta de la ilusión
originada por la separación: al no ser posible la contemplación del mundo de
una sola vez, la necesidad de cambio de una parte a otra sugiere la presencia
de un polizón a bordo. Se inmiscuye en la percepción de la realidad al
distinguirse una figura de otra y al afanarnos por barrer con las fronteras sin
poder lograrlo sino a medias. Se dice que algo pasa, es decir, que da un paso
de atrás hacia adelante y que, como no se sabe dónde localizar las pisadas, se
las remite a un sitio imperceptible que se calcula en función del espacio, por
los movimientos de traslación y rotación de la Tierra y por los relojes. Pero
es imposible discernir sus componentes como no fuera por su estricta
correspondencia con las transformaciones: de ahí resulta una famosa ilusión: si
se dan muchas transformaciones se intuye poco tiempo, si se dan pocas, se
intuye mucho.
Hoy en día la humanidad busca
destronar al rey tiempo en una carrera por salvar las distancias y acortar las
esperas que impone recorrerlas. El gran salto tecnológico que caracteriza
nuestra época está en la base de la globalización de las comunicaciones, los
intercambios, la información y, por tanto, de la cultura, la ideología, las
costumbres, el derecho, los valores, la moral y los modos de sentir. Estos
cambios, que se han puesto de relieve a partir de observaciones objetivas y
estadísticas, también se han producido en la dimensión subjetiva, en la que es
más notorio un fenómeno de cambios de fronteras espirituales y de pensamiento.
Así, se ha dicho, los ideales firmes, escasos y sólidos han cedido lugar a los
dúctiles, variados y líquidos, y si servían a un pensamiento vigoroso y
personalizado hoy lo hacen respecto a un pensamiento débil y masivo.
El intento tecnológico de reducir al
máximo la temporalidad auspicia una ganancia para el conocimiento al dejar más
claramente al descubierto el fondo común de que están dotados los seres y que
gobierna la existencia de las cosas. Sin embargo, ese panorama auspicioso para
el conocimiento puede ensombrecerse por quedar al servicio de intereses
extraños al conocimiento. Se deduce que ganamos con esfuerzo, y apenas, una noción
del todo en detrimento de lo que somos como partes. Si bien las partes nos
ocultan la realidad del mundo, también el mundo nos dispersa en su vastedad
como el viento dispersa las partículas de polvo. Así lo sugirieron escépticos y
pirrónicos, Sexto Empírico y Epicteto, Francisco Sánchez y Michel de Montaigne
(este último, más realista que escéptico, a nuestro criterio). Y, si este hecho
resurge como la gran contradicción de la sociedad actual, debemos reconocer que
no hay una política para desbaratarla, porque la política también actúa por
separado y gobierna de vez en vez sin jamás hacerlo de una sola. Cabe, pues,
pronosticar la intromisión de la política en la subjetividad, así como lo ha
hecho el mercado, y esperar su incursión en la objetividad radical.
PARTE 5
En cuanto al reconocimiento de la realidad radical por parte de la conciencia
común y corriente, no se logrará en la inmediatez histórica de acuerdo a lo que
se puede suponer. Hasta las creaciones de ciencia ficción y fantasía han
adelantado un futuro inmediato de enajenación, despersonalización y
descreimiento que debilitaría la curiosidad y el esclarecimiento respecto a los
grandes misterios de la vida y el mundo. Un pronóstico más alentador se vuelve
posible, sin embargo, aunque no sea de realización inmediata, y podría
alcanzarse soberanamente. Se descubre una facultad por la que el conocimiento
se reafirmaría desde sus bases originarias, superándose y potenciándose, no
estrictamente por proyectarse desde lo objetivo puro o lo subjetivo puro, sino
desde ambos dominios, de modo de satisfacer la aspiración de verdad y
credibilidad del conocimiento.
VIRTUALIDAD Y REALIDAD RADICAL
¿Qué puede revelar esta facultad? Recordemos que se trata de la capacidad por
la que tienden a volverse inmediatos y presentes los hechos ocurridos en
diferentes lugares y tiempos. La hemos reconocido como actividad del sistema
nervioso de fundamental importancia para la cognición, es decir, para
constituir el saber originario y espontáneo, pero también para formar y
reafirmar los rasgos específicos de la personalidad. También la hemos
encontrado refleja en las conquistas de la tecnología, por las que se reducen
las esperas y distancias y con lo que el mundo se vuelve más interconectado y
mentalmente compartible. Así surge la condición de virtualidad como condición
omnímoda, por la que la existencia se muestra en su desnudez primigenia y
singularidad intemporal.
Si bien llamamos realidad al sistema
de generación y mantenimiento de la vida y de las cosas, al mundo conocido y al
universo en su inmensidad desconocida ‒a la energía y al complejo resultante de
sus transformaciones ‒, la conciencia humana forma parte de ese sistema, por lo
que se suman las expectativas del conocimiento, lo que hay de este también como
realidad. Todavía hace falta que la realidad se muestre tal como funciona, que
deje ver los secretos de su generación, transformación y recursividad permanente.
La virtualidad da un salto, entonces, y se revela en ese encumbrado y muy
humano sentir que hace falta del que carece la naturaleza, porque ella no
siente.
La tan solicitada dimensión de las
causas queda relegada al ya no prestarse para eslabonar la cadena de procesos
que terminan en determinadas consecuencias. Como se sabe, al quedar la causalidad
sometida a la prueba contrastante de los fenómenos no lineales y de los
factores múltiples, se ha preferido hablar de función, es decir, de la relación
entre dos magnitudes según la cual, si varía una, la otra registra una
modificación que se corresponde. La función viene a sustituir la idea de
causa-efecto con la de transformación; pero, como entran en este concepto toda
clase de transformaciones, se dice que se trata de campos, un concepto que pude
albergar cualquier clase de fenómeno, de la naturaleza que sea.
Un campo, al parecer, es una
realidad física parecida a lo que hemos descrito como nube de probabilidades,
aunque, por ejemplo, un campo electromagnético no es un conjunto de
probabilidades sino una amalgama de electricidad, magnetismo y luz con sus ondas
y frecuencias. Sin embargo, tienen algo en común en cuanto a comportamiento,
pues, así como es imposible predecir con exactitud lo solo probable, también lo
es la predicción en ciertos campos del mundo subatómico que estudia la física
cuántica cuando las frecuencias son muy altas: “los filósofos habían dicho
antes que uno de los requisitos fundamentales de la ciencia es que siempre que
ustedes fijen las mismas condiciones debe suceder lo mismo. Esto sencillamente
no es cierto, no es una condición esencial de la ciencia. El hecho es que no
suceden las mismas cosas, que solo podemos encontrar un promedio estadístico de
lo que va a suceder” (Feynman, 2002, 67).
¿A dónde nos conduce esto? A
comprobar que la realidad cuántica, parte de la realidad toda, se parece
bastante, y especialmente en cuanto a lo experimental, a la realidad psíquica,
aunque se trate de dimensiones que “existen” de forma bien diferente. Porque
ante las mismas condiciones la mente no reacciona siempre de la misma manera, y
solo es posible establecer una nube de probabilidades en cuya zona más densa se
encontrará la información relacionada con la intelección y el conocimiento. Si
ante una duda o frente a un problema cualquiera se quiere aventurar cómo y con
qué se despejará la duda o se encontrará la respuesta al problema, más allá de
causas y efectos, de funciones y campos, de conceptos y teorías, se aterrizará
en la subjetividad.
El mundo que conocemos respondería a
nubes de probabilidad, y su dibujo estaría trazado por inducciones y
deducciones hipotéticas tanto como por confirmaciones experimentales y
objetivas. Al conducir un automóvil sabemos cómo evitar un obstáculo que se presenta
en el camino. Podemos resolver el problema aplicando un recurso ya previsto en
todo vehículo, es decir, girar el volante; y se trata de una aplicación del
conocimiento. Responde a que nos movemos en una realidad exterior ‒el coche, la
ruta, las señales ‒ prestablecida de antemano. Las propiedades del planeta
Tierra configuran una realidad externa que también condiciona el comportamiento
de los objetos, por ejemplo, el de un mismo péndulo en Estocolmo o en Quito
debido a las condicionantes geofísicas, el movimiento, etcétera (Feynman, ob.
cit., 68).
No se puede afirmar, pues, que un
péndulo se comporta en todos lados de la misma manera, y es requisito
indispensable la comprobación experimental. Tampoco se puede afirmar que
nuestro recurso de vida, concebido en la experiencia y asimilado por la inteligencia,
resulte infalible. Solo al someterlo alguna vez como ensayo y error sabremos si
funciona como una ley que explica misterios y soluciona problemas. Si una
afirmación observacional se puede convertir en ley física, es decir, en que lo
que se afirma se cumple todas las veces, un saber recogido por la imaginación y
la experiencia se puede convertir en recurso eficiente y saber práctico de una
persona.
“El principio de la ciencia, casi la
definición, es el siguiente: La prueba de todo conocimiento es el experimento.
El experimento es el único juez de la ‘verdad’ científica. Pero ¿cuál es la
fuente del conocimiento? ¿De dónde proceden las leyes que van a ser puestas a
prueba? El experimento por sí mismo ayuda a producir dichas leyes, en el
sentido de que nos da sugerencias. Pero también se necesita imaginación para
crear grandes generalizaciones a partir de estas sugerencias: conjeturar las
maravillosas y simples, pero muy extrañas estructuras que hay debajo de todas
ellas, y luego experimentar para poner a prueba una vez más si hemos hecho la
conjetura correcta. Este proceso de imaginación es tan difícil que hay una
división del trabajo en la física: están los físicos teóricos, quienes
imaginan, deducen y conjeturan nuevas leyes, pero no experimentan, y luego
están los físicos experimentales, que experimentan, imaginan, deducen y
conjeturan.” (Ib., 32)
Cada persona es una especie de
físico teórico y de físico experimental. La realidad exterior condiciona el
comportamiento de las cosas y también el comportamiento humano. Lo condiciona
la realidad dada y la realidad construida por el hombre. Pero se puede
estipular el comportamiento de modo de anular el condicionamiento o de adaptar
las circunstancias en juego para que permitan satisfacer las necesidades. La
realidad interior también condiciona el comportamiento humano, pero es más
difícil obrar sobre ella y adaptarla a los deseos y propósitos. Solo viviendo
una realidad dada se puede estipular aquello del comportamiento del mundo que
tiene que ver con el comportamiento de cada una de las personas.
Es este el sentido que damos a lo
que recogemos de la experiencia de vida. La impronta que seleccionamos e
incorporamos como saber y como rasgo de personalidad actúa como actúa el
experimento en la ciencia: partiendo de unas pocas veces se establece su valor
para todas las veces o, a lo mejor, se crea un campo dentro del cual hallamos
lo necesario. Adviértase que creamos instrucciones vacías, no pautas
determinadas para repetir y aplicar de memoria como, por ejemplo, la de evitar
mojarnos los pies cuando llueve si saltamos sobre los charcos. Creamos una
forma en la que cabe cualquier contenido. En puridad, creamos un algoritmo:
disponemos de ciertas órdenes que se activan en una situación dada y se adaptan
a la variación de los acontecimientos, con lo que dan con la solución buscada.
Las vicisitudes de la historia
personal disponen ciertas previsiones que la conciencia elige en la medida en
que vive, una estrategia parecida a la del físico teórico o a la del ingeniero
que diseña automóviles. En lo estrictamente personal somos los ingenieros y
constructores de nuestra nube de probabilidades, de las habilidades y de la
tecnología necesarias para vivir como individuos y en sociedad, además de las
que nos suministra la educación, el aprendizaje práctico y la memoria. Y somos
físicos teóricos y experimentales, pues no solo imaginamos, deducimos y
conjeturamos, sino que también experimentamos al comprobar en la práctica que
lo proyectado se aplica al menos en una serie de veces. En el fondo somos los
lógicos que conciben fórmulas del tipo: si A, entonces B, que aplican sean
cuales fueren las circunstancias dentro de los límites que presentan los
problemas. Sin embargo, el fenómeno vécico se parece más al contacto que a la
inferencia, en una clara semejanza con el fenómeno químico.
EL MAYOR CONTACTO CON LO POSIBLE
¿Qué se desprende de todo esto? Ante todo, que dependemos de la subjetividad
tanto como de la objetividad. Lejos de la tradicional suposición por la que se
supone reina la objetividad, lejos de la disolución de la subjetividad debido a
las conexiones directas y coordinaciones explícitas de la objetividad con la
realidad concreta, esta no sería posible sin la otra cara de la realidad
interna, mental y abstracta. La subjetividad pone todo en movimiento y no
existe una objetividad creativa y constructora. La más objetiva y práctica de
las personas concentra una ingente carga de imaginación, de fantasía e ilusión.
El problema radica en que no se suele distinguir la fantasía y la ilusión del
plano creativo y fértil para la vida, de la fantasía y la ilusión del plano no
tan fértil, reiterativo e inconducente. La subjetividad, como consecuencia de
esta falla, se identifica más con la función inútil o, simplemente, de
entretenimiento y juego (aunque esta función es fértil en un sentido no
inmediato).
Paradojalmente, los científicos,
para quienes su profesión no sería nada sin el culto a la objetividad, valoran
más la faz creativa de la subjetividad. Muchos filósofos han luchado y hoy
luchan por expulsar la subjetividad de su territorio, creyendo erigir una
disciplina superior fundada en la observación práctica y la comprobación
empírica. Así, han barrido a la metafísica de la faz de la tierra. También es
patético el fervor de los psicólogos por erradicar de la psicología todo
supuesto filtrado por opiniones subjetivas o introspectivas, ¡los psicólogos,
los estudiosos de la vida mental! Y la sociología se empieza a parecer a la
política cuando habla de socialización de los individuos y quiere independizar
a la sociedad del espíritu individual.
Sería erróneo dividir la imaginación
en fértil o creativa e infértil o anodina. No es posible clasificar la
actividad mental solo en función de valores, como tampoco el plano de la
actividad física y corporal. En este sentido, no es necesario buscar otro tipo
de clasificaciones y alcanza con advertir el lío que se ha formado por insistir
en desvalorizar la subjetividad y generalizar el peligro de usar la
imaginación. En todo hay de lo bueno y de lo malo, se aplique el significado
que fuere a estas palabras. En el conocimiento objetivo también hay aspectos
infértiles, errores, inaplicabilidad práctica, peligros y engaños.
Por lo pronto, la subjetividad es
afín a la diversidad de la vida, mientras que la objetividad se amalgama con lo
unívoco y dividido en partes. Aunque vivir no es vivir todo y en el todo, de
cualquier manera, consiste en el mayor contacto posible con el mundo, con lo
probable y con lo posible ‒y a veces hasta con lo imposible. Lo subjetivo exige
que se conozca la fuente de donde proviene, sin duda inserta en la vida mental,
pero dependiente de otro concepto muy maltratado, y aun negado por algunos
psicólogos de los últimos tiempos: el yo. Es una dimensión estudiada por el
psicoanálisis, aunque el psicoanálisis también y eventualmente sea despreciado.
En algunos libros de psicología el yo aparece desfigurado, tratado como si, en
general, fuera un agujero de la mente, algo así como un cono o embudo cuyo
vértice se hunde en las profundidades oscuras de la interioridad subjetiva.
Esto es erróneo, porque el yo y la
subjetividad a la que pertenece no tienen sus raíces hundidas en la oscuridad
misteriosa sino en la experiencia, como las tiene la objetividad. No es
concebible como un embudo sino como un hiperboloide; no como un cono con su
vértice hundido en la intimidad mental sino como una forma semejante a la torre
de refrigeración de una central nuclear, una figura abierta por sus dos
extremos, uno cerrado y mental y otro abierto a la actividad de la vida y al
contacto directo con el mundo (Liberati, 2015, 112). Por lo que la subjetividad
tiene los mismos títulos de la objetividad que testimonian la indiscutible
ascendencia en la experiencia.
Algunas imprimaciones nerviosas
experimentadas por motivaciones cualesquiera en la historia personal se enlazan
con las situaciones problemáticas en todos los niveles de la vida humana. Y se
convierten en los principales recursos del conocimiento al activarse los
circuitos neurales comprometidos con la resolución de problemas. Mediante este
enlace se configuran los fundamentos del saber a qué atenerse en la vida
corriente, y se consagra la más importante función de la inteligencia, que se
complementa con la memoria, la instrucción, el aprendizaje y las habilidades
adquiridas.
PARTE 6
Escribe John
Dewey en su Lógica: “La experiencia posee continuidad temporal. Tenemos un
continuo experiencial de contenido ‒u objeto‒ y de operaciones. El continuo
experiencial posee una base biológica definida. Las estructuras orgánicas, que
constituyen las condiciones físicas de la experiencia, son duraderas.
Queriéndolo o sin querer, juntan de tal modo las diferentes ondas de la
experiencia que estas constituyen una historia en la cual cada onda acarrea el
pasado y abarca el futuro. Esas estructuras orgánicas también se hallan
sujetas, mientras duran, a modificación. La continuidad no significa la pura
repetición de identidades. Porque toda actividad deja una ‘huella’ o registro
de sí misma en los órganos que la ejecutan. Por tal razón las estructuras nerviosas
que toman parte en una actividad resultan modificadas en alguna medida, de
suerte que las experiencias ulteriores vienen a estar condicionadas por la
estructura orgánica alterada. Además, toda actividad manifiesta cambia en
alguna medida las condiciones ambientales que constituyen las ocasiones y
estímulos de experiencias ulteriores.” (Dewey, 1950, 272)
Con estas palabras Dewey entra a
referirse al “continuo del juicio” y a las “proposiciones generales” de la
lógica. Todo su interés se centra en destacar “que la investigación, con la que
formamos el juicio, constituye en sí misma un proceso de transición temporal
que tiene lugar con materiales existenciales” (ib., 273). Así, a través
de estas pocas y sencillas palabras, Dewey rompe la barrera que hasta ese
momento separaba lo conceptual y lo orgánico, lo abstracto y lo concreto del
pensamiento, es decir, lo racional y lo empírico. Ubica el problema en un plano
en el que se reconcilian Platón y Aristóteles, la lógica ontológica de los
griegos clásicos y la lógica formal de las concepciones modernas y
contemporáneas.
Y a esta innovación que marca un
punto señero en la historia de la filosofía, añade una nota que no puede
pasarse por alto: la experiencia posee una base biológica, cuyas estructuras
son duraderas; pero, además, y esto no ha sido suficientemente subrayado,
descubre cómo se juntan las “ondas de la experiencia” y lo que cada onda
“acarrea del pasado y abarca el futuro”. No necesita decir más para ilustrar
con esas palabras, que para el caso no hay muchas, el hecho vécico del
conocimiento. Y decimos “hecho” porque queda meridianamente claro que ya no
cabe con plena oportunidad el término “fenómeno”. Es un hecho desde que resulta
de la experiencia y de “estructuras nerviosas que toman parte” en la actividad
de la experiencia. Con lo que, en cierta medida, Dewey adelanta la teoría de
Hebb.
Se trasluce la dificultad que
presenta el referirse a este hecho crucial del conocimiento; se vale de la
expresión “ondas de la experiencia”. Asimismo, se refiere a que “toda actividad
deja una ‘huella’ o registro de sí misma en los órganos que la ejecutan”.
Aquello que hemos llamado algoritmo, fulguración, horma o asociación de células
nerviosas. Está ya en Dewey la plena concepción del mecanismo (si vale la
palabra, y es admisible en el cuadro teórico del pragmatismo) responsable del
conocimiento, tomando este concepto en su acepción más amplia, en la que se
admite las particularidades de los procedimientos de la ciencia, de la
filosofía y del pensar común y corriente también llamado “sentido común”.
EL CONOCEDOR FURTIVO
Lo que se conoce y reconoce del mundo, especialmente el conocimiento aplicado
con el fin de resolver situaciones complicadas, responde a un proceso
desarrollado por cada persona a lo largo de su vida. Interviene la experiencia
en sus circunstancias, situaciones problemáticas, dilemas, conflictos,
sufrimientos, vivencias inesperadas y desconocidas. Adquieren un relieve
importante las veces en que un orden de complejidad opuesto al desarrollo
corriente de la vida es resuelto o disuelto de alguna manera en virtud de
habilidades propias y genuinas.
En estos términos, es claro que
hablamos de una realidad específica que se esconde tras la realidad histórica
personal registrada en la memoria. No de una realidad de carácter biográfico o,
se diría, bio/gráfico, sino de una realidad de carácter biológico o realidad
bio/lógica. Se advierte así que a la historia lineal se acopla una armazón
lógica de habilidades y conocimientos, surgida aquí y allá, en tal o cual
momento, y que interviene en cada caso concreto y cobra contenido en función de
la circunstancia o realidad presente dada. La vivencia de que se trate y el
grado del asunto con que se enfrente la persona “llenarían” esa realidad
biológica con la realidad biográfica. Quedaría atrás, pues, el supuesto de que
las “ideas” serían las responsables últimas de la realidad vivida y del
conocimiento del mundo y, de la misma manera, que solo los hechos empíricos
determinarían la realidad conocida y vivida.
Llamar “realidad” a ese proceso no
es más que una jugada en contra de la espaciotemporalidad atribuida a todo lo
existente y real. Nada más que una manera de subrayar la inadecuación del
término en cuanto denomina y especifica lo que no es imaginación y fantasía,
sueño o alegoría. Si la realidad respondiera a la captación inmediata de los
sentidos o a la racionalidad elaborada de las ideas, y aunque por tales medios
se lograra conseguir un concepto terminado, o aproximadamente terminado, acerca
de ella, no podríamos entendernos con ella, especialmente en los hechos, en la
vivencia, pues permanecería separada de la realidad del cuerpo y de la mente y
no se trataría más que de una carrera como la del gato y el ratón. Por lo que
preferimos llamar “realidad vécica” a esa realidad de veces y no de tiempos y
lugares, una realidad de consolidaciones por las que se recrea un algoritmo en
el sistema nervioso central, una asociación neuronal o un “sistema nervioso”
particular asociado a la situación cuya huella construye una vía de
procedimiento o inferencia neurológica que se asimila como “conocimiento
vécico” o vicisitudinario.
“Vicisitudinario” es una palabra que
“se aplica a las cosas que suceden en orden alternativo”. “Vicisitud” quiere
decir “alternancia de sucesos”, “suceso que produce un cambio brusco en la
marcha de algo”. Se usa con el mismo valor que “accidente” o “suceso”.
Finalmente, “alternar” quiere decir “sucederse, en el espacio y el tiempo, dos
o más cosas, repitiéndose una después de la otra” (María Moliner, Diccionario).
Si bien este significado es dependiente del concepto “tiempo”, la palabra
“vez”, de igual etimología (turno, alternativa), experimenta un vaciamiento en
la noción del tiempo al usarse en relación a momentos indeterminados o que no
importa especificar: ya habíamos dado ejemplos: una vez, cierta vez, a veces,
etcétera.
Nada nos ofrecen los sentidos en su
obrar sino la experiencia de los sentidos, y esta experiencia no nos deja
percepciones ni sensaciones sino impresiones, estampaciones de aquellas. No nos
muestran un mundo reflejo y solo nos ponen en contacto con un proceso que
elabora mundo o mundos con nosotros dentro de ellos (las pautas de conocimiento
son parte de la construcción resultante). No obra una corriente de datos de los
sentidos sino la dinámica de la experiencia una y otra vez acomodada a la
manifestación de energía en curso. Decir “en curso”, además, no quiere decir en
el curso del tiempo sino en el curso de sus transformaciones, acerca de cuyos
tiempos nada sabemos.
Trasmitimos a los sentidos lo
necesario para que puedan ocuparse del mundo del modo en que necesitamos para
aprehenderlo. No son ellos los que nos trasmiten datos imprescindibles, aunque
trasmitan datos, pues, de ser así, solo seríamos un disco de almacenamiento de
información, como el de una computadora, y seríamos incapaces de hacer algo con
ella en el sentido en que es capaz de hacer algo con la información un ser
humano. El conocimiento, pues, es esencialmente modal, no solo apodíctico y
racional ni inmediato y empírico. Comunicamos al mundo cómo lo comprendemos, y
no hay un supuesto intermediario que nos comunica con él al suministrarnos
instrumentos de captación para comprender. La realidad, pues, no es solo esta,
la del presente, que parece irreal por ya no tener existencia, por ya haber
sido vivida y que no está ahora en la persona o en el acto actual. Está solo
transformada, y nunca estable, congelada; por lo que hablar del pasado, de la
realidad histórica, es un artificio para poder hablar de alguna manera.
Nuestro mundo es el mundo de la
comprensión y no el del entendimiento. Seguramente, es el mundo el que debe o
debería entendernos, y quizá el que hasta cierto punto nos entiende y no lo
sabemos. Quien entiende poco o a medias solo puede comprender y dejar para
quien bien entiende la obra de expresarse y volverse real, llámese naturaleza,
universo o Dios. Enviamos un mensaje con el detalle de lo que somos y de lo que
podemos, y eso es todo. Y nunca sabemos con seguridad si entendemos o no
entendemos, porque la naturaleza no envía mensajes y sólo deja entrever signos
que hay que interpretar. Demanda mucho esfuerzo perfeccionar el mensaje que
permanentemente enviamos y decodificar los signos que nos aparecen como lluvia;
nos cuesta descifrar el lenguaje del mundo. Y nunca se obtiene una versión
final pues el mundo se mueve, cambia, se modifica, experimenta metamorfosis que
no entendemos, asunto en el cual participamos, por lo que tampoco terminamos de
entendernos a nosotros mismos.
CONOCIMIENTO
DE QUÉ
El
conocimiento no es ir de lo determinado a lo indeterminado, de lo conocido a lo
desconocido. Es, en cambio, ir de lo indeterminado a lo determinado, trabajar
los recursos puestos en marcha en lo indeterminado de la práctica de vida, al
enfrentar lo determinado y desconocido, a lo que seguramente determinamos al
aislarlo y determinarlo y finalmente comprenderlo. No responde a un proceso
discursivo, aunque incluya procesos semejantes, ni a un trabajo que se hace
después. Conocer es dar una y otra vez con el hacha a un tronco buscando que
caiga siempre sobre el primer tajo y desde diferentes ángulos.
Lo que se ve ante sí, en la
naturaleza, en el cielo, en el mar, en el bosque y la selva, en la ciudad y en
las calles, ¿acaso no es el tronco cortado o a medio cortar, es decir, lo que
conocemos? Todos pensamos, pero no todos nos ponemos a pensar, a manejar el
hacha. No nos disponemos como nos disponemos a leer o a cocinar. Lo que hacemos
al pensar es levantar toda nuestra existencia, con presente, pasado y futuro,
para dejarla caer de a golpes sobre la realidad entrometida y foránea. Lo igual
a lo que se ve no demanda ningún esfuerzo ni golpes; solo lo demanda lo
distinto y adverso. Pues somos el movimiento contrario al que nos devuelve lo
que se nos aparece.
Si tradujéramos lo que se nos
aparece, si fuéramos los intérpretes o decodificadores de la realidad, seríamos
otra especie, expresaríamos el espíritu de otra lengua, de otro sistema de
comunicaciones. Pero somos el mismo sistema, la misma realidad. Somos apenas
esos mismos pedazos y virutas que han saltado del tronco al golpe del hacha,
hecho leña o palo. Llamemos “ideas” a esas virutas y fragmentos del tronco de
la realidad a conocer. Son manifestaciones de la energía del mundo, no nudos a
deshilvanar. Vienen a nosotros como material desechable, y ya no son aquel
objeto sobre el cual tentábamos acertar con precisión el filo del hacha. Esta
va, la viruta viene, y con ella todo lo que ha quedado del tronco, es decir, lo
que ya no es tronco sino leño, estaca, astilla. Lo que hemos deshecho es lo que
modifica la apariencia; no lo que ponemos sino lo que sacamos. ¿Qué pusimos?
Solo daño,
invasión, intromisión. El daño se antepone como una dialéctica primitiva y
brutal, de la que por abajo nos queda la satisfacción y por encima el
sentimiento de angustia, la pulsión destructiva.
Conocer es modificar y aun destruir
la información obtenida por sensores que captan lo dado. La verdad no puede
responder a la simple irrupción, pues, así como el color del mar cambia con el
color del cielo y la luz, todo irrumpe en todo, todo es a la mirada según lo
otro, y somos otro cualquiera, una más de las irrupciones que sorprenden en el
mundo. Hay, pues, un impulso propio que determina lo indeterminado, informe,
basto y que no pertenece a nadie. No conocemos nada sino por el ejercicio de un
impulso propio, de una elección o de una devoción que no nace de ninguna fuente
extraña. Lo ajeno al impulso es fuerte, se impone a veces sobre nuestra
conciencia y nos obliga a obedecerle. Pero no nos convence sin antes interponer
nosotros las pautas que le hemos extraído de nuestras visitas, de nuestras
iluminaciones, de los rayos que le hemos dirigido para que despierte de su
sueño.
La circunstancia más comprometida,
la enfermedad, la esclavitud, el dolor, la angustia, la desesperación son
realidades que consideramos nuestras, que no están en el mundo que llamamos
externo, aunque sea una de sus partes. Hay una realidad solitaria en la que no
hay cómo no creer, la misma que por tradición se atribuye a las concepciones
idealistas. Alguien diría —¿Dónde estoy si no es en ese mismo mundo externo que
llamo externo por creer que es externo a mí? Hay una realidad solitaria y
escondida, pero no es otra realidad, sino la realidad que no puedo ver por ser
parte de ella.
La realidad furtiva de cuyas
manifestaciones soy parte, que no hay cómo liberar de lo desconocido, es en la
que creo. Y, desde que su fuente originaria es la misma que la del mundo de las
apariencias, termino confiando en mis presunciones interiores y subjetivas,
filtradas por las de mis congéneres. Y desconfío de lo que aparece en forma
brutal, que provoca un susto y parece una cachetada inesperada. Por lo que,
como consecuencia de lo que algunos estudiosos de filosofía gustan hacer, no
puedo sino declararme idealista. Un idealista objetivo, ya que mi idealismo no
es un idealismo de las ideas sino de las ocasiones innumerables, indefinidas e
informales o experienciales de las que vicisitudinariamente se transforman y
recrean en hechos y series de hechos. Por lo que mi idea de idea es poco ideal,
es más bien material, aunque la de cómo se forma y convierte en realidad es
flojamente materialista.
Así pensaría quien se sintiera
idealista sin serlo en el sentido estricto, es decir, quien no se sintiera
cómodo dentro del marco materialista, aunque, quizá sin saberlo, incluiría en
su concepción aspectos importantes relacionados con los sentidos, la sensibilidad
física y su importancia para el conocimiento.
PARTE 7
El punto de vista vécico permite apreciar con cierta claridad otro aspecto de
la realidad, en este caso de la realidad social. En lo que se intenta presentar
aquí como problema no se esconde ninguna intención de cuestionar la importancia
de la ciencia teórica ni de las tecnociencias. En ellas se deposita no solo la
fe en el desarrollo del conocimiento racional y sistemático, que incluye el
desenvolvimiento de la vida práctica, sino también la garantía de supervivencia
para la humanidad, para las demás especies y en lo que atañe al cuidado de la
ecología planetaria. Por lo demás, la ciencia, con su permanente e infatigable
actividad de renovación y rectificación, investigación y descubrimiento, al
procurar el bienestar material, físico y psíquico, el confort, la potenciación
de las facultades naturales de la inteligencia, transmite también sus gratificaciones
al ámbito de la espiritualidad, la ética y los valores.
Ahora bien, el panorama de la
ciencia teórica tal como hoy se perfila en sus múltiples relaciones con las
tecnociencias y en el inmediato influjo sobre la vida de las personas, produce
un efecto de inquietud y desamparo, de desconcierto y aun de incredulidad.
Aunque en general no tenga consecuencias del tamaño de los grandes conflictos
sociales ni de las tragedias colectivas notorias, sin embargo, conmueve a la
humanidad sin que se note demasiado y, aun, sin que pueda comprobarse como se
comprueban los de orden explícito y palmario. Puede explicarse con solo tener
en cuenta el modo fundamental del conocimiento, de la forma en que hemos venido
sosteniendo aquí que funciona, especialmente cuando presta su servicio en la
vida práctica, doméstica y personal.
La variedad y la cantidad de
productos, la celeridad con que se renuevan y aumentan en diferentes versiones,
el impacto que produce la posibilidad de incorporación a la vida cotidiana con
relativa facilidad conduce al aturdimiento. No al aturdimiento que producen los
fenómenos comunes y corrientes cuyos efectos suelen expresarse con esta
palabra. Nos referimos al aturdimiento no manifiesto ni patente, imposible de
discriminar con claridad si no se tiene en cuenta la principal forma de
proceder del conocimiento humano y cuando debe aplicarse a la distinción y al
reconocimiento de algo con los solos recursos de las fuerzas propias. Surge un
conflicto entre la forma de conocer y aquello que se desea conocer, por el
simple hecho de que lo que se desea conocer es prácticamente sustituido por lo
que en forma ajena a la voluntad se impone para conocer.
En tanto la forma de conocer se
despliega por medio de los recursos de la historia personal (a los cuales nos
hemos referido bajo la expresión de “historia vécica”), lo que se conoce ya
viene desplegado, y se despliega siguiendo una dirección opuesta a la de la
historia de formación de las aptitudes para conocer. Y esta dirección contraria
es la que rige el curso de las ofertas de la revolución tecnológica que acapara
la atención. Lo fundamental en este sentido es advertir que esa revolución
tecnológica es concebida, y nada se puede reprochar a la ciencia en eso,
precisamente para ahorrar el trabajo de descifrar las formas más convenientes
de resolver problemas, de evitarlos o de enfrentar una adversidad que la vida
presenta cada día y en cada momento.
La lluvia de descubrimientos,
inventos, cambios de parecer de orden científico, variedad de opiniones
autorizadas (las consabidas “bibliotecas”) funciona como una clase de velada
imposición perteneciente a un nuevo régimen de lucha por el poder de gobernar,
si no a las personas, especialmente la forma de convencerlas. La invasión llega
al subconsciente con una velocidad antes desconocida, y la mente trabaja de una
manera muy diferente a como lo hacía con la lentitud relativa de los cambios en
las formas de vida de otros tiempos. ¿Se acomodó el cerebro de la gente al
mismo ritmo en que se aprecia que se ha acomodado el cerebro de los científicos
y de los tecnólogos?
No es raro que por el fondo las
personas se encuentren en un grado cada vez mayor de conmoción por el impacto
recibido, el cual no se puede ni se quiere evitar. El fuero íntimo,
inanalizable, jamás puesto al descubierto por encuestas ni estadísticas como
las que revelan el fuero extrínseco y se divulgan con frecuencia diaria, de las
que importan pareceres, opiniones, circunstancias materiales que rodean a cada
persona, en fin, predilecciones políticas, religiosas, deportivas, etcétera, se
envuelve en un torbellino que la más genuina y poderosa facultad de poner
orden, de discriminar y racionalizar no puede aquietar ni eliminar del todo. No
se sabe hasta dónde está preparado el ciudadano común para asimilar por lo bajo
el cambio sustancial en el modo de vida que se propone, aunque muchos escapen a
su influjo y otros estén perfectamente preparados para lograrlo.
EL ATURDIMIENTO
¿Qué lo marea o aturde? Lo marea y aturde el quedarse sin puntos de referencias
conocidos y seguros, dada la magnitud de los saltos cuantitativos y
cualitativos de la abrumadora oferta tecnológica invasora del hogar, el
trabajo, la convivencia, las costumbres, modificándolas y obligando a una
adaptación tras otra. No se incuba aquí el propósito de confrontar esta
realidad irresistible e inexorable ni el deseo de aventurar juicios o adelantar
designios sino solo subrayar efectos indeseados. Si bien muchos consumidores
asimilan enseguida un buen número de innovaciones, otros no las entienden o no
encuentran su aplicación en lo personal. Siempre hay lugar a un vacío de
conocimiento, sobre todo en términos de comprensión respecto a una amplia
franja de reacondicionamientos (necesarios si se quiere atender todo) que
quedan al margen de la percepción crítica. La dinámica subjetiva queda sola y
paralizada en rubros fundamentales para la vida, en las dificultades tanto como
en las facilidades y comodidades que se apreciaban diferentes, con mayor
dependencia de la intervención propia, del ingenio, del esfuerzo, de la
imaginación.
La tecnología estalla y no le cabe
la tarea de preparar intelectual y espiritualmente a los destinatarios de sus
invenciones e innovaciones para ayudar a asumirla y a asimilarla. Siempre ha
sido así, y la de los tiempos pasados tampoco preparaba fuera de lo
imprescindible para aprender a utilizar los artefactos y aparatos que inventaba
y ofrecía. Pero hoy se incorporan dos nuevos aspectos: la tecnología se
inmiscuye más allá de los hábitos y prácticas concretas para alcanzar el de las
aspiraciones y deseos íntimos, emocionales y pasionales. Además, y aspirando a
sobrepasar la mecánica de la seducción, pretende inducir e imponer, a fuerza de
reiterar y de apelar a los innumerables medios para invadir la esfera de la
vida personal. Con lo que logra modificar la conducta del sujeto, afectar el
orden de sus predilecciones, convicciones y afectos, superando muchas veces con
intenciones sospechosas las inclinaciones y predilecciones, instalándolas a su
gusto si no estuvieran ya en el espíritu, especialmente en los jóvenes,
dejándolos sin opción porque la mayoría de ellos no conoce la constelación
infinita de tesoros de la cultura humana.
Todo lo que tiene de benéfico en la
práctica, especialmente social, lo tiene de disolvente en lo que se refiere a
la espiritualidad, la fe, la autoformación moral y la creatividad en lo
psicológico, como también lo tienen otros ascendientes de influjo predominante
y crédito consensual en los campos intelectuales y emocionales con peso de
autoridad y prestigio, como los de la religión y las ideologías. La ciencia,
cuya misión pasa por combatir los dogmas y supersticiones, se convierte en un
embrollo para los demás cursos de autoafirmación personal. No porque en sus
consignas de racionalidad y experimentación radique una naturaleza contraria a
la autoafirmación de la conciencia y la moral, sino porque una y otra, cuando
la libertad espiritual y la amplitud de miras es escasa, tiene el poder de
anular toda otra apertura a la percepción del mundo y del propio yo. Sus
productos maravillosos, como los de la tecnología, ejercen ese influjo en
quienes no son consciente de sus limitaciones y debilidades o carezcan de un
sentido de los valores fundamentales de la colectividad.
SEÑALES DEL MAREO
¿De dónde proviene el conocimiento de esta realidad que solo podría comprobarse
en cada persona por métodos no experimentales, en lo individual y subjetivo,
invisible para los instrumentos de medición y comprobación conocidos? Ninguna
indagación de este campo inmaterial admitiría datos objetivos, información
estadística ni posibilidad alguna de practicar siquiera inducciones. La misma
ausencia de interés por obtener información de este tipo, sea por la dificultad
de lograrla en la práctica, sea por la supuesta naturaleza que invalidaría toda
base de datos subjetiva, es señal de alerta capaz que anunciar la posibilidad
de un conflicto desatendido o encubierto. No hay asunto que escape a la
medición y a la comparación en un mercado que indaga en profundidad cada
fragmento de la realidad cotidiana y cada aspecto de toda actividad social y
personal, de la política, los servicios, la industria y el comercio, las
finanzas públicas, la educación, la salud, la vivienda, el trabajo, etcétera.
La dinámica de cada aspecto de la
actividad humana, además, se mide, calcula y proyecta, y se compara con la del
pasado. Se toma desde el punto de vista de los hechos y cosas, no desde el de
las fuerzas, ideas, impulsos, aficiones o anhelos que se convierten en
realizaciones concretas. No hay un registro histórico de las aspiraciones, pues
ni el presente ni el pasado están hechos de ellas sino de lo que las
metamorfosea en realidades. Y hoy apenas hay una historia de las ideas,
disciplina que no despierta demasiado interés, pese a su considerable aporte a
la filosofía de la historia en décadas pasadas. De la cuantificación de los
problemas sociales se puede inferir alguna cualificación que suministra
conocimiento acerca del estado de espíritu y de las tendencias grupales; pero
estas cualificaciones no son de las que prefieren servirse como material de
trabajo los profesionales de las ciencias sociales, perspectiva que los
convertiría en intérpretes imaginativos o falsos profetas. Y muchos aspectos
del orden al que nos referimos quedan dentro de la órbita de la psicología y de
la psiquiatría, en un plano de obligada reserva ética y profesional.
¿Cómo sabemos que el ser humano está
solo o que, por lo menos, se siente desamparado, aunque no lo admita
conscientemente o no lo advierta aun tratándose de su propio yo? Los psicólogos
lo deducen frecuentemente porque encuentran un gran vacío al respecto en su
discurso, en el plano de la relación personal y en el del consultorio. Las
técnicas para develar sus causas y motivaciones, pues, corresponden a la
práctica del psiquiatra y no suelen divulgarse, porque contravendría la
estrategia para la cura o para el tratamiento que pueda corresponder. Hay otro
hecho del que puede inducirse el sentimiento de desamparo, de temor respecto a
la confianza en las propias fuerzas o de descreimiento respecto a la propia
potencialidad de la energía espiritual y mental.
Este hecho corresponde a la muy
denunciada tendencia general hacia un mundo de vida cada vez más reservado y
recluido en la esfera privada de lo personal y particular ‒al margen de las
situaciones en que una causa externa la impone necesariamente y que refuerza y
aun obliga a seguirla. Asociada estrechamente a ella se cuenta la dirección de
los intereses por las actividades, laborales o de esparcimiento, que no
requieren una participación demasiado activa, con la excepción de la de los
deportistas profesionales. Y también es abonada por el desarrollo y la
diversificación de la tecnología de aplicación social.
Esta tendencia, sin embargo, y se
trata de un hecho de máxima significación, no impide que se conserve el
sentimiento de solidaridad cuando la situación lo demanda por la gravedad de lo
que se trate o por fundamentos explícitamente humanitarios. Aunque el influjo
de lo externo llega a la subjetividad con mayor facilidad que lo que nace y
fluye en ella como efecto de sus auténticas inquietudes y de una cultura
afirmada en la experiencia y en el esfuerzo consciente, el sentimiento por la
desgracia ajena no se debilita. Y no es gratuito que ese influjo, en el que
viene la señal que despierta la solidaridad, provenga de lo externo a la
conciencia y la haga reaccionar y proyectarse en los hechos. Porque se paga con
la disminución y el debilitamiento de lo que ayuda a vivir soberanamente en la
realidad interna, aquello que ocuparía el lugar de la ayuda al prójimo de
manera estereotipada y respondiendo a la imitación automática o a la moda. De
esto resulta una clara señal para al menos una cantidad de casos en que se ve
que la solidaridad no responde a los sentimientos soberanos y libres sino a la
fuente en la que se originan los intereses superfluos y de pasatiempo. La
solidaridad, pues, se implanta a expensas de la plena autonomía y libertad de
conciencia al ser desplazada por un efecto reflejo y movida por intereses
ajenos al sentimiento humanitario.
Si se trata de investigar los
motivos por los cuales se avizora este aspecto de la realidad social, señalada
especialmente por la sociología actual y la teoría de la posmodernidad, uno de
los aspectos a considerar sería esa oposición entre la fase básica del
conocimiento, de orientación centrífuga, descrita por la teoría vécica
(activación de pautas experienciales indeterminadas en las que puedan encajar
las pautas de nuevas situaciones), y la dependencia en aumento respecto el
influjo del mundo externo y cuya orientación centrípeta obstruye el curso de la
otra, para suplantarla o neutralizarla. A este fenómeno se refiere la denuncia
de deshumanización también generalizada por la crítica de la posmodernidad, y
que tiene una tradición que se remonta a la filosofía (José Ortega y Gasset),
la literatura (George Orwell), el cine (Charles Chaplin), etcétera. En este
sentido es de destacar en nuestro país la obra del filósofo Aníbal del Campo, y
en Argentina la del escritor Ernesto Sábato, entre otras.
Por no considerarse ajena a la
teoría vécica, finalmente, podría agregarse que ella no interfiere ni tampoco
se afilia al muy debatido funcionalismo, tendencia filosófico-epistemológica
que alcanza su auge en las últimas décadas del siglo pasado por impulso del
estadounidense Hilary Putnam (1926-2016). Después de que hiciera un balance
final, teniendo en cuenta las principales implicaciones teóricas del problema,
concluye, en uno de sus libros más importantes, que “lo ‘epistemológico’ y lo
‘ontológico’ están, según mi perspectiva, íntimamente relacionados. La verdad y
la referencia están íntimamente conectadas con las nociones epistémicas; la
textura abierta de la noción de objeto, la textura abierta de la noción de
referencia, la textura abierta de la noción de significado y la textura abierta
de la razón misma están todas mutuamente interconectadas. A partir de estas
interconexiones habrá que progresar la tarea filosófica seria.” (Putnam, 2014,
183.)
PARTE 8
Falta a la teoría vécica ubicarse frente a un problema ineludible, aunque
azaroso, sin cuya debida discusión quedaría al margen de un aspecto clásico en
la filosofía del conocimiento. Nos referimos a las diferencias entre el
racionalismo idealista y el materialismo en lo que atañe al paso de lo
neurológico a la filosofía de la conciencia y a la psicología de la mente, un
diferendo que no ha sido resuelto sino, más bien, hecho a un lado o, en el
mejor de los casos, ponderado en lo que cada parte tiene de permeable respecto
a la otra.
¿Cuál es el verdadero fondo del
problema? Se disciernen esas diferencias según se otorgue mayor importancia a
la idea o a la sensación, a lo interno o a lo externo, a lo espiritual e
intuitivo o a lo empírico e inmediato. Pero, en el fondo de todo está la
cuestión de decidir si en lo humano interviene un factor sobrehumano, es decir,
si el problema de la vida y el mundo se resuelve en la sola esfera del
conocimiento o si se remite a otra superior, Dios, la Idea, lo Absoluto, lo
Infinito, pero también lo Circunvalante, la Estructura, el Mercado, o como
quiera llamarse, que determinaría todo lo conocido y haría del saber un
territorio limitado e insuficiente a pesar de su dinamismo e inteligencia.
En este fondo último se incluye la
dimensión espiritual como asunto paralelo y de la más considerable importancia,
connatural al del conocimiento y cuyos parámetros de discusión son los mismos.
Se trata de lo que se prefiere denominar misterio antes que llamar
problema, dado que interviene lo inexplicable, como en el arte, y todo lo que
no puede reducirse a sistema hipotético-deductivo o a ciencia fáctica, esto es,
la ética, la religiosidad, el misticismo. Se trata de la puja que a través de los
siglos ha ido modificando la metafísica en filosofía natural y ésta en teoría
del conocimiento, antropología filosófica, psicología y epistemología.
LA GRAN INQUIETUD
Se conmueve el ser humano especialmente en los casos en que las inclinaciones y
preferencias personales se ven afectadas por un sentimiento de soledad
metafísico y una sensación de desamparo espiritual y moral, especialmente
frente a la adversidad y más cuando se dispone a pensarla, a meditar en la
resistencia que se opone con tanta tenacidad a sus más anhelados propósitos y
mayores aspiraciones. El problema entonces no es el mundo objetivo sino él, es
decir, el problema de su misma posibilidad de sentir y pensar, el de la
existencia propia que parece anteponerse a toda otra existencia y realidad
externa o extraña. El problema se reduce al individuo humano en tanto primera
autoconstrucción y máquina de autorresolución de enigmas, dificultades,
contrariedades e inquietudes.
Lo poco que tiene para decir la
teoría al respecto es el del sentir original de cualquier sujeto humano, en el
que no domina el deseo de despejar el problema del conocimiento, de si hay o no
hay mundo exterior, de si se debe confiar en la apariencia o si la verdadera
realidad se esconde tras ella. Domina, en cambio, el deseo de descubrir el
orden y la jerarquía que corresponden al ser humano en el mundo en el que
participa y del cual forma parte. El ser humano se conmueve a raíz de la
excitación ‒y de su inmediato desvelo‒ debida al simple hecho de sentirse y
pensarse vivo y ser una fracción de la realidad de la que es consciente (asunto
que está en el origen de las religiones, de las creencias, de la filosofía y de
la ciencia). ¿Hay, pues, sólo un proceso neurológico o hay algo más? ¿Nos
limitamos a sentir o a presentir una determinación sobrehumana apelando a la fe
religiosa o a la fe antropológica (distinción de Segundo, 1982, T. I, 31)? ¿O
indagamos algo más?
Es tan improbable que una fuerza
sobrenatural, quizá natural como cualquiera otra (¿por qué Dios tiene que ser
sobrenatural?) lo determine todo, o que una actividad neuronal, quizá
insignificante en el universo (¿por qué la energía bioquímica y física tiene
que ser natural) determine lo que habría de corresponder a lo que se concibe
como milagro humano. Y que resulte milagro para el hombre de ciencia como para
el hombre de religión, y que la misma palabra “milagro”, que equivale a lo que
se admira y asombra, muestre en el sentir y el pensar de ambos tan diminutas
diferencias de significado y sentido.
La teoría tiende a sugerir que la
misma disyuntiva es ya prodigiosa por presentarse experimentada en carne propia
y a la vez expresarse sutil e inaprensiblemente. No involucra sólo al hecho o
fenómeno o actividad o proceso del conocimiento en sí mismos, sino a la
particularidad de que, se trate de lo que fuere, su interpretación dé para
dividirse en dos visiones opuestas, una del todo trascendente y otra del todo
inmanente, ubicadas ambas en polos extremadamente opuestos e irreconciliables.
Semejante oposición abre la sospecha
de las aporías paralelas al dilema de la fe. Y la sospecha se incrementa al
orientarse en el sentido más probable. No el de la comunicación del hombre con
Dios, que es una expresión de los textos bíblicos y creencias religiosas, ni
del hombre con la ciencia, que es una expresión de las hipótesis, teorías y
conjeturas del conocimiento. Se orienta en el sentido de lo que, como el
universo en expansión, se aleja cada vez más de cada uno de los puntos del
sentir y del pensar. Porque no ha cambiado nada desde las épocas más remotas de
la civilización, y se cree en el misterio como siempre y se cultiva el saber
práctico como siempre. Nada de esto tiene que ver con la realidad personal,
cuya conciencia de sí está atenta a las dudas y a las creencias, y cuyo acceso
a la ciencia se realiza a través de mecanismos que sólo vienen desde fuera.
Lo que se entiende por sobrenatural
es la composición de lo que, tiene que admitirse, no es inaccesible al
razonamiento y sólo lo es a la fe o a la intuición: el paso de la asociación de
neuronas, con el fin de preparar para lo inesperable, a la función que tal
asociación posibilita, al encendido de la solución de dificultades. Es la
composición de lo que, tiene que reconocerse, se demuestra como resultado del
razonamiento y de sus demostraciones fácticas. No se trata de concepciones
opuestas sino de extremos originales que incesantemente tienden a anularse
entre sí, es decir, a aproximarse en vías de unificación. ¿Cuál es, hasta donde
podemos imaginar, el desenlace? Quizá la insólita imagen de una transformación
sin término concebible.
EL TRAZO Y LA LÍNEA
¿Por qué suponemos un desenlace inimaginable? Porque la vida consciente puede
ser un producto autogenerado, una autopoiesis, un proceso autónomo que está en
el origen de la vida (Maturana, 1996, T. II, 232). Puede ayudarnos esta
metáfora del filósofo alemán Friedrich Jacobi, del siglo XVIII: “Pensemos en la
acción de dibujar con un lápiz una línea en una hoja. Intuimos la línea
mientras la generamos, y sólo porque la generamos nosotros mismos, no porque la
encontremos hecha. En esta imagen, el Yo sería tanto la mano que traza como la
línea dibujada. El Yo se ‘ve’, se intuye, de un modo parecido al del ojo cuando
ve la línea: no como objeto externo, sino como la actividad misma del hecho de
trazar una línea. Y ‘verse’ es, simultáneamente, el propio hecho de trazar, la
producción en sí.” (citado por Frilli, 2019, 72)
Todo induce a pensar que la historia
y la realidad ‒entendidas como historia y realidad vécicas‒ y lo que hemos
llamado interlocutor furtivo configuran un sistema demasiado simple para
atiborrar su descripción con una infinidad de detalles y distinciones
conceptuales y observaciones sensibles. Son asuntos demasiado vinculados entre
sí y forman parte indeterminada de una singularidad no expresa en lo ideal ni
en lo material sino en lo que, para no involucrar a ninguna filosofía, puede
apenas referirse bajo la expresión “manifestaciones de la energía”,
transformaciones, estados, cambios decisivos o insignificantes, de una sola y
única dirección, irreversibles. Lo que para nosotros es apariencia, aspectos
múltiples y puntos de vista diversos, entidades y seres inscriptos en el tiempo
y el espacio, interpretaciones y representaciones, para un observador
omnisciente sería “un ente singular” en el sentido de la ontología clásica
(Ferrater Mora, ob. cit., T. IV, 3297), es decir, aquello en lo que no hay
oposición semántica con la demasiado humana “pluralidad”.
PARTE 9 Y
ÚLTIMA
El hombre colectivo se olvidó de sí mismo. Si bien con los siglos se fue
liberando de la subjetividad supersticiosa y dogmática, por la que había
rendido pleitesía a toda clase de mitos y religiones, ideologías y reinados de
fuerza y violencia, volvió a encadenarse al consentir la intromisión de las
nuevas prescripciones y sugerencias del conocimiento, las tecnologías y los
medios de comunicación y traslación. No se limitó a beneficiarse con ellas,
como jamás lo había experimentado. Por sobre su uso inteligente, privilegió las
creaciones de efecto secundario, los artificios del placer, los juguetes para
el entretenimiento, el confort y el ahorro de los viejos empeños para lograr
cualquier ventaja en la lucha por su vida.
La angustia de sentirse atrapado en
su fuero íntimo, y la rebeldía capaz de liberarlo de sus antiguos fantasmas, se
convierte en satisfacción al dejarse atrapar en la tormenta de ajenidad que
obnubila sus sentimientos y su intelecto. El efecto de esa agradable
enajenación le hace descreer de sus propias fuerzas y le condena a depositar su
fe en las cosas y hechos externos. El pensamiento filosófico, incluso, es
atraído por los objetos concretos del mundo y se desinteresa de las antiguas
abstracciones, ideas y representaciones, éticas y valores, categorías del
entendimiento, emociones y pasiones, sin adelantar ninguna constelación de
aspiraciones sustitutivas, porque la esperanza no ha ni había muerto.
Se pensó que se recuperaba de este
colapso, que cobraba plena conciencia de sus propios potenciales consagrados en
la experiencia personal y la racionalidad de amplias miras. Aun, se creyó que
el fenómeno se producía por primera vez a plena conciencia. Dios había muerto,
pero un nuevo espíritu había nacido, una mentalidad abarcadora y menos
temerosa. Había muerto la magia, pero la antigua subjetividad se transformaba
al cerciorarse de las posibilidades infinitas de la autoafirmación, la
convivencia racional y el apoyo insuperable de los aportes de la ciencia.
Se volvió a descubrir el mundo, se
contempló con otros ojos y se fijaron sus verdaderas magnitudes teniendo en
cuenta el punto de vista y las perspectivas, la relatividad del espacio y el
tiempo, el inconsciente y el mundo subatómico, las totalidades que no resultan
de la suma de sus partes, las reglas de la vida en sociedad, la fenomenología
de la vida cotidiana, la irreversibilidad en las transformaciones de la
energía, el caos y la complejidad, los espacios infinitamente lejanos del
cosmos. Se abrieron las economías del mundo y se multiplicaron los intercambios
benéficos del comercio. Se advirtió, en definitiva, que la inteligencia
participa tanto como la naturaleza en la construcción del mundo.
Alcanzaría con la existencia de una
molécula orgánica para demostrar que la clave de arco de la realidad descansa
en la inteligencia. Es ella quien la construye o ayuda a construirla, aunque
pueda creerse que la construye Dios, la explosión original o la sola eternidad
estacionaria. Si bien no se conoce la autoría última del universo, al menos se
sabe que en los designios de la creación la humanidad no es una chispa que
salta por azar de la fragua del universo. Se advierte que la vida no es un
descubrimiento sino una invención. Que no es un recipiente que se llena de
mundo sino un mundo singular que, como las galaxias, choca con otros para
construir una nueva estructura. No una serie de hechos que se acumulan en el
tiempo, sino el impacto de peripecias ocasionales que producen infinitos
cambios.
Vive el hombre, pues, en su
dimensión colectiva, la vicisitud por la que se reconvierte desde sí mismo y no
desde fuera. Cursa la mudanza por la que surgen nuevas sospechas y por la que
las preguntas y respuestas se formulan de otra manera. Ve con claridad que no
se liberará desde fuera hacia dentro sino desde dentro hacia fuera, e intuye
que la recuperación de la subjetividad soberana podría mostrarle lo que él es
en la realidad verdadera, la suya y no la foránea e intrusa. Su obra primeriza
sería la subjetividad despojada de superstición y fundada en la experiencia
real, por lo que no es posible establecer la convivencia social sin ella, un
asunto remitido desde siempre a la organización y a la planificación masiva y
despersonalizada. Es él quien puede resolver su existencia, y sólo él, pues la
masificación social se produce por el vaciamiento de la subjetividad.
El hombre social tiene que seguir,
no llegar; llegar es cotidiano y reiterado. Tiene que procurarse la permanencia
más que procurarse el éxito. El éxito de permanecer es sustancial, mientras que
el éxito o el fracaso de los propósitos cotidianos son aleatorios y
provisorios. “Peleamos por mantener vivo algo, más bien que en la esperanza de
hacer triunfar algo” (Eliot, 1944, 523). Todo lo que termina en algo es porque
empieza en otro algo, el fin de toda tarea es el principio de otra. Y solo
alguna de esas tareas significa la vida que cada uno construye, la vida vécica,
porque la mayoría de ellas es solo extensión, iteración. Distinguir la vida
constitutivamente vivida de sus extensiones y repeticiones, anodinas y
superfluas, es entender el sentido intrínseco de lo humano. Es la diferencia
entre la apariencia y la realidad, entre la inteligencia gobernada por la
naturaleza y la inteligencia gobernada por sí misma.
V. SENTIR:
NOVEDAD EPISTEMOLÓGICA
Se habla de sentir como sentir físico y
corporal o como sentir mental o espiritual, pero existe otro sentido para el
mismo término, y surge de afinar la introspección y descubrir el verdadero
papel que desempeña en el campo de la conciencia.
“Pensamiento” es un término que alude al contenido
o a los rasgos de ideas, conceptos, valores, sentimientos de una persona o de
un grupo de personas, en contraste con los aspectos corporales y conductuales,
gestuales o biográficos. Según el Diccionario de María Moliner es “cosa
que se piensa”. Y “pensar” significa, de acuerdo a la misma fuente en su
primera acepción, “Formar y relacionar ideas”. Por lo que “pienso” es la
palabra que utiliza una persona para aludir a su actividad mental y
eventualmente a su contenido de conciencia o a ambas cosas: “pienso en ti”,
“pienso el problema”, “sólo lo pienso y no haré nada”, etcétera.
En
esas alusiones a lo que ocurre en la mente, y a la clase de contenido a que da
lugar eso que ocurre, interviene siempre un sentir que se está pensando
y un sentir que lo que se está pensando es tal cosa o tal otra. Hay un
pensamiento que está fluyendo, una idea o una asociación de ideas, o una imagen
o serie de imágenes, en fin, cualquier representación, y surge la conciencia
plena de qué clase de idea se está pensando, formando o repitiendo en la mente.
Sentimos que pensamos, sentimos que hay una idea o una asociación de ideas y
nos damos cuenta de que estamos pensando.
Darse
cuenta del sentir que revela el pensar o el pensamiento
permite poner las cosas en su lugar, aunque resulte algo difícil. Se comprueba
que el pensamiento es una función y no el medio en el que se realizan o manejan
las ideas, esto es, el contenido de la mente. Que llamamos pensamiento a lo que
resulta de esa actividad de la mente, esto es, a una composición de ideas o
conceptos o imágenes, cualesquiera sean, que elaboramos y sentimos como
propias. Se da, pues, el producto que resulta del trabajo de la mente, la obra
que se origina en una actividad que sentimos interna, mental y consciente.
Sin
embargo, llamamos “pensamiento” a una dimensión mental o medio en el que se
mueve lo mental, diferente al de los sentidos y la percepción, y también
diferente a la otra dimensión que llamamos afectiva o subjetiva,
correspondiente a los sentimientos, emociones, pasiones, llamados “fenómenos
psíquicos”, y entre los cuales suelen incluirse los sentimientos estéticos,
éticos, axiológicos, deontológicos, religiosos. Muy probablemente, estas
denominaciones y particiones que hacemos se deben a que no tenemos en cuenta la
verdadera función del sentir en la actividad humana, correspondiente al
pensamiento o al espíritu, a la percepción o a la elaboración mental de la
información proveniente de los sentidos.
Sentimos
y, de acuerdo a cómo aparece lo que sentimos, en función de los motivos por
los cuales sentimos tal cosa u otra, de la circunstancia que vivamos al sentir,
del estado de ánimo y del cuadro mental que nos embargue en el momento,
dividimos el sentir en percepciones, en ideas, en sentimientos, en conceptos o
en lo que sea. Sin embargo, en la conciencia ocurre algo elemental o se revela
algo primordial: el sentir, Y no hay otra actividad más contundente que
esa: que sentimos que algo nos pasa por dentro, es decir, que
pensamos. Igualmente, la de que sentimos que vemos, que tocamos, que
recordamos o caminamos o leemos o conversamos. Es bastante difícil establecer
con claridad esta sutil distinción, pero es clave para entender el
funcionamiento combinado del cuerpo y de la mente, de lo que tradicionalmente
estudiamos por separado: lo mental y lo corporal, lo intelectual y lo
espiritual, las ideas y los sentimientos, las manifestaciones estéticas y
éticas, la moralidad y los valores, la religiosidad, lo inmanente y lo
trascendente.
SENTIR Y SER
En la vida corriente no distinguimos si pensamos o
si sentimos, si meditamos o si sentimos que meditamos. No distinguimos o no nos
abocamos a distinguir si pensamos algo o si sólo sentimos que estamos pensando
algo. En la mayoría de los casos advertimos interiormente que estamos ideando
algo, que se asocian vagamente algunas ideas o connatos de ideas. Afloran
algunas figuras o imágenes, espectros mentales o sus rumbos –movimientos,
direcciones– que nos ponen al corriente de que estamos elaborando algo, como si
amasáramos harina para hacer pan.
Al
mismo tiempo, y de acuerdo a la circunstancia que vivimos, sentimos esa
actividad como relacionada con diferentes estados de ánimo o con situaciones o
ambientaciones mentales. Puede tratarse de lo que llamamos ideas o de lo que
llamamos sentires, sentimientos, o directamente, sensaciones, percepciones,
contactos directos a través de los sentidos del cuerpo. Puede tratarse de lo
que sea y en todos los casos hay un sentir, una realización sin la cual no.
Y sentimos que pensamos, que nos emocionamos, que recordamos, que algo nos
agrada o no, que lo consideramos oportuno o no, en fin, que completamos el
sentir con vestiduras determinadas y específicas.
Eventualmente,
hemos creído que pensamos en algo cuando sólo lo hemos sentido. Se trata
de algo que genera el sentir sin llegar a ser cabal pensamiento. Puede tratarse
de un sentir importante, de algo por encima de lo habitual en la vida
corriente: por ejemplo, sentir que somos, sentir que estamos viviendo.
Porque no se trata de sentires habituales, de los que siempre concientizamos,
pasan por pensamientos profundos acerca de que somos y de que vivimos, que por
detrás debe ocultarse un porqué y un para qué fundamentales, cuando en verdad
sólo nos está pareciendo eso y no lo estamos pensando a cabalidad.
No vivimos para
pensar que vivimos ni por pensar que vivimos, o que milagrosamente
somos. Más más bien vivimos para y por sentir que vivimos. Es
claro que pensamos para poder vivir, y que si no pensáramos moriríamos. Pero
vivimos la vida sintiéndola y no pensándola, sintiéndola por dentro o por fuera
y haciendo de ella y del yo una misma y única realidad consciente. El sentir
que somos, el sentirnos como seres vivos de todos los días, el volver
consciente el hecho de que somos, es la particularidad que se atribuye a la
especie humana. No hay duda de que las demás especies sienten y aun de que
piensan, pero sin que se sepa claramente si piensan de una manera consciente.
Así, pues, vamos directo a
establecer la fórmula siento, luego soy; pero no se trata de establecer
ninguna fórmula filosófica ni de repetir la que ya anda por ahí, la que es
capaz de explicar el fundamento de la existencia humana. Se puede decir
“siento, luego soy” sólo para rendir cuenta de una condición sin la cual no es
posible comprender el funcionamiento de la inteligencia. No para elegir qué es
primero, como es de uso en la historia de la filosofía sino para atribuir la
importancia funcional del sentir.
Pues, en tanto sentimos,
somos; pero, si no sentimos ¿cómo vamos a ser? En el término sentir ahora
estamos conteniendo un significado diferente al usual, el cual sirve para
referir el sentir del cuerpo o el sentir “del alma” indistintamente. Aquí lo
usamos para referir todos los sentires, ese estado de conciencia en el cual se
refleja una criatura que existe, que se entera de su existencia y además que
distingue entre diferentes clases de sentir.
No se trata de establecer el
sentir como algo anterior, generatriz y primero de lo humano, vinculado a su
naturaleza primordial y por encima de todas sus otras características. El
propósito es otro y consiste en señalar que sentir y ser, en tanto ser
humano, es la misma cosa. Son la misma realidad del ser consciente: si no hay
sentir no hay ser y si no hay ser no hay sentir. ¿Es posible ser alguien y que
eso que se es no sea objeto de la propia conciencia? ¿Es concebible un ser
humano sin conciencia? No es posible, y hasta es posible concebir un ser humano
sin pensamiento o con un pensamiento primitivo o elemental, pero no concebirlo
sin la capacidad de sentir en el sentido al que venimos refiriéndonos.
SER Y EXISTIR
No pensamos por separado ni sentimos por separado.
Si pensamos somos objeto de sentimientos, y si sentimos somos objeto de
pensamientos. Sea lo que sea lo que sentimos, separamos y no sabemos cómo ni
por qué separamos: ideas o sentimientos, deseos o satisfacciones, proyectos de
conductas o posibles afecciones. Vivimos pasando de un sentir a otro, de una
revelación a otra, de un estado de atención a otro, y cursamos la vida como la
cursan las mascotas, los gatos y los perros: en una permanente atención al sentir.
Y al respecto es del caso
preguntarnos ¿qué quiere decir pienso? En una primera instancia, parece
claro que se sabe más en relación a qué quiere decir siento que a qué
quiere decir pienso. Es más concreto sentir que pensar; pensar es más
complejo y abstracto. Sentir es algo inmediato, simple; por algo se asocia
tradicionalmente con el tacto, con los sentidos, con la empiricidad del cuerpo.
En
su condición de estar y vivir “dentro de sí” el yo asume la inmediatez de la
conciencia, lo que no puede asumir en su pensar, pues pensar es tan inmediato
como mediato; es adimensional. El sentir es inmediato y dimensional: no consume
mucho tiempo, pero necesita espacio. El pensar requiere de la voluntad, el
sentir no necesita ese requisito: es espontáneo. En la mayoría de los casos
encontramos una importante diferencia entre saber y sentir; el pensamiento
requiere del saber; el sentir no lo requiere, es ignorante. Si el saber
requiere de la experiencia anterior, de los aprendizajes, de las habilidades
innatas y adquiridas, el sentir no requiere nada de eso: es simple y despojado.
Por lo que el pensamiento es dependiente y el sentir es independiente.
En
general, al manifestarnos para “los adentros” procedemos espontánea y
libremente. Es difícil disponernos a pensar de manera sistemática, someternos a
un pensamiento dispuesto en un orden racional, controlado, preparado y
conclusivo. Por algo María Moliner se vale del ejemplo “El oficio del filósofo
es pensar”, pues oficio es aquello que responde a un ordenamiento previo del
saber y del hacer. El sentir no es previo a nada, es la novedad que surge de
cada estado de conciencia, de la mente, del alma o del espíritu. Sin que tenga
que ser el primero, es el acto prevaleciente cada vez que se es, que se asume
en forma consciente que se es. Estamos hechos de senti→mientos; sentir
es vivir. Sentir necesse, pensar non est necesse.
Pensar
en forma aplicada, voluntaria y ordenada, es lo que llamamos “reflexión”. Es un
trabajo como cualquier otro que realizamos de manera no tan frecuente como
sentimos que pensamos. Se puede decir aun que muchas veces que creemos que
reflexionamos sólo estamos sintiendo, sólo creyendo que reflexionamos. En
muchos casos semejantes sólo estamos sintiendo que algo ocurre en nuestra
mente.
Hay
por extensión una diferencia sensible entre ser y existir. La
fórmula “pienso, luego soy” se puede exponer también como “pienso, luego
existo”. Esta fórmula bipolar es dependiente de los opuestos que la componen,
como “existo, luego soy” o “siento, luego soy”. El sentir del cual hablamos, en
cambio, no admite el sinónimo, puesto que con sólo sentir se comprueba el
existir, pero no alcanza para comprobar el ser humano. El ser humano es más que
sólo sentir, aunque esté hecho de sentires o senti→mientos. Es también
pensamiento en el sentido tradicional, sentimientos, valoraciones, deseos,
ambiciones, esperanzas.
CONTENIDO DE LA MENTE
¿A qué llamamos contenido de la mente, entonces?
Una posible respuesta sería: llamamos así a lo que resulta de una actividad
subjetiva que responde a motivaciones diferentes, internas o externas, y que se
manifiesta de acuerdo a posicionamientos del yo, desorganizado u organizado, y
de acuerdo al estado anímico en que se encuentra. Pero, sea correcta o
incorrecta esta respuesta, ¿cómo se llega a ella? ¿Cómo fue posible distinguir
al menos algunas características y algo de su funcionamiento? Pues, sólo porque
se ha sentido más que pensado. Véase que la respuesta no se ha pensado lo
suficiente y que, en puridad, sólo se ha sentido como respuesta y luego volcado
en una proposición.
En
este conato de respuesta se adivinan ciertas motivaciones que responden a
posicionamientos y creencias exclusivas del yo. Por lo que vale preguntar ¿cómo
se adquiere esa aproximación a una respuesta, a un posible saber acerca de
algo? Bueno, en principio sólo se puede responder que no se sabe lo suficiente
y que sólo se siente algo al respecto. Saber es “conocer, tener en la mente
ideas verdaderas acerca de determinada cosa” (María Moliner), y en la respuesta
no figura nada como idea conclusivamente verdadera y no sabemos si se trata de
determinada cosa o de otra. Lo que nos ilustra la respuesta no es conocer sino
aproximación a conocer.
Son palabras sentidas, esto
es, actividad general de la inteligencia volcadas en una expresión de lenguaje
cualquiera. No como expresión especializada en lo físico ni en lo espiritual
sino sólo en el sentido de la forma de sentir, en cuanto es posible la
concreción en la conciencia de una relación entre lo que remitimos a lo
abstracto y lo que remitimos a lo concreto. Llamamos contenido de la mente,
pues, a lo que se vuelve consciente al manifestarse, no al conocerse.
No es pensamiento sino
sentimiento o, como escribíamos, senti→miento; y nos valemos de la escritura
separada sólo porque se descubre una nueva y complementaria acepción: no como
“pensamiento” ni como “estado afectivo” sino como impresión, indicio o señal,
sea de lo que fuese. “Contenido”, quizá, porque se trata de lo que se asocia al
provenir de la fuente originaria, de una matriz que es la del mismo vivir y de
la cual se es consciente al reconocerse como algo propio, parte inseparable del
yo y, asimismo, autónomo y libre. No es conocimiento sino signo, aviso, señal,
como el humo es señal de que hay fuego en alguna parte.
Sólo
al convertirse en componente manifiesto de la actividad individual –o social–,
el fantasma se convierte en ideas o en conductas o en sentires afectivos. En
direcciones que adopta la intencionalidad cuando es advertida por la
conciencia, y que, al respecto, no es posible definir como impulso que se
convierte en idea o en afectividad o en moralidad o religiosidad, porque no se
conoce a qué compartimento de la mente pertenece y sólo alcanza la figura de realidad
subjetiva.
CONTENIDO DE CONCIENCIA
Es preciso, pues, distinguir, ahora más que nunca,
el sentir material o espiritual del que es urgente reservar para dar
significación y nombre a la obra fundamental por la que nos enteramos de qué
somos y de en qué consistimos. No es el conocimiento sin más, sino el sentir
del conocimiento. Tampoco una mera función neural, ingrediente básico y
sustancial del conocimiento, sino la conciencia en estado de despojamiento y de
desnudez y que, quizá, alcance un desarrollo y se convierta en saber o en
afectividad.
Igualmente,
es preciso atribuir una nueva connotación a la denominación y al concepto conciencia,
el valor de un sentido completamente particular. Nos referimos al que, además
de consagrar el “darse cuenta”, el movimiento interior que lleva “algo” hasta
el foco de la atención, también facilita el despertar lo que duerme o se
conserva en estado de inercia o paralización momentánea de motivación y de
designio. Porque es el fenómeno que pone en estado de actividad la sensibilidad
general. El que se encarga de hacer aparecer una idea, una imagen, un
sentimiento, una obligación, un deseo, alegría o tristeza, maldad o bondad,
desgracia o buena fortuna. El que es capaz de volver consciente la verdad o la
falsedad tanto como lo duro y lo blando, lo bello como lo feo, lo correcto como
lo incorrecto. Todos serían sentimientos (senti→mientos) en su nueva acepción
significativa.
Cada
uno de esos sentires esconde su correspondiente especificidad, y aquí se cumple
la razón por la cual siempre la han adquirido de la misma manera, y no hay nada
que agregar en este aspecto. Hay que distinguir la diferencia entre la
producción de una idea o de un sentimiento o de un deseo y su aprehensión.
Consiste el sentir en aprehender su producción, en descubrirla y hacerla crecer
y dirigir al centro de la atención para comprender lo que en términos
habituales se entiende como “contenido de conciencia”.
Sea
el caso de cualquier contenido de conciencia, por ejemplo, tener la idea de lo
que haremos en el correr del día, o el sentimiento de miedo ante un peligro que
nos acecha, el recuerdo de un momento de felicidad plena, etcétera. En todos
los casos el fenómeno se nos revela mediante un acto interno por el cual lo sentimos.
Por supuesto, también podemos pensarlo, pero pensarlo ya es incluirlo en un
contexto determinado, ya es relacionarlo con otros sentires, elaborar el
sentir, asimilarlo y desarrollarlo siquiera mínimamente. Es el caso, entonces,
en que hablamos de pensamiento y no de otro tipo de sentir.
De
la misma manera, podemos sentir el fenómeno como una reacción ante motivaciones
perceptivas o memorísticas, o por cualquier otro motivo de orden emocional o
moral o religioso. Pero se trataría de un caso ya de orden emocional,
asociación de un sentir con una trama subconsciente instalada y latente, por
insignificante que pueda ser. Así, sentir es sentir el pensamiento o sentir el
sentimiento. Y a veces sentimos que pensamos y no pensamos en el sentido
estricto, no “sabemos” que pensamos, así como sentimos o advertimos
sentimientos ambiguos o borrosos o confusos. Lo que demuestra que sentimos,
sea lo que fuere lo sentido; demuestra que sólo sentimos, sin que sea claro el
contenido de la conciencia. Sentimos que sabemos o conocemos algo sin
reconocerlo plenamente, lo que también puede constituir presentimientos,
nostalgia o reminiscencias. Se evidencia que sentimos sin más
RELACIÓN CON LA EXPERIENCIA
Volviendo al principio, se advierte lo inadecuado
que es suponer una dimensión para el pensamiento y otra para el sentimiento,
una para los contenidos de la objetivad y otra para los de la subjetividad.
Pues al discernir con cuidado el sentir del cuerpo y el sentir “del alma”,
surge un denominador común que es la experiencia. Esa otra dimensión funcional
a la inteligencia, que desde antiguo se remite al contacto con la realidad
concreta, curiosamente, no se diferencia por esa razón de la dimensión subjetiva.
Porque la dimensión
subjetiva también se remite a la experiencia, pues ¿en dónde nacen los
sentimientos? ¿De qué motivaciones? ¿En dónde se manifiestan, cuáles son sus
raíces sino las que arraigan en la experiencia de vida? Es un mito, y no
precisamente romántico, envolver la subjetividad en un interior recóndito,
concebido como la parte angosta de un embudo que se pierde en las profundidades
del yo. Por el contrario, la subjetividad se enriquece en la más concreta de
las realidades históricas de la persona y en sus vivencias.
“No hay duda alguna de que
todo nuestro conocimiento comienza con la experiencia. Pues ¿cómo podría ser
despertada a actuar la facultad de conocer sino mediane objetos que afectan a
nuestros sentidos y que ora producen por sí mismos representaciones, ora ponen
en movimiento la capacidad del entendimiento para comparar estas
representaciones, para enlazarlas o separarlas y para elaborar de este modo la
materia bruta de las impresiones sensibles con vistas a un conocimiento de los
objetos denominado experiencia?” (Kant, 41)
Si
bien el sentir se registra en lo mental y espiritual y se consolida en una
dimensión neurofisiológica especializada, sería incaptable sin la intervención
de la experiencia, de la vida en sus relaciones intrínsecas con los entornos
físico y biológico. Por lo demás, el sentir no se ocupa de producir los
fenómenos sino de anunciarlos, de servir de mensajero. De lo contrario no sería
posible, como es frecuente, hacer pasar como pensamiento lo que sólo es
discurso vacío, emisión de sentires desprovistos de sustancia pensante, lo que
también ocurre con los sentimientos huecos o simulados y carentes de
espiritualidad auténtica.
Se ha vuelto habitual la
clasificación de los sentires aun cuando en sus manifestaciones no sean del
todo delimitados y elaborados. La necesidad de poner orden en la actividad
intelectual, espiritual, moral, religiosa, en todos los campos de la cultura, ha
obligado a generalizar. Pero la generalización a veces resulta esclarecedora y
a veces llama a confusión. Al profundizar la introspección se vuelve bastante
claro que en muchos casos interviene una variedad de índoles o géneros o
naturalezas subconscientes o inconscientes que sin dejarse notar convergen en
la superficie de la conciencia. Y dejan flotar el sentir en una nube indistinta
en la que conviven intuiciones, convicciones, dudas, de todo tipo de amagues de
la subjetividad o se diría “algos” que no se han delimitado ni presentado con
“forma” específica.
Se
dibujan escalas en las que alternan sentimientos como el amor y el despecho, la
envidia y el altruismo, conceptos-límite como la gravedad y la masa, la onda y
la partícula, en fin, aquello que no es del todo una cosa ni del todo otra y
que a la vez es ambas. De esta clase de ambivalencias, ambigüedades, juego de
opuestos y dialécticas entreveradas se compone el vivir, consciente e
inconsciente. De manera que se siente sin discriminar lo que se siente. A esta
particularidad no se ha prestado demasiado atención en la teoría filosófica,
aunque le ha prestado mucha el psicoanálisis, la neuropsicología y la
psicología en general.
VI. ACOTACIONES A
LA TEORÍA VÉCICA
(A) SOBRE LA HISTORIA
1) De acuerdo a nuestros planteamientos
anteriores, y con el fin de aclarar algunos aspectos de la teoría vécica,
desearíamos agregar algo acerca de la historia íntima que se genera como hecho
de experiencia y pasa a formar parte de la inteligencia en el mismo dominio
temporal de la historia cronológica. Cada instancia de vida, circunstancia,
acontecimiento de la historia personal, suceso de la vida cotidiana, es ámbito
propicio para su gestación. Esto es, para que el hecho dé lugar a una
configuración funcional o algoritmo biológico que puede aplicarse como recurso
de carácter cognitivo en el pensar y en el actuar funcional. Esta configuración
es puramente utilitaria para toda nueva circunstancia de rasgos semejantes o
que responde a un mismo patrón o forma de funcionamiento.
Hemos dicho que la historia
vécica es una serie no lineal de hechos a partir de los cuales se ha
consagrado una configuración vécica. Decimos “no lineal” porque no es
sucesión sino ocasión aislada, indeterminada y no registrada por la memoria,
aunque gravite en el saber y en la aplicación del saber en la praxis de vida. A
esto nos referimos cuando hablamos de vez pura, ocasión en que la
experiencia funciona como fuente y origen del saber personal.
Decimos “configuración vécica” para referirnos a esa
fuente de saber, a las idoneidades, capacidades y recursos incorporados por el
sujeto en función de resolución de problemas, superación de dificultades,
revelación de misterios, etcétera. La historia vécica no se define en arreglo a
los parámetros de la dimensión temporal, porque no es historia de
acontecimientos en serie sino historia sólo de algunos acontecimientos en los
que se ha producido un resultado en favor o en contra de lo conveniente para el
sujeto. Es acto que alimenta la inteligencia y fenómeno que la define en sus
rasgos característicos y distintivos: intelecto, moral y emociones.
2) La historia vécica es diferente a la
historia temporal o cronológica por su carácter intemporal. Si bien nace en el
tiempo, al convertirse en historia de una serie selecta de fenómenos psíquicos
cuya elaboración final alimenta la inteligencia práctica, escapa del tiempo y
permanece como capacidad, mental y física, independientemente de la seriación
cronológica y respectiva acumulación cuantitativa que recoge o no recoge la
memoria. Los procesos de los cuales nace la historia vécica desaparecen del
tiempo y de la memoria tan pronto como se transforman en patrones recursivos o
algoritmos que se ponen al servicio de las necesidades cognitivas.
La voluntad del individuo decide y ejecuta las
modificaciones necesarias para que la circunstancia de vida no se oponga a lo
que entiende que le conviene. Las transformaciones resultantes quieren
aparejarse con las idoneidades innatas, aunque de ninguna manera lo sean.
Tampoco es lo que habitualmente se atribuye a la experiencia en tanto
repetición y permanencia en una tarea u oficio, sino lo que, en un acto en el
que interviene la propia inspiración y por el cual se supera una circunstancia
adversa, se consolida un recurso cognitivo y funcional que se incorpora a las
habilidades e idoneidades propias. La superación de lo adverso es, por lo
tanto, lo que define la transformación de un hecho físico en algoritmo
biológico.
El algoritmo –recurso cognitivo y funcional adquirido
por la vía de la experiencia propia– es tan importante para la conciencia como
los demás recursos de conocimiento incorporados por aprendizajes expresos o por
la educación formal, general o especializada. La historia temporal sería una
historia diferente sin esta clase de aprendizaje en la cual se prueban y
consolidan todas las habilidades, innatas y adquiridas por instrucción externa.
Se trata de modificaciones que, aunque sólo puedan comprobarse en forma
subjetiva e introspectiva, parecen fijarse con mayor facilidad que todas las
demás.
3) La historia vécica es la encargada de
reconocer y de interpretar la historia temporal. Sin ella la historia temporal
de cada individuo sería para él una historia de hechos que podría recordar,
pero sin poder atribuirle la significación imprescindible para el
autorreconocimiento, la comparecencia del yo ante sí mismo o conciencia
propiamente dicha. Se trataría de una historia vacía para el funcionamiento
psíquico, vacío en lo moral y en lo espiritual y endeble en lo racional.
Se trataría de una
historia individual cualquiera, una seriación de hechos de un ser vivo que no
ha hecho nada importante en su vida, nada para sobrevivir, para superar los
problemas que presenta cualquier clase de vida humana, de modo que se ha dejado
superar por ellos. La historia vécica convierte al individuo cualquiera en
persona única, a la relación con el mundo en un sentido inverso al cronológico:
la comparecencia del individuo ante el mundo se convierte en comparecencia del
mundo ante la persona. La historia del mundo en su entorno pasa a ser su
historia verdadera.
Mundo es todo lo que sabe, de ahí que a veces
se diga de alguien que sabe mucho o se comporta como sabio que es “persona de
mundo”. De todas maneras, la conciencia es más vasta que lo que la persona
sabe: “el contenido de la conciencia es mejor y más amplio, más hondo y más
original que la amplitud de lo sabido” (Rahner, T. V, “Historia del mundo e
historia de la salvación”, 115). Esto quiere decir que la conciencia siempre
busca enderezar su proyección hacia un más allá de ella misma, que quiere
trascender su sí mismo, ir a lo que no puede alcanzar.
En la persona
radica toda la importancia de la historia del mundo, en el entorno del mundo
que a ella le corresponde. Porque la vida establece un intercambio de
modificaciones entre la persona y el mundo, pequeñas o grandes, que tienen la
consecuencia fundamental de conciliar la imperturbabilidad del mundo y el
empeño por perturbarlo de parte de la persona. Del intercambio surge una verdad
eventual que funciona como verdad comprobada, al menos en lo que atañe al mundo
de la persona. Una verdad que, si bien es sólo funcional, puede confiar
provisionalmente en ella. Si ante su intervención el mundo reacciona de una u
otra manera, la persona lo entiende experimentalmente. Por lo que la historia
del mundo es la historia de la interpretación por parte del individuo
consciente.
4) La historia vécica puede entrar en
conflicto con la historia cronológica, aunque sus relaciones con el espacio y
el tiempo sean distintas. Entran en conflicto si por alguna razón los
algoritmos dejan de funcionar, por ejemplo, debido a una fuerte imposición
externa que obligue a pensar, a sentir o a actuar enajenándolos o
desplazándolos hacia un rincón oscuro de la conciencia. Esto no es para nada
raro en la vida social de la persona ni aun en la privada. El sujeto no es
consciente del fenómeno, y sin saberlo se abandona al influjo ajeno con
facilidad. Pues es más cómodo abandonarse a esa fuerza que elaborar ideas o que
simular sentimientos cuando no se los tiene. Es el caso en el que predomina la
experiencia ajena en lugar de la personal.
La vacuidad y la
superficialidad que puedan registrar las ideas, actos y sentimientos
emocionales y morales son prueba de una probable debilidad de los algoritmos
biológicos adquiridos en la experiencia. Esas insuficiencias pueden deberse a
que los algoritmos no se hayan procesado por una inhabilidad congénita en el
desempeño de la experiencia, la ausencia de enfrentamiento con la adversidad o
sencillamente por una pobreza radical de experiencia de vida.
El otro motivo por
el cual la historia vécica y la historia temporal pueden entrar en conflicto es
el de la superposición del saber adquirido sobre el saber vécico. Se trata de
la preponderancia de las apelaciones a lo intelectual por encima del saber práctico
proveniente del contacto con el mundo en la acción concreta. Esto puede
encontrarse en personas demasiado confiadas en principios o en ideas que no han
sido probadas en la experiencia pero que igualmente entran a formar parte de
los desempeños y las conductas.
5) La historia vécica no se registra
como contenido de memoria, mientras que la cronológica se registra y sólo puede
rescatarse por ese contenido. De lo que se derivan dos consecuencias
principales. En primer lugar, la historia vécica genera saberes experienciales
y también formas de actuar en situaciones complejas y en forma espontánea.
Ambas historias se ayudan mutua y permanentemente, una de ellas memorizando y
extrayendo conocimiento de lo recordado, y la otra apelando a recursos que
actúan de acuerdo a una modalidad semejante a la del instinto, aunque no sea
instinto sino saber adquirido en la experiencia y por cuenta propia.
En segundo lugar, por la historia vécica el individuo
adquiere identidad propia en sus desempeños, en sus convicciones, en sus
conductas, una personalidad independiente de los aprendizajes y enseñanzas
recibidos u obtenidos desde fuera de la órbita de la voluntad propia y de su
capacidad autodidacta. No quiere decir que los saberes adquiridos en la
historia temporal tengan que ser mejores o peores que los adquiridos a través
de la historia vécica, ni que tengan que competir en la circunstancia. Es difícil
si no imposible discernir entre ellos y sólo es posible y por hipótesis
atribuir al saber vécico el sesgo más original e innovador en los resultados.
6) En línea con el punto anterior, la
historia vécica no admite narración como admite la historia cronológica. Esto
impide el conocimiento pormenorizado de cada una de las veces en que se produce
el fenómeno por el cual la experiencia se transforma en conocimientos y en
habilidades recursivas de orden físico o intelectual. Impide también la
verificación de si existe alguna clase de relación entre las veces discontinuas
o si permanecen aisladas y actúan separadamente.
No es posible
describir, pues, la evolución cronológica de las veces en que se produce el
fenómeno de transformación en saberes e idoneidades a partir de la experiencia.
No es posible conocer el lazo que une la experiencia-aprendizaje con la
experiencia en la que se aplica lo adquirido por el mismo aprendizaje o con
aquella experiencia en que es posible aplicar un elemento semejante o
relacionado de alguna manera con la experiencia vivida originalmente.
Se activan una y otra vez determinados aprendizajes ya
consumados, integrados, asimilados y prestos a servir como principales recursos
cognitivos y de respuesta ante situaciones adversas. Ahora bien, ¿es posible
que el fenómeno se transmita de una vez a otra en forma semejante a como se
transmiten los caracteres de un individuo a otro en la descendencia? ¿Que, así
como en este caso se transmiten con independencia del germoplasma (genes que se
transmiten a la descendencia y que no incluyen los caracteres adquiridos), en
el mismo individuo se transmitan con independencia de la memoria y de aquellos
arcos reflejo producidos por repeticiones y automatizaciones mecánicas?
La pregunta viene al caso porque en la herencia
tampoco es posible describir la historia de los caracteres adquiridos que luego
se transmiten de una generación a otra. No hay narración posible para la
historia vécica y tampoco la hay para los hechos que determinan las enseñanzas
adquiridas que luego son transmitidas a la descendencia.
7) “En sus comienzos, la conducta
aprendida parece no haber sido más que un aditamento de la conducta instintiva.
Para los primeros vertebrados terrestres fue probablemente un recurso, un medio
de protección del individuo, cuya importancia como tal se iba haciendo mayor,
salvando a la especie de la extinción y proporcionándole tiempo para
desarrollar nuevos instintos. Si las cosas pasaron así, traicionó sus propios
objetivos. La disposición para aprender y, en consecuencia, para adaptarse
individualmente debe haber amortiguado la intensidad de la selección natural,
retardando el proceso de fijación de formas nuevas y más favorables de conducta
automática que pudieran surgir. El aprendizaje, en sí, en nada contribuyó a la
adaptación fundamental de las especies a su ambiente, porque los hábitos
adquiridos durante la vida del individuo no son transmitidos por el plasma
germinal. Si los vertebrados terrestres se hubieran detenido en este punto, con
toda probabilidad hubieran sido dejados muy atrás en la lucha por la
existencia. Su victoria final se debió a la adquisición de la facultad de
transmitir la conducta aprendida de una generación a otra generación, con
independencia del germoplasma. Al mismo tiempo que por la experiencia pudieron
aprender unos de otros” (Linton, 84).
El mismo o parecido fenómeno puede ser el que se
reproduzca en el mismo individuo para el caso de la historia vécica: la
transmisión no lineal de una vez a otra, los rasgos adquiridos en veces indeterminadas
e innominadas transmitidos a veces concretas en las cuales el individuo
enfrenta dificultades y es preciso que resuelva problemas.
8) La dotación del humano en materia de
recursos instintivos es mínima y se reduce a la respiración, la deglución, a
agarrar con las manos y a algunas reacciones ante el miedo, mientras que en
especies como las aves y los insectos es mayor (Linton, ib.). Por lo
que, así como el éxito en la supervivencia de la especie pudo deberse a la
adquisición de la facultad de transmitir la conducta aprendida de una
generación a otra, el éxito en el desempeño del individuo puede deberse a la
adquisición de la facultad de transmitir la conducta aprendida de una
circunstancia a otra.
Es posible que los
patrones sinápticos o algoritmos biológicos vengan a suplantar la carencia de
instintos para la resolución de problemas e, igualmente, a complementar a la
memoria con sus limitaciones funcionales. En su defecto, pudo la memoria haber
aprendido a convertir su almacén de elementos pasivos en productos elaborados y
capaces de volverse activos trascendiendo su jurisdicción originaria. Por lo
que la necesidad de retención de las vivencias, con sus consecuencias en los
aprendizajes, especialmente en todo lo que resultase de ellos favorable y
conveniente para la vida, ha terminado transmutándose en inteligencia. Por otra
parte, esos algoritmos funcionan de manera parecida a los instintos.
La historia vécica,
en consecuencia, es la que corresponde en la evolución a la instrumentación de
las capacidades del ser humano en todo lo que tiene que ver con los
aprendizajes fuera de la influencia de los genes y de la participación de la
memoria.
(B) SOBRE LA REALIDAD
1) La realidad vécica no es una realidad
de sustancias con extensión inscripta en la dimensión espaciotemporal. Es
inextensa e intemporal y por ende no objetivable, pensable como en ciencia se
piensan los campos. Un campo es una abstracción en la cual la realidad
es sólo probable y no efectiva. Carece de límites precisos y se reconoce sólo
por determinados hechos derivados, es decir, por otras entidades cuya realidad
sí es concreta aun cuando dependa del campo.
Tomar conocimiento de la realidad vécica significa
reconocer una frecuencia en el acontecer vital y no el acontecer. La advertimos
por la frecuencia y la comprobamos como lo hacemos con las frecuencias de los
hechos materiales y concretos. Pero es una frecuencia de relaciones entre cosas
y no de cosas, no de objetos, hechos o procesos. Intervenimos en el entorno de
tal modo que entramos a formar parte de él: modificamos la realidad externa y
de sola comparecencia ante el mundo, desde el nacimiento, nos convertimos en
realidad única e indivisa. El mundo y nosotros en una sola realidad, no
percibida sino interpretada.
Es una realidad que no se ve, aunque participamos en
ella como en la que se ve. Se siente como se sienten los sentimientos, es
decir, en la modalidad interna. Es un dominio en el cual las personas se
reconocen por debajo de los actos y de los lenguajes. Se reconoce, pero no se
conoce; se participa en ella, pero no voluntariamente. Es el caso en el cual
algo nos dice, con precisión ajustada o no a la realidad objetiva, que una
persona es buena o mala sin que responda a razonamiento alguno ni a ninguna prueba.
Funcionan entonces los mecanismos algorítmicos que nos
transmiten lo que hemos aprendido en la vida “a los golpes “, como se dice
habitualmente. De una vez indeterminada y perdida para la memoria se establece
una respectividad en otra: existe una transmisión de contenidos de un acto a
otro.
2) “La facultad de transmitir de
generación a generación la conducta aprendida dio a los mamíferos una ventaja
abrumadora en la lucha por la existencia, ya que les fue posible desarrollar y
transmitir una serie de padrones de conducta tan definidos como los originados
por los instintos, pero susceptibles de una modificación mucho más rápida. Sin
perder su propia flexibilidad, el individuo se benefició con la experiencia de
sus antepasados. En estas circunstancias no sólo pudo modificar su conducta
para hacer frente a las emergencias, sino también cambiar rápida y fácilmente
los patrones recibidos para hacer frente a las variables condiciones del
medio.” (Linton, 88)
Se podría suponer
que la conducta adquirida pueda transmitirse en el ámbito de lo individual de
la misma manera en que se trasmite de individuo a individuo en la descendencia.
Que una configuración neurológica adquirida actúe de la misma manera en diversas
circunstancias descargándose y transmitiéndose desde un centro que se modifica
de acuerdo a los resultados en la experiencia. La capacidad vécica funcionaría
como funcionan las capacidades que se heredan.
La característica
principal de esta transmisión interna sería la que es capaz de producir aumento
en la eficiencia de los resultados. En esto también se verifica el correlato
con la transmisión de individuo a individuo en la especie “por su tendencia a un
enriquecimiento progresivo” (Linton, 92). Es sólo hipótesis, sólo deducir una
propiedad por la lógica de la semejanza, sin demostrar alguna de esa lógica en
un plano ahora biológico y neurológico.
Los aprendizajes externos difieren de los propios e
independientes, y son estos últimos los que con mayor facilidad recrearían y
aun aumentarían su eficiencia en situaciones en las que el orden de
dificultades fuese semejante al de la situación original. La repetición, por su
parte, aportaría la afinación y la automatización que caracterizan a los
instintos, aunque no aportaría mucho al mejoramiento.
3) La capacidad de generar saberes y
habilidades a partir del trato del individuo con el mundo, habitualmente
llamado experiencia, sugiere otra deducción –o inducción– en gran parte
justificable. Se trata del impulso de vida del que hablan diversas filosofías.
Se pueden citar algunos ejemplos, como la fuerza o élan vital de
Bergson, la voluntad de vivir de Schopenhauer o la voluntad de poder
de Nietzsche, entre los ejemplos más famosos. Y son bien conocidas otras
especulaciones todas con el ojo puesto en lo que no deja de ser el gran misterio
de la vida, su fuerza, el afán de continuidad, el don de dirigirse en
términos progresivos hacia un fin que se desconoce.
También los teólogos se refieren a este misterio en
términos no tan diferentes a los de los filósofos y científicos. Por ejemplo,
en referencia a los “enunciados” sobre la revelación, en los cuales se
encuentra el misterio: “Tales enunciados se distinguen de los de la razón
natural que son entendidos, penetrados y demostrados. Y así se miden en su ser
característico tomando como norma la esencia de la ratio –no la del intellectus,
originariamente uno con la voluntad […] La ratio es la facultad que en
sí tiende a la evidencia, inteligencia, penetración, demostración rigurosa
[pero] el concepto de esta ratio así supuesta es […] demasiado estrecho
y relativo, él mismo tiene que ser examinado críticamente” (Rahner, T. IV,
“Sobre el concepto de misterio”, 57 y 58). Para el creyente “Dios le
está dado al hombre esencialmente en tanto misterio santo.” (ib.,
77)
4) El misterio puede al menos aclarase
un poco si se tiene en cuenta cómo influye en la actitud del individuo en su
vida cotidiana y frente a los problemas. Es la fuente de la cual extrae la
fuerza para enfrentar las trabas insalvables que se presentan en su vida, la
causa de su curiosidad y el acicate para satisfacerla. El misterio no está en
el problema, sino que es el problema. El individuo crea por sí mismo la
facultad resolutiva, sea que el medio social le haya instrumentado la base
material de sus recursos, sea que los haya instrumentado el poder divino. Como
quiera que fuese, el individuo se embandera con el misterio, aunque sea
insuflado por una voluntad superior a él.
Por otra parte, la
realidad es asimilada por el individuo de acuerdo y según intervengan las
emociones. No es establecida puramente por la fría racionalidad, por lo que
intervienen en la relación también los estados anímicos. La impresión del
entorno y su circunstancia impresiona al individuo de diferentes maneras, y en
todas influye una particular visión del mundo: “puede decirse que cuanto
más nos excita un objeto concebido mayor es su realidad. El mismo objeto
nos excita de modos diferentes en diferentes momentos. Las verdades morales y
religiosas ‛nos entran’ con más facilidad en unas ocasiones que en otras”
(James, XXI, “La percepción de la realidad”, 804).
5) Del punto anterior se desprende que
la realidad, tal como aparece ante la conciencia, es más humana que inanimada,
más viva que cósica. Y que el misterio es humano, porque el problema es del
hombre; se estampa en los enunciados profanos y en los enunciados dogmáticos
(Rahner, T. V, “¿Qué es un enunciado dogmático?”, 57). El misterio es misterio
para el individuo no para el cosmos, para el cual no hay misterios, pues si los
hubiera, entonces, tendría conciencia, lo que hasta ahora desconocemos. La
realidad humana y la realidad cósmica coinciden, pero el misterio lo pone lo
humano en la escala de participación que le corresponde.
Para la conciencia la realidad es una entidad viva,
pero lo vivo de esa entidad depende de ella. Del trato con el entorno la
conciencia extrae una noción de verdad, y esa noción es la que le proporciona
información confiable sobre la realidad con la que se asocia y en la que se
desempeña. El misterio nace de esa relación en la cual la verdad nunca se
satisface.
6) La verdad surge de la mediación
del individuo en el entorno y de la devolución del entorno respecto a esa
mediación. Si es conveniente, entonces es verdadera, si no lo es, entonces
es falsa –y de esa dicotomía deriva la distinción entre apariencia y realidad.
Siempre que se trate de conveniencia se apunta a lo positivo para la
vida, contenidos prácticos o intelectuales, racionales o irracionales,
emocionales o fisiológicos. El primer sentimiento de conveniencia es el que
tiene que ver con la supervivencia, con el problema de seguir.
A este respecto es
preciso reconocer la ambivalencia de un hecho crucial, y es el de comprender
mediante recursos provenientes de lo ya comprendido y comprender bajo los
efectos de la misma incomprensión, del no poder comprender. Se presenta un
problema que no se reconoce porque la incomprensión no puede generar su
opuesto, y esto parece lógico. Sin embargo, la incomprensión es el acicate de
la comprensión trascendente: aunque no se sepa cómo, la perplejidad de la
incomprensión es el estímulo que conduce a la generación de respuestas
innovadoras. Veámoslo:
7) La perplejidad producida por la
incomprensión y el asombro, provocados por la percepción de lo desconocido,
componen el elemento que se dispone bajo el denominador común del misterio.
Y el misterio surge de dos motivaciones históricas en cuanto a la comprensión
de la realidad. El desconocimiento, esto es la simple ignorancia, por un lado,
el componente negativo de la incomprensión y, por otro lado, la trascendencia
que comprende lo que está más allá del alcance de la conciencia, el componente
positivo. Si el primero corresponde a las inquietudes de la ciencia y de la
filosofía, el segundo corresponde a las del arte y de las religiones.
En lo que concierne a lo positivo, y en el caso del
arte, la incomprensión se manifiesta en los términos del símbolo y de la
alegoría, de manera que la satisfacción del misterio se consagra por la vía de
la interpretación, si es necesario a la sensibilidad, o por el simple sentir
sin participación de la racionalidad estricta. En el caso de la religión, la
incomprensión no busca modificarse y se mantiene como valor acendrado y
legitimación de sí misma, “haciendo que la incomprensibilidad de Dios sea la bienaventuranza
del hombre como el ser del misterio uno y permanente”, lo que
constituye “el saber del no-saber”.
A este respecto el teólogo agrega: “Mientras se mida
la altura de un conocimiento según su ‛comprensión’ –aunque en su verdad última
no se sabe de ningún modo–, es decir, mientras se crea que la comprensión que
analiza y reduce, que deduce y domina es más y no menos que la experiencia de
la incomprensibilidad divina, más que el dominio bienaventurado por la misma
luz inaccesible, no se ha entendido nada del misterio y nada de la verdadera
esencia de la gracia y de la gloria.” (Rahner, “Sobre el concepto de misterio”,
T. IV, 80)
8) En el territorio de lo profano, la
incomprensión positiva se presenta como inquietud, incertidumbre y asombro.
Como en el de lo sagrado, en el de lo profano la incomprensión apunta al
misterio, desemejante al divino en las clasificaciones, pero semejante si se le
despoja de sus ropajes institucionales, eclesiásticos y teológicos. En todo
individuo humano persiste el sentimiento de trascendencia, la tendencia a
sobreseerse a sí mismo y proyectarse en un más allá de esperanzada realización.
Esta proyección no pertenece a la esfera de lo
negativo, esto es, la esfera en la que reina la necesidad de explicación
racional, sometida a lo espaciotemporal, a la necesidad de certidumbre y de logos.
Responde a la esfera de la realidad vécica, intemporal e invisible. No hay otra
alternativa que aceptar este tipo de corrección de la incertidumbre y de la
indecisión: dar lugar a la espontaneidad multicontecida y agazapada tras las
sombras de los hechos no registrados en la memoria personal.
(C) EL SABER Y LA CONSTRUCCIÓN DEL YO
1) El saber vécico es instantáneo e
involuntario y se manifiesta sin necesidad de que sea procurado en forma
consciente. Interviene en toda circunstancia adversa y en los casos en los que
es necesario resolver problemas o revelar misterios. Es propio de todo acto
mental o corporal, descubrimiento, invención o creación de carácter creativo y
original. Es relegado por el conocimiento científico y la clase de saberes
especializados, incorporados por aprendizajes externos formales o informales.
El saber vécico constituye una facultad creada y recreada por el individuo en
su desempeño en el mundo que lo contiene e interviene en forma definitiva en la
conciencia del yo y en la construcción de la personalidad.
Es posible que la
intuición esté íntimamente relacionada con el saber vécico, aunque también lo
esté con los instintos y con el acervo de conocimiento especializado adquirido
por la vía de los aprendizajes. El fenómeno de la intuición puede estar relacionado
en sus fuentes con los acontecimientos vécicos consolidados en la experiencia y
transfigurados en inteligencia personal. El saber intuitivo sólo puede
explicarse racionalmente por la comunicación interna de los suministros
generados en la experiencia. Sólo la historia personal y la experiencia pueden
dar respuesta contundente al concepto de intuición.
2) “Experiencia significa experiencia de
algo externo que se supone que nos impresiona, sea espontáneamente o como
consecuencia de nuestras actividades y acciones […] la experiencia nos moldea a
cada hora, y hace nuestras mentes un espejo de las condiciones de tiempo y
espacio que existen entre las cosas del mundo. El principio del hábito que
tenemos dentro de nosotros fija de tal modo el material que después se
nos dificulta incluso imaginar cómo podría ser el orden externo diferente de lo
que es […] Estos hábitos de transición,
de un pensamiento a otro, son características de una estructura mental que no
teníamos al nacer; podemos verlos crecer bajo el dedo modelador de la
experiencia, y también podemos observar cuán a menudo la experiencia deshace su
propio trabajo de modo que sustituye un orden antiguo con uno nuevo.” (James,
XXVIII, “De las verdades necesarias y de los efectos de la experiencia”,1046)
“En otras palabras, ‛el orden de la
experiencia’, en este terreno de las conjunciones de tiempo y espacio de
las cosas, es una indisputablemente vera causa de nuestras formas de
pensar. Es nuestro educador, nuestro amigo y ayudante, y su nombre, que
representa algo tan real y tan definido, debe mantenerse como algo sagrado a lo
cual no deben atribuirse significados vagos que solamente lo empañarían. Si todas
las conexiones entre ideas habidas en la mente pudieran ser interpretadas como
otras tantas combinaciones de datos sensoriales que fueron fijados de este modo
desde el exterior, entonces la experiencia, en el sentido común y legítimo de
la palabra, sería el único arquitecto de la mente.” (James, en el mismo
lugar.)
3) Relaciones con la intuición. La
psicología se resiste a hablar sobre el tema, pero es motivo de especial
atención por parte de algunos filósofos. Para Henri Bergson, por ejemplo, la
intuición es “una especie de simpatía por la cual nos transportamos al interior
del objeto para coincidir con lo que él tiene de único, y por consecuencia de
inexpresable. La intuición, pues, a diferencia de la inteligencia, que busca
conocer acerca de las cosas sólo sus relaciones –es decir, lo que ellas tienen
de general y abstracto– permite llegar hasta la duración concreta, viviéndola
como tal” (Bersanelli, 70-71); texto en el cual “duración” quiere decir tiempo
vivido internamente, no el tiempo físico ligado al movimiento en el espacio].
El acto de la intuición se parece “a la
facultad de imaginar y organizar del historiador, por la que hace revivir en su
conciencia el pasado individual, pero con una diferencia importante: que la
intuición no es aquí sólo la obra de imaginar y organizar, sino que importa un
contacto inmediato del sujeto con una realidad interiormente sentida”
(subrayado nuestro; Lalande, citado por Bersanelli, en el mismo lugar).
Esta forma del saber interviene profusamente en la construcción del
yo. “La construcción del yo, considerada en la progresión de sus formas
sucesivas de organización, no podría ser concebida como una serie de estados de
los que cada uno se añadiría al anterior para reemplazarlo” El yo, pues, “lleva
en sí mismo, hasta en su sueño, las bases prehistóricas de su ser, del mismo
modo que aquello que yo debo llegar a ser o aquello que yo he
llegado a ser, permanece todavía en el fondo de mí-mismo” (Ey, “El yo o el ser
consciente de sí mismo”, 257).
No se construye en
función de la información recibida ni por sólo la elaboración de esa
información, y tampoco por obra de los sentidos, aunque evidentemente todo
interviene en el proceso histórico personal. Pero no habría yo sin experiencia,
puesto que es el nivel en el cual se juega la verdadera asimilación del saber y
se prueban los sentimientos y las emociones. Se trata “de la temporalización
histórica del yo, ya que éste no llega a ser él mismo más que en función de su
propiedad de inscribir, fuera de sí mismo, de su pasado y de la actualidad de
su experiencia, una historia que quedará como la suya para él y
para los demás” (Ey, 262).
4) El conocimiento se realiza en un
discurso en el cual se exponen y comunican los contenidos mentales en un
continuo que se desarrolla en el tiempo. El saber vécico no es discursivo ni
temporal; se realiza en operaciones discretas respecto a contenidos cualesquiera
y mediante patrones de funcionamiento generados en el dominio de la plasticidad
sináptica y a través de la experiencia de vida. Estas formas instrumentales o
patrones pasan a servir como destrezas operativas en diversidad de ocasiones
problemáticas.
Es muy difícil si
no imposible conocer la composición de estos patrones o algoritmos
correspondientes al saber vécico. Sólo es posible concebir la composición como
se concibe una figura lógica: cálculo mediante el cual se encuentra el valor
lógico de una variable. Esto es, como la salida o escape que se encuentra en
una situación sin solución aparente. Por su naturaleza lógica, el desempeño del
saber vécico se asocia principalmente al plano funcional, a la vida operativa y
práctica de la inteligencia. Pero, como veremos, no es del todo así.
5) Los algoritmos formados en la
experiencia no son algoritmos matemáticos ni lógicos como los de la
inteligencia artificial, la cual, precisamente, se inspira en ellos. En la
plena realidad de la experiencia psíquica y biológica son especies de
algoritmos que pueden describirse de manera semejante a como se describen los
cálculos de una lógica informal. Esto quiere decir que se ordenan de acuerdo a
la información que se recaba en la misma situación, por lo que pueden
modificase en pleno funcionamiento, transformarse y adaptarse a las necesidades
del momento.
Pueden avanzar o retroceder, cambiar las bases del
cálculo, corregir sus pasos, elegir las conclusiones y aumentar su eficacia
espontánea y plásticamente. La tecnología computacional que gobierna el
funcionamiento de los artefactos y máquinas actuales de última generación, así
como el pleno de la inteligencia artificial, están inspirados en el
funcionamiento de las redes neurológicas que, hasta ahora, y si bien pueden
superar a las naturales en términos de velocidad o rendimiento, no han podido
ser superados en versatilidad y sutileza.
Así, no sólo
intervienen en situaciones prácticas sino también en planos correspondientes a
la vida mental, en general, al abanico completo de los fenómenos psíquicos.
Asimismo, en la esfera de los sentimientos, las emociones y pasiones, la
moralidad y los valores, ayudando a definir las elecciones y preferencias del
sujeto. Como en el plano práctico, el saber vécico tiene una incidencia
decisiva en lo que se refiere a las dudas, creencias, convicciones, y en todo
lo que la racionalidad no alcanza para definir las personalidades y las
conductas.
6) El saber vécico no es conocimiento
acumulado, cultura en el sentido social y, por supuesto, tampoco conocimiento
alambicado. Es cultura en el sentido individual y subjetivo, aunque pueda
entrar a formar parte del conocimiento en sus niveles superiores, los que son
propios de las ciencias en general. Es el saber al que apunta la educación en
su modalidad tradicional: la de formar al sujeto. La educación
proporciona las bases de una construcción que corre por cuenta del individuo.
Sin el aporte individual no hay cultura individual, por más que la educación
procure transmitirla.
¿Cuál es el
designio de la educación? Entender que la educación “forma a las personas” es
acertado en el sentido en que la educación facilita la formación integral del
individuo; la personalidad, el carácter, la sensibilidad en general, las
capacidades de decisión y resolución, el talento, la civilidad, etcétera. Pero
su designio no es formar personas en tanto entidades biológicas, físicas y
psicológicas, éticas y estéticas, individuales y sociales. La formación en
estos sentidos corre por cuenta del mismo individuo, y no hay forma de que otra
voluntad lo haga en su lugar. El carácter indiviso del individuo,
reflejo en la misma palabra que lo distingue, sugiere ya que está solo y
aislado en lo que se refiere a realización y a desarrollo en una unicidad que
mantiene consigo mismo en tanto yo.
La educación tiene el designio de obrar sobre la
conciencia, es toda su pretensión y ya es mucha. Es un designio tan importante
como delicado, porque se trata de la intervención de una fuerza externa que
influye fuertemente y hasta modifica seriamente la estructura psicológica y
moral de cualquier sujeto. Es imprescindible que lo haga, puesto que en nuestro
estado originario carecemos de lo fundamental para participar y realizarnos en
la vida particular y social sin fracasos y con propensión a los éxitos. La
educación va, pues, directamente a implementarse en el nivel vécico de
construcción de la persona, es decir, allí en donde la persona se desenvuelve
por sí misma y adquiere su particularidad única en la experiencia empírica y en
la dinámica espiritual.
7) Por lo que las iniciativas de parte
de la educación relacionadas con la pretensión de obrar en el nivel de la vida
práctica, preparación para la supervivencia, desarrollo de habilidades
específicas en empleos, negocios y emprendimientos de toda clase, entrenamiento
en los lenguajes de la persuasión, ingenios artificiales de consagración
social, etcétera, son iniciativas dependientes de la suerte que a cada uno toca
en la vida, fuera del alcance de la educación, muchas correspondientes el
entorno familiar –o que puede hacer las veces de entorno familiar–, y a
aprendizajes que sólo se pueden lograr en la edad madura.
El ideal de la educación es ir a la conciencia
de cada individuo, ayudarla de acuerdo a las particularidades de cada mente,
sensibilidad y capacidad. Pero, como no puede hacerlo y tiene que dirigirse a
todos como si se dirigiera a una totalidad indivisa. Apela al modelo más
representativo de todos los posibles, el que puede someterse a la consideración
pública con su correspondiente aquiescencia, y el que puede instituirse como
ideal de toda la colectividad. La posibilidad real de la educación, pues, es obrar
sobre lo general y no sobre lo particular, ni en cuanto a sujetos físicos ni en
cuanto a posibles empleos de sujetos físicos, lo que queda para las enseñanzas
especializadas, académicas, profesionales, tecnológicas, industriales,
comerciales, relacionadas con la actividad del sector primario o productivo.
8) El saber vécico y lo que del saber
vécico influye en la construcción del yo, es algo que concierne a la dimensión
subjetiva. Por el enorme influjo impreso por la tradición empirista sobre la
metafísica, la filosofía y la psicología, los estudios han privilegiado la
dimensión objetiva como fundamental para la inteligencia humana. No cabe duda
de que ha sido un influjo en bien de la humanidad, la que, bajo las
desviaciones de la subjetividad histórica, padeció durante siglos los males de
la superstición propia del conocimiento precientífico. Por la tradición
empirista su pudo comprobar la verdad, al menos provisoria, el conocimiento en
general y la vida mental. Mediane la percepción directa o a través de
instrumentos se pudo explorar dominios desconocidos y secretos que nunca se
hubieran revelado por otra vía. La importancia de la dimensión objetiva no está
en entredicho.
Lo que puede ser
objeto de discusión es el propósito de explicar la vida psíquica en lo
estrictamente subjetivo y fuera del alcance de la observación, de la
racionalidad y la empiricidad, apelando a recursos propios del conocimiento
objetivo, descartando completamente la introspección. No cabe duda de que los
medios objetivos nos explican una parte del misterio, por las conductas
individuales y sociales, por el funcionamiento del cerebro en cuanto a química
y neurología en general, etcétera. Pero, la parte a la que no llega la
observación objetiva sólo puede estudiarse apelando a otros recursos.
También puede apelarse a la historia personal en lo
que contiene más allá de la historia de los actos en sucesión cronológica y
lineal. Pero ¿cómo se puede llegar a ese más allá? El psicoanálisis se sirve de
una especial clase de interpelación a través del lenguaje. Este método tiene la
virtud de proceder a rastrear el acontecimiento causante de un conflicto en el
plano subjetivo y aun inconsciente. Lo que, desde nuestro punto de vista, no
sería sino el acontecimiento vécico o vez creadora de patrones sinápticos o
algoritmos. Se trataría del análisis practicado en referencia al subconsciente
y por parte de una ciencia descriptiva psico-filosófica.
(D) LA INVESTIGACIÓN
El estudio de las condicionantes vécicas que atañan a la concepción
de la historia personal, la realidad para la visión individual, el saber y la
construcción del yo, suscitan algunos supuestos, ciertas dudas y también
preguntas.
1) Es preciso apelar a métodos de exploración y examen que escapan del
plano de la lógica y de la metodología de las ciencias deductivas e inductivas.
Para no inventar o innovar innecesariamente se puede decir que es necesario
apelar a los métodos de la metafísica. Lo que está más allá de la física,
inteligible para la racionalidad y el entendimiento humano, es lo propio del
dominio de la subjetividad. Se trata de una especulación que queda por fuera
del plano de experimentación y exposición de las ciencias fácticas y
experimentales.
2) Si el saber vécico es eminentemente experiencial y concreto, ¿por
qué tiene que considerarse fuera del ámbito de la observación, explicación y
demostración experimental, es decir, de los recursos de las ciencias duras?
¿Qué hay entre el saber originado en la experiencia personal, o saber vécico, y
el conocimiento general de orden experimental o fáctico?
3) Respuesta: porque es inobservable, y porque para este caso no existe
instrumento ni ingenio capaz de suplir o complementar la percepción humana.
4) Si el fenómeno vécico se pudiera observar, ¿qué se vería?
5) Respuesta: ver nada, sólo se podrían comprobar experimentalmente
algunos fenómenos físico-químicos, eléctricos, flujos neurales, etcétera, como
se comprueban los de la actividad nerviosa en general.
6) Las actividades individuales o vivencias en que se originan
algoritmos se podrían registrar, pero ¿cuáles serían actividades vécicas? ¿En
cuál de ellas se produce el fenómeno vécico?
7) Respuesta: parece que es imposible saberlo.
(E) LA FUERZA DE LO EMPÍRICO
1) La teoría vécica no es una teoría
empirista. De acuerdo a sus bases epistemológicas, la génesis del saber se
encuentra en la idoneidad inteligente creada en el campo de la experiencia, no
en la experiencia sensible, inmediata y bruta. Esa génesis depende de
circunstancias especiales, aquellas en las que el sujeto entra en relación con
la contingencia y la adversidad. La experiencia empírica, pues, es uno de los
ingredientes del saber, no el fundamental, en el acto del saber individual.
No hay posibilidad de concebir lo empírico que no sea
mediante alguna representación espaciotemporal. Pero la experiencia vécica
rebasa lo espaciotemporal, así como lo rebasa también la racionalidad pura. La
relación es fenomenológica y no empírica ni racional pura, por lo que el saber
vécico es un conocimiento eidético. No consiste en recoger experiencias
y disponer de ellas como fórmulas de resolución de problemas, sino en
relacionarlas para que se convierten en funciones o formas funcionales que
ofrecen respuestas a favor de la vida.
Tales formas funcionales (patrones sinápticos o
algoritmos biológicos o como se las quiera llamar) no pertenecen al orden
empírico sino al orden fenomenológico: existen independientemente de las
circunstancias que le dieron origen, por lo que pertenecen a un presente
absoluto o atemporal. Es la razón por la cual la teoría se permite postular la
existencia de una realidad vécica que se corresponde con la verdad
validada por la inteligencia en su interrelación con el entorno.
Pero la realidad vécica no es una realidad sensible:
no se puede comprobar mediante ningún recurso científico conocido. Su realidad
es momentánea y genética y siempre de carácter conflictivo y adverso. En cuanto
se vuelve funcional deja de ser sensible y para ser neurológica o mental. El
valor de la experiencia sensible, en lo que tiene que ver con el conocimiento
de la realidad, es solo metodológico, un valor como puede ser el valor del
color de una flor, no de la flor. La sensibilidad nos da propiedades de la
realidad, no la realidad. El valor de las propiedades es el valor que
corresponde a la ciencia.
2) La sensibilidad no nos ofrece
conocimiento: sólo nos conecta con la realidad. Conocemos, sabemos sobre la
realidad en su verdad, cuando hacemos algo con esa realidad que ha
entrado en relación con nosotros. Si no hacemos algo con ella, la realidad
permanece como una ventana, nada más, es decir, como un medio por el cual
apreciamos lo que está afuera sin poder invadirlo y habitarlo como seres vivos.
Empezamos a saber qué es la realidad cuando recibimos el reflejo de esa
realidad a raíz de nuestra intervención en ella, como devolución, por ejemplo,
como obstáculo salvado, como problema resuelto o como misterio develado.
La experiencia de los sentidos sólo nos ofrece un
conocimiento pasivo, como había afirmado el filósofo Baruch de Espinosa,
“confuso y mutilado” y “sin orden respecto del entendimiento” (Espinosa, Parte
Segunda, Proposición XXIX, 146, y Proposición XL, Escolio II, 157). Los
sentidos nos dicen que algo está ahí, ante nosotros, pero no nos dicen qué es
ni por qué está ahí. Nos conducen a aceptar la realidad y no a comprenderla. Si
bien pueden ofrecernos alguna sugerencia acerca de cómo evitar lo que nos daña
o no nos conviene, no nos enseñan a manejarnos creativamente, a transformar la
realidad de manera de volverla a nuestro favor. Sólo empezamos a conocerla
cuando modificamos su entorno y la convertimos de adversa en favorable. Al
mismo tiempo, empezamos a reconocernos como personas, esto es, a desplegar la
conciencia.
3) Un individuo inerte poblando el
ambiente, sin hacer nada, sólo estando en su lugar, sea el que sea, y
por espacio de un tiempo, sea el que fuere, es algo impensable, inconcebible.
Tiene que hacer algo, por lo menos caminar, no digamos respirar, hacer circular
su sangre, ver, sentir. Ser un individuo humano es más un hacer que un ser.
Si hace, entonces es. No se puede decir: si es, entonces hace. Esto último es
impensable, porque no se puede ser un humano sin que le ocurra algo, un
pestañeo al menos, un suspiro.
Esta es la primera
condición de la cual debe partir cualquier definición de hombre o ser
humano. Si es un ser vivo, entonces es un suceder, un hecho, un proceso, no
algo inerte, inactivo, estático. Si hablamos del ser humano, se puede decir que
su ser es un puro hacerse. Es acontecer, actividad, es suceder. Y, como tal,
ser es sobrevenir, producción, acontecimiento venidero, suceso.
Un ser humano no es
algo determinado sino indeterminado, pues es puro devenir, realización en
marcha, paso de un estado a otro: cambio, modificación. Un ser humano es algo
que en su ser hay permanentes variaciones. No es un ser sino algo siendo,
alternándose en un margen de posibilidades, pero ninguna prefigurada cabalmente
o totalmente premeditada. El sujeto humano es el objeto de algunas de sus
condiciones de vida, el resultado de proclividades, de direcciones que conducen
a su vida, no el objeto de su vida. Su vida no es una manifestación sino el
intento de una manifestación que se reconoce en su realizarse y no en su
terminación.
Es el sucederse a
sí mismo, no el sucederse automático, como se puede creer debido a los órdenes
de lo innato y de los reflejos, sino el sucederse voluntario, obligado y
trabajoso. Es lo que resulta de su inevitable contacto con el entorno que debe
convertir en un entorno favorable a su conveniencia de vida. Lo que hace es
siempre una respuesta a lo que se le pide desde el entorno, sea físico,
químico, biológico, social, resulte accidental o natural, espontáneo o
artificial, benigno o peligroso. Lo que hace es siempre una respuesta ante las
exigencias del entorno, del dominio en que se asocian las condiciones de vida
contrarias y a favor.
Si camina, es
porque va en busca de algo que está más allá de él, si mira es porque necesita
moverse sin tropezar, si emite un sonido es porque hay alguien que lo solicita
o lo requiere, etcétera. Lo que hace es vivir, y, por lo tanto, es ser. Ser es
hacer aun cuando no participe la voluntad. Ser es procurar ser, advenir al ser,
dirigirse hacia el ser. Así, pues, ser es responder a lo que permite seguir
siendo, no a lo que es; porque nunca se es terminado, ya hecho. Y lo que
permite seguir siendo es lo que hay que responder al entorno.
Es el entorno el que presenta lo que falta y al mismo
tiempo bajo ocultamiento, escondiendo lo faltante, por lo que hay que
descubrirlo y convertir en haber, en cultura. El entorno es el que pide salvar
una distancia para obtener un beneficio, el que impide cruzar un río y a la vez
el que sugiere cómo hacerlo, el que obliga a subir a una montaña, a aumentar la
velocidad de los movimientos, a duplicar la fuerza de los brazos. Es el que
conduce a inventar una lente para observar los seres microscópicos o los astros
del cielo. Nos ha obligado a inventar máquinas y artefactos, móviles
terráqueos, marítimos y aéreos, a construir casas, a domesticar animales. Todas
las dificultades de la vida están en el entorno, pero también están en él las
sugerencias para resolverlas.
Ser es dialogar
forzadamente con el entorno, un diálogo del cual surgen modificaciones que
permiten seguir siendo, que responde al “esfuerzo por conservarse” que es, como
afirma el filósofo, “el primero y único fundamento de la virtud” (Espinosa,
Parte Cuarta, Proposición XXII). No sólo grandes modificaciones sino también
pequeñas, tan pequeñas que no las advertimos: dar vuelta la hoja de este filio porque sola no se da vuelta, encender
la luz porque anochece, ir a la cama porque no dormimos en cualquier parte. Vivir es un permanente cruzar los límites de alguna
dificultad, por pequeña que sea, algo que no hay cómo evitar, vestirse, ir al
baño, tender la mesa.
(F) SOBRE LA VERDAD
La relación entre el significado de la proposición y la realidad,
según la teoría vécica cede su lugar a las interrelaciones entre el individuo y
el medio. En lo que atañe a la esfera subjetiva, o sea al saber personal del
cual el individuo se vale en su relación con el entorno, la teoría de la verdad
deja de fundarse en la correspondencia entre las proposiciones que expresan la
realidad y la realidad (correspondestismo racionalista). Y también deja de
fundarse en la coherencia, es decir, en la compatibilidad entre las
proposiciones involucradas (coherentismo: F. H. Bradley, H. H. Joachim y
otros).
Es de hacer notar
que la teoría vécica no responde al idealismo clásico, respecto al cual difiere
radicalmente en función de la importancia atribuida a la experiencia. Del mismo
modo, no se hace eco del pragmatismo, aunque se distinga de esta filosofía por
una pequeña diferencia. Consiste en subrayar la importancia de la conveniencia
para la supervivencia, mientras que el pragmatismo subraya “lo que es bueno
en el orden de la creencia”, lo que es “‛expeditivo’ en nuestro modo de
pensar”, lo que resulta “satisfactorio” en relación “a las consecuencias
prácticas” y pueda ser “verificado” (Ferrater Mora, 3664).
VII. TEORÍA VÉCICA Y SOCIEDAD
¿En qué sentido la teoría vécica puede ser
desplazada hacia los ámbitos correspondientes a la teoría social? ¿Cómo una
teoría de fundamentos teóricos subjetivos podría incurrir en otra con bases
claramente objetivas?
Hemos sostenido que la sociedad carece de
conciencia, pensamiento e imaginación. Su conducta, si se puede llamar así a su
desempeño fáctico o empírico, es determinada por los influjos provenientes de
las conciencias personales, personalidades, subjetividades e inclinaciones
individuales. Tales influjos pueden generalizarse y manifestarse de acuerdo a
una unificación masiva que denominamos con términos específicos como sociedad,
colectividad u orden social, conceptos que estudia la sociología.
Solemos atribuir a la
sociedad los rasgos específicos de los individuos: conciencia colectiva,
imaginario social, psicología social, conducta general, etcétera. Esos rasgos
pueden corresponderse con un grupo, un centro de poder o de influencia, pero
casi siempre son inspirados por un ingenio o idea o sentimiento personal. Se
supone, por lo tanto, que el influjo conserva las características individuales,
entre las cuales se cuentan las originadas en la historia vécica, aunque ahora
solidificadas, hechas normas rígidas al independizarse de la dinámica
vicisitudinaria individual en permanente transformación.
¿Cómo se identifican estas
normas o rasgos en la actividad social? Ya en el plano personal es
prácticamente imposible distinguirlas, aunque pueda decirse “esto lo aprendí
sin ayuda” o “esto lo sé por experiencia”. Desde que la sociedad no aprende ni
sabe más allá de lo que aprenden y saben las personas, la dinámica social
responde a lo que influye más en todos y proviene del campo individual. Es un
error, pues, suponer que tal dinámica social pueda responder a los influjos de
una mayoría. Porque la mayoría de individuos, carente de una conciencia
unificadora o conciencia social, responde al influjo de unos pocos individuos o
al influjo de uno solo. Responde a la voluntad sugerida o impuesta casi siempre
desde la singularidad de los sujetos.
No nos referimos a un sujeto
único sino a una “voz” única o interlocutor anónimo que habla desde la
pluralidad innominada e indeterminada. Un dialogante o expositor magistral que
no admite el diálogo, que no recibe preguntas porque no está dispuesto a ofrecer
respuestas. Interlocutor invisible pero real y escuchado por todos,
participante fantasma que asecha desde las sombras y persuade a una criatura
imposibilitada de elegir lo que quiere y destinada a dejarse gobernar y aun a
adoptar las preferencias de una conciencia desconocida.
EL ESTATUS SOCIAL
Por lo que la sociedad es subsidiaria del conjunto
de individuos y el conjunto de individuos subsidiario de un solo individuo o
voz, señal o signo, manifestación inteligible anónima que se expresa
públicamente y tiende a dirigir la conducta del grupo. Aunque, como ya fue
dicho, se provee de los rasgos vicisitudinarios, provenientes del dominio
subjetivo, anquilosados y por lo tanto imposibilitados de modificarse. Esta
particularidad se puede comprobar en la historia de cualquier sociedad que, por
falta de iniciativas transformadoras de parte de sus integrantes, se paraliza
en el tiempo, es decir, se rehúsa a los cambios.
Comprobamos
así la debilidad de la teoría social que interpreta su estatus como entidad
independiente del estatus individual, aunque tal interpretación encuentre una
diferencia y que esta diferencia consista en el congelamiento de la historia
vécica de la persona. Se vuelve evidente también la fuerte dependencia de la
dinámica social respecto a la voluntad individual. Importantes hechos
históricos no se podrían entender sin esta evidencia, aunque las diversas
teorías se hayan ocupado de buscar causas extra individuales de toda clase con
el fin de ofrecer una explicación aceptable racionalmente (económica, social,
histórica, geográfica, psicológica, política).
Forzando
un poco este planteamiento, se podría pensar en que, al menos hasta cierto
punto y en circunstancias determinadas, la sociedad se comporta como un solo
sujeto humano perteneciente a una colectividad dada y que mantiene sus
características objetivas y subjetivas, naturales y vicisitudinarias. Aunque
siempre con prescindencia de la capacidad de apelar, cuando lo requiere, a la
ductibilidad de los algoritmos biológicos en permanente actividad en el ámbito
de los sujetos individuales.
Pero
¿qué quiere decir que la sociedad se manifieste de acuerdo a una voluntad
anónima que ha dejado por el camino la capacidad de aprender y de desempeñarse
en línea con un leal saber y entender elaborado en la experiencia? Pues, quiere
decir que actúa como un ser humano que se produce a sí mismo y que se
desarrolla en el vacío, y que permanentemente necesita de nuevos influjos, de
alimento para su dinámica suspendida en sus iniciativas y actitudes. Influjos
que eventualmente ratifican o rectifican su direccionamiento, potencian su
energía material, que es enorme, y completan sus vacíos en cuanto a objetivos y
estrategias colectivas que sola no puede lograr.
EL ESPÍRITU DEL PUEBLO
La sociedad no marcha por cuenta propia: no hay
una propiedad espiritual en la sociedad y sólo la hay en los individuos. No
existe un alma social, y lo que tradicionalmente se entiende como “espíritu del
pueblo” no es sino el espíritu legado por la
individualidad e inmediatamente congelado al ser adoptado y asimilado por la
sociedad en un tránsito que, en la realidad psicosocial, es sólo transformación
en el ánimo de las personas. El espíritu del pueblo sólo es posible en tanto
hay individuos que permanentemente insuflan subjetividad a una buena parte de
lo que la teoría entiende como realidad social objetiva.
Se trata de una
entelequia o concepto que carece de realidad subjetiva, realidad generalmente
negada, poco o para nada tenida en cuenta en la sociología. La teoría vécica ha
reivindicado esta subjetividad al advertir que su dinámica se apoya en la
experiencia histórica individual como se apoya la dinámica física. Por lo que
la subjetividad resulta una realidad tan real como la realidad que se atribuye
al mundo de la intelección objetiva. Pues no hay realidad humana si no existe
en ella el componente humanizador de la interioridad consciente, de un yo que
se confunde entre la abrumadora y masiva expresión del conjunto.
La sociedad se expresa como podría hacerlo un ser
inconsciente, un niño muy pequeño o una mascota, con mucha energía física, pero
sin rumbo, con actos masivos y poderosos pero carentes de sentido que sólo
puede aportar el individuo. Este sentido es un rasgo fundamental y forma parte
de la subjetividad vicisitudinaria: si no se trasmite a la sociedad, la
sociedad se define como se define cualquier comunidad de seres vivos no
humanos. Incluso, carecería de sus principales atributos cívicos, jurídicos,
éticos, estéticos y axiológicos.
La sociedad no lucha contra la adversidad ni establece
una relación con el entorno a partir de la cual sea posible establecer un
criterio de verdad funcional y fenomenológico, de utilidad inmediata y
práctica. Y la sociedad no enfrenta problemas ni los resuelve, no sabe nada de
dialéctica vicisitudinaria, y en su lugar enfrenta y resuelve problemas por el
ingenio y la inteligencia de algunas personas o de una sola.
Lo individual
vicisitudinario es lo que modifica la realidad y suele enderezar lo que la
realidad presenta torcido para la conveniencia humana. Los actos sociales son
derivaciones directas de los influjos transferidos desde la experiencia
individual. Son los que alimentan a la sociedad, puesto que no se alimenta
sola: por lo que no hay una inteligencia social sino sólo sociedades
inteligentes.
La sociedad adquiere su estatus a expensas del estatus
de los individuos que la integran; no por una misteriosa metamorfosis que la
convierte en una entidad libre intencional y voluntariamente, actuante con
total independencia de sus componentes individuales. Es sólo la forma que
adopta el ser humano cuando entiende que es el estado de existencia que más
conviene a su supervivencia, forma superior o forma organizada de existir. Por
último, la sociedad no tiene figura, carece de centro y de periferia, no posee
extensión ni límites, es una abstracción derivada de la noción de cantidad
numérica, una entidad lógica o matemática, no real.
CONDICIÓN DE EXISTENCIA
El estatus social, pues, es de la misma naturaleza que el estatus
individual, su condición ontológica, la misma que la del sujeto humano. La
sociedad es la manifestación plural de la individualidad enfrentada a lo
adverso del mundo. No hay fantasmas dotados de fuerzas por sobre las de las
personas ni entidades milagrosas que posean un poder extraordinario. Eslóganes
como por ejemplo “la unión hace la fuerza” o “juntos venceremos” responden al
afán gregario y consuetudinario que procura la reunión humana como acumulación
de fuerzas físicas. Pero puede carecer de las otras fuerzas, las subjetivas y
espirituales. Por lo que se advierte que la sociedad se manifiesta de la misma
manera en que se manifiestan los individuos cuando, por diverso orden de
circunstancias, pierden la capacidad de elaborar un saber personal en el curso
de la experiencia histórica, una verdad funcional y pragmática y un sentido que
anime o responda a sus inquietudes y al secreto de su existencia en el mundo.
Se puede querer
desentrañar la voz escuchada por todos en medio de la pluralidad
indefinida, y que en general define una particularidad social definitiva, una
característica o espíritu de la colectividad o del pueblo. Y es posible que se
sondee lo suficiente como para que se llegue a descubrir la fuente única que la
alienta y alimenta, aunque el sondeo sería como la búsqueda de una aguja en un
pajar. En la superficie, sólo se encontrará que la sociedad responde a unas
pocas directrices ideológicas, religiosas, políticas, consuetudinarias o históricas
y que se definen en el plano de la sociología y no en el de la psicología.
Sin embargo, esa
voz responde a factores psíquicos tanto como a factores sociales, a un orden
causal subjetivo tanto como a un orden causal objetivo. En tal caso, es
preferible buscar en los dominios de las experiencias personales, condicionadas
por ocasiones especiales, veces indeterminadas, accidentes, circunstancias
adversas, peripecias, contingencias y situaciones conflictivas. Son las que
contribuyen a definir las actitudes generales o masivas y que provienen del
ámbito subjetivo. Se trata de la búsqueda en un dominio inexistente, perdido en
la memoria, perteneciente al orden de la realidad llamado pasado histórico.
Una sociedad que se
desempeñe sin que sus integrantes le insuflen iniciativas y modificaciones en
forma permanente es una sociedad que, como cuerpo activo. va a repetirse una y
otra vez y a perpetuarse como si perteneciera al pasado histórico. En lo sustancial,
sería ya una sociedad del pasado histórico, pues no contaría con la posibilidad
de la evolución y el progreso. Podría procurarse todo lo que es posible
procurar de otras sociedades, pedir prestado o comprar, pero carecería de lo
que es fundamental y sólo se obtiene a partir de la experiencia activa, de lo
que John Dewey llama “significado de la experiencia presente”, concepto en que
vale la pena detenerse un momento.
Una sociedad del
presente es una sociedad que evoluciona, que progresa, que no se estanca.
Pero ¿qué quiere decir “progreso” en este contexto? No quiere decir que sea lo
que se percibe y se mide con referencia a una meta remota, afirma Dewey.
"En la mayoría de situaciones de la vida hay muchos elementos negativos,
debidos a conflicto, confusión y oscuridad”, por lo que es vano ir tras el
“vago concepto de una perfección inalcanzable”. Lo que define el progreso no es
“el ideal fijo de un bien remoto” sino una acción que remedie los males, que
induzca “a esforzarnos por convertir la pugna en armonía, la monotonía en
variedad y la limitación en ampliación. Esta conversión es un progreso, el
único progreso que el hombre puede concebir o alcanzar” (Dewey, 257-258).
Progreso quiere decir, según Dewey, “aumento de la
significación presente, lo que supone multiplicación de las distinciones
sentidas, así como armonía y unificación”. Esta conciencia del significado del
presente permite comprender la verdadera situación histórica de las sociedades
y su relación con su integración. En definitiva, se trata de una situación que
no es sino el calco de la situación de cada uno de sus integrantes, pero
unificada y peraltada por un intermediario que se encarga de modificar el significado
presente, de acomodarlo a determinados fines, a un ideal remoto que distrae de
las tareas que pueden realizarse en el ahora impostergable.
Se vuelve del revés
la condición de vida de las personas: de vivir el presente se pasa a vivir el
ideal de acuerdo al supuesto básico según el cual vivir es vivir para el
mañana. Es una condición que gana las iniciativas: de la religión cristiana
primero y de la economía de mercado después. De acuerdo al cristianismo, el
significado del presente se encuentra en el futuro o más allá; de acuerdo a la
economía de mercado, el significado se encuentra en el más allá del objeto, en
el objeto siguiente que supuestamente supera en perfección al anterior.
EDUCACIÓN EN SOCIEDAD
“La importancia ética de la doctrina de la evolución es enorme; pero
se la ha interpretado mal, porque ha sido adoptada precisamente por las
nociones tradicionales que en realidad viene a derrocar. Se ha pensado que la
doctrina de la evolución significa la completa subordinación de los cambios
presentes a una meta futura. Ha sido constreñida a enseñar un fútil dogma de
aproximación, en vez del evangelio del crecimiento presente.” (ib., 259
Esta es una advertencia que se vuelve imprescindible en el dominio de la
educación.
La sociedad actual
es el resultado de una evolución y de un progreso en gran medida promovidos por
la extensión de la educación a todos los sectores de la sociedad. Siguiendo la
reflexión de Dewey, y si se tiene bien presente la constricción “a enseñar un
fútil dogma de aproximación”, sería oportuno preguntar qué hace la educación
hoy día, si enseñar para el presente o para el futuro.
Aquel que conozca la doctrina pedagógica de Dewey es
quien con mayor razón puede preguntarse si lo que conviene a la sociedad actual
es que se la eduque para el hoy o para el mañana o, en el mejor de los casos,
para los dos tiempos. ¿Qué se puede contestar? Dewey no señala la necesidad de
enseñar para el hoy sino la necesidad de poner en duda el ideal remoto, la
marcha hacia un objetivo que no se sabe si se alcanzará. Señala la necesidad de
atender la realidad presente en la educación, la de los educandos, no la de un
tiempo por llegar. Predica una pedagogía encarnada en el niño real, del
presente impostergable, y no la que se ocupa de un niño abstracto, que puede
amalgamarse y esculpirse a gusto.
Sin embargo, es sumamente difícil concebir a ese niño
del presente, a esa realidad humana que necesita instrucción y a la cual la
sociedad no sabe a ciencia cierta qué clase de educación ofrecerle, si para
enfrentar el presente o para esperar el futuro. Para enfrentar el presente ya
está en marcha todo lo que deberá enfrentar; no tiene más que vivir y convivir.
Y para enfrentar el futuro no se sabe qué es lo que prioritariamente sería
necesario transferir al niño mediante la educación, porque para entonces se
desconocen las condiciones de vida de todos. ¿Qué se debería hacer, entonces?
Dewey quiere
decir que se debería educar para el presente, para una realidad que incluye al
niño en todo lo que es. Porque “El presente es complejo, contiene un sí una
multitud de hábitos e impulsos. Es perdurable, es un curso de acción, un
proceso que incluye memoria, observación y previsión, una presión hacia
adelante, una mirada hacia atrás y una visión hacia el exterior. Es de
importancia moral porque señala una transición en la dirección hacia la
amplitud y claridad de la acción o hacia la trivialidad y confusión de la
misma. El progreso es una reconstrucción presente que aporta plenitud y
claridad de sentido; y el retroceso es un presente que se despoja y aleja de la
significación, determinación y poder de retención.” (ib., 257)
Si bien es inútil ir a la pesca de un objetivo remoto
como, por ejemplo, el de una profesión, el de una idoneidad práctica mediante
la cual ganarse la vida, es prometedor prepararse para toda circunstancia,
presente o futura. Pero entonces no hay que pensar en ninguna especialidad, por
lo mismo que señalaba Dewey, por la contingencia y la imprevisibilidad de la
vida, y eso significa mentar los verdaderos fines de la educación. Es
preferible preparar para lo que es primero: la personalidad, la vocación de vida.
Este es el ideal inmediato, para el presente, y con su cuidado se propenderá al
desarrollo de las capacidades de cada individuo, del aprovechamiento integral
de la experiencia con el cual se logrará consolidar la inteligencia.
¿Cuál es el secreto de la educación bien entendida?
Pues, el favorecer el aprovechamiento de la experiencia personal, la que
consolida el saber, el sentir, el deber, las preferencias estéticas. Es el de
volver consciente, alerta y sensible todo movimiento mental o físico. Y no se
logra apelando a los intereses primarios, los cuales el individuo atiende casi
por su genética, sino a los intereses superiores, los cuales arraigan en el
espíritu mediante el simple vivir, sin que haya escuela ni liceo ni universidad
capaz de sustituir tal fuente de aprendizaje. Es una manantial inevitablemente
vicisitudinario cuyos beneficios solo llegan después de afrontar la vida con
todos sus inconvenientes, conflictos, negaciones, dificultades y obstáculos.
Una sociedad sin individuos carentes de historia personal, sin lucha, es una
sociedad anémica e inconstante.
CONVIVENCIA
La convivencia entre seres humanos es por tradición conflictiva y
tiende más a involucionar que a evolucionar para bien. Es el problema más
importante por sus consecuencias generales, quizá más importante que mantener
al día y activa la organización política y jurídica. Pues carece de reglas como
la política, aunque fueren elásticas, y de leyes como aquellas en que se apoya
el derecho. Hasta se puede decir que la convivencia en democracia queda casi
siempre sujeta a la buena voluntad de los individuos, cuando la poseen, y a
unos hábitos prácticamente ineducables e ingobernables.
La convivencia es
una relación por la cual es fácil reñir, desconsiderar al otro o sentirse
vulnerado en derechos, preferencias o pretensiones de vida. Pero no hay
doctrina capaz de asistir a las personas en esta materia cuando existe el
desentendimiento, el resentimiento y el odio. Suele pujarse por el orden que se
considera conveniente para sí, y la conveniencia del otro es algo que no todos
tienen en cuenta. Se ha podido establecer reglas que deben respetarse en
determinados lugares y momentos, por ejemplo, en el interior de un teatro o en
el momento en que una persona presenta a otra ante un tercero. Resulta así una
sociedad en la que pululan sectores con convivencia reglada, fuera de los
cuales reinan las relaciones humanas arbitrarias, cambiantes y contradictorias.
Por lo que en
materia de convivencia la sociedad se podría representar como una gran
superficie caótica cribada de pequeños círculos en los que reina cierto orden,
alguna paz y la tendencia hacia el entendimiento y el altruismo. Por cierto, la
educación tiene como objetivo asistir a niños y a jóvenes también en este
aspecto, pero el problema la sobrepasa y los desarreglos en la convivencia
arraigan entre los adultos de todos los grados de formación, moralidad e
inteligencia. ¿A qué sector, a qué modalidad, a qué facultad de la mente, del
pensamiento, de los sentimientos o de la moralidad corresponde el desempeño en
el convivir?
Se supone que el
convivir responde a la tendencia gregaria de la especie humana. Se sabe que,
como otras especies, procura vivir en grupos con el fin de poder alivianar el
agobio de la existencia distribuyendo las tareas imprescindibles de modo
conveniente para todos y hasta incluyendo en sus relaciones los favores del
mutualismo y la cooperación. Pero esa tendencia no garantiza el respeto ni
asegura el bien tal como es concebido por cada individuo según su leal saber
y entender.
Precisamente, en
este problema el saber de la persona, su leal saber y entender, es el
que gobierna la conducta incluso con una fuerte incidencia hasta por encima de
la del conocimiento. Con esta distinción queremos señalar lo que la
persona ha sabido o podido aprender en materia de convivencia, relacionamiento
humano, civilidad, moralidad, y lo que ha experimentado y asimilado a partir
del mismo ejercicio de vida a través de la experiencia personal y durante su
historia. No se aprende a convivir de una manera más eficiente sino conviviendo,
aunque ayuden todos los aprendizajes previos recibidos de manera teórica o
práctica. Esto es evidente quizá para todos los convivientes que se ocupen de
pensar el problema.
Convivencia y
subjetividad, pues, es una relación que debe tomarse en cuenta al estudiar las
relaciones que rigen el trato entre personas que viven en comunidad. Por
supuesto, se trata de un estudio que sólo pude verificarse objetivamente, a
través de las conductas, de los diálogos, de los intercambios, etcétera. Pero
su fundamento estriba en la individualidad desde que la comunidad no tiene
conciencia, pensamiento ni sentimiento y sus manifestaciones, como las de la
sociedad, resultan de una proyección unificada de las manifestaciones
individuales.
Los casos de
convivencia en los que las relaciones personales presentan rasgos monolíticos y
cerrados, descriptibles en algún grado o en todos como si fueran los de un solo
individuo que obedece incondicionalmente ciertas reglas fijas, presentan una
forma de organización de tipo tribal o primitiva. No quiere decir, sin embargo,
que se trate de un tipo de organización como el de los pueblos primitivos o de
las tribus salvajes de las selvas que aún existen. “Un pueblo primitivo no es
un pueblo atrasado; puede, en tal o cual campo, revelar un espíritu de
invención y realización que deja muy por detrás los logros de los civilizados”
(Lévi-Strauss, 1968, 92).
Pero ¿qué es lo que
define a un pueblo civilizado? Se ha dicho que este concepto no se puede
definir en el aire sino sólo en cuanto pueda relacionarse con la realidad
concreta de un grupo humano afincado en un lugar geográfico determinado. Y el
más representativo de todos es el que se atiene a la forma de una sociedad
política.
“A primera vista, pues, parece que la vida colectiva
sólo puede desarrollarse dentro de organismos políticos, de contornos fijos,
con límites nítidamente señalados, es decir, que la vida nacional constituye la
forma más alta de organización social y que la sociología no puede conocer
fenómenos sociales de un orden superior. Sin embargo, existen grupos que no
tienen marcos tan claramente definidos; pasan por encima de las fronteras
políticas y se extienden sobre espacios más difícilmente determinables. A pesar
de que su complejidad hace penoso actualmente su estudio, es importante señalar
su existencia y reseñar su puesto en el conjunto de la sociología.” (Mauss,
265)
Hoy día enfrentamos
un fenómeno social, especialmente notorio en la convivencia, semejante al que
el antropólogo encuentra entre los grupos primitivos. Se trata del hecho de
orden social que vulnera la coherencia del grupo, que atenta contra su carácter
cerrado que tiende a fijarse y a rechazar el cambio. Hace muchos años que ya se
había registrado este tipo de fenómeno.
Por ejemplo: “En los Estados Unidos se asiste desde
hace diez años a una evolución sensacional que es, sin duda y ante todo,
reveladora de la crisis espiritual que experimenta la sociedad norteamericana
contemporánea (que comienza a dudar de sí misma y no logra ya aprehenderse, si
no es por medio de esta incidencia de lo extraño que ella adquiere cada día más
ante sus propios ojos), pero que al abrir a los etnólogos la puerta de las
fábricas, los servicios públicos nacionales y municipales y a veces inclusive
los estados mayores, proclama implícitamente que entre la etnología y las otras
ciencias del hombre la diferencia está en el método ante que el objeto.”
(Lévi-Strauss, ob. y lugar citados)
EL FONÉMENO EXCLUIDO
¿Qué quiere decir? Quiere decir que existe un aspecto descuidado por
la ciencia social, en aquel entonces y seguramente todavía hoy: un aspecto que
se pretendía entender por el método empírico. Lo afectivo era un asunto
secundario para el método que deseaba prevalecer en las investigaciones
sociológicas y antropológicas. Se deseaba evitar que el método empírico “se
desintegre para provecho de una metafísica social a menudo simplista y de
procedimientos de investigación inciertos”. Porque “el método sólo puede
robustecerse –y con mayor razón ampliarse– con un conocimiento cada vez más
exacto del propio objeto, de sus caracteres específicos y de sus elementos
distintivos. Estamos lejos de ello.” (Ib, 92)
Se contemplaba la
estructura, sus componentes palpables y cuantificables, pero dejando por el
camino los elementos impalpables e inconmensurables. ¿Cómo podría alcanzarse
“un conocimiento cada vez más exacto del propio objeto” prescindiendo de la
subjetividad humana? El problema se explica si se tiene en cuenta el orden de
esa “metafísica social”, que aún hoy suele ser mal vista, y que se desdeñaba
frente a lo que sólo era posible conocer por dos vías complementarias: las
conductas colectivas y ciertas pautas de conducta o patrones a los cuales se
constreñían las costumbres y los hábitos (formas de alimentación y seguridad,
creencias mágicas o religiosas, reglas de sexualidad y reproducción, etcétera).
Se dejaba atrás el
dominio igualmente atendible de la interioridad psíquica, o se explicaba
mediane métodos puramente objetivos, insuficientes para penetrar en el dominio
de la afectividad y la subjetividad. Por lo que se practicó un cientificismo
“exultante” que encandiló a los sociólogos, antropólogos y etnólogos, y “la
idea de que la totalidad de las costumbres de un pueblo siempre forma un todo
ordenado, un sistema”. Pero “Las sociedades humanas, lo mismo que los seres
humanos individuales, nunca crean partiendo de un todo sino que meramente
eligen ciertas combinaciones de un repertorio de ideas que les eran
anteriormente accesibles” (Geertz, 292).
La interpretación
por entonces al uso “anula la historia, reduce el sentimiento a una sombra del
intelecto y remplaza los espíritus particulares de salvajes particulares que
viven en selvas particulares por la mentalidad salvaje inmanente en todos
nosotros” (ib., 295). Pues “Los modos del pensamiento salvaje
(silvestre, no domesticado) son primarios en la mentalidad humana. Son los que
todos tenemos en común. Las estructuras de pensamiento civilizadas
(domesticadas, domadas) de la ciencia y la erudición moderna son productos
especializados de nuestra sociedad. Son productos secundarios, derivados y,
aunque no inútiles, artificiales. Si bien estos modos primarios de pensamiento
(y los fundamentos de la vida social humana) son ‛silvestres’ como el
‛pensamiento silvestre’ (trinitaria) –espectacular retruécano que da su título
a La Pensée Sauvage–, son empero esencialmente intelectuales,
racionales, lógicos, no emocionales o instintivos o místicos.” (Ib.,
297)
El camino a seguir
con el fin de atenuar estos inconvenientes, aunque no fuera para eliminarlos
del todo, es el de refrendarlos mediante un estudio vécico o vicisitudinario.
Sólo podría lograrlo una investigación que superara la expresión inmediata y
visible (conductista y empírica) de la subjetividad y descubriera la huella
dinámica impresa por mil acontecimientos físicos y mentales que amojonan la
historia personal y enriquecen la facultad resolutiva de la inteligencia
humana. Sería la manera de ampliar el método de introspección dotándolo de la
capacidad de rescatar y comprender cómo surgieron no ideas sino sólo formas
operativas que entran a constituir el saber personal al haber sido
recreadas experiencialmente en mil ocasiones o veces de la historia de vida. No
con el fin de estudiar la evolución de determinados fenómenos psíquicos, como
es del caso en la psicología y la psicología profunda, sino para detectar lo
que de ellos mantiene su presencia operativa y resolutiva en toda relación
dinámica del individuo con el entorno.
FINAL
“Después de un siglo y medio de investigaciones en las profundidades
de la conciencia humana, investigaciones que descubrieron ocultos intereses,
emociones infantiles o un caos de apetitos animales, tenemos ahora una
investigación que comprueba que la pura luz de la sabiduría natural resplandece
en todos nosotros por igual. Sin duda esta conclusión será bien recibida en
algunas esferas para no decir que con alivio. Sin embargo, el hecho de que
dicha investigación se haya emprendido desde una base antropológica parece en
extremo sorprendente. Pues los antropólogos siempre se sintieron tentados –como
el propio Lévi-Strauss lo estuvo una vez– a salir de las bibliotecas y salas de
lectura, donde es difícil recordar que el espíritu del hombre no es clara luz,
y a ir ‛al campo’ mismo, donde es imposible olvidarlo. Aunque ya no queden
muchos ‛verdaderos salvajes’, hay todavía bastantes individuos humanos
vívidamente peculiares para hacer que toda doctrina del hombre que lo conciba
como el portador de inmutables verdades de la razón –una ‛lógica original’ que
procede de ‛la estructura de la mente’– parezca tan sólo una exquisita
curiosidad académica.” (Geertz, 298)
“En cualquier momento de mi situación biográficamente determinada,
yo sólo me intereso por algunos elementos, o algunos aspectos, de ambos
sectores del mundo presupuesto, el que está dentro de mi control y el que está
fuera de él. Mi interés prevaleciente –o, con mayor precisión, el sistema
prevaleciente de mis intereses, puesto que no existe un interés aislado–
determina la naturaleza de tal selección. Esta afirmación es válida, con
independencia del significado preciso que se atribuya el término ‛interés’ y
también con independencia de lo que se proponga con respecto al origen del
sistema de intereses. Sea como sea, existe una selección de cosas y aspectos de
las cosas que son significativos para mí en cualquier momento dado, mientras
que otras cosas y otros aspectos por ahora no me interesan o están fuera de mi
vista. Todo esto se halla biográficamente determinado; es decir, la situación
actual del actor tiene su historia; es la sedimentación de todas sus
experiencias subjetivas anteriores. No son experimentadas por el actor como
anónimas, sino como únicas y dadas subjetivamente a él, y sólo a él.” (Schutz, 2008,
93)
“La experiencia fundamentada de una vida –lo que un
fenomenólogo llamaría la estructura ‛sedimentada’ de la experiencia del
individuo– condiciona la subsiguiente interpretación de todo nuevo suceso y
actividad. ‛El’ mundo es transpuesto a ‛mi’ mundo, de acuerdo con los elementos
significativos de mi situación biográfica. El individuo, como actor en el mundo
social, define, pues, la realidad que encuentra.” (Natanson, 17, en Schutz, 2008)
La teoría de Alfred
Schutz descuenta la importancia de la experiencia personal, historia del
individuo o biografía. No penetra en el misterio de esa “estructura
sedimentada”, pues su cometido es ocuparse de la teoría social. En general, se
refiere a “múltiples experiencias que tiene el sí-mismo de sus propias
actitudes básicas en el pasado” (Schutz, 2012, 26).
VIII. MÁRGENES DE LA TEORÍA
COMPLEMENTOS
En su vida cotidiana, el individuo humano se asiste a sí mismo
apelando a un saber que prevalece en el bagaje intelectual de la historia
vécica. Ejerce su influencia en algunos campos cognitivos al enfrentar nuevos
problemas y obstáculos que impiden el cumplimiento de afanes y propósitos.
Hemos visto cómo los aprendizajes
resultan de la
interrelación con el entorno, hecho que hay que interpretar dentro de un vasto
abanico de intervenciones y devoluciones sobre y desde el medio ambiente. Este
intercambio repercute en el saber, especialmente en cuanto a la formación de
una noción de verdad funcional y operativa.
El
saber vécico es un complemento fundamental de la memoria, pues
representa una diferencia crucial al influir en todos los desempeños con
independencia de los contenidos almacenados, que no siempre se ajustan a la
realidad de vida y por lo demás son olvidados. Estos contenidos pueden
aplicarse por retroducción o por recursión siempre y cuando sean los mismos o
muy semejantes a los que fueron memorizados. El saber vécico tiene la ventaja
de suministrar formas o patrones en los cuales caben posibles soluciones ante
una variedad de problemas vicisitudinarios de la historia personal.
El
saber vécico contribuye en el razonamiento ampliando su espectro
mediante una clase de operación formal –semejante a las de las lógicas–,
probada ya en la experiencia histórica personal, que asegura grados de
conveniencia en cuanto a lo concerniente con las necesidades inmediatas como en
cuanto a las grandes aspiraciones y a los afanes íntimos. Es decisivo en la toma
de decisiones cuando es preciso elegir en circunstancias adversas y no se
cuenta con soluciones previamente concebidas para ser aplicadas en
eventualidades inesperadas o peligrosas.
Es
una fuente de creatividad personal, originada en la experiencia de vida
cuando las urgencias y situaciones de desamparo sugieren medidas improvisadas.
En el éxito o el fracaso, la creatividad resulta conveniente para los
intereses, deseos y esperanzas. Cuando las soluciones conocidas y tradicionales
no resultan aplicables, el cerebro puede generar nuevas ideas y enfoques
creativos para resolver problemas.
Los procesos
neuropsicológicos vécicos permiten permanecer sin grandes riesgos en muchas
situaciones adversas y aun salir de ellas airosamente. Si tales situaciones no
revisten gravedad ni peligrosidad para la vida, de todos modos, mediante el
saber vécico se hace posible la articulación entre los inconvenientes que
presentan y las posibilidades para superarlos. Fortalece la capacidad para decidir,
elegir una opción que merezca la mayor confianza de acuerdo al “leal saber y
entender”. Se trata de procesos que se equiparan con los medios naturales con
que cuenta el organismo y que sirven para analizar, resolver y superar los
desafíos en la vida diaria.
La teoría vécica se enmarca
en los dominios de la contingencia y la adversidad, e incluye la noción según
la cual lo verdadero es una impresión provisoria y cambiante, connatural al
orden y al grado de relacionamiento del individuo humano con el medio ambiente.
Señala la interacción constante entre el individuo y su entorno, desentraña el
velo de la apariencia y ofrece una ventana que permite comprender un poco más
la esencia de la existencia y la del saber humano, sus posibilidades y
limitaciones. Es un enfoque útil en campos como el de la salud mental, pues se
detiene a estudiar el poder de recuperación –la resiliencia– y de
adaptación ante lo desconocido del medio inhóspito. Se refiere siempre al plano
práctico de la vida en el cual es preciso que actúe la confianza y la
esperanza.
La interrelación entre el
sujeto y el entorno, las modificaciones que el individuo impone en el plano de
su realidad inmediata y todo lo que esa realidad intervenida le devuelve como
resultado conveniente, sienta las bases de las creencias inmediatas, temporales,
provisorias y funcionales. Es la razón por la cual la realidad y la verdad se
moldean en la consideración del sujeto, y por la cual el entorno se vuelve cada
vez más favorable y conveniente para la vida.
ACERCA DE LA VERDAD
En este preciso sentido la teoría vécica se
relaciona de alguna manera con algunos conceptos del filósofo inglés Harold
Henry Joachim (1868-1938), mencionado más arriba. Su teoría entiende que la
verdad es un sistema coherente de creencias y no una entidad aislada y ajena a
la conciencia. Una creencia es verdadera, sostiene, si armoniza con otras
creencias en un marco consistente de significados relacionados (en The
Nature of Truth, de 1906).
Para la teoría vécica, sin
embargo, la coherencia tiene que consagrarse en la experiencia, en la relación
por la cual los actos modifican el entorno y éste, a raíz de la modificación,
se convierta en la principal fuente de supuestos y creencias, de conocimiento
sobre la realidad. Tienen en común una concepción de la verdad centrada más
allá del criterio de correspondencia entre las creencias y la realidad
objetiva. Pero, la teoría vécica admite la necesidad de tal correspondencia
especialmente cuando satisface la necesidad, sentida y definida
expresamente y en forma de lenguaje como necesidad por la misma persona, en el
intercambio con el entorno, o sea, en cuanto es expuesta para sí mediante
metalenguaje (cf. Tarski, apartados 9 a 11, 26-34).
El sujeto apela a una noción
de verdad en la que confía en tanto tiene que desempeñarse, pensar su situación
actual, realizar tareas, llevarlas a buen fin en función de sus creencias.
Aplica sus habilidades, se mueve en situaciones distintas y problemáticas en el
curso de un contacto que le proporciona lo necesario para formar un conjunto de
convicciones o creencias relativas al mundo en que se mueve. No es la noción de
verdad que corresponde al conocimiento humano, general y establecido
consensualmente, el de las ciencias y disciplinas afines. Aun en todos los
casos en que esta importante vertiente es parte del saber del sujeto, de todos
modos, siempre hay espacio para que se forme una concepción propia que
es la que prevalece en el curso de todo desempeño concreto e inmediato.
Los recursos aprendidos o
adquiridos por vías de la educación formal, así como los recursos adquiridos
por la educación de tipo informal, la aplicación concreta de todos ellos por la
cual se ponen a prueba en la experiencia, es la que da forma al saber vécico.
Al contenido de los aprendizajes se interpone lo real, en su versión
inconveniente, contraria, desfavorable, antagonista y hostil, sobre la que debe
aplicarse todo lo que se sabe y todo lo que se puede hacer en base a lo que se
sabe. Ya no se puede hablar de un conjunto de recursos, de conocimientos o
habilidades aplicables, sino de todo aquello que se le pueda ocurrir
espontáneamente al individuo, sugerido por las características del problema.
Pueden resultar exitosas, pero sólo si se aplican, es decir, sin que se cuente
con alguna garantía previa y a favor, pues el sujeto ignora si hay antecedentes
que las respalden.
No hay un conjunto de
antecedentes que puedan resultar aplicables, una “estructura” de conocimientos
al respecto, un “sistema” de soluciones ni una “red de conocimientos” al
respecto. Sólo hay una figura, una imagen que se forma en la mente en
forma instantánea y que se aplica sin vacilar. Esta figura es una ocurrencia
flexible y dinámica, orgánica y fluida, no intelectual, inteligente más que
racional. Por lo que preferimos el concepto de figura del saber y no de
estructura ni de sistema, y nos referimos a la figura cuando generamos
recursos en la experiencia que se integran como facultades inteligentes y
salvíficas. Wittgenstein dice que “Nosotros nos hacemos figuras de los hechos”;
“La figura es un modelo de la realidad” (Wittgenstein, 2.1 y 2.12).
Las experiencias y el saber
se entrelazan y forman parte decisiva de la inteligencia práctica. Por lo
demás, la figura en el arte y en el pensamiento representa las conexiones y los
patrones vécicos que evolucionan y se transforman permanentemente. No así el
conocimiento adquirido ni los contenidos de la memoria, que son fijos o sólo
resultan modificados desde afuera. La figura es lo que a veces es
mentado conjuntamente con la idea de la filosofía de vida o vivida y en
constante movimiento. Sus límites son imprecisos, su plasticidad le permite
adoptar siluetas cambiantes, su zona central y sus márgenes son plásticos y
tornadizos.
SALUD MENTAL
La teoría vécica sugiere aspectos de orden
epistémico en el dominio de la actividad de la vida práctica. Por lo que puede
facilitar la resolución de algunos problemas de salud mental. Desde que la
teoría enfatiza la influencia decisiva de la adversidad sobre el funcionamiento
del cerebro, y la actividad específica destinada a contrarrestarla, sugiere el
vínculo de algunos trastornos psíquicos con la historia vécica. La adversidad
es el principal motivo por el cual algunas enfermedades mentales prosperan y con
nefastos efectos sobre la salud en general. En la medida en que la teoría
vécica subraya la importancia de la adversidad, la cual es inevitable y del
todo necesario convertir en un aliado de la vida y la supervivencia, el sujeto
descubre y hace suya la actitud mental que es capaz de convertir lo adverso en
favorable, así como la colectividad lo ha hecho en el orden organizado y
social.
Puede favorecer el
surgimiento de una actitud emergente y positiva capaz de contrarrestar la
depresión, la angustia o el desprendimiento respecto a la vida activa.
Proporcionar la energía vital suficiente para reconquistar el bienestar del
espíritu y la felicidad física. Puede obrar respecto a la recuperación de la
fuerza emocional, la razón proactiva y los sentimientos positivos de manera de
neutralizar los efectos nefastos del pesimismo, la angustia, el infortunio y la
incomprensión.
Puede ayudar a desarrollar y
fortalecer los estados mentales que es preciso incorporar a la vida activa con
el fin de responder a la diversidad de acontecimientos que se oponen a la
voluntad individual, a sus deseos y propósitos. Puede convertirse en un antídoto
ante la soledad espiritual y la ausencia de reconocimiento familiar, laboral o
social. La adversidad y la contingencia, promotores del saber espontáneo,
inmediato y concreto, también pueden generar intuiciones opuestas y negativas.
La historia vécica tiene que ver con el rechazo y con los conflictos psíquicos
y físicos que se derivan de enfrentar los problemas de la vida, pequeños o
grandes.
El saber vécico induce a
aceptar y a enfrentar los desafíos de la vida con lo que posibilita el
crecimiento personal. Requiere de la persona el pleno reconocimiento de que sus
decisiones y actitudes, estados de ánimo y tendencias espirituales, especialmente
cuando sobrevienen embargados por la depresión, síntomas de ansiedad y
desesperanza, dependen de la historia vécica. El mayor orgullo para todo ser
humano es el de sus propios logros, aunque sean sólo íntimos y psicológicos,
los que ha se han conquistado mediante la historia vécica. Si por alguna razón
ese orgullo es afectado, entonces la figura de la personalidad se
enferma.
Estar
al tanto de que somos los mismos generadores de saber es un paso saludable. De
que en lo concreto del vivir nos atenemos a una noción de verdad instrumental y
provisoria, por lo demás susceptible de experimentar importantes cambios en la
marcha de vida. Así, pues, se vuelve posible lograr una mayor plasticidad en la
cognición y advertir la diversidad de un mundo que nunca se termina de conocer
y dominar. Lo que presta la mayor ayuda con el fin de adaptarse a las
situaciones conflictivas y de encontrar más perspectivas para resolver
problemas. La toma de conciencia de la peripecia vécica puede contribuir en el
fortalecimiento del yo y de la autoestima al reconocerse como verdadero
constructor de sí mismo y de la personalidad. Asimismo, la teoría vécica puede
activar o reforzar el papel personal en la comunicación y la interrelación
social, así como el compromiso con la situación general y el entorno.
La activación de la
conciencia vécica es una forma de recuperar el sentido que alguna vez tuvo la
vida de la persona espiritualmente enferma. Consiste en la integración de las
experiencias pasadas y presentes, aun de las imaginadas como futuras (activación
de deseos y esperanzas) que convergen en la recuperación de los valores y de la
moral. Tomar conciencia de que se es el constructor de sí mismo consiste en
aprender a asumir la propia integridad subjetiva y el ser real que se es como
integrante de la familia, el grupo y la colectividad.
En
resumen, la teoría vécica puede proporcionar medios para fortalecer la
capacidad de enfrentar problemas y obstáculos, aliviar padecimientos, corregir
traumas y recuperar las capacidades y habilidades que momentáneamente se han
perdido. Al descubrir el papel desempeñado en la experiencia de vida, ayuda a
no dejarse vencer ante las presiones y contrariedades que suelen embargar la
convivencia y la vida social.
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Adversidad, 36,
47, 51
Algoritmos, 277,
291, 305
Angustia, 85, 128
Apariencia, 67,
109, 340, 354
Asombro, 456
Cambio, 103-106, 133, 183-184,
234, 326, 394
Circunstancia, 75-82,
155, 185, 225, 245, 304, 387, 464
Comparecencia, 16,
193
Conciencia,
24, 59, 74, 90, 92, 177, 223, 242, 259, 266, 269, 278, 286, 301, 324, 337,
341, 400, 440, 447, 455
Condición humana, 161-165,
317
Conducta, 77-93, 233, 278, 280,
376, 451-452, 471-472
Conveniencia,
160, 455, 468
Convivencia, 20,
77, 101, 139, 480
Cultura, 43, 97, 191, 233, 325,
461
Determinaciones, 19,
21-28, 114
Dios, 343, 427
Educación, 49,
216-217, 226, 461-462, 477-480
Empirismo, 37
Entorno, 506
Espacio, 56, 120, 263, 370, 380,
383, 405
Espíritu, 353, 485
Existencia, 87,
161, 193, 381, 487
Experiencia,
37, 124, 131-133, 141-149, 161, 176, 203-215, 230-233, 284-285, 290-296, 306,
332, 360, 362, 380-385, 392, 421-424, 452-462, 469-472, 476
Fe, 137, 139, 180, 219, 324
Fulguración, 111,
126-127, 144, 282, 370, 422
Historia vicisitudinaria o vécica, 13, 25, 118-119, 122, 310. 310
–efectual, 180-182
–la otra historia, 182
Historicismo vicisitudinario,
119
Ideas, 341-357
Imaginación, 333,
420
Impulso de vida, 465
Individualidad, 182,
225, 248
Información, 190-192,
207, 373, 471
Inquietud, 436
ntuición, 40, 44, 60, 203,
469-470
Interlocutor furtivo, 244, 439
Involucrarnos, 252
Memoria, 13, 56, 77, 166, 174,
180, 207, 290, 301, 340, 369-371, 388, 462
–de trabajo, 162
Mente, 158, 161, 192, 290,
304, 385
Misterio, 51-52, 436, 465-468
Momento, 38, 60-62, 87, 96, 151,
158-162, 173, 250-251, 289
Moral, 76-89
Mundo, 12-15, 42, 175, 180,
256, 341, 446
Muerte, 5, 228-235, 336-337
Nada, 104-105, 233
Objetividad, 145,
256, 265, 273, 276, 296, 301, 311-330, 408-409
Pensamiento, 35,
133-136, 193-194, 293, 308-309, 349, 433-438
Persona, 143, 173-174
Problema, 199-205, 219-225
Psiquis, psiquismo, 257, 286,309
Realidad, 10, 16, 193, 250, 271,
365, 404
Religión, 317, 455, 476
Saber, 60, 80, 115-116,
135-144, 157, 164-166, 172-175, 192, 201-208, 228,237, 247, 251, 313, 340, 344,
406, 437, 444, 447-448, 455-463, 479, 486-490
Sentidos, 60-61, 98, 129, 137,
155, 180, 186, 207, 211, 286, 333, 395
Sentimientos estéticos, 59-64
Sentir, 430
Ser, 190, 337, 432-434
Sociedad, 470
Subjetividad, 255-256,
265, 271, 285-319, 327-330, 349-395, 408-410 (ver objetividad)
Supervivencia, 16,
48, 453, 466
Tiempo, 57, 150, 333, 384
Transducción, 363
Verdad, verdadero, 14, 25, 47-53, 63, 112, 128, 131-142, 156-159, 174,
244, 487
Vecidad, 105
Vez, 38, 59, 77, 121-124,
144, 169, 171, 244, 299, 366, 412
Vida, 50, 166, 334
Vivencia, 118, 157, 268, 285,
365, 462
Vicisitud, vicisitudinario, 25, 38-40, 79-80, 105, 115-116, 117, 120 122, 126,
134-145, 185, 301, 407, 412, 481
ÍNDICE DE NOMBRES PROPIOS
Abbagnano, N., 411
Adler, A., 292
Adorno, T.
W., 329-330
Alonso & Alonso, 376, 382
Ardao, A., 53
Augé, M., 361
Bataille, G., 297
Bateson, G., 283, 290-291
Bergson, H., 98, 313, 371, 387, 452, 457
Bersanelli, V., 458
Bilbeny, N., 83
Blatt, R., 325
Bloch, E., 126-130
Brentano, 128,
265-268, 280, 312
Canetti, E., 313
Chomsky, N., 123,
374
Cotrufo, T., 377,
398
Croce, B., 59,
62, 67, 118
Dalmasio, A., 397
Delacroix. E., 60
Descartes, R., 65,
132-134
Dewey, J., 225-226, 410-412,
475-477
Dilthey, W., 67, 118, 285
Eliot, T. S., 430
Espinosa, B., 465,
467
Ey, H., 458
Ferrater Mora, J., 126, 139-140, 257, 270-271, 364, 428, 468
Feynman, R., 405-406
Fichte, J. G., 373, 392
Fussell, P., 294-295
Galeano Muñoz, J., 283, 285
García García, E. K, 375, 378, 387
Garrido, M., 294
Geertz, C., 39,
483, 494
Gildea, R., 494
Gurwitsch, A., 281-282, 303, 494
Guyau, J. M., 85-86
Haack, S., 289
Harari, Y, N., 320
Hartmann, N., 238-242
Hauser, A., 86
Hebb, D. O., 274-275, 291, 375,379
Hegel, G. F., 118, 307, 366
Heidegger, M., 128, 214, 293, 310
Holmes, R., 295-296
Husserl, E., 128, 266-268, 270, 274, 282
James, W., 257, 280, 282, 293, 298-299,
390-391, 454, 457
Jung, C. G., 278-281
Kant, I., 37, 64-66, 86, 108, 139,
141, 153, 270, 287, 306, 308, 330, 392, 441
Kolb, B. y Whishaw, I. Q., 275, 375, 381
Lacan, J., 281, 284
Levi-Strauss, C., 308-309
Leibniz, G. W., 65, 67, 276
Lewin, W., 334
Liberati, J., 276,
410
Linton, R., 449-452
Llambías de Azevedo, J., 373
Llinás, R., 283
Locke, J., 365
Lorenz, K., 276, 290, 361
Manrique, J., 370
Maturana, H., 255,
257, 267, 427
Merleau-Ponty, M., 128, 287-288
Moliner, M., 50, 272, 330, 360, 413, 432, 436-437
Oribe, E., 311,
324
Ortega y Gasset, J., 77, 147, 160, 163-164, 169, 175, 180, 184, 189, 192,
198, 209, 219, 224,228, 236, 238, 242, 250, 265, 275-276, 279, 286, 303, 310,
367, 423
Otto, R., 326
Palazzo, S., 371,
402-402
Penrose, R., 374,
394
Piaget, J., 278, 283-284, 286, 289, 292,
326
Platón, 257, 328, 348, 411
Popper, K., 105, 133, 310
Putnam, H., 424
Rahner, K., 446, 453-455
Rees, M., 99, 352, 394
Ridley, M., 387
Riedl, R., 276, 290
Rosenblueth, A., 166
Rosset, C., 387
Rovelli, C., 360, 394
Roudinesco, E., 277-278, 281
Sacks, O., 283
Sambarino, M., 88
San Agustín, 170,
214, 328
Schmidt, R.F., 376, 381
Schücking, L. L., 87
Shepherd, G., 363,
365, 381
Schutz, A., 484
Segundo, J. L., 426
Sellars, W., 46, 264, 268
Severino, E., 131-135, 359, 371, 385, 392
Shelley, P. B., 86
Tarski, A., 488
Trías, E., 304-309, 311, 325, 329-330
Vaz Ferreira, C., 286,
311, 353
Versace, S., 388
Wallon, H., 256, 258-259, 293, 326
Wittgenstein, L., 124, 489
Zambrano, M., 105
Zoja, L., 23, 367-368, 382
Zubiri, X, 64
[1] Se puede suponer, opuestamente, una subjetividad total o, como tercer
supuesto, la ausencia de una y otra. Se ha afirmado, por ejemplo, que la
relación del niño con los objetos se inicia “sin posibles distinciones entre el
aspecto subjetivo y el aspecto objetivo de las situaciones” (Wallon, 1985,
232).
[2] Entre los griegos antiguos, “fenómeno” es “lo que aparece” o la
“apariencia”, que Platón contrasta con la “realidad verdadera”. El mundo de los
fenómenos o apariencias, pues, es el mundo de las “representaciones” (José
Ferrater Mora, Diccionario de filosofía, ver fenómeno).
[3] “Experiencia significa experiencia de algo externo
que se supone que nos impresiona, sea espontáneamente o como consecuencia
de nuestras actividades y acciones. Es cosa sabida que las impresiones afectan
ciertos órdenes de secuencia y coexistencia, y que los hábitos de la mente
copian los hábitos de las impresiones, por lo que nuestras imágenes de las
cosas adoptan una disposición de tiempo y espacio que se parece a la
disposición de tiempo y espacio del exterior. A las coexistencias y secuencias
externas y uniformes corresponden conjunciones constantes de ideas, a las
coexistencias y secuencias fortuitas, conjunciones casuales de ideas […]
Si todas las conexiones entre ideas habidas en la mente
pudieran ser interpretadas como otras tantas combinaciones de datos sensoriales
que fueron fijados de este modo desde el exterior, entonces la experiencia, en
el sentido común y legítimo de la palabra, sería el único arquitecto de la
mente.” (James, 1989, 1045-46)
[4] “Los fenómenos psíquicos sólo pueden ser percibidos
por la conciencia interior; para los físicos sólo es posible la percepción
exterior”; “Los fenómenos psíquicos sólo pueden existir fenoménicamente;
los físicos pueden también existir en la realidad” (Brentano, ob. cit., Libro
II, capítulo I, §§ 6 y 7, pp. 91 y 93).
[5] Interconexión funcional de un grupo de neuronas.
[6] Unión entre una terminación axónica de una célula nerviosa y otra célula
nerviosa. Axón: extensión por la cual la célula nerviosa trasmite el potencial
de acción a otra neurona.
[7] Conexión funcional entre neuronas propuesta hipotéticamente por Hebb.
[8] El libro de D. O. Hebb es The Organization of Behavior, de
1949. La “ley de Hebb”, que regiría los procesos de aprendizaje, inspira los
algoritmos de las redes “neuronales” de la inteligencia artificial.
[9] Ortega también afirma: “La cultura nos proporciona objetos ya purificados,
que alguna vez fueron vida espontánea e inmediata, y hoy, gracias a la labor
reflexiva, parecen libres del espacio y del tiempo, de la corrupción y del
capricho…” (Ortega y Gasset, 1987, 23)
[10] Ampliamos en La humanización del tiempo (Liberati, 2015, 35 y
71). Véase el libro de Lorenz (Lorenz, 1974, 125). Nos ocupamos de la relación
algorítmica entre bioquímica y conciencia en “Homo Deus o animal elegante”,
revista ‘Relaciones’ N.º 395, abril de 2017, pp. 21 a 23.
[11] Expresión de Elizabeth Roudinesco, refiriéndose al psicoanálisis de Sigmund
Freud (Roudinesco, ob. cit., 130).
[12] La vivencia “es una realidad que se presenta como tal de modo inmediato, de
la que nos percatamos interiormente sin recorte alguno, no dada ni tampoco
pensada […] No es presente, contiene ya pasado y futuro en la conciencia del
presente ya que el concepto de presente no alberga ninguna dimensión en sí y la
conciencia del presente contiene, por lo tanto, pasado y futuro.” (Dilthey,
1945, 420)
[13] Modelos explicativos basados en la noción de “algoritmo borroso” prosperan
hoy en diversas disciplinas, además de lógica y matemática: genética, teoría de
la evolución, psicología, estética.
[14] Rupert Riedl (obra citada, 52 y ss) aclara en el Glosario que por
“algoritmo” se entiende un “procedimiento de decisión”. Por su parte, Konrad
Lorenz habla de “mecanismo inductor ingénito”, el “aparato fisiológico que
efectúa la filtración de los estímulos”; sería el responsable neural y
fisiológico del enlace entre el receptor y el efector (Lorenz, ob. cit., 89
y 90). En la búsqueda de una explicación del fenómeno de la “receptividad
inicial”, Lorenz está en la base de la noción de “algoritmo” adoptada por
algunos biólogos hacia 1960. “Los organismos son algoritmos”, afirma hoy Yuval
Noah Harari, llevando la idea a su extremo máximo (Harari, 2016, 99 y ss.).
[15] “¡La circunstancia! Circum-stantia!
¡Las cosas mudas que están en nuestro próximo derredor! Muy cerca, muy cerca de
nosotros levantan sus tácitas fisonomías con un gesto de humildad y de anhelo,
como menesterosas de que aceptemos su ofrenda y a la par avergonzadas por la
simplicidad aparente de su donativo. Y marchamos entre ellas ciegos para ellas,
fija la mirada en remotas empresas, proyectados hacia la conquista de lejanas
ciudades esquemáticas.” (Ortega y Gasset, 1987,
21)
[16] El estudio de estas dos clases de relaciones, bien distintas,
corresponde a un trabajo de introspección, al cual se debería
volver bajo el perfil de introspección histórica (en sentido
vicisitudinario o vécico).
[17] Se refiere a la elegía Pan y vino, del poeta alemán.
[18] Sometiendo aquí el concepto de límite a la concepción
de Eugenio Trías: consiste en la frontera que divide tres territorios: el
del logos, el del fuera del logos y el que
corresponde a la misma frontera. Hay, pues, tres visiones posibles, que definen
el ser o ser como límite. El de la luz y la
inteligencia, el de la sombra y la ignorancia, y uno intermedio que sufre las
presiones de ambos (Trías, 1991, 15-29).
[19] Ver, por ejemplo, Juan¸ 13, 21; Lucas, 4,
2 y 12, 50; Marcos, 11, 15. Se le puede encontrar en los estados
emocionales más cotidianos: “Se presentaron los fariseos… pidiéndole una señal
del cielo, con el fin de ponerle a prueba. Dando un profundo gemido desde lo
íntimo de su ser, dice: ‘¿Por qué esta generación pide una señal? Yo os
aseguro: no se dará a esta generación ninguna señal.’ Y, dejándolos, se embarcó
de nuevo, y se fue a la orilla opuesta”, Marcos, 8, 11-12.
[20] “El Beethoven tardío revocó el ideal de la armonía. Y al decir armonía
no me refiero a armonía en el sentido literalmente musical, puesto que la
tonalidad y el predominio de la tríada permanecen intactos, sino que me refiero
a la armonía en el sentido de la armonía estética, el contrapeso, la redondez,
el equilibrio, la identidad del sujeto compositivo con su lenguaje. En estas
obras tardías el lenguaje de la música o el material de la música habla por sí
mismo y únicamente a través de las lagunas de este lenguaje habla el sujeto
compositivo propiamente dicho, de un modo no del todo disímil a lo que ocurría
con el lenguaje poético en el estilo tardío de Hölderlin. Se podría decir que
por eso las obras tardías de Beethoven, que seguramente constituyen lo más
sustancial y serio que se puede encontrar en música, tienen al mismo tiempo un
momento de impropiedad porque nada de lo que en ellas aparece es simplemente lo
que aparenta ser.” (Adorno, 2003, 170)
[21] Lo más parecido a este “sentir” en el plano sensible resulta de
considerar los termorreceptores nerviosos de la piel que detectan el calor
proveniente de una fuente externa.
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