lunes, 2 de diciembre de 2024

TEORÍA VÉCICA Versión completa



“Psique abriendo la caja de oro”, por John William Waterhouse, óleo sobre lienzo, 1903.


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


ÍNDICE

 

I ESQUEMA DE LA TEORIA VÉCICA, p. 11

Gran esquema

Comparecencia                                                      

Historia vicisitudinaria                                                      

Adversidad                                                                         

La verdad como desprendimiento                                     

Un robot no puede decir “tal vez”                                     

La ilusión del tiempo                                                         

En relación a los sentimientos estéticos                            

Sobre el conocimiento rutinario                                       

Paradojas de la moral                                                       

El sistema de seducción social                                         

Al principio era …                                                            

El arte como querencia                                                     

Resumen de la teoría vécica                                             

Por cuál ventana mirar                                                      

¿Historicismo vicisitudinario?                                        

Visión vicisitudinaria y principio esperanza                    

Pragmática del saber                                                        

Epílogo: filosofía y persona                                            


II EN EL UMBRAL DEL SABER, p. 147
MIRAR EL CIELO
Introducción
La vara de medición
La vara del tiempo
Para el universo no hay términos de comparación
En el trabajo de la mente no hay momentos
La verdad en construcción
La mente de trabajo

MIRAR LA TIERRA
Introducción
Naturaleza humana y condición humana
La memoria y la chispa
La fuente objetiva
Vida y saber

 

VIVIR EL PASADO
Introducción
El yo es hiperboloide
La persona ante la adversidad
La verdad para la persona
La historia efectual
La otra historia

VIVIR EL PRESENTE
Introducción
Velocidad del presente
Los grados del presente
El hombre es como una estrella
La tubería de los sentidos

VER EL FUTURO

Introducción
El ser y sus atributos
Conversión de fantasía en realidad
La noción de futuro
La fuerza del futuro

VERNOS
Introducción
Sin resolver en el problema
Aspectos constitutivos del problema
Irradiación de la experiencia

VER EL TODO
Introducción
La imagen del telescopio
El telescopio interior
Diferentes imágenes
La imagen interior

VER EL PROBLEMA
Introducción
La individualidad
Ver el problema
Experiencia del problema

COMPARAR LA MUERTE
Introducción
El gran símil y el drama
El símil en la vigilia
La muerte como nada
La falta de sentido
Otras muertes

VER Y DIVISAR
Introducción
Conocer y saber
Lo inferior y lo superior
El dominio histórico
El dominio vicisitudinario

VIVIR Y VECEAR
Introducción
Vecear la verdad
Involucrarnos

EPÍLOGO
Algunas conclusiones
La historia vécica

III DOS TESIS SOBRE LA MENTE, p. 254

Presentación

 

PRIMERA TESIS

Parte 1

La subjetividad

Primeros avistamientos

La realidad subjetiva

Lo arcaico

Lógica de la subjetividad

Nuevas expresiones de la subjetividad

El núcleo del problema

Recapitulación

 

Parte 2

La relatividad de la psiquis

Los supuestos fallidos

El plasma humano

El hombre triste corriente

Cambios sagrados

La obra única de la subjetividad

 

SEGUNDA TESIS

Parte 1

Introducción a la Segunda Tesis

La idea del tiempo

La idea del espacio

La idea de la vida

Las ideas de conciencia y muerte

La idea del ser

La apariencia

La idea de Dios

La concepción del mundo

La idea del yo

El espíritu

Esencia, sustancia y causa

 

Parte 2

La metafísica de la subjetividad, 72

 

IV EL INTERLOCUTOR FURTIVO, p. 358

Parte 1

¿Somos o ya fuimos?

Fulguración

Estímulos clave

El círculo epistémico

Realidad vécica

 

Parte 2

Lo real y lo virtual

El interlocutor ausente

Confusión en torno a lo palpable

La posmodernidad como prueba

El sistema nervioso central

Antecedentes cruciales

La experiencia virtual

 

 

Parte 3

El tiempo y los cambios

La realidad de cuerpo presente

El conocimiento dominante

 

Parte 4

La realidad vestida por nosotros

El todo y las partes: separación

 

Parte 5

Virtualidad y realidad radical

El mayor contacto con lo posible

 

Parte 6

El conocedor furtivo

Conocimiento de qué

 

Parte 7

El aturdimiento

Señales del mareo

 

Parte 8

La gran inquietud

El trazo y la línea

 

Parte 9

 

V SENTIR: NOVEDAD EPISTEMOLÓGICA, p. 432

Introducción

Sentir y ser

Ser y existir

Contenido de la mente

Contenido de la conciencia

Relación con la experiencia

 

VI ACOTACIONES A LA TEORÍA VÉCICA, p. 444

A. Sobre la historia

B. Sobre la realidad

C. El saber y la construcción del yo

D. Sobre la investigación

F. Sobre la verdad

 

VII TEORÍA VÉCICA Y SOCIEDAD, p. 470

El estatus social

El espíritu del pueblo

Condición de existencia

Educación en sociedad

Convivencia

El fenómeno excluido

Final

 

VIII MÁRGENES DE LA TEORÍA, p. 486

 

 

Referencias bibliográficas, p. 494

Índice analítico, p. 499

Índice de nombres propios, p. 511




PRÓLOGO

 

La historia de la persona es en parte memoria y en parte registro de hechos neurológicos que están en la base de su conciencia y de su saber. Los problemas y misterios, las dificultades, la adversidad ante la cual se ha visto necesitada de responder para poder vivir y permanecer con vida constituyen los principales motivadores de sus recursos cognitivos y del desarrollo de su inteligencia. Este desarrollo es bastante independiente de los procesos del conocimiento adquirido, y corresponde a una realidad personal en construcción que se levanta desde la experiencia.

La realidad es para la persona no sólo lo que surge de sus percepciones inmediatas y del momento sino, especialmente, el resultado de las que ha experimentado en esa historia vivida y que compone la base de la conciencia y del saber. La teoría vécica se sostiene en el supuesto de que la comprensión de la realidad sólo se alcanza en plenitud a partir de la experiencia personal y en estrecho vínculo con las circunstancias de vida que han sido decisivas en su desarrollo y en su evolución.

El saber no es sólo acumulación de información sino, principalmente, relacionamiento con el entorno en la actividad vital, con resultados favorables o desfavorables, convenientes o inconvenientes. Depende de cómo resulte el enfrentamiento con las vicisitudes y experiencias adversas que es preciso superar, sea cual fuere la persona y se trate de las condicionantes de vida que fueren.

Se toma conocimiento de la realidad no sólo al pensarla sino, especialmente, después de que se enfrenta en los actos de vida, en su diversidad y todos los días. La información que nos llega de los sentidos, las habilidades adquiridas por vía externa, los aprendizajes especializados y capacidades desarrolladas por la educación y por otras vías externas, obran como asistentes de la inteligencia, pero no completan el todo asimilado y elaborado por la mente. Pueden perderse definitivamente si no pasan a integrar la vida de la persona en su actividad vital, como actos plenos experimentados personalmente.

La comprensión de la realidad tiene que ver con lo que importa a la vida de cada ser humano, en sus relaciones vitales y en sus intereses principales. Por lo que se alcanza a través de una construcción personal y no sólo por la imagen que se percibe y la concepción que se alcanza por la vía intelectual.

La experiencia en el mundo es mediada por un velo que cubre la realidad funcional, la que no sólo es preciso comprender sino también modificar y volver favorable para la vida. Es un manto que se interpone entre la comprensión y el mundo real, que impide verlo tal como es y también impide que la persona se vea a sí misma en su realidad radical.

La historia personal esconde el vasto proceso por el cual la experiencia construye a la persona a partir de veces dinámicas en las que se implantan recursos fundamentales para la vida. El saber objetivo corre en forma paralela y se basa en datos o información recibida desde los sentidos y por otras vías y señales externas.

J.L.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

I. ESQUEMA DE LA TEORÍA VÉCICA

 

 

 

 


 

1 GRAN ESQUEMA

Sobre la dimensión inespacial e intemporal de la historia de cada persona, y de la realidad con la que se corresponde en un mundo supuestamente verdadero.

Para ser bien claro exageraré un poco y supondré que tengo un problema P, importante y difícil de resolver, que se presenta en un contexto especial cuya resolución es de urgencia, coincide o está próxima a coincidir con una “situación límite”. No hay mucho tiempo para reflexionar ni para buscar salidas meditadas, pedir ayuda o aplicar concienzudamente lo que he aprendido al respecto. Y, sin embargo, me las arreglo para encontrar una solución R, que puede ser la solución definitiva, una dirección posible para llevarme a un final exitoso o al menos para quitarme de encima lo más pesado del problema; llamémosle dirección D.

Y supongo que enfrento nuevos problemas P’, P’’, P’’’, etcétera, resueltos mediante respuestas R’, R’’, R’’’ y que pertenecen todas a un proceso de elaboración en el que no prevalece nada aprendido o calculado de antemano, prescrito de acuerdo a protocolos o aprendizajes, a estudios previos o a preparaciones especiales, aunque sabemos que de alguna manera interviene todo en la creatividad más espontánea y desenvuelta. En mi proceder no cuento con el aporte de ninguna receta o habilidad determinada y aplicable en directo para resolver el problema P. Por lo que intento aislar el aporte estrictamente personal, mi posible perspicacia y la espontaneidad respectiva, si las tengo, lo oportuno de mis respuestas ante asuntos de urgente y necesaria resolución, problemas desconocidos o de resolución desconocida para mí.

Supongo finalmente que los procesos P-R, P’-R’, P’’-R’’, P’’’-R’’’, que simbolizaré como PRx, no son sucesivos ni cronológicos sino extendidos en el curso de diferentes circunstancias de vida en una serie discontinua cuyos espacios y tiempos han quedado atrás. No han sido registrados ni almacenados por la memoria, por lo que han quedado al margen de la historia recordable. Se hace evidente, de esta manera, que, dados todos los P, conjunto que llamaré Px, la configuración de todas las R, o Rx, confirma una realidad dada, al menos para mí, desde que modifica el plano Px correspondiente al mundo de problemas dado. Esto es importante: la realidad responde a mi intervención, por lo cual puedo darla como verdadera, al menos para mí, puesto que parto de mi propia realidad, que no puedo suponer falsa y que, por consiguiente, considero verdadera.

La configuración PRx (las veces que una R ha resuelto un P) entra así a formar parte del sistema cronológico vital como subsistema de recursos incorporado a mi historia de vida. Advierto que no forman parte de mi memoria, exactamente, porque he olvidado o no he registrado cada una de las fechas que se corresponden con cada una de las P-R de PRx, elementos ligados a lugares o escenarios, momentos, épocas u ocasiones determinadas. De modo que PRx no es un almacén ni hace las veces de pendrive que se puede acoplar a mi memoria central para que actúe cada vez que las motivaciones lo requieran.

No tengo nada para recordar en el momento de elaborar R, y P resulta para mí una dificultad no relacionable con ninguna R anterior que pueda asemejarse y volver a servir ante la nueva ocasión. Porque cuento con una nueva fuente de recursos, además de la memoria, que es capaz de activarse por sí sola, sin alimentarse de recuerdos, ya que está incorporada al sistema general de recursos y obra como obra el sistema nervioso autónomo, con prescindencia de mi voluntad expresa ante cada caso P. Quizá PRx es una configuración que ha sido incorporada como función agregada al sistema nervioso autónomo.

Digo entonces que la serie indeterminada PRx es mi historia vicisitudinaria o vivencial, historia vécica, es decir, la historia en torno a las vivencias o vínculos personales intransferibles en su relación con el mundo. Es la historia generada a partir de problemas trascendentes para mi vida o de urgente resolución en el sentido de la supervivencia. En otras palabras, es mi historia y no la historia de un sujeto en el mundo, la historia de la relación del mundo en torno a mí, en la que me incluyo. En todo caso, la configuración de los Px representa mi encuentro con el mundo, mientras que la configuración de todas las Rx representa el encuentro del mundo conmigo.

Rx revela, por tanto, mi participación en la realidad, y Px la realidad participada. Con lo que se me presenta la posibilidad de adoptar un punto de vista confiable, o más confiable, desde el cual me es más fácil responder a la pregunta por la realidad, la pregunta acerca de qué es y de cómo es la realidad que puedo distinguir de la apariencia y que calificaré “verdad del mundo para mí” o “mundo verdadero según surge de mi experiencia de vida”. Supondré que el mundo está hecho de tal manera que, singularmente, responde a las iniciativas Rx. Por lo que Rx, en tanto concuerda con el mundo o al menos con el mundo en que la realidad presenta Px, indica el camino que toma la historia personal más acendrada.

Sea H esa historia y Hx todos los caminos selectos que configuran la historia vicisitudinaria o vécica. Hx es, por consiguiente, la historia que no concuerda totalmente con la historia temporal. Pero, es la historia que me corresponde en lo esencial de mi vida y de mi saber sobre mí, sobre la vida y sobre el mundo en su realidad y sobre la realidad en su verdad para mí. Y sea D la dirección impresa a partir de una R dada para un problema P, resuelto, y Dx el haz de direcciones de conjunto que puede imprimir un sello particular a mi persona, a mis modos de pensar y hacer. D es la dirección que toma una solución por concretarse respecto a un problema cualquiera, por lo que Dx es la orientación general impuesta a los problemas en un mundo que se dispone según la realidad revelada por Rx o mundo M.

M es el mundo que surge de Rx y representa H o Hx, es decir, que configura mi historia personal real, o historia vécica, donde “real” quiere decir “real para mí”. Surge, pues, la distinción entre historia temporal en el mundo e historia vécica en un mundo M en que puedo confiar en tanto realidad confirmada por mí mismo, esto es, vivida vicisitudinaria o vivencialmente. La historia en la que no haya relación con M será una historia de solo tiempo, es decir, la historia de los cambios experimentados por un ser vivo en la circunstancia de una cronología de vida cualquiera. Si el ser vivo se ha desempeñado sin construir M, sin una H y sin la vecidad correspondiente a la continuidad física (es decir, si no se ha desempeñado como integrante de la especie), entonces, ha realizado solo la parte de los seres vivos en general sin que haya activado el sistema nervioso central humano.

Ha sido objeto en el desempeño del mundo y no sujeto en el desempeño propio. Ha quedado en manos del mundo social u organizado en sociedad, en el cual cada uno participa como individuo y también como persona, es decir, con participaciones de especies diferentes. En tanto individuo es parte del mundo aparente y de la historia de la apariencia; en tanto persona es parte del mundo real y de la historia vécica. En el primer caso, es presa del mundo inmediato, que no domina; en el segundo, es parte de M. Puede independizarse de lo inmediato, sobre lo cual no tiene control ni participación compartida: al responder a lo inmediato se mimetiza; al responder a M se autorrealiza y encuentra su lugar en la realidad que puede provisoriamente tomar como verdadera.



2 COMPARECENCIA,

sobre la suerte que corre la persona en la sociedad actual.

 

Las atribuciones de la persona no solo son descriptibles por la observación de su conducta o por lo que se pueda saber de su pensamiento y sentimientos. Están estampadas también en la realidad que se ha modificado como efecto de la participación en su mundo.

 

La persona vive el proceso de selección, reafirmación y rectificaciones que necesita para la supervivencia bajo prerrogativas biológicas, éticas y estéticas identitarias. Se trata de una escala de valores de cultivo permanente, paciente reafirmación y paulatino acrecentamiento en todos los planos de la vida, individual, familiar y social. Aun bajo el peso de la más dramática adversidad ha reafirmado y convalidado una y otra vez sus potencialidades, su empeño por mejorarlas y perfeccionarlas. Y, en su nicho psicológico, la persona se define por su condición de ser consciente y apta para refrendar los caracteres propios, en todos los aspectos mentales y corporales y bajo las situaciones de vida que fueren.

 

LA REALIDAD IMPACTADA

 

Su historia no es una simple suma de tiempo, de años y décadas, y se interrumpiría trágicamente si no se convalidara en todas las circunstancias y bajo todos los condicionamientos. Esta actividad fundamental de la persona empieza con el acto de comparecencia consigo misma, el estar presente en la ceremonia privada de autorreconocimiento, con todos los rasgos de positividad y negatividad, de fortaleza y debilidad, de alegría y quebranto. Y sigue con la proyección mecánica de esta comparecencia en la dinámica social de la que participa y en la que se incluye en todos los niveles formales e informales.

Esa dinámica de hechos sociales se corresponde con la de todos los individuos, con sus particularidades en cada caso, en una trenza de series vinculadas con ellos directa o indirectamente y de manera completa o incompleta, a veces solo operando como telón de fondo, circunstancias de lugar y momento. Estas series, que participan en la historia de cada individuo y que constituyen la historia personal y finalmente la personalidad, producen el contraste en el que resalta la figura, como contexto que de diferentes maneras influye en lo más notorio y en lo íntimo, o como sutiles injerencias que inficionan el pensamiento y la conducta de manera velada o inconsciente.

Por lo que es necesario reconocer en sus propiedades intrínsecas una serie completa y representativa de rasgos individuales que, de todas maneras, son difícilmente separables de los colectivos: la serie del yo y la conciencia, y las series del entorno o franja en que el yo se confunde con la vida en sociedad. Surge así una forma de identificar esta serie entrañable cuando se repara en lo que ha sido modificado efectivamente por ella al intervenir en la realidad dada. Es decir, cuando registra lo que resulta de aplicar el cincel propio, el diseño y el moldeado del pensamiento y la conducta. De no captarse lo que en la realidad dada recibe el impacto de la persona solo aparecería lo que se ha modificado sin ella, sin ser causa ni participar directamente. El querer captarla no pretendería trazar la historia completa sino, siguiendo sus huellas, seleccionar lo más importante y estudiar su impacto en las conductas.

 

LA REALIDAD MODIFICADA

 

Es personal no solo lo que pertenece o es adjudicable a cada uno, a las intenciones y deseos, a los pensamientos, sentimientos y conductas, sino también a lo que por voluntad o simple irradiación se imprime en los hechos y en los demás, es decir, en la realidad circundante. Hay por eso una esfera natural dada y otra de realizaciones culturales, y son estas últimas las que impulsan el tránsito de individuo a persona, de sistema biológico a sistema de la personalidad. Y ese tránsito requiere una y otra vez modificaciones, marchas y contramarchas, rectificaciones y ratificaciones, validaciones que justifican el paso del viajero en cada puesto de vigilancia, en cada paso de frontera.

Así, cualquiera estaría en condiciones de afirmar: “mi enfermedad o mi estatura, mi familia o el color de mi piel integran mi historia, pero no la convalidan. Para que yo mismo la dé como válida, verdaderamente propia, es necesario que me fije en los hechos determinados por mis experiencias, por mis preferencias e inclinaciones de signo positivo o negativo. Y la única forma de fijar la atención en ellos, de considerarlos entre todos los hechos de las múltiples series históricas, es confirmarlos en tanto y en cuanto han impactado el plano de la realidad objetiva en que me ha tocado vivir. Si no han resultado en nada específico e identificable, si no han modificado la circunstancia, torcido la dirección de los asuntos, cambiado la faz del problema o conflicto, lo que se cruza en el camino y por azar, entonces, y aunque haya tocado tangencialmente mi historia, no será mi historia sino otra historia que me tendrá como personaje secundario”.

Surgen algunos problemas al preguntar cómo sería posible especificar si un hecho resulta de una motivación anónima, de los asuntos ajenos, de las respuestas de todos o solo de la propia. Y, si ha resultado de la propia, si ha modificado la realidad objetiva o solo la realidad subjetiva. En esa dificultad se esconde la diferencia entre la serie de hechos cronológicos, importantes o no para el individuo (y para todos), de la serie que ha cobrado cierta significación para él por haberse desprendido de su estar y de su hacer en el mundo. Así, con el añadido de ese impacto, que redunda en aprendizaje y en alimento para su modo de ser y actuar, y si ha modificado su persona, entonces, contribuirá en la edificación de su entorno.

Pero ¿qué se entiende por “modo de ser y actuar”? Porque hay miles de modos de ser y actuar, algunos propios y distintivos de la persona y otros asimilados, reproducidos de lo ajeno y asumidos como propios, simples simulacros. Podría entenderse que el modo de ser y actuar personal es el resultado de comparar los modos consagrados en el mundo histórico y los modos convencionales de ser y actuar en un momento dado de una colectividad dada. Unos modos pueden determinar otros, sea porque el entorno se impone en el sujeto, induciéndolo en su mente y en su cuerpo, sea porque la libertad del entorno llega a modificar sus determinaciones. En un caso o en el otro habrá hechos determinantes y hechos intrascendentes, y serán los primeros los que dibujarán la figura de cruce, la imagen dinámica del ser y del actuar.

Ahora, ¿de qué sirve conocer la diferencia que decíamos permite distinguir entre huellas personales y huellas de otras historias? Tal vez solo para que se muestre en un momento dado de la vida, de balances, análisis, relevamientos, en lo que pueda resaltar y dejar al descubierto lo que más importa. Pero esto se puede hacer de memoria. La comparecencia o diferencia no nos recuerda nada ni nos muestra hechos o cosas, porque solo nos muestra a nosotros en una dimensión extra subjetiva, social y cultural. Delimitada la historia en que se cruzan los diferentes planos de todos los hechos y actos personales, se destaca lo esencial, con lo que podemos avistar el mundo que nos corresponde desde fuera.

De la participación en una historia compartida seleccionamos lo que ha sido modificado teniéndonos a nosotros como causantes y autores. Por cierto, no se disolverá el cisma inveterado entre el mundo y el yo, el quiasma neurológico que bifurca el camino del conocimiento. Pero se advertirá con mayor claridad lo que hay en la persona según lo que ha hecho, que de diferentes maneras ha derivado en lo que hace, por lo que podrá distinguir las transformaciones, pues han dependido de ella y sabe cómo han evolucionado, cambiado y cómo se han transfigurado. Comprenderá cómo lo que fue ha derivado en lo que es, no por el paso del tiempo sino por sus pasos concretos y vitales. De este modo el pasado se revelará no como lo anterior al presente sino como lo que antecede, como 2 significa el antecesor de 3, y no por ocupar un tiempo, un espacio, pasar de una etapa a otra. Pues lo que importa en lo personal es la deriva de los cambios y no la del tiempo.

 

INHIBICIÓN DE LAS DETERMINACIONES

 

Hoy parece que se quisiera inhibir el influjo de la persona en la realidad dada y en la cultura social, eliminar su posible intermediación y reducirla al papel de ciudadano-testigo. Quizá no se la quiere eliminar en tanto productora de hechos, y solo neutralizar sus hechos interceptándolos e inmovilizándolos al invadirlos, apropiarlos y redirigirlos. También parece que la misma persona, deslumbrada por el despliegue de las maravillas socio-tecnológicas, se impone a sí misma de esa prescindencia, colmada en sus necesidades por un abanico de servicios que la satisfacen plenamente. Por lo que, al renunciar a sus determinaciones, renuncia también al derecho de soberanía ética y civil y estética y cultural. Que exista una sociedad inocua, inoperante, dicho sea de paso, ha sido un ideal repetido en la historia.

Una nueva metafísica exonera de toda física, una forma de participación impalpable se apodera de la conciencia, cierta infiltración sensible pero intocable, semejante a las emociones y sentimientos. Se procura reducir la realidad personal haciéndola converger en un punto en que se organizan sus flacas fuerzas, después de haber sido rodeada y arreada con expreso consentimiento. Nace así una nueva relación de poder que, partiendo de la reinstalación de la nueva física social y a distancia, sensible o sentible, pero impalpable o imperceptible, entra a regir las relaciones jerárquicas y la convivencia o, si se quiere, a ocupar el antiguo nicho de las imposiciones expresas o simuladas, que son desalojadas.

La convivencia transita desde la dualidad individuo-sociedad hacia su disolución en una unidad monolítica e indiferenciada. Y la auto comparecencia cede el paso a la comparecencia del conjunto de individuos en pie de igualdad, lo que resulta difícil si no imposible (porque, como hemos dicho, no hay ni puede haber una conciencia social). Sin embargo, no decrecen las disensiones, no disminuyen los conflictos sociales, el choque de intereses, los enfrentamientos entre personas y corporaciones, entre naciones y grupos de naciones. No terminan de generarse las guerras. En tanto aumenta la unificación la soberanía individual tiende a disolverse o a debilitarse para fundirse en unas pocas o única y sola masa de comparecencia jurídica (acuerdos, protocolos, tratados, sociedades, intercambios programados, bloques económicos y comunidades políticas).

En tanto la determinación individual se enjuga en la colectiva, disminuye la pluralidad, la diversificación y la movilidad social. Y, aunque la unificación y la diversificación se impulsan a partir de la misma fuerza de inicio, los efectos son bien diferentes, hasta opuestos, algo más metafísico que físico y que se comprueba en las expresiones duales de cuerpo y alma, inmanencia y trascendencia, dualismo y monismo, libertad y determinismo. Ya no contrastan el individuo y lo multitudinario por las cantidades que los distinguen, sino por las direcciones opuestas en que se encaminan las determinaciones particulares.

 

INDIVIDUO ATADO A UN MÁSTIL

 

Debilitar o eliminar las modificaciones del sujeto en la realidad, como lo hacían las antiguas determinaciones individuo por individuo, hoy no resultaría. En cambio, se procura controlar el entorno, la frontera que margina la soberanía de la persona mediante estrategias comerciales, financieras, diplomáticas, ideológicas o militares. Se neutralizan las determinaciones del individuo, y también las culturales, por la acción de la publicidad y la propaganda. Y las de la naturaleza, por obra del urbanismo y su extensión en comunicaciones, rutas y autopistas, puertos y aeropuertos, y por los efectos de la deforestación, los incendios y la contaminación ambiental, con lo que las nuevas determinaciones logran moldear indirectamente la realidad social.

La dirección de este fenómeno se ha vuelto del revés, lo que explica el alto grado de desconocimiento respecto al origen preciso de esas determinaciones, de cómo se producen y en qué consisten exactamente, aunque se sepa para qué sirven y qué intenciones esconden. Tan refinados y edulcorados son sus lenguajes de imposición, las formas en que se expresan y por las que son oídos en los tramos de la comunicación y el mercadeo, que no molestan y se aceptan con agrado. Se establece la tendencia a adherir sin condiciones a los fines que, en una trama de inocuidad y promesa insustancial, se ofrecen envueltos para regalo.

Las determinaciones hoy no trabajan sobre los deseos y las ambiciones, no interceptan la actividad, la producción, la creación, el saber, la información, porque no lo necesitan. Si antes inyectaban la disolución de la autonomía, hoy la autonomía ya se encuentra disuelta por los propios anticuerpos. El vacío ya está instalado en el cuerpo del individuo como resultado de una trasmisión en el curso de unas pocas generaciones. “Mi hipótesis ‒había afirmado Michel Foucault‒ es que el individuo no es el dato sobre el cual se ejerce y se abate el poder. El individuo con sus características, su identidad, en su fijación a sí mismo, es el producto de una relación de poder que se ejerce sobre cuerpos, multiplicidades, movimientos, deseos, fuerzas” (Microfísica del poder, Buenos Aires, 2019, p. 205). Sin menoscabarla, actualicemos hoy esta declaración: no se tiene que ejercer el poder sobre los cuerpos. Basta con utilizar el que se ejerce y está en curso por sí mismo.

La logística sabe que no es necesario inventar nada, porque el mejor y más omnipotente poder es el que se impone solo y sin ayuda. De la puja de intereses locales entre grupos e individuos deriva el rumbo general de la sociedad como resultante de un haz de fuerzas y apenas algunas diferencias de lugar y momento. Hay una dirección hegemónica demasiado fuerte fundada en, y hasta cierto punto creada por, las multitudes. Si antes había que montar el poder para después ejercerlo, hoy no hay más que montar lo que ya está en marcha y cabalgar en la misma dirección estatuida. Débiles y poderosos, izquierda, derecha y centro, obreros y empresarios, enseñantes y enseñados, prestadores de servicios y usuarios, deferentes e indiferentes, todos la siguen. Y también la ley se ve arrastrada por la corriente, encapsulada en los coletazos del derecho consuetudinario.

 

LA ÚLTIMA CRISIS

 

La agonía de la Ilustración, la crisis del contrato social, la muerte de Dios, el fin de la historia, los traumas de las grandes guerras y de la guerra fría, el terrorismo, los últimos grandes males mundiales se perpetúan en la tribulación de las determinaciones personales. La crítica del posmodernismo tiende a destacar una u otra de las múltiples y epidérmicas facetas del fenómeno. El fin de los grandes relatos (Jean-François Lyotard), el miedo a la libertad (Eric Fromm), la ilusión de los signos (Pierre Guiraud), el pensamiento débil (Gianni Vattimo), la era del vacío (Guilles Lipovetsky), el sistema de los objetos (Jean Baudrillard), la licuefacción de los valores (Zigmunt Bauman), la muerte del prójimo (Luigi Zoja), los fenómenos de globalización o totalización y los del relativismo axiológico, todo ha sido puesto bajo la lupa. Pero el proceso modificado es interno, materialmente imperceptible y, aunque algunos relatos todavía permanecen, no encuentran quien los declame.

El nuevo estatus, pues, no ayuda a que la creatividad individual quede estampada. La que permanece corresponde a una creación estereotipada conforme al estado de cosas reinante y hegemónico. El individuo no influye sino moderada, esporádica e incluso invisiblemente en la edificación del conjunto. Por lo que la posmodernidad parece una vuelta al origen, la marcha a saltos en el vacío, el pálpito, el simple reproducirse del tiempo que no es sino el sucederse de lo que no cambia. Ha periclitado la auto comparecencia, el reflejo de sí mismo sobre la conciencia, la comprobación de que se es por sí y consigo mismo que, desde la modernidad y quizá desde el origen, enderezó el rumbo cada vez que se desviaba.

Ha sido reducido al mínimo el impacto del individuo en la realidad circundante. No hay cómo comprobar ni validar hechos, cómo reconocerse a sí mismo y con ello a los demás. De ahí que en nuestra época resulte complejo definir la personalidad típica, delimitar una línea descriptiva capaz de representar sus rasgos fundamentales. La complicación del acto primordial de autoafirmación individual produce un vacío que complica también la definición de los cometidos institucionales de la educación, la seguridad, la salud, las relaciones entre países, los fines de la universidad, la cultura, la asistencia social. Y el conocimiento de la persona, primordial en el trazado administrativo y gubernamental de los estados, se vuelve cada vez más impreciso por confundirse con facilidad con el de las grandes multitudes.

La diversidad de productos, artefactos, servicios, profesiones, especialidades, empleos, se genera por la obra anónima de una sola torre de control cultural. Ya no bregan las cabinas de mando de cada producto e industria que se repartían los mercados e imponían sus dominios mediante sugestión y encantamiento privado. Porque hoy se dirigen desde la cultura. Se complica así la visión de conjunto y toda posible confección de un proyecto participativo. No es fácil disociar los múltiples impactos sobre la realidad que, para colmo, no se sabe a ciencia cierta de dónde provienen. La personalidad no tiene como afianzarse y, sin otro camino, se diluye y confunde con la corriente de paso, el torbellino que arrasa con todo.

Ya no funcionan las teorías de la conciencia social, una entelequia que se procuraba dominar e inducir desde un control remoto. Hoy es más difícil que nunca comprobar la existencia de esa conciencia única y generalizada. La voluntad que se quiere dominar es impenetrable. Vive en una coraza y bajo la organización mejor estructurada de la historia. No se conoce antes tanta asistencia social y seguridad interna, servicios primarios, satisfacción de necesidades perentorias, facilidades económicas y financieras, atención sanitaria, comunicaciones a bajo costo. Desde que se sabe que la sociedad responde al influjo de diversidad de corrientes de opinión, y que es embargada con facilidad por atracciones encantadoras, se advierte la importancia de acometer la única conciencia posible, la personal. ¿Pero, cómo hacerlo? Pues, no en forma directa sino en lo que atañe al entorno donde agonizan sus determinaciones, es decir, apelando a la cultura. Incluso, ni siquiera con el gasto de incidir en este plano, porque, si se observa con atención, se aprecia que la cultura, en lo que permite una observación de conjunto, es autogenerada, expresa y complaciente implantación del vacío por la misma persona.

El éxito de la supervivencia primaria ha quedado por fuera de la intervención esforzada de la persona, por lo que hay muy poco de qué apoderarse que ande suelto, y la sociedad es el poder en el trámite de ser ejercido sin que se inquiete por saber para qué. Se rige por sí misma y se autodirige, aunque carezca de conciencia o de reglas de funcionamiento propias, como las tuvieron las comunidades primitivas que respondían a los condicionamientos de la naturaleza. Ella satisface sola y sin necesidad de que la invadan o conquisten los deseos más diversos y ambiciosos. Se puede hacer con ella lo mejor o lo peor, prestándose inmejorablemente para lo peor, porque no cuenta con una dirección determinada ni con un fin claro y prometedor para los individuos. Esta vez ha sido el azar el que arbitra su destino.

 

3 HISTORIA VICISITUDINARIA (De los hechos al saber)

Explicada con un ejemplo

 

De acuerdo a lo expuesto hasta aquí, y agregando algo, podemos establecer que: 1º) Resolver problemas, aclarar dudas y desentrañar misterios constituye el principal desempeño ―cometido, ocupación, actividad― de la historia personal. 2º) La persona es la unidad intemporal de esa historia, sustancia y espíritu últimos de todos sus desempeños. 3º) Por su historia la persona establece un trato único con el mundo al enfrentar problemas, dudas y misterios, y de este trato se afirma lo que llega a comprender como verdad del mundo. 4º) La verdad surge en tanto la persona modifica el mundo, al menos en algún grado, apropiándose de lo que la modificación le deja como conocimiento. 5º) La verdad resulta, así, de un doble trato con el mundo (entorno de problemas): el mundo en que se presentan los problemas y el mundo en el que son resueltos, en alguna medida o en toda, o en tanto no son resueltos. 6º) Todas las personas forman parte del mundo en que se presentan problemas.

Falta examinar cómo el conjunto de respuestas y soluciones deriva en recursos para el conocimiento. Los procesos fácticos vicisitudinarios con resultados de superación de problemas son los que pasan a ser elaborados y a cobrar la forma del saber común y corriente. De la vicisitud y de los resultados en la vida práctica inherentes a ella, pasan a comparecer como recursos autónomos e integrados, como funcionan los mecanismos instintivos o intuitivos, pero forjados en la experiencia por la voluntad que actúa en forma consciente e intencionada. Es preciso investigar cómo, a partir de un conjunto no necesariamente lineal ni continuo de vivencias, vinculaciones entre experiencias conflictivas y soluciones encontradas con empeño, derivan formas estables o más o menos estables de idoneidad y preparación para enfrentar las nuevas.

 

DE LAS DETERMINACIONES

 

Es posible examinar una historia de vida y distinguir en ella tres planos de modificaciones o determinaciones que se trenzan y complican, de acuerdo a los puntos 3º a 5º ya mencionados. Los planos son: A) el de las determinaciones ajenas a la persona, B) el de las determinaciones de todas las personas y C) el de las determinaciones de la persona considerada en su historia de vida. Es posible ensayar un ejemplo si se elige la historia personal de una figura conocida y estudiada por todos, como la de José Gervasio Artigas. Bastará con que se trabaje en fidelidad a la documentación y con el respeto debido a la figura de quien hoy sigue siendo el Jefe de los Orientales.

Se trata de examinar las dos visiones bien documentadas en el Artigas de Carlos María Ramírez (edición de 1985, volumen 1, Colección de Clásicos Uruguayos, Biblioteca Artigas, Montevideo, Prólogo de Luis Bonavita, que sigue a la de 1897 y ésta a la primera de 1884). Nos remitimos a los hechos fundamentales en la historia de vida de Artigas, pero inscritos en el marco de las principales determinaciones del plano A de su época. Se trata de las surgentes por obra de las Provincias Unidas del Río de la Plata, en relación a las poblaciones de la Banda Oriental, Entre Ríos, Corrientes y Santa Fe, convocadas en 1818 por “la representación nacional”. Pero –advierte Ramírez– “hay algo que no estaba en la organización de la colonia, ni en el programa explícito de la Revolución de Mayo: la representación provincial” (obra citada, p. 12). Demos como expuestas, aunque someramente, las determinaciones ajenas y correspondientes al gobierno de Buenos Aires, y el anuncio de las personales, que en resumen se exponen así:

“Es Artigas quien crea ese elemento perdurable, esa base angular de la sociabilidad argentina, con la Asamblea de abril y diciembre de 1813. La Federación había cruzado solo como un relámpago por la cabeza inspirada de Mariano Moreno, y como una argucia falaz por los doctos labios de Gaspar de Francia. Para penetrar en el corazón de los pueblos, para hacerse carne en los acontecimientos, era menester que, inscripta en las banderolas de las lanzas artiguistas, pasease triunfante por las llanuras que bañan el Uruguay y el Paraná.”

Es el corazón de la obra de Artigas, cuyos fundamentos fueron recogidos por los orientales y que, aunque no llegaron a materializarse como Federación, alentaron las luchas por la independencia (plano B de las determinaciones). Veamos ahora cómo se delimitan las del tercer plano, determinaciones propias de Artigas y que, si bien la revolución ya estaba en marcha, animan y orientan las aspiraciones generales:

“Artigas, sin comprender tal vez su misma obra, los arroja a la fragua revolucionaria desde los albores de 1813, y la fragua amenaza estallar y sepultar bajo sus ruinas, tanto a los obreros que pretendían contenerla, como a los que imprudentemente agravan su tarea y aceleran su marcha. ¡Cuán grande responsabilidad para Artigas en esas tremendas complicaciones, suscitadas a la Colonia que todavía lucha brazo a brazo con la Metrópoli vencedora del dominador del mundo! ¡Qué inmensos dolores!”

Mientras tanto, para algunos era “el representante de la barbarie indígena” según la leyenda negra (o sea, de acuerdo a las determinaciones de los demás o, al menos, de buena parte de ellos, sobre todo en Buenos Aires). Pero, se pregunta Ramírez, “¿Podría alguien afirmar que esta Buenos Aires, hoy la más libre, la más poderosa y progresiva ciudad en Sud-América, no tendría las arrugas y los vicios de Bizancio, si más de una vez no hubiese golpeado a sus puertas y sacudido sus cimientos la barbarie de aquellas provincias litorales que Artigas fue el primero en remover y acaudillar durante la primera década de la Revolución? (Ib., 13-14)

Es digna de destacar la observación que sigue: “Creemos que Artigas ‘jamás preconizó la independencia absoluta de la Banda Oriental ‒que jamás se consideró completamente desligado de la comunidad argentina‒, que propugnó constantemente por atraer a las demás provincias del antiguo Virreinato, terminando su carrera bajo los golpes combinados de los conquistadores que esclavizaron su provincia natal y de otros caudillos que lo desconocieron en el trance supremo, para expulsarlo de las provincias vecinas, en cuyo territorio él creía tener derecho de soberanía como caudillo protector de la patria común’.”

Las determinaciones de Artigas, pues, y “en sentido estricto y riguroso”, como acota el autor, no lo hacen “el fundador de la nacionalidad oriental”, pero sí, y “evidentemente, su precursor, o en otros términos, el que la hizo posible en la turbulenta complicación de los sucesos que siguieron a su derrota y ostracismo”. La que será República Oriental del Uruguay no forma parte de las determinaciones de Artigas, y su obra parece responder a un plano más amplio de determinaciones que las que se corresponden con el mundo determinado por la realidad política y económica de entonces (plano A).

No entraremos en los problemas que enfrenta y en cada una de las respuestas que dan lugar a las extraordinarias modificaciones que devienen. Solo señalaremos la ruta en la búsqueda de los procesos que generan la persona (experiencias, modificaciones que generan capacidades, resolución de problemas, elementos correspondientes en los numerales 1º y 2º). En las vicisitudes de la experiencia personal se generan, pues, organizan y asimilan los constituyentes de un mundo posible desde que logran modificar la realidad social y política y con ello generar profundas transformaciones.

 

DETERMINACIONES ESPECÍFICAS

 

“Durante la dominación española, el territorio oriental estaba subdividido en varias intendencias. Faltábale, pues, hasta la unidad administrativa ‒como germen de unidad política. No existía un pueblo oriental, sujeto a la corona de España; pero aparece Artigas en 1811 y surge al punto esa entidad colectiva, en pugna con el yugo colonial. Artigas se proclama Jefe de los Orientales –habla en nombre del pueblo oriental–, decreta por sí mismo la existencia de la Provincia Oriental, cuidando de adjudicarle los territorios contiguos usurpados por la conquista portuguesa.

“Cuando las necesidades políticas del gobierno revolucionario establecido en Buenos Aires, determinan la celebración de una tregua con el Virrey Elío, atrincherado en Montevideo, mientras los portugueses acuden en su auxilio [plano A], Artigas no se contenta con sustraer su persona a la sujeción española; quiere que sus orientales tampoco sufran esa inesperada humillación, y los arrastra, con sus familias y sus bienes, a la azarosa expatriación en un éxodo” (plano C, numerales 3º y 4º).     

“Rota la tregua, Artigas vuelve con su pueblo de orientales a combatir contra las armas españolas [lo que se corresponde con el plano B], pero proclama al mismo tiempo la autonomía federal de la provincia embrionaria que se ha elaborado bajo su patrocinio y prestigio, y defiende los fueros de la soberanía local con energía indómita, levantando el interés de esa causa (y ésta es acaso la única falta grave de su vida pública) sobre los intereses solidarios de la revolución de Mayo. Así es como Artigas, después de haber combatido contra los españoles, bajo la bandera común [plano B], combate contra las fuerzas de Buenos Aires bajo la bandera local, y bajo esta misma bandera lucha como un león durante cuatro años contra la invasión portuguesa, sublimemente infatuado con la grandeza de sus soldados orientales [plano A].” (Ib., 14-16)

[…] Ha llegado para el sentimiento patrio de los Orientales un feliz instante en que ya no son temibles las discusiones sobre Artigas. Podemos y sabemos defender su memoria, que no está exenta de sombras, como no lo está la de ninguno de los prohombres de la Independencia Sud-Americana, pero que lleva en sí misma una aureola de luz, cuya intensidad se acrecienta a medida que las investigaciones históricas permiten apreciar los sucesos en sí mismos rectificando la tradición artificiosa de sus personajes más ladinos.” (Ib., 21)

Ojalá alcance esta transcripción para reafirmar la necesidad de “apreciar los sucesos en sí mismos” con el fin de conocer las determinaciones específicas atribuibles a una persona. No dejaremos de apreciar, sea como fuere, que los hechos se impregnan mutuamente y se enlazan con la historia anterior y con ideas diversas. Pues no sería del caso hablar de hechos aislados en una sociedad unipersonal o dominada por una sola conciencia impositiva. No deseamos indagar de dónde vienen, de dónde la fuerza que los ocasiona y cuál es el fenómeno que los convierte en fuente de inspiración y realización concreta e imperecedera. Sólo deseamos indicar cómo podría diferenciarse historiográficamente la experiencia de la persona de Artigas. La historia que muestra lo vicisitudinario a partir de lo cual el ser humano pasa por las veces decisivas que asimila y convierte en capacidad inteligente y con enormes repercusiones en el plano social y político de su colectividad.

 

 

LA VICISITUD EN ARTIGAS

 

¿Cuáles fueron las experiencias influyentes en la configuración mental de Artigas? ¿Cómo se convirtieron en el fundamento de su inteligencia? Hay vicisitudes de experiencia estrictamente personal, vivencias por las que arraigan los aprendizajes, sean resultado de los éxitos o de los fracasos. En ellas se origina el proceso que inicia la metamorfosis de la actividad y hace que de una combinación feliz de racionalidad e intuición surja la disposición de actos y planes capaces de asegurar un orden aceptable de posibles avances y éxitos (se trate de éxitos en la praxis de vida o de éxitos en la filosofía de vida, en las aspiraciones, en la concepción política).

Afirma Carlos María Ramírez que Las Piedras fue “la segunda victoria estruendosa de la Revolución de Mayo, y contempló enérgicamente los ánimos abatidos por los recientes desastres de Belgrano en el Paraguay. Buenos Aires la aplaudió con inmenso júbilo, según lo atestigua la Gaceta en los números de mayo y junio de 1811 –y confirió al vencedor, al bandolero Artigas, el grado de coronel y una espada de honor” (ib., 29). Así se veían las cosas entonces; hoy, después de más de dos siglos, Las Piedras es más bien el triunfo de la patria oriental, que en aquella época no existía y cuyo posible perfil de soberanía empezó a sentirse con Artigas. “¡Así supieron los orientales pelear y triunfar por la suspirada libertad, dignos hermanos de los soldados de las demás provincias argentinas!”

El texto no muestra el tour de force que nos permite avizorar el mundo que avizoraba Artigas, y que, si se escudriñara vicisitudinariamente, y sin que se opacara el importante significado histórico, se podría apreciar claramente como detrito exclusivo de lo vicisitudinario. Surgen las determinaciones de una persona por sobre las del conjunto que, de acuerdo a interpretaciones materialistas e historicistas de uso, se imponen por sobre la voluntad de una sola y van a componer la historia. Pasa por alto así la valoración del aporte personal de Artigas, en el cúmulo de condicionantes, influencias participaciones de otros en el mismo hecho, otros personajes. Queda afuera el ser humano.

¿Qué cambia el rumbo? “Artigas fue siempre obediente [a Buenos Aires], aunque se consideraba justamente agraviado por la preferencia que la Junta había dado a Rondeau en el mando del ejército. Cuando sobrevino la tregua [del primer sitio a Montevideo], Artigas y los orientales sufrieron una tremenda decepción. Todos se habían comprometido gravemente en la insurrección contra la dominación española, ¡y el gobierno de Buenos Aires los entregaba nuevamente a ella! Al mismo tiempo, varias divisiones portuguesas invadían el suelo oriental” (ib., 48).

 “La actitud de Artigas pudo no ser agradable para los prohombres de Buenos Aires; pero no dio lugar a un rompimiento. Concluyó la Junta por nombrar a Artigas Jefe Superior de las tropas orientales y teniente gobernador de las Misiones […] Resulta, pues, que en el primer sitio, después de la batalla de Las Piedras, no hubo de parte de Artigas rebelión contra las armas de la patria, sino abnegación y heroísmo para abandonar el suelo natal y ser fiel a la bandera de la revolución. (ib., 49)” Según la versión de Nicolás de Vedia, empero, “el gobierno no gustaba que se hablase en favor del caudillo oriental”. “¿Por qué? ―pregunta Ramírez, y responde― Porque Artigas murmuraba contra la exclusiva y localista dominación de Buenos Aires; el nombre del vencedor de Las Piedras sonaba ya entre los pueblos como la encarnación de los instintos e intereses provinciales.” (Ib., 50) Véase esta observación como se vería el núcleo de las determinaciones y desempeños que más hay que tener en cuenta.

La inconformidad de Artigas nace de la emocional visión que augura las provincias independientes del poder central. Quizá porque no le satisface la política centralista de la Junta, o porque sabe leer en la voluntad de los orientales el afán de emancipación total, incipiente desde antes de su incorporación al movimiento revolucionario (plano B). Haya sido por una u otra razón, la Junta de Buenos Aires termina nombrando General en Jefe a Manuel Sarratea, de dudoso prestigio y enemigo de las influencias provinciales.

La adversidad espera a los orientales con un verdadero desafío, y la posibilidad de enfrentarla con algún éxito empieza a tomar el cariz de las realidades verdaderas. Tras lo adverso asoma la invitación a contradecir la realidad imperante, y se vuelve fuerte la noción de verdadero que lo consuetudinario y de cajón, lo oficial y esperable no auspicia (plano A).

Así, pues, no se trata sólo de deseos y esperanzas, y en primera instancia se trata de una insurrección. La conciencia de total autonomía, el republicanismo y el federalismo son ingredientes puros de los planos B y C. La revolución empieza con la “admirable alarma”, que es el primer síntoma de una visión del mundo que responde de lleno a los numerales 3º, 4º y 5º. La verdad abandona el plano A y los orientales comprenden que es posible moldearla de acuerdo a las propias determinaciones, las que deciden que preponderen las del Jefe de los Orientales (plano C y numeral 3º). Las vicisitudes, problemas con necesidad de urgente resolución con los que lidia Artigas, además, adoptan la forma de una lucha que no se libra con las armas sino mediante una acción heroica, el Éxodo (consagración de las determinaciones del numeral 4º).

Es preciso establecer qué significa el Éxodo del Pueblo Oriental en el plano de sus determinaciones fundamentales. No sabemos todo lo que necesitaríamos saber, y es un importante desafío para el análisis cuando se busca, como buscamos aquí, escapar de lo cronológico y mantenernos en el plano de lo vicisitudinario. Pero nos permitiría distinguir la voluntad de un solo hombre frente a la voluntad de todo un pueblo. Nos referimos a todo aquello que, aunque pudiera llamarse pueblo, no se correspondiese con el sentimiento de vecindad, entrañable y particular, el de una zona del territorio del mundo. En este sentido, el pueblo sigue a Artigas y también Artigas sigue al pueblo. No importa lo que está antes y lo que está después, porque el problema del tiempo cronológico no es decisivo en este caso y para esta clase de análisis. Sin dejar de importar en cantidad de asuntos fácticos y testimoniales, es de destacar lo que determina las ideas y las acciones de una persona.

 

LA ELECCIÓN

 

Del texto de Carlos María Ramírez surge que Artigas se pliega al fervor de su provincia natal principalmente en función de un descontento y, sin duda, alentado por el patriotismo que decide su destino. En su elección radica el giro del cual se propagarán sus determinaciones, las que derivan en la mayor transformación de la realidad política del momento en la región. Examinemos cuáles fueron las determinaciones del primer plano, las que condujeron a Artigas a tomar sus decisiones y a elegir el camino hacia el Éxodo –y cómo fueron marcándolo a fuego en el plano de las propias.

La situación se había vuelto desesperada: por un lado, Buenos Aires que, en las palabras del doctor del Carril, “colocada a la cabecera del virreinato del Río de la Plata tuvo como era natural la iniciativa y la dirección del gran movimiento revolucionario que emancipó a estas Provincias de la dominación española. Habituada desde entonces al ejercicio exclusivo e irresponsable de la soberanía nacional ha combatido tenazmente los esfuerzos que ha hecho la Nación en diferentes épocas para establecer un gobierno general que diese a todos igual participación en la cosa pública, base de la verdadera democracia, y abriese un libre campo a las nobles y legítimas aspiraciones de todos los argentinos, sea cual fuese la provincia de su nacimiento” (ib., 107).

Añade Ramírez que “las iras del caudillo estaban apenas a la altura de su desesperada situación”. Posadas gestionaba en Europa la coronación de un infante como Rey del Río de la Plata, y Alvear en Brasil procuraba poner en manos de Inglaterra los destinos del virreinato (ib., 112). Para peor, en vísperas de la invasión portuguesa había “una negociación con el gobierno de los invasores” (ib., 114), porque, según Manuel José García, delegado de Alvear en Brasil, “necesitaban las Provincias Unidas la fuerza de un poder extraño” (ib., 115). A este hombre “le parece que es indispensable entregarse al extranjero” (ib., 116). “El congreso de Tucumán, por su parte, se asociaba con la mayor serenidad del mundo a estas maquinaciones tenebrosas” (ib., 118).

“Tal es la triste historia de los orígenes de la invasión portuguesa en 1816” (ib., 120). “El alma de la patria no estaba con aquel grupo de personas cultas que recibían en Montevideo, bajo palio, al general cortés y cortesano de la invasión portuguesa” (ib., 123). Mitre postuló que los orientales preferían el yugo extranjero de la barbarie “sin previsión, sin claridad y sin moral” (ib., 127). ¿Qué podía hacer Artigas ante esta infamia y solapada corrupción de los ideales de Mayo? No había lugar al camino de las armas y la poca diplomacia en curso estaba cerrada para él. Entre sus principales tenientes hubo quien se enredó en ambiciones y riñas personales, y los jefes provinciales de la nunca concretada confederación terminaron por apartarse del ideal primigenio. Por lo que, sin abandonar la jerarquía de jefe, y quizá sin saberlo con toda su privilegiada conciencia, Artigas experimenta la crucial reconversión de la experiencia en un recurso definitorio con el que enfrenta la adversidad postrera e irreductible.

Abandonándolo todo, luchó por la dignidad de su pueblo, que también lo abandona todo. Pero ¿qué significa el Éxodo en un cuadro en el que puedan interesar, por encima de los hechos históricos, las motivaciones últimas que gobiernan los pensamientos y las emociones? Desde este ángulo el Éxodo, que no es un hecho militar, tampoco resulta estrictamente un hecho político. Es más que un hecho. Se podría decir que es un pensamiento vuelto materia, energía humana, sin que dejara de ser el real e irrefutable episodio colectivo, y sin que se ignoren o borroneen las crueles contingencias que vivieron los orientales, las dramáticas renuncias y la inmolación generalizada.

En un solo fenómeno se produce la reconversión de todas las experiencias de vida, vivencias con sus arbitrios y decisiones, en un solo saber y sentimiento. Transfigurada la voluntad, y a través de un acto extraordinario, se consolida la mayor expresión de la capacidad humana. Se reúnen todas las respuestas soberanas y autónomas pertenecientes al plano de las determinaciones personales, mientras las otras, las de los demás que más importan y que son vigentes, quedan debidamente aisladas y balanceadas en su justa participación. Se concluye en un conjunto de respuestas y soluciones que derivan en el gran concurso del conocimiento, la clase de proceso que de la vicisitud y la elección experiencial pasa transfigurado al sistema del saber y la inteligencia.

La explicación no responde ya a la consecución de los hechos concretos; más bien, responde a su reconstrucción a través de una experiencia personal con fuerza suficiente para modificar el pensamiento y dirigir la conducta.

El ejemplo de Artigas muestra, aunque con toda la oscuridad de los hechos considerados, que existe un área de complejas y a veces no estrechamente eslabonadas vicisitudes, en la que se apoya la conciencia para hacer sus elecciones y decidir sus más difíciles emprendimientos. También, que una voluntad firme descansa en bases vivenciales propias, fundadas y afirmadas en la experiencia. Pues, de esa actitud nace el concepto de verdad respecto a una realidad existente o posible por cuya consagración final la persona lucha con denuedo. Finalmente, el ejemplo también muestra cómo la voluntad se sobrepone a la adversidad y logra comunicarse y transferir a los demás las determinaciones que quedan impresa en la realidad modificada.

4 ADVERSIDAD

 

La teoría subraya la importancia de la imagen manifiesta*, resorte de la vida corriente que funciona como conocimiento no elaborado, espontáneo y personal. Agrega que esa importancia no es mayor a la imagen científica del conocimiento racional, elaborado e impersonal. Sin embargo, sería la que interviene ante la adversidad, la que busca cómo superarla creativamente y la que genera una primera y provisoria noción de verdad. 

 

Si la imagen manifiesta predomina en la vida práctica, desde que es más personal, o histórico-personal en su origen y evolución, de todos modos, en lo que al pensamiento en general se refiere, habría igualdad participativa y complementación entre la racionalidad y las formas no estrictamente racionales o de la subjetividad. La objetividad, la racionalidad deductiva y la subjetividad obrarían juntas. La teoría no va en contra de ningún otro postulado, como se puede comprobar en los textos que la exponen, sino que procura desarrollar un aspecto no considerado. Por lo que no resulta de una negación ni de una revelación especial, y solo resulta del simple querer incursionar en un territorio marginal e inexplorado de imágenes y fenómenos cognitivos.

¿En busca de qué clase de verdad, descubrimiento o comprobación se encamina? Está más que estudiado el problema de las fuentes del pensamiento y del conocimiento, por lo que la teoría solo intenta destacar uno de los aspectos considerados en el debate histórico. Ese aspecto se puede ubicar en el vasto panorama de discusión acerca del papel de la experiencia en el conocimiento. Solo que el tratamiento de la experiencia en las teorías es genérico, pues no discrimina sobre la clase de experiencia de que se habla. La experiencia en todos los casos se inscribe en el marco del mundo objetivo y de la praxis, del encuentro sujeto-mundo vivido en los sentidos. Y ahí se detiene la discriminación. No se ahonda en la clase de experiencia que está en la base del conocimiento subjetivo sino en los aspectos psicológicos, en la explicación de la experiencia en cuanto a la objetividad inherente a las ciencias sociales y experimentales.

El empirismo rechaza la indiferencia del racionalismo respecto a los sentidos. El kantismo diferencia lo que hay de aceptable en ambas tendencias y lo inaceptable, creando el gran valle intermedio de lo a priori. El neopositivismo termina con la metafísica que se infiltra en el empirismo y en el racionalismo. La filosofía existencial critica al empirismo y al racionalismo por su indiferencia respecto al problema humano. La filosofía del ser se aparta de todas estas tendencias por considerar que ninguna de ellas investiga el fundamento, algo que presenta como lo más humano concebible. El positivismo rechaza al espiritualismo, y se ve trastocado por el ciencismo, tendencia radical que se afana en explicaciones solo dentro de la órbita de las ciencias fácticas y axiomáticas.

El idealismo absoluto inspira el materialismo absoluto en una socialización del problema del conocimiento y de la vida, de las clases sociales, las religiones y aun de las razas, con lo que se divulgan el marxismo, el socialismo, y como contracaras el fascismo y el comunismo. Algunas teorías, el falsacionismo y el racionalismo crítico, la filosofía de la razón vital o raciovitalismo, la filosofía existencial y otras corrientes obran como grandes pivotes que de una manera u otra permiten el giro de la crítica a las demás, personalistas, nuevos espiritualistas, estructuralistas, neomarxistas y posestructuralistas, hermenéuticas, de la acción, y otras de la segunda mitad del siglo XX.

Ya en el siglo XIX el pragmatismo y el humanismo rechazaban la racionalidad radical que se embandera con el principio de impersonalidad de la verdad, en el entendido de que es ajena a la conciencia. Objetaba la realidad externa a la mente, lo cual el racionalismo advertía al descubrir que el conocimiento es solo su copia refleja. La fenomenología, por otro lado, invitaba a desembarazarse de la racionalidad, de toda representación, idea, concepto, y a atender el mundo de las funciones, con las que convivimos y con las que se alzan las verdaderas jerarquías del conocimiento. Estas dos últimas teorías no niegan el mundo, la objetividad ni la racionalidad moderada, pero apuestan a entrever mundos que son los que se habitan en la realidad radical, la que se constituye por el solo vivir.

 

EL DETALLE QUE DA LUGAR A UNA TEORÍA


Esta teoría, arrancada de lo vicisitudinario, teoría vicisitudinaria o vécica (término derivado de vez o “vicis”, turno, alternativa en lo que se opone a momento y lugar específicos), aprecia todas estas corrientes de pensamiento, y también la oxigenación proveniente de las ventanas de las ciencias, la física, la neuropsicología, la epistemología, la antropología. No cree que haya que abocarse a encontrar la falla ajena sino a reivindicar los aciertos en todas las propuestas, que hay muchos. En principio hay uno que ha venido ganando el interés de las teorías y que se encara desde el punto de vista de las emociones, la vida psíquica que el conocimiento objetivo había hecho a un lado bajo el estigma de la subjetividad. Es evidente que el conocimiento, la memoria, las habilidades y capacidades intelectuales del tipo que sean se realizan en estrecha asociación con las reacciones emotivas que antiguamente se remitían a una esfera opuesta a la racionalidad.

El interés en lo subjetivo sigue la inclinación por ocuparse de las cosas mismas, de no atender solo la forma pura, las esencias o realidades últimas, originarias en el platonismo. Con lo que, por un lado, entra en juego la búsqueda de la realidad inmediata al ser humano y, por otro, la clase de verdad capaz de brindar fundamento a esa búsqueda. Si bien el giro hacia las cosas mismas de principios del siglo XX buscaba una verdad del momento y el lugar, se vuelve imprescindible aproximar la idea de verdad no a lo espaciotemporal sino a las veces indeterminadas en que la experiencia se imprime en la actividad del cerebro (de donde deducimos el carácter de lo vicisitudinario o vécico, es decir, de la circunstancia vivida y de su vicisitud ya vueltas energía neural). Aunque se incorporaba la subjetividad al estudio del conocimiento, y ya no como metafísica, se la introducía como psicología pura en un caso y como psicología social en otro. Pero ¿de qué subjetividad se hablaba?

Aun hoy la corriente de pensamiento hegemónica habla de una subjetividad impuesta por la cultura reinante, la tradición y la ideología, las creencias y las religiones. De tal modo que los contenidos, símbolos, hábitos, mitos y ritos en que suelen envolverse las colectividades entran a formar parte de la vida psíquica, con lo que conforman la cultura. No es solo la evolución anatómica, fisiológica y neurológica lo que decide la evolución de la especie. Para algunos antropólogos la evolución “sugiere que no existe una naturaleza humana independiente de la cultura”, y aunque “sin hombres no hay cultura”, “igualmente, y esto es más significativo, sin cultura no hay hombres” (Geertz, 2003, 55).

No se ha podido avanzar en la aclaración de este aspecto porque se corresponde directamente con lo subjetivo, dimensión no aconsejada por la tradición moderna. El desarrollo de las ciencias sociales se ajustó siempre al ideal del objetivismo: “Términos tales como intuición, comprensión, pensamiento conceptual, imagen, idea, sentimiento, reflexión, fantasía, fueron estigmatizados y tildados de mentalistas, es decir, ‘contaminados por la subjetividad de la conciencia’, de modo que apelar a ellos era considerado como un lamentable fracaso del sentido científico” (ib., 60).

La teoría que cobra cuerpo advierte que experiencia, cultura y saber se nutren en la historia vivida en plenitud, y que en ellas se entrelazan emociones, sentimientos, imágenes, representaciones, es decir, la vida psíquica. Por lo que la teoría no se centra solo en la sociedad como sistema, porque tiene la experiencia individual por debajo. "El concepto de cultura que propugno (...) es esencialmente un concepto semiótico. Creyendo con Max Weber que el hombre es un animal inserto en tramas de significación que él mismo ha tejido, considero que la cultura es esa urdimbre y que el análisis de la cultura ha de ser por lo tanto, no una ciencia experimental en busca de leyes, sino una ciencia interpretativa en busca de significaciones" (ib., 20). 

La teoría agrega que el saber surge de lo que ocurre a una conciencia cualquiera cuando tiene que tomar decisiones, especialmente ante situaciones difíciles y adversas. Y también a los resultados prácticos de esas decisiones, es decir, a los éxitos al proceder con respuestas, del tipo que sean, y a los fracasos. Y son esos resultados los que le sugieren cómo se las debe arreglar y cómo funciona el mundo. Bajo estos supuestos, la teoría se pregunta cuál es la modalidad de los saberes que pone en juego el sujeto y que, con esfuerzo o naturalidad, lo conducen a una nueva situación de éxito o fracaso. Y se pregunta si esa nueva situación señala el movimiento que revela una clase de verdad válida para el ser humano, la realidad del mundo en que vive y el sentido de su vida. En concreto, la teoría quiere despejar la vieja duda de si se trata de saber objetivo o subjetivo o si se trata de una combinación de ambos. 

El problema es complejo por la dificultad en discriminar, en cualquier operación de esta clase, la índole subjetiva u objetiva del conocimiento. Pues participan los conocimientos adquiridos, las habilidades, especialidades y destrezas, así como la educación general, la preparación práctica, etcétera. Es tan difícil como fácil suponer que interviene todo y suponer que interviene solo una o algunas de las facultades o saberes mencionados. La teoría vicisitudinaria no se propone discernir qué interviene sino cómo interviene el bagaje cognitivo en una situación dada, cómo procede la inteligencia, sea de la jerarquía que sea, para aplicarse a resolver las situaciones de vida.

Hasta aquí hemos presentado el orden de problemas al que la teoría pretende dar respuestas. Se trata de situaciones límite, o próximas al límite, pero frecuentes o quizá, y sin que tuviera que tratarse de situaciones trágicas, de aquellas circunstancias que cualquier persona vive a diario. Se tiene en cuenta la índole epistemológica del plano mental y las connotaciones que sobre ese plano pueden influir en lo psicológico y lógico, el pensamiento y los sentimientos. Aquello que interviene y se vuelve crucial en la conciencia en tales casos, pues no se alcanza a comprender como apelación al almacén de conocimientos ni a la memoria ni al saber intelectual ni a alguna habilidad en especial, aunque pueda intervenir todo esto de alguna manera. ¿Pero de qué manera?

Es la complexión neurológica forjada en la experiencia histórica personal la que interviene de plano. No se resuelve la situación por sólo aplicar un saber determinado o un conjunto de habilidades adquiridas por aprendizaje externo. Interviene el individuo entero, se presenten o no dificultades intelectuales e influyan o no las carencias o las dádivas de la educación recibida. Con o sin, ¿cómo sale del paso el individuo? En tanto unidad de experiencia forjada en base a elecciones y decisiones que determinan su personalidad, el individuo es el que en soledad domina la situación o es dominado por ella.

No se puede separar la conciencia del conocimiento, y hace mucho tiempo que se ha abandonado la idea de la mente como un tanque en el que los aprendizajes vierten sus contenidos para luego ser aprovechados, como si se tratara de una herramienta en funciones o del combustible que le permite ponerse en marcha. En este detalle radicaría la insuficiencia de la racionalidad para explicar el conocimiento por sí sola, adoptada en su funcionalidad radical y externa a la existencia. Y en este sentido, se podría suponer que no ahondaron en el asunto importantes investigaciones y propuestas. Sólo el pragmatismo está más cerca de la imagen manifiesta en el conocimiento. Aquí desviaremos la exposición para entrar en lo que se puede desprender de la teoría en otros asuntos.

 

EL DON DE LA CREATIVIDAD


Considerada la persona con prescindencia de la tradicional noción de sujeto, individuo, representante singular de la especie, aparece una figura compleja caracterizada por la autodeterminación experiencial, la criatura que se crea a sí misma en lo que a supervivencia se refiere. Diversas teorías del conocimiento han estudiado a fondo la racionalidad, pero no tanto la que obra en la vida cotidiana. Esa racionalidad, supuestamente adquirida desde fuera en la condición de sujeto cognoscente, merced a la cual la realidad se refleja en la mente como en espejo, se consagra como actividad en permanente realización en el compromiso inevitable con la experiencia. Es específicamente autogestionante y decisiva para la supervivencia, no por una condición facultativa de autodeterminarse, como suponen las teorías tradicionales, sino por la naturaleza exclusiva o taxativa de la autodeterminación. Esta es la condición que está en la base de la capacidad de resolver problemas, conocer y replicar lo que se conoce.

La persona no es una herramienta que sirve para resolver problemas y descifrar misterios. En puridad, no resuelve problemas, más bien, crea soluciones, y no revela misterios: inventa revelaciones. Los problemas y misterios siguen ahí, o nunca estuvieron, porque no es el mundo el que los tiene sino la persona. Todo está en ella, a lo que sabemos, y es ella, por las características de su complexión biológica, la que hace saltar las chispas y activa la adversidad. El mundo objetivo no tiene adversidad, tiene solo mundo. La principal creación humana es el problema, una obra radical determinada por el individuo, con sus poderes y debilidades y en su condición personal o social. El mundo no tiene problemas.

Si se tiene en cuenta la historia interminable de todo lo que se descubre, de aquello que no se ve y está ahí, del insospechado mundo real que se desconoce y aun no se revela, entonces se toma conciencia de que la realidad conocida funciona como realidad toda y única, una realidad para el hombre. Y se advierte que la verdad de esa realidad es solo para el hombre, que existe para el hombre, pues la creó sabiendo que es solo una parte infinitesimal del todo. Las pretensiones de la racionalidad se confunden con los instintos que empujan a mirar al costado, a pedir el favor de los impulsos inmediatos, de las emociones y presentimientos. Aflojan los tornillos que sujetan la racionalidad lo que permite que descansen las inquietudes, y que las inquietudes se apoyen en el suelo de la subjetividad desnuda. Es entonces cuando se descubre que ese suelo es el mismo suelo de la objetividad, a la que estaban fijados sus tornillos.

La creatividad humana define lo real a partir de la adversidad, y el éxito o el fracaso ante lo adverso define la verdad. Si bien la conciencia humana sabe que los fundamentos del conocimiento no acaban en este simple esquema, sin embargo, es la tríada teórica que provisoriamente puede ofrecer una explicación. No una explicación del fenómeno del conocimiento sino una explicación de la forma en que es producido por la inteligencia o, al menos, de cuáles son las vías principales de su producción y evolución: adversidad, creatividad, éxito-fracaso con desprendimiento de verdad o falsedad.

Pero estudiemos más la creatividad, que está en el centro del problema. Se habla de creatividad ante el fenómeno de la cultura, la creatividad que se distingue de la creación o naturaleza. La cultura es un tema ante la necesidad de explicar el ingenio humano. La primera creación de este ingenio, y la de los seres vivos en general, es la inteligencia de la especie, una obra que no viene sola y que en los humanos solo se completa después del nacimiento. Una creación que consiste, paradójicamente, en dar forma familiar al problema, figura reconocible.

La primera inducción de la inteligencia, pues, es descubrir y poner a su alcance lo que garantiza su permanencia en la vida, la supervivencia, del yo, de las personas y de la especie. En el fervor de esa instancia originaria ¿hablamos de racionalidad o de intuición, de objetividad o de subjetividad? ¿Es posible saber de qué nos valemos? ¿Cuál es la naturaleza de nuestro primer impulso? La creatividad humana ¿responde originariamente a algún principio fundamental? La respuesta que cabe es que no lo sabemos, que existen mil motivaciones capaces de producirla y encaminarla.

En sus diferentes expresiones históricas la filosofía ha fijado dos o tres extremos principales sin los que la creatividad sería inexplicable. Estos extremos serían el ser biológico y, como condiciones supuestamente independientes, el ser pensante y el ser productor de cultura. Dentro de estos extremos puede elegirse uno que se pone al frente como causa primera y fundamento de la vida consciente. En términos generales, se disponen en serie el sentir que se es, el ser en tanto existencia, y la producción humana. Aquí hay algo importante, el sentir. Porque por obra de la transposición de la espacialidad física, o por lo que sea, se siente lo psíquico como se siente lo físico, en lo que concierne a los sentidos corporales como en lo que concierne al sentir de los sentimientos y las representaciones.

Qué está primero, se pregunta el filósofo, acorralado por un ineluctable afán de enumerar, buscar la continuidad y dentro de la continuidad lo que está antes y después. Pues, en lo primero estaría el secreto de todo lo demás, por ser aquello de lo que todo se deriva. ¿Está primero el ser, o sea, sentir conscientemente que se es? ¿O está primero existir, o sea, sentirse como existente antes de sentirse como ser pensante? ¿El ser es un prerrequisito de la existencia, o la existencia es un prerrequisito del ser? Se exponen estos interrogantes mediante fórmulas (“pienso, luego soy”, “existo, luego pienso”, y “siento, luego soy”, otras interesantes modulaciones del mismo esquema). Y se interpone el sentir en todas las versiones, el sentir que se es, el sentir que se piensa, el sentir que existe un yo o una conciencia o sí mismo. Es el primer cuadro que pinta la dicotomía aun no disuelta: mente o cerebro.

Sentir es la palabra clave en ese caleidoscopio formulario de especulaciones y argumentos. Pues, para hablar del ser pensante, del ser existente o del ser creativo, se apela casi siempre al sentir físico o al sentir psíquico. Se dice que el ser pensante corresponde a la función de la inteligencia, que debe preceder a las conductas, pues es preciso conducirse como se piensa y no pensar de acuerdo a una conducta azarosa e irreflexiva. Se cree que se siente como se piensa, o se cree que se piensa como se siente. Estas alternativas son variaciones del triple esquema ser-existir-producir. De acuerdo al cual todo se vuelve al revés de la racionalidad, para la cual, dicho sea de paso, ya era bastante difícil estipular la dirección correcta de la serie, la más conveniente para la inteligencia o que pudiera entronarse como piloto del aire o capitán de mar y tierra.

 

CIENCIA Y FILOSOFÍA NECESARIAS


¿Qué viene a decirle al hombre de todos los días, a los miles y millones de seres humanos que no tienen acceso a la filosofía ni a la ciencia, la ciencia y la filosofía? Muchos ni siquiera entienden el servicio que presta una vacuna contra el virus que los mata. Si se quiere preservar la racionalidad, el logos, la ayuda de la investigación experimental a la conservación y mejoramiento de la especie humana, como todos queremos, es necesario acercar la racionalidad, el logos y la investigación experimental a todos, buscar que estos asuntos sean entendidos. Porque se comprueba el incremento quizá exponencial de la incomprensión, el aislamiento en burbujas y desviaciones ideológicas, creencias y sentimientos.

Más todavía, las sociedades tienden a separarse, aun en el interior de sí mismas, a provocar incisiones dentro de sus propias particularidades idiosincrásicas, nacionales, provinciales, ciudadanas y barriales. La humanidad tiende a atomizarse. Y la separación puede en parte resultar del divorcio entre comprensión y acción, la necesidad de actuar y la imposibilidad de saber cómo hacerlo de la mejor manera y que sea la que favorezca a todos. En tanto se generalizan y aumentan los problemas debido a la paulatina complicación de las sociedades tecnológicas, el conocimiento se vuelve cada vez más ausente, las instituciones educativas más inoperantes, los gobiernos cada vez más ocupados en la economía y el desarrollo material.

No atañe a la racionalidad toda la responsabilidad de este cuadro conflictivo, a pesar de que su evolución ha preferido el canal de las practicidades, comodidades, grandes realizaciones mecánicas, electrotécnicas y computacionales. No se ha canalizado en el plano del mundo que toca habitar al ciudadano común, salvo en lo que tiene que ver con las necesidades inmediatas (servicios). La racionalidad ha quedado encapsulada en los artefactos, los laboratorios, las fábricas, los programas y memorias de los ordenadores. La responsabilidad le toca a la filosofía, a las ciencias sociales, a la antropología filosófica; pero han quedado encasilladas, lo que parece una extensión de la racionalidad tecnológica en el nivel del espíritu, en procura de describir y buscar anomalías y dicotomías en el funcionamiento social. Han reproducido la objetividad en el plano de la subjetividad.

Por tanto, es necesaria una teoría que procure el modo de desatar este nudo de la sociedad contemporánea. Que al menos empiece por revelar cómo se produce el saber en las personas, en general, el conocimiento común y corriente generador de las mentalidades y de las conductas colectivas. Es preciso satisfacer las necesidades primarias, y también atender las inquietudes espirituales, éticas, estéticas, religiosas, las que cada persona atiende como puede. La ciencia y la tecnología le llegan solas, pero la persona tiene que decidir qué hacer con ellas y ver cómo se ajustan a los intereses de su vida práctica y a los requerimientos de su vida espiritual.

 

* Las expresiones “imagen manifiesta” e “imagen científica” fueron tomadas de Wilfrid Sellars, Ciencia, percepción y realidad. El libro de Clifford Geertz citado es La interpretación de las culturas. Ver Bibliografía General. 


 

5 LA VERDAD COMO DESPRENDIMIENTO


La contingencia y la adversidad son fundamentales para la vida. Se interponen a la actividad por la que el individuo modifica el entorno y el entorno lo modifica a él. De esa actividad resultan las bases para fundar una verdad provisoria y consecuencial para el individuo en su praxis de vida.



Del trato con el entorno resultan ciertas contingencias decisivas para la vida del individuo humano. Son las que, como resultado de ese trato, lo modifican a él y modifican el mismo entorno. También las que modifican sólo a una de las partes, sin que la otra se vea afectada, y las que tienden a modificarse sin lograrlo. En este juego de contingencias y de posibles modificaciones se concentra lo más importante para la vida de muchos humanos, si bien no de todos.

De las modificaciones del individuo y del entorno surge una certeza en cuanto a qué es y cómo se comporta el entorno. También una idea de lo que se puede y de lo que no se puede hacer para que el segundo responda como espera el primero. Se trata de modificaciones que cualquiera imprime en su labor diaria, el empleo, la profesión, el trabajo, el estudio, la tarea diaria, el trato con otras personas, y que, a su vez y como devolución, influyen en el modo de vida, lo impactan, rectifican o ratifican, modelan el pensamiento y repercuten en la conducta.

Las modificaciones provechosas para la vida indican la dirección que es conveniente seguir en favor de la supervivencia. El imperativo de la supervivencia, es preciso subrayarlo, aunque habitualmente se relaciona con el alimento, el abrigo, la salud, la seguridad, etcétera, permanece en toda circunstancia de vida aun cuando las necesidades primarias están satisfechas. La sociedad actual, en la que se supone que todo o casi todo está cubierto para asegurarlas, funciona como un entorno que no se diferencia demasiado con el de los primitivos cazadores y recolectores. En ambos tipos de sociedad, con sus características propias y diferencias sustanciales, se dan por igual las compulsiones por asegurar la permanencia en el individuo, el grupo o la familia y la colectividad. Cada paso dado por el individuo en su vida diaria es en el fondo un paso dado en el sentido de la supervivencia. Hoy lo es el trabajo o el empleo, realizar una tarea doméstica o ir de compras.

 

UNA VERDAD EN CONSTRUCCIÓN


Abocado el individuo al quehacer de asegurarse la supervivencia, cada uno de sus pasos es una “comprobación experimental” de acierto o de error, es decir, de lo que resulta en pro o en contra de la actividad y la creatividad (de la actividad cultural), en favor o en contra de lo que asegura la prosecución de la vida y su subsistencia. La permanente actividad del individuo en procurársela se acompaña, sin que a veces lo advierta, de la actividad de evitar lo innecesario. Proporcionarse lo que hace falta se complementa invisiblemente con expurgar lo que no reditúa a favor de la vida en general, de la propia y, en el mejor de los casos, de la ajena. Supervivencia, en el sentido lato, se transforma en “ganarse la vida”, en el sentido específico correspondiente a la sociedad actual (“parar la olla”, “ganarse el puchero”, etcétera).

Procurar lo imprescindible y, en paralelo renunciar a lo prescindible, es la combinación que resume la forma de sobrevivir en la sociedad contemporánea. Ganarse la vida dirige el movimiento fundamental en pro de lo que permite acomodar la existencia propia en la vida diaria y en el mundo compartido. ¿Qué resulta de obtener o de no obtener lo imprescindible, es decir, de ganar o perder? Desprendiéndose hasta donde sea posible del sentido puramente económico de estos vocablos, resulta lo que se recibe como devolución de la actividad personal y concreta en el mundo.

Atendiendo especialmente el sentido social, individual, familiar, de amistad, de trabajo, de relacionamiento por las razones que sean, tenemos que, de ganar o perder, resulta una primera noción de verdad, una idea de qué es, de cómo funciona y ante qué reacciona y hasta dónde lo hace el entorno y también la actividad personal. Una idea de verdad irreductiblemente perentoria, circunstancial y provisional, que puede extenderse y aplicarse en varias direcciones de pensamiento y que, a grandes rasgos, es la confirmación de la inicial proyección de los actos ante circunstancias dadas.

Entre tales circunstancias hay una que influye de manera decisiva en la formación de la idea de verdad o aproximación al conocimiento del entorno, que lo es también del sí mismo y de la clase de relaciones entre el modificador y lo modificado. Se trata de la situación en que el entorno se presenta adverso, se descompone en mil formas de obstaculizar el ganarse la vida y suspende o neutraliza todas las proyecciones encaminadas a determinarse y a posicionarse con satisfacción. Del grado de dificultad a superar depende la clase de jerarquía atribuible a la respuesta correspondiente, el grado de importancia que pueda otorgársele. Como producto de la dirección impuesta a la actividad de vida, y de su eficiencia comprobada en la praxis, surge sin intermediarios especulativos la constelación de todo aquello en lo que se puede confiar. La confianza puesta es entonces la verdad del mundo, y, sencillamente, por corresponderse con lo que refleja la relación con el entorno.

Esta verdad se antepone ante toda otra noción al respecto, porque, en lo subjetivo nada puede ir más allá de lo que la vida en realización activa proyecta sobre ella. Este es el problema inveterado con el que se enfrenta la educación: la de una realidad concreta y consolidada, sin que fuera buscada, que debe encaminarse y desarrollarse ante la constelación brindada por la ciencia y el pensamiento teóricamente organizado. No basta con introducir información en la niñez porque, sea como fuere, el individuo obtendrá lo primordial de su vida particular, soberana, común y experiencial, filtrada por sus obligaciones, circunstancias, condiciones materiales y espirituales. La educación que se encarga de la edad adolescente y de la primera juventud, debe enfrentar la enciclopedia de la razón primigenia, consagrada por el simple haber vivido.

 

ESQUEMA DE UNA FILOSOFÍA AL DÍA


Lo adverso o calidad de oposición e impedimento, de la contrariedad y lo desfavorable, es una de las condiciones que el entorno impone a la vida. “Se aplica a lo que causa daño moral o va contra lo que se desea o se intenta” (Diccionario de María Moliner). Adversidad y vida suelen aparecer juntas y hasta se atraen, aunque sus direcciones sean opuestas. Se disputan la permanencia y el cambio, lo modificable e inmodificable, lo imposible y lo posible. Y de esa disputa surge el impulso que da origen a la cultura, el conocimiento, las invenciones. De la naturaleza no conciliatoria de lo opuesto nace el impulso de conformidad y el ingenio para transformarla en una forma de vida. Por sí sola la adversidad reviste el mayor misterio, justamente, por enfrentarse a la vida, que es la revelación primera y sin la que no aparecería ninguna otra en el horizonte.

Es un misterio que la vida conlleve lo adverso y que lo multiplique y expanda, pero, como fenómeno, la vida es más misteriosa que la misma adversidad. La vida es cómplice de la adversidad en tanto es la que pone el obstáculo que enardece, angustia y puede paralizar; el entorno no tiene obstáculos y es como es. Es la vida la que eventualmente carece de lo necesario para que el entorno no se interponga en el curso de sus propósitos. Así, el misterio de la vida es lo originariamente adverso, lo sin resolver que genera adversidad. Por lo que se quiere revelar todo misterio y aniquilar toda adversidad, los dos objetivos vitales.

Tal vez los seres humanos buscan una explicación de la misma búsqueda a que se ven inducidos no se sabe por qué, el impulso que los arroja al vacío de la interrogación. Y eso sería todo. Sin embargo, no respondería a un propósito definido sino a cierta inercia de la compulsión por la supervivencia. A medida que superan obstáculos y confirman maneras de lograrlo, hasta sin querer trazan un dibujo del mundo y sueltan una chispa que lo ilumina en algunas de sus zonas más oscuras. Habría la sucesión de unas pocas delineaciones definitorias que sugerirían el contorno total, y una serie de imprimaciones que permitirían comprender cómo se imbrica el sí mismo en el entorno.

Su expresión no resultaría del trabajo o la cultura sino, más bien, del calor que se desprende, disemina y se pierde en el curso del simple vivir. Una energía inaplicada y preventiva, la irradiación cuya traza indicaría lo que responde al desgaste, a la esforzada tracción de las respuestas enfrontadas a los problemas y que se inmiscuyen en el mundo desajustado y a resolver. Sería la razón por la cual, habilitadas tales demarcaciones o fronteras, y encendidos los fanales que chisporrotean y que las iluminan, permiten vislumbrar por dónde están, para agregarles el color que las alienten como convicciones, creencias, supuestos, leyendas. Con esa síntesis de respuestas y en ese medio mundo de problemas en extinción nacería la verdad, la confianza en lo que resulta servicialmente a favor de la vida.

De la adversidad y del misterio no puede surgir nada para la vida; la adversidad está en contra y el misterio carece de dádivas. Sin embargo, de la oposición a la adversidad y del empeño por descifrar el misterio se desprenden modificaciones –algunas– que, al fin y al cabo, comprueban la existencia del mundo, de ese mundo modificado en cuya realidad es posible confiar, al menos en parte. Porque, ¿cómo no confiar en lo que se ha transformado como efecto de la propia mediación y oficiosidad? Sería no confiar en sí mismo. Y confiar en lo perteneciente al mundo en términos de realidad equivale a establecer una verdad para sí. No porque la realidad tenga que coincidir con las ideas y representaciones, de acuerdo a la teoría clásica del conocimiento, sino porque la adversidad superada o desentrañada del misterio muestra una trayectoria posible para la creencia. Gracias a esa muestra se vuelve posible discernir y seguir ‒o perseguir‒ con confianza una versión para la vida, una forma o un estilo de vida. Se dibuja, además, lo que comúnmente se llama “mundo conocido”, que se podría renombrar como “mundo en cuya realidad desentrañada y resuelta se puede confiar”.

 

DE LA SOMBRA SALTA LA LUZ


Se podría decir que la realidad del mundo responde a las intervenciones del individuo humano en su entorno y que, en consecuencia, él puede darla como verdadera, porque no le es posible considerar falsa o ilusoria la propia relación que le corresponde. En tanto sus respuestas ante los problemas resulten favorables –o desfavorables–, puede confiar en aquel mundo que ha devuelto lo que presumieron sus respuestas, y de esta manera figurarse la realidad o la verdad. Así, le es posible reafirmar la sospecha de la realidad de sí mismo y de la verdad que pueda haber en ella. Todo a expensas de considerar su principal sospecha, a saber, la de que todo lo que piensa y hace se debe a su necesidad de ganarse la vida, sobrevivir y permanecer hasta dónde y cuándo le sea posible.

Lo que se supone que hay que aclarar, que requiere explicación y desentrañamiento y nunca se agota, solo en lo que representa sin resolver o desentrañar, es lo que muestra cómo es el entorno y la vida juntos, y cómo puede ser el mundo. Se ha querido que ese mostrar cómo sea conocimiento humano, no fantasía ni ensoñación, por lo que debe estar puesto en términos inteligibles, racionales, comprobables. La adversidad es la responsable de que nunca se haya podido lograr del todo ese designio. El mundo al cual se atribuye la adversidad, que enfrenta día a día todo aquel que quiera modificarlo apenas en un detalle, no existe sino ante la actividad del obstinado e inveterado gran modificador humano. Su actividad es la que desencadena la realidad al contrastar con lo adverso, por lo que la realidad desconocida y afanosamente buscada es la que él mismo desencadena.

Siempre se habla de la realidad que tiene que ver con los actos de las personas y con la actividad de las colectividades; porque ¿dónde está la otra? El descubrimiento de América, por ejemplo, es uno de los mayores hechos entre los que han servido para señalar un gran giro en la historia del saber occidental de los últimos siglos. Ilustra acerca del papel de la mente humana como conquistadora, casi más que como descubridora. Ese hecho se ha impuesto sobre el mundo, lo ha modificado, le ha mostrado la realidad en su verdad comprobada. El mundo le ha devuelto algo al hombre, lo que significa una conquista. Y lo que habitualmente es llamado “conquista de América” es, en puridad, lo que se hizo con la conquista.

Arnold J. Toynbee se ha referido a la unificación del mundo: “Esta unificación, preparada por la expansividad de otras civilizaciones, resultó completada al fin en la época moderna, precisamente por la acción de Occidente [se refiere al] dramático y revolucionario efecto de la hazaña de los marinos del Renacimiento que [en palabras de Toynbee] ‘Produjo nada menos que una completa transformación del mapa del mundo; no, por cierto, del mapa físico, sino del cubrimiento humano de esa porción de la superficie del planeta que es transitable y habitable por el hombre y que los griegos acostumbraban llamar la ecumene’” (Ardao,1993, 99).

No siempre la interferencia en un rayo de luz provoca sombra. A veces es al revés, cuando una interferencia en la sombra provoca la iluminación llamada realidad, verdad del mundo o mundo conocido. Solo el transformador humano, el gran interceptor, es quien logra esa luz al proceder con la inversión de lo esperable. La lógica, que es la mayor de las invenciones en el horizonte de los esperable, contrasta entonces con la facultad de escapar de lo esperable para establecer un nuevo territorio y el correspondiente dominio en toda su extensión.

 


 

6 UN ROBOT NO PUEDE DECIR “TAL VEZ”

 

Hasta ahora un robot no puede decir: “a veces camino por la rambla”, y solo dice: “el viernes 5 de marzo del año 2021 caminé por la rambla” o “tal día y tal otro de tal mes y tal año caminé por la rambla” o cosas por el estilo. Es el ser humano quien puede decir “a veces paseo por la rambla” o “he caminado algunas veces por la rambla”, y “tal vez mañana camine por la rambla”. En este último caso, el robot diría: “estoy programado para caminar por la rambla dentro de tantas horas y minutos” o “de acuerdo a la información que me suministren los sensores, tendré mucha, media o poca probabilidad de caminar por la rambla”, y quizá no será capaz de decir “tendré”.

Porque tiene una magnífica memoria, pero, hasta donde sabemos, no tiene experiencia, historia ni conciencia vécica; no es vécicamente real. Dispone de un formidable disco duro que registra todos los hechos, impresiones, sonidos, imágenes, de una manera cientos de veces más poderosa que la del cerebro, y puede combinarlos en millones de veces diferentes y en tiempos increíblemente breves, y aun incorporar nuevas combinaciones. Pero carece de la capacidad de dudar, la que resulta fundamental para tomar decisiones y para seleccionar lo conveniente para la vida, la cual no tiene. Puede contar con una historia “personal”, pero sin adversidad, la que es decisiva en cuanto al desarrollo de la inteligencia. Para el robot la adversidad no es un componente de la experiencia sino de la actividad y el movimiento, no de la vivencia sino de la secuencia y la seriación.

Que algunos robots aprendan solos y mejoren sus performances en determinadas tareas se debe a que en sus memorias previamente se ha acumulado una larga serie de operaciones copiadas de las humanas. Por simple y multitudinaria yuxtaposición el robot las contrasta en tiempos mínimos para seleccionar la o las que coincidan con los objetivos, también copiados. No pueden crear sus estrategias sino por acumulación y descarte, método de que disponen en lugar del ensayo y error. Y la astucia necesaria o el pálpito que siempre participa en la resolución de problemas para ellos sólo puede generarse a partir de la estadística. Y la lógica de la estadística es demasiado imprecisa para resolver los problemas que enfrenta el humano.

El cerebro puede manejarse a partir de lo indeterminado, de lo que a través del tiempo selecciona como provechoso para disponer, controlar y dirigir la mente y el cuerpo. Se remite a la historia vécica, su memoria encarnada, es decir, al sistema actual (de tiempo presente) de habilidades y posibilidades prácticas que no dependen de la memoria (en la que el robot se destaca). Por cierto, lo indeterminado de la experiencia surge de lo determinado, como surge el recuerdo de mediano o de largo plazo, en tanto vive cada espacio e instante de vida. Pero, de esos espacios e instantes, de cada uno de los actos y actitudes, de cada intención, afán, voluntad, así como de cada una de sus posibles derivaciones, buenas o malas, exitosas o fracasadas, crea, desarrolla y facilita la aplicación de una autonomía subjetiva, nacida de la experiencia, como la objetiva. Eso no puede hacerlo la conciencia fundándose solo en la memoria y en la información de los sensores.

La mente modifica determinadas situaciones que exigen resolución en su historia de vida. Las convierte en pautas que se incorporan al sistema de recursos de la inteligencia de cualquier persona. Estas pautas, y eventualmente en asociación con la memoria, intervienen en circunstancias diversas en las que concuerdan como especies de técnicas comprobadas en acciones correlativas y que se desempeñan recursivamente. No se repite la misma operación, como en una inferencia retroductiva, y solo surge de la experiencia una nube de probabilidades. Así, la mente se mueve en la zona más densa de esa nube, la que se aplica con mayor probabilidad de éxito frente a un problema. Es la confirmación más clara de la plasticidad del cerebro, de la multifuncional, dinámica y versátil actividad neuronal.

El sistema nervioso central se permite producir, fabricar y distribuir en todo el organismo los “mecanismos” de imaginación, pensamiento, voluntad y conducta a partir de un estímulo adverso, de un problema decisivo para la supervivencia. La inteligencia resulta lo suficientemente poderosa como para no desgastarse y perseverar ante lo ya conocido, aquello para lo que tiene respuestas en caudal de posibilidades y alternativas. Lo que el robot desconoce es un vacío inercial; lo que desconoce la inteligencia es una inquietud. Se dice, sin embargo, que la actividad de la mente pude ser replicada por una “prótesis electrónica de silicón”, de la cual surgiría conciencia.


 

7 LA ILUSIÓN DEL TIEMPO

 

En un ejercicio mental, depurado por la experiencia, supongo que todas las mañanas voy a esperar el bus en la parada correspondiente para ir al trabajo. Está en la intersección de las calles A y B. Después de un tiempo cambio de domicilio en la misma ciudad, por lo que entonces espero el bus en otra parada, la que está en la intersección de las calles C y D. La parada AB deja de estar presente para mí, porque estoy lejos de mi anterior domicilio y en otro barrio, y para mí ahora solo es pasado.

AB sigue estando en su realidad de siempre, y lo sé. Pero para mí ya no existe, está en otra dimensión. Si bien puedo ir hasta allí, simular que espero el bus en AB, en esa esquina ya no hay realidad para mí sino solo recuerdo, tiempo pasado. Sé también que el presente está en CD, al menos el presente para mí, y que CD estaba allí, en donde ahora espero el bus, cuando lo esperaba en AB. Tengo plena conciencia de las tres realidades, pero no puedo ubicarlas en una misma dimensión temporal. Ahora mismo, esperando en CD también soy consciente de que hay otras esquinas, otras paradas de bus que bien podrían formar parte de mi futuro para el caso de un nuevo cambio de domicilio, aunque no tenga la intención ni sepa en qué otra esquina iría yo a esperar el bus.

Procedo a ordenar estos saberes de modo tal que no me produzcan un mareo, por lo que dispongo AB en el pasado y CD en el presente. Imagino un EF que podría ser un destino para mí, es decir, una esquina eventual para esperar el bus en el futuro. Sé perfectamente que EF, cualquiera sea, está allí y ahora, pero no para mí, por lo que no es parte alguna de mi realidad inmediata. Solo existe CD, y me basta con ello; lo demás es algo que ha pasado o algo aún no llegado. Lo real está en CD, y no puedo decir que esté en AB o en EF.

Lo que ha pasado y lo que no ha llegado, ¿qué es? ¿Es tiempo? Lo llamo así, pero, en mi realidad es solo aquello que ha cambiado o aquello que no ha cambiado. Yo he sido quien ha cambiado de domicilio y que, como consecuencia, he cambiado en importantes aspectos de mi realidad inmediata. La ciudad, las paradas de bus, las esquinas, los barrios no han cambiado, o solo han cambiado en aspectos no relacionados con mi espera en CD. El bus puede haber cambiado, pero no porque yo haya hecho algo. Las calles, las esquinas, los barrios pueden haber cambiado, mucho o poco, pero lo que ha cambiado como resultado de mi comparecencia en el mundo es algo bien concreto: el domicilio y la esquina en la que espero el bus.

Finalmente, supongo que la ciudad es el mismo cosmos, el universo entero. En tal caso, yo ya no cuento y por tanto ya no hay una conciencia que separa los cambios creando dimensiones temporales. En el universo todo está allí, perceptible o no, y lo cambios no son cambios en el tiempo sino cambios en sí mismos, en una misma realidad dinámica y evolutiva. El estado original de una gran estrella, su luz que viaja en el espacio, el estallido que marca su muerte estelar y la relación de esos fenómenos con cualquier observador humano, está todo en una misma dimensión que llamamos dimensión espacial. ¿Existe esta dimensión espacial? La cuestión queda fuera del presente experimento mental.

 


 

8 EN RELACIÓN A LOS SENTIMIENTOS ESTÉTICOS

(Texto tomado de La humanización del tiempo, Montevideo, 2015, Cal y Canto, pp. 290 y ss.)

 

El tiempo vécico no está formado de momentos ni de lugares en que hayamos estado por períodos cortos o prolongados. Hay veces y sólo algunas de ellas componen una realidad que llamamos tiempo. No interesa que hayamos estado en tal lugar hace tantos años o que hayamos vuelto una vez o diez veces a ese lugar. La experiencia que hemos recogido de ese hecho no se sintetiza espaciotemporalmente. Interesa a nuestra conciencia sólo que alguna vez hayamos estado allí, ayer u hoy, y le interesa que el saber de qué dispone al respecto se consagra a partir de una referencia indeterminada e innominada que solemos nombrar con la palabra vez, no a partir del recuento, de la memoria cronológica o de la narración. Es así, pues, que no interesa el pasado, puesto que todo lo pasado se constituye en nosotros completamente hoy, a pesar de que no nos damos cuenta debido a que se trata de un fenómeno que no se corresponde con los sentidos del cuerpo.

Así como se puede deducir el saber común a partir de esta evidencia, se puede también deducir la verdadera naturaleza de los sentimientos estéticos. Empiezan a revelarse como una orientación dirigida desde un interior gobernado por la experiencia innominada hacia un objeto sensible, con o sin nombre, figurativo o no, plástico, sonoro o como fuera. Por tratarse de un proceso de evolución desde lo no elaborado, masivo y elemental hacia lo elaborado y alambicado, incluye algo fundamental al sentimiento estético: un afán de superación o elevación, un impulso a sobresalir por encima del horizonte sensible

Esta superación resulta algo semejante a lo que Benedetto Croce llamaba “intuición”; una superación no exactamente cognitiva sino representativa o expresiva, que se manifiesta en el ser humano de parecida manera a como se manifiesta el afán de saber. No posee interés práctico, no se formula ningún porqué ni para qué, y su esencia es en principio ajena a todo interés relacionado a lo empírico.

El arte capta el proceso no teleológico de lo vécico, la serie que no tiene final en un momento dado o en un lugar determinado. Si bien el saber siempre quiere algo, el arte sólo quiere y da por terminada la serie cuando encuentra la expresión que refrende los sentimientos experimentados. No es el árbol, exactamente, aquello que el pintor ha intuido, expresado o representado, sino un estado mental. Lo mismo se puede decir de la obra de un músico o de un poeta. Ahora bien, la palabra “estado” nos remite directamente a la “situación”, a una manera de “estar” de algo. 

Por tratarse de un modo de estar mental, en este caso, el artista apela a una relación experiencial con aquello que elabora no en el sentido del mundo sino en el sentido de su relación con el mundo, a través de su vida o de su historia personal. La obra, pues, viene de un especial trato del interior subjetivo con los elementos que pueden vincularse a ella, un motivo, un paisaje, una forma real o imaginada, un símbolo, aire popular, canon de la tradición o lo que sea. No es el árbol ni la melodía ni el tema ni el argumento sino aquello que ha ocurrido con ellos, con sus funciones en el espíritu del creador, lo que se sintetiza en el arte.

Se descubre un tránsito que lleva del fenómeno al concepto. Pero no intervienen en lo estético estos dos polos que son característicos del fenómeno del conocimiento o del saber a qué atenerse, sino la dimensión comprendida entre ellos, una “dimensión” o “distancia” vécica no relacionada con lo temporal y espacial. Es inaccesible a los sentidos y obra como puente entre el sentir de los sentidos y el sentir del espíritu, si se acepta decir así. Un puente como el que asociaba Eugène Delacroix entre el artista y el espectador, un puente que une estadios o estados mentales diferentes (pero que se unen). Aquello que se deja sentir, entonces, cuando no es intelectual ni sensible, pertenece al dominio de los sentimientos estéticos. Pero no se trata, como es común decir, de nada sobrehumano o divino, ni tampoco de algo interior subjetivo, inexpresable e inasible, sino de algo bien arraigado en la objetividad primaria de la experiencia histórica. Es diferente en su manifestación y en su manera de llegar a la conciencia, nada más, como lo es el sentir que estamos vivos o que envejecemos o respiramos. El sentir estético está incorporado a nuestro común sentir como lo está el movimiento, el caminar, el mirar.

Es así, y conviene reiterarlo una vez más, que en este caso el sentir no se corresponde con los sentidos llamados del cuerpo más que en su remoto origen en la experiencia, y que su correspondencia con la conciencia actual radica sólo en aquello que nosotros hemos hecho con las situaciones, fenómenos, vivencias y circunstancias de vida. Los fenómenos que hemos desencadenado en medio de la corriente o fluir de todos los fenómenos es aquello que se corresponde específicamente con el arte. Es el tiempo que se corresponde con el arte, el fenómeno reformado. La serie de hechos cronológicamente anterior a toda vivencia, a toda asimilación y a toda elaboración de nuestra parte, representa en nosotros la realidad física que reformamos, la contrarreforma de la naturaleza que siguiendo los pasos de la evolución termina en la inteligencia y la sensibilidad estética. Esta reforma implica hacer nuestro el estado de cosas y constituir el estado mental. Así aparece el fenómeno estético, apenas diferenciado del fenómeno del que se ocupa la ciencia y la filosofía.

Los momentos y los lugares son simples bases sobre las cuales constituimos la naturaleza nuestra, aunque nos mantengamos siempre sujetos a las leyes de la naturaleza natural. El sentimiento, por lo tanto, es un barro cocido en un interior experimentado evolutivamente, sometido al propósito de darse una forma y realizarse por sí mismo, en el escape original de la experiencia. Es, pues, una experiencia de segundo grado. 

Además, y al revés del saber a qué atenerse y del conocimiento, el sentimiento estético no tiene un cometido; no se manifiesta en la sospecha o en la creencia. Por el contrario, carece de voluntad, como pensaba Schopenhauer, y de intencionalidad. Da el fenómeno como dado. La estética es la ciencia de lo dado, en lo que no influye la intencionalidad humana, y es también una técnica sin finalidad práctica. Sin embargo, el sentimiento estético contiene un ingrediente motivacional que tiende a satisfacer una necesidad subjetiva y particular, con una historia diferente en cada individuo. 

La experiencia de segundo grado del sentimiento estético no se somete a las leyes de la naturaleza natural, dentro de los límites de ésta, entre los cuales se manifiesta por un fenómeno natural como los demás. No se encierra en el concepto o, en todo caso, genera conceptos ficticios, artificiales, culturales, que forman parte de la obra de arte. Su fundamental característica consiste en la remisión a un contenido consabido, sin determinación ni formulación intelectual o racional pero completamente familiar y reconocible. El arte, cuando es auténtico, enseguida se hace nuestro y mueve una sensibilidad que es común a la mayoría de los seres humanos o, en sus especializaciones, común a quienes participan de una misma cultura y de una misma tradición. 

Se puede afirmar que, desde la época de Nicolás Boileau, en el siglo XVII, la estética ha intentado responder una fundamental pregunta: qué es lo bello. Él respondía que era lo verdadero, aunque muchos han criticado esta respuesta y otros de sus conceptos y valoraciones que se conservan en El arte poético de 1674. Después de Boileau todas las teorías hasta nuestros días se han desarrollado siguiendo algún plan de orden lógico, psicológico, científico o filosófico, acercándose la estética cada vez más a puntos de vista sociológicos. La estética que no quedó comprendida en los marcos de estas disciplinas, incluida la metafísica romántica del siglo XIX, que fue la última metafísica sistemática, fue tildada de idealista. 

Pero, como sólo Benedetto Croce supo apreciar, “la idealidad (…) es la virtud última del arte”. Sólo que esta idealidad o idea era una noción abstracta que surgía al contraponerse al enunciado observacional, al concepto, al juicio y al número. No se sabía exactamente qué era, aunque se sabía perfectamente cómo experimentarla, sentirla y también incorporarla a la vida práctica tanto como a la teoría. El siglo XIX es la época en la cual la idealidad alcanza su mayor calificación y prestigio, que pierde inmediatamente, incluso a finales del mismo siglo. 

Tenía razón el polémico Boileau: el arte es lo verdadero. Hoy nadie con un grado mínimo de cordura negaría esta afirmación, aunque resulte insuficiente tal como ha sido enunciada. Lo verdadero no le puede faltar al sentimiento estético, pero lo verdadero es algo que, por pertenecer al dominio de la idealidad, es difícil de definir, si no imposible. De todos modos, lo verdadero es algo que está ahí, que todo el mundo busca o reclama, inasible pero esperanzador, garantía de todos los sentimientos y de todos los saberes. Y si está en nosotros, nuestra idealidad, no está en fantasmas ni en entelequias, por lo cual debe tratarse de algo al menos un poco más definido que la nada. 

Se presenta el mismo problema que se presenta a la filosofía, ¿qué es lo verdadero?, y a la ciencia, ¿qué es verdadero? El arte y su principal noción, lo bello, lleva en sus entrañas el mismo problema o el mismo misterio. Así, pues, se vuelven a juntar en el arte lo bello, lo verdadero y el ideal. Porque no se puede concebir el arte encerrado en lo feo, lo falso y lo material. Hoy día, después de que el arte en todas sus manifestaciones se ha escapado de mil maneras de los preceptos clásicos que nos vienen de las culturas más antiguas, después de haberse liberado mil veces y de haber transgredido todas las normas, métodos, recursos, criterios, ideologías, gustos y costumbres, ¿acaso se ha despojado de su búsqueda de siempre, la búsqueda de lo bello, lo verdadero y lo ideal? Sea lo que fuere aquello que se entienda por bello, verdadero e ideal, los artistas han permanecido en la misma búsqueda de siempre. 

Concluimos, pues, en que estas tres categorías siguen vigentes en el arte, aunque el arte de hoy sea irreconocible respecto al viejo. Cada quien entenderá lo que desee por ellas, pero ninguno las calificará de feo, falso o material. Quien proclama lo feo, y hay quien lo hace, lo feo es según su criterio una de las tres cualidades que tradicionalmente hemos llamado “lo bello”, lo que buscamos para satisfacernos, sentirnos profundos o sublimes, para ser felices, o para lo que sea entre todo lo que los filósofos del arte y los estéticos han dicho que es lo bello. El problema se prefigura en cada uno, en su cultura, formación, gusto, medio social, educación, etcétera. Pero las tres categorías permanecerán agazapadas acechando al creador, al receptor, al sintiente. Porque están “dentro” y se han formado por algo, se han dibujado en su persona por razones de vida, de experiencias, de planes o azares, de ideas idas y venidas, de impactos o roces, puesto que no hay experiencia humana que no las arrastre indefectiblemente. Lo bello hubo de ser buscado, seguramente, como la verdad, constituyendo una aspiración, un principio, un ideal. De manera que, así como no se puede transferir la experiencia individual, tampoco se puede transferir el sentimiento estético en individualidades con historias diferentes.  Lo compartido entre culturas, por otra parte, la comprensión, la valoración y admiración que un arte anterior puede avivar en otro posterior, sólo puede promoverse a través de un estudio crítico, de una apreciación histórica y desinteresada, sensible ante la riqueza del arte y de las infinitas manifestaciones diferentes de la cultura humana.

Hemos dicho que la estética es la ciencia de lo dado. Ahora, ayudados por Kant, daremos el paso que nos conduce de la idea de lo dado a la de “lo puesto”. Esto es lo que el entendimiento pone sobre lo dado. Pero no es posible considerar todo lo puesto, de modo que, ayudándonos por Xavier Zubiri, daremos otro paso que nos facilitará la marcha y nos permitirá terminarla. No todo lo puesto nos da lo verdadero y aun lo que consideramos real, sino sólo algunas “notas” que nos dan la esencia de las cosas, es decir, lo constitutivo. El arte muestra lo constitutivo, no otra cosa. No muestra lo constituido, la cosa, la idea, el sentimiento. Sólo deja intuir cómo se constituye la cosa. Tampoco muestra una forma de constituirse o un mecanismo, proceso o desarrollo; sólo deja que sintamos o sepamos, sólo deja el sentir o el saber que se constituye. Este es el plan del arte, que todo lo hace indirectamente, sin llamarlo por su nombre, sin indicarlo siquiera deícticamente, sin codificarlo ni disfrazarlo. No se sirve nada más que de una especie sutil de sugerencia.

 

 

 

 


9 SOBRE EL CONOCIMIENTO RUTINARIO

 

En su Arquitectura del cielo Emanuel Swedenborg (1688-1772) afirma que “los ángeles no saben qué es el tiempo” y que “en el Cielo no existen los años, los días y los meses, sino ‘cambios de estado’. Allí donde existen años y días –agrega–, reina el concepto de tiempo; en cambio, donde existen los cambios de estado lo único que existe son ‘estados’” (Swedenborg, 2004, § 163). Para este teólogo, místico, filósofo y científico sueco “Es preciso que el hombre sepa que los pensamientos resultan de carácter más finito y restringido cuanto más dependen del espacio, del tiempo y de las cosas materiales, mientras que su carácter es menos finito y limitado cuanto más se liberan de estos conceptos, puesto que entonces lo mental se eleva por encima de las cosas mundanas y corpóreas.” (ib., § 169,)

“Algunos piensan que solo la materia constituye al hombre, cuando en realidad es lo más superficial en él […] El cuerpo no hace nada por sí mismo, actúa mediante la voluntad. El intelecto y la voluntad actúan, no el cuerpo. De acuerdo con estas facultades, el hombre es espiritual.” (ib., § 60) “Si se les dice [a los hombres] que en el Cielo no existe el concepto de espacio, de la misma manera que en este mundo, ellos no entenderían, ya que quien piensa limitado por la naturaleza de este mundo no puede imaginar cosas diferentes de aquellas que tiene ante sus propios ojos. ¡Pero de qué manera se equivocan aquellos que piensan de este modo al referirse al Cielo! El Cielo no está determinado ni limitado y, por esta razón, no resulta mensurable. En consecuencia, no es comparable en modo alguno a las cosas terrenales.” (ib., § 85)

Si se hace exclusión de los ángeles, y del Cielo, como han sido descritos por este hombre, es posible que ninguno de los filósofos más importantes de su época, algo más viejos o algo más jóvenes (Descartes, Leibniz, Kant), hubieran podido expresarse en total desacuerdo con estas afirmaciones. Ellos fueron quienes, se podría decir, fundaron los estudios modernos acerca de esas dos grandes dimensiones de la naturaleza humana, la interior y la exterior, la mente y el cuerpo. Llámese alma o cerebro, Cielo o espacio cósmico, medios objetivos o subjetivos capaces de desentrañar los misterios que encierran esas dimensiones, unos de una manera y otros de otra, se refirieren a lo interno que capta lo externo, a lo externo que modifica lo interno y a cómo una u otra de estas dimensiones condiciona a la otra.

Swedenborg también afirma: “Todas las cosas que corresponden a la interioridad la representan [a la realidad terrenal], y por este motivo se definen como ‘imágenes’ o ‘representaciones’. Cuando varía conforme al estado de la interioridad de los ángeles, se denomina ‘apariencia’.” (ib., § 175) Aun hoy, después de tanta evolución de la ciencia y la filosofía, no podría menos que prestársele a estas reflexiones, imbuidas tanto de ciencia como de misticismo, la atención que merecen. Porque, si se practican ciertas sustituciones de nombres y conceptos, actualmente no se estaría en condiciones de ir mucho más allá de lo que ellas significan.

En cuanto se incurre en el campo de lo psicológico y espiritual, de la actividad de la mente y de los sentimientos, aun de las conductas, sea en el campo de la ética, de la estética o de los valores, aun en el de las formas del conocimiento, se topa con el problema del espacio y del tiempo, asunto determinante en la concepción de Swedenborg, y también de Kant. “Todos los traslados en el mundo espiritual ocurren mediante los cambios de estado interior, por lo que cabe deducir que los traslados son cambios de estado”, pues para los ángeles “no existen distancia ni espacio, solo estados y cambios de estado”. Con lo que, si entendemos por “traslados” la actividad que registra la vida mental, comprobamos que el místico ha compendiado de una pincelada el problema del conocimiento.

El estado interior de la espiritualidad que en los ángeles determina el conocimiento, también lo determina en los humanos. De lo que poco a poco, y ya fuera de toda teología o mística, la explicación de cada cosa, hecho, individuo, y que en el propósito somete lo particular a los dictámenes de un orden superior y universal, fuese Dios o la ciencia positiva, comienza a debilitarse, fundamentalmente en lo que de Dios y de la ciencia ya se había reflejado en el plano de las ciencias sociales y los estudios históricos. El plano gira hasta que su reverso muestra cómo lo superior es determinado por lo inferior o, más exactamente, como el plano de lo pequeño es el que, por sus cualidades originales e intrínsecas, dispone sobre el de lo grande. Surge la sospecha de que lo aparentemente simple es lo que, en cambio, explica lo aparentemente complejo.

Con ello no se llega a negar a Dios ni a la ciencia y solo se invita a revalorar lo que sin ninguna duda yace en lo más fermental e incluso aprovechable de las subjetividades incluso en la práctica. Por lo que empieza a asomar como difícil, pero no imposible de investigar, mediante las leyes, si las hay, del azar, de la indeterminación, de la probabilidad que se abroquela en toda iniciativa y en toda espera esperanzada, en el caos y en el desorden. Se retira la confianza en las rémoras del Iluminismo, también en las de sus mayores críticos, exploradores de los sentimientos y seguidores de nuevas y desconocidas rutas descubiertas por los románticos.  Y a la reacción que no tarda en manifestarse de parte de los realismos y experimentalismos del siglo XIX, también y finalmente abandonadas en función de los nuevos giros hacia lo impalpable y oscuro, aquello que no se sabe a qué destino conduce, y que es el rumbo para los expresionismos y surrealismos del siglo XX.

En el campo de las ciencias sociales se revierte el cientificismo y el positivismo (Le Bon, Durkheim, Spencer, el mismo Comte) por un orden inverso de interpretación que, inspirado en Leibniz y su monadología, se vuelve actual y mesuradamente atendible en Gabriel Tarde. Algunos pensadores advierten las limitaciones de los materialismos e historicismos a partir de una chispa que salta de la yesca de Dilthey y que enciende el fuego en teóricos como Croce o Collingwood.

Algunos científicos, Poincaré a la cabeza, reconocen el papel que juega la subjetividad en la ciencia. A mediados del siglo pasado ya era opinión generalizada acerca de la mutua influencia que se ejerce entre lo genético y la experiencia, el aporte de los genes y del entorno. Estas novedades contribuyen a aproximar los dos mundos que los racionalismos habían separado en búsqueda de una definición clara para el conocimiento objetivo. También, los fenómenos del azar y de la casualidad, que desafían las leyes de la naturaleza, dan lugar a que se estipulen leyes también para el caos y el desorden (Prigogine).

La lógica, cuyos rigurosos principios y teoremas se supone que están en la raíz de la racionalidad axiomática, se somete a un proceso de innovaciones por el cual se introducen valores intermedios entre la verdad y la falsedad y que da lugar a las llamadas lógicas divergentes, de gran importancia en la computación y la electrónica. Ello responde a una evidencia que se vuelve cada vez más incontrovertible: que en cantidad de fenómenos, especialmente en el mundo de lo infinitamente pequeño, los grandes principios de no contradicción, tercio excluso y de identidad, misteriosamente, dejan de cumplirse. Con lo que irremediablemente hay que aceptar, al menos provisoriamente, que una cosa puede ser y no ser a la vez, y que en aun en la realidad macroscópica nada es completamente falso y nada completamente verdadero.

Bertrand Russell, un pionero a este respecto, descubre que cantidad de veces las conclusiones y demostraciones en la ciencia son de una especie distinta a las de la lógica deductiva. Cuando las premisas de una inferencia son verdaderas (es decir, correcto el razonamiento), la conclusión es solo probable. Con lo que cobra gran auge la lógica de la probabilidad y, más todavía, el concepto de probabilidad como instrumento fecundo en el campo de la investigación científica. Estas novedades repercuten en las ciencias históricas y sociales. Estas ciencias necesitan el aval y el respaldo tanto de la lógica y de la matemática (especialmente de la estadística) como de la ciencia práctica y experimental. Con lo que logran afianzar una mediación razonable entre el conocimiento objetivo y el subjetivo.

 

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Paulatina y en parte inesperadamente se produce un cierto desvío de los intereses de filósofos, científicos, pensadores, psicólogos, sociólogos, antropólogos y etnólogos. Si bien venían cada vez más plegándose a los principios fundamentales de una ciencia que pugnaba por hacer valer lo inamovible e indiscutible (al menos en torno a los consensos que ganan reconocimiento como autoridad del momento), aquello de lo que corrientemente se avala con el expediente “ver para creer”, ahora se otorgaba cierto crédito a algunas cosas aun sin que se pudieran ver.

Se inicia una nueva época en la que alguna ciencia evaluada bajo los estigmas de obsolescencia, carencia de utilidad práctica, fundamentos susceptibles de subjetividad, empieza a reconsiderarse. Se debe a una formidable reformulación que de ninguna manera la debilita sino que, por el contrario, la fortalece, amplía en planos y en profundidad y, en fin, la humaniza. Se mantiene la inmensa bóveda de conocimientos sistemáticos, leyes, teorías, conceptos que, como cúpula del templo del saber gravita sobre los humanos, dirige las investigaciones y sirve de referencia en cada uno y en todos los problemas particulares e individuales, misterios y dudas, pero con complementos. Aun, su influjo centenario es el que gobierna al hombre en su enfrentamiento con la adversidad, pero se resiente debido a algunas grietas que aparecen en sus formidables pilares. En las bases de la razón hay algo que no se corresponde con la infinita variedad de manifestaciones naturales y culturales que se develan y que a menudo franquean inopinadamente sus fronteras.

La teoría de la relatividad pone en cuestión la teoría de la física clásica, incluido uno de los problemas más misteriosos: el del espacio y el tiempo. La física puede explicar con solvencia cómo es algo, sus cualidades y propiedades y, si bien puede rendir cuenta de qué tiene o no tiene, qué hace o no hace, cuál es su comportamiento, le es más difícil o imposible decir qué es. De una descripción exhaustiva la inteligencia espera siempre una esencia, es decir, que se le diga no solo en qué consiste sino abierta y directamente sobre algo qué es. Esto no es posible y hasta no se busca, de modo que la ciencia es siempre un gran marco del cuadro que aún no ha sido pintado.

Así, la física explica el cómo es, pero no el qué es. ¿Qué es el espacio? ¿Qué el tiempo? Aunque sin duda la ciencia es la reveladora de los mayores misterios y la que resuelve los más grandes problemas, sin embargo y curiosamente no se ocupa de lo que en filosofía se llama ser de las cosas y que da lugar al “problema del ser” y que, como todos saben, y aunque se ocupe de eso abrumadoramente y revele maravillas de las cosas, no resuelve nada. Quizá podría afirmarse que sí, que la ciencia se encarga también de revelar el qué de las cosas, pero de un qué diferente, un qué relativo al poder que tienen las cosas de generar otras, de transformarse, siempre el qué ocurre con ellas, no el qué son. Cuando la ciencia se ocupa de este qué, de qué son, no hace sino distinguir las diferentes formas que tienen de ocurrir y de generar otras formas del ocurrir.

La importancia de estos detalles es enorme y depende de ellos el que se discierna correctamente entre los designios de la ciencia y los de la filosofía. En cuanto al problema del espacio y el tiempo, la ciencia se ocupa particularmente de medirlos, sean lo que fuere, desde que le interesa describirlos como hace un agrimensor con un terreno. El espacio y el tiempo nos proporciona la objetivad, por lo que ¡cómo no vamos a estudiarlos! Pero la ciencia no explica su esencia o ser último, limitándose a describirlos y a dar cuenta de qué pasa entre una descripción y otra. Aun, haciendo del tiempo, que es intangible e incaptable por los sentidos, una manifestación imaginaria concebida en función el movimiento de los cuerpos en el espacio.

¿Y el tiempo pasado? ¿De qué manera establece una distinción entre el tiempo que se supone es en el que vivimos, y el que por imaginar que “pasa” o “transcurre” ya no es el que vivimos y ha dejado de corresponderse con lo vivo? Tampoco la filosofía se ocupa de este asunto, aunque se justifique por la investigación acerca de las esencias. La ciencia que estudia lo ocurrido con la humanidad durante ese “tiempo pasado”, la historiografía, que cuando pone manos a la obra siempre está en un presente, ¿qué hace para derribar los obstáculos del tiempo, para saltar las vallas que su “paso” ha interpuesto imponiéndole al historiador la necesidad de evitarlas o de pasar por encima de ellas apelando a una suerte de gimnasia intelectual?

Si el tiempo “pasa”, de cualquier manera, deja una huella impresa que permite seguirle la pista, como deja la presa al depredador. ¿Es un agujero de gusano por el cual se puede acortar el paso y viajar al pasado? Claro que no; solo es un testimonio, si bien en tanto huella, es decir, un documento, palabra que viene del latín docere, “enseñar” (del cual viene “doctor”, es decir, “enseñado”) y que se traduce como “enseñanza”, “ejemplo”, “muestra”. Esa huella, y esto es lo que no siempre se capta, no es un objeto del pasado, puesto que es algo que está en el presente, perceptible, comprobable. Desde que ha sido impresa por lo que ya no está, se deduce que pertenece a lo que ya no está.

Lo que produce la huella es bien claro que ya no está bajo la forma original, pues está bajo otra forma que se dice que es la forma existente (o presente) en el pasado. Con este decir nos vemos obligados a flexionar las palabras, a darles un matiz de significado (llamados “tiempos verbales”), Un matiz con el cual se establece la gran distinción organizadora y orientadora, la que distribuye la comprensión en el pasado, en el presente y en el futuro.

Ahora bien, lo que ninguna ciencia o filosofía puede negar es que la huella es lo que resulta de una serie indescriptible, inconmensurable, incalculable de cambios, aparentemente infinita de transformaciones que hoy día se sabe que resultan de las diferentes formas de manifestarse la energía. La que no se estaciona en un estado único o unificado sino que evoluciona de acuerdo con un infinitesimal tanto como descomunal concurso de adaptaciones, flujos y reflujos, desprendimientos propios que se exteriorizan y otros que se interiorizan experimentados en un mutuo juego cósmico de excentricidades y concentraciones, y que en a lo último disponen lo que nos resulta según las apariencias.

Lo histórico es, pues, no lo que se conserva o se deduce del paso del tiempo sino, a todas luces, lo que se aprecia sensiblemente en tanto está ahí y solo ha cambiado. La hipótesis del tiempo, consiguientemente, se hace humo, y deja que se interponga la hipótesis razonable del cambio (¡oh, Swedenborg!, no te preocupes de atribuir estas implicaciones solo a los ángeles). Son los humanos quienes en la realidad más real y aun imaginable están sujetos a los cambios, y a ninguna otra entelequia concebida por la imaginación, por completo desprovista de pruebas empíricas o empírico-deductivas. Así, debería volverse al revés el aforismo de Chateaubriand, “no es el hombre el que detiene el tiempo, es el tiempo el que detiene al hombre”. Porque, o es el hombre el que detiene el tiempo o, definitivamente, el hombre cambia, como todos los seres, cosas y hechos.

 

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¿Puede cambiar lo general sin que cambie lo particular? Las condiciones generales de vida de la sociedad, por ejemplo, pueden cambiar sin que lo registre alguna persona, familia o colectividad. Si esas condiciones son generales entonces tenderán a ampliarse, pues lo general es lo que cubre la mayor parte del todo, o tiende a cubrir, aunque alguna parte no sea afectada. La velocidad de los cambios se encarga de trasladar a la apariencia la sensación de tiempo largo o corto y, en arreglo a la cantidad y a la calidad de los cambios, la probabilidad de que no quede parte sin cambiar.

Veamos qué ocurre con la actividad mental siguiendo la orientación por la cual el conocimiento privilegia lo particular sobre lo general, opuesta a la tradicional que se caracteriza por el hábito de someter lo pequeño a lo grande, las condicionantes de lo general sobre lo particular (la ciencia explica o tiende a explicar lo que no se conoce; el conocimiento de la galaxia permite explicar la trayectoria de las estrellas; la física cuántica rinde cuenta del mundo infinitamente pequeño; lo que se sabe sobre el órgano del corazón no se entiende sin el conocimiento del sistema circulatorio).

La vida mental deja que la conciencia se ocupe de los cambios que se experimentan en lo psíquico y en lo físico. Encarga a la memoria su organización, y ella es la que determina lo presente o lo pasado, y lo que no es una cosa ni la otra y solo puede definirse como futuro o como vida probable (o como irreal, imaginario, nunca vivido o ficticio, etcétera). El tiempo es el reflejo en cada conciencia de aquello que el individuo ha experimentado o no ha experimentado (inexperiencia), en otras palabras, lo que es vida vivida, vida en curso o vida por vivir.

Se puede afirmar, pues, que el curso del tiempo en la conciencia de una persona, la idea de presente y pasado histórico, se corresponde con los siguientes tres estados de la creencia que caracterizan la vida psíquica: el estado en el cual sabe que algo o todo ha cambiado (pasado), el estado en el cual no sabe que hay cambios en el todo (presente), y el estado en el cual sabe que hay más cambios solo pensables o imaginables (futuro).

La conciencia, de todos modos, no distingue los pasos de un cambio a otro sino solo en la medida en que esos pasos contengan a otros infinitesimales (cuantías), o en tanto generen determinaciones decisivas para la vida o el mundo (cualidades). La conciencia resuelve el problema remitiendo lo indiscernible al tiempo, es decir, a una entidad ficticia a la que atribuye la propiedad del movimiento, propiedad solo relativa a los elementos que intervienen en los cambios (que no son ficticios sino reales), y sin la cual, como es obvio, no habría cambios (es impensable el cambio sin alguna clase de movimiento, aun en el dominio de lo infinitamente pequeño). Concibe el tiempo, pues, a partir de la dificultad o de la imposibilidad de discernir los cambios, y asigna calidad y cantidad a las series de cambios y procesos llamados “hechos”, “cosas”, “seres”.

 

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De estas consideraciones se desprende que los grandes cambios, resulten de su acumulación infinitesimal o del orden correspondiente a su calidad, constituyen el gran factor que influye en la vida mental e impacta en los fenómenos psíquicos (representaciones, imágenes, sentimientos, emociones, pasiones). La calidad de los cambios resulta del grado de determinaciones o modificaciones con que se impriman en la conciencia del individuo. Y, fundamentalmente, cuando impactan de tal manera que se trasmiten por las conductas y modifican la circunstancia de vida o el entorno físico.

Así como el cambio caracteriza a la vida mental, como caracteriza a la vida física y al mundo, también caracteriza al principal de todos los procesos mentales: el que se consolida como inteligencia. Es sabido que se trata de un proceso en el cual confluyen los genes tanto como las adquisiciones provenientes del entorno biológico y físico. Aquí solo es del caso destacar cómo funciona el cambio en la conformación de la inteligencia, entendida como facultad por la cual el individuo toma conocimiento del mundo y de sí mismo, aprende, piensa de manera organizada, se cultiva de manera autónoma e independiente, elige y toma decisiones, elabora sentimientos, se atiene a una ética, desarrolla una estética, piensa y se mueve en torno a valores, asimila y se adapta a diferentes situaciones, etcétera, etcétera.

La inteligencia personal resulta en gran medida de la intensidad con que los cambios internos y externos impactan a través de la experiencia. Por supuesto, resulta también de los aprendizajes, de la enseñanza formal o informal recibida y asimilada, de las habilidades prácticas o intelectuales adquiridas. Sin olvidar que influye sobre la consolidación de la inteligencia también el orden de los acontecimientos internos no directamente dependientes de la experiencia externa. Pero solo muy excepcionalmente, quizá nunca, puede la inteligencia prescindir del contacto directo por el cual evoluciona, se modifican las circunstancias de vida, la variedad de las vivencias que se experimentan de diferentes maneras y de acuerdo con los caracteres, temperamentos, tipos de personalidad, en fin, según se trate de la clase de experiencia y de la clase de persona, con sus rasgos individuales de orden mental y físico.

Los cambios resultan funcionales respecto a una o a varias circunstancias y, a veces, no solo son capaces de afectar la circunstancia, por ejemplo modificándola, sino también de fijarse como especies de mecanismos procedimentales, o patrones neurológicos, que van a sumarse a las habilidades, conocimientos, destrezas, recursos que la inteligencia despliega ante determinadas situaciones o que reserva para desplegar ante otras ocasiones o circunstancias cualesquiera. Impactan a veces de modo que la capacidad de encararse con la circunstancia particular se imprime como proyección respecto a toda eventualidad, esto es, respecto a circunstancias de espectro similar o parecido.

En síntesis, es de suponer que de la infinita variedad de circunstancias en la historia individual, especialmente de las adversas, la inteligencia selecciona entre todos los recursos puestos en marcha para resolverlas, superarlas, para de ellas experimentar el gozo o el sufrimiento, aquellos mediante los cuales puede lograr cierto éxito o alguna salida airosa. O, a la inversa, para seleccionar y fijar lo necesario para evitarlas si los recursos fracasan.

Sería interesante discernir si el procedimiento pertenece al área de la memoria, o está asociado a ella, y, si lo está, distinguir de qué tipo de memoria se trataría. Habría que explicar de qué manera esta fijación se convierte en un patrón neurológico funcional, cómo puede desempeñarse espontáneamente a la manera de los instintos y habilidades no voluntarias y semejante a los mecanismos parasimpáticos del sistema nervioso. Y, por otra parte, contestar esta pregunta: ¿se trataría de una modalidad de la inteligencia que se exonera, al menos en parte, de la habitual remisión a la inmensa bóveda del conocimiento sistemático, leyes, teorías, conceptos que, como cúpula del templo del saber, gravita sobre los humanos y se diferencia del instinto y del ensayo y error? O esta: ¿se puede hablar de un conocimiento rutinario diferente a lo que hasta ahora se entiende como saber común y corriente?



 


 

10 PARADOJAS DE LA MORAL

 

 El hombre, ¿es bueno o es malo? La vieja pregunta que responden a su modo Thomas Hobbes y Juan-Jacobo Rousseau sugiere una revisión de las relaciones entre la moral y el goce. Investigar lo que cada persona elige como conveniente para el desempeño de la conducta, y también como promesa en la que el bien se acompaña del goce que resulta de experimentarlo.

 

Empezaremos por decir que hay personas consideradas naturalmente malas que, en determinadas circunstancias o bajo el influjo de algunos estados de ánimo, pueden ser intuitiva o racionalmente buenas, y actuar en consecuencia. A su vez, diremos que hay personas consideradas naturalmente buenas y que, en algunas circunstancias o bajo el influjo de algunos estados de ánimo, pueden ser intuitiva o racionalmente malas, y actuar en consecuencia.

Relacionaremos este cuadro con una distinción primordial: lo que se goza y lo que se sufre en todos los actos de conducta, en toda circunstancia y en los estados de ánimo que sean. Una acción cualquiera, un acto en el que la persona compromete su integridad moral y su responsabilidad social y que genera consecuencias para las demás personas, en general produce gusto o disgusto.

Lo que parece moral o inmoral en la superficie visible en la cual se desarrollan los actos y las interacciones humanas, en el fondo se procesa según una variedad multicolor de pulsiones que poco tienen que ver con la ética, con las normas de convivencia elementales o con lo que en nombre del bien se espera de las conductas.

Una acción se puede considerar racionalmente adecuada a una determinada circunstancia, y solo cumplirse según produzca deleite o aversión. Aun cuando para el sujeto sea totalmente consciente que en ella se esconde en valor moral determinado, sin pensar en el placer o en el dolor, de todos modos, se guiará por el placer y el dolor.

Buena parte de las conductas se resuelven en el sentido del goce y no en el sentido de lo bueno o lo malo, aunque lo bueno y lo malo sea lo que conscientemente esté en juego y gravite sobre las elecciones y las decisiones. Ciertos grados en que se es malo o se es bueno, en una amplia escala, permiten que se solape algo que en general influye en lo ético.

La persona puede actuar según considere, guiándose por la razón, qué es bueno, pero rendirse si encuentra goce al actuar de acuerdo con lo que sabe que es malo. Las dos tendencias, llámense natural una y racional la otra, o como se quiera, pujan y determinan el resultado. Pero sería un error considerarlo como el promedio que representa la moralidad, un indicador estadístico en el lugar de un juicio de valor y a partir del cual se define si la persona es mala o buena.

Hay casos en los que el término medio no es aconsejable para valorar cuestiones de moral prestablecida. Las conductas se definirían en función de la circunstancia, vez u ocasión; en la convergencia eventual de hechos, estados anímicos, propósitos e intenciones solapadas, etcétera. Fundamentalmente, se definirían según la voluntad y en predisposición a permitirse gozar, o a renunciar voluntaria o involuntariamente a disgustarse (o resignarse a sufrir), aun cuando exista la conciencia, clara o borrosa de lo que dicta una moral premeditada o ética.

           

INSOSPECHADA FUENTE DE LA MORAL

 

No hay lugar aquí para entrar en el problema de la naturaleza de la moral, el problema de si en lo innato ya existe la proclividad al bien o al mal, o si se adquiere o si es inducida o si responde a otro orden de explicaciones. Solo se supondrá aquí como posible que una cierta libertad de acción está activada desde el despertar de la conciencia, aun cuando se distingan claramente las inconveniencias y la adversidad. Se trata de convenir en que el sujeto, en algún grado al menos, sabe que puede elegir la conducta que le plazca, pese a que no sepa si de la elección devendrá lo bueno o lo malo.

Es la posibilidad que José Ortega y Gasset da como implicada soberbiamente en la inteligencia humana: “Elegir supone tener a la vista los diversos naipes que es posible jugar: el óptimo, el simplemente bueno, el que no vale la pena y el que es franco contrasentido.” (Ortega, 375) Permite sospechar acerca de uno de los sentidos últimos que gobiernan la conducta, los actos relacionados con la cualidad moral, no exactamente relacionados con lo útil para la supervivencia (alimento, abrigo, salud, reproducción, protección). Sugiere esa sospecha la siguiente y simple evidencia: en la elección en libertad influye la opción que, además de ser posible, es gozable.

La libertad de elegir, en tal caso, estaría condicionada, antes que nada y como es obvio, por lo posible, pero inducida por la necesidad o búsqueda de agrado. Desde que sin la libertad, garante de la felicidad, no hay goce, el goce se embanderaría con el bien. El bien, máxima expresión de la moral, orientación fundamental de la racionalidad y de los sentimientos, se constituiría también por el regocijo y el gozo. La moral, fueran las que fuesen sus fuentes, se levantaría sobre unas bases constituidas en gran parte por el agrado o deleite (no, exactamente, el placer, palabra que se reserva para aplicaciones diferentes).

Se trata de una paradoja, aunque para algunos no la habría desde que lo bueno puede involucrar sacrificio, padecimiento, dolor, blandiendo algo más que fundamentos empiristas de la moral. Pero no se trata del goce ni del dolor corporal o físico sino de otro parecido, de diferente naturaleza, y que es capaz de envolver el dolor físico y el dolor espiritual y mitigarlos. ¿Qué clase de goce? No, pues, el de la comodidad, del bienestar corporal, el placer obtenido de los sentidos; tampoco el del intelecto ni el estético ni el religioso, goces alimentados por abstracciones y emociones. Se trata del goce originario que se experimenta sin que se sepa y que se alimenta de la selección entre todos los goces o desagrados vivenciados, de una dialéctica personal.

 Hablamos de la clase de goce que se pone al descubierto cuando se oye decir: “a mí me gusta esto”, o “no, no me gusta eso, me gusta esto otro”, etcétera. Tras esas comunes y cotidianas expresiones se esconde, además del gusto, de las preferencias, de la educación, de los influjos de la cultura, una zona lindante con la moral que ha ido construyéndose en el sujeto.

 

VICISITUDES DE LO MORAL

 

Una clase de goce con particulares características nace como elaboración y síntesis de la clase de goces eventuales, instantáneos, perecederos, experimentados en infinidad de veces, la mayoría de las cuales se van borrando de la memoria. Por sobre las exigencias relativas a la supervivencia, por encima de la búsqueda de bienestar, satisfacción corporal y placer que brindan la vista, el oído, el gusto, se origina una clase de goce originado en la libertad de elegir dentro de un margen de racionalidad y procesado a través de la historia personal.

Conviene insistir en que no se trata del tipo de goce que juega a favor de la supervivencia ni del goce inducido por la educación, la tradición, la cultura, en fin, las formas en que se aprende a gozar como se aprende una habilidad o un saber. La experiencia influye en la conducta de diversas maneras, y de una de esas maneras resulta la posibilidad de replicarse. Tal posibilidad obra en todas las circunstancias que admiten la clase de conducta que se atesora como más adecuada, beneficiosa, exitosa, posibilidad que se anida en el plano de la conciencia o de la inconciencia en que se conjuga el optimismo y el pesimismo, la esperanza y la desesperanza, la complacencia y el desconsuelo.

Lo que es adecuado, oportuno, benéfico, complaciente, el juego de los valores que se encierran en lo comúnmente considerado bueno resulta fundamentalmente de una variedad de consecuencias de las conductas en la circunstancia. Entre otras se cuentan: las consecuencias de las conductas en una determinada circunstancia; las consecuencias de las conductas en varias circunstancias; y finalmente las consecuencias de las conductas en cualquier circunstancia.

Por supuesto, las conductas generan consecuencias a partir de múltiples factores, y esos factores pueden resultar determinantes en cualquier circunstancia, educacionales, culturales, de especialización, relativos a los hábitos, alimentados por la repetición y la memoria, y varios otros factores. Pero en cualquiera de los casos se activa una clase de factor que funciona en el desempeño dirigido por la sola iniciativa personal y apoyado por la clase especial de consecuencias de la conducta implantada para cualquier circunstancia.

El proceso por el cual se seleccionan las consecuencias de la conducta para cualquier circunstancia, es decir, para volver a propiciar las mismas consecuencias, oportunas y beneficiosas para el sujeto, en otras ocasiones, aquellas que, al menos, presenten características similares, no es necesario aclarar, es un proceso que pertenece al dominio de actividad del sistema nervioso central y cuyo detalle en gran parte desconocemos.

Pero hay algo sugestivo, semioculto, algo que impulsa a las conductas más triviales y frecuentes, un orden o plano de conciencia que subyace en todo sujeto. No de la superficie de la circunstancia ni de las consecuencias de las conductas, sino de lo vicisitudinario. De la necesidad de ventajas ante el imperio de finitud de la vida, algo que impele a resolver la circunstancia con miras de consolidar una aspiración que tiende al infinito. Pues siempre está presente el deseo de disolver para siempre lo inexplicable, angustiante, penoso, y la búsqueda de dicha.

   Este sentimiento no solo empuja la inquietud y la curiosidad en los filósofos; lo empuja en todas las personas. Es más difícil, empero, que lo haga en aquellas en que no se configuran las conductas para circunstancias eventuales o circunstancias cualesquiera. En muchas personas no se procesa la síntesis de maneras de saber a qué atenerse ante lo adverso. Ese saber no se apoya en la repetición de lo que todas o cada una ha tenido éxito, sino solo en lo que han dejado como impronta y se activa en toda eventualidad.

 No es una de las formas de comportarse ante la circunstancia, ni de las formas de comportarse ante todas las circunstancias. Es la sola reacción ante el arbitrio de la incertidumbre, ante la duda que mueve, más que la certidumbre, toda la actividad de la mente y que se expresa en las conductas. Especialmente, la persistencia de un horadar, por parte de la incertidumbre, que obliga instintiva o experiencialmente a reaccionar como ser consciente o yo, antena que capta, ojo que ve, intuición que pone en alerta.

En el acto más nimio se encierra escondido el deseo de permanecer. Todo lo que en él se proyecta hacia un fin cuenta con la ayuda del nervio de la infinitud, la pulsión de perpetuidad, la determinación subliminal de eternizar el momento, su faz gozosa y el deleite en las consecuencias que puede desencadenar cualquier circunstancia. No resulta sino de la comprobación de la finitud de la vida frente a lo que se comprueba como infinitud del mundo y del universo.

Qué hago yo aquí es la pregunta filosófica que acompaña la otra de carácter moral, aunque la primera no pueda contestarse: qué debo hacer y qué no debo. Es la pregunta de la moral curricular que domina y dirige las conductas y cuya respuesta implica siempre un dilema. Y, más que la que siempre se vuelve necesario contestar en relación con la circunstancia, es la que es preciso contestar para corresponderse con las demandas de la circunstancia. No es sólo la falta de respuestas lo que sacude y angustia al sujeto ante la circunstancia, sino saber que no hay respuestas para todas las circunstancias, fuerza que dirige la ambición de infinitud.

 

NACIMIENTO DE LO MORAL

 

La moral no nace de lo inmediato sino de lo mediato, de la aspiración a dirigir las conductas de modo tal que la vida pueda prolongarse en el tiempo de manera satisfactoria. Es la nota que resuena en lo nunca acabado del debe deber ser, del debe ser de tal o cual manera, noción que encierra lo esperable, solo concebible y no consagrado. Nacida de la comprobación experiencial de lo conveniente o inconveniente, su dimensión práctica no resulta, sin embargo, de lo conveniente o inconveniente sino de lo que es capaz de generar lo conveniente o de evitar lo inconveniente. Esta capacidad o posibilidad de generar el deber ser es el nexo entre el tiempo finito y el concebible como de nunca acabar, infinito, universal, inconmensurable.

Lo moral, en puridad, no es lo bueno y lo malo, que no se sabe bien qué es, sino lo que determina lo bueno y lo malo según resulte de las conductas y a favor o en contra del sentimiento o conciencia de finitud de la vida. No es un principio ni un valor sino lo que se discierne en la experiencia personal. Lo que resulta bueno o malo en la conducta, en este sentido y como es obvio, no es todo lo que dicta la experiencia de vida en términos de memoria, sino lo que de ella se devuelve a la conciencia modificado por su misma emergencia en el mundo. No se puede ir a buscar la moral en lo que la experiencia nos muestra de la vida, pues solo se la puede discernir de lo que la conducta genera y modifica en el mundo.

Ahora bien, la conciencia –o el conocimiento– de lo perecedero de la vida no implica sufrimiento; solo es conciencia o subconciencia en un segundo plano. Implica sufrimiento cuando se confronta con lo imperecedero (o implica, como enseguida veremos, angustia). La conciencia de lo perecedero de la vida es débil en la juventud y se refuerza a medida que pasan los años. Es desplazada paulatinamente por una conciencia de la muerte, y a poco deja de ser conciencia de la finitud de la vida para pasar, paradojalmente, a convertirse en conciencia de la infinitud de la vida. En última instancia, la moral no se define por la conciencia de lo finito sino por la de lo infinito.

No se define de lo finito, y ello se comprueba cuando se rememoran las diferentes etapas de la vida y parecen muchas o pocas, se sienten largas o breves, o cuando la totalidad de la vida parece interminable o, por el contrario, como un soplo. Lo que se siente no son tiempos largos o cortos sino infinitud o finitud, pues no hay nada que se cuente o cuantifique. Particularmente, lo largo afirma el sentido, o la conciencia, de la infinitud. Se piensa en lo que se puede hacer y no se hace, o en lo hecho que impide lo no hecho, todo envuelto en una memoria sin paredes, sin compartimientos estancos. La rememoración se realiza en una dimensión en la cual los límites no tienen significación alguna. En esa dimensión indeterminada, innominada, en las que las circunstancias ya solo pueden pensarse como eventualidades cualesquiera, como veces no necesitadas de ubicación precisa en los tiempos y lugares de la historia personal, se procesa el saber y el deber ser, así como el resto de las facultades taxativas, individuales, características de la inteligencia de cada persona.

La moral, como el saber, no se define de lo finito. La recuperación por parte de la conciencia de lo que se hizo o no se hizo, en la marcha imparable en procura de discernir lo bueno y lo malo, se abre también a la imposición imaginada de una infinitud de la vida. En la vejez se da la modalidad del “como si”, que escapa a las determinaciones de lo racional. Se experimenta el goce derivado de un sentimiento insospechado: el de una virtual prolongación de la existencia en el tiempo infinito.

Aparecen señales de un nuevo e inusitado camino, el camino metafísico de lo imponderable, inefable e inconmensurable. No es nada extraño en una época como la actual en que la ciencia no termina de establecer límites para el universo, el conjunto de las galaxias, el de los conjuntos de galaxias y, quizá, de una multitud de singularidades cósmicas originarias de una multiplicidad de universos.

Lo moral, pues, empieza por volverse definible en tanto derivación de lo que, sensible ante lo racional, se envuelve quiérase o no en lo gozoso, y lo gozoso en el sistema de defensa contra el sentimiento de finitud –y miedo respectivo. Paradójicamente, no hay otra opción fuera de encaminarse por lo inexplicable, esotérico, misterioso y según los caminos converjan en una constelación de interpretaciones sobre lo bueno y lo malo, lo finito y lo infinito. O por lo que dicta el antiguo sistema a priori de valoraciones y sentimientos, de subjetividades y objetivades insertas en el desenvolvimiento de las conductas.

Es Søren Kierkegaard quien atribuye al hombre la aspiración de eternidad sin la renuncia a la temporalidad. El sujeto “consigue, mediante la libre sujeción a normas y el hábito moral, vivir en lo intemporal sin dejar de percibir las horas del reloj. El individuo no ha abdicado de su aspiración a lo eterno, pero se dispone al mismo tiempo a asumir el vínculo con lo temporal.” (Bilbeny, 528) Hemos dicho que la libertad nos permite y nos impulsa a elegir. Pues bien, según Kierkegaard, la elección puede orientarse de acuerdo con tres grandes direcciones, que llama “etapas”, y que no son períodos cronológicos de vida sino prioridades o, definitivamente, elecciones: etapa estética, etapa ética y etapa religiosa.

“Lo eterno se expresa en este estado del individuo [la etapa ética] con su apuesta por lo universal e incondicionado, por la ley de la moralidad.” (Ib., 528) Lo moral, como lo estético y lo religioso, implica “un estilo de vida propio” (ib., 537) que es buscado sin poner condiciones al propósito de libertad. El individuo, pues, se elige a sí mismo y, al elegirse, “confirma también su libertad”; “el hombre es antes que nada libertad” (ib., 539).

“La libertad que es el hombre hace que éste viva siempre en la posibilidad, no en la necesidad. La forma, en él, de la posibilidad es cada alternativa elegida libremente. Eso abre paso a una metafísica de lo posible. La existencia individual, la elección de sí mismo, está constituida por lo posible […] En cualquier caso, en la posibilidad y su actualización se juega el hombre entero. De ahí el sentimiento de angustia, su lado de sombra, que acompaña a toda elección. Angustia es el temor a la vez que el anhelo de ver realizado lo posible y de ver, en última instancia, lo posible mismo.” Hasta se podría decir que “hay un momento en la vida que es el punto cero de la existencia, y en el que encontramos hasta satisfacción en ser un simple ‘quizás’, una mera ‘posibilidad’ de esto o lo otro” (ib., 540).

 

DESARROLLO DE LO MORAL

 

La libertad de elegir está condicionada por lo posible y, en el terreno de la moral, lo bueno y lo malo se confunden con lo posible y lo imposible (o, mejor, no posible): autorizado o prohibido, obligatorio o no obligatorio. Sus fronteras son las normas, reglas y prescripciones fijadas por la costumbre que rigen o buscan regir las conductas. Es la parcela diríase científica del terreno de lo moral: ética y jurídica.

A los efectos de la moral, pues, la libertad es más amplia que a los efectos de la ética. El conjunto de reglas de la ética “no debe pretender abarcarlo todo y que lejos de querer exagerar la extensión de su esfera debe ella misma trabajar por limitarla. Es menester que se someta a decir con franqueza: ‘consultad vuestros más profundos instintos, vuestras simpatías más vivas, vuestras repugnancias más normales y humanas; forjad enseguida hipótesis metafísicas sobre el fondo de las cosas, sobre el destino de los seres y el vuestro propio; estáis abandonados, a partir de este momento preciso, a vuestro self-government. Esto es la libertad en moral, que consiste no en la ausencia de toda regla, sino en la abstención de la regla científica siempre que no puede justificarse con suficiente rigor. Entonces comienza la parte de la especulación filosófica que la ciencia positiva no puede suprimir ni suplir por entero.” (Guyau, 7)  

Así queda delimitada una “moral sin sanción ni obligación”, esto es, fijados los límites de la libertad cuando la conducta invade el terreno de la moral. Allí están las reglas a cumplir, de modo que ¿cuál es la moral sin sanción ni obligación? Si bien hay límites bastante precisos establecidos por la regla “científica”, ¿cuáles son los límites cuando la regla no se puede justificar “con suficiente rigor”? Se distingue, en primera instancia, que las reglas positivas no son invariables, ni en lo que se refiere a obligación ni en lo que se refiere a sanción, y que las concepciones no positivas, idealistas de lo moral, solo pueden suministrar reglas “a título puramente hipotético y no asertórico” (ib., 8).

Es necesario, pues, someter a cuidado toda regla que se imponga a priori como definitiva y, en consecuencia, apelar a los hechos que puedan justificar las conductas morales (ib., 92). Hay que considerar que toda regla o prescripción ética no es abstracción pura, despojo aislado de los hechos, sino “condensación” de esos hechos en su estado de máximo desarrollo y conflictividad. Ese atenerse a los hechos implica considerar el placer más como una consecuencia de la encarnación de los hechos, en tanto ética, que como principio. El placer “profundamente vital, más independiente de los objetos exteriores”, es bien diferente del “puramente sensitivo” (placer de beber, comer, etc.). El primero “tiene una importancia superior”, pues “no se obra siempre para perseguir un placer particular, determinado y exterior a la acción misma, a veces se obra por el placer de obrar, se vive por vivir, se piensa por pensar” (ib., 100).

La ética romántica es un buen ejemplo del “placer por el placer”, y oscila entre polos que parecen querer distanciarse cada vez más. Como un péndulo, la ética sobrevuela el imperativo categórico de Kant, que se apoya en la razón. La oscilación, a pesar de su frivolidad, no tiene otro propósito que embellecer lo cotidiano y procurar que todo resulte igualmente reconocible, labor fundamental de la poesía: “el arte de mostrarse ajeno de manera atractiva, el arte de alejar un objeto y, sin embargo, hacerlo conocido y atractivo” (Novalis, citado por Hauser, cap. VIII).

La ajenidad resulta del distanciamiento del objeto, por el cual nadie se afana más que el romántico: “Toda obra de arte es una visión ensoñada y una leyenda de la realidad, todo arte coloca una utopía en el lugar de la existencia real, pero en el Romanticismo el carácter utópico del arte se expresa de manera más pura e inquebrantable que en parte alguna.” (Ibidem) Hay en el hombre, dice Shelley, “un principio que obra distintamente a como ocurre en la lira, y produce no sólo melodía, sino también armonía, por el acuerdo interior de los sonidos y movimientos así excitados con las impresio­nes que los excitan” (Shelley, 27).

Ese principio es un principio ético, además de o, quizá, en combinación con el estético, principio que representa el gran secreto de la moral aun fuera del plano del arte: “Dobles son las funciones de la facultad poética: por una parte, ella crea nuevos materiales de conocimiento, de fuerza y de placer; por la otra, engendra en el espíritu un deseo de reproducir­­los y disponerlos con arreglo a cierto ritmo y orden, que pueden llamarse la belleza y el bien.” (Ib., 66) La norma ética de los románticos es de origen subjetivo y ha sido dictada por elección íntima del camino a seguir en ejercicio de la libertad de elección.

Lo relativo al bien y al mal, según se desprende de las reflexiones apenas esbozadas aquí, y que se acompañan con algunas de las más representativas corrientes de pensamiento al respecto, Kant, Kierkegaard, Schopenhauer, los románticos, Guyau, y que encarna en las conductas, no tiene mucho ni poco que ver con las prescripciones, con la ciencia positiva, es decir, con las categorías abstractas e inamovibles legado de la moral heredada de la tradición. Tiene que ver con muchas otras cosas, pero, en un nivel de importante inducción, el gozo.

Se debe distinguir, aun, entre placer, concepto invocado con la mayor frecuencia por los filósofos morales, del gozo, concepto en general apelado aquí y usual entre estéticos. El gozo, en este último sentido, se vincula a lo que es común llamar “gusto”, en el sentido que se puede encontrar como ejemplo en la obra de Levin L. Schücking, El gusto literario (v. Bibliografía). El placer nos parece relativo a los sentidos; el gozo al espíritu y, si no a las esferas de los sentimientos más altos, al menos, de los que, algo más bajos, siempre se despliegan en el espíritu.

 

LO MORAL Y EL TIEMPO

 

Se puede concluir que lo moral no se relaciona con el espacio y el tiempo exclusivamente, es decir, con lo concreto de la vivencia en sus más íntimas determinaciones que influyen en los valores y en las conductas. Así como tampoco se relaciona solo con los estados de conciencia sobre los cuales influye la información que provee la memoria. En el cruce de lo moral y lo ético, queremos decir, allí donde se rozan la libertad de elección y el influjo de la moral establecida por la tradición (y que determina lo ético en la historia), se cruza algo más.

Se cruza la historia individual torneándose en el mismo eje. Pues lo histórico, en que se traduce lo moral en tanto ética o acervo ancestral y consuetudinario de lo colectivo, no llega nunca a instalarse en la conciencia como fuente única de lo moral. El individuo se parecería así a una máquina alimentada solo por el tiempo, base de datos que serviría a un programa de computación. Hay una “historicidad” del individuo como se cree que hay una “historicidad” general o filogenética, es decir, una ontogenia de lo moral.

“La vida individual es una totalidad en curso indefinido de formación, que no se integra jamás de manera definitiva, no es nunca una totalidad conclusa ni de hechos aislados, ni de hechos entrelazados, ni de ambas cosas a la vez. El pasado se reelabora de continuo en función del presente y del futuro, desaparecen elementos de su contenido y afloran otros cuya presencia no habría sido inteligible antes. Cambia, además, el sentido de sus contenidos, que varían en cuanto a su ser y su valer”. Pero ¿qué es concretamente esa “totalidad”?

Esa totalidad “es, en el mejor de los casos, el todo de los hechos salientes, de lo de alguna manera relevante, sin perjuicio de las reelaboraciones posibles; no es ni el todo de los instantes sucedidos, ni el todo de lo sucedido en esos instantes. Cualquier relato que se haga no ya acerca del pasado de alguien sino acerca de un hecho de ese pasado, se realiza necesariamente de tal manera que se configura una situación global, enmarcada entre ciertos límites de tiempo, pero que es otra cosa que el tiempo mismo, aunque sea fechado según éste. Si el pasado que constituye la historia de alguien coincidiese con su pasado temporal formarían parte de su historia todas las veces que tomó té, cuándo y cómo y dónde y con quién, con qué concentración y temperatura y qué clase de té, y cuántas y cuáles fueron las palabras que cada una de esas veces dijo y oyó, y los gestos que hizo, y lo que quiso decir y calló y lo que quiso hacer y no hizo; para cada una de esas ocasiones sería más que insuficiente la morosa descripción de un Proust.” (Sambarino, II-III, 5-15)

 “Históricamente hablando, el pasado es selectivo. Pero lo que así lo integra no es un conjunto de hechos elegidos que permanezcan aislados y dispersos, se sucedan y acumulen, indiferentes los unos a los otros; la selectividad expuesta es integración organizada. Hay una estructuración del pasado, y es en relación con ella que debe estudiarse la selectividad que consideramos. Determinar el cómo y el sentido de esa estructuración es una etapa que presupone describir, aunque sea parcialmente, la pluralidad de perspectivas desde las cuales se cumplen selecciones diversas.”

 “Existen hechos de carácter público, como ciertos documentos, por ejemplo, el certificado de nacimiento, o el diploma de estudios, que otorgan especial relevancia a la historia individual. Otros hechos no se constituyen en documentos, pero adquieren notoriedad, y por tanto relevancia, para bien o para mal del individuo […] El sentido de un comportamiento es inseparable del valor que se le atribuye, sea en cuanto medio, sea por el fin al cual tiende, sea por lo que muestra en el agente que lo realiza, sea por sus repercusiones y consecuencias. De este modo un ser es inseparable de su valer.”  

 Lo que resulta válido en el “ahora” es relativo, pues “no hay conciencia de un ahora con independencia de las dimensiones de lo sido y de lo que será; de otro modo tendríamos instantes sueltos que, por inconexos entre sí, no podrían ser comprendidos como referidos a una misma existencia. La conciencia, de esta manera, trasciende el instante, con lo que establece su manera de otorgar un valor en cuya instauración participa todo el ser, más allá del tiempo circunstancial y cronológico.” (Ib., IV) La conciencia distingue el pasado, el presente y el futuro en base al “valer de sus contenidos”. De lo contrario, “no habría diferencias en la temporalidad” y “lo dado sería mero espectáculo, sucesión pura y simple de lo axiológicamente indiferente, y la conciencia del tiempo quedaría abolida.”

 Cada individuo humano se conduce de acuerdo con lo que considera adecuado en circunstancias determinadas. La experiencia le facilita lo necesario para aplicar lo más conveniente en la ocasión. Dispone también de la facultad de activar lo que a través de la historia personal ha resultado selecto y asimilado y puede generar conductas adecuadas en cualquier clase de circunstancia. Le ha guiado el sentido común, el ensayo y error, la intuición, la razón, etcétera, en vistas de discernir el beneficio de lo bueno y el perjuicio de lo malo.

Pero también le ha inducido, con mayor o menor intensidad, la expectativa de gozar los resultados, cualquiera fuese la conducta elegida. La posibilidad de disfrutar la vida, como de sufrirla, no solo depende de lo bueno o lo malo que pueda presentar la circunstancia. Depende también de lo que se promete como prosecución, prolongación, dirección en el sentido de lo que parece seguir direccionándose sin cesar. Lo bueno y lo malo se presentan como las principales señales que amojonan el camino de las conductas, que en el mejor de los casos garantizan la promesa de felicidad.   

 




 

11 EL SISTEMA DE SEDUCCIÓN SOCIAL

Conciencia perturbada


Se ha hablado mucho de la enajenación, de la alienación, hasta de la neurosis colectiva, y del fenómeno por el cual el individuo deja de ser persona y se acopla a un estereotipo que proviene de la estandarización de lo humano. Es un fenómeno que en parte se debe al empeño de la gran industria y del comercio por aumentar los beneficios de las ventas, para lo cual se vale preferentemente de la propaganda y de otros medios versátiles y pegajosos que se instalan en la sociedad y se apoderan de los gustos que se arrastran hasta ser adoptados como costumbre.

Nos preguntamos, sin embargo, por qué hay personas que se mantienen en su sí propio, en un personal perfil en el que se defienden ideas y se sienten las emociones con colores auténticos y hasta novedosos. No les hace mella ese fenómeno que parece alcanzar a la mayoría. La ingeniería social ha diversificado bastante sus estrategias, divulgando tipos diferentes de gustos y estilos de vida de modo de llegar a una clientela más amplia y popular. Ofrece estereotipos ficticios y diferentes para cada tipo real con una específica gama de tentaciones y sugerencias atractivas y a la moda. Sin embargo, hay personas que no son alcanzadas por estos disparos.

En todos los casos parece que se busca interceptar las inclinaciones por vías diversas, familiar, educativa, ambiental, de la tradición, los hábitos y las formalidades de la interacción y la convivencia. Pese a todo, no es algo que la mayor parte de las personas tenga demasiado presente o sienta como influjo que llega por infinidad de plataformas comunicativas, laborales, profesionales y también de dispersión y juego.

 

INCULCACIÓN DEL DESEO


La ingeniería de la comunicación y la propaganda se infiltra desempeñándose como una presencia normal, apenas sentida como extraña. Una impostación a la cual nos acostumbramos fácilmente como lo hacemos con cualquier utensilio de uso doméstico, una mascota de la casa o un sillón, inofensivos, invisibles, partes de nosotros mismos. Y sería difícil encontrar a una persona que admitiera sentirse enajenada, al menos sensibilizada por algo fuera de lugar como este fenómeno. Porque ya somos parte de la maquinaria mercantil, no solo como consumidores sino como agentes de propaganda, como verdaderos representantes de sus fines últimos, como trayecto y también como destino.

El territorio subjetivo es la conquista última de la seducción mercadotécnica y su bastión final. Inculcar un deseo, despertar un interés, seducir e incluso embaucar ya no es una acción que se realiza a distancia, porque se resuelve en el mismo lugar. El lugar ya es una fuente de energía y de propagación del sistema de seducción, porque ha adquirido, adoptado y desarrollado sus objetivos, sus modalidades, su color y su sonido, sus lugares comunes concebidos para lograr determinados fines lucrativos. No es solo el autor el responsable de esta consagración empresarial, porque lo es igualmente aquel a quien se le ha dirigido desde el comienzo la batería de sugerencias.

El paseante se ha introducido en la vitrina del comercio, se ha dispuesto a servir de intermediario incondicional; quizá no se ha vendido, pero ha sido comprado en su ser degustativo, placentero, gozador, acomodaticio. Se ha logrado una sociedad perfecta. Nadie admitirá, salvo en casos de clara naturaleza delictiva, que es víctima de la multifacética lluvia de tentaciones que conducen a ajustar las preferencias y las conductas de acuerdo a un modelo inventado para ser consumido masivamente. Será difícil encontrar a quien sea capaz de rehusarse a este servicio extraordinario, que sea consciente de que es su imperceptible cautivo y víctima en potencia. Por lo demás, es aparentemente inofensivo porque no “pega”. Solo “asalta” sin hacer daño físico, con alguna violencia emocional, a veces fuerte (visual, sonora, repetida hasta el cansancio, impertinente), pero sin matar por fuera sino por dentro y lentamente.

 

DESEOS SOLAPADOS


El problema tiene su origen en dos fuentes que es preciso estudiar. La primera es la característica estructura, si se la puede llamar así, de la modalidad civilizatoria imperante en el lugar y en el momento. Nos referimos a la trama de las costumbres que está por debajo de cualquier moda o formas de seducción social, red tejida con hilos políticos, ideológicos, económicos, religiosos, estéticos y éticos, y en los que se enreda el mismo sistema de seducción, aunque no lo sepan o simulen no saberlo sus más conspicuos estrategas.

La segunda tiene que ver con algo inherente a la subjetividad profunda. No al individuo en su momento en el tiempo, en su circunstancia particular, como representante de una época determinada y habitante de un lugar geográfico específico, heredero de un destino azaroso y dueño de una suerte cualquiera. Nos referimos a la subjetividad profunda de la persona en tanto realización consagrada de una historia privativa, vicisitudinaria, experiencial y emocional que ha terminado por construir un carácter, un temperamento, una moralidad y valores, una racionalidad en funciones, en fin, una inteligencia determinada.

Pues bien, esta construcción personal es el objetivo principal del sistema de seducción; no, precisamente, lo circunstancial, lo pasajero, relativo a la edad, al sexo, a la condición social y económica, todo sujeto a cambios, modificaciones, maduraciones, accidentes. Se trata de que la seducción funciona como si quisiera asentarse en lo imperecedero.

Para modificar en sus cimientos la marcha de las preferencias sociales, que son las que determinan la adquisición de objetos y el consumo, es preciso antes modificar las de los individuos en su fuero interno. Si al principio el sistema de seducción apela al objeto deseado, o que comienza a desearse a partir de la oferta novedosa, luego se perfecciona cualitativamente. Descubre que tiene que ir a lo subjetivo y decide descuidar el objeto y apelar directamente al sujeto de la seducción. Esto es, influir sobre los estados de beneplácito, comodidad, felicidad material, todo para lo cual hay una mercancía a propósito.

Apela así al entorno en el cual objeto y sujeto se unen en feliz fraternidad, comparable o que se quiere comparar en esfuerzo estratégico con el sentido último de la vida. Advertir esa forma o modalidad de la trama civilizatoria de la sociedad de consumo, volver consciente el edificio personal levantado por la historia vivida, impresa en el fuero íntimo, son los dos ejercicios mentales y espirituales que realizados pueden explicar cómo se alcanza la autonomía respecto a la masificación cultural.

Pero es fácilmente pensable y difícilmente ejecutable. No solo porque no hay motivación suficiente para intentarlo, dada la mecánica y casi general aceptación de la oferta, sino también porque no hay modo de hacerlo mediante algún artefacto adquirible capaz de realizar semejante limpieza. Debe consagrarse con imaginación y solitariamente. Estar al tanto de cómo se ha llegado a ser lo que se es, de la figura establecida históricamente por experiencias y reflexiones de la misma persona, es más difícil aun que advertir la injerencia del sistema de seducción.

 

EL FONDO DEL RECIPIENTE


Parece vedado a la conciencia poseer el conocimiento de cómo se ha llegado a construir una facultad para resolver problemas inesperados, saber a qué atenerse ante toda circunstancia de vida, disponer de la alternativa del pensamiento autónomo, cuando es necesario aplicarlo con oportunidad. Es difícil porque estas facultades se poseen como se posee el instinto, las habilidades naturales o genéticas. No es solamente operativa de la instrucción recibida, de los conocimientos trasmitidos, de la enseñanza directa o formal, sino de la obra resultante de la vida, del curso de la experiencia. La experiencia es la fuente no solo de las capacidades objetivas, de la facultad de una inteligencia de orden empírico, concreto, sustancial, sino también de la subjetividad, aun de la fantasía y la ilusión.

El sistema de seducción social, la ingeniería comunicacional de la persuasión, el hechizo y el coqueteo subliminal de la semiología y del simbolismo del mercado de bienes de consumo ha encontrado la manera de vulnerar ese mundo subjetivo erigido y perfeccionado por la historia personal. Si no es fácil que el mismo individuo lo vuelva consciente, el sistema de seducción lo ha presentado bajo una prefiguración promedial. Con el propósito de ir a la fuente, este sistema ha forjado una imagen ideal del ser humano conviviente, investido de todos los atributos recompuestos con propiedad bajo la forma de la mercancía. Queda bajo esta sombra también la fe, los más caros sentimientos religiosos, sea la que fuere la manera de ser profesada. Es solapada, arteramente sustituida por una fe utilitaria, mundanal e intrascendente.

El paradigma (o parafernalia) de la seducción ha creado un ser humano modelo cuyas características aparienciales responden a los quereres, afanes y ambiciones de un prototipo exclusivo. No se trata de cualquier prototipo sino del que ha sido deducido de específicas y finísimas observaciones a través de encuestas, estudios de mercado, estadísticas y otros medios por el estilo. Seducida, la mayoría de personas busca la adopción de ese prototipo, fácilmente adherible y asimilable (porque no ofrece esfuerzo ni sacrificio), como ideal personal. Y son unos pocos los que logran escapar de ese circuito envolvente que empieza afuera y termina adentro.

Se trata, pues, de lo que debe ser investigado en un plano que está más acá de lo que comúnmente se entiende como social (sociología) y más allá de lo que se entiende como psíquico o mental (psicología). Porque se trata de algo relativo a un plano complejo que involucra funciones y actividad vital que rebasa el espacio y el tiempo. Es el dominio en el que las bases de la personalidad descansan en un fondo de experiencia vital casi indestructible, en condiciones de actuar bajo cualesquiera condiciones de existencia y del entorno.

 

INGENIERÍA DE LA SEDUCCIÓN


El objetivo número uno de la seducción es que su mensaje pueda interceptar esta actividad liminal de la conciencia humana. No la acción sobre lo ocasional, la situación de larga o corta data que funciona como trama emocional del individuo, sino algo más entrañable. En esto radica el secreto de la nueva ingeniería del consumo, no de toda, quizá, sino de la más avasallante, de mayor alcance y penetración en la actividad cotidiana, deportiva, laboral, lúdica, y en el plano de los sentimientos estéticos, morales, religiosos. Es una consigna sin duda convertida exitosamente en un hecho, vinculada a la mil veces denunciada de enajenación o alienación de las masas.

El individuo inserto en el espaciotiempo que le ha tocado es solo una realidad vulnerable, que se corresponde subterráneamente con el estado de cosas del todo diferente que subyace en su conciencia. Su interioridad profunda es relativamente contigua a la realidad objetiva, y juntas no configuran una unidad indivisible. Pero lo externo no es lo que define la dirección última que sigue el sujeto en su involucramiento social. Por más que la circunstancia sea “sentida” como real, indiscutible, verdadera, “tocable”, de todos modos, sólo es otra “circunstancia” la que contribuye en la construcción y en el desenvolvimiento de la personalidad a través de la historia personal.

Por lo que no hay seducción que pueda disolverla y volverla dependiente si la historia personal ha reaccionado con independencia ética y en función de valores, gustos, preferencias selectas. Para una personalidad así configurada, buena parte de la pantalla en que se contempla y siente la sociedad, y que inyecta un fuerte influjo, resulta pura apariencia, fantasía, ilusión. No una ilusión de la persona sino una ilusión ajena que eventualmente ha sido asimilada como entorno real.

Esta realidad social prefabricada domina el panorama de la cultura y resulta de las fuerzas originales de la seducción. La mayoría de personas parece acatar sin miramientos tal influjo e incluso lo adopta como fuente de la propia orientación en los gustos. Así, cincela el rasgo fundamental de la época en materia cultural y consagra el curso de una realidad artificial y teledirigida. En este implícito pacto entre el nuevo amo y el nuevo esclavo descansa la sociedad actual definida por el mensaje, los medios convertidos en mensaje y la seducción.




 

12 AL PRINCIPIO ERA…

 

“Al principio era…”. Quiso decir Nietzsche quizá que “era” es una palabra perteneciente al vocabulario de la ilusión. La historia en general, y en particular respecto a la persona humana, tiene toda su cabida en un nombre; los verbos son propios de la predicación.

 

Agrega Nietzsche: “Exaltar, magnificar los orígenes en una especie de retoño metafísico que se repite constantemente en la concepción de la historia y nos hace creer que ‛en el principio’ de todas las cosas se encuentra lo que hay de más valioso y más esencial.” (El viajero y su sombra, 3) Porque la historia entera, colectiva o individual, está en la palabra vez, una palabra que es florilegio, fragor y relámpago. Es el nombre de una dimensión, la única que importa si se quiere concebir una idea acerca de la vida consciente. Es la palabra que utilizamos aquí para crear una idea de la vida que no termine en un puro esquema, en rigidez conceptual. Que actúe como si fuera una brújula del conocimiento y una dirección de las conductas, los actos y la voluntad. Las otras dimensiones son necesarias, indudablemente, pero sólo para vivir, mientras que la vez es necesaria para entender el vivir, lo que es imprescindible tanto como vivir.

No es sólo el nombre de un hecho eventual o de varios hechos cualesquiera que permiten referir lo que no viene al caso como hecho sino como aquello que permite significar (“alguna vez anduve por esos lugares”, “había una vez un príncipe”, etcétera). No importa en cuanto al espacio y al tiempo: es el mismo espacio y el mismo tiempo en una sola y única realidad, porque no hay realidades esparcidas por el pasado y el futuro, que son virtuales (la virtualidad original de los sentidos constructores de imágenes).

La realidad es la vez, no por ser la realidad última, primera o intermedia, sino por ser la única realidad que puede explicar lo humano en su esencia, si la esencia es a su vez una noción comprensible. Es vez por revelarse en ella, juntas y sin ilusión, las dimensiones que la idea de temporalidad despierta en las representaciones. Es Bergson quien definitivamente distingue entre la ilusión del tiempo y la duración (El pensamiento y lo movible). Pues no está en ninguna de las veces sino en una sola, la que puede llamarse vez sin especulación arbitraria o exagerada. Si bien las veces son las propiedades atribuibles que sugieren las condiciones biológicas o no biológicas de la vida, la vez es la que contiene todas las propiedades.

Cualquiera de las veces muestra alguno de sus aspectos, de la historia, de su complejidad, de su vicisitud, de sus individualidades o particularidades, de sus evoluciones y altibajos, de los turnos que ocuparon las cosas y los hechos. Pues, no se trata de la fugaz realidad del momento sino de la realidad de lo fugaz de la vida. Lo fugaz es el problema, y no la vida. La vida es esto que está a la mano de los sentidos, la fugacidad es lo que está distante, fuera de lo asible. La vez es una constante universal nietzscheana parecida a los seis números de Martin Rees (Seis números nada más), y es lo que quiso decir con alguna oscuridad Derrida con la diferancia, (Márgenes de la filosofía). Si se apreciara la vida como una lógica, sus constantes serían algunas de las veces mediante las cuales se posibilitarían todas las operaciones, sus hechos, sus vicisitudes.

Lo que importa está adentro, afuera está lo demás, las veces que no importan, la vecería, el vicariato, lo que hace las veces de lo que es, incluso lo viceversa o “alternativa inversa” (Joan Corominas), es decir, lo que corresponde a lo vicisitudinario. No hay nada que importe en cada una de las veces. En la vez la realidad es representada por la única relación intemporal, no origen ni final ni punto medio y sólo relación completa, al menos la relación más completa (recapitulación, esqueleto, prontuario) de todas las operaciones posibles correspondientes a las coordenadas espaciotemporales.

Todas y cada una de las veces se ordenan en relaciones disyuntivas o conjuntivas y de alguna manera se implican y coimplican, se niegan a sí mismas o entre sí, se identifican o son distintas, se repiten o son diferentes. La relación total es la vez, pero no se puede expresar como se pueden expresar cada una de las veces. La vez, sola, ya no sería necesario destacarlo, es diferente a la vez de la serie, fuese continua o discontinua. La vez sola no es histórica sino ahistórica; las veces son, cada una, históricas, acumulables, espaciotemporales. La vez es única y sólo se puede hablar de esto, pero no de ella. No es fácil, o directamente imposible, hablar de lo que no es espacio y tiempo.

La vida es una cualificación de veces perteneciente a un eslabón que ha quedado fuera de la cadena, un elemento que ya no pertenece a la serie de la que es oriundo. El peso se sostiene sin la intervención de toda la cadena y pende sólo de un eslabón fundamental. Una cualificación de veces y no exactamente una cuantificación de hechos, estados o períodos. Es cantidad sólo bajo la égida de las impresiones, es decir, según el cuerpo, la extensión y la racionalidad objetiva. Si la vida en su significado convencional es presente y pasado, e influjo como presupuesto futuro, en su significado vécico es sólo cualificación temporal, no curso ni paso ni movimiento físico. Es la cara oculta de la objetividad o racionalidad sensible, aunque no es nada abstracto.

La vez es la cualificación de la vida y, si el yo es la voz consciente de la persona histórica, la vez es el yo de la historia, la cualificación del tiempo. Es la historia de la persona reunida en un yo intratemporal. Se puede pensar, y a veces tocar, lo que está antes o después en el tiempo, pero no lo que está dentro; es impensable. Sin embargo, el yo, voz consciente en tanto calidad de todas las veces de la historia personal, es tiempo que construyen las veces hasta determinar la vez. Así se justifica que la persona histórica no sea la suma de todo lo que ha sido sino la resta, es decir, aquello con lo que se ha quedado para ser.

El tiempo, pues, es para la vida humana lo que las veces para la selección y la constitución de la persona y de la personalidad. En las veces está cada vez el yo y los yoes, lo interno y lo mundano, la edificación de la sociedad y las condiciones de la convivencia. Pero no en la asociación sino, precisamente, en la superación de la asociación en tanto requisito de supervivencia. Pues no son posibles la supervivencia y la convivencia sin la superación interna de la asociación y del contrato social. La superación consiste en poner en libertad objetiva las constricciones de la subjetividad, pues no hay libertad si no hay sujetos que pujen unos contra otros. Liberar la subjetividad es superar lo cuantitativo; no para abandonarlo ni para traicionarlo sino, al contrario, para insuflarle calidad, porque cantidad ya tiene. No es posible que el grupo en tanto grupo adquiera cualidades, pues no tiene yo ni interior ni conciencia (“conciencia colectiva” es sólo metáfora).

La vez es tiempo humanizado o es el tiempo. No porque el tiempo tenga que ser algo, sino porque lo aprehensible de la vida, lo perceptible tanto como lo pensable, se aprecia mediante el drenaje virtual del tiempo (como procede la técnica de vaciamiento virtual de los océanos para establecer una inigualada cartografía de las profundidades marinas). La imagen de la propia vida en la mente es el ejemplo más claro; no se la puede crear en tanto es la imagen de lo que se está creando. Es preciso sacarla del tiempo y congelarla para poder verla siquiera en la imaginación. No es tiempo cronológico, astronómico o físico; solamente es tiempo vital, el turno que toca a todos los turnos, la ocasión en que tienen lugar todas las ocasiones. La vez es pues la negación del tiempo en tanto transcurso medible por el movimiento de los astros.

Cae el telón de las apariciones en escena, el lugar en que los hechos o acontecimientos se suceden unos a otros, vuelven en sucesiones diferentes y diversas o desaparecen de la vista, idos por un foro misterioso que sin embargo se ve por dentro. El escenario cambia y provoca una sucesión; así como se dice que el tiempo cambia las cosas, el escenario cambia las apariciones. Pero en verdad son las apariciones las que cambian, no el escenario, así como lo que cambia es la cosa y no el tiempo. La obra de teatro es la vez, pero sin actos ni escenas, obra ya despojada de aquello que la compone, extracto, perfume, huella.

Así, el ser humano es la huella de sí mismo, la señal que en el tiempo físico ha dejado y que, en tanto huella, es la misma en cada una de las veces. Es necesario conocer aquello que ha dejado la huella, y aquello no es exactamente el viajero que ha caminado y dejado la marca de su paso en la tierra. Porque es la huella del viaje y no de cada uno de los pasos. Quizá es la sombra o quizá es el viajero, y quizá es el diálogo entre ellos, la introducción al libro de la vida. Es la sombra la que empieza a hablar: “Hace mucho tiempo que no te oigo hablar; quisiera ahora ofrecerte ocasión para ello”. He ahí el tiempo y la ocasión, lo que es suficiente para introducir el habla en la vida de la vez, en la única vez y en la vida total.

No se habla de ella, pero se habla de eso, del proceso kafkiano ante la ley de la vida, del misterio por el cual sin que nada se sepa se ha sido procesado por la justicia (El proceso). No se ha hecho nada en pro ni en contra y el proceso se ha procesado solo. Ocurre todo lo que puede ocurrir, agradable y desagradable, se asiste al hecho como presencia inevitable y se rinde cuenta ante un tribunal compuesto por todos. No es el proceso que puede procesarse en un tribunal de procesos; no es transcurso ni instancias físicas cualesquiera. Son sólo cambios, pero no en el tiempo o en el lugar sino en el ser, en el mismo sujeto que es emplazado por la vida. Y no en la situación sino en todas las situaciones, porque se procesa la vida entera.

Hablar del proceso de vida, pues, es hablar del proceso de cambios, no de un proceso factual, de una serie de hechos que se suceden en una línea de tiempo. Es la idea de espacio la que sugiere la idea de movimiento, pero se trata de un proceso sin movimiento. El tiempo no cambia y ni siquiera sabemos cómo es sin que cambie. Así, por ejemplo, no es necesario que pase el tiempo para que cambien las costumbres, o las ideas, o las formas de vida. Han cambiado ellas no el tiempo; eventualmente, al cambiar han sugerido el cambio de los tiempos.

Se llama época a lo que los hechos dejan como improntas de vida. La vida es cambiante y configura formas diferentes, artefactos, agrimensuras, construcciones, invenciones, en fin, modificaciones culturales. Pero son improntas siempre de la misma vida, lo que, en cualquier ocasión puede manifestarse de acuerdo a todas ellas y en función de una sola manifestación, de una persona o de un grupo de personas o de una civilización.

Si examinamos las agujas del reloj vemos cómo pasan desde un número a otro, girando y volviendo al mismo lugar. Vemos pasar las agujas y no el tiempo. Decimos “han transcurrido varios minutos” y no “han ocurridos tantos cambios”. Es más funcional contar los minutos que los cambios, y no es necesario decir que es difícil si no imposible determinar los cambios, pues son continuos, inconsútiles y ocurren a velocidades también cambiantes. “Ha transcurrido el tiempo”, además, es metafórico, pues no ha transcurrido nada y solo hay algo que se ha movido y con eso algo que ha cambiado. Han cambiado las condiciones según las cuales se ordenan los constituyentes aparentes del mundo; las relaciones que guardan entre sí los componentes de la apariencia.

Al decir que cambian permanentemente ya aludimos a la apariencia, al mundo reflejo de acuerdo al cual todo es presente o pasado o todo se sigue en una continuidad abstracta que nunca termina. Esa palabra no es más que eso, “palabra”, esto es, “parábola”, “comparación”, “símil”, “alegoría” (Joan Corominas). No existe un permanecer, o permanecer es ser tanto como es cambiar. “Cambio permanente” es una expresión innecesaria puesto que lo permanente es una propiedad del cambio.

El principio de identidad, a propósito, no consiste en otra cosa que en el grado de los cambios. La lógica tuvo que relativizar su alcance de acuerdo a una escala plural en la que la identidad se puede reconocer y a la vez dejar de reconocer sin cambiar de objeto. Es posible dejar de reconocer sin que se trate de otra cosa, de la identidad respectiva de otro proceso de cambios. Se quiere aludir a esta evidencia cuando se afirma que “nada se pierde, todo se transforma”. La transformación no esconde el cambio sobre una misma realidad que cambia de identidad y no de naturaleza (donde “naturaleza” es uno de los sentidos más generales de los que se atribuyen al mundo percibido y conocido ‒cambia en especie, género, individuo).     

Se puede preguntar si en la naturaleza hay algo que no cambia, si algún estado de sus diversas manifestaciones aparentes es siempre el mismo, eterno, inmutable, omnímodo, ubicuo. Desde el punto de vista convencional se relacionaría con un estado en el cual no habría tiempo, lo que en apariencia es absurdo. Ese estado carecería de relaciones, no habría en él constantes que conecten variables, lo que lógicamente es otro absurdo. Vécicamente, sólo se puede decir que la vez contiene todos los cambios, pero no es lo mismo decir que la vez no cambia, lo que equivaldría a negar que es una síntesis, un gran algoritmo, el fin de una dialéctica, se diría ramillete de flores, florilegio, diván.

En el mundo cuántico hay elementos que se salen del sistema y cumplen la apariencia que sólo pueden cumplir dos o más elementos. También se puede decir, sin que parezca contradictorio, que en el mundo cuántico hay elementos que pertenecen al sistema y que se comportan como elementos que no pertenecen al sistema y que se caracterizan por la dualidad o la pluralidad. Entonces, se cumpliría la cualidad y no la cantidad, porque la cualidad es una propiedad en la percepción, mientras que la cantidad es una extensión en el espacio. Sólo hay que concebir la energía en términos de propiedades y no de objetos, como si dijéramos de accidentes y no de sustancias, de esencias y no de existencias.

Ahora bien, ¿qué es el cambio? Hemos dicho que lo que es, es porque cambia; en realidad, queremos decir, no porque, sino desde que o en tanto cambia; no queremos decir que sea causa ni que el cambio sea el origen de todo, su porqué. Sólo decimos que cambio y ser son una y la misma cosa. Se puede decir, también, que el ser no cambia porque es el mismo cambio, lo que es algo abstruso. Es más claro decir que sus significados son diferentes, pero el referente es el mismo (Lucero del alba, Lucero de la tarde). Por lo que, si algo no cambia, entonces no es.

Si, como hipótesis, se dice que el ser es lo que ha escapado de la nada, la que se supone como posible fuente u origen del ser, entonces la nada es precisamente eso que no cambia. Apelando a una especie de microscopía del cambio, se podría deducir que de la nada habría de surgir alguna entidad que no cambia y que de alguna manera no fuera pura nada. Pero se advierte que esta hipótesis es improbable, si no increíble, porque es imposible que en algo que es haya algo que no cambia: habría que probar que, en el ser que fuere, sus pormenores, pequeñeces más mínimas o nimiedades conviven como una sola entidad, lo que parece imposible. La mirada del observador se convertiría rápida y fácilmente en un centro, con sus márgenes o partes.

Se ha dicho: “La nada no puede configurarse como el ser, ni articularse; dividirse en géneros y especies, ser contenido de una idea o de una definición. Pero no aparece fija; se mueve, se modula; cambia de signo, es ambigua, movediza, circunda al ser humano o entra en él; se desliza por alguna apertura de su alma. Se parece a lo posible, a la sombra y al silencio. Nunca es la misma.” (Zambrano, 164)

Si algo no tiene fronteras, por insignificantes que sean, no puede ser algo; por lo demás, sería como aislar el cambio en sus componentes, pues el cambio ¿tiene fronteras nítidas, observables, distinguibles notoriamente? Y si sólo hay fronteras, entonces no hay cambio, lo que equivale a decir que no hay nada. Desde que lo reconocible es la propiedad, aquello que tiene propiedades es lo que puede relacionarse con la mismidad, y el objeto solo con el cambio. Se corroboraría la expresión popular “el mundo es cambiante”.

La vez es, de todas las veces, la que es en tanto puede, en tanto quiere (tiene un porqué, cuenta con el modo de ser), en tanto le es posible, se da el caso o se presta la ocasión de ser. El mundo es vicisitud o vicisitudinariedad, esto es, vecidad, en otras palabras, turno, ronda, relevo, mudanza, alternancia. Esto es lo que se puede decir desde una metafísica realista, pues desde otro punto de vista lo que se diga es ciencia fáctica, empirismo, física teórica. Tampoco es “conocimiento objetivo” ni “trialismo”, esto es, lo que se suele llamar racionalismo crítico (Popper). Y no es religiosidad, sentimiento, idea, lo que en filosofía sería idealismo. La vez es tan real como una piedra, casi de manera idéntica, pues, así como en la piedra está todo lo que es, reunida en ella la evolución completa de su historia geológica, en la vez está todo lo que la vida ha reunido para ser tal, para comparecer como algo. No es sólo alguna de sus propiedades ni alguno de sus estados.

Nietzsche se pregunta qué es lo más perecedero, si el espíritu o el cuerpo (El viajero y su sombra, 77). Distingue entre lo que flota y lo que es duro, en lo exterior y en el cuerpo lo de mayor duración: “En las cosas jurídicas, morales y religiosas, lo que hay más exterior, más concreto y de más duración en el uso, en las ceremonias y en las actitudes es el cuerpo, al cual se agrega siempre un alma nueva. El culto, como un texto de términos fijos, es interpretado constantemente de nuevo; las ideas y sentimientos son lo que hay de flotante; las costumbres, lo que hay de duro.”

Pero ¿qué es todo esto? Sólo espaciotemporalidad, mirada objetiva, cierto fijismo o alevosía de la materia. Si lo perecedero es lo que desaparece, y lo que desaparece es lo que ya no cambia, Nietzsche tiene cierta razón y hay aquello que dura más. Pero, si lo perecedero no es lo que desaparece sino lo que cambia (a gran velocidad), entonces no se puede afirmar que hay algo que dura menos o que dura más ‒y cada vez que escribimos “entonces” recordamos a Nietzsche: “Escritor imbécil, ¿por qué escribes, entonces?” (El viajero y su sombra, 92). Pues, la duración no existe en la esencia del ser y solo existe el ser. Decimos que dura lo que cambia poco, lo imperecedero, y que no dura lo que cambia mucho, lo perecedero. Mucho y poco son propiedades del cambio, no del cuerpo ni del espíritu.

Las costumbres, por tomar el ejemplo de Nietzsche, no pertenecen en exclusividad al cuerpo ni al espíritu, y se diría que pertenecen a ambos en igualdad de derechos. Sólo la vez es aquello que permite hablar de las costumbres, pues este concepto no está en ninguna de las veces constitutivas del proceso de cambios. Nietzsche habla de lo duro y lo flotante, lo que es comparable a la densidad de las cosas, pero a una densidad que no es la del objeto sino la del cambio: lento, menos lento, rápido, más rápido. Lo que exige un proceso para ser, como es la vida, sólo es transparente en cuanto a lo que es en la vecidad, en el todo de la cosa.

El mundo es aquella vez que puede flotar o hundirse, que puede durar o perecer; y puede ser cuerpo o espíritu. En tanto cuerpo y espíritu el mundo es puro tiempo, cosa singular y perentoria. En tanto cambio, el mundo es plural, aplazable, prorrogable o extensible, y se está como si el tiempo estuviera dentro de él, reunido y sorprendido en su alevosía y falsedad. Es el caso o vez en que el mundo no tiene comienzo ni fin e incluso es lo que puede ser y lo que podría ser. La prohibición y la permisión, lo fáctico y lo eventual, la necesidad y la contingencia, el modo de ser de la vida es el mundo vécico o mundo de la vez.

 


 

13 EL ARTE COMO QUERENCIA

 

Hemos dicho que la estética es la ciencia que se ocupa de lo dado, y que el paso kantiano siguiente es el de lo puesto, el entendimiento sobre lo dado, el complemento. Pero no todo lo puesto nos da el resultado que buscamos, la verdad en que radica la belleza, así como bajo otros lemas disciplinarios buscamos la verdad y los valores y definimos lo moral. Por lo que intentaremos un paso más en búsqueda de la naturaleza vicisitudinaria de lo dado.

De lo dado tomamos algunas notas que nos dan la planta en construcción de las cosas, lo constitutivo. Lo constructivo es lo que llega a ser construido, y lo construido es la dimensión que responde a la apariencia. Lo constitutivo, en cambio, es lo que construye, lo que es capaz de realizar modificaciones, especialmente las que son fundamentales para que la construcción no se venga abajo.

La estética nos muestra lo constitutivo, lo que está por debajo de lo construido; no se ocupa de mostrar lo que no es constitutivo, lo que se repite en el armado de la cosa o de lo que ya está armado. Nos sugiere lo constructivo, nos introduce en la obra en construcción y no se ocupa mayormente de la apariencia. Pone al descubierto la cosa en sí, desnuda lo dado, y en el intento adopta diversas formas: la idea, el sentimiento, la impresión intuitiva, una especie de fulguración de las emociones, etc.

Mientras la apariencia muestra cómo se construye la cosa, el arte muestra cómo se constituye. No la muestra a los ojos sino a lo que los ojos apuntan sin ver, desde que es puro intento, proyección, propagación. Si la apariencia es delimitación, contención y concentración, el arte es expansión, liberación y dispersión. No muestra el proceso ni las etapas del proceso sino cambios fundamentales, grandes transfiguraciones, no en lo que se refiere a cómo la cosa cambia sino en cuanto al cambio que la vuelve cosa. Deja que veamos libremente el cambio, pues no se ocupa directamente de la cosa que experimenta el cambio. Lo dado no interesa al arte sino en su porosidad, en la permeabilidad de lo perceptible, en la levedad que permite la impregnación y el desbordamiento.

De acuerdo al plan del arte la realidad sensible se transforma, se vuelve realidad furtiva y metafórica, valiéndose casi siempre de códigos nuevos que hay que decodificar. Lo estético sugiere e impulsa el franqueo de sus fronteras, la visión de lo que, según en general propone, está más allá, en un dominio suprasensible. La estética de lo bello se caracteriza por este cometido, y el fundamento de su proceder es la insinuación. Si lo dado se deja ver bajo diversidad de vestimentas, el arte se ve en las maneras en que se vería desnudo, en su originalidad constitutiva. No le interesa la evolución cronológica ni la transformación topológica y sólo se ocupa de convertir la experiencia en conciencia, lo vivido en cosa viva, el tiempo en intemporalidad y los lugares transitados en el lugar que siempre se transita.

¿Qué hace el arte con la cosa? ¿Cómo el arte afecta a lo dado? Siempre se ha dicho que lo modifica, que lo transfigura o lo cambia. Lo que parece es que lo sorprende, y la sorpresa, por una especial emboscada del sentir respecto a la realidad, cambia las categorías de la apariencia, la índole del mundo, la naturaleza de la naturaleza. Que cambien sus categorías quiere decir que cambia lo que se dice o se expresa de algo, lo que se puede predicar en el plano de un lenguaje. El arte no dice lo que obviamente se puede decir y propone lo que en lenguaje corriente no se puede decir: propone otros predicados. Sin dejar de identificar procede a la renovación de lo identificado, a mostrar lo que no se encuentra en ello.

El arte es puro querer, y puede querer que la cosa se muestre como no es o como quisiera que fuese. Consiste en el afán por reducir todo a lo que se quiere, a lo que por último se reverencia o se anhela. Es la forma de reducir lo dado a un cariño original, a un amor primero: es la forma de convertir el querer en querencia. “Querencia, antes ‘cariño’, luego ‘inclinación a volver al lugar donde uno ha sido criado’, y ‘ese lugar’” (Corominas). La cosa que entonces aparece en la subjetividad y fuera de la apariencia sensible empieza a no ser cosa y a ser caso, suceso, accidente, acaso, ocasión y aquello en que se cae, turno para lo que toca ser. El arte no crea objetos sino ocasiones para los objetos, veces en las que cualquier objeto cobra presencia sintiente.

El arte, pues, es la mediación por la que la cosa se convierte en caso, pero no solamente en caso, en un caso en tanto acontecimiento innominado e indeterminado. Es un elemento que ha colmado la serie, el grado de la escala en el que han comparecido todos los demás, las cosas, los objetos, lo hechos que muestra la apariencia. Es lo que ha sido satisfecho, como calor que licúa el hielo, lluvia que empapa la tierra, flores que ocultan las ramas. Este querer o virtual poder hacer del arte fue para los antiguos el mandato de los dioses, luego el mandamiento de Dios, más tarde la prescripción del genio.

Hay sentimiento en ello, religiosidad, misticismo y hay pensamiento borroso, todas excepciones a la gran regla de la razón. Entre las excepciones del mundo hay prescindencia de la ley biológica, que es la ley de la necesidad. Lo dado para el humano responde a esa ley, pero lo estético y el arte no responde a ella o no sólo a ella.

El arte no es una explicación del cómo, una medida del cuándo ni una descripción del dónde, sino un grado en la escala del qué último, la vez que representa toda la serie. Tiende una emboscada a la apariencia, y lo sorpresivo es para él lo que el descubrimiento para la ciencia. Ella va tras un objetivo, él tras un objeto. La conclusión vale para la ciencia, las premisas para el arte. El arte reúne lo que ya ha sido y en tanto es como presente, lo que se está haciendo desde todas las veces. Es el principio y el fin de toda cosa en una misma cosa, la historia de la cosa en el ser de la cosa.




 

14 RESUMEN DE LA TEORÍA VÉCICA

 

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Nadie que en la vida diaria luche por el sustento, el propio, de su familia, de quienes necesitan de su protección o ayuda, dispone de algún sistema de recursos sofisticado, solucionador de problemas, surtidor de conocimiento genuino, organizado, jerarquizado en sus componentes funcionales, como por ejemplo es el de la ciencia. Cuando la ciencia ayuda, lo hace acompañada de la otra especie de ciencia contraída: cada uno recurre a su propio caudal, forjado incipientemente en la experiencia y en lo que el sentido común extrae de los éxitos y fracasos resultantes, en un curso accidentado y no siempre previsible.

Las elecciones y decisiones que se toman para configurar una senda de vida no solo cuentan con la ayuda de los recuerdos, de las nociones asimiladas y conservadas, de las habilidades y conocimientos adquiridos a través de enseñanzas, aprendizajes programados, instrucciones formales o frutos recogidos en lecturas. También cuentan con el acervo del mismo proceso de vida, a través del cual se forja una sabiduría elemental mediante el empeño, el esfuerzo, la renuncia, incluso el sacrificio y especialmente el sufrimiento.

No solo es decisiva la fuente sensorial de la que procede la información sobre los hechos, con su correspondiente elaboración mental, en el origen objetivo de la apreciación del mundo, empírico, a salvo de toda intuición o ilusión y comprobable solo por los sentidos en cada caso, contexto y situación (filtrada por la razón y sus manifestaciones colaterales).

También lo es, y lo es principalmente, aquello de esa fuente que imprime en el sistema nervioso una base de potenciales funciones, un complejo facultativo formado a partir de ensayo y error, elecciones de vida con éxitos y fracasos, veces distribuidas en la cadena de acontecimientos indeterminados. Un complejo histórico-personal, un algoritmo biológico resultante del proceso de vida que se instruye para activarse bajo miles de variantes en millones de ocasiones ante todas las circunstancias.

 

2

 

Se trata de una operación espontánea que extrae de lo indeterminado lo determinado, de lo vivido la actitud frente a lo que se vive, del pasado incluido el presente a incluir, de la experiencia la solvencia, de la voluntad la conducta. Ese otro acompañante de la inteligencia, de orden experiencial, que provee una clase de poderosos recursos estructurados pero formados en lo desestructurado, instantáneos pero surgidos de lo permanente de la vida, es el que brinda la fuente adicional del saber. Este acompañante, por complementario, por adicional, lateral, no es menos decisivo en la resolución de problemas, aunque su naturaleza no sea la misma de la que proceden las asistencias y socorros suministrados por la educación sistemática, el aprendizaje de habilidades, las adquisiciones por repetición y automatización, sino otra, forjada en la vida personal y constituida en base a las elecciones y especialmente a los saltos en el vacío que a menudo se dan con el fin de superar una dificultad.

 

3

 

Resolver problemas, disolver dudas y desentrañar misterios constituye el resorte que impulsa el saber propio en la historia de la persona. Es el rasgo que la distingue y que confirma una realidad verdadera, al menos para ella. Es una realidad verdadera porque participa del mismo mundo que en alguna medida ella modifica al resolver sus problemas, un mundo que no hay cómo negar porque es el propio. El entorno ha devuelto la respuesta dada, ¿cómo negar su valor de verdad?

Al tratarse de la escala humana, del mundo en que se presentan los problemas, y de la actividad que se genera en la interacción con quien los enfrenta, resulta la confirmación de la verdad del mundo como existente y correspondiente a la conciencia de la conciencia, a lo pensable tanto como a lo palpable. Desde que es el mundo en el que ha tocado vivir y en el que se comparece a sí mismo, es el mundo de verdad y la empresa de definirlo en tanto mundo conocido, pensado, reconocido en sus propiedades, aquel en que se da respuesta a los problemas que se interponen en el camino para permanecer en él.

 

4

 

En la medida en que el sujeto humano obra, según su leal saber y entender, en el mundo en el que asoma y al cual de alguna manera modifica mediante incidencias su entorno inmediato, comprueba que está entre las cosas y los seres y entre las personas e individuos. Se puede afirmar que si no hace algo y no comparece ante los demás no habita ese mundo.

Surgen así las determinaciones: lo que se puede comprobar porque responde al propio obrar en el entorno. Estas determinaciones representan la condición por la que se define la persona, sin las que solo sería individuo, simple ejemplar de una entre las tantas especies existentes.

Tales determinaciones o modificaciones producidas por la persona en el entorno son las que, según resulten a favor o en contra de la prosecución de la vida, configuran la verdad, concepto que nace como desprendimiento de las determinaciones. No es solo saber, es también aceptación de lo que hay mediante la propia comparecencia. Y es en lo que se puede confiar. Se trata de pautas que se van adoptando en un proceso del que surge otra clase de elección fundamental, el deber ser (la moral): remisión de determinaciones a un esquema de principios que se prefieren y privilegian.

 

5

 

La contingencia y la adversidad configuran la verdad a través de las determinaciones, no sólo mediante el conocimiento. Se interponen a la actividad por la que la persona modifica el entorno o lo determina mientras a su vez es modificada. De esa actividad resultan las bases para fundar una verdad provisoria y consecuencial para el individuo en su praxis de vida. Esta verdad provisoria es más convincente para la persona que la verdad convencional.

Los sentidos, el cerebro y el entorno se asocian en una sola realidad ante la cual se comparece en cada acto a fin de mantener una visión reconocible y propia (de manera que no decaiga; si no comparece, la asociación se disuelve).




 

15 POR CUÁL VENTANA MIRAR

 

Podría resultar falsa la imagen del hombre contemplada a través de la ventana espaciotemporal. El hombre no es una etapa en el curso de su historia, un eslabón en la cadena que lo mantiene unido a la existencia, un tramo en la escala de su vida o de la vida colectiva. Es algo más, nunca un producto final, nunca un corte a la altura de la edad o de los tiempos, nunca el prototipo de una multitud de tipos diseminados en el pasado.

Su naturaleza completa, su realidad última, el posicionamiento que guarda respecto a las demás especies vivas, resulta fidedigna si se observa a través de otra ventana. No de ventana como solemos entender habitualmente este objeto, transparencia, agujero, hueco que nos permite mirar hacia afuera de un recinto, o mirador que permite observar lo que está más allá de un encierro o de un muro.

En todo caso, se trata de la mirilla que, a poco de aguzar la vista, muestra la realidad del ser humano construyéndose a partir de sus posibilidades autónomas, auto generativas y recursivas, intrínsecamente interiores y propias. No sólo en lo que respecta a la subjetividad sino también en su quehacer objetivo, el que se registra en el mundo de circunstancias de vida personales: en la historia vicisitudinaria y no sólo en la historia cronológica, en la historia fenomenológica y no sólo en la historia empírico racional.

Gravita en torno a la inteligencia un cúmulo de circunstancias experienciales, vicisitudes, disyuntivas, incertidumbres, éxitos y fracasos, emociones positivas o negativas. Especialmente, gravita el resultado de sus actos selectivos u opciones tomadas ante alternativas diversas. El individuo humano se resuelve por alguna de las alternativas posibles que se abren ante las dificultades y las urgencias que le presentan los problemas y los enigmas.

Su cerebro trasforma el caudal neural recibido, en términos de percepciones y de información en proceso, en una facultad más o menos acabada que llamamos saber o conocimiento. Es una conversión de elementos objetivos en elementos subjetivos, de experiencia y productos adquiridos en los componentes de una potestad que llamamos inteligencia. Además de almacenar información, elaborada o no, adquirida directamente o adquirida por aprendizajes, la inteligencia se modifica a sí misma en términos de mejoramiento y superación.

Ahora bien, no es posible discernir hasta qué punto existe una configuración de saber o de conocimiento que pueda considerarse autóctono, puro, propio, no dependiente, libre respecto a los contenidos determinados y fijos de la memoria. Se desconoce cómo la inteligencia aprovecha la experiencia y la racionalidad, los “datos inmediatos de la conciencia” y la elaboración que procesa en su torno. Pero, por algunas características de las ideas, por la originalidad de algunas conductas y por la especial laboriosidad que demuestran muchos seres humanos, es posible distinguir una clase de saber que esconde su principal fuente de recursos en el juego de acción y reacción de la experiencia.

Hay una fuente, entre todas las demás fuentes, que impacta al individuo de manera permanente y en el más inmediato contacto con la realidad circunstante y vivenciada. Hay que considerar los datos inmediatos allegados a la conciencia, pero también los impactos de oposición que la inteligencia experimenta —especialmente en soledad— ante los obstáculos y contrariedades, las dificultades, los conflictos, las decepciones y los desengaños. La historia de los encuentros con la adversidad es la historia que compromete lo subjetivo (tanto como lo objetivo), que configura el saber y que configura y determina las ideas y las conductas en cualquier instancia o etapa de la historia personal.

Se puede llamar historia vicisitudinaria a la historia personal contemplada desde esa otra ventana o, si se quiere, a través de esa mirilla que descubre una imagen más clara del hombre. Pero, como casi ya lo hemos advertido, no es historia propiamente dicha y en lo que la palabra representa, sino más bien concepto acerca del individuo humano. No de la humanidad, no del conjunto de todos los seres de la especie, a lo que seguramente caber otro concepto, sino, concretamente, de lo que se puede llamar humano como tal, no de singularidades en convergencia o de acumulaciones.

Este concepto sobre la persona no es un concepto que se refiere a uno de los estados en una serie, a una selfi en el álbum, a un fragmento del cuadro, a una instantánea tomada durante un tumulto. No se trata ni de un almacén ni de uno de sus compartimentos, de una totalidad ni de un promedio. Si bien en este concepto se incluye la relación entre individuos, el mutuo influjo, el componente que cada uno representa en lo demás, no se incluye la relación de todos juntos sobre uno ni de uno sobre todos juntos. Porque, en puridad, no conocemos la relación, registrable, descriptible, que guardan lo individual y lo social, y sólo hay una teoría al respecto.

Así, pues, no es historia individual sino simplemente persona. La historia del individuo es la persona, pero no toda sino aquella que resulta de lo selecto en la experiencia. Hay una historia invisible que registra, entre la peripecia y los accidentes, las mudanzas que surgen a partir de ellos. Ese cambio privilegiado y propio es la persona, el producto directo del intercambio con el entorno. No el cambio último ni el último cambio, sino el cambio que se está produciendo continuamente.

Lo que se ve a través de la ventana-mirilla, la imagen básica del ser humano, oculta pero viva y actuante, está constituida por lo indeterminado e innominado. La conocemos a través de la teoría, pues no hay forma de percibir lo que nos muestra por ningún sentido ni por ninguna tecnología. En su manifestación es imperceptible y en su función es real, tan real como los hechos de la experiencia de los que proviene su realidad concreta. Como el mundo micro, no se ve, pero es real como el macro. Así como en el espacio hay elementos reales inobservables, hay también en el tiempo elementos reales imperceptibles. Para mejor decir, no en el tiempo, no en el pasado, sino en la persona. En todo caso, en el presente, con lo que ya se ve que dejan de ser historia personal, biografía, para pasar a ser historia vécica.

 

16 ¿HISTORICISMO VICISITUDINARIO?

 

Algunas de las obras filosóficas y antropológicas que se han ocupado del difícil problema del hombre hacen hincapié en el historicismo. Pero ¿de qué clase de historicismo se trata?

 

Desde Hegel, y principalmente desde Dilthey, se ha buscado definir al hombre en base a la dimensión en que se consagra principalmente como sujeto de la historia, antes que como sujeto biológico, psíquico, social, metafísico, teológico, etcétera. La dirección de esos estudios ha corrido suerte diversa, aunque en general gozando de una aceptación importante. Quienes han adherido a ella, o quienes reflexionan en sus marcos, y aunque tengan presente la clase de historicismo en la cual se manejan, no tienen presente a qué clase de historia se refieren, pues no hay una sola.

Para algunos el verdadero historicismo surge con el evolucionismo de Darwin, y para otros, entre quienes puede mencionarse al mismo Darwin, la dimensión tiempo no influye en la condición humana. El historicismo sostiene, en general, que la historia, en el devenir de sus procesos de lugar y tiempo, es el principal factor que influye en la conformación racional y psicológica de la persona, de la colectividad y de las diferentes culturas. Pero esta noción es objeto de diversas interpretaciones que desembocan en historicismos diferentes.

Se podría vincular la noción de historicismo de G. F. Hegel, salvando las limitaciones propias de los esquemas, al proceso racional por el cual se forma el espíritu humano en el desarrollo dialéctico de la historia. Otras nociones, como la de Benedetto Croce, tienen que ver con la fuerza que determina la realidad humana y que la racionalidad convierte en historia. La concepción de Ernst Troeltsch puede asociarse a la trama de sentidos religiosos y culturales que acompañan al hombre desde los orígenes. La de Wilhelm Dilthey a la dependencia del espíritu respecto a las abstracciones que elabora la inteligencia a partir de la experiencia y en particular de la vivencia. Y se podría seguir, aunque las diferencias no disimulan el común denominador que ubica a la historia en el lugar que en otras teorías ocupan nociones biológicas, psicológicas, políticas, teológicas, antropológicas.

La historia que da lugar al historicismo, pues, ¿cómo podría describirse? Sencillamente, se trata de la serie de acontecimientos humanos en el curso de los tiempos, lo que viene a representar el objeto de la ciencia de la Historia, la que viene denominándose historiografía. Pero, aunque la historia se desarrolla en diversos planos, el de los grandes hechos que marcan hitos sociales, económicos y políticos, entre los cuales se cuentan hechos militares y religiosos, naturales y accidentales, también se desarrolla no exactamente en torno a hechos sino a fenómenos ideológicos, filosóficos, artísticos, en fin, a las ideas que suelen acompañar a los hechos, a veces influyendo en ellos, convirtiéndose a veces en más hechos, a veces quedando en los márgenes de la realidad concreta.

 Esta es la versión que usualmente aceptamos de acuerdo a una descripción rápida e inevitablemente esquemática. Que valga aquí sólo para servir de preámbulo a la noción subespecie de historia que deseamos describir dentro de la dimensión general, y que no es sino historia personal, y dentro de la historia personal, historia vicisitudinaria. Es la historia de hechos y fenómenos, de experiencias y vivencias que influyen en el saber del sujeto. Una historia que forma parte del sistema de recursos para enfrentar la adversidad y asegurar la supervivencia o, en lo inmediato, la continuidad de lo cotidiano, y que a su vez ha surgido en función de esa misma adversidad.

Se puede argüir que no es oportuno llamar “historia” a esta historia vicisitudinaria, porque, primero, no se desarrolla en el tiempo continuo y cronológico, rasgo intrínseco de toda historia, y, segundo, porque no es factible trazar su historiografía, desde que sus “hechos” relevantes son indeterminados, hechos cualesquiera que suelen referirse con las expresiones “una vez”, “cierta vez”, “hubo una vez”, “muchas veces”, o con las palabras “turno”, “caso”, “ocasión”. Por otra parte, las veces en que la voluntad física (o la intencionalidad psíquica) resuelve una dificultad cotidiana, grande o pequeña, se suceden siguiendo el mismo orden en la seriación que sigue la historia temporal y cronológica, sólo que en forma discontinua, sin ritmos ni medidas predecibles o cuantificables.

El nombre no importa, pero, si llegara a importar, cabría cambiarlo por otro o encontrar para el asunto un marco teórico más apropiado que el histórico, el de la psicología, el de la biogenética, el de la sociología o algún otro. Sea como fuere, nos remitimos a una serie discontinua de hechos reales que se registran en el transcurso de la vida de la persona, vida no menos real. Por lo que asoma lo que se podría entender como fuente exclusiva de generación de saber, génesis de las facultades humanas relacionadas con la resolución de problemas, el desciframiento de misterios, el empeño de resistir la adversidad y aun de superarla o de convertirla en bienestar o felicidad.

Por lo que se presenta la posibilidad de definir al hombre en base a esa serie discontinua de hechos reales que, por responder a la voluntad electiva del sujeto en instancias en las que se ve obligado a optar por una entre dos o más alternativas, están en la base germinativa de la inteligencia —en tanto capacidad inmediata de responder ante obstáculos y dificultades en la vida práctica. Esto podría suscitar una interpretación del fenómeno en el marco de un historicismo subyacente respecto al marco interpretativo de los historicismos fundados en la historia entendida como objeto de la historiografía (con lo que ganaría importancia en la teoría del conocimiento el concepto de adversidad).

En tal caso se trataría de una historia entendida como objeto de alguna sección de la epistemología, o rama de la gnoseología. De una teoría en ciernes que se ocuparía del conocimiento común, espontáneo, práctico, utilitario, en lo que fuera posible diferenciado respecto al conocimiento adquirido, asimilado y elaborado. El concepto de historia escaparía entonces del terreno específico de los historicismos tal como los conocemos. Surgiría un nuevo historicismo o, si se comprueba que esta noción no cuadra en el marco del historicismo, despuntaría la posibilidad de definir una nueva rama de la teoría del conocimiento asociada a la historia personal y circunscripta a la experiencia vicisitudinaria o vécica.

Se podría argüir, igualmente, que no se trata de historia, ni personal ni vicisitudinaria, sino del “mecanismo” de siempre por el que acumulamos experiencia y mejoramos y afinamos habilidades, aptitudes y aumentamos el rendimiento de los esfuerzos. Sin embargo, no nos referimos al saber alimentado por todas las fuentes de conocimiento de que pueda disponer el individuo, sino solamente a la que viene de la experiencia toda vez que la necesidad requiere de elecciones con soluciones perentorias. Naturalmente, el sujeto puede apelar a todo su bagaje de conocimiento, el adquirido por aprendizaje y el generado en la circunstancia, el dictado por una regla aprendida y el surgido espontáneamente, y éste es el que finalmente contribuirá a formalizar el resultado y a incorporarlo a su potencialidad inteligente a partir de las veces que le resultaron beneficiosas.

Además, esas veces son únicas desde que a partir de una contingencia cualquiera se produce el tránsito de la voluntad, la intencionalidad y la decisión a su correspondiente imprimación mental, como si surgiera un algoritmo (no genético, no “de búsqueda”, sino de experiencia) que se incorpora como uno más de los recursos cognitivos que se activan en diversidad de situaciones conflictuales, con obstáculos y dificultades. Las veces productivas, pues, obrarían en forma independiente de la clase específica de dificultad o naturaleza del problema.

¿Cómo funcionan esa clase de algoritmo? Manuel de Landa se ha expresado sobre la necesidad de escribir “una historia no lineal” de la historia humana. Se inspira en las ideas del físico Arthur Iberall, quien “fue tal vez el primero en visualizar las grandes transiciones de la historia —la transición de cazadores-recolectores a agricultores y de agricultores a pobladores de asentamientos urbanos— no como un avance lineal en la escala del progreso sino como un producto del cruce de umbrales críticos” (Mil años de historia no lineal, 2011, México, Gedisa, p. 12).

Pues “así como una sustancia química puede existir en varios estados distintos (sólido, líquido o gaseoso) y puede cambiar de un estado estable a otro en puntos críticos de la intensidad de temperatura, así las sociedades humanas pueden ser vistas como un ‘material’ capaz de sufrir cambios de estado en puntos críticos de la densidad de población, de la cantidad de energía consumida o de la intensidad de la interacción social […] si las distintas etapas de la historia humana fueron realmente ocasionadas por transiciones críticas, entonces no son propiamente etapas, es decir, pasos progresivos en un desarrollo donde cada paso dejaría atrás al anterior. Por el contrario, así como las fases gaseosa, líquida y sólida del agua pueden coexistir, así cada nueva fase humana se agrega a las anteriores, coexistiendo e interactuando con ellas sin dejarlas en el pasado […] En otras palabras, la historia humana no sigue una línea recta que apunta hacia las sociedades urbanas como meta última” (ib., p. 14).

Los mismo podría decirse de la historia personal, permitiendo, como aduce de Landa, que “la física se infiltre en la historia humana”. Esto induce a pensar que la historia, al menos en lo que respecta a la historia personal, además de resultar para nosotros el fenómeno desplegado en el tiempo que todos conocemos, es también y principalmente un hecho físico. No hay como evitar la relación con una incorrespondencia fatal: la de que lo pasado no puede ser considerado hecho físico, en el sentido de la física. Como hecho físico de la física debería someterse a algún medio de observación que, hasta donde fuera posible, permitiera confirmar su fisicidad vicisitudinaria.

Como esto no es posible, porque entendemos que el pasado pertenece a la historia y no al mundo de los objetos físicos, también las veces pertenecen al pasado, y es imposible aislarlas en sus momentos y discernir sus propiedades y características concretas. Sólo es posible reducir esos hechos a veces y vecear el tiempo; vecear quiere decir aquí explorar introspectivamente, al viejo estilo metafísico, o indagar como por ejemplo indaga el psicoanálisis. Según Manuel de Landa es preciso considerar la sociedad no sólo “como un todo” abstracto sino también como el producto de las “interacciones entre los individuos” (ib., 16).

También sería preciso considerar al individuo no sólo como elemento de un conjunto o parte de un todo, sino más bien como fulguración de la innominada serie discontinua de interacciones con el mundo. No en participación exclusiva sino complementaria de genes y memes, de la memoria y de los aprendizajes asimilados desde la vía externa. Sólo restaría probar la fisicidad de la fulguración, lo que por su dificultad no será objeto de atención en este contexto.

La posibilidad de que los patrones neurales permitan la resolución de problemas encuentra una descripción trasladable desde las teorías del lenguaje. También es Manuel de Landa quien atribuye “a los procesos históricos un papel más destacado” que modela “la máquina abstracta del lenguaje no como un mecanismo automático incorporado en el cerebro humano, sino como un diagrama que gobierna la interacción humana” (p. 270). Un ejemplo, agrega, es “la bien documentada habilidad de los niños para aprender un idioma exponiéndolos a la conversación de los adultos (es decir, sin haberles señalado cuáles son las reglas)”. Se trata de lo que “llevó a Chomsky a postular la existencia de un autómata innato. Pero si un conjunto de reglas externas no es la fuente de la productividad combinatoria del lenguaje, entonces, ¿cuál es?”

“Una respuesta posible sería que las palabras llevan consigo, como parte de su información, constreñimientos combinatorios que les permite restringir las palabras con las cuales pueden combinarse. Desde este punto de vista, cada palabra lleva información acerca de la frecuencia de coocurrencia con otras palabras, de tal modo que cuando una palabra dada es agregada a un enunciado, esta información ejerce presión sobre la palabra o clase de palabra que puede ocurrir enseguida. Por ejemplo, en muchas lenguas europeas, después de agregar un artículo definido a una frase, la siguiente posición está constreñida a ser ocupada por un sustantivo” (ib., 271).

Asimilamos aquí el concepto de coocurrencia al de vez, turno u ocasión.

De Landa se ocupa también de las ideas del lingüista George K. Zipf, que fue “tal vez el primero en estudiar el lenguaje como un material, es decir, como un gran cuerpo de inscripciones físicas que exhiben ciertas regularidades estadísticas. Zipf definió a la tendencia de palabras a coocurrir con otras como su grado de cristalización” Por nuestra parte preferimos concebir el fenómeno como fulguración, más cerca de la conceptología neural que de la ciencia física propiamente dicha. Preferimos, pues, la noción fundada en términos metafísicos objetivos.

Sumamente interesantes son las ideas que proporciona el lingüista Zellig Harris al respecto y relacionadas con la capacidad formal de la cristalización (o fulguración), más allá de los contenidos y significados específicos referidos a la experiencia. El modelo de Harris que evoca de Landa toma “descripciones metafóricas” como las de Zipf “y las transforma matemáticamente en la máquina abstracta que buscamos […] Su visión del lenguaje es completamente histórica: la fuente misma de los constreñimientos es la estandarización o convencionalización gradual del uso corriente” (ib., 272), se diría, pensamos, a la manera que defendió Ludwig Wittgenstein.

Entre estos constreñimientos combinatorios Harris destaca el “constreñimiento de probabilidad”, esto es, “la información que poseen las palabras acerca de otras palabras con las cuales tienden a combinarse con mayor o menor frecuencia en la práctica real”. Si en la descripción de Harris sustituimos “palabra” por “vez”, “palabras” por “veces”, obtendremos una sorprendente aproximación a la descripción que hemos deseado trazar aquí. Más aún si agregamos esta cita: “Para una palabra dada, el conjunto de sus palabras más frecuentemente concurrentes (un conjunto que se encuentra en constante cambio, contrayéndose y expandiéndose) se llama su selección y, en el modelo de Harris, es esta selección lo que forma el significado de la palabra. De aquí que el contenido semántico de las palabras esté determinado por su combinatoriedad, no por su identidad.” (Ib., 273)

Sólo resta agregar que el cuadro trazado en el plano del lenguaje es trasladable al plano de la historia vécica, en el cual las veces hacen lo que los lingüistas mencionados atribuyen al poder de coocurrencia, es decir, al efecto por el cual las palabras pueden llamarse unas a las otras por el sólo efecto de sus propiedades formales oracionales, semánticas, pero también sintácticas. No es factible, empero, inscribir ese plano en una estricta dimensión física, caso en el cual no estaríamos en condiciones de teorizar e intentar demostrar. Si se trata de fundar el hecho humano en la historia, quizá sería de la historia vicisitudinaria y un intento fundado en un historicismo del mismo cuño.

 


 

17 VISIÓN VICISITUDINARIA Y PRINCIPIO ESPERANZA

 

La esperanza, como la desesperanza, no pertenece a la utopía sino a la vida real. La realidad “que aún no es como se espera que vaya a ser” existe en la mente de todos los seres humanos, en cada uno según su particular manera, y responde a los recursos fundamentales de la inteligencia.

 

Se ha dicho que El principio esperanza (Bloch, 1977) constituye un tratado sobre la razón utópica, “una enciclopedia de los deseos y los sueños diurnos transfiguradores de la historia”, que es la expresión máxima de “una filosofía crítica y afirmativa del porvenir” (“Anthropos”, Nº 146-7), por lo que se presenta como necesario volver a leerlo y a pensarlo. Se ha dicho también que se trata de un “principio cósmico según el cual la realidad no consiste en ser todavía lo que se espera que vaya a ser” (José Ferrater Mora, Diccionario de filosofía).

“A diferencia de los filósofos de la existencia, que a los ojos de Bloch parecen haber desembocado en el camino de la desesperación, él, en cambio, escoge, desde el principio, la calle de la espera y de la esperanza, haciendo valer, en contra del pasivo ser-para-la muerte del existencialismo, el constructivo ser-para-la vida del marxismo utópico. Es más, Bloch intenta extraer lo positivo precisamente de la contraposición dialéctica a lo negativo.” (Fornero, T. I, 87)

 

ESPERANZA VICISITUDINARIA

 

Pero ¿qué tiene la esperanza tras su particular luz que ilumina nada menos que desde el futuro? Si es toda presente, realización actual, elaboración actuante, fulguración y alumbramiento, ¿cómo su fuerza puede provenir o alimentarse del futuro? Es tan importante en la vida de los hombres que hasta es posible concebirla como fundamento de una filosofía de vida, o al menos como uno de los principales ingredientes de una filosofía si bien espiritual de todos modos pujante.

La utopía en Bloch funciona como “dimensión y horizonte de su pensamiento” (“Anthropos”, Suplemento), se comprueba como sentimiento que germina en cualquier persona, que puede llegar a sostener el ánimo en situaciones límite de pesadumbre y angustia (desesperanza). Pero la realidad que aún no es como se espera que vaya a ser es la realidad en que vivimos, a todas luces la única realidad pensable y conceptualizable. Es pensamiento propio del ser humano y se hace presente en cualquier persona, por lo que la realidad utópica es una concepción de la realidad como cualquier otra.

Hay sólo que tener en cuenta que se presenta sólo como proyecto, nunca como un hecho ni como una cosa ni como un proceso consolidado. Por ejemplo, en persecución del camino el paso es algo que va a suceder; en la disposición al sueño el sueño es algo que va a suceder; en la de la lectura cada palabra aparece en una imagen que va a aparecer; en la del trabajo el trabajo está siempre empezándose. La naturaleza está llena de ejemplos en los que el fenómeno está siempre empezándose, como el mar en Valéry, el follaje en Thoreau, los días en Vallejo o el río en Heráclito.

El paso dado, el sueño soñado, la palabra leída el trabajo realizado, el mar, las hojas y los días no pertenecen a ninguna realidad acabada, en el sentido físico y empírico de la palabra, sino siempre a la irrealidad del pasado, porque siempre están a punto de aparecer y a desaparecer. Así, la realidad es siempre una actividad en proceso, flujo y reflujo, en síntesis, a veces imperceptible cambio, y, si no fuera así, la física tendría que dejar de definir sus objetos como los define, nunca como algo congelado en el tiempo y el espacio, suspendido de una manera fantasmal entre todo lo que hay; el segundo principio de la termodinámica sería falso.

Somos nosotros los humanos quienes suspendemos la realidad en cuadros más o menos estables y duraderos, la modificamos y le atribuimos una verdad sólo aparente. Por lo que la utopía de Bloch no es en verdad y en último análisis una verdadera utopía. Es verdad que entre lo que se manifiesta en la mente de los individuos hay mucho de utópico, deseado pero imposible, querido pero fuera de su alcance. Bloch habla de principio, es decir, de algo que rige la concepción de la realidad, no de la realidad. No se trata de lo puramente imaginario, la ilusión, las quimeras, lo fantástico, la ficción.

Eventualmente habría que distinguir la materia prima o fuente originaria de lo que en última instancia reviste como principio. Lo que deriva de principio puede ser lo que se quiera que sea, pero principio en sí no puede ser abstracción sino algo directamente relacionado con lo concreto, aunque no concreto; de lo contrario sería axioma y no principio. Algo que se cumple en dirección hacia otro algo y que, como quiere Bloch, y como quisieron Franz Brentano y Edmund Husserl (también Heidegger, Merleau-Ponty y otros), es mitad realidad abstracta (o verdad subjetiva) y mitad realidad concreta (o verdad objetiva). En pocas palabras, experiencia.

Bloch no es un utópico, un profeta ni un vidente, sino un filósofo, y su visión es vicisitudinaria, lo que quiere decir que tiene en cuenta lo incidental, la peripecia, la contingencia, las alternativas, los dilemas (quereres, deseos, inclinaciones, tendencias e impulsos, lo imaginable y lo posible en la infancia, la pubertad, la vida adulta, la vida anómala de los enfermos, los sueños mientras se duerme, los sueños de la vigilia). No ve el mundo ya hecho sino haciéndose, no concibe la vida ya acabada sino naciendo y desarrollándose; ve la vida no la muerte, como también se ha dicho. De todos modos, se trata de ajustar a la medida las diferentes interpretaciones, de hallarles el talle que corresponda a la comprensión cabal de la vida humana y de la condición humana a la luz de nuevas y sutilísimas sugerencias.

Por lo que se vuelve necesario examinar la calidad de la vicisitud, de descifrar la visión vicisitudinaria, porque entramos en un terreno en que las palabras se dirigen hacia diferentes significaciones y pueden estropearse si estas significaciones se mezclan. Visión vicisitudinaria es la visión que cualquier individuo humano tiene del mundo en que vive y conoce, que tiene conciencia de sí y de los demás. “Vicisitudinaria” porque entiende lo que tiene que entender a través de arduos procesos del entendimiento, no fáciles ni simples. Pues no hay un entendimiento caído del cielo ni una prodigalidad de lo innato suficiente para encarar la vida, una forma de entender que no haya que procurar por diferentes medios.

El entendimiento se forma en la medida en que se vive, y sólo la vida suministra lo que se necesita para entender, no sólo lo que haga en la vida, como el aprendizaje o la educación. Sin la experiencia de vida, sin procesos, sin historia personal, sin entornos de posibilidades e imposibilidades, de aspectos favorables y desfavorables, no habría entendimiento de nada. Los mismos procesos de aprendizaje, la educación, la adquisición de habilidades, la ampliación y la profundización de los conocimientos que enriquecen la inteligencia son posibles en tanto cada individuo los vive como experiencia única. Son incorporados y asimilados de la misma manera personal los contenidos teóricos, las lecturas, la transmisión oral a cargo de maestros y profesores: es cuestión que cada uno experimenta a su manera.

  Y esa experiencia nunca es la misma, nunca perfecta, habitual, “normal”, porque no hay cómo establecer el justo grado de la normalidad. En cambio, la vida es vicisitudinaria, conflictiva, cambiante, peleada, llena de dificultades y complicaciones que raras veces se superan o resuelven espontánea y graciosamente. Aun, se trata de resolver problemas que no se superan y resuelven con ayuda ajena, pues el individuo se ve obligado a enfrentarlos valiéndose de sus propios recursos, en la mayoría de los casos, sea porque no dispone de ayuda o porque los problemas no admiten interposición ni mediación de extraños.

 

VISIÓN VICISITUDINARIA

 

Visión vicisitudinaria es comprensión a partir de lo experiencial, la que no aplica la información de los sentidos externos, vista, oído, tacto, etcétera, sino la de los sentidos internos, si se puede llamar información, y aunque nunca se podrá establecer una diferenciación perfecta entre las dos dimensiones. Entendemos por “provisión de los sentidos internos” la facultad de sentir en el sentido que corresponde a la subjetividad, a los sentimientos, afectos y desafectos, emociones, pasiones, religiosidad, conmociones morales, estipulación de valores, reflexión introspectiva o razonamiento subjetivo, espontáneo, asistemático.

Ahora bien, esta visión no surge como resultado de la obra final, como producto del conjunto de todas estas provisiones de la experiencia personal. No surge de la simple acumulación de circunstancias vividas que se almacenan para ser utilizadas en ocasiones futuras, repertorio de soluciones ocasionales bajo el control de la memoria (o retroducciones). Tampoco surge de la prospección de lo que aún no es, de la inspiración en lo que sólo es probable o posible (inferencia prospectiva). La visión vicisitudinaria sólo puede resultar de la experiencia vuelta facultad cognitiva: actos físicos vueltos acción neural, circunstancias o vivencias convertidas en patrones neurológicos o algoritmos biológicos incorporados por la inteligencia para replicarse formalmente ante cualesquiera circunstancias nuevas conflictivas, dificultades, contratiempos, obstáculos, atolladeros.

No hay utopía sino alternativa actuante, proyección real de la intencionalidad presente, ya no de futuro. El “impulso de actuación hacia adelante”, como lo llama Bloch (60), o “espera activa” (61), la plena función de la espera esperanzada, de la espera ya no necesariamente en espera, es plenamente construcción sin planificación ni organización: es experiencia aleatoria, estocástica y adversativa. Si a la facultad de la esperanza se le quita lo que tiene de irrealizado, de no consumado, solamente de no esperado o vuelto esperanza en espera, se obtiene el impulso vicisitudinario, la esperanza sin espera, aquello que actúa en nombre del deseo, como afirma Bloch, no del “querer pasivo” o anhelo sino especialmente del deseo, de lo que sólo puede quererse, es decir, de “algo mejor”: “La exigencia del deseo aumenta precisamente con la representación de lo mejor, o incluso de lo perfecto, en el algo que ha de satisfacerlo” (30).

Visión vicisitudinaria, pues, es inteligencia, pero en estado de naturaleza en tanto esplendor de una creatividad original, dinámica no instintiva ni adquirida, no artificial ni imitada sino creada a partir de la experiencia conflictiva biológicamente racionalizada. Es domesticación de la voluntad instintiva y aplicación de la inteligencia recreada y reconstruida por la historia personal. Lo humano es hijo de la adversidad, ha de haber surgido en la faz de la tierra por obra de lo que finalmente demostró ser capaz de convertir lo que es problema en su solución, el obstáculo en el instrumento para superarlo, lo adverso en favorable.

Si fuera por Ernst Bloch, y pese a su bellísima exposición sobre la esperanza, quizá la más enjundiosa y fervorosa exposición filosófica que se conozca sobre la condición humana, en sus cimas más altas y simas más profundas, no habría cómo reunir lo “que aún no es” y lo que ya es en una sola unidad o dimensión que corresponda a la realidad admitida por todos, esa que nos informa el sentido común. Sin embargo, encontramos que la esperanza, el largo y amplio universo de Bloch, se corresponde con el universo real, el único que puede racionalmente corresponderse con lo humano.

En tanto vivimos la esperanza como vivimos la espera o la expectación, la esperanza vive con nosotros, es nuestra compañera de existencia, es una realidad tan real como nosotros. Aunque responda al deseo de algo y no a algo, igualmente hace vibrar las cuerdas y las cuerdas son reales. ¿Acaso su vibración no es también real? Sólo habría que examinar si esa vibración pertenece al futuro, si se vive como se vive la espera de cualquier acontecimiento que vuelve a producirse. Aunque la esperanza no nos informe acerca de una realidad concreta, vivimos en ella como si estuviese activo lo que en ella comúnmente encontramos de inactivo, de todavía no llegado, no generado o nacido o en estado de sólo posibilidad o probabilidad.

 

LAS DOS EXISTENCIAS

 

La realidad, la vida real, la situación vital, el presente histórico no es lo único que puede verificarse. Pues no todo es verdadero, “veri-ficado (= hecho verdad)” (Severino, 24). ¿Puede negarse la realidad de lo que se mueve y palpita, conmueve y modifica el dominio neurológico del cuerpo? ¿Acaso es irreal o no existe la sensibilidad, el llamado sentir del espíritu? Si la esperanza modifica el estado de ánimo, entonces, ha dado lugar a un cambio, y el cambio no es cambio si no se siente, si no se verifica en el cuerpo. Aparece, o en algún caso llega a figurar, como percibido, como haz de una realidad furtiva, de un rincón de la realidad habitualmente inadvertido, marginalizado por el cono de atención perceptual ocupado por lo inmediato.

Se puede dudar de que algo exista, pero para dudar es necesario contar con algo acerca de lo que se duda, porque no se duda de la nada sino siempre de algo. Así lo plantea Severino al hablar del cogito de Descartes. Conocemos la existencia de algo y luego dudamos de ese conocimiento, pues no hay posibilidad de la duda si no se refiere a alguna cosa. “Dudamos de todo: de la existencia de la tierra y del cielo, de nuestro mismo cuerpo… Descartes quiere decir: no estamos seguros de que nuestras representaciones correspondan a la realidad externa; dudamos de que éstas sean sólo un sueño. Pero este todo, del cual dudamos, debe ser conocido, para que se pueda dudar de él: si no fuese conocido, no podríamos dudar de él.” (Severino, 45)

Por tanto, aclara Severino, las cosas existen según las expresamos de dos maneras diferentes. Por lo que el verbo “existir” se refiere a lo que está fuera de la mente, y también al contenido de la mente (46). Dudamos de la existencia de algo porque “no se sabe si le compete una existencia en la realidad externa o independiente de nuestra mente […] es indudable porque, justo para poder dudar de ello, le debe competer una existencia dentro de nuestra mente”. Con la fórmula “Cogito, ergo sum” Descartes se refiere al ser que existe en nuestra mente. Cogito pienso quiere decir, pues, “dudo de todo” porque sólo lo pienso. Se duda de que la realidad se corresponda con el contenido (47).

 

SE VERIFICA UNA COINCIDENCIA

 

Ahora bien, “si la realidad en ella misma es lo que está más allá del pensamiento, por otra parte el pensamiento es también él, como tal, una realidad en ella misma: es la realidad en sí del pensamiento. Esto quiere decir que, considerado en él mismo, el pensamiento es la certidumbre y a la vez es la verdad: no la verdad de la realidad que está más allá de la certidumbre, sino la verdad que compete a la certidumbre en cuanto también la certidumbre es una realidad y no una nada. La indudabilidad de la existencia del pensamiento significa que justamente porque está en duda la correspondencia entre la certidumbre y la verdad, hay un punto —Descartes lo llama ‛punto de Arquímedes’— en el cual certidumbre y verdad, pensamiento y realidad en sí, coinciden.” (Severino, 48).

Dice Descartes: “Para mover el globo terrestre de su lugar y trasladarlo a otro, Arquímedes no pedía sino un punto fijo y seguro. Así tendría yo derecho a concebir grandes esperanzas si fuese lo bastante afortunado como para encontrar algo cierto e indudable.” (Descartes, 223) Así, pues, el conocimiento de algo se registra objetiva y subjetivamente, y coinciden en cuanto a certidumbre y verdad si se tiene en cuenta que uno se refiere a lo externo y otro a lo interno. Las “normas de verdad o certeza” buscadas afanosamente por los filósofos, especialmente por Karl R. Popper, y reñidas con el sentido común y el idealismo (Popper, 69), son atribuibles al conocimiento subjetivo y no sólo al objetivo. Sólo éste dispone de la verificación, del hecho-verdad, pero el subjetivo también se refiere a hechos, y ambos son existencias. Una existencia de la realidad fuera del pensamiento y otra existencia de la realidad del contenido del pensamiento.

No hay cómo negar que son conocimientos confiables, en los que se puede confiar, dignos de confianza o fe, en los que es posible fiar-se (del latín fidare). Se deposita una fe en uno de ellos porque existe como contenido del pensamiento, y se deposita una fe en el otro porque existe fuera de la mente como realidad en sí. De modo que la esperanza, en tanto contenido del pensamiento, pertenece a la realidad de la mente, y forma parte de la duda en tanto certidumbre implicada en el pensamiento. La esperanza, pues, se corresponde con la duda, es decir, con el pensamiento que piensa sobre su más allá exterior, pero, sea por su grado de confiabilidad o de fe, es el punto en que certidumbre y verdad, pensamiento y realidad, están más próximos y prestos a coincidir.

 

LA ESPERANZA ¿ES VICISITUDINARIA?

 

Hemos dicho que la esperanza, en tanto contenido del pensamiento, pertenece a la realidad de la mente, y sólo falta examinar si esta realidad, en su “más allá exterior”, es atribuible a lo que aún no es o a otra fuente no enmarcada en el tiempo cronológico, ni a lo “que aún no es como se espera que vaya a ser”. Enseguida intentaremos este examen.         

El algo de que se duda en la esperanza es casi el algo en que se fía; en otras palabras, la esperanza es el punto en que tienden a coincidir el pensamiento y la realidad, aunque no coincidan nunca plenamente. Ese no coincidir nunca plenamente es lo que suministra una fuerza más poderosa que la que separa la duda de lo indudable. Se manifiesta como una sola pulsión, una misma disposición ante cualquier acto a realizar o pensamiento a predisponerse para la acción, y depende del grado de importancia que tenga para la conciencia.

Puede tratarse de un acto sencillo, por ejemplo, encaminarse rumbo a un lugar alejado de donde se está y con un cometido cualquiera. Para entonces, habrá una implícita objetivación del pensamiento proyectada hacia lo venidero o, más exactamente, la consagración o la intención de consagrar un acto que implica un cambio, una modificación del estado en que se está con el fin de adecuarse al estado de situación que adviene. También puede tratarse de algo más complejo o más complicado, por ejemplo, tener que optar por una de dos o más alternativas, decisivas o perentorias. Para entonces, la relación entre el pensamiento y la realidad tenderán a separarse y en el extremo bordearán el escepticismo o la incredulidad.

Siempre dudamos, aunque no nos demos cuenta. Y frecuentemente nos encontramos próximos al “punto de Arquímedes” (Descartes, 223), ese punto “en el cual certidumbre y verdad se identifican. Pero Severino señala que la verdad originaria, según Descartes, y que está en el fundamento del saber, “no es algo encontrado por el pensamiento, sino algo que se impone al pensamiento sólo en el acto en el cual el pensamiento piensa, o sea sólo en el acto en el cual el pensamiento se produce”. De modo que “hay un punto —la existencia del pensamiento— en el cual la certidumbre es idéntica a la verdad”. Y, aunque “se trata sólo de un punto”, según Descartes, si se trata de “certidumbres auténticas”, son idénticas a la verdad (Severino, 48).

La esperanza no puede corresponderse sino con ese punto de Arquímedes que permite mover el mundo. Es inútil negar una fundamental participación de la subjetividad, la flor y nata del sentido común, en el conocimiento científico y en las demás manifestaciones del saber, sea la intuición o las diferentes modalidades de la inferencia, deducción, inducción, retroducción, prospección o probabilidad. No es inoportuno diferenciar estas metodologías, pero sí lo es procurar el desprestigio de algunas o sobrevalorar alguna de ellas. Se debe tener en cuenta una especie de secuela probabilística que no puede ser mensurada ni catalogada como inferencia: la esperanza.

 

SÍ, LA ESPERANZA ES VICISITUDINARIA

 

Es necesario especificar a qué clase de esperanza se puede atribuir el arduo perfil del conocimiento, sea de la naturaleza que fuere, certidumbre, duda, augur, probabilidad, etcétera. Aquel que participa en el mundo abraza siempre la esperanza, ajeno a la razón estricta, respaldado en la fe, religiosa o no. Algo así como un saber de lo que todavía no es que funciona como un saber concreto y actuante aplicado a lo que ya es. Ese saber de lo que todavía no es, y que a veces nunca llega a ser, presenta diferentes grados de creencia y confianza, por lo que hay más de una clase de esperanza. Sin duda, la que importa es la que dispone de una operatividad consuetudinaria, pragmática, defectible y espontánea.

Habíamos afirmado que la esperanza pertenece a la realidad de la mente, de lo que se desprende que también es real, aunque referida a un “más allá exterior”. Pero ¿de qué más allá se trata? ¿Es exterior a la mente? ¿Es un más allá temporal, como lo sugiere el principio esperanza? Un examen minucioso del asunto sugiere que, aunque se trata de un estado mental correspondiente al despertar de la esperanza en la conciencia, o en el subconsciente, el más allá en cuestión no puede resultar sino de la elaboración genuina procesada en la experiencia. Pues no nacemos con la esperanza, aunque sí con pulsiones de la talla del deseo y el amor.

Por lo que se deduce que la esperanza participa de la gran operación por la que el individuo humano se convierte en un solucionador de problemas y en un revelador de misterios. Se comprueba que forma parte del conocimiento vicisitudinario o vécico. Pues, en tanto el saber vicisitudinario emplaza a la realidad acorralándola en el mundo en el cual ha operado, en el cual ha modificado la realidad volviéndola a su favor, convirtiendo el orden del problema en la solución del problema. Con lo que ha logrado que la certidumbre y la verdad, el pensamiento y la realidad coincidan. Así, pues, la esperanza es eminentemente una fe vicisitudinaria.

Eso no modifica para nada ni le hace la más mínima mella al principio esperanza. Por el contrario, lo complementa, despeja cualquier misterio que pueda presentarse, allana cualquier clase de duda o sospecha sobre un asunto del todo complejo, profundo y arduo. La esperanza tiene su verdadero asiento en el ser y no en el tiempo, su natural arraigo en el presente y no en el futuro, su más encendido fervor en lo biológico y neurológico y no en lo que lo histórico tiene de premonitorio. Lo histórico interviene en cuanto a lo que atañe a la persona, a la historia de la persona. Y de esa historia, lo que ha sido su nervio central, la experiencia metamorfoseada en inteligencia. 

 

 

 

 


 

18 PRAGMÁTICA DEL SABER

 

Es posible considerar que la filosofía consiste en el estudio de la apariencia, aunque también estudie otros asuntos. Apariencia es, huelga decir, lo que aparece a los sentidos e incluye lo que afecta los sentimientos y la emoción, los valores y la moral.

 

Toda creación filosófica se apoya en una idea central que se aplica en desarrollos sucesivos y que se parece al leitmotiv en música. La idea originaria demanda un esfuerzo y severas explicaciones, pero la ampliación y aplicación de la idea como fundamento metodológico, respecto a variedad de problemas, demanda aún mayor esfuerzo y más explicaciones que a veces escapan del dominio estrictamente filosófico. En el intento de correr algunos velos que ocultan la realidad al entendimiento y a los mismos sentidos es preciso establecer qué se entiende por “realidad”.

La acción humana que se vuelca en y sobre el entorno determina la realidad para el entendimiento. Si no se diera esta originaria relación del individuo con el mundo quizá no habrían surgido las nociones de verdad y falsedad y de lo que se suele creer y no creer. Esa relación se da en la experiencia, y sin ella no daríamos como real lo que está fuera del alcance de los sentidos, ni como verdadero lo que no se puede hacer comprender en esa relación con el mundo y resulta sólo probablemente verdadero o probablemente falso. Nos referimos a una clase particular de experiencia.

¿Qué caracteriza al entorno y es decisivo para el entendimiento? Lo primero es la adversidad, es decir, lo que el entorno presenta como obstáculo o impedimento para el pensamiento y la acción. Lo segundo es la respuesta, la conducta dirigida a integrarse en tal entorno como un componente más. Lo fundamental de la respuesta consiste en una modificación sustancial por la que lo adverso se vuelve favorable.

 

 

ESQUEMA INICIAL

 

Una vez cumplido este ciclo relacional a través de la experiencia, el entendimiento consolida una noción de verdad, aquello en que se puede creer a partir de medios propios, y en que arraigan las relaciones de la verdad con la realidad, de la cual el sujeto forma parte. Mientras tanto el entendimiento despliega la noción de verdad en función de dos grandes principios bajo los cuales caen los juicios sobre lo necesario y sobre lo accesorio: lo bueno y lo bello, es decir, lo favorable y lo agradable para sí y para la convivencia, uno de los mayores problemas que es necesario resolver.

Lo verdadero, lo bueno y lo bello constituyen los tres elementos básicos que anidan como sustento del pensamiento y guían la acción, aunque están también sus opuestos, falso, malo y feo, e ingredientes subespecie, amor y odio, voluntad e indolencia, crueldad y piedad, etcétera. Estos elementos básicos de la naturaleza humana se recrean en la experiencia, se fortalecen, se debilitan o se mantienen siempre igual. Tales son las suertes que corren, pero estas suertes dependen de lo que el individuo haga consigo mismo, y de la consideración que tenga en su entendimiento por el resto de los individuos. De tal consideración surge el cuarto elemento básico: lo social, que en sí no puede elegir y por lo tanto no es ni verdadero ni bueno ni bello ni sus opuestos.

En la descripción de este cuadro cumple una función central la idea de experiencia, pero también es necesario confirmar el significado filosófico de este término. En general es usado de acuerdo a cinco aspectos que se parecen, pero son bastante diferentes. Primero, como “aprehensión por un sujeto de una realidad”, y también como “una forma de ser, un modo de hacer, una manera de vivir”. Segundo, como “aprehensión sensible de la realidad externa… antes de toda reflexión”. Tercero, como “enseñanza adquirida en la práctica” y se habla entonces de “experiencia en un oficio y en general de la experiencia de la vida”. Cuarto, como “confirmación de los juicios sobre la realidad por medio de una verificación”, por lo general sensible, demostración o confirmación. Quinto, como “el hecho de soportar o sufrir algo”, como el dolor o la alegría.” (Ferrater Mora, Diccionario de filosofía)

La experiencia, aun considerada como “el punto de partida del conocimiento”, juega un papel específico en la concepción de Kant: “Kant admite, con los empiristas, que la experiencia constituye el punto de partida del conocimiento. Pero esto quiere decir sólo que el conocimiento comienza con la experiencia, no que procede de ella (es decir, obtiene su validez mediante la experiencia)”. Para este filósofo del siglo XVIII la experiencia es “el área dentro de la cual se hace posible el conocimiento. Según Kant, no es posible conocer nada que no se halle dentro de la ‛experiencia posible’. Como el conocimiento, además, es conocimiento del mundo de la apariencia […] la noción de experiencia se halla íntimamente ligada a la noción de apariencia” (ibidem).

¿Pero qué es el “área dentro de la cual se hace posible el conocimiento”? Kant se refiere a los conceptos, elementos esenciales del entendimiento que permiten interpretar la apariencia, descifrar la realidad (y la existencia). Dice: “Hay sólo una experiencia en la que todas las percepciones se representan como conjuntos completos y conformes a leyes, al igual que sólo hay un espacio y un tiempo en los que se dan todas las formas del fenómeno y toda relación del ser o del no-ser”. Y enseguida agrega: “Cuando hablamos de experiencias diferentes, éstas sólo son percepciones distintas que pertenecen, en cuanto tales, a una única experiencia general. En efecto, la unidad completa y sintética de las percepciones constituye precisamente la forma de la experiencia y no es otra cosa que la unidad sintética de los fenómenos obtenida mediante los conceptos.” (Crítica de la razón pura, A 110)

 

AMPLIACIÓN DEL ESQUEMA

 

Esa “unidad sintética de los fenómenos obtenida mediante los conceptos”, de Kant, ¿qué es? ¿Cómo llega a originarse, a desarrollarse y a formarse en el entendimiento? Queda claro que se forma a través de la experiencia, ¿pero, de qué manera? Kant nos remite a la función que cumplen las categorías, y de allí en adelante se puede seguir el célebre derrotero que traza como un iluminado ingeniero del conocimiento.

Aquí sólo nos detendremos en una posible derivación inesperada, pues esa “área” o unidad sintética de los fenómenos que se logra mediante conceptos parece no responder puramente a conceptos sino también a habilidades contraídas en la experiencia, no de acumulación simple de experiencias pasadas sino, especialmente, de una unidad sintética de todas las experiencias. De conceptos, pero también y fundamentalmente de patrones neurológicos cuya formación en el entendimiento depende en su generación de lo que se haga con la experiencia vivida, con la vivencia o con el acto en que la circunstancia reúne al problema de turno con su eventual solución.

La idea inicial se esconde en la experiencia, como surge de la definición tercera de Ferrater Mora, pues ella tiene que ver con el conocimiento en forma directa en tanto “enseñanza adquirida en la práctica” y no en tanto aprendizaje teórico o inducido. Se trata de la idea según la cual la experiencia es el campo de actividad y acción en el que la adversidad es transformada en su contrario por parte del mismo sujeto, transformación de la cual resulta una impresión o fulguración que en lo sucesivo se activa ante la necesidad de resolver problemas nuevos y revelar misterios aún no revelados.

Este saber, pues, no es el saber que vuelve a aplicarse una y otra vez ni una habilidad que resuelve un problema muchas veces o realiza una tarea consabida con idoneidad. Es, en cambio, la idoneidad adquirida en una circunstancia personal de resolución de problemas, con una historia personal y a través de un recurso de creación también personal. La que vuelve a operar de manera semejante a como opera el sistema nervioso vegetativo por reacciones instintivas y automáticas del organismo.

 

MÍNIMO DESARROLLO

 

El saber que se adquiere por experiencia propia, en forma independiente de los demás saberes, innatos, adquiridos por trasmisión o implantados en tanto contenidos que se memorizan y vuelven a aplicarse en circunstancias semejantes, ¿cómo puede inspirar una interpretación posible de la condición humana o en su lugar inspirar rudimentos para una filosofía?

Este saber exclusivo es el que la determina y, si bien no es el que define definitivamente la realidad, al menos es el que propone tentativamente qué es verdadero para la persona y qué no, qué es real y qué no, y qué es el mundo y la vida, siempre en el fuero íntimo. Da lugar a una interpretación primaria a partir del sistema problema/solución del problema, eminentemente subjetiva y a la vez operativa. Es la que en primer término echa luz sobre la famosa “área en la que se hace posible el conocimiento" de Kant. Corresponde a la modificación del entorno del cual forma parte el sujeto humano y que éste delimita a través de una acción personal directa y propia, no implantada, cuyos alcances son únicos.

Así nace la concepción de la realidad y el concepto de verdad que en última instancia maneja la persona, aunque se adorne con los saberes adquiridos por transmisión o aprendizajes inducidos. Sólo esa vía por la que en la experiencia se selecciona lo que es capaz de convertir lo adverso en favorable (exitoso o no, pues puede resultar favorable, aunque no decididamente exitoso) es la que se demarca en la historia personal, la que tiene que ver con el saber en el que la persona puede confiar, o en que solo confía en tanto no es desechado por otro llegado desde afuera que lo desbarranca.

Viene todo a depender de esta sencilla historia, una historia de acontecimientos innominados, no fácilmente determinables, historia que ha estado en la base de los empeños, trabajos, luchas, éxitos y fracasos y que funciona como generadora de pautas de carácter recursivo, pensamiento y acción. Fundamentalmente, depende de esta clave del saber personal la misma concepción del mundo y de la vida. Porque no hay posibilidad de comprender nada y de desempeñarse con felicidad en el entorno sin el acervo de esa inteligencia autónoma y superior que sólo se adquiere enfrentando la adversidad y modificándola de alguna manera.

De la interrelación del hombre y el medio surge la comprensión inicial de la realidad. De ella resulta el grado de verdad y la índole de las ideas y creencias en la esfera consciente. Pero la verdad y la índole de las ideas en la consideración general, en la sociedad, la cultura, la ciencia y el pensamiento, son otras o son las mismas ajustadas, pulidas y consensuadas, y comprenden el llamado conocimiento humano. La misma interrelación aumentada es la fuente de la que se alimenta el sentimiento de lo social, el reconocimiento del otro y la predisposición a la convivencia. Pero la aumentada no se da sin la otra disminuida.

Se adquiere por esta vía los atributos del saber, y se alcanza el plano en el que se puede hablar de conocimiento sistemático, de ciencia fáctica y social, de filosofía, de derecho, etcétera. De manera que lo histórico personal se convierte en histórico social e historiográfico, y aun en sentimientos estéticos. El sistema problema/solución-del-problema es para entonces la fuente del saber, la respuesta humana ante la apariencia y el disparador de todos los demás sistemas de conocimiento.

 


 

19 EPÍLOGO: FILOSOFÍA Y PERSONA

 

Hemos venido presentando una idea sobre el conocimiento, pero sobre el conocimiento de que dispone en su particular situación y circunstancia un individuo humano cualquiera. Por esta razón hablamos de saber, y de conocimiento sólo cuando lo ha requerido el contexto“Saber” parece algo más amplio, más vago también, y es aquello con que cuenta como recurso cualquier persona en el marco del conocimiento común y corriente.

La idea incluye el supuesto de que lo decisivo de ese saber surge de las interrelaciones con el entorno y no sólo del conocimiento adquirido teóricamente o por aprendizajes y tareas mecánicas o reiterativas. Y también que esas interrelaciones son las que permiten obtener algunas certezas sobre la realidad circundante y adquirir la noción de verdad o de falsedad del mundo y de la vida, las que funcionan directamente en los entornos y circunstancia de todos. Estas interrelaciones nos suministran un saber elemental, primario, pero original, autopoiético, sembrado y cosechado por medios propios y previo a todo conocimiento sistemático.

A nadie escapa que palabras como idea, saber, realidad, verdad, encierran profundos significados y adquieren sentidos diversos en contextos muy diferentes. Los sentidos que les hemos dado aquí son los sentidos comunes, las acepciones que solemos darles en la vida práctica. Sólo hemos agregado la pretensión de que ellos son los que más interesan a la filosofía.

Interesan a la filosofía porque la filosofía también se funda en lo elemental y primario. También nace como reflejo del accionar del hombre sobre el medio, como discurso que se inspira en la relación directa con el mundo y en pulso idéntico al de la vida. No quiere decir que la filosofía sea un saber independiente del acervo gigante de todos los pensadores de la historia, nada de eso. Sólo quiere decir que sin la aplicación del pensamiento en lo concreto y en lo darles en vivido intensamente no puede innovar, formular sus preguntas de manera que despierten nuevas respuestas y ayuden a revelar nuevos misterios.

Lo expresado hasta aquí es cuestión conocida y compartida por muchos. No lo es, en cambio, que el contacto con el entorno, el intercambio del cual surgen los componentes del sistema P/SP o sistema problema/solución-del-problema (que por lo demás es un concepto cuya importancia antropológica no ha sido destacada, hasta donde sabemos), no produce sólo experiencia memorizable y lo necesario para asimilar el conocimiento teórico sino, especialmente, experiencia integrada como saber personal. Esta es la primera tesis de una teoría que hemos llamado vécica por inspirarse en lo que encierra la palaba vez. Encierra lo ocurrido en veces innumerables en las que hemos producido inteligencia y cuyo registro en la memoria no interesa ya.

Es a partir del sistema P/SP que el sujeto concibe el mundo y la vida, enlaza realidad y verdad, convicción e incredulidad. Configura una visión general acerca del mundo y la vida que orienta su pensamiento y su conducta en el ámbito personal y en el social. Es una construcción propia y no una adquisición ya construida, del todo vicisitudinaria y raras veces ordenada y natural: más edificada que adquirida.

De este sistema participa todo ser humano, en grados de desarrollo diferentes, pero siempre en desarrollo. Desde que cada ser humano posee una inteligencia diferente, un cuerpo diferente, una moral, una sensibilidad, o sea, una personalidad diferente, también ha respondido al influjo del sistema P/PS de manera diferente, que puede parecerse a la de los demás, pero nunca del todo. Esta particularidad obedece al sentido declarativo de la expresión “filosofía de vida". Porque, en efecto, la persona, lo sepa o no, fuera de una manera acabada o a medio acabar, posee una filosofía personal. Ha consolidado en su mente una concepción de la realidad, experimentado sus favores e inconvenientes, quizá sufrido en el proceso e, incluso, la ha modificado en su desempeño de vida. Por lo que tiene un pensamiento elaborado o a medio elaborar al respecto que es el que dirige su conducta.

El orden explicativo que al respecto maneja la tradición filosófica es inverso. Busca explicar la relación del ser humano con el mundo tomando como referencia el conocimiento alambicado y consensuado. Se vale de él para contrastar las particularidades del conocimiento común, del orden del saber primitivo, de las creencias, de la fe, de la religión. Lo que pertenece al ámbito subjetivo no es confiable para la tradición filosófica moderna, aunque se haya movido en ese ámbito asistida por la razón y por la percepción sensible desde siempre. El filósofo ha olvidado que la subjetividad tiene su asiento en la experiencia, como el conocimiento objetivo, el más apreciado por la ciencia.

Paradójicamente, la subjetividad brinda información más concreta que la objetividad, pues la objetividad es pura abstracción. La subjetividad, en cambio, arraiga en lo humano como la raíz de una planta en la tierra. Este detalle no emparenta la teoría vécica con la tradición naturalista, con el supuesto de que la única realidad es la naturaleza. Tampoco, como ya se habrá advertido, con el idealismo subjetivo para el cual la realidad es una construcción de la mente.

Para el saber común no se trata de desentrañar nada más que lo que atañe a la adversidad que en el entono se opone a todo desempeño. La naturaleza comprometida en el entorno es conocida por todos, y se puede vivir en ella sin explicaciones y aun sin ciencia. Y no se trata de apoyarse en solo ideas, en las construcciones ocasionales de la mente porque, en general, el saber común tiende a orientar al individuo en el sentido de la acción inmediata, necesaria, más que en el sentido de una elaboración mental que requiere de espacio y tiempo particulares.

 

 

 

 

 

 


 

II. EN EL UMBRAL DEL SABER 

 




 

MIRAR EL CIELO

 

“Estamos anclados en el presente cósmico, que es como el suelo que pisan nuestros pies, mientras el cuerpo y la cabeza se tienden hacia el porvenir. Tenía razón el cardenal Cusano cuando allá, en la madrugada del Renacimiento, decía: El ahora o presente incluye todo tiempo: el ya, el antes y el después.”

 

(Ortega y Gasset, 1991, 208)

 

De acuerdo con una primera impresión al mirar el cielo surge la sospecha de que por allá arriba no hay momentos ni tiempo, y que aplicamos nuestras pautas de medición a una realidad que sobrepasa nuestro saber.

 

No estamos seguros de que en el universo haya momentos, y es probable que todo en él se mantenga por siempre, sin principio ni fin, como sostienen algunos cosmólogos (teorías estacionarias). Al sentido común le es difícil entender el tiempo: el pasado porque ya pasó, el presente porque es inapresable y el futuro porque aún no es. De acuerdo a la noción de tiempo prácticamente no existiríamos, lo que resulta absurdo.

Tomemos un fragmento del universo, una estrella, por ejemplo. Supongamos, sin que se trate de nada científico, que la estrella empieza a formarse, alcanza lo que tiene que alcanzar para ser estrella, existe como tal en tanto su energía se va transformando, su combustible nuclear se agota y tras un larguísimo proceso explota y muere. Todos esos estados relativos, las diferentes configuraciones de la estrella y del espacio en que se resuelve su suerte, así como las configuraciones de los diferentes componentes en torno a lo cual se define lo que llamamos estrella, ¿es su presente?

Para un observador humano es la suma de todos los acontecimientos, los del presente y los del pasado. Pero ¿de qué presente y de qué pasado? Es claro que es presente y pasado del observador, no se sabe si de la estrella. Desde que existen humanos sobre la Tierra la estrella Sol se mantiene incólume, posibilitando todos los presentes de todos los habitantes terráqueos de todos los tiempos. Si bien pensamos que el presente de cada momento humano se corresponde con el presente de cada momento solar, parecería que los tiempos no son los mismos.

Todo induce a desconfiar de estas comparaciones, pero es posible que el tiempo del Sol pueda ser medido en una escala diferente a la humana, no con nuestras unidades de medida sino con unidades cósmicas establecidas de acuerdo a movimientos, masas y otras relaciones interestelares diferentes. De lo que se sigue que la noción de transcurso de tiempo sería también diferente, y que, dadas las gigantescas distancias entre las entidades estelares, también serían gigantescos los tiempos. Y no hay más que dar un paso para concebir tiempos extremadamente extendidos, respecto a los cuales los humanos serían insignificantes. Aún más, se puede concebir un tiempo con duración prácticamente infinita, algo difícil de comprobar y que se refleja patentemente en algunas teorías cosmológicas de la más reciente astrofísica.

 

LA VARA DE MEDICIÓN

 

No podemos entrar en contacto con estos hechos cósmicos sin que nos parezca que se producen de acuerdo a una cadena de nacimientos, desarrollos, transformaciones y muertes. No disponemos de sentidos capaces de abarcar el fenómeno tal como es en su realidad, en forma independiente a las limitaciones perceptuales y cognitivas de los observadores terráqueos. Por otra parte, la relatividad induce a imaginar cuánto influye en nuestras observaciones y razonamientos la posición en que estamos, las consiguientes perspectivas, el movimiento y la clase de trayectoria que sigue el sistema Solar. ¿Cómo se podría imaginar que tales hechos se producen sin tener que acotarlos a la comprensión de la mente humana? No lo sabemos, pero se puede sospechar de cómo influyen esas limitaciones en nuestro conocimiento del Todo.

Si fuera por cómo los percibimos y pensamos, no apreciaríamos desde la Tierra los mil estados en que conocemos ese Todo, los fenómenos del universo. Si sólo fuera por cómo apreciamos aquí las cosas, de las que sólo se nos aparece el estado en que están ahora, nos sería imposible entender nada del enorme espacio en que un insignificante planeta gira en torno a una modesta estrella. Ni de cómo resulta que nuestro sitio en el universo sirva de asiento para que se desarrolle la vida, que lo inorgánico se metamorfosee en orgánico y lo orgánico en inteligencia.

Por cierto, nos es posible investigar la historia de un objeto o de un ser vivo en la Tierra, porque también podemos apreciar muchos objetos y muchos seres vivos en ella, en sus diferentes estados de desarrollo, y colegir cómo es la historia de cada cosa y de cada ser vivo. Pero ¿qué quiere decir “historia” en el infinito dominio de la realidad que sabemos comprende infinidad de galaxias, sistemas de galaxias y grupos de sistemas de galaxias? ¿Tienen historia o sólo es presente, un presente que tendríamos que aprender a concebir, para no decir observar? Hay historia en la Tierra, pero ¿qué hace la diferencia con la historia del universo?

Hay una diferencia y es la que determinan los sentidos humanos en plena actividad, la actividad que consiste en vivir. En la medida en que vivimos entre las cosas y los seres vivos, en esta pequeña zona del Todo, es necesario que se mantenga en armonía con nosotros, que somos una de sus partes. Es preciso que nuestro hábitat sea procesado por el entendimiento, sus diferentes manifestaciones, sus estados, desarrollos, nacimientos y muertes, transformaciones de unas formas en otras. Satisfacemos tal necesidad atribuyendo un cierto orden a lo que nos parece serie, un orden que llamamos razón. Todo lo que conocemos se ha adecuado a ese orden, ha sido puesto en el entendimiento gracias a él.

Ahora bien, el cerebro funciona de acuerdo al mismo orden por él concebido. Se desarrolla siguiendo la imperiosa necesidad de satisfacer los requerimientos de la vida, y de tal manera que su poder de conocer, de cumplir con la misión vital que consiste en hacer posible la vida, es el mismo poder de conservarse como tal, el poder de vivir. Volver posible el conocer y volver posible la vida ha sido uno y el mismo fenómeno que se nos aparece como dividido en dimensiones diferentes, una corporal o palpable y otra mental e impalpable. Pero ambas componen una misma y única actividad con los mismos procesos, que se enmarcan en la misma naturaleza.

No tenemos otra alternativa que aplicar nuestro cerebro para entender el universo, el mismo que nos permite entender la vida y el mundo terreno y, además, al mismo cerebro. Tierra y universo son dispuestos de tal manera que sus permanentes cambios, múltiples movimientos, accidentes y cursos naturales, se disponen en una y otra de esas dimensiones. Y en tanto series de transformaciones, como dimensión palpable y como dimensión impalpable, como presente o como pasado. Pensamiento, materia, hechos, todo en algunos de esos compartimentos estancos.

 

LA VARA DEL TIEMPO

 

La razón nos permite comprender un universo que posiblemente requiere otro instrumento para ser comprendido a cabalidad. En todos los grados posibles de sus aplicaciones, matemático, físico, filosófico, psicológico, etcétera, el cerebro espera encontrar, aún más allá de su puesto de observación terreno, una realidad que responda al mismo orden en que ha observado a la realidad local, porque no dispone de otro. Las magnitudes locales no alcanzan y se conciben magnitudes cósmicas: el año luz, el parsec, la unidad astronómica, los eones.

Justamente, disponer de otro orden capaz de descifrar los misterios del universo –y de paso los de la Tierra– es a lo que tiende la ciencia de hoy. Tiende a perfeccionar el mismo orden sin desviarse de sus fundamentos racionales y sólo ampliándolos. Con ello permite que la razón flexibilice sus principios o genere otros nuevos y los acomode para que no contradigan y en cambio corroboren la veracidad de sus supuestos, observaciones, teorías, comprobaciones y demás requisitos teóricos y experimentales. Igualmente, la filosofía tiende a flexionar el rigor de sus especulaciones respecto a la vida y a lo que abarca como mundo conocido.

  Lo diferente entre apreciar el todo en el universo y el todo en la Tierra, pues, consiste en que no nos es posible flexionar ese orden, los principios y fundamentos racionales de modo que sean capaces de abarcar la realidad cósmica. Esta realidad, aunque comprenda la misma realidad que conocemos en nuestro entorno solar, se aprecia de otro modo. Y el modo de apreciar humano es relativo a tamaños, a masas, a movimientos celestes locales o a múltiples formas de manifestarse la energía. En la escala del hombre todo se aplica de acuerdo a la razón, a la lógica, a la matemática, a la ciencia. Pero no hay cómo aplicar la escala del universo al hombre, la que se ajusta a tamaños, masas, movimientos, expresiones de la energía que requieren una ampliación inusitada de la razón.

Es curioso que podamos “tocar” la radiación de fondo de microondas, pero que no podamos hacerlo con restos de la energía consumida en nuestro nacimiento. Sólo contamos con relatos de nuestros padres, con fotos o videos que nos remiten irremediablemente a un pasado del cual nosotros somos el rastro. Porque nos vemos restringidos a confirmar como existente sólo lo que se puede percibir, o lo que se capta mediante instrumentos que hemos inventado para potenciar los sentidos. La fotografía de un bebé es uno de esos instrumentos.

   Lo que aquí se nos aparece en pequeño lo pensamos como posible en grande. En la misma Tierra se nos presenta al entendimiento la oposición entre lo grande y lo pequeño, así como otras oposiciones como lo que existe y lo que no existe, lo que tiene vida y lo que no la tiene, lo que es posible percibir y lo que no, lo que tiene movimiento y lo que está en reposo, etcétera. En cuanto a todo esto, la razón aplica un mecanismo funcional a la comprensión: lo perceptible, es decir, lo que queda al alcance de los sentidos, se dice que responde al estado de cosas del presente, mientras que lo que ha dejado de ser perceptible responde al estado del pasado, así como lo que se supone que alguna vez será perceptible responde al estado del futuro.

Por otra parte, si algo deja de ser perceptible, sea un ser vivo porque ha muerto, una nube porque se la ha llevado el viento o un navío porque ha desaparecido tras el horizonte, sabemos que se ha convertido en otra cosa o que está en alguna otra parte o que algo interfiere nuestra percepción. La remisión de las cosas a las tres dimensiones del tiempo no es todo con lo que contamos: también poseemos la noción de cambio. Ha cambiado de ser vivo en ser muerto, la nube ha cambiado de lugar, el navío se ha ocultado a nuestros ojos. Sin embargo, algo que se remite al pasado de algún modo se mantiene en el presente merced a una transformación que cambia su apariencia, pero no cambia en su esencia ni pasa a otra dimensión del tiempo. 

 

PARA EL UNIVERSO NO HAY TÉRMINOS DE COMPARACIÓN

 

Por esta razón decíamos que en el universo apreciamos el tiempo de manera diferente a como la apreciamos en la Tierra. Parecería que para el universo no existe la posibilidad humana de aplicar pautas de medición, y que “todo depende del cristal con que se mire”. Los diferentes estados físicos transmitidos por la percepción son conocidos a través de las pautas de la escala humana. Estas pautas se desdibujan en la escala cósmica o no sirven a la comprensión inmediata, aunque sirven a la matemática. Luego, la matemática nos ayuda a comprender esos estados físicos, aunque no a percibirlos como los de la escala humana.

No parece posible confiar en términos de comparación al mirar y admirar el universo. Sea, por ejemplo, una estrella; es muy difícil determinar su pasado, su presente e igualmente su futuro. ¿En qué estado de la estrella nuestra percepción descubre lo que llega a conocer de ella? ¿Coinciden los presentes temporales? El tiempo de una estrella medido de acuerdo a la escala humana sólo tiene sentido para la ciencia, la que “traduce” su conocimiento para que pueda asociarse a nuestra vida, a nuestro mundo, a nuestra comprensión.

¿Se podría pensar en una clase de conocimiento de orden universal, en una razón elevada a la potencia cósmica, en un conocimiento diríase absoluto desprovisto de cálculos? Algunos descubrimientos científicos, como los de última generación en materia de cosmología estacionaria, corroboran el supuesto de que todo está ahí desde siempre. Por lo que, sin tomar esta referencia como algo definitivo, deberíamos conocerlo y comprenderlo sin traducción ni cálculo. Pero decimos “desde siempre” sin conocer con exactitud el significado de esta expresión. Porque se aprecia claramente que a grandes escalas no hay tiempo terrestre, no hay “siempre” ni “nunca” al menos como concebimos estas nociones a escala humana.

Al parecer se trata de un recurso forjado por la mente (Kant) a través de la evolución (Darwin), para reducir la apariencia a las exigencias de la comprensión, el recurso que llamamos “razón” o, mejor, razón pura. Acomodamos la apariencia en arreglo a la realidad terrenal, que es comunicada y elaborada por el sistema nervioso, pero que todavía no ha evolucionado lo suficiente como para adaptarse a la realidad cósmica –así como el cuerpo humano no está adaptado originalmente a la vida en el espacio. Decimos que la luz recibida desde una estrella lejana puede ser la luz de una fuente que ya no existe, pues, como la luz tarda en recorrer la distancia que la separa de nosotros, quizá ya se ha extinguido. Pero ¿ya no existe? Queremos decir que su estado no es el estado de la estrella en su plenitud. Pero ¿cómo es que no existe? ¿Qué es de lo que en ella ya no existe?

El pasado es una invención con la que resolvemos el inconveniente de no poder percibir el proceso en su integridad. Es más convincente, aunque no definitiva, la idea de que no hay pasado y que todo está aquí y allá, sólo que transformado. Que la idea de que algo pasó y no pertenece ya al dominio de la percepción es del todo cuestionable. El problema remite al reino de los problemas de grado. Quiere decir que la percepción no se suspendería por una desaparición de lo percibido, que sigue en pie, sino por un cambio en los estados físicos en una escala de grados, y que esta escala va de lo que para la percepción en su inicio es plenamente perceptible a lo apenas perceptible y a lo imperceptible.

Existiría una cisura que dividiría la comprensión en el plano de unas grandes dimensiones, o que la reduciría en el plano de unas muy pequeñas, como las del mundo cuántico. Podríamos esperar, para ser modestos, una mayor probabilidad de que se debiera a la insuficiencia de nuestra capacidad de conocimiento y no a la ingente complejidad para nosotros de la realidad del universo. Desde un punto de vista espacial, y en relación a lo que cuantitativamente representamos para el universo, ¿qué representamos como observadores y conocedores en cuanto a los misterios de ese universo? Quizá muy poco.

 

EN EL TRABAJO DE LA MENTE NO HAY MOMENTOS 

 

Estamos llenos de imágenes e ideas, de deseos y proyectos, de sentimientos y emociones, y todo se combina con la información empírica o teórica recibida por la mente. Pero para conocer, para llegar a disponer de una verdad personalmente definitiva, nos valemos de algunas pautas generalmente refrendadas en la experiencia. Así como en la memoria de trabajo no hay momentos, y cada contenido está a disposición de cualquier circunstancia de vida, también, los que fueron momentos en la actividad espontánea de la mente se disponen ahora para el trabajo en lo concreto bajo cualquier circunstancia.

Por cierto, la vida de cada persona está cifrada por los años, meses, semanas, días y momentos diferentes que componen cada día. Y si la persona puede recordar los hechos vividos en cada una de estas unidades temporales, aplicando sólo la activación de su memoria y recomponiéndolos hasta donde puede en sus desarrollos cronológicos, también encuentra en ellos una funcionalidad no exactamente temporal. Se disponen en la mente como chispazos, como destellos que asoman aleatoriamente ya no para para servir a la memoria. Son rémoras de los hechos y procesos de vida que no repiten la historia, que son nuevos, que han impreso en la mente enseñanzas y habilidades que se asocian operativamente a las circunstancias presentes.

Estos chispazos se desprenden de sus fuentes originarias, de las determinaciones espaciotemporales en que surgieron, de las circunstancias específicas en que se produjeron por primera vez en tanto hechos de experiencia. Y entran a formar parte de la inteligencia como atributos particulares, idoneidades individuales o saber personal. Ya no se los puede remitir ni al pasado ni al presente, porque ahora son parte de la inteligencia y están a la disposición de la voluntad de la persona bajo las condiciones de cualquier eventualidad. Su consolidación como facultad inteligente parece descubrir, y hasta comprobar, inadvertido entre las insondables potestades de la mente, el rango de las escalas temporales ajustadas a otro orden de la razón, a otra de sus escalas de grados referida al tiempo y no operativa conscientemente.

Los recuerdos a veces se enlazan con la actualidad sin motivos aparentes, a veces por querer o necesitar que vuelvan a la memoria. También reaparecen por no se sabe qué razón que los impulsa a recrearse imprevistamente. Se trata ahora de identificar una clase de legado de la historia personal que vale por su funcionalidad, por haberse integrado no como recuerdo sino como medio de conocimiento, como forma aplicable en la actualidad y surgida a través de la experiencia individual.

En ese sentido, además de la posibilidad de que la persona cuente con el poder de recordar todos o casi todos los momentos vividos, de los cuales le es posible extraer enseñanzas útiles para resolver problemas en el momento presente en que vive, también puede apelar a una capacidad propia forjada en el encuentro con el mundo y a partir de un material no propiamente memorístico. Esta posibilidad es la que tiene que ver con su posicionamiento respecto a la realidad del mundo, a lo verdadero del mundo, es decir, al concepto personal acerca de qué es verdad y qué no es verdad en el mundo.

 

LA VERDAD EN CONSTRUCCIÓN

 

Los sentidos se ocupan de confirmar la existencia, lo que hay, lo que se comprende en el espacio y el tiempo. Pero no pueden ocuparse de confirmar el resto, lo que “existe” en el dominio del pensamiento y de los sentimientos de toda clase. ¿De dónde extrae el hombre el conocimiento al respecto? Comprueba la existencia mediante los sentidos, pero la existencia se presenta de muchas maneras al entendimiento y, sea cual fuere su manera de presentarse, el entendimiento necesita confirmarla al menos de acuerdo a un grado de verdad. Este grado de verdad consiste sólo en establecer una relación de amistad con la existencia, una correspondencia entre lo que existe de por sí, las cosas, los hechos, los seres, la naturaleza, la tierra, el mar y el aire, en fin, y lo que de todo ello conviene al hombre.

Lo que no se sabe y quizá no importa si conviene o no al hombre es la realidad, pero la verdad es algo diferente, bastante complejo y amplio. Es el impulso por discriminar en la existencia lo que en ella se nos aparece, lo que resulta en tanto apariencia y en tanto ilusión y fantasía. Y es también lo que conviene al hombre en una gama muy amplia de asuntos fundamentales: entender la existencia, implicarse en ella, intercambiar con ella, contribuir con ella en el sentido de atribuirle un sentido, justificarla, aprovecharla o rechazarla si no es conveniente, y determinar cuál es la realidad definitiva, la realidad real. ¿Conveniente para qué? Pues, para sobrevivir, pero también y especialmente para vivir sin la urgencia de sobrevivir.

Verdad, por consiguiente, es algo fundamental para quien existe y es real, tanto como las cosas, los hechos y los seres vivos o animales. Desde que el hombre es una existencia como cualquiera otra, el conocimiento que tiene de sí mismo también está expuesto a la fantasía y a la ilusión. Forma parte de la apariencia como toda existencia sometida al entendimiento, y por ello necesita de la verdad para no caer en un conocimiento erróneo de lo que es él mismo en tanto contribuye a aparejar la existencia del mundo. El conocimiento pulido por la verdad es la realidad real, por más que debe perfeccionarlo permanentemente, recrear y ajustar una y otra vez su propia imagen y la imagen del mundo.

El hombre modifica el mundo y el mundo lo modifica a él, y a través de esa reciprocidad encuentra la confirmación de la realidad como existencia conveniente, es decir, como realidad verdadera. Por supuesto, puede confirmarla también a través de deducciones o supuestos no experimentales; puede confirmarla en la práctica y luego realizar la proyección de sus confirmaciones por vía de hipótesis, inferencias e intuiciones sugeridas por la práctica. Da con una red de relaciones en lo sustancial libre de los engaños de la apariencia, y en eso consiste su saber personal y, de manera más compleja, el conocimiento general.

Una vez que el ser humano es visto a través de este cuadro, en el cual la individualidad es un fenómeno estrechamente ligado a la experiencia, y la experiencia a la historia personal, empieza a despejarse el problema del conocimiento de que se pueda disponer. Nos referimos especialmente al saber de cada persona y que se va asentando a través de la experiencia, no sólo al conocimiento acumulado por la colectividad o conocimiento establecido y consensuado del cual igualmente el sujeto puede valerse. En materia de experiencia conviene distinguir con claridad la experiencia individual y, en lo que a ella concierne especialmente, la vivencia. La vivencia es el contacto íntimo de la persona con el entorno, el encuentro particular con cada una de las vicisitudes que le acechan en el curso de la vida, la clase única de impacto que los hechos tienen en la mente y en el espíritu y, a su vez, la clase de resultados impresos en los hechos y en las cosas.

 

LA MENTE DE TRABAJO

 

Se trata de la dialéctica por la cual en el sujeto del saber se va trazando el mapa de una verdad probable, la más cercana a la que puede concebirse como ideal. De una verdad inicialmente establecida sólo para él y en la circunscripción de la actividad con consecuencias sólo para él y por él impresas en el entorno. Una verdad personalizada y forjada a través de la actividad concreta, las conductas en el trabajo, en las relaciones familiares y sociales, en las aficiones, obligaciones, simpatías y antipatías, etcétera. En el entorno de una experiencia en construcción, siempre inacabada, perentoria, provisoria, aunque operativa teórica y prácticamente, se resuelve una verdad bajo las mismas limitaciones y condicionantes.

La mente en tanto trabajo funciona de una forma especial cuando se trata de responder a los requerimientos complejos de la circunstancia, a las circunstancias cuando acarrean problemas y a los problemas cuando solicitan soluciones que literalmente hay que inventar en el momento o que, fuera del momento en que se presenta el problema, hay que encontrar contando con espacios y tiempos suficientes. Hay una mente de trabajo, como hay una memoria de trabajo, aunque es preciso señalar una diferencia importante. La mente de trabajo no almacena información ni la procesa, como en el caso de la memoria de trabajo. Ya hemos visto que apela a una derivación histórica de información, no a la información en forma directa; al resultado de procesos ya terminados en torno a la información y a lo que en la vivencia se ha hecho con ella.

En cuanto a la indiscernible conjunción de memoria y mente de trabajo, en mutua y estrecha colaboración, se observa y resulta notorio en la práctica que las personas aplican la segunda, la mente de trabajo. Parece ser la que gobierna el proceso de resolución de problemas y la que suele conducirlo a un fin con resultados positivos. Todos resolvemos nuestros problemas de manera personal, aunque apliquemos las mismas fórmulas, las mismas instrucciones o las mismas habilidades adquiridas. Pero en el modo como las aplicamos se definen tales resultados en una cantidad de veces, veces eventualmente exitosas o parcialmente satisfactorias y a veces del todo fallidas.

No podría explicarse, de lo contrario, que diferentes individuos obtengan tan diversos resultados aplicándose en realizar las mismas tareas con la misma clase e igual cantidad de dificultades en oportunidades en que el entorno presenta las mismas condiciones, adversas o favorables. En tales casos no sólo se activan las carencias o los dones naturales, la vertiente genética, lo biológicamente hereditario, pues esto también pasa ineluctablemente por el filtro de la experiencia personal al manifestarse. Y esa experiencia es una sola, única para cada individuo. Del mismo modo, lo proveniente del entorno y que contribuye al éxito o al fracaso de la gestión, no funciona sin antes pasar por el tamiz de lo personal, subjetivo y espiritual, el gran asimilador y acondicionador que se ha fogueado en la experiencia.

Una conclusión posible que se desprende de todo lo anterior es la siguiente: observado el universo de la manera como lo observamos los humanos desde aquí, resulta que para nuestro saber no es posible dar con momentos tales como los que detectamos en nuestro entorno e involucramos con el tiempo. Tal particularidad sugiere que el tiempo y sus momentos terrestres tienen que estar afectados por alguna clase de distorsión o de omisión o de complementación por parte de nuestra mente. Y que no hay una verdad para el tiempo que no sea la que surge de la conveniencia para los humanos de refrendarse a través de su pasaje por el mundo, quizá la única verdad de la cual se pueda hablar, además de la verdad establecida por la ciencia.

 


 

MIRAR LA TIERRA                   


“Reparen que de todos los puntos de la tierra el único que no podemos percibir directamente es aquel que en cada caso tenemos bajo nuestros pies.”

(Ortega y Gasset, 208)

 

De acuerdo con una primera impresión al mirar nuestro entorno surge la sospecha de que no sólo vivimos este presente temporal. Nos da por pensar que somos algo más que comparecencia, más que otra de las evidencias del mundo.

 

De ninguna manera nos da por pensar en que podamos ser algo extravagante, mistérico, esotérico; es algo diferente y cristalino. La fuerte impresión que nos produce todo lo que apreciamos en el mundo, la naturaleza exuberante de la tierra y la enormidad inabarcable del universo nos induce a pensar en nosotros. A pensarnos como uno de los detalles de un espléndido cuadro en el que todo parece querer desprenderse de sus marcos por su vitalidad, su esplendor y su energía. Nos induce a suponer algo que se justifica de por sí solo: que, en tanto también somos naturaleza, asoma en nosotros o se esconde furtivamente algo de esa exuberancia y de la enormidad que caracteriza a lo que existe.

Salvo que inmediato a este pensamiento sigue el que nos previene acerca de que esas atribuciones no se aprecian fácilmente en nuestras conductas. Que, por desgracia, las cualidades que sobrepasan el término medio, en el que es más fácil concebirnos, no son las que sin duda nos caracterizan. Que la riqueza, la plenitud, el desbordamiento, la exuberancia, la enormidad, fácilmente apreciables en el universo, se reflejan en la naturaleza humana más como potencia que como acto, más como posibilidad que como realidad concreta. Enseguida comprobamos, y lo comprueba fehacientemente la historia, que la naturaleza humana o, más exactamente, la condición humana, se manifiesta plena de ambiciones y realizaciones que con demasiada frecuencia se pinchan y desinflan.

Enseguida de reconsiderar estas reflexiones surgen otras, como la que nos conduce a rememorar todo lo bueno que hay en el hombre, sus hazañas, creaciones maravillosas, la ciencia y el arte, la tecnología, la arquitectura, las maravillas de la ingeniería antigua y moderna, la tecnología, en fin, la abnegación conquistadora de tantos beneficios, innovación y descubrimiento, aquello que no sólo es potencia o posibilidad, no sólo intención o deseo, sino también acto, obra realizada, cultura. ¿Por qué dudamos de la naturaleza del hombre? ¿Por qué a veces la elogiamos y otras la estigmatizamos? ¿Por qué hay tantos que la ponderan y tantos que la condenan?

 

NATURALEZA HUMANA Y CONDICIÓN HUMANA

 

No todo lo que somos está al alcance de la comprensión; no puede percibirse ni puede deducirse fácilmente. No porque seamos la asociación de dos dimensiones, una visible y otra oculta, sino porque somos algo en marcha, algo que se realiza permanentemente, y es difícil apreciar a cabalidad. En el universo todo está en marcha, si bien en nosotros esa marcha es evidente sólo a partir de determinados hechos. En algunos de nuestros hechos parece que esa marcha debe completarse desarrollándose a sí misma, recreándose, modificándose, rompiéndose y al mismo tiempo reacondicionándose. Como si de una sola y única vez la naturaleza no hubiera dotado de lo necesario para ser lo que somos, o sólo contáramos con una especie de programa que cumplimos de una manera azarosa. La Creación parece ser la puesta en marcha de un proyecto tanto más que un extraordinario fenómeno cumplido, obra en construcción más que edificio a estrenar. Proyecto iniciado pero inacabado, la creación está permanentemente recreándose, completándose, modificándose hasta algún punto en que se deja reconocer como es habitual reconocer en nuestro entendimiento más perspicaz.

No se realiza sólo por la obra ineluctable de la naturaleza, que lo realiza todo. Especialmente los humanos debemos completar lo que nos es dado, como seres entre todos los seres vivos y con particularidades muy diferentes a las que tienen los demás. Debemos volver palpable lo que aún no somos, y porque en puridad no sabemos a ciencia cierta qué es ser completos corre por nuestra cuenta definir en definitiva lo que somos o, mejor dicho, lo que vamos a ser o lo que elegimos ser. Por esta sencilla razón decíamos que no todo lo que somos está al alcance de la comprensión ni puede percibirse ni deducirse fácilmente.

Es el drama del hombre, el no saber en qué consiste su verdadera naturaleza, que a veces parece una y a veces parece otra. El ignorar a qué se llama hombre con significado claro, sin sombras y sin agregarle atributos de nuestra parte. Si llamamos así a la imagen que tenemos en el ahora, en el lugar y el momento en que vivimos, o si responde a otro significado aún no vislumbrado, que quizá lo sea en un lejano futuro. Surge pues una diferencia crucial entre la noción de naturaleza humana y la noción de condición humana. Sabemos que la primera también oculta sus designios últimos, pero el descifrarlos no cuenta entre nuestras responsabilidades (salvo la de preservarlos, sean los que fueren). Y conocemos la segunda, la condición humana, en su realidad coyuntural y cambiante, en su vicisitud, en su peripecia, en su aventura aún sin desenlace. La primera marcha por sí misma, realizándose por sí sola, mientras que la segunda no marcha sin que la impulsemos nosotros en la búsqueda de un sentido final.

 

LA MEMORIA Y LA CHISPA

 

Se supone, finalmente, que vivimos sujetos a un tiempo no fluyente sino cambiante. A un fenómeno que no es el de fluir desde el pasado al futuro sino el de cambiar, el de que todo cambia como denuncia la canción, “cambia lo superficial/ cambia también lo profundo/ cambia el modo de pensar/ cambia todo en este mundo”. En otras palabras, que la idea que hacemos del tiempo como paso fantasmal e inflexible por el cual todo termina desapareciendo del horizonte perceptivo, es en realidad una clase de fenómeno que se corresponde con la condición humana, no con la naturaleza humana.

Lo que invita a reconsiderar aquella fórmula genial en la que un filósofo de grado extraordinario había prescrito: que no somos solamente un yo, sino que, además de ser un yo integramos la circunstancia en la que comparecemos. Se acordó José Ortega y Gasset de que hay algo más, en un sentido completamente innovador por cuanto, al yo o ser solo que somos, se agrega un ser sujeto a la realidad circundante y concurrente.

Analicemos esa circunstancia. En primer lugar, es una circunstancia especial y no cualquier circunstancia; no la que se vive en un incidente o en un escenario casual en un momento cualquiera. Es la circunstancia que va con el ser íntimo en todo momento, en todo tiempo y lugar, lo que ha hecho la circunstancia con el yo más que lo que hace el yo en una circunstancia cualquiera. Debería decirse que integra el yo y no que sirve de contenedor incidental a un yo independiente que fluctúa buscando la oportunidad de ser.

En segundo lugar, esa circunstancia que funge como parte indivisible del yo, es histórica, es la circunstancia de una vida y no el vivir en una circunstancia. Es el influjo de la vicisitud en la persona y no el de la persona en la vicisitud. Vale decir, el resultado de vivir ya hecho, recibido, asimilado y vuelto carne. Diríase que el mundo de la persona, su entorno y su dintorno, ha encarnado en ella, así como la persona de carne hueso se ha vuelto mundo. En esto puede influir la acumulación de los hechos de vida involucrados, pero esa circunstancia de la que hablamos ya no se corresponde con las vicisitudes vividas ni con el conjunto de todas ellas almacenado en la memoria. Es, en cambio, el destello permanente de su historia, su historia hecha presente intemporal.

Es decir, sin un más ni un menos, que el yo, la persona en su esencia íntima y en la hondura de su subjetividad profunda, se define como el ser que ha superado al tiempo o que lo ha transformado en un ser consciente y facultado para enfrentar los problemas y la adversidad a partir de cada una de sus infinitas peripecias personales. Que no es sólo individuo, sólo cuerpo y cerebro sino, sustancialmente, tiempo vuelto historia, entendiendo ahora por historia la síntesis virtual de toda la vida transcurrida y vivida. Así, pues, ese yo y su circunstancia no es un dúo sino una sola entidad consolidada e independiente del tiempo.

Es una sola realidad humana en cuya definición no cuenta la cadena de hechos sino el trabajo de la cadena. No la serie sino lo que el sujeto en su historia ha hecho con la serie, lo que ha convertido selectivamente de la serie en un primer y a la vez último elemento, en el antecesor y el sucesor fundidos en un único componente representativo de todos. Porque para la persona no cuenta la acumulación o serie de momentos y lugares, de circunstancias físicas o de estados mentales, sino aquello que se ha impreso en su mente y activado en su inteligencia.

De lo dicho hasta ahora se puede concluir que el edicto “yo soy yo y mi circunstancia”, del cual Ortega y Gasset infiere “si no la salvo a ella no me salvo yo” (Meditaciones del Quijote), esconde una particularidad única. Se trata de una historia dentro de la otra, una corporal y cronológica y otra psíquica y atemporal. Un dominio que corresponde a la historia personal como se concibe en términos comunes y corrientes, y un dominio que, si bien corresponde a la historia personal, pasa inadvertido por tratarse del que por selección se ha convertido de trayectoria de vida en saber o, más exactamente, de experiencia de vida en facultad intransferible de conocimiento, en posibilidad efectiva de un saber acondicionado por la especial manera en que manifiesta la condición humana en el pensamiento y en la conducta de cada persona.

Y decimos que pasa inadvertido por tratarse de un dominio histórico-personal ya perdido en los laberintos de la memoria. Una experiencia indiferente respecto a la mnemotécnica, la remisión a un pasado innominado como la que hacemos al exclamar “alguna vez pasé por ese sitio” o “¡he oído hablar de eso tantas veces!”. Remisiones hechas casi sin la conciencia de que en nuestra mente se activa lo que no vale por actualizarse en tanto contenido determinado sino por una relación indeterminada que se activa digamos en el “aire” de la mente. En estos casos la comprensión resulta de una chispa que salta cuando el saber personal enfrenta un problema, tiene que revelar un misterio o cuando responde preguntas en la interlocución cotidiana.

 

LA FUENTE OBJETIVA

 

Ortega nos explica en qué consiste ese conocer que en el plano corriente y personal distinguimos remitiéndonos a un saber personal: “Conocer es no contentarse con las cosas según ellas se nos presentan, sino buscar tras ellas su ‛ser’. ¡Extraña condición la de este ‛ser’ de las cosas! No se hace patente en ellas sino, al contrario, pulsa oculto siempre debajo de ellas, ‛más allá’ de ellas.” (¿Qué es filosofía?, Apéndice) ¿Qué hace el hombre en su intento de correr el velo a este ocultamiento, especialmente cuando lo que se oculta es la mismísima solución de un problema?

En su vivir de todos los días, en sus situaciones conflictivas, en sus apuros, en sus pequeños y en sus grandes dramas, ¿la persona se vale sólo de su memoria, sólo de sus recuerdos en situaciones anteriores parecidas, y vuelve a aplicar las soluciones exitosas que le permitieron encontrar respuestas adecuadas? Claro que no, ni acude a los libros, ni asiste a ningún curso para aprender a superar las dificultades.

La situación conflictiva, sin solución fácil y rápida, en términos generales se presenta en prácticamente todos los momentos del diario vivir. La intencionalidad y los movimientos por parte de la persona se proponen siempre un cambio de estado desde lo no realizado a lo realizado, aun cuando no se trate de problemas ni de dificultades. Es el paso desde la tarea por hacer a la tarea hecha y cumplida. Y lo que entonces salta en chisporroteo en la mente es lo que ha permanecido de la circunstancia específica; pura neurología o lógica de la inteligencia, pura dialéctica neural. Es aquello que la experiencia formaliza como esquema genérico de aplicación a partir de ocasiones, de turnos en los que ha fructificado la vivencia o las veces vivenciadas, no importa cuáles. Consiste en lo que se ha incorporado desde lo concreto al plano de las habilidades mentales del sujeto. No exactamente el contenido grabado en la memoria, sino la huella o pauta operativa, el cálculo o algoritmo a disposición después de haber sido incorporado a la mente como recurso operativo.   

Es posible que la circunstancia orteguiana se configura merced a la obra secreta de las veces indeterminadas en las que han prosperado los determinantes importantes del saber. No por ninguna de las situaciones pasadas que puedan sugerir soluciones parecidas ni por una síntesis o suma de tipo algebraico con poder de resolución para cualquier problema. Tampoco por la invocación de alguna de las situaciones actualizadas como inducción retrospectiva o inferencia que Aristóteles llamó “abducción” y los filósofos modernos “retroducción” (Rosenblueth, ver referencias). La “materia” de que está hecho el yo de la circunstancia orteguiana proviene, a todas luces, de la experiencia objetiva, no sólo del acervo subjetivo habitualmente considerado como fuente poco fiable de conocimiento.

La raíz objetiva del yo, pues, se descubre en el vaso comunicante que enraizado en la experiencia vicisitudinaria se desarrolla como el tallo de una planta o el tronco de un árbol. Se concilian dos vertientes que no se oponen ni se contrarrestan y que se complementan en una participación compartida en el desempeño de la persona observante y cognoscente.

 

VIDA Y SABER

 

La vida no sólo es una conjunción o una sintaxis de pasado, presente y futuro. La forma en que se generan los saberes sobre el mundo, la apreciación del universo y la misma toma de conciencia sobre nosotros mismos; parece que son algo más. El saber con el que nos manejamos en la vida nace y se desarrolla en la medida en que nace y se desarrolla la misma vida. La producción de recursos para que el saber y la vida se desarrollen y crezcan consiste en el contrapunto de dos fuerzas que se alimentan entre sí en mutua y recíproca correspondencia. Entonces, surge la sospecha de que no sólo vivimos este presente temporal.

Se levanta la sospecha al parecer indemostrable de que somos algo más que comparecencia, algo más que otra de las evidencias del mundo. Además de ser somos también el qué somos que revela nuestra esencia, lo intrínsecamente humano que nos distingue. Conjuntamente con existir sin más, la simple comparecencia como criaturas del mundo, somos a su vez la esencia de nuestro propio existir. Y esa esencia es la que aparece sorpresivamente, rompiendo todos los esquemas, penetrando la apariencia a la que nos acostumbran nuestros sentidos primarios.

¿A través de qué medio se manifiesta esa esencia en el diario vivir? En el saber, nada menos, en el desempeño por el cual despejamos nuestras grandes dudas, superamos los mayores obstáculos y nos realizamos a través de obras que compiten con la naturaleza. Al punto que nuestra presencia en el mundo, que es igual a la de cualquier ser vivo, como igual a la de los objetos, es más esencia que existencia, es realización por el saber más que realización por el simple ser y el consiguiente vivir. Esta extraordinaria dimensión, que rompe el esquema espaciotemporal, se reconoce en tanto es la que nos permite ser lo que somos. Lo que nos permite ser en nuestro qué somos, en el es fundante que está a la altura de nuestra comprensión por más que se esconda a los ojos.

En el intento de explicar qué somos nos tendemos una trampa a nosotros mismos. Nos descubrimos y definimos como lo hacemos con todo aquello que se vuelve necesario descubrir y definir. Como si fuéramos parte común de la apariencia, de la otredad en la que deseamos irrumpir para desentrañarla y apropiárnosla. Lo que por encima de todo sentimos como ajeno, completamente fuera de nuestro saber y cumplidamente extraño, es la particularidad por la cual la existencia deja de existir al abandonar el presente: la noche de los tiempos, la muerte, la nada, el antes y el después.

De manera que no resultamos ser más que un presente histórico, que existencia y realidad estrictamente al alcance de los sentidos. Sin embargo, ser históricos no es participar como un fragmento, como una fracción del eterno realizarse de los tiempos. No somos historia como lo es una partícula que asoma casual y fugazmente a través de un pequeño y breve intersticio al alcance de los sentidos. No somos historia solamente en el espacio de un instante de la eternidad gracias al cual se vuelven posibles la luz y el esplendor de la conciencia.

Más bien, somos historia como lo es un electrón que atraviesa simultáneamente dos –nosotros quizá tres– rendijas diferentes en la misma pantalla plana. Entendernos como historia “en el tiempo” no es sino sustraerle integridad al ser humano, suscitar el espectro de las dimensiones concebibles sólo en el presente, una ya ida y otra por venir. Ser parte de la historia, por tanto, no es encontrarse eventualmente en ella sino realizarla. Por lo que, como las partículas subatómicas, somos entidades capaces de hacer que nuestro existir se forje en direcciones diferentes y a la vez, porque somos una realidad única, no en parte ida o en parte por venir.

 


 

VIVIR EL PASADO

 

“Lo que acontece realmente en el tiempo es el acto psíquico con que las pensamos [a las verdades], el cual es un suceso real, un cambio efectivo en la serie de los instantes. Nuestro saberlas o ignorarlas es lo que, en rigor, tiene una historia. Lo cual es precisamente el hecho misterioso e inquietante, pues ocurre que con un pensamiento nuestro, realidad transitoria, fugaz, de un mundo fugacísimo, entramos en posesión de algo permanente y sobretemporal.”

(Ortega y Gasset, 16)

 

La palabra vez nos transmite lo que de un hecho humano usualmente se olvida y deja un fondo de experiencia que funciona como conocimiento permanente, sin figuras, lugares ni tiempo.

 

En la palabra vez se contiene la esencia de un hecho humano cualquiera, y si no aparece en el discurso es porque se ha querido referir la oportunidad concreta, la ocasión, el momento y el sitio en que ocurrió uno o varios hechos. Pero si aparece es porque se ha querido decir lo que se refiere a un contenido indeterminado, a un hecho cuyos detalles no importan. Y como para ella los detalles no importan, su función consiste en aludir lo que en la experiencia permanece como la forma de un hecho y como el contenido.

Así como la descripción o el nombre de un hecho transmite lo que en circunstancias precisas ha pasado, lo que está pasando o lo que va a pasar, se puede señalar qué es eso que transmite, sin necesidad de nombrarlo ni de describirlo y sólo activando su evidencia mediante esta palabra. Con lo que, como los deícticos, la palabra toma su significado del contexto. Decir qué es significa indicar lo esencial de un hecho que puede quedar impreso en la conciencia –o en la memoria– en tanto significado oculto.

Una persona puede describir un hecho por ella misma experimentado, hasta en sus pormenores y en cuanto a momentos y lugares. Si lo ha olvidado no podrá hacerlo y, sin embargo, en ocasiones especiales el hecho olvidado vuelve a hacérsele presente. Pero, creemos, ya no como recuerdo en tanto contenido de la memoria. En sus Confesiones San Agustín, el gran apologista de la memoria, deduce que “si el olvido está en la memoria en imagen no por sí mismo, es evidente que tuvo que estar éste presente para que fuese abstraída su imagen. Mas cuando estaba presente, ¿cómo esculpía en la memoria su imagen, siendo así que el olvido borra con su presencia lo ya delineado?” (X, 16, 25).

La agudísima pregunta de San Agustín encierra un enigma: la imagen. ¿Qué es esta imagen? También pregunta “¿qué diré, cuando de cierto estoy que yo recuerdo el olvido? ¿Diré acaso que no está en mi memoria lo que recuerdo? ¿O tal vez habré de decir que el olvido está en mi memoria para que no me olvide? Ambas cosas son absurdísimas”. Porque entre los hechos vividos hay algunos que, aun cuando dejan una secuela en la mente, luego se borran. Son parte de una serie cronológica de hechos vividos, pero que a la larga se pierden en la memoria espaciotemporal. Y si se pierden y borran, pero hay algo de ellos que permanece, ¿dónde permanece?

Los hechos que dejan una imprimación especial en la mente, no el recuerdo del hecho exactamente sino la conciencia de que han ocurrido, una clase de efecto que se fija en la mente sin importar qué ocurrió, merecen una atención especial. Son hechos cuyas secuelas indescriptibles intervienen en todo momento, ya no como recuerdos, ya no como asuntos a retrotraer desde el pasado. Ocurre con frecuencia que obtenemos del pasado una enseñanza que nos permite llegar a una conclusión en el presente, resolver un problema, salvar un obstáculo, revelar un misterio, que en lógica se llama retroducción; pero en la vez no hay retroducción.

Se trata de una presencia diríase fantasmal, parecida a una visión, de la que sacamos provecho en tanto pasa a formar parte de nuestra inteligencia. A partir de los hechos de la experiencia personal, se configura un recurso mental que es al que generalmente apelamos, especialmente bajo condiciones adversas o cuando carecemos de otra clase de ayuda, física o intelectual. Este recurso, que no parece yacer en la memoria, es lo que habría de ser entendido como saber esencial de la persona. Su fuente no es la del conocimiento adquirido, la de habilidades incorporadas por instrucción o por aprendizajes especializados, sino la que proviene directamente de la experiencia personal.

Aunque el conocimiento adquirido igualmente intervenga y se mezcle o combine con el aporte exclusivo de la experiencia, no es sino lo que ha traspasado la prueba de la individualidad, de los modos personales de manejar los componentes mentales y físicos que se activan en cada ocasión de vida. Aunque se trate de habilidades adquiridas y de saberes asimilados desde asistencias externas, lo que en última instancia –o quizá primera– funciona en la persona es único. Es el resultado de una elaboración propia en tanto se enlaza en la vivencia con el mundo de una manera singular, íntima y subjetiva.

Los hechos a que nos referimos son aquellos que tienen injerencia en ocasiones cruciales, pero no como hechos en el sentido estricto sino como lo que algunos hechos han dejado al alcance de la atención y de la voluntad en cada una de las personas. Son los que configuran los ingredientes del saber a qué atenerse ante obstáculos y situaciones complejas, en el sosiego o en la desesperación. No son recordables ni interesan a la persona en tanto hechos del pasado; y la persona no tiene que ser consciente de que se asiste con la rémora de antecedentes cuya funcionalidad no importa determinar en su génesis ni en el desarrollo cronológico de su historia.

 

EL YO ES HIPERBOLOIDE

 

Vez es la ocasión sin nombre que corresponde a un hecho vivido y del cual la persona ha extraído conocimiento personal. Llamémosle saber personal o saber adquirido en la experiencia, un saber de tipo formal, con lo que queremos decir que ha sido vaciado de contenido primigenio quizá en forma inconsciente. Un saber funcional que se aplica en tanto pauta recursiva, no como contenido que vuelve una y otra vez a refrescarse en la práctica de vida. Lo que el sujeto hace con los conocimientos y las habilidades adquiridas, con los aprendizajes físicos e intelectuales, la repetición, el hábito, las costumbres, todo ha sido vertido a través de un embudo, de una bocina exclusiva que transforma a su parecer todos los timbres y todas las modulaciones de un sonido universal que en el individuo se vuelve particular y singular.

Hemos dicho embudo, pero no se trata exactamente de un embudo como el que habitualmente se atribuye a la introspección, exploradora de la subjetividad. Un tubo cónico que empieza abierto a la conciencia y se hunde para cerrarse en las profundidades del yo y hasta perderse. Si se lo quiere graficar es mejor pensar en un hiperboloide: una de sus bocas da a la conciencia que se enfrenta a la realidad objetiva, y la otra al dominio de la experiencia, real, objetiva, empírica. Su tramo más angosto corresponde a la subjetividad propiamente dicha que, como la objetividad, se enriquece y desarrolla en el ajetreo de la experiencia.

La experiencia siempre es diferente en cada historia, aunque se trate de los mismos hechos desencadenantes, de los mismos problemas, de las mismas respuestas a esos problemas. Y, si en ello va la experiencia correspondiente a la evidencia, a la confirmación de que se es, de que somos, de que comparecemos ante la realidad externa, surge que nos confirmamos como sólo una parte, como sólo un fragmento del todo de que tenemos intuición.

No somos sólo repetición de acontecimientos y tampoco sólo acontecimientos nuevos. En la esencia misma de lo que representamos en el mundo sólo somos generación de acontecimientos, creación permanente de ideas y hechos. Saber que vivimos no es sólo hacernos cargo de una realidad interior que se nos ha dado y por la cual verificamos la realidad exterior. Es también y fundamentalmente darla nosotros a pura voluntad y por nuestros propios medios. Y el único medio con que contamos es el saber, una facultad que es hermana de sangre de la vida.  

A través de la vida obtenemos el saber y por el saber hacemos posible la vida. Desde luego, en el correr de la vida nos procuramos conocimientos de toda índole a través de aprendizajes, de toda clase de instrucciones, especialmente a través de la enseñanza formal e aún de la informal, etcétera. Pero todo esto cursa a través de una manera personal de recibir, de asimilar y de elaborar los conocimientos. A este resultado final concebido como facultad inteligente le llamamos saber personal.

Este saber personal es el que nos permite generar la vida, puesto que es el que nos facilita los medios para superar las dificultades, resolver los problemas, develar los misterios, acomodarnos en un medio del cual recibimos tantas dádivas como solicitaciones, tantos beneficios como perjuicios. Llegamos a la vida como aprendices y encontramos a quienes se encargarán de volvernos completos, pero no del todo. Nos vemos forzados a poner de nuestra parte lo que falta; y falta mucho porque se trata de lo esencial, de lo que finalmente convierte al individuo en persona. En este completar, en este pasar de lo vegetativo a lo consciente, el verdadero ser definitivo, es donde se vuelve realidad la esencia humana, palpable el qué es lo que somos. A no ser por la intervención de este movimiento crucial, la criatura humana permanecería sin saber nada y desconocería que en realidad vive.

 

LA PERSONA ANTE LA ADVERSIDAD

 

A través de una abrumadora diversidad de veces vamos seleccionando algo de ellas que contribuye en impulsar ese movimiento decisivo. Recolectamos selectivamente lo esencial, lo que se sobrepone a las veces masivas que componen nuestra historia física. No son historia temporal sino historia vicisitudinaria, discontinua, subyacente, incluso imperceptible. Por cierto, existimos en los tramos del tiempo, nos prolongamos en ellos como todo lo que habita en la faz de la tierra. Pero ¿qué seríamos si sólo fuéramos presencia física, sólo evidencia para que no se sabe quién la confirme?

Hay algo que se esconde en el saber personal, y que es difícil lograr que salga de su escondite. Y no es sino la convicción de que lo que se es se puede complementar con lo que es posible llegar a ser. Si es algo innato en la persona, frecuentemente la persona no lo sabe. Parece que no contamos en el arranque con el conocimiento de lo que podríamos llegar a ser, que lo inventamos nosotros. Y si ya estaba de inicio, de todos modos, no venía aparejada la fórmula para volverlo consciente ni la de cómo lograr su pase a la práctica de vida.

Venía lo necesario para concebir la sobrevivencia, pero no la vida, la que el hombre tiene que concebir más allá de los necesario para permanecer como cuerpo, como individuo. Le llevó milenios hacerse con lo necesario, no sólo para sobrevivir sino para vivir, para hacer de su presencia entre los demás seres vivos y las cosas una esencia, no importa ahora si beneficiosa o perjudicial para el mundo. Importa provisoriamente sólo que se construyó a sí mismo, que se procuró de lo dado una nueva dación, una noticia de sí mismo reconstruida de la materia original, una modelación particular esculpida en un mármol informe, aunque precioso.

¿Cuál fue el proceder que le llevó a lograr el resultado que es él mismo? ¿Qué fue lo que hizo? Es una pregunta dificilísima, seguramente imposible de responder con palabras. Sólo pueden vislumbrarse algunas luces de este enigma incurriendo en la historia de la humanidad. Paseando por sus infinitos laberintos y crucigramas, es posible entrever al menos, si no racionalmente acaso en tanto chispazo de sola y desolada comprensión. Todo se ha cocinado en el enfrentamiento con la adversidad, en la lucha inacabada ante el obstáculo para la acción. El cual ha sido tanto el impedimento de sus propósitos como la sugerencia que lo convierte en la solución. De modo que el mismo inconveniente es el que en general inspira el ingenio capaz de superarlo, fuese una invención, una acción, una idea, etcétera. En el enfrentamiento es donde se definen los resultados fundamentales para el saber. En primer lugar, se define la solución o el fracaso, el éxito generado por las acciones practicadas, o la confirmación de su inconducencia, lo que también es un resultado aprovechable. En segundo lugar, se define una noción fundamental para el saber, la noción de verdad.

 

LA VERDAD PARA LA PERSONA

 

En la medida en que el pensamiento y las acciones humanas comparecen en el enfrentamiento con la adversidad, se van consolidando respuestas externas que corroboran o contradicen la injerencia humana en el entorno. Se va trazando un mapa conceptual acerca de la realidad del mundo circundante y circunstante, que no es más que un planificado y geográfico modo de hacer corresponder las ideas y el saber con el entorno en que se habita. Esa correspondencia entre la realidad dada y la realidad confirmada experiencialmente es la verdad para un observador-pensador que pasa de ser evidencia a ser conciencia, de la incertidumbre a cierta clase de certidumbre funcional. Una vez más: pasa de ser existencia o presencia a ser esencia o a pensar desde su esencia, que es el estado del espíritu ideal para dar con una verdad cercana a las máximas aspiraciones.

Como decía Ortega y Gasset, “si existo yo que pienso, existe el mundo que pienso. Por lo que la verdad radical es la coexistencia de mí con el mundo” (¿Qué es filosofía?, Lección X). Y tal coexistencia, a su vez, no es coexistencia de dos cosas que sólo son, agregamos. Es diálogo, intercambio de alguien y algo, es decir, de alguien que sabe qué es, y de algo que es pensado con conciencia la alteridad, que es capaz de recibir de la otredad los mensajes más urgentes. Entre el mundo y yo, también decía Ortega, “soy yo el que actúo sobre él”, por lo que “vivir es también mundo”, y en esto no se quiere decir que del mundo no me llegue un “funcionar sobre mí” (ib.). Es una interrelación circular e interminable, porque nos construimos la vida nosotros mismos, la verdadera y esencial vida, pero nunca logramos terminarla, porque siempre hay algo que nos falta. Encontrarle la esencia es completar interminablemente lo que le falta a la evidencia.

Esta verdad es una verdad provisional y resulta de la comparecencia ante el mundo, de la evidencia que somos. Pero también resulta de lo que hacemos de manera evidente. Es una verdad se diría confesional, en el sentido de una fe antropológica y no religiosa. Podemos renunciar a ella por un tiempo, pero nunca del todo si ha pasado por el cedazo de nuestra experiencia.

Con lo que va configurándose la noción de persona en cuanto a su esencia. La composición de la historia de la persona como hecho físico, seriación de acontecimientos relativos al individuo y en el tiempo, y de la historia que hace a la persona. Si bien ambas historias no son perceptibles por pertenecer al pasado, una lo es –o lo ha sido– en ese pasado y la otra lo es en el presente y sólo en el presente. Pues la historia constructora de la persona, nunca completa del todo, no se hace en el tiempo sino en lo que la persona hace con el tiempo. Por lo que esa historia está aquí y ahora, en pleno sembrado de su realidad experiencial. Es una historia efectual, no temporal, que no resulta de un monólogo sino de un diálogo.

 

LA HISTORIA EFECTUAL

 

La historia general de la humanidad y la particular de la persona antes que nada son memoria, rememoración de los hechos del pasado. Consisten estas historias en la narración de lo que se conoce ocurrido en el pasado visto como se confirma en el presente. Se trata del concepto de historia que maneja la modernidad, el de la descripción-narración de los hechos tal como se conoce que ocurrieron. Y en la actualidad el concepto de historia ha variado, respondiendo a las ideas de Hans-Georg Gadamer: la memoria de los hechos no sólo consiste en reproducirlos discursivamente como se cree en el presente que fueron, sino en interpretarlos como es de suponer que fueron en el pasado a través de una conversación con los testimonios y monumentos.

“La conciencia histórica no oye más bellamente la voz que le viene del pasado, sino que, reflexionando sobre ella, la reemplaza en el contexto donde ha enraizado, para ver en ella el significado y el valor relativo que le conviene. Este comportamiento reflexivo cara a cara de la tradición se llama interpretación.” (Gadamer, El problema de la conciencia histórica, Madrid, 1993, Tecnos, p. 43) La interpretación se da, agrega Gadamer, “cuando el significado de un texto no se comprende en un primer momento”, pues “aquello que es inmediatamente evidente, aquello que nos convence por la simple presencia, no reclama ninguna interpretación”. Ahora bien, en la filología antigua y en la teología esto era necesario sólo en determinadas ocasiones, cuando la situación lo requería. “Sin embargo, hoy el concepto de interpretación se ha convertido en un concepto universal y quiere englobar la tradición en su conjunto.”

Todo el pasado requiere interpretación, quiere decir Gadamer, y hay una razón para ello cuya aclaración se debe a Nietzsche. Él creía que “todos los enunciados que reconstruyen la razón son susceptibles de una interpretación, ya que su sentido verdadero o real no nos llega más que asimilado y deformado por las ideologías” (ib., 44) Mantenemos un diálogo algo extraño con nuestro antepasado, y es necesario reconocerlo tal como fue, depurarlo de las versiones malintencionadas consciente o inconscientemente.

La interpretación según Gadamer no es sólo comprensión nuestra sino “comprensión común”, es una “participación en la pretensión común”. Quiere decir que consiste en un verdadero diálogo con el pasado, con los actores y comunidades que nos han legado los testimonios de sus realizaciones. Pero no ha sido así; por ejemplo, el Antiguo Testamento visto a través sólo de las verdades cristianas, los textos antiguos vistos por el excluyente sentido razonable del Siglo de la Luces, la verdad histórica de los antepasados asumida por los románticos –con la excepción de Schelling– sin indagar sus fundamentos (ib., 98-99).

Hay una ingenuidad en el objetivismo histórico o historicismo: “la pretensión de que uno puede hacer caso omiso de sí mismo”. “El verdadero objeto histórico no es un objeto, sino que es la unidad de lo uno y de lo otro, una relación en la que la realidad de la historia persiste igual que la realidad del comprender histórico”, añade Gadamer. Debe iluminarse esta pretensión histórica mediante la consideración de los efectos de los hechos y no sólo de los hechos; diríase, de lo efectual de los hechos. E implica necesariamente la intervención siempre subjetiva de quien indaga esos efectos. “Al contenido de este requisito yo le llamaría historia efectual. Entender es, esencialmente, un proceso de historia efectual.” (Gadamer, Verdad y método, T. 1, II, 3)

 

 

 

LA OTRA HISTORIA

 

Intentar la labor historiográfica teniendo en cuenta la historia efectual de seguro desembocaría en importantes y esclarecedoras modificaciones en el trato con el pasado humano. Si bien gracias al método crítico del objetivismo histórico “se sustrae a la arbitrariedad y capricho de ciertas actualizaciones del pasado”, establece una barrera entre “el horizonte histórico en el que vive el que comprende y el horizonte histórico al que éste pretende desplazarse” (ib., 4).

Gadamer enseguida ilustra su idea bajando al plano de la individualidad humana: “Si uno se desplaza, por ejemplo, a la situación de otro hombre, uno le comprenderá, esto es, se hará consciente de su alteridad, de su individualidad irreductible, precisamente porque es uno el que se desplaza a su situación”. Pues no es el caso de otro que viene sino el caso de uno que va. Es el movimiento del historiador cuando pretende despojar de todo personalismo y subjetivismo a su narrativa: “Este desplazarse no es ni empatía de una individualidad en la otra, ni sumisión del otro bajo los propios patrones; por el contrario, significa siempre un ascenso hacia una generalidad superior, que rebasa tanto la particularidad propia como la del otro.”

 Pero ¿a qué se refiere concretamente? Queremos encontrar que se refiere a las esencias, a lo que es intrínsecamente el otro y el ser humano en general. Lo histórico en él es más que el hecho, más que los hechos del pasado tomados en sí mismos como hechos y nada más. Es lo que ellos han impreso en su integridad y permanece vivo en el presente. Los efectos de esos hechos son los que nos permiten comprender al otro. Los efectos están, por así decirlo, pegados a su presencia, a su totalidad como personas, a su presente histórico. Esta es la historia que llamaríamos vicisitudinaria o vécica, no la historia de los hechos sino la de sus efectos. La historia efectual de la persona.

 Pero no es posible historiar esta historia, porque es inmaterial, ahistórica, atemporal, en tanto deja de ser historia de la persona para convertirse en otra entidad o categoría del ser. En la medida en que se realiza material, física, empíricamente, su naturaleza experimenta la metamorfosis por la cual, si bien no se desprende de sus categorías de siempre (sustancia, cantidad, cualidad, espacio, tiempo, etc.), genera su individualidad soberana, su personalidad inimitable y difícilmente modificable por intervención externa. Su cabal comprensión requeriría el movimiento recíproco entre el agente de la comprensión y el sujeto, y la historia efectual para el caso se restringiría a la de un buceo en aguas sin profundidad, en un nivel en que está todo el contenido de una vida.

 


 

VIVIR EL PRESENTE  

 

“... el hombre necesita reducir la infinidad o ilimitación del mundo en que se encuentra viviendo a la dimensión finita y limitada de su vida. Es decir, tiene que forjar un escorzo finito de la infinitud. Tiene que saber hoy lo que las estrellas son siempre. Ese escorzo es el ser. El ser de algo es su siempre proyectado en una mente que dura sólo un rato.”

(Ortega y Gasset, 227)

 

¿Llegamos al presente o el presente está llegando a nosotros? ¿Hemos navegado en el tiempo hasta desembarcar en el presente o nuestra nave surca el mar a través de infinitos presentes?

 

Si los sentidos nos ubicaran en un entorno poblado de carruajes circulando por calles de empedrado, damas de largos faldones adornadas con estilizadas peinetas, caballeros de levita y sombreros de copa, nuestro presente sería muy otro del que vivimos ahora. Cómo lucen a los humanos los objetos, cómo se presentan los hechos a la percepción es el avatar que nos ubica en un presente. No sabríamos en qué tiempo vivimos si no fuera por lo que pone en evidencia a nuestros sentidos el entorno. No contamos con un reloj astronómico natural que nos proporcione la fecha, el año, el mes, el día en que estamos.  

Las cosas, en el más amplio sentido de esta palabra, son las que representan el estado circunstancial del mundo. Desde que las cosas componen el mundo y el mundo cambia continuamente, se puede decir que las cosas ponen al mundo en un presente temporal. Representan al mundo y casi son el mundo si no fuera porque, sin nosotros, les faltaría el ser apreciadas, vistas y evidenciadas –y por tanto convertidas en cosas. El algo de que carecen las cosas somos nosotros, sin quienes no serían más que una masa indiferenciada e indistinta. Serían por su cuenta lo que fuere, pero seguramente no serían cosas, es decir, entidades como las definimos nosotros.

El presente, pues, es la conversión que hacemos de lo indistinto, indefinido, indeterminado a lo distinto, definido y determinado, es decir, a lo concreto y particular. No tenemos evidencias firmes de que sea el aeropuerto al que arribamos después de realizar un viaje con innumerables escalas en otros presentes. Sin la presencia consciente de los humanos no se sabría decir qué es el presente, el mundo carecería de la necesidad de ser computarizado en todos los sentidos imaginables y en las dimensiones en que solemos enmarcar todo en el espacio y el tiempo, en sus momentos y lugares.

Es un estado en que suponemos que se encuentra la energía del mundo, del universo, de la totalidad o todo. Un estado de cosas, como suele decirse, de una situación en la que queda comprendida una porción determinada del todo y que los humanos pueden contabilizar, medir, investigar en sus supuestos componentes y comparar entre ellos, calcular las relaciones que guardan y deducir otras nuevas. Por supuesto, sin que esas discriminaciones tengan necesariamente que corresponderse con realidades objetivas puras. De modo que sin nosotros la realidad objetiva funciona sin que tenga necesidad de suspenderse conceptualmente.

 

VELOCIDAD DEL PRESENTE

 

El presente no es sino la suspensión conceptual de la realidad en proceso permanente. No una realidad del universo sino un ingenio o artilugio que el humano se impone a sí mismo como condición de conocimiento. Por lo que decíamos más arriba que lo intrínsecamente humano no es sólo lo que concierne a la naturaleza, a lo que es naturalmente y sin agregados. Es también y como especial complemento lo que se ha procurado a sí mismo como condición de existencia, como conditio sine qua non de permanencia en el mundo. Un requisito ganado por sus propias fuerzas y no sólo por lo recibido o dado en el proceso de constituir la vida.

Ahora bien, esa suspensión conceptual, que en tanto suspensión sólo es concebible en el marco de un movimiento o de una permanencia con continuidades y contigüidades, no sería más que un punto fijo en la intelección, no más que una elucubración imaginaria que perdería enseguida su correspondencia con la realidad que quiere aprehender mediante pensamiento, nombres, conceptos y teorizaciones. Necesita establecer su comparación fundamental con respecto a la percepción, es decir, fijar una velocidad en el encuadre, una relación entre el movimiento aparente –movimiento percibido o dinámica exterior registrada por los sentidos–, y el orden de las frecuencias en los cambios. Esto no es posible sin introducir la noción de velocidad en el movimiento.

Así, el presente resulta de la fijación de una pauta en la velocidad con que son perceptibles las frecuencias. No los cambios en sí sino las frecuencias en que aparecen los cambios en la intelección. No sería posible para los sentidos el registro pormenorizado de los cambios, los que se producen siguiendo mil direcciones, infinitas e imperceptibles modificaciones, a veces escasísimas y a veces numerosísimas transformaciones. La percepción opta por reducirlas a velocidad, a la cual está acostumbrada en todos los escenarios de la vida terrestre aparente y en movimiento.

Es la velocidad la que pone en evidencia el movimiento, en este caso, movimiento que puede ser abundante o escaso. Si se trata de movimiento con pocos cambios, de infrecuencias en los cambios del movimiento, los sentidos no pueden registrarlas, pues no hay notoriedad que los ponga al alcance de la evidencia. Lo mismo resulta de la abundancia en los cambios, de los cambios dotados de frecuencias muy altas, puesto que la percepción, como es sabido, no alcanza a distinguirlos.   

 

LOS GRADOS DE LA VELOCIDAD

 

De la velocidad captada por la percepción en el movimiento, pues, se impone una escala de grados que nos pasa inadvertida la mayoría de las veces en que “medimos el tiempo”. Sólo lo medimos en cuanto horas, días, semanas, etcétera. Pero en la realidad real, esto es, en la realidad que escapa a la que por nuestra cuenta establecemos como representación de la realidad, la técnica de medición humana no tiene aplicación. No hay variación de los hechos del universo en referencia a movimientos sino a cambios. El movimiento, como la masa, la velocidad, la aceleración, la atracción o la repulsión, es uno más entre los hechos que interpretamos nosotros mediante conceptos. Por lo que, si bien es el recurso para medir en la escala humana, pierde esa condición en la escala de la realidad pura. En ella no hay referencialidad posible y sólo hay funcionalidad, sólo interacción. No sabemos qué es lo superior y qué lo inferior en la realidad pura, cómo se traducen en ella los conceptos humanos de jerarquía, de imposición, de autoridad, de sumisión, puesto que todos sus componentes sólo se influyen entre sí.

Si hay escalas antropológicas, como las que decíamos que son los años y meses, se trata de grados en la escala mayor que abarcaría la del universo. Pero ¿cómo hacer corresponder los meses y años, siglos, milenios nuestros con algún grado en la escala del universo? Hemos fijado medidas estelares, distancias cósmicas difícilmente reducibles al sentido común. Y las hemos relacionado con la velocidad de la luz. Y no decimos tantos millones de años, de siglos, de milenios, sino tantos años luz, tantas decenas, centenas, tantos miles o millones de años luz. No hemos encontrado otra referencia que la que puede prestarnos un hecho intangible: la velocidad.

El movimiento, como el tiempo, se traduce por la velocidad; pero la velocidad tampoco es algo en concreto. Así como la noción tiempo se da en nosotros por las veces que confirmamos movimientos iguales en ciertos astros, no por los astros ni por sus movimientos sino por las veces en que los confirmamos, la noción de velocidad se da por las veces en que confirmamos cambios en el movimiento de un móvil, no por el móvil ni por su movimiento en sí, sino por las veces en que confirmamos desigualdades. Sabemos que hay cambios, que los cambios son permanentes, a veces sincronizados entre ellos, y ese saber no es sino el resultado de la percepción en nuestra escala de grados. A lo sumo implicamos a los cambios en el concepto de aceleración.

 

 

 

EL HOMBRE ES COMO UNA ESTRELLA

 

De la relación entre el cambio y su frecuencia surgen nuevas notas que aplicaremos ahora a la noción de presente y en la esperanza de aclararla. Habíamos dicho que el presente es la suspensión conceptual, sólo conceptual, de la realidad en proceso de modificación permanente. Una especie de epojé aplicada a la percepción y que nos procuramos naturalmente, porque no podemos abarcar perceptualmente la realidad real, a la cual para salir del paso preferimos atribuir pasado, presente y futuro. Y si bien con ello no obtenemos en esencia la verdad acerca de la realidad pura, como consuelo obtenemos una realidad virtual, cultural, antropológica, concebida a la escala del hombre, aunque no del universo.

Retrocedamos al concepto de yo, en el capítulo “Mirar la tierra”. Allí decíamos que no somos sólo un yo, sino que, además de ser un yo integramos la circunstancia en la que comparecemos ante el mundo, como lo había sugerido don José Ortega y Gasset. La circunstancia, junto al yo, queda sujeta a las limitaciones de nuestra escala de grados. Yo y mis circunstancias, pues, es un objeto del mundo que sólo es posible percibir dentro de los grados de una escala perceptiva acondicionada, acordonada por los sentidos. Y, aunque el entendimiento procura su ampliación y profundización, no logra sobrepasarla, es decir, subir un grado y pasar a otra escala.

La única percepción y su consiguiente elaboración racional que podemos obtener de lo eterno, o de lo sempiterno, de la Creación, no es posible que se comprenda en una escala cuya frecuencia en los cambios sea mínima a nuestros ojos. Pueden aparecer en los telescopios espaciales, en los radiotelescopios, en los satélites artificiales y espectrómetros todo tipo de alteraciones, temperaturas, movimientos entre galaxias, explosiones nucleares, agujeros negros que se alimentan de estrellas y polvo cósmico y mucho más. Pero en ellos se comprueba siempre una fastuosidad, una enormidad, unos tamaños colosales y una grandeza aparentemente infinita. Lo que es imposible narrar sino sólo deducir, estimar, traducir como cálculo o en última instancia imaginar como fenómenos suspendidos en el tiempo.

Y todavía se puede concluir de ellos una imagen, una visión, por llamar así a las observaciones y registros astronómicos, que nos resultan a nosotros como consecuencia dramática de una lucha entre los elementos del universo, de un combate en el que las acciones se perciben en arreglo a una cámara lenta descomunal, a unos grandiosos y magnánimos movimientos sólo vistos desde una perspectiva que los ilumina en un plano que luego debemos recomponer en la perspectiva de una realidad sólo deducible o aún sólo imaginable. Un universo vicisitudinario por sus tremebundas confrontaciones, sus azares y determinaciones imprevisibles, sus deslumbrantes y maravillosas interrelaciones difícilmente descriptibles por medio de la palabra humana.

El hombre tiene algo de todo eso en la finitud e insignificancia de su escala. Es vicisitudinario, y con esta palabra queremos decir que es alguien en quien se alternan permanentemente hechos opuestos o contradictorios, accidentes que causan cambios bruscos, especialmente cuando resultan en su perjuicio, incidentes en los que siempre viene escondida una amenaza y pocas veces una facilidad o un regalo. En fin, es vicisitudinario en tanto y en cuanto de la experiencia no suele obtener auténticas dádivas que previamente no exijan sacrificio y sufrimiento. Es la criatura que debe enfrentarse a la sorpresa y en general sin posibilidades genuinas y a la mano de enfrentarla con éxito.

El hombre, como una estrella, nace y enseguida es presa de la arbitrariedad, de los vaivenes inexplicables de la naturaleza y de los conflictos en los que participa por ser parte de la congregación que lo contiene. Mientras devora es devorado, mientras ejerce su influencia sobre el entorno es influido por él, si resplandece como centro en un círculo de entes subordinados, de contragolpe es esclavo de una mayor fuerza que lo reclama y empuja hacia las tinieblas. Luego, como esa estrella, agotado su combustible, luce una luz amarilla y muere.

 

 

 

LA TUBERÍA DE LOS SENTIDOS

 

El sistema nervioso o de la sensibilidad no nos proporciona imágenes visuales, sonoras, táctiles de la realidad. Sólo nos comunica con ella como una tubería comunica dos extremos distantes entre sí. Lo que luego fluye por ella es otra cosa. Si bien por este don natural nos enteramos de que hay una realidad, de todos modos, no sabemos cómo es exactamente. Con menos palabras: los sentidos nos comunican, pero no nos informan, como desde siempre se ha creído.

El teléfono de los sentidos no recibe voz alguna; sólo hace la llamada y espera que la contesten. Del otro lado hay otro sistema quizá dispuesto a hablar, el sistema o el caos de la realidad, sin voz, sin disposición a expresarse. Nosotros le ponemos voz, palabra, discurso, logos, pues sólo tiene imágenes. Y en la traducción de imágenes a discurso el sistema se congela: es el presente. El presente es, así, una fuente de la que mana un mundo transfigurado, transformado, interpretado por nosotros o traducido a un idioma que seguramente no es el suyo, un mundo reflejo.

Enviábamos una paloma mensajera si queríamos comunicarnos con un sitio distante. Luego se apeló a las ondas electromagnéticas, el telégrafo, el teléfono, la televisión, los satélites. Con ello las distancias empezaron a achicarse velozmente, de modo que fue posible recibir imágenes en dos sitios a la vez. Comprobamos una vez más cómo la velocidad interviene en las más importantes modificaciones que mejoran la potencia de los sentidos. Mediante qué medios las percepciones nos ponen al día a través de la información, y con cuál clase de información nos ponen en contacto, siempre sin abrir juicio. Lo que equivale a decir que, literalmente, nos duplica o triplica en algún sentido.

Esta información acerca de situaciones distantes y simultáneas, de un entorno sucedáneo que se vive como se vive el entorno personal, suele entenderse como información “en tiempo real”. Pero no es el tiempo el que se vuelve real para el observador a la distancia, sino la vivencia, la comparecencia, la convergencia de presentes distintos y a-personales. Ciertos entornos de acontecimientos, de cosas en particular interacción, de relaciones ocasionales que se activan dentro de un circuito determinado, más allá del cual no tiene influencia, ahora dan con la posibilidad de expandirse virtualmente. Aquello que del otro entorno habría sido futuro para el observador local, en otras épocas, porque habría tardado en llegarle la información, ahora es presente. Y lo que en el otro entorno ha sido presente para el sujeto observado, su presente real y el presente virtual de la observación en el otro sitio, ahora es pasado.

El ahora del observador local y el ahora del personaje observado coinciden en una extraña dimensión del tiempo: en una conjunción de presente y pasado; se diría, en una imposible o imaginaria convergencia de las dimensiones del tiempo tal como las concebimos. No se trataría ya de vivir el presente sino de vivir los presentes posibles, porque la velocidad los ha reducido en un punto absoluto. Todo porque la velocidad de la percepción tecnológica ha modificado la marcha del tiempo. O, para decir mejor, ha reducido los espacios, aproximándolos. Como consecuencia de esta formidable reducción, se trata de saber si con ella se han superado las dificultades para conocer la realidad real o pura, o si con ella sólo se han “expandido” las mismas dificultades, pero sin superarse, de manera que nos mantenemos tras las fronteras de la realidad aparente.

Sólo hay algo que puede deducirse provisionalmente. Se trata de confirmar cómo la marcha del conocimiento humano toma una dirección que indefectiblemente se dirige hacia la superación definitiva de la información bruta. De aquello que la información arrastra en tanto ruido, como solía sostener la teoría clásica de la información. Entendía la mente como una caja negra y que funcionaba de acuerdo a la sucesión de in put out put, es decir, en la forma de una corriente como la electricidad y con polos que se atraen o se repelen. Hoy entrevemos que no es así, que la mente no trabaja escondida, encerrada en una caja negra con un interior invisible para nosotros.

Se está volviendo visible la forma cómo trabaja y con ello qué hace con la información. Se podría decir que la viene transformando de tal manera que, de información acerca de la realidad pasa a ser la misma realidad, la realidad concreta. Porque se empeña en aunar la apariencia y la realidad pura, bruñendo las asperezas de la información y eliminando de ella los contenidos en estado primario, aún en bruto. No habría presente temporal, pues, sino un estado categórico de realidad, por no decir absoluto. Un presente no como uno de los tres dominios del tiempo; un presente que sería el mismo tiempo.


 

VER EL FUTURO         

 

“La vida es en su más primaria esencia interrogación, o, lo que es igual, inseguridad, o, lo que es igual, imposibilidad de contentarse con las cosas, con lo que está ahí ahora y forzosidad de anticipar lo que serán.”


(Ortega y Gasset, 231)

 

No hay como hacernos una idea exacta del futuro sino infligiéndole al mundo una virtual desintegración tal como aparece a nuestra visión, como nos parece que viene siendo y que es ahora.

 

Nosotros comparecemos ante el mundo y el mundo comparece ante nosotros. Y en esa mutua comparecencia, de multiformes modalidades, unas mentales e impalpables y otras tangibles y corpóreas, se resume la existencia. Existir no es más que mostrarse, más que exponerse, que expresarse con el fin de volver evidente lo que ha sido dado. Por otra parte, no es extraño que pueda hablarse de existencia no ostensible, sin cuerpo, como es el caso de los sentimientos, las emociones, de lo que se supone que debe existir y concretamente no existe o no es reconocido, como es el caso de lo bueno, lo bello, lo verdadero. ¿Acaso no existe la emoción, la pasión, el amor, el odio? Parecen fantasmas que rondan la mente, pero son existencia como cualquiera otra, porque se muestran como se muestra un hecho o una cosa. Basta con que se muestre para ser algo y, asunto de suma importancia, que se muestre para todos, que se suponga su valor universal, universitario, ecuménico, generalizable.

La existencia humana no es algo completo ni es sólo el hecho de sólo ser, de que el sujeto lo sea en complacencia con su ser originario. Porque en tal caso nos tocaría inevitablemente hacerla en su fisicidad y no sólo recibirla, lo que es impensable. Sólo nos compete existir de manera que corresponda con lo dado, que se ponga a la altura de lo que naturalmente nos asignó la naturaleza, o Dios. Porque hemos resultado de esa expansión inconmensurable del universo, o del prodigio cósmico o terrestre que quiera asociarse a nosotros, pero que para el caso no importa. Tampoco traemos con nosotros y de por sí la forma de volvernos evidentes, de comparecer y además de distinguirnos de las demás criaturas: debemos dar curso a la diferencia entre existir a secas y ser algo.

La diferencia es el sello de todo existir y especialmente de la existencia humana. Sin ella existir sería la expresión de la nada o del todo, de la inexistencia absoluta o de la masa inconsútil y sin forma de una totalidad inimaginable. La cultura es la expresión de la existencia entre los humanos, la forma de existir entre ellos. Sólo comparecer es lo propio de los objetos y de los hechos naturales. Que no nos pase nunca por la cabeza ser piedras o agua o tierra ya dice mucho en cuanto a nuestro designio en el mundo. Nos pasa por la cabeza el querer ser humanos y no animales o plantas o montañas o piedras.

De ahí que, más que existencia bruta o simple evidencia, ante quien fuera, seamos ser, pero no en el sentido de la cópula es, “es tal cosa”, “es verde” o “es piedra”. Y tampoco en el sentido de un ser que, en tanto es, se presta a ser cualquier cosa, se deja ser, sino en el sentido de ser algo particular, diferenciado en tanto se constituye y actúa como realización propia y auténtica. Corre por nuestra cuenta, pues, establecer la diferencia que nos caracteriza. Asignarnos la propiedad y la cualidad que nos muestre como algo más que existencias rústicas y ordinarias. Y en ello queda comprendida una responsabilidad, el compromiso, podría decirse, de materializar la diferencia, de humanizarla o de establecer con ella el signo representativo de una clase de ser especial.

 

EL SER Y SUS ATRIBUTOS 

 

Y, sin embargo, se trata de un compromiso aleatorio, animado más por una intencionalidad o proyecto a realizar que por la puesta en marcha del proyecto o realidad en producción. Un ser que se presta con cierta facilidad en sentir antes que en ser, a realizarse en tanto ser como fuere, cualquiera, ser como imposición en tanto cosa, como anodina e inconsciente imposición. En eso se realiza, principal y generalmente, como ser tendido hacia lo que aún no es, hacia lo que palpita, pero débilmente: el futuro. Asoma la pregunta no siempre formulada de si el futuro pertenece al mundo, de si es algo que no le pertenece por no ser aún, o de si de alguna manera es. Desde luego, pertenece al mundo tal como nos parece que es, en parte presente, en parte pasado, en parte futuro, pero no nos es aprehensible.

Se puede preguntar, cosa que a veces ocurre, si el ser que se deja ser pertenece al mundo, aunque sea de otra manera. Si el mundo que habita es para él el mismo mundo que para el ser que es por cuenta propia. Se trata de una manera única de pertenecer, de reunir las propiedades del ser que aún no existen para que de todos modos se exhiban o sugieran, de poseer sólo en espejo las propiedades de la existencia humana. Es el “vivir en las nubes”, el simular que en verdad se vive.

Esta propiedad en espejo es la identidad, el auto reconocimiento del yo en tanto existencia. Funciona para el ser que es tanto como para el que lo es sólo en apariencia. Salvo que para este último la identidad es la que encuentra respecto a las corrientes en boga, a las formas de ser estereotipadas y masivas. El futuro es para él un mundo en la que se contiene y en el que espera, en el que se deja ser en espera de ser. La diferencia no se cumple y la condición humana queda a la expectativa, a veces para felicidad y las más de las veces para la sola sobrevivencia cósica y estéril. No es una propiedad relacionada con determinados modos de vida, con ciertas clases sociales, con la posesión de dinero o de miseria. Es invisible y le cabe a cualquier existencia humana.

La esperanza, el tendido del espíritu hacia lo que desea o necesita y que no ha logrado en el presente, se cumple de parecida manera a como se cumple la sola espera común y corriente. La ideología, entonces, no se afirma en la propia fe, religiosa o no. Es una ideología dependiente de las que en el curso social ya son asequibles por vía externa. La esperanza que da la razón tampoco funciona en él, puesto que si bien la tiene no la usa y, en general, no puede usarla, porque para usarla es preciso antes adiestrarla, ponerla a prueba, ejercitarla.

Ser es querer, desplegar la voluntad, y querer es sobrepasar el presente, ir hacia lo que presumiblemente sigue: ser es ir hacia. Y esta es una pulsión inherente a la condición humana, la conditio que no puede faltar. La misma que, como decíamos al hablar del presente, es también la que logra por sí mismo la persona para permanecer en un estado que en su interior profundo es el de siempre, nunca esporádico ni a término. El querer del que hablamos es el “querer algo” cotidiano y habitual, como “querer ir al cine”. Pero también es el querer de fondo, el que está antes del más insignificante propósito como del más importante, la gran empresa, el querer una gran realización.

El principal atributo del ser humano es el que se origina en una experiencia vicisitudinaria, en el querer de todos los días de una historia personal vivida intensamente. Es el que se recoge e imprime en la inteligencia por pura necesidad, por el apremio de encontrar soluciones, elegir caminos ante encrucijadas, develar los misterios que provocan la angustia o terminar con amenazas que acechan a todo sujeto. Se trata del saber a qué atenerse, de la experiencia convertida en saber que nos particulariza e identifica.

Ha escrito Ortega y Gasset que “La vida no nos es dada ya hecha sino que tiene que hacérsela cada cual y el espíritu del hombre no es primariamente espectador de su existencia sino autor de ésta: tiene que irla decidiendo de momento a momento.” (¿Qué es filosofía?, Revista de Occidente/Alianza, p. 230) “No nos basta con esta luz que ahora nos alumbra, que ayer nos alumbró. Necesitamos estar seguros de si mañana nos alumbrará, y para ello nos es preciso saber a qué atenernos respecto a la luz de siempre, o lo que es igual, necesitamos descubrir la esencia ser de la luz.” (Ib., 226)

Ese descubrir es el fundamental descubrir de la experiencia, de su trajín que permanece sin tiempo en tanto esencia de un vivir que es pura comparecencia ante la adversidad. Comparecencia o presencia indefectible, y la subsiguiente convalecencia: machucones y curación, trastornos y recuperación. La experiencia que nos muestra a fuerza de profundizar en ella el ser de las cosas, cuyo conocimiento es imprescindible para superar la adversidad. 

 

CONVERSIÓN DE FANTASÍA EN REALIDAD

 

Ver el futuro no es la obra de profetas, videntes o nigromantes, sino el mismo ver con que vemos el presente. Sólo que lo vemos irrealizado, en el aire. Pues todo pensamiento proyectado en el futuro es de la misma clase de los pensamientos que tenemos en el presente. Es un clisé distinguirlos por el tiempo, la retroducción que nos sugiere el pasado por ser presente ya fuera de la percepción y la intelección. Es el paso de un estado a otro, el cambio que se infiltra en nuestra mente como si fuera el lanzamiento de una flecha: puro devenir.

El futuro es una fantasía exclusiva de nuestra ideación, pero una fantasía propia del idear presente, del más real y humano, que no pertenece a ninguna otra dimensión imaginaria. El futuro en su realidad pensada es una proyección del pensamiento con su única raíz en la vida concreta del hombre, del ser que es, no de quien todavía no es. De modo que, como principio, es necesario distinguir entre la ilusión que supone un tiempo por venir, y la realidad pensante que genera esa ilusión. En otras palabras, distinguir la irrealidad de la clase de ideación que, sin embargo, es una ideación real, que vive y colea y que por lo tanto existe.

En esto volvemos al tipo de existencia como la de los sentimientos, intangible, sentible, sólo palpable por sus consecuencias en el espíritu, sea por la alegría, la tristeza, la angustia, la esperanza, etcétera. Lo que sugiere pensar en el futuro como una clase especial de sentimiento, de expectación, espera confiada en un presentimiento que sólo inspira el presente. La evidencia trasladada a la esfera de la posibilidad; la certidumbre introyectada en lo que sólo es pura duda, puro presentimiento, pura aprensión y sospecha.

Sin embargo, el presente en gran parte depende de esa sospecha, del recelo por una sutil suspicacia respecto a lo que aún no es. Pues está acotado a lo que derive de sus elecciones y decisiones, a lo que pueda incorporarse a las realizaciones en prevención de sus consecuencias, de sus derivaciones, de los cambios posibles en la suerte que corren los planes, las obras, teorías, proyectos, la generación de ideas y puesta en marcha de las actividades y acciones. Tal es la contracción del presente a esta ideación obligada y referida al futuro, que se podría decir, sin que cambie nada en la práctica de vida, que, presente y futuro son dominios concurrentes en una misma y gran categoría de la existencia, como la sustancia o la cantidad o la cualidad.

Es una creación imaginaria que desde siempre el hombre perfecciona para poder ordenar su vida, pero no es ninguna otra dimensión de la existencia, porque dispone de una sola o, definitivamente, hay una sola. Y quien se enfrenta a esta intransigente hipótesis se preguntará enseguida: ¿y los viajes en el tiempo? Esos viajes es seguro que permanecerán en la imaginación bajo cualquier concepción de la existencia y con la misma esperanza de ser una realidad alguna vez. Pero ya no viajes en el tiempo sino viajes en el espacio, en ese espacio en el que decíamos está toda la creación recreándose permanentemente.

Por lo que ya no serán viajes a lo que ha dejado de ser ni a lo que aún no es, sino a lo que es siempre. Viajes a los diferentes presentes, como el de la paloma mensajera, salvo que a presentes más lejanos, más allá de la Tierra y de la órbita de la Tierra, del Sistema Solar y de la galaxia Vía Láctea. La velocidad, en su realidad conocida, y en la realidad que seguramente guardan sus posibilidades infinitas, hará posible que la desaparición virtual de las distancias se convierta en su desaparición real.

 

LA NOCIÓN DE FUTURO

 

Abrazamos la idea de futuro como abrazamos la esperanza, la fe, la realización final de los deseos, en una convergencia de razón plástica e intuición rigurosa. Sea débil certidumbre, augur, sentimiento de probabilidad, sea lo que fuere, funciona como un saber acerca de lo que todavía no es, actuante y aplicado en indiscutibles presentes y en circunstancias por las que el pensamiento ya es o ha llegado a ser a través de arduas transformaciones. Ese saber de lo que todavía no es, y que a veces nunca llega a ser, es un conocimiento por grados de convicción, a veces débil y a veces fuerte.

En tanto contenido de pensamiento, uno o varios de esos grados pertenecen a la realidad de la mente, a la existencia incuestionable del trabajo mental. Una actividad que no se ve, como la que es posible suponer en el fondo de los océanos, y que los submarinistas se encargan de verificar. Una actividad del todo real, como la que nos muestran los cosmólogos, que agita los cielos y los horizontes del espacio sideral inalcanzables para el ojo humano. Estas realidades no se ven, pero existen.

El futuro, de manera semejante, se agita en el fondo del pensamiento, pero no se percibe, no se ve ni se palpa. Pero es algo que está ahí, la imagen de lo que aún no es y que sólo se imagina. Sin embargo, está hecha, en tanto imagen, de la misma sustancia de lo que se ve y puede tocarse, de todo lo que en el presente fugaz contiene evidencia concreta y nos entorna como circunstancia con indudable espaciotemporalidad y corporeidad nuestra y ajena que navegan junto a ella.

El futuro es la convicción por la que tienden a coincidir el pensamiento de la realidad y la realidad, aunque no lo hagan plenamente. El no coincidir plenamente es lo que convierte esa convicción en puro polvo de la imaginación, en una dimensión del espaciotiempo que fluye atrapada en la nada, en la inexistencia, y que persigue una pista segura que todavía no le ha dado el fruto respectivo, la veloz presa que es el presente. Se trata del nunca o todavía no es que va tras el ahora, y que, si llega a atrapar, deja de ser futuro para ser presente.

Ese no coincidir plenamente –la realidad y el pensamiento de la realidad– es la falla que, como las placas tectónicas que se deslizan provocándose un mutuo conflicto, produce la fuerza colosal de la imaginación. Pero no estalla en actividad sísmica ni volcánica y sólo se manifiesta en un acto sencillo que se mantiene en la pura calma de la mente de los observadores que somos, dotados de una fecunda imaginación. Se produce la virtual objetivación del pensamiento, su proyección hacia lo que es pensable como venidero, hacia lo que cabe concebir que adviene como adviene todo en la incesante transformación de la naturaleza.

El futuro es parecido a esta forma de expresarse la matemática, inmaterial y por axiomas, dotada de una carga de racionalidad indiscutible. Por lo demás, se concibe completamente ajustada a la realidad y con el poder de corresponderse con las formas de ser reales, a la cuales cuantifica y mide, como también lo hace el pasado. Una medición en base a probabilidades, por parte del futuro, y una medición en base a pautas de la experiencia confirmada, por parte del pasado. En tanto futuro, adviene como sucesión numérica: cada número es sucesor de otro número y anuncio del que viene. En tanto presente como sucesión cronológica. Pura probabilidad matemática en el futuro, pura física experimental en el presente.

 

LA FUERZA DEL FUTURO

 

Es el pasado el que suministra toda la carga de experiencia consumada a la ideación del futuro. Sólo la realidad vivida puede dejar la huella neurológica que necesita el presente para comparecer ante la realidad pura, y el futuro para proyectarse como realidad posible. Ahora bien, lo que proporciona el pasado al pensamiento, como se ha consignado más arriba, no es la memoria sola de los hechos y cosas, de los espacios y tiempos vividos. Es, más bien, la pauta que se imprime en la mente después de que la vicisitud pasa a través de sus múltiples configuraciones a consolidar un saber primordial, el contenido sumario y epilogal de la historia vicisitudinaria.

Por lo que el futuro no es la imagen que se obtiene mirándose en el espejo del pasado, imaginándola parecida, agregándole lo que no tiene como expresión de deseo y esperanza. Una imagen, además, enriquecida en color y en sabor por la sensualidad de un presente cristalino y diáfano. Es, más bien, una gran metáfora que sustituye la precariedad y la grisura del pasado por una realidad que se conoce viva y palpitante. En vez de imagen es más bien un hecho real, la construcción con que la mente da solución de continuidad a la vida, razón de ser. Desde que intuye una posible razón para empezar, intuye también una posible razón para seguir como sucesión del presente.

Pero en general, aunque no en la mente de los escépticos, el futuro es despojado hasta inconscientemente de lo que el presente tiene de opaco y oscuro. Se ha dicho que el futuro, en su intuición más representativa, es un presente mejorado, una sublimación que responde a la necesidad de una felicidad nunca alcanzada, nunca del todo experimentada en carne y hueso. Pertenece al futuro la fuerza con que se arrastra el presente miserable, descamisado, en harapos. Y pertenece a él también la debilidad moral con que la ambición pasa a ser una multiplicación de sí misma, desmedida e incontrolada. El futuro tiene la fuerza de iluminar y fortalecer y pocas veces de oscurecer y debilitar. No es una dimensión del tiempo sino una dimensión de la mente, de la expectativa de vida, de la misma condición humana que se niega a aceptar la discontinuidad, toda irresolución del tiempo, ese fantasma que la fascina.

Así, pues, lejos de la habitual estampa por la cual concebimos el devenir de los tiempos, el pasado precediendo el presente y el futuro siguiendo al presente, en la realidad pura aparece de otro modo. Aparece como el futuro tirando del presente, arrastrándolo como un animal arrastra un carro. Y el pasado como un presente oculto, furtivo, hecho cenizas pero existente, actual, a su manera vigente, contemporáneo. A veces más palpitante que el mismo presente, aunque inadvertido.

Decía Ortega a sus alumnos, seguramente del todo concentrados en sus palabras: “vivir es constantemente decidir lo que vamos a ser. ¿No perciben la fabulosa paradoja que esto encierra? ¡Un ser que consiste, más que en lo que es, en lo que va a ser, por tanto, en lo que aún no es! Pues esta esencial, abismática paradoja es nuestra vida [...] No es el presente o el pasado lo primero que vivimos, no; la vida es una actividad que se ejecuta hacia adelante, y el presente o el pasado se descubre después, en relación con ese futuro. La vida es futurición, es lo que aún no es.” (Ob. cit., p. 191)

 


 

VERNOS                        

 

“...cometemos un error cuando decimos que vemos una naranja. Nunca todo lo que pensamos al referirnos a ella lo hallamos patente en una visión ni en muchas visiones parciales. Siempre pensamos de ella más que lo que tenemos presente, siempre nuestro concepto de ella supone algo que la visión no nos pone delante. Lo cual significa que de la naranja, como de todas las cosas corporales, tenemos sólo una intuición incompleta o inadecuada. En todo momento podremos añadir una nueva visión a lo que ya hemos visto de una cosa –podemos cortar un trozo más fino de la naranja y hacernos patente lo que antes estaba oculto–, mas esto indica sólo que la intuición de los cuerpos, de las cosas materiales puede ser siempre perfeccionada indefinidamente, pero nunca será total. A esa intuición inadecuada, pero siempre perfeccionable, siempre más cerca de ser adecuada, llamamos ‛experiencia’. Y por eso, de lo material sólo cabe conocimiento de experiencia, es decir, meramente aproximado y siempre susceptible de mayor aproximación.”

 

(Ortega y Gasset, 107)

 

Por la experiencia mejoramos y perfeccionamos el conocimiento de las cosas y de los hechos que existen y se producen en el entorno. Aprovechamos la esencia que ella nos deja como particularidad exclusiva de nuestro saber.

 

Se diría que cometemos un error cuando decimos que vemos a una persona, aún más cuando decimos que la conocemos. Se esconden en ella particularidades que no vemos y que nunca se nos presentan claramente. Se debe a que una persona no es igual a una cosa ni a un hecho común y corriente, y ni siquiera a un hecho que para ser conocido requiere de una observación especializada y de un análisis posterior que ponga en claro la observación. Una persona es un pozo insondable, un agujero, un túnel cavado en profundidad cuyo sondeo requiere un instrumento todavía no inventado, aún no concebido.

No es ningún misterio, puesto que una persona es el fin último de una experiencia abroquelada y semioculta en su historia física. No es una evidencia del todo explícita, no es una realidad del todo realizada como lo es su rostro y cada parte de su anatomía. Es la inusitada e invisible historia de una vida que queda fuera de toda posibilidad de observación, aún de toda clase de incursión objetiva en una intimidad que sólo es posible develar a través de memorias, recuerdos y testimonios, las huellas que cada persona deja en su trato con la vida. Es en lo que se desea entrar hasta donde es posible cuando se trata de escribir una biografía.

Pero el trato con las personas en la vida diaria no es el mismo que la del biógrafo con su biografiado, que la del detective con las huellas que descubren al asesino; es sustancialmente distinto. El trato entre personas no es un contacto como el de la masa y la temperatura del aire, el de las aguas de un río y las del mar en que desemboca. El trato con las cosas y hechos, y especialmente con personas, es más que un contacto, es la generación de una experiencia de vida afectada y en parte modificada en el fuero íntimo. Es una sobrecarga que se mezcla con la carga personal, con lo que se consagra en el sólo hecho de ser persona.

Aunque el trato entre personas no genera ninguna relación social al margen de las relaciones subjetivas, como lo ha sostenido la navaja sociológica que cercena la humanidad en dos mitades independientes e inconciliables, el individuo experimenta una modificación crucial en su experiencia personal, la que es única y, como suele decirse, intransferible. Luego, en combinación con la social, es adoptada como experiencia ciudadana, civilizada y convivencial.

 

SIN RESOLVER EN EL PROBLEMA

 

Aproximémonos al problema hasta llegar al ámbito de lo individual y subjetivo. Un ámbito que es el de cada uno de nosotros y que, a pesar de estar a la mano, es el más oscuro y desconocido. Allí encontramos una catarata de notas psicológicas, morales, axiológicas, conductuales que nunca se oyen todas juntas. Sensibilidades particulares, egocentrismos egoístas, exteriorizaciones amables y generosas, pasiones, pulsiones e improntas psíquicas a veces inexplicables. Sin embargo, todo eso no es la persona, por más que le corresponda y pueda manifestarse dadas las circunstancias propicias.

Lo que puede atribuirse a una persona es, más bien, lo que hay en ella de insondable, lo que no es lo mismo. Es decir, lo que ella ha procurado en su vida atribuirse a sí misma. No llamamos persona a un contendedor repleto de rasgos humanos, características que conocemos en general a partir de lo que se vuelve notorio por el hecho de ser perceptible. No es tampoco una reunión de todas esas notas multicolores que juntas puedan componer una síntesis, y que esa síntesis sea lo que puede decirse de ella.

Porque interviene la historia en la composición de lo que la persona es, de lo que puede conocerse en ella y de lo que ella conoce respecto a los demás y al mundo en general. Y no interviene porque, como en un cóctel, se mezclen sus componentes para dar un sabor final al conjunto, sino porque, como ya hemos visto, por la experiencia se configura aquello que ya no es suma sino, más bien, resta. Esto es, lo que queda aprovechable de todas las veces en las que la persona ha experimentado conflictos, ha resuelto problemas, etcétera, lo que convierte esa historia en una historia vicisitudinaria. Sin embargo, este fondo de experiencia, del cual se origina lo más decisivo del saber personal y del sentir espiritual, ese sí, al revés de la biografía, no es descifrable, no es descriptible.

Se presenta un problema difícil de resolver, y se trata de cómo es posible hablar de algo fundamental, que define lo que es y lo que sabe una persona, si no es posible aprehenderlo, aislarlo en el cuadro general, trazar sus principales propiedades, analizarlo y facilitar la apreciación de por qué es lo fundamental. Este problema, por cierto, invade el terreno de la neurología tanto como el de la psicología y aun el de la antropología. Suponemos que el problema implica una incursión por esas ciencias que proporcionarían sugerencias valiosísimas e imprescindibles para intentar un buen estudio. Pero, en ninguno de ellas, tan amplias y avanzadas como lo son en la actualidad, aparece como aquí lo presentamos.

Es difícil ir de lleno a esa fuente en la que se origina el saber común y corriente. Se vuelve un verdadero problema todo intento de revelar cómo se produce la idoneidad cognitiva en cada persona. Y, aunque es en su historia donde se supone que se esconde, esa historia particular y única no es historiable, no es historiografiable. Sabemos cómo se instrumenta el conocimiento humano, por cuáles procedimientos, en dónde y cómo se lo procura, aún el modo en que se procesa en general en el entendimiento mediante enseñanzas y aprendizajes. También, qué papel juega al respecto la experiencia, cómo lo asienta y lo perfecciona, pero desconocemos que no es una etapa secundaria de la elaboración del conocimiento sino la etapa primaria.

No ignoramos que la experiencia es más que el medio por el cual se foguea el saber, por el que se afina y redondea. Pues todo el contenido que se almacena y arremolina en el cerebro no es saber propiamente dicho, sino sólo materia prima, masa con la que en la praxis de vida se da consistencia a una forma que hay que crear, a un molde por el cual el conocimiento se manifiesta aplicado –que es el verdadero conocimiento o, para el caso de la persona, el saber. Pero ignoramos la naturaleza de esa forma, cómo la persona llega a ella.

Desconocemos que existe una condición que está en la base y que le imprime el toque último. Y que esa condición es la que impone la circunstancia, el encuentro, el desarrollo, la peripecia y el desenlace de cada una de las veces en que el individuo topa con una dificultad, con un enigma, con el problema que le impide superar la adversidad, sea enorme o insignificante. Ella, la circunstancia, es el torno en el que la persona moldea la arcilla que le suministran los sentidos, los “datos inmediatos de la conciencia” y la memoria. De ahí que entendamos mejor la sentencia de Ortega: yo soy yo y mi circunstancia. Nos falta enfocar con un poco más de luz esa sombra en la que, sin que podamos distinguir con claridad, se procesa la ingeniosa maravilla del conocimiento.

¿Cómo el individuo tramita la información con el propósito de valerse de ella en una situación determinada? La tramita de una manera se diría simple, pues la misma situación determinada es la que le suministra el saber, no exactamente la información acumulada ni la habilidad adquirida por aprendizaje previo. En ese encuentro con el problema se origina lo fundamental, esto es, la manera en que la persona adquiere el saber operativo, su sello propio, la consumación que lo vuelve único en tanto saber que resuelve sus problemas. No exactamente como los resuelve la academia, el aula, el laboratorio, los centros ingenieriles y tecnológicos –aunque sí en alguna medida.

No es mediante el uso directo de la información guardada en algún soporte material, como aquellos de que se vale la memoria, libro, video, imagen, grabación, computadora. Y aun no es la misma memoria de por sí misma, porque al ponerse en práctica, al operar en la vida real el cuerpo de esa información, no apela al recuerdo, no atina a lo que por la memoria es posible rescatar y utilizar de su vasto almacén. Es, diríase, algo visceral que se ha adquirido por la experiencia y se implanta para incorporarse a lo innato, no en la memoria sino en el mismo obrar cuando la persona responde a los estímulos de la enorme y variada gama de circunstancias en que consiste su vida.

 

ASPECTOS CONSTITUTIVOS DEL PROBLEMA

 

¿Cómo es posible resolver el problema? Si bien y aparentemente no tiene solución, al menos es posible abrir el camino hacia ella por una observación que permite intuir el fenómeno por dentro. Es la misma conducta que lo denuncia, y el último signo que lo revela, cuando la persona actúa ante cualquier clase de inconveniente en el vasto abanico de sus empeños y actividades. No confirmamos esa conducta en todos los casos, puesto que en muchos es claro que se aplica una fórmula, un expediente que es el que todos aplican, o una clase de solución técnica o científica o de algún tipo preconcebido y a la mano. Pero también en otros casos se aplica alguna ocurrencia original y espontánea, a veces concebida en el instante, a veces concebida de antemano en circunstancias iguales o parecidas a la cual se vuelve.

   Aun en el caso en que se apela a la más clara y reconocible receta con la que se resuelve un inconveniente, de los que trancan severamente y a veces para siempre un propósito, se observa una diferencia en la forma de valerse de la receta, de aplicarla, diferencia que revela lo personal, el rasgo que incluso es notorio en todo lo que la persona hace. Si nos atenemos a lo que pueda apreciarse en su pensamiento, en sus concepciones, en lo que es característico de sus ideas, opiniones, preferencias, convicciones, en variedad de casos también se vuelve notoria esa diferencia en lo que la persona piensa como una más entre sus huellas identificatorias difícilmente disimulables.

A veces el ingenio que resuelve el problema es exitoso en manos de una persona y no de otra, lo que parece misterioso. Porque existe un toque en los procedimientos que definen el resultado, aunque sea difícil saber en qué consiste y sólo nos asombre. Así ocurre cuando alguien supera una dificultad, en el trabajo, en la empresa, en el deporte, en la investigación teórica o experimental, en la política, en las mismas tareas hogareñas, que no había sido superada por otros que contaban con la misma preparación, las mismas habilidades, los mismos pertrechos, instrumentos, herramientas, los mismos recursos económicos, los mismos antecedentes en su profesión.  

Dos cerebros igualmente inteligentes pueden pensar en forma bien distinta frente a un problema común. Se piensa no sólo en forma diferente sino incluso opuesta cuando se trata de definir si el universo tuvo un principio o si existió siempre. Asoma el toque personal cuando filósofos de la misma talla intelectual creen o no creen que la moral de las personas ha mejorado en el curso de los tiempos, o cuando establecen que el conocimiento se funda en los sentidos o en la razón. Especialistas igualmente calificados pueden diferir radicalmente en algunos asuntos. Einstein se negó a suscribir el supuesto de los físicos cuánticos, de iguales o semejantes dotes intelectuales y preparación teórica que el forjador de la teoría de la relatividad, según el cual las partículas subatómicas pueden entrelazarse en sus propiedades aun manteniéndose a distancia.  

Surgen siempre rasgos difícilmente descriptibles, menos aún cuantificables y cuya índole es inexplorable, que definen a la persona en su realidad intelectual, en su complexión moral, en lo que tiene que ver con su sensibilidad estética y axiológica, y en lo que atañe a la eficiencia en sus capacidades manuales y prácticas. Esos rasgos, a veces imperceptibles y a veces notorios, pueden servir como prueba de que el hombre se hace a sí mismo, se construye a medida en que vive, y que precisamente como construcción singular y única, resulta siempre un individuo diferente. Si se le hubiera investido desde el principio en forma ya hecha, en potencia o en acto, completa o preparada de antemano para completarse, todos seríamos iguales, haríamos las mismas cosas y reaccionaríamos ante el mundo de la misma manera, todos tendríamos los mismos éxitos y los mismos fracasos.

De lo que se desprende que hay una historia en construcción en cada una de las personas, una historia y no un proceso de elaboración cuyo fin es obtener un producto acabado. Aun, todo proceso de elaboración sea de lo que sea, consiste en puridad en el ingenio por el cual se resuelve una variedad de dificultades. Así, se conciben y materializan los medios para superarlas, y esta realidad se comprueba en los proyectos más ambiciosos y en los más sencillos. En la historia de la persona, en cambio, el proceso no se da como elaboración o fabricación, como ingenio o ingeniería aplicada. Nadie aporta el recurso por el cual se supera la dificultad, y es la misma persona la que representa o es el recurso.

Las dificultades a superar para que funcione un artefacto, una máquina o una industria, en puridad no son las mismas, pero todas forman parte de lo que se presenta como un obstáculo que interrumpe la marcha, una falla que la debilita o desvía de su dirección, y la escasez o el agotamiento de los recursos materiales que la sustentan. Tales pautas hacen posible la previsión de reglas y mecanismos de previsión que garantizan la eficiencia. Algunos que se activan en forma automática y otros que de por sí solos están dotados de programas computados capaces de variar en la marcha de acuerdo al rendimiento más favorable.

Las dificultades a superar para que “funcione” una persona, que interrumpen su marcha, la debilitan o desvían, la despojan de su combustible natural, no siempre son las mismas. Y tampoco responden a una serie finita de dificultades clasificables. Aunque todas se presentan en forma parecida, forman parte de una historia multifacética, no pronosticable, imprevisible. Si bien comprenden una unidad indisociable entre la persona y el entorno, entre la relación biunívoca entre el yo y la circunstancia, son permeables respecto a los demás yoes, al influjo de dificultades ajenas.

El ingenio en el caso es la misma persona, su acto decide la propia ingeniería, la fuente particular por la cual se vuelve posible contar con los recursos necesarios para superar los problemas. Ese ingenio es su historia y, como se desprende de los hechos imprescindibles para superar la diversidad de dificultades que se presentan ineluctablemente, esa historia no es una historia sencilla, no se desliza sobre un lecho de rosas, como dice el poeta. Es una historia vicisitudinaria.

 

IRRADIACIÓN DE LA EXPERIENCIA

 

No es común que las personas en situación de elegir, de convencerse o de preferir una solución respecto a problemas e inconvenientes se atengan a convenciones, hábitos, reglas o mandatos, aunque lo hagan en variedad de casos especialmente cuando lo impone la legislación vigente. Lo que se confirma en general en la vida diaria es que las personas están convencidas de acuerdo a los resultados de una experiencia personal que les suministra razón suficiente y confirmación consiguiente en la práctica. No quiere decir que no respeten el orden elemental de convivencia, los principios de la moral, los valores, los hábitos compartidos. Sólo quiere decir que hay una tendencia a hacer prevalecer la experiencia de vida, la propensión a que la enseñanza recabada mediante la actividad individual, con sus resultados y consecuencias, arraigue como saber práctico y funcional.

Se trate de un camino trazado y seguido por la persona misma o de un camino que elige entre los que encuentra con direcciones ya trazadas, la experiencia propia es la determinante, la que, de acuerdo a los resultados en la práctica, el éxito o el fracaso, la facilidad o a la dificultad, el agrado o el desagrado, obra como influjo principal sobre sus elecciones y preferencias y determina aquello que selecciona para decidir a qué atenerse. Repetimos: siempre dentro de los marcos consensuados y limítrofes de la convivencia y el entendimiento.

Esta particularidad del individuo humano no es del todo transferible al grupo, a un conjunto de personas ni a la colectividad toda; sólo lo es en unos pocos y borrosos aspectos. No es preciso remarcar que la experiencia individual es bastante diferente de la experiencia colectiva y social. Por más que la sociedad refleje lo común que se desprende de las tendencias individuales, se manifiesta de otro modo. Mientras que la experiencia personal comparece dentro de los límites de un círculo de actividad y de pensamiento exclusivo, asociado a un entorno determinado y una red de relaciones particulares, la sociedad es una caja de resonancia que registra el juego multifacético y plural de todos los particularismos.

Los entornos y las redes de relaciones individuales y grupales quedan generalmente sometidos a la carga de eventualidad, de azar y, principalmente, son sensibles al choque muchas veces imprevisto de intereses que se infiltran e inficionan actividades y programas, con lo que modifican arbitrariamente la organización de la actividad social. Esto es así o lo parece, de tal manera que puede involucrarse el azar en la vida de las sociedades o, de acuerdo a criterios cuya explicación resulta compleja, puede entenderse que nada hay sujeto al azar en una sociedad de humanos.

Por lo menos se puede suponer que el cambio en la sociedad es más difícilmente manejable que el cambio en el individuo –característica que, dicho sea de paso, se presenta como una de las mayores cuestiones a resolver por parte de la las ciencias sociales. Para los gobiernos es preciso definir las conductas y los programas, puesto que la sociedad es el objeto de la política, de la planificación organizativa y de la administración. Pero no pueden ejecutar sus previsiones como las ejecuta la conducta individual, y deben apelar a principios, métodos y procedimientos que difieren tajantemente con las modalidades propias de la individualidad: deben apelar a la política de masas, que no hay otra para las sociedades.

Por la observación simple se confirma la tendencia de las personas a proceder mental y conductualmente de acuerdo a los resultados de su propia e íntima experiencia. Parece que es de ella de donde emergen sus principales convicciones y las derivaciones en lo material. No quiere decir que se aparten del orden establecido de convivencia, de los principios elementales de la moral, de los valores y hábitos compartidos. Sólo quiere decir que hay una tendencia a hacer prevalecer la experiencia de vida, la propensión que apunta a que la enseñanza recabada mediante la actividad individual, con sus resultados y consecuencias, luego sirva de saber práctico y funcional.

El saber resulta, pues, lo mismo que resulta del contacto del ser humano con el mundo que le corresponde en pensamiento y corporeidad, en actividad incesante, y bajo una intensa y permanente lluvia de transformaciones que lo renueva. No sólo es el dominio del existir gracias al cual complementa su saber, comprobándolo, legitimándolo y mejorándolo. Es fundamentalmente el dominio en el cual el sujeto genera su saber primordial, que puede llamarse práctico, pragmático, o denominarse con cualquier término que aluda a la vida real e inmediata, a los actos y hechos que nos insertan en la vida cotidiana, común y corriente. Pero que, además de práctico, es un saber general, un saber que más allá de la praxis de vida concurre en la esfera del saber integral, sea mucho o poco, profundo o superficial.

Los ojos nos presentan un cuadro, no más que un cuadro como el que pintan al óleo los pintores. Los demás sentidos nos presentan imágenes similares, una melodía los sonidos, un sabor determinado el gusto, un aroma cualquiera el olfato, en fin, una resistencia dura o flexible el tacto. Pero debe tenerse presente que son sentidos, que corresponden a cada ser individual, porque no es dado un sentir universal que influya sobre el conocimiento. La humanidad no tiene ojos ni oídos, los tiene el ser humano; la sociedad no tiene sentidos, un grupo de individuos no tiene percepción propia. De modo que hay un solo saber, es decir, tantos saberes como seres humanos. El conocimiento es otra cosa.

Ese saber discriminado por la vicisitud personal, la composición de mundo macro y del mundo micro, que es pura creación vuelta realidad en la tierra, como la de una planta o la de un árbol, es el mismo que nos orienta en todo. No sólo en la acción sino también, y con la misma naturalidad con que lo hace en el plano concreto de los sentidos, nos orienta cognitivamente en el otro plano, en el del pensamiento. Nuestro saber a qué atenernos se consagra en el mismo cuadro como el que pintan los pintores, en la misma constelación de sonidos, en el mismo saber de los sabores y olfatear de los olores, en el mismo palpar del tacto. Pues no hay otra vía, y es la misma para pensar y para hacer.

 


 

VER EL TODO 

 

“Estamos rodeados, cercados por la realidad cósmica, dentro de la cual vamos sumergidos. Esa realidad envolvente es material y es social. Sentimos de pronto una forzosidad o un deseo que, para satisfacerse, requeriría una realidad circundante distinta de la que es: una piedra, por ejemplo, estorba nuestro avance por el camino. El problema práctico consiste en que una realidad diferente de la efectiva sustituya a esta, que haya un camino sin piedra –por tanto, que algo que no es llegue a ser. El problema práctico es aquella actitud mental en que proyectamos una modificación de lo real, en que premeditamos dar ser a lo que aún no es, pero nos conviene que sea.”

                                                                       (Ortega y Gasset, 65)


La realidad diferente a la que se refiere Ortega se nos representa como insondable sugerencia en la contemplación del universo. Nos parece comprobar que hay algo en él que se nos esconde porque estamos demasiado ligados a una realidad local que sólo es aparente. 

 

Intuimos algo demasiado grande para nosotros, fuera del alcance de nuestro entendimiento, aunque persiste en él como si fuera una creencia o un dogma. La arrebatadora enormidad del universo, el abrumador espectáculo que nos ofrece el telescopio James Webb, excitan la imaginación y la superan. Emocionantes imágenes fluorescentes pobladas de extraordinarios objetos, acontecimientos formidables desarrollándose en procesos inacabables, enrollándose sobre sí mismos o expandiéndose como si se dirigieran hacia la eternidad, sugieren algo más que la realidad desconocida. Sugieren otra realidad, lo que por aquí no vemos ni vivimos, la gran realidad imperceptible de la que formamos parte.

¿Por qué no la vemos como la ve el telescopio James Webb? ¿O el tiempo para él, y el mismo espacio, no existen, como no existen para una máquina del tiempo, y puede contemplar la misma eternidad? Sólo porque el lugar en el que circula está cuatro veces más lejos de lo que está la Luna de nosotros. El hábito de apreciar lo que existe como lo que sólo se vuelve evidente entre los espacios de un comienzo y el tiempo de un final, en definitiva, ¿cómo se explica? Porque no contemplamos las imágenes del universo como lo hacemos con las que nos muestra la toma aérea de una montaña, de los océanos o de una gran ciudad. Es completamente distinto, diferente de raíz, disímil, drásticamente incomparable.

Todo induce a pensar que por un capricho de Dios nos es vedado el conocimiento de algunas de las más importantes verdades entre todas las que se nos ocultan. O que, debido a esa picardía propia de los seres humanos, por la cual siempre encuentran una excusa para seguir existiendo, nos obliga a concebir el todo como un chorro que cursa por un tubo y que de vez en cuando se asoma a la existencia por vertederos, que llamamos presentes, y que nuestras limitaciones liberan para poder enterarnos de la creación.

¡Cómo se descubriría el mundo si pudiéramos meternos por esos vertederos y asomar al todo para verlo como es verdaderamente! Se nos ocurre que luciría de una manera aproximada a como lo muestra el James Webb, y aun así no se vería en toda su plenitud. Porque necesitaríamos experiencia ya no sólo de mundo sino de universo, experiencia interplanetaria, intergaláctica, experiencia cósmica o sideral. Así como nos es necesario extraer sabiduría de la suerte con que corremos en los hechos que suscitamos en esta ínfima porción de tierra en que nos movemos, o en los hechos que nos sorprenden en el correr azaroso de la vida, necesitaríamos más de una vida. Quizá la circunstancia sería otra, más grande, enjundiosa y, para ser algo optimistas, más simpática.

 

LA IMAGEN DEL TELESCOPIO

 

Aunque no veamos más que una partícula insignificante y no podamos admirar la infinita imagen que se refleja en la lente del telescopio espacial, de todas maneras, nos ilumina un reflejo misteriosamente similar en nuestra mente, por obra de otra lente que se esconde en ella y por la cual también miramos. Algo en nosotros tiende unos esperanzados lazos queriendo atrapar el todo, buscando forzarlo a que nos reconozca de una singular y definitiva manera.

Se trata de los lazos del conocimiento, nuestro telescopio particular y pulimentada lente de aumento. Nos lleva la vida bruñir su frágil superficie y abrillantarla lo suficiente para que nos suministre la mejor imagen, aquella que más nos conviene. Véase que convenir deriva de venir (latín “venire” = “ir”, “venir”), así como deriva ventura, suerte buena o mala. Y ventura también quiere decir lo por venir, y hasta aventura (Diccionario de Corominas). Lo que más nos conviene, lo que nos parece que mejor nos sienta, que nos sienta bien, lo concebimos en un advenir, en un momento aún no llegado o porvenir.

Lo que más conviene, en el sentido de un interés práctico o espiritual, la conveniencia que voluntaria o involuntariamente siempre buscamos es lo que nuestra aspiración espera de una buena suerte. Que nos alcance un venir o advenir o advenimiento que esperamos con esperanza, mediante espera esperanzada. Esperamos lo que es un bien para nosotros, y bien es un significado clave, así como bueno, lo que es bueno para nosotros. En todo lo que hacemos hay espera esperanzada, hasta en el más simple de los propósitos, en clavar un clavo, lo que hay que hacer bien, o en el diario vestirnos con la prenda que debe quedarnos bien. Bueno es que el cuadro cuelgue sin que se caiga; es bueno que luzcamos de acuerdo a nuestro deseo.

Hay también un universo en nuestras expectativas, en cada una de las ideas que forjamos, iniciativas, movimientos, conductas, acciones. Es la aspiración de que sus resultados mejoren en la medida en que vivimos, el afán que inevitablemente trasladamos a las expectativas. Y la imagen de un mundo que imaginamos desprovisto de las restricciones de los sentidos corporales. Esos sentidos nos muestran el limitado mundo de nuestro entorno, incompleto, pequeño, y en el estado instantáneo en que aparece en la percepción, en lo poco que de ella puede captar para que elabore el cerebro. Siempre estamos procurando agrandar ese mundo, hasta en los propósitos más insignificantes de la vida corriente.

También hay un universo muy amplio en los sentimientos, emociones y pasiones. Este universo nos descubre una más honda espacialidad en la que caben maravillas, espectáculos grandiosos, despliegues de la imaginación semejantes a los de las estrellas de neutrones. El mundo de la imaginación es el que delata nuestro mundo como una muestra de otro más grande, como reminiscencia de algo que, aunque desconocemos, está en nosotros. Aparece de una manera espectral lo que sólo es posible confirmar cuando las dimensiones materiales o espirituales rebasan las referencias humanas.

 

EL TELESCOPIO INTERIOR

 

¿Acaso son las imágenes del telescopio espacial las que terminan poblando nuestra mente y nos parecen genuina creación de los poderes mentales? ¿Unas pobres copias que tomamos de los espléndidos videos de la NASA? No, no son esas imágenes sino las concepciones que germinamos a partir de nuestra experiencia de vida. No sólo las que nos permiten comprender este mundo y reaccionar frente a él como nos conviene, el mundo conocido que nos envuelve y nos es familiar. También son las del mundo al que aspiramos, desconocido por fuera y vuelto pura intelección por dentro.

Pertenecen al por venir, a la aventura más significativa de los humanos: la que está por venir. Se trata, como hemos visto, de una aventura que forjamos en un espejo, pero que corremos aquí, de este lado del espejo. Y que, por lo que también hemos visto, está en el presente más concreto y vital. Pues se nos ocurre devenir al revés, desde el futuro hacia el presente. Somos por eso observadores como son los astrónomos y astrofísicos que escrutan las profundidades del espacio exterior como nosotros el interior, un espacio que también está en vías de conocerse convenientemente, por lo que resultamos singulares científicos que se empeñan en llegar un poco más allá en el infinito.  

Como ellos queremos romper el velo de la realidad aparente, extender el alcance de los sentidos biofísicos. Todos contamos con un telescopio interior que nos permite, si lo ansiamos, ir más allá de los que se encierra fantasmalmente en la “corriente del pensamiento”, en busca de otra corriente, la de una realidad figurada que simula ser chispa de la realidad cósmica. No es creíble que la vida humana esté limitada al solo círculo de su existir físico, psíquico y biológico. Es más que ontología avanzada, más que tiempo hecho vida, más que Dasein, es decir, más que intervalo entre un ser que a veces se mueve como una pluma flotando al capricho del viento, y otro que como una flecha disparada con puntería busca un blanco elegido previa y expresamente.

La vida humana tiene mucho de inconsistencia, de ligereza, de blandura, pero por eso es maleable, flexible y hasta obediente si se le ordena. No es algo para asumir como se asume un mueble, un automóvil; no se pide prestada ni se compra como una cosa. Como en su dimensión consciente sólo es realizable por los propios medios, es más de lo que parece, es conversión de una realidad en otra. Por lo que estamos permanentemente convirtiendo todo lo que encontramos en otra cosa: un árbol en una silla o en papel, un montón de arena en una botella, el barro en ladrillos, el litio en batería, el hidrógeno en amoníaco.

Como las imágenes del telescopio guían a los científicos por el universo, enseñándoles cómo es, las imágenes interiores nos guían por el mundo, no exactamente las imágenes que obtenemos a pura percepción y transmitidas como información. Las imágenes interiores ordinarias son las que nos enseñan cómo es lo que nos rodea. Pero las puramente interiores, las extraordinarias, no son las que apenas han sido registradas y enviadas por los canales neurales al cerebro, sino las que derivan de ese registro después de superar el tamiz de la experiencia. Es decir, después de convertir la inestabilidad en estabilidad, los altibajos en carretera plana, las arduas pruebas en satisfacción de las pruebas.

Podemos contemplar el todo que infinitamente se extiende por dentro. Somos realidad en acto y en potencia: realización en marcha. Y la misma condición de no ser completos es la que nos augura y nos garante una insospechada y por eso infinita dimensión que espera llenarse con nosotros. Nos reconocemos como una convergencia de fuerzas que nos empujan y a las que respondemos con lo que somos en tanto criaturas que sienten y piensan. Pero no seríamos esas criaturas si no fuera porque no sólo empujan sino porque también tiran de nosotros, nos arrastran, apuran la marcha desde el otro lado que es el lado de lo que deseamos ser.

Ese impulso augural nos hace crecer, puesto que la vida consiste en aumentarnos permanentemente al mismo ritmo en que peleamos la existencia, en que la reclamamos a la nada. En la antigüedad pagana un augur era quien leía en las aves, en el cielo y en animales sacrificados los signos que anunciaban la voluntad favorable o desfavorable de los dioses. Si no era favorable no había garantía alguna para el buen fin de cualquiera de los propósitos que animaran la vida de los mortales.

Es un rito ancestral que responde a la misma necesidad de siempre, la de querer impulsarse hacia lo que mejor indican las necesidades y los deseos, aquello de que se carece. Nos mueve la esperanza de completar con algo apetecible la propia existencia, siempre a medio camino y por terminar de hacerse. Ese impulso es el que anida en la fe revelada de los monoteísmos, y nos atrae quizá con mayor fuerza que aquella que nos espolea de atrás, la que, como decía Heidegger, nos “arroja” a la vida, nos expulsa inevitablemente a la condición de ser. Debe completarse con la que convierte al ser en ser auténtico, en persona.

Algunos pensadores y teólogos influidos por el pietismo, como Johann Georg Hamann en el siglo XVIII –crítico de la Ilustración y precursor del romanticismo–, han sostenido que ese impulso de que hablamos consiste en la fe sola, despojada de la razón. Por la sola fe lograríamos vislumbrar la existencia de una dimensión superior y externa a la conciencia. Este criterio nace dentro del pensamiento religioso y en torno al debate sobre si la razón complementa o no complementa a la fe, si pueden juntas actuar en ayuda mutua (San Agustín y Santo Tomás sostenían que sí, que pueden).

Sea como fuere, el problema es del todo pertinente y atendible, aunque es claro que el impulso se abre, por más que lo haga también en una dimensión externa y divina, a una insoslayable instancia del sentir humano, a una dimensión interior de la subjetividad profunda. Una dimensión por hacerse, expectante respecto de sí misma y en un dominio en que prevalece la espiritualidad y la voluntad de las personas.

La dificultad de conciliar la fe y la racionalidad, de dirimir su discutida oposición, es un antiguo estigma para la religión y para la filosofía. Hay una cuasi o proto doctrina al respecto que brega por aunar en una sola y desolada convicción el misticismo y la racionalidad pura. Así parece en la coincidentia oppositorum de Nicolás de Cusa, en la unidad de realidad y espíritu de Giordano Bruno, en la unión de naturaleza y divinidad de Friedrich Hölderlin, en el punto Omega de Pierre Teilhard de Chardin, en lo Circunvalante de Karl Jaspers o en el Cristo de la fe de Rudolf Bultmann.       

 

DIFERENTES IMÁGENES

 

Nos enseñan todo lo que es posible y todo lo que debemos aprender, pero no a ser persona. La función de la educación no pasa por ahí; ella sabe que es algo que no se puede enseñar, que es un aprendizaje que cada uno se debe a sí mismo. Si la educación se propusiera enseñarnos a ser persona se vería obligada a elegir un prototipo, un modelo que sirviera para todos, porque no puede enseñar a cada uno. Es claro que si pudiera enseñar a ser persona sólo lograría unificar a la humanidad, a volverla masa indistinta, y lamentablemente no es difícil encontrar ejemplos en la historia.

El problema consiste en que aprender a ser persona demanda un gran esfuerzo, mucha paciencia, el poder de observar, de asimilar y filtrar una vasta gama de información. Pide que se sienta la inquietud por advertir lo que conviene y lo que no conviene para que la vida se encarrile como nos parece que debe hacerlo. A nadie le importa que resultemos unos recipientes con vida pero llenos de frustraciones, de hechos carentes de sentido, reiteraciones y reiteraciones de esos hechos sin que modifiquen para bien el pensamiento y las conductas. Nadie reparará sino sólo nosotros en que nos hace falta una imagen directriz que oriente los pasos que damos. No venimos al mundo programados sino en unas pocas y elementales funciones biológicas y psíquicas, pues el programa vital, intelectual y físico, surge del diario vivir.

El designio más importante de la educación formal gira en torno a la racionalidad. Y, aunque en ese designio la educación se afane por incluir todo lo que se pueda la ética, la estética, los valores, los sentimientos y principios que prevalecen por estar probados en la historia de la humanidad, de todas maneras, es impotente en estos dominios intangibles y al margen de una racionalidad estricta. Puede enseñar a construir un puente, a levantar una casa, a curar a un enfermo, a administrar un bien, a manejar la economía, a medir los campos. Puede enseñar cuáles son los rudimentos de la pintura, la música, el arte en general. Incluso puede enseñar cómo se enseña. Pero, así como no puede enseñar a ser una persona, tampoco puede enseñar a ser un ingeniero, un arquitecto, un médico, un artista, un maestro, un profesor.

Puede enseñar profesiones, habilidades, especializaciones, personas que entienden y son acreditadas para ejercer esas actividades en calidad de servidores públicos. Pues no es lo mismo saber ingeniería que ser ingeniero, saber medicina que ser médico. A este respecto es oportuno recordar que el título de doctor, otorgado por las universidades en variedad de especialidad, por la etimología del término quiere decir “maestro, el que enseña”. Se desprende la sutil sugerencia de que si enseña es porque sabe, pero no se desprende que igualmente sepa ser maestro, sepa lo necesario para ser el que enseña. No surge que con saber baste para saber qué hacer con el saber, y cómo se aprende a ser doctor, no un doctor en general sino un determinado doctor.

 

LA IMAGEN INTERIOR

 

¿Quién nos ha enseñado a ser lo que somos? Por supuesto, el hogar, la escuela, la enseñanza media y superior, las academias, instituciones de enseñanza especializada, personas que nos han trasmitido su sabiduría, los libros, la información virtual. Sin embargo, a nadie se puede atribuir la autoría de lo que somos como personas. Una pequeña llama que encendemos por nuestra cuenta en lo más hondo es la que nos ilumina y muestra cómo llegar a ser lo que somos, la persona que somos. Esa persona tiene el conocimiento adquirido, pero no tiene consagrado su saber personal sin encenderla.

Y no es fácil encenderla porque la chispa necesaria es tan débil que no se ve en la profundidad de cada uno. Es una imagen como la de una estrella muy lejana o cuya masa sólo puede desprender una luminosidad casi inobservable. Aparece en nosotros un universo interior que ansiamos explorar como ansían explorar el espacio los astronautas. A la manera de ellos somos los nautas de nuestro espacio interior, aunque no todos lo sabemos. Se trata de incursiones que se hacen hasta inconscientemente, pero ¿cómo?

Salvo aquellas acciones que realizamos automáticamente, por reflejo de una cantidad de hechos que ya hemos vivido y que se repiten, se puede decir que no hacemos nada sin antes ponernos al calor de esa llama. Es la que surge de la misma combustión de la vida, porque no es sólo desprendimiento de energía a partir del cual se dan curso variedad de transformaciones, sino también quema, ardimiento, deflagración: consumo de energía. Es algo que cada vez que se enciende o que se aviva se gasta un poco, se extingue. Ahora bien, de todo lo que se consume queda un resto, se conserva un resto, y ese resto es lo que somos.

No es correcto afirmar, pues, que somos el resultado final de una constelación de experiencias mundanales de las que hemos salido airosos o maltrechos. No es exacto que sea lo que es posible apreciar en una última medición, de acuerdo a un último estado de cosas, según permite vislumbrar el último rayo de luz llegado que sería la suma de toda la luz disponible y que hiere el ojo. Lo correcto es algo bastante parecido, pero con un matiz contundente capaz de establecer la gran diferencia. Pues no es suma ni constelación sino resta, despojo, lo que queda de la combustión, rescoldo, ceniza, polvo. Carl Sagan había exclamado con júbilo que somos polvo de las estrellas, y no hay duda de que lo somos, por fuera y también por dentro.

  


 

VER EL PROBLEMA              

 

“Cuando se habla de nuestra actividad cognoscitiva o teorética se define muy justamente como la operación mental que va desde la conciencia de un problema al logro de su solución. Lo malo es que se tiende a no considerar en esa operación sino su última parte: el tratamiento y solución del problema. Por eso, cuando se piensa en la ciencia se la suele ver como un repertorio de soluciones. En mi entender, es esto un error. En primer lugar, porque hablando rigorosamente y evitando, como exige el temple simple de nuestro tiempo, el utopismo, es muy discutible si algún problema ha sido nunca plenamente resuelto: por tanto, no es en la solución donde debemos cargar el acento al definir la ciencia. En segundo lugar, la ciencia es un proceso siempre fluyente y abierto hacia la solución –no es, de hecho, la arribada a la costa anhelada, sino que es la navegación procelosa hacia ella. Pero, en tercero y definitivo lugar, se olvida que al ser la actividad teorética una operación y marcha de la conciencia de un problema a su solución, lo primero que es, precisamente, es conciencia del problema. ¿Por qué se deja esto a la espalda como detalle insignificante? ¿Por qué parece natural y no de urgente meditación que el hombre tenga problemas?”

(Ortega y Gasset, 64)           

 

Es más importante analizar la pregunta que analizar las respuestas que se dan en el curso de su historia como pregunta. Analizar el problema con mayor dedicación que la que se brinda a sus posibles soluciones, aunque sin menospreciarlas.

 

A juzgar por el grado de impacto que producen los problemas, en muchos casos se puede apreciar que en la persona y en sus reacciones gravita más ese impacto que el problema mismo, que lo que encierra el problema en su dificultad intrínseca. Hablamos de los problemas de la vida. El impacto genera un segundo problema que inhibe la búsqueda de soluciones para el primero. A veces llega a desplazarlo o a presentarse como problema principal, sin que el otro desaparezca del todo.  

El primero es desplazado, pero no superado en tanto persiste como problema, pues todavía no se ha resuelto. Se mantienen sus expectativas y esperanzas, sus desafíos y enigmas, Cada vez que puja por acaparar la atención, por preponderar otra vez, aumenta la tensión del impacto psicológico, refuerza el desafío emocional y moral. Y cala el pensamiento de diversas maneras en cada una de las veces en que se reanima y conmueve. No de manera acumulativa, no montando una vez sobre la otra, sino de modo que unas son pulimentadas por las otras, mejoradas, perfeccionadas, con lo que va quedando atrás lo que fueron en su vez primera.

Mientras predomina el impacto disminuyen las posibilidades de hallar una solución al problema. Como a veces predomina para siempre, el impacto pasa a ser un estado al cual la persona se acostumbra y adapta. Así resulta para muchos que los estados emocionales provocados por un problema se convierten en el problema número uno, y hasta en el que se define el pensamiento, los sentimientos, la conducta. Pasa a querer evitarse el miedo, por ejemplo, a querer resolverlo antes que eliminar aquello que lo produce. Atender la depresión, la angustia, la desolación, las frustraciones, antes que el orden de factores que las generan.

 

LA INDIVIDUALIDAD

 

Lo que produce la frustración queda atrás, el fallo al dar un paso importante para la vida es un sentimiento que a veces se separa de sus orígenes, causas, motivos desencadenantes. Hasta convertirse en un rasgo del carácter de la persona, en un fondo o segundo plano sobre el cual contrastan todos los demás rasgos. Y el problema inicial queda sin solución para siempre. En lo individual, en lo subjetivo, los problemas no se presentan como se presentan en lo colectivo, en lo social. Que la sociedad deje sin resolver un problema, fuera de lo accidental, es diferente, puede seguir viviendo sin grandes problemas, aunque, para seguir con el ejemplo, la embargue un sentimiento de frustración que ya no es sólo personal y que se comparte y asume en la comparecencia del grupo.

¿Qué problema social ha sido resuelto del todo? En lo individual es preciso resolver del todo o casi del todo los problemas. Es muy débil el orden de lo individual si se compara con el de lo colectivo, y esa debilidad exige un barrido de los problemas. La colectividad se aguanta mejor si se mantienen algunos de ellos. Luego, la colectividad es una dimensión de llegada y no de partida, una organización que necesita alimentarse para ponerse al servicio del individuo, y que no lo puede hacer sola. Necesita la ayuda de un individuo en vías de colectivizarse, a medio colectivizar.

La individualidad es una dimensión de partida, de comienzo. Exige siempre una lucha, trabajo adicional y también sacrificio. El individuo marcha hacia el afianzamiento de la sociedad y la sociedad marcha hacia el afianzamiento del individuo, pero son marchas diferentes. El individuo marcha con incertidumbre, no siempre con pertrechos adecuados, frecuentemente sin planificarse debidamente y sin poder realizarse adecuadamente. No tratándose de la horda, de la masa, de la turba humana, la sociedad va hacia el individuo generalmente con planificación, organización y ejecución premeditada. La sociedad no se inquieta ni amedrenta como el individuo. Su velocidad en los cambios es menor; la del individuo exige aceleración cada vez, mejoramiento expreso y perentorio, afinamiento rápido en sus movimientos.

La sociedad resulta de las veces en que la individualidad se realiza en ella, con acierto o desacierto. Ocurre así que a veces retrocede en su marcha, pero es en realidad un retroceso de la individualidad, porque ella no sabe corregirse a sí misma. Es el orden de la individualidad el único orden que puede hacer algo. La sociedad sólo refleja la conciencia que trasmite la individualidad, no cuenta con una propia. La sociedad es puramente refleja, no produce nada ni acierta ni se equivoca; es la individualidad la que a veces hace bien y a veces mal las cosas.

Obsérvese que se trata de un orden de realizaciones, de marchas y contramarchas, de aciertos, desaciertos y correcciones que no es estrictamente el orden propio del individuo, no aquello en lo que se realiza la persona, sino el de la individualidad. Es una distinción imprescindible y nunca sometida a un análisis meticuloso. Por cierto, se trata de un concepto enmarañado, que se confunde fácilmente con el concepto de individuo, como aquella historia que de vez en vez vuelve posible que el individuo se convierta en persona.

Un delineamiento de su perfil propio surge de la imposibilidad tanto de atribuir a la persona la marcha que ella emprende junto a todas las demás, como de atribuirla a una entidad monolítica, sin sentidos perceptivos ni entendimiento y que avanza a los tropezones. La sociedad no elige por sí sola, no cuenta con la facultad de encontrar, de discernir, de seleccionar lo necesario para la vida. La tiene el individuo y se la trasmite a la sociedad. Pero el acto por el cual la trasmite no es un acto estrictamente individual.

La persona se despoja de su ser individual y deja que la particularidad se difunda, se convierta de particularidad en generalidad. No en sociedad, porque como es obvio el individuo no puede fabricar sociedad alguna. Sólo puede abrirse en lo que es, liberarse de la particularidad que lo define y actuar bajo lo que podría asimilarse a la convección, es decir, una clase de propagación de lo individual hacia lo que es más denso, más fuerte por resultar numeroso, mayor cuantitativamente. Entonces actúa no como es propio de lo individual sino como es propio de la individualidad, concepto sobre el cual volveremos en el capítulo 10.

 

VER EL PROBLEMA

 

Primero que nada, el individuo es ser biológico, así lo parece cuando puede pensarse a sí mismo. Luego, conciencia, conciencia de que es y, por último, persona, conciencia auto reconocible, es decir, pensamiento propio. Es lo que parece resultar si intenta resolver qué es, el problema que le presenta su sola existencia, y lo que procura por su sola cuenta. Ser conciencia consiste en el poder de ser más, de ser persona y de participar en la individualidad. Por último, su participación en la individualidad es lo que le lleva a comparecer como sociedad. Su conciencia le permite aumentarse, de individuo a persona, de persona a personalidad, de individualidad a colectividad, de sociedad a nacionalidad.

Sin embargo, puede estacionarse en un punto en el que vuelve a reducirse, no por retroceder al estado de individuo sino porque empieza a ser mundanidad, aunque no lo busque, a generalizarse, a integrarse quiéralo o no en masa, agrupación simple de individuos. Ya hemos visto que de algún modo es universalidad, polvo de estrellas. Pero esto es algo diferente, en todo caso, lo que empeñosamente le priva de su abolengo cósmico, de su condición de universalidad.

La simple suma de individuos no configura una sociedad, no es suficiente. La sociedad pide algo más que un montón, más que millones y millones de criaturas comparecientes. Pide criaturas impacientes, ansiosas, agitadas, vehementes, pero animadas de un propósito superior, en busca de un sentido, de una razón de ser. O criaturas animadas por el sentimiento más que por el embotamiento, por una actividad esperanzada y no por una pasividad insensible y descorazonada. Pide acción como pide el espectador de un thriller, emoción fuerte, suspenso, estremecimiento, pero con una idea fundamental que justifique el pedido. La sociedad para ser lo que es, diríase para justificarse, tiene que envolverse en la expectación, en el suspenso, en el pender o “estar colgado” de algo, como indica la correspondiente etimología. Ese pender, que es un depender, la vuelve otra cosa, más que una simple suma. ¿Cómo adquiere esa propiedad cualitativa? Sólo la adquiere antes de ser sociedad, cuando es individualidad.

Así como una oración del lenguaje no es un simple conjunto de palabras, y para ser oración tiene que guardar un cierto orden, una sintaxis, el encuentro entre sus diversos elementos que responde a una seriación del sentido, finalidad comunicativa, la sociedad pide una sintaxis que la dignifique, la vuelva realidad no sólo biológica sino también humana, al igual que pide la realidad individual. La sociedad de la simple suma de individuos, sin cohesionarse mediante una inexorable sintaxis, no es sociedad sino manada, rebaño, jauría, enjambre, bandada. Es en la realidad pura un diferendo entre lo que se ordena solo y lo que se ordena por la actividad de una “interpósita persona”. Al azar se interpone una voluntad que no es la del individuo, la que sólo es comparecencia, sino la del quehacer humano, la del individuo en tanto individualidad, camino hacia la socialización de la voluntad.

La naturaleza humana interviene por encargo y provecho de otra voluntad, de manifestaciones derivadas de lo humano, de secuencias y consecuencias inescrutables. Pero interviene en algo más, algo que para que surja claro en el entendimiento es necesario revisar en sus orígenes, en su génesis, contemplar tal cual es sin revisiones ni interpretaciones. No en las soluciones conocidas del problema, sino en el planteamiento del problema. ¿En dónde está el planteamiento del problema, su estallido e inicial irradiación? En la experiencia, cuando topan la perseverancia humana y la sañuda interposición de un mundo alzado en armas contra todo emprendimiento del hombre.

Conciencia del problema es lo que se reitera en la praxis de vida como requerimiento fundamental. No es problema el que viene con sus consecuentes soluciones; eso no sirve para enriquecer el saber sino para enriquecer el conocimiento adquirido por vía externa. Las más consensuadas de las soluciones resultan estériles en el plano del conocimiento común. Sólo sirven de adorno a las experimentales, aquellas que son creadas por obra de la injerencia en el mundo y se satisfacen por vía directa, contra viento y marea.

¿Qué seríamos si tuviéramos que proceder sólo por fórmulas, por consejos, por la sola guía de algunas instrucciones previas y aplicados aprendizajes? No nos ayudaríamos a ver el problema sino a ver el abanico de soluciones posibles desplegado antes de nosotros. Lo que más ayuda en el problema es el mismo toparnos contra él, y es oportuno que Ortega y Gasset se pregunte por qué “se deja esto a la espalda como detalle insignificante. Por qué parece natural y no de urgente meditación que el hombre tenga problemas”. La circunstancia de que nos habla el filósofo español es en puridad el corazón de los problemas, y las soluciones pueden mantenerse más allá de la circunstancia.

 

EXPERIENCIA DEL PROBLEMA

 

En su libro Experiencia y educación, el filósofo estadounidense John Dewey apunta: “el problema central de una educación basada en la experiencia es seleccionar aquel género de experiencias presentes que vivan fructífera y creadoramente en las experiencias subsiguientes” (Buenos Aires, 1945, Losada, p. 25). Debe tomarse como un principio o “principio de continuidad experiencial”, afirma Dewey, que aparece “en toda tentativa para distinguir las experiencias que son valiosas educativamente de las que no lo son” (ib., p. 34).

“En el fondo –agrega–, este principio se basa en el hecho del hábito, si interpretamos este hábito biológicamente. La característica básica del hábito es que toda experiencia emprendida y sufrida modifica al que actúa y la sufre, afectando esta modificación, lo deseemos o no, a la cualidad de las experiencias siguientes. Pues quien interviene en ellas es una persona diferente. El principio del hábito así entendido es evidentemente más profundo que la concepción ordinaria de un hábito como un modo más o menos fijo de hacer cosas […] Desde este punto de vista, el principio de continuidad de la experiencia significa que toda experiencia recoge algo de la que ha pasado antes y modifica en algún modo la cualidad de la que viene después” (ib., p. 36-37).

En tal sentido se entiende el “crecimiento” y, aún más, “la dirección en que tiene lugar el crecimiento, el fin hacia el cual tiende […] Que un hombre pueda crecer convirtiéndose en un ladrón, en un bandido o en un político corrompido es un hecho que no puede dudarse. Pero desde el punto de vista del crecimiento como educación y de la educación como crecimiento, el problema está en saber si el crecimiento en esta dirección promueve o retrasa el crecimiento en general” (ib., p. 38).

“Pero hay otro aspecto del problema. La experiencia no entra simplemente en una persona. Penetra en ella, ciertamente, pues influye en la formación de actitudes de deseo y de propósito. Pero ésta no es toda la historia. Toda experiencia auténtica tiene un aspecto activo que cambia en algún grado las condiciones objetivas bajo las cuales se ha tenido la experiencia. La diferencia entre civilización y salvajismo (para tomar un ejemplo en gran escala) está fundada en el grado en que las experiencias previas han cambiado las condiciones objetivas bajo las cuales tienen lugar las experiencias subsiguientes […] En una palabra, vivimos, del nacimiento a la muerte, en un mundo de personas y cosas que en gran medida es lo que es por lo que han hecho y transmitido las actividades humanas anteriores” (ib., p. 43).

Hay problemas y hay también determinadas experiencias por las cuales se viven los problemas. Y esas experiencias valen más por cuanto se interrelacionan que por lo que cada una es aislada en su espacio y en su momento. La continuidad en la experiencia nos proporciona el crecimiento, bueno o malo. El concepto en lo que atañe a la educación formal, tal como lo maneja Dewey, es perfectamente extensible a todo tipo de educación, incluso a la que interviene en la experiencia de vida y por cuenta y riesgo de la persona.

En la “continuidad en la experiencia” se esconde el núcleo del problema y la matriz que da lugar a las soluciones perentorias, no en el golpe que el problema propina a la sensibilidad, que puede ser diverso, diferente en cada situación. La continuidad experiencial es inmune a la situación y no produce un impacto; sólo se imprime en la mente, deja una impresión de fondo que se mantiene activa en todas las eventualidades, sucesos, incidentes, contingencias, especialmente en las emergencias, peripecias cualesquiera temporales o permanentes. Es la que puede asistir a la persona cuando se torna imprescindible para ella distinguir entre el problema y su impacto, el obstáculo que da lugar al suceso y el que da lugar a una modificación pasajera en su estado de ánimo.

Se trata también de discernir si la resolución de los problemas, con sus derivaciones en el entorno personal, se integra a la apertura que hemos llamado individualidad, o si es el impacto del problema el que se integra, repercutiendo en el estrato social y en la cultural general. Como ya hemos dicho, es frecuente confundir el problema con las consecuencias del problema, por lo que, en el propósito de resolverlo, se solapan las medidas adoptadas en la búsqueda de soluciones y que terminan aplicándose indiscriminadamente.

 


 

COMPARAR LA MUERTE     

 

“Todo ver es un mirar o buscar con los ojos; todo oír un escuchar o atender con los oídos. Digo, pues, que la naturaleza, que el mundo exterior solicita la atención del hombre con terrible urgencia, planteándole constantemente problemas de subsistencia y de defensa.”

(Ortega y Gasset, 139)

 

No tenemos experiencia de la muerte, no hay saber al respecto y su conocimiento nos viene de una facultad hipotético-imaginaria de estrategias sólo comparativas y metafóricas. He aquí algunas aproximaciones a la idea de la muerte.

 

La muerte es una no-experiencia, la negación de la experiencia vital, la nada de la vida. Es ausencia de la presencia o presencia no sentida, evidencia sin comparecencia, esencia sin vivencia, sustancia carente de extensión. Carece de la continuidad con la que cuenta la vida y que, por lo demás, proporciona la fórmula por la cual el saber se perfecciona y afina. Es ignorancia en estado de absolutez.

No es individual ni social, no se caracteriza por ser lo propio de ningún dominio. No admite ninguna clasificación. Es la clausura de todas las discriminaciones y síntesis de todas las clasificaciones. Es la mayor certeza y a la vez la más grande de las ignorancias, así como la mayor incertidumbre y el más firme de los conocimientos, aunque no es captada por los sentidos ni entendida por la conciencia.

Después de ser puro futuro no se convierte en presente, como todo lo que se sabe que llegará de manera indefectible, porque el tiempo cursa sin cesar o los cambios y transformaciones son irreducibles. Deja de ser futuro al volverse tiempo infinito, incalculable, nunca futuro que aterriza por fin en alguna parte palpable y en algún momento preciso.

Así como el cuerpo es inocente cuando nace, ser que no perjudica, es inocuo al morir. Es ser inerme, inofensivo y bonachón. Su objeto no tiene sujeto, su predicado silencioso flota en una atmósfera irrespirable para la comprensión. Así como el alma es una entelequia atribuible al cuerpo, la muerte es una entelequia atribuible a la vida. Es la misma desilusión en trance de desilusionarse, una interrupción congelada, el límite último de la percepción.

No es comprobable después de que es un hecho, como todos los hechos, sino antes. Después que el ser deja de ser, la comprobación es imposible. Se comprueba antes, cuando todavía no es un hecho intangible. Al no pasar por la experiencia, la muerte es pura ingenuidad, pura inocencia, pura teoría o fantasía: del alma, de la existencia inmaterial, del más allá, de la vida celestial, de los ángeles, de los espíritus, de las almas en pena, de los que purgan sus pecados.  

Entre todos los desenlaces en la vida de los humanos, muchos de los cuales significan el terminante fin de un desarrollo con peripecias, la muerte es el desenlace que definitivamente desenlaza. Termina con el destino de ser vicisitudinaria evidencia del mundo.

Se cree que en vez de un final es un comienzo, en vez de una desgracia una felicidad en ciernes. En vez de significar la radical finitud de la vida, indica el punto en donde comienza la eternidad. Pues la muerte no es la última lección que la vida ofrece al hombre: es la primera.

En la vida se aprende lo necesario que hay que saber para poder vivir, para seguir viviendo. La vida es la maestra más sabia, el aula en donde se aprenden más cosas, la escuela que extiende el título más alto. En cambio, la muerte es lo contrario a un maestro, a una escuela, porque muertos desaprendemos todo, nos volvemos al ignorar del cual venimos, al estado de inocencia.

La escuela de la vida no nos enseña la clave que nos lleva a la muerte, quizá porque la muerte no es su final sino otra de sus etapas multicolores. A través de la vida se produce un gasto casi imperceptible, partículas de la muerte, como son los días, que nos negamos a llamar así sólo por decoro, por el orgullo de ser vivos. De modo que la muerte no sería un acontecimiento sino un acontecer, no una interrupción abrupta sino una paulatina disolución.

La muerte no es más que una metáfora, una imagen que alterna con la de la vida. No es una realidad sino una figura, no un hecho sino un fenómeno. Una rareza en medio de la trivialidad, una anomalía. Es un salto como el que damos todos los días, pero en el vacío. Una carga de la que nos hacemos cargo, pero sin peso. Una comparación sin término comparante.

La muerte es la salida más segura para escapar de los tumultos, disturbios, trampas que amenazan al hombre, no del todo recomendable, pero salida al fin. Es la solución ideal para curar enfermedades, saldar deudas, evitar castigos, esquivar futuros indeseados, escapar de destinos inaceptables, corregir una vida miserable o consagrar una vida prodigiosa.

 

El GRAN SÍMIL Y EL DRAMA

 

El sueño es casi lo único que puede compararse con la muerte. Pero en el sueño todavía hay un yo que sueña, y lo soñado es soñado por él. Ahora, ¿qué hace un muerto? ¿Sueña que está muerto como soñaba cuando estaba vivo? Claro que no, eso es absurdo. Entonces, ¿quién está muerto en la muerte si ni el muerto lo sabe ni puede saberlo? La vida se hace, pero la muerte se hace sola. Una vez muerta suponemos que se trata de una persona que ya no está viva, un ser humano determinado que ahora ya no es. Pero en lo intrínseco de la muerte, en esa realidad desamparada y yerma, y que se esconde en la nada, esa persona ya no es nadie; es sólo indeterminación, referencia sin nombre, conciencia clausurada, pantalla apagada.

Es un nadie que inquieta al pensar que sus antecedentes fueron –o son– del todo reales y vivos. El tiempo que lo separa de la vida puede no ser mucho y, sin embargo, ya es eternidad. Es la única eternidad asegurada. Lo peor es pensar que ese nadie que ahora yace allí estirado era casi ahora mismo un ser reconocido entre nosotros, querido y apreciado. Una realidad contundente, indiscutible, plena de rasgos familiares que por arte de magia la muerte convierte en un ahora sólo del recuerdo, también leyenda, alegoría, narración, y en todo eso añoranza, remembranza, nostalgia.

Es razonable suponer que hay un alma que va al cielo o a dónde se quiera suponer que va. Que hay algo que sigue como sigue lo vivo en la tierra y que va a algún lado como los vivos van siempre. La desaparición física de un ser humano es brutal. Es difícil concebir la nada, pero más difícil cuando hay que deducirla de la muerte, de la misma existencia contundente y palmaria que extrañamente ya no es. Un ser vivo consciente, despabilado y alerta, conocedor del mundo que lo rodea, autor de impresiones, pensamientos, sentimientos, valoraciones, mediante los cuales ha construido un mundo particular, interpretación genuina de la vida y de las cosas, que se ha ganado un lugar en el teatro de la existencia humana, de pronto ya no es y no puede volver a ser.

¿A dónde va a parar? ¿Cómo es que esa construcción deja de irradiar su luz en la superficie de una realidad que nos pertenece a todos? Un nadie que había aprendido a ser desde un ángulo único de la existencia, desde el mirador de un yo que de pronto deja de contemplar simplemente porque se apaga, porque enceguece abruptamente. Un punto de vista que de golpe ya no es punto ni vista de alguien que parece exclamar “¡Ya no son míos!”, y se pregunta “¿Dónde queda todo? ¿Quién lo atestigua? ¿Puedo compartir lo que los vivos seguirán atestiguando sin mí?”

Es un drama sin puesta en escena o una escena inapelable sin movimiento ni acción. La pieza de teatro de un dramaturgo ensañado contra la vida, herido por un desaire, una insolencia, el dolor de una deshonra injustificable e irreparable. La obra de un autor que no supo cómo dar un final elegante a su argumento.

 

UN SÍMIL EN LA VIGILIA

 

Otro parecido con la muerte se refleja en la alienación, el caso en que se suspenden las facultades inteligentes cuando el individuo no puede o se resiste a ejercer el control de su mente. No hablamos de ninguna patología ni de la muerte cerebral, sino de otra especie de muerte singular. Si el sueño es a veces tan cruel como la muerte, la alienación puede ser tan cruel como la locura. Pero la crueldad no se siente: la crueldad se ensaña con la historia de la persona en tanto la despersonaliza, la vacía de contenido genuino.

Aquí hablamos del yo alienado y no del yo demente, de un yo afectado profundamente, pero que mantiene una conducta normal, como la de todas las personas. Salvo que es una conducta controlada por lo otro, no por una alteridad determinada, por un otro cualquiera como es el caso del alienado que se cree Napoleón. Es un pensamiento, un sentimiento y una conducta que controla un prototipo social hegemónico y que le viene implantado por la cultura popular, las costumbres, los influjos del espectáculo, los medios, las redes sociales, la propaganda.

Quedar fuera de la sala de control de la mente es un proceso que se vive de diferentes maneras, voluntaria o involuntariamente, consciente o inconscientemente, pero que anula buena parte de la sensibilidad física y espiritual. Es cruel porque cierra las puertas de la renovación mental y psíquica, anulando la personalidad y convirtiendo al sujeto en un sonámbulo o en un robot. Es una crueldad que se sufre indirectamente, como condición individual y social desgraciada que no duele si no se toma conciencia de ella. Es la crueldad de la despersonalización, de la estandarización de la personalidad y de la cara negativa de la globalización. El alienado cultural es un candidato ideal para caer en las drogas, la delincuencia y la violencia. Se trata de alternativas de la muerte, premuertes o cuasi muertes que se codean con la muerte verdadera.

También la ofuscación es un correlato de la muerte, un estado paralelo al de la alienación y con ello paralelo al de la muerte. Pero enajena de una manera diferente a como lo hace la alienación. Se trata de una aproximación a la muerte de la voluntad y sus controles. Y es una muerte a término, súbita y momentánea como la ira, que puede recuperar la vida. Hay, por consiguiente, una sombra de la muerte en la inconsciencia y en la actitud valetudinaria.

 

LA MUERTE COMO NADA

 

De la concepción según la cual la vida humana no es dádiva sino creación permanente, se desprende que el cese de la creatividad de la vida es también muerte en algún grado, una muerte en pequeño. La muerte como cesación de la vida es comparable a la vida como cesación del querer que la impulsa y renueva invariablemente. En este sentido, la muerte aparece como el gran obstáculo con el que se enfrenta la vida, el cual supera constantemente hasta un punto final. La muerte sería el objeto ante el cual la vida se las tiene que arreglar como puede.

Desde que la vida de un individuo tiene un comienzo y un final, y si se estima que antes del principio y después del final no hay vida, ningún vestigio que pueda comparársele, y aunque haya todo lo demás en el mundo, incluso aquello de lo que puede surgir o resurgir la vida, la muerte es una nada orgánica y con esto una nada humana. La idea de la nada, pues, se asimilaría a la idea de la muerte.

La interpretación para la cual el tiempo no sería más que frecuencia, más que velocidad en los cambios, reafirmaría la noción de nada humana. De acuerdo con este criterio la muerte aparecería como la cesación de la velocidad en los cambios orgánicos, aunque no en los inorgánicos. De aquí que la muerte podría asimilarse al cambio y no a la cesación.

Se ha dicho que de la nada nada viene, que la nada no es principio de ninguna cosa. Pero no se puede decir lo mismo de la muerte, que de la muerte nada viene, que la muerte no es principio de ninguna cosa. Pues también se sostiene que nada se pierde y que todo se transforma, que nada termina, que nada desaparece, pues todo sigue siendo bajo otra forma, lo mismo pero transformado. La muerte, pues, sería uno más de los estados en los cambios, una más de las transformaciones. En tal caso no habría nada humana, y sólo habría energía manifestándose de muy diferentes maneras.

Este criterio tiene una falla y es la que se produce cuando se mezclan los dominios del saber, cuando se considera lo humano como se considera el resto de la realidad del mundo. No en balde se discierne claramente entre la cesación y la muerte, entre una muerte atribuible a todo hecho, objeto, proceso, árbol, perro, roca, aire, agua, lo que sería extinción, desaparición, evaporación, y una muerte atribuible a los seres humanos, que sólo sería la muerte propiamente dicha. La muerte es por eso una categoría específica de lo humano; para lo demás muerte sería sólo metáfora.

Por consiguiente, la muerte no es compatible con el aforismo “nada se pierde, todo se transforma”. Si es muerte, si es lo que significa para los seres humanos, sí se pierde y ya no se transforma en nada parecido. No es “muerte y transfiguración” sino muerte y nada más, es nada más. No puede ser transformación, no puede rescatarse en lo que es rescatable para la vida. Y su misterio, la sombra que se proyecta sobre cualquiera de sus posibles definiciones o explicaciones, es prueba de su parentesco con la nada.

 

LA FALTA DE SENTIDO

 

A nadie se le ocurriría decir que la vida no tiene sentido, salvo a quien esté embargado por la angustia y en su perturbación carezca de toda esperanza. Se trata de un sentido que puede explicarse de muchas maneras y de acuerdo al buen entender de cada persona. Pero es difícil que se encuentre sentido para la muerte. De una manera muy general, y cuando el sentido es lo que justifica el vivir, lo que se fija como razón de ser para la vida humana, el sentido es una marca de la vida mientras que el sinsentido es una marca de la muerte. No hay ciencia capaz de descolocar este aserto.

Entendiendo el sentido como una dirección establecida para la vida, en función de propósitos edificantes, como tendencia hacia algo seleccionado entre lo que se anhela y procura, en fin, como valor supremo, la falta de sentido se anuncia como vida que prescinde de su fundamento, de su impulso cardinal, y que a la larga o a la corta desemboca inexorablemente en la muerte. La falta de sentido, pues, se parece a la muerte, una muerte embozada, disfrazada, furtivamente inmiscuida en la vida.

Esa dirección puede ser cualquiera, por ejemplo, la desviación de lo que supuestamente es conveniente para el individuo, o cree él que es conveniente, e inconveniente para la humanidad. En tal caso el sentido, de dirección en auspicio de la vida se convierte en dirección en auspicio de la muerte, en sinsentido propiamente dicho.

 

OTRAS MUERTES

 

Allí donde el poder de la inteligencia humana alcanza su frontera, más allá de la cual ya no puede seguir avanzando, topa con una especie única de muerte: la del conocimiento. Es una “muerte en vida” que se inclina ante el misterio, pero que en sí no tiene misterio. Una muerte que se “vive” a plena conciencia y que puede describirse en sus mínimos detalles mediante la negación: desconozco tal cosa, desconozco tal otra, etcétera.  

La angustia es también una parodia de la muerte, el dramático síntoma por el cual el espíritu empuja para que la existencia tenga lugar en un subdominio de la vida, en un círculo cerrado en el cual la vida deja de ser posible para convertirse en sola e incierta posibilidad. En ella se esfuma, pues, aquella imagen que refleja en el espejo del porvenir, a la espera de la esperanza, no espera ya lo que le conviene, no desea lo que mejor le sienta y cae bien. El paréntesis puesto a la esperanza encierra un signo tras el cual acecha la muerte.

La negación de lo que niega, el negar lo que en sí es negación, parece acto de locura, una locura que sólo puede conducir a otra negación, la muerte de la razón. Negar la muerte es el mejor ejemplo, jugar con ella, provocarla en su majestuosa potestad, negarla como negación. Responde a la misma falla de la razón rechazar lo que no es posible como admitir lo que es imposible, aunque parezca juego de palabras. Negar lo que es o afirmar lo que no es significa la clausura de la razón, su cesación, su muerte.


 

VER Y DIVISAR                         

 

“En un caso de conflicto, de depresión, de apasionamiento siempre estamos prontos a dejar de ser inteligentes. Diríase que llevamos la inteligencia prendida con un alfiler. O dicho de otra forma: el más inteligentes lo es… a ratos. Y lo mismo podríamos decir del sentido moral y del gusto estético. Siempre en el hombre, por su esencia misma, lo superior es menos eficaz que lo inferior, menos firme, menos impositivo.”


(Ortega y Gasset, 98)

 

Contemplamos el mundo que nos rodea con los mismos ojos con que contemplamos todo, las cosas más cercanas y, hasta donde ellos nos permiten, las más lejanas. Entender el mundo, sus aspectos más próximos a nosotros tanto como los que aparecen más distantes, así como los más simples y los más complejos, es algo que no alcanzamos a conseguir sino procediendo como procedemos al mirar.

 

Aguzamos la visión en un plano de mirada interna que prescinde de la externa y sólo se inspira en ella. Por lo que mirar es más que ver, escuchar más que oír, saborear más que gustar, oler más que aspirar, tantear más que tocar. Transmutamos al entendimiento los poderes de los sentidos, como si sintiéramos lo que para ellos es inasequible, lo que es puramente idea y concepto.

Le imponemos una clase de mirada que busca encontrar lo mismo que encuentran ellos en la fase externa o empírica del proceso. Ese ver interno, pues, es como un divisar, aquello que por su etimología es equivalente a “separar”, a “dividir”. Y que en la sabiduría vulgar adquiere el significado de entrever, ver desde lejos, ver a medias, ver en forma borrosa pero sugerente.

No es separar en partes ni dividir lo que en la circunstancia viene todo junto, sino separar en nosotros lo que del todo nos resulta o no nos resulta familiar. En el conocimiento están ambos resultados en estricta separación, clasificado todo hasta donde ha podido ser clasificado, dividido todo en compartimentos estancos. En el saber, en cambio, todo está junto y sin reconocerse, por lo que el saber busca desesperadamente una silueta familiar, una figura reconocible.

 

CONOCER Y SABER

 

El conocimiento obra en función de un objeto. Ojalá pudiera obrar en función de todos los objetos como un todo único. Sería el caso de un conocimiento absoluto. El saber no obra en función de ningún objeto, y al aplicarse puede presentársele cualquiera. Ojalá pudiera obrar en función de al menos un objeto o de dos objetos. En tal caso obraría casi como el conocimiento. Mientras que el conocimiento no está librado al azar, porque si es conocimiento ya lo ha superado, el saber es pura aplicación ante lo inesperado, el arbitrio de las sorpresas que abundan en la vida.

El conocimiento abarca del todo aquello que ha sido desbaratado en tanto misterio, en tanto problema. El saber abarca el todo completo, pues en cada persona la realidad del mundo se presenta como desafío respecto a una infinidad de situaciones y momentos. Cada circunstancia conflictiva vuelve necesario el ensayo de una salida, de un escape de la circunstancia, y es la persona la que funciona como prueba, de que algo es posible.

La prueba es en el conocimiento sólo uno de sus componentes; en el saber el único componente es la misma persona, la suerte que corre. El conocimiento consiste en aplicar el objeto ya encontrado; el saber consiste en buscar ese objeto por si es posible su inmediata aplicación. La verdad para el conocimiento es una verdad consensuada, y para el saber es siempre disenso, controversia, hesitación. Si el conocimiento falla, el responsable es el conocimiento, rara vez alguien que deba mencionarse y cargar con la culpa. Si falla el saber, es directamente responsable la persona.

El conocimiento es lo que surge de resolver problemas, de acompañar al mundo hasta donde se pueda en su complejidad inabarcable. El saber surge de enfrentar los problemas, metiéndose en ellos como un escaño más de la escalera de dificultades, más que resolviéndolas, y a veces dejándolas como estaban o aumentándolas. Por lo que el primero es siempre posterior, y el segundo anterior. Conocer es buscar pautas, reglas y leyes que se cumplan en el mundo, pero saber es deslegitimar al mundo, interrumpirlo en su inevitabilidad, en su ceguera arrasadora.  

 

LO INFERIOR Y LO SUPERIOR

 

El saber está más cerca de lo inmediato, de lo sorpresivo, del azar, de la arbitrariedad de la vida. Parece ser un pre-conocimiento, una instancia a veces presente en el conocimiento y otras veces de la que prescinde. Por ser elaborado, el conocimiento es más estable que el saber, menos frágil por no ser improvisado ni espontáneo. Y, sin embargo, como atestigua Ortega y Gasset, y aunque el conocimiento representa lo superior para el hombre y el saber lo inferior, éste es más firme, más impositivo. El conocimiento siempre es hipótesis, supuesto a verificar, otro acto de confirmación; el saber es siempre creencia, supuesto verificado en el mismo acto.

Nicolai Hartmann, uno de los primeros pensadores que se decidieron a arremeter contra toda jerarquización rígida del conocimiento, afirma: “Nosotros tenemos, por un lado, una conciencia inmediata de la vida, a saber, la vida en nosotros, pues somos seres vivos. La vida propia es absolutamente experimentada, pero sólo en el todo y como todo […] hacemos un movimiento con la mano, pero no sabemos cuáles músculos lo realizan. Sólo la anatomía enseña esto” (Hartmann 48). Quiere decir Hartmann que el conocimiento se encarga de enterarnos de lo que ocurre como si se dijera por afuera de nosotros, en forma separada según lo indica el anatomista. Justo lo que nosotros registramos por adentro, en forma total y según lo sentimos. Por un lado, juega lo cósico, por otro lo anímico, aclara Hartmann.

Aquí viene a plantearse la misma convicción de Ortega. “Ni el nexo causal ni el nexo final son aplicables al problema de la vida”, agrega Hartmann. Uno es demasiado simple y el otro demasiado complejo, uno inferior y otro superior, uno sujeto a leyes que no son las mismas leyes del otro. Nos llega, pues, “el nexo causal” y el “nexo final” por vías distintas y ninguna de ambas son eficaces del todo, pues dejan un vacío en el cual naufraga toda pretensión de entender la realidad. Para que nos fueran decisivamente útiles, tendría que haber compatibilidad entre el estrato superior y el inferior, leyes compatibles.

Y no hay leyes compatibles, concluye Hartmann, “la legalidad superior sólo puede presentarse, invariablemente, en la forma entitativa superior, mas no puede extenderse desde ésta hacia atrás a la inferior. Aquélla no tiene poder sobre la inferior. Todo ser superior permanece dependiente del inferior, porque ‛descansa’ sobre él y lo ‛sobreforma’. Pero jamás un ser inferior es dependiente del superior, pues según su estructura es más elemental y, justo por ello, indiferente respecto de la sobreformación” (ib., 50).

 

EL DOMINIO HISTÓRICO

 

Al conocimiento de la naturaleza se enfrenta el conocimiento de lo espiritual como problema. Hartmann plantea este problema como filosofía de la naturaleza y filosofía de lo espiritual, pero pueden sustituirse los sentidos, lo que no presenta contradicción alguna, para adaptarlos a los efectos que nos interesan aquí. El estudio de ese enfrentamiento se extiende en varios dominios, uno de los cuales es la historia, el conocimiento o filosofía de la historia, desde que “todo ser espiritual tiene historia”.

 “Historia es el suceder que se desarrolla bajo nuestros ojos y que constituye el proceso de la humanidad. Es un suceder dentro del cual el individuo está siempre ya incluido”, y dentro del cual tiene “sólo una libertad de movimiento limitada” (ib., 51). “El ser espiritual individual existe sólo en la ejecución […] Reflexión, criterio, interés, aversión, voluntad, tono sentimental –todos existen sólo en tanto el hombre los tiene como suyos, en tanto su actitud interna subsiste en ellos. Un ser espiritual distante, no sostenido ya por la intervención de la persona, ha dejado de existir. Lo mismo pasa con saber y entender, estimar y despreciar, entusiasmo y rechazo. Así es la persona como portador inmediato del espíritu.”

“Pero hay todavía otro ser espiritual que no pertenece a la persona individual, sino a una comunidad existente, a una sociedad temporal, a un pueblo. Aquí la ley de la ejecución admite otra forma. Por más que el espíritu colectivo sea sostenido por el conjunto de las personas individuales, con todo, él mismo es nuevamente unidad y totalidad, es una estructura formada y dispuesta en sí, que a su vez sostiene al individuo. Más aún, él es el verdadero portador de la historia.” (Ib., 52) Así quedan delimitadas la historia de la humanidad, la general, y la historia del individuo, la particular.

“En este sentido el espíritu colectivo es una estructura absolutamente real, si bien de una realidad muy diversa de las cosas y relaciones de cosas. Tiene su tiempo, su nacer y perecer, su evolución, su apogeo y su ocaso. Tiene historia. Y cuanto históricamente ha pasado, ninguna fuerza del mundo puede traerlo de nuevo. Al individuo, en cambio, esta realidad se le hace perceptible como un poder muy drástico, en el momento que se atreve a enfrentársele. El espíritu colectivo establecido se defiende contra el innovador. Hace esto forzosamente, pues mantiene a los otros prisioneros en sus formas. Así están cerradas como un muro contra el agresor y lo aprisionan.”

 

EL DOMINIO VICISITUDINARIO

 

“Sin embargo –y aquí viene Hartmann a clavar una espina que ya intentamos quitarle a nuestro problema–, el individuo tiene siempre un cierto campo de acción dentro del espíritu colectivo. Y desde esta libertad participa en la constante transformación y nueva creación, en la revolución pacífica de la acuñación espiritual, que en todo tiempo está en marcha.” (Ib., 54) Quizá no acierta Hartmann a vislumbrar que no se trata de una dimensión dentro de la otra, del individuo que se debate en tanto individuo entre las cadenas bastante opresoras de la sociedad. Ya hemos visto que no es así, si bien puede un individuo aislado modificar el curso del pensamiento y aun de la colectividad; pero no es el caso en que queda comprometido el saber individual.

Porque no hay un interlocutor furtivo sino otra dimensión intermediaria entre el individuo y el grupo, entre el sujeto y la sociedad, una dimensión que Hartmann pasa por alto y sólo unos milímetros más arriba. Encuentra en esto el gran problema, un modo de ser “del todo enigmático”. Tiene totalmente claro que “el espíritu colectivo no es conciencia colectiva”. Admite “una conciencia del espíritu colectivo. Pero ni es una conciencia adecuada en relación al contenido, ni es la suya –junto o sobre la nuestra, la individual. La conciencia del espíritu colectivo es más bien únicamente la de los individuos. Y ésta es inadecuada.” (Ib., 54)

Hartmann deriva en la siguiente pregunta: “¿cómo obra el espíritu colectivo, ya que a pesar de todo no tiene una conciencia propia por sobre la nuestra?”. Y contesta así: “La historia lo enseña: obra en la persona de sus caudillos, soberanos, hombres de Estado, demagogos. La multitud, en cambio, sigue su iniciativa.” (Ib., 55) Es suficiente con estas transcripciones para concluir que, si bien en gran medida la historia queda comprendida según el buen entender o los caprichos de sus orientadores y gobernantes, también queda marcada, directamente influida y direccionada por el espíritu individual; salvo que bajo su forma de individualidad, no por directa sino por indirecta tramitación: por la cultura, los hábitos, las costumbres, algunas preferencias que arraigan en todos por ósmosis, imitación ingenua o interesada, y por no tener otra cosa que ofrecer a la sociedad que aquello que la sociedad ya les ha ofrecido a ellas y que, en un segundo uso, devuelven a veces algo enriquecido y a veces tristemente desgastado y vacío.

Esa devolución no nace alegremente, la cultura no se configura sólo en base al optimismo, a las celebraciones festivas, a la memoria de hechos valientes y heroicos, al culto exclusivo de las esperanzas y de los anhelos. Se forja fundamentalmente en base a las luchas, las que se libran entre las personas y en dominios particulares y anónimos, mediante esfuerzos, sufriendo peripecias y en desenlaces generalmente al margen del conocimiento público.

Son las que forjan los caracteres más firmes, aquellos cuyas voluntades pueden trascender e impactar en un plano más general, no exactamente el de los individuos juntos ni el del individuo que se debate entre las inconsistencias de la colectividad, sino en el de la individualidad, el del espíritu, para llamarlo como lo llama N. Hartmann, que puede involucrarse con la historia conjuntamente con el influjo de los próceres. Es en el encuentro de la historia personal con la historia general en donde impactan e impregnan “el suceder que se desarrolla bajo nuestros ojos y que constituye el proceso de la humanidad”.

No hay planos demasiado diferentes, espíritus demasiado diferentes, seres diferentes. Sólo hay diversidad de formas en que se manifiesta la sola comparecencia humana ante el mundo, su condición de evidenciarse ante lo que sea. Formas algunas completamente visibles, contemplables de alguna manera, abarcables a simple vista o por medios mecánicos o electrónicos. Otras invisibles, fuera lo que es posible palpar con la mano, con la vista, con los sentidos o con aparatos que los aumentan. Formas de manifestarse sólo escrutables mediante percepción en profundidad y que sólo puede ejercer la persona humana.

 

VIVIR Y VECEAR                  

 

Las verdades adquieren “una doble condición sobremanera curiosa. Ellas por sí preexisten eviternamente, sin alteración ni modificación. Sin embargo, su adquisición por un sujeto real, sometido al tiempo, les proporciona un cariz histórico: surgen en una fecha, y tal vez, se volatilizan en otra. Claro es que esta temporalidad no las afecta propiamente a ellas, sino a su presencia en la mente humana. Lo que acontece realmente en el tiempo es el acto psíquico con que las pensamos, el cual es un suceso real, un cambio efectivo en la serie de los instantes. Nuestro saberlas o ignorarlas es lo que, en rigor, tiene una historia.”


(Ortega y Gasset, 16)

 

El individuo humano necesita afianzarse en el mundo mediante la verdad, un requisito que surge al convivir en una atmósfera que combina apariencia y esencia, en un entorno que engaña y en un torno interno que moldea algunas certezas.

 

Lo histórico es diferente a lo temporal, la historia no es sinónimo de tiempo. La historia proporciona lo esencial, lo básico, principal o primero, sustancial. Mientras que el tiempo proporciona algo bien diferente: lo accidental, esporádico, incidental, secundario. El tiempo parece sólo transcurso vacío, fluido que a su paso arrasa con todo, composición física sin objetos, seriación matemática sin números. La historia, en cambio, es compacta, está llena, y su paso no es indefectible sino restaurable y perfectible. La historia es más amigable que el tiempo.

Esta diferencia se vuelve notable en el ser humano. Las particularidades que lo distinguen de los demás seres evidencian claramente cómo el tiempo tiene, diríase, que detenerse en él. Cómo topa con un momento inusitado en el que se obliga a realizarse como algo, a volverse existencia concreta, presencia menos impalpable. Se advierte cómo tiene que convertirse en sustancia, en evidencia, en algo más que sólo “paso”. La vida humana no se da toda hecha, hay que hacerla, pero, luego de su impulso inicial que es biológico, físico y químico, no la hace el tiempo, y se la lleva sólo al final.

Tal particularidad no se vuelve evidente en el momento, por más que lo dividamos en instantes o en infinitesimales unidades de tiempo. No se advierte en la cronología, en ninguna seriación, en ninguna ocasión de las tantas en que el individuo se muestra como tal. No es una instantánea, una fotografía, ni filmación ni holografía, pues si fuera por lo que apreciamos en el tiempo suspendido no apreciaríamos el proceso de autocreación, de autopoiesis. La persona no es sino lo que ha hecho con su estar en el mundo, con su concurrir en la vivencia.

Cada ocasión en la que hay evidencia de un hecho viviente y pensante, que una cámara podría registrar con pruebas suficientes de iniciativas y conductas cambiantes y reformadoras, vuelve posible el resto de las ocasiones. No se apreciaría cabalmente la vida humana si se sorprendiera congelada en cada una de las veces en que se manifiesta. No es un eslabón sino la cadena entera. Es todas las veces en que ha sido, la experiencia entera que sigue experimentándose a sí misma. No es una muestra de todos los momentos, sino la puesta en marcha de todos ellos.

Esos momentos tampoco pueden concebirse como porciones de tiempo, oportunidades en que al individuo ha ocurrido algo. Son demasiados y además no poseen delimitación propia, no son singularidades sino nubes de acontecimientos que se confunden entre sí, como las galaxias que chocan y a la larga se convierten en una sola. No se podrá comprobar cómo cada vez se corresponde con todas las demás veces, así como se puede comprobar la relación de un momento con otro o con los otros, de un hecho con el resto de los hechos, de un recuerdo en el cuadro en el que lo ubicamos en la memoria. La vez recoge todos los reflejos y se proyecta en un haz de luz que ilumina la conciencia.

 

VECEAR LA VERDAD

 

Si vivimos en el tiempo, conocemos en la historia. Conocemos de acuerdo a lo que la historia personal ha vuelto conocimiento a la mano, en tanto saber, en cuanto saber a qué atenerse, enfrentado a lo desconocido o ignorado en lo inmediato del vivir. Al responder ante ese vivir, es decir simplemente, al vivir, incurrimos en el entorno, el mismo en el que estamos. Y al incurrir modificamos los estados, el nuestro y el del entorno, es decir, la circunstancia. El momento cobra un aspecto más duradero, una perspectiva mejor delineada que representa al momento de una manera más clara, más allá de la instantánea temporal.

El resultado es la configuración de un estado más confiable que el que surge de lo inmediato e instantáneo. Lo inmediato e instantáneo sólo nos inspira un esquema perceptivo que puede resultar cualquiera, ajeno a la circunstancia. Un estado de cosas en el que, por consistir en una incitación y a la vez en una respuesta a la incitación, reúne lo que se espera que reúnan las certezas, las impresiones capaces de coincidir con el campo impresionado, como si se tratara de mantener un diálogo de entendimiento con la realidad, un diálogo, por cierto, eventual y perfectible.    

Eso es lo que entendemos como verdadero, una verdad dependiente del hacer y del quehacer humano; no la verdad científica ni la verdad filosófica sino la verdad a la mano. La verdad de la ocasión, la que nos señala como confiable la experiencia personal. Es la que nos permite reaccionar ante las contrariedades de la vida, puesto que, a partir de ella, lo que hagamos para contrarrestarlas podrá al menos apoyarse en ese pequeño piso que consideramos firme para apoyarnos en todo emprendimiento, en las ideas y en las conductas.

Por lo que, estrictamente hablando, no “encontramos” la verdad, no damos con ella al investigar, sino al tomar en cuenta, de manera espontánea y sin reflexión, la historia comprometida en el vivir, no sólo comprometida con el discurrir del tiempo físico. Por lo que no la descubrimos ni la estipulamos, sino que sólo la veceamos. Rozamos los contornos de la realidad, en la medida en que vivimos, buscando sacar partido de ella, algo que pueda volvernos partícipes de la realidad al menos como fragmentos, componentes de una verdad universal y duradera, más de lo que primariamente encontramos en nosotros como evidencia.

Si vivimos el tiempo a través de un discurrir que supuestamente coincide con el nuestro, esto es, si temporalizamos nuestra existencia –lo que no sabe bien qué quiere decir–, en cambio, experimentamos la realidad como veceros, sea como plantas que alternan los años de mucho y poco fruto, sea a la manera de quienes ejercen su tarea por turnos. Porque no somos criaturas que se realizan en el tiempo, y es el tiempo, si resulta que puede hacer algo, el que se realiza en nosotros, el que inclina su milenario prestigio ante una humilde coronación de lo imposible.

 

INVOLUCRARNOS

 

No dependemos del tiempo sino de lo que ocurre en nosotros cuando nos desempeñamos y actuamos, cuando procedemos a entretejernos con el mundo en un acto fundamental al que nos impele la existencia. Podría tratarse del acto que nos lleva al conocimiento, el preámbulo de la comprensión del mundo, el connubio por el cual nos es posible vivir en él. Pero, aunque eso es lo que resulta en última instancia, implica una modalidad del acto que caracteriza la vida del hombre.

No se trata de tomar conocimiento en directo de los hechos y cosas del mundo, porque eso no sería posible para la mente. Se trata, más bien, de tantear el mundo, de ensayar tocándolo y palpándolo, rozando sus objetos e interviniendo en sus hechos. No es sino probarnos como otro hecho entre los hechos y como otra cosa entre las cosas, por lo que los abordamos y los relacionamos íntimamente con nosotros.

Pues lo que primariamente necesitamos es vincularlos, comprometerlos con el ser que somos, ponerlos en relación entre ellos y con nosotros. Y nos es preciso controlar esas relaciones, pues nada resultaría de sólo conocerlas en lo que son sin antes establecer el vínculo que guardan con la vida humana. Cómo nos relacionamos con el mundo parece ser primordial, igual o más importante que saber qué es. Por lo que no somos observadores atentos, estudiosos externos que intentan averiguar algo que está en las cosas y que las constituye, sino actores que intervienen entre ellas y que responden al mismo juego en que ellas aparecen y se realizan.

Establecer relaciones es el impulso propiamente humano, sin que deje de serlo el conocer. Conocer consiste en el intento de ajustar el orden del mundo a lo que entendemos como orden, una invención de nuestra parte. Relacionarnos consiste en ingresar en un orden, si es que se trata de un orden, que corre por cuenta del mundo y aunque no lo conozcamos. Sólo apreciamos una red de relaciones en incesante cambio, lentos o rápidos, a plena luz o en la sombra. Y comprobamos cómo los cambios nos favorecen o nos perjudican. En ello se inicia el saber.

No se inicia con ponernos al tanto de sus propiedades sino con captar sus relaciones. Es saber acerca de ello y no exactamente conocer. Aunque no sepamos qué es el fuego, por ejemplo, no tardamos en saber qué relación puede guardar con la vida, qué favor puede hacernos. No sabemos mucho acerca de las estrellas, pero algunas de ellas pueden guiarnos en la navegación. Sabemos cómo relacionarnos con el mundo, aunque no sepamos en qué consiste la relación. Sabemos que si enterramos una semilla germinará una planta, aun cuando ignoremos qué es una semilla, una planta, la germinación.

Ese saber nos lo da la experiencia, la que comprobamos por los cambios: la semilla pasa a ser brote, el brote a tallo, a hojas, a fruto, y vuelta a semilla. Advertimos los procesos de cambio cíclicos en todo lo que nos rodea, los de la Tierra, los de la Luna, los del Sol, y aunque no sepamos decir qué son, en qué consisten. Es la diferencia entre conocer y saber. Y se trata de algo tan evidente que, incluso, puede confirmarlo la misma ciencia, que es la reina del conocimiento. Una teoría de última generación, como la Teoría de bucles del físico Carlo Roselli, “no describe cómo evolucionan las cosas en el tiempo, sino cómo cambian las cosas unas con respecto a otras, cómo acontecen los hechos del mundo unos con respecto a otros. Eso es todo.” (El orden del tiempo, Barcelona, 2018, Anagrama, p. 92)

Vecear es eso, cambiar junto con los cambios del mundo, relacionarnos con el entorno como se relacionan los hechos y cosas que lo componen. Somos un hecho más, no externo sino interno. Hay una zona interior y otra exterior sólo para la subjetividad, el caparazón de caracol que tienen los humanos y dentro del cual se reconcentran y protegen. La filosofía ha hecho del hombre un observador curioso y entrometido, y sin duda lo es. Pero antes es un especialista en descubrir relaciones, quizá más idóneo en establecerlas que en descifrar sus misterios.

La teoría de bucles sostiene que los diversos componentes del mundo cuántico no son entidades inmersas en el espacio, sino que “forman el espacio en sí mismos; mejor dicho: la espacialidad del mundo es la red de sus interacciones. No viven en el tiempo: interactúan incesantemente unos con otros, o más bien existen sólo en cuanto términos de incesantes interacciones; y esta interacción es el acontecer del mundo; es la forma mínima elemental del tiempo, que no tiene orientación, ni se organiza en una línea, ni en una geometría curva y uniforme como la estudiada por Einstein.” (Ib., p. 95).

Aunque no sepamos qué son, contemplamos todos los cambios y hacemos todas las comparaciones. “En esos cambios hay regularidades: una piedra cae más deprisa que una ligera pluma. La Luna y el Sol giran en el cielo persiguiéndose y pasan una junto al otro una vez al mes. Entre estas magnitudes hay algunas que vemos cambiar unas con respecto a otras de manera regular: la cuenta de los días, las fases de la Luna, la altura del sol en el horizonte, la posición de las manecillas de un reloj… Y nos resulta cómo utilizar estas últimas como referencia: nos vemos tres días después de la próxima Luna, cuando el Sol esté más alto en el cielo; nos vemos mañana cuando el reloj señale las 4.35. Si encontramos suficientes variables que se mantengan lo bastante sincronizadas entre sí, resulta cómodo utilizarlas para hablar del cuándo.

“En todo esto no necesitamos elegir una variable privilegiada y llamarla “tiempo”. Necesitamos, si queremos hacer ciencia, una teoría que nos diga cómo cambian las variables unas con respecto a otras; es decir, cómo cambia cada una de ellas cuando cambian las demás. La teoría fundamental del mundo debe elaborarse de este modo. No necesita una variable tiempo: sólo tiene que decirnos cómo las cosas cuya variación observamos en el mundo varían unas con respecto a otras. Es decir, cuáles son las relaciones que pueden existir entre dichas variables.” (Ib., 91) “El mundo sin la variable tiempo no es un mundo complicado.” (ib., 94)

En el primordial e inevitable contrato que firmamos con el mundo al realizarnos en la vida no conocemos, sólo veceamos. Rondamos de manera dinámica las veces en que lo tocamos y en las que ya lo hemos tocado. Con hechos concretos entramos en interacción con el entorno que nos corresponde en el mundo, y establecemos una verdadera asociación fenomenológica con él. Quiere decir que el vínculo es ante todo un vínculo funcional, en acuerdo a las necesidades, aunque pueda ser también un vínculo espaciotemporal, definible mediante mediciones y magnitudes. Que nos integramos al mundo guiados por intenciones más que por conocimientos. No somos partículas subatómicas, pero nos parecemos en cuanto a cómo nos manejamos y evolucionamos.

             


 

EPÍLOGO                                

 

“Hemos hallado una realidad radical nueva; por tanto, algo radicalmente distinto de lo conocido en filosofía; por tanto, algo para lo cual los conceptos de realidad y de ser tradicionales no sirven. Si, no obstante, los usamos, es porque antes de descubrirlo, y al descubrirlo, no tenemos otros. Para formarnos un concepto nuevo necesitamos antes tener y ver algo novísimo. De donde resulta que el hallazgo es, además de una realidad nueva, la iniciación de una nueva idea del ser, de una nueva ontología –de una nueva filosofía y, en la medida en que esta influye en la vida, una nueva vida, vita nova.”

 

(Ortega y Gasset, 176)

 

En cada interpretación de la vida y el mundo, en cada cosmovisión, en cada filosofía aparece regularmente una nueva realidad. Es decir, una nueva visión, una nueva perspectiva de la realidad como quizá hubiera complacido a José Ortega y Gasset.

 

No se ve cómo conformarse con estos extremos que han servido de base para el desarrollo de diferentes teorías del conocimiento y concepciones del mundo. Es posible, sí, negar otra cosa: que los sentidos y el entendimiento juntos no sirven sólo a la inteligencia de las cosas en su ser medular, sino especialmente a la funcionalidad de la vida, a la dinámica práctica que rige la vida, y que es preciso compartir con el mundo. Al sistema de relaciones que resultan más fenomenológicas que ontológicas. Con lo que cabe desembocar en algunas derivaciones para tener en cuenta. Por aquello en que la filosofía “influye en la vida”.

Se sugieren puntos medios, graduaciones entre tales extremos, porque conocer no es el acto por el cual nos movemos entre opuestos que se empeñan en disputarse la verdad del mundo. Lidiamos con grados de realidad e irrealidad y, en el intento de seleccionar algunos en los que el entendimiento pueda sentirse a gusto, algo se nos escapa de las manos, se escurre entre los dedos como si fuera agua. Apelamos a las comparaciones antes que a las mediciones y cálculos: no comparamos cosas ni conceptos sino apreciaciones, físicas algunas y otras mentales. Y en cuanto se nos ofrecen algunas que aparentan ser las mejores, nos enceguecen las dinámicas transformaciones del mundo.

Siempre se interpone algo que amenaza con volverlas a su origen para que se pierden en la inapresable constelación con que nos abruma la apariencia. Queremos que la percepción y el entendimiento se sientan seguros para que nos proporcionen con eficiencia lo que esperamos. Pero no nos dan seguridad sino en forma provisoria, porque enseguida todo vuelve a la incertidumbre y al misterio. No cabe duda de que no tenemos una percepción segura de las cosas, pero es del caso que no la necesitamos, porque con saber qué son no conseguimos mucho en la vida común y corriente.

Primero, porque no es fácil adquirir ese saber o no está al alcance de todos; y, segundo, porque es tarea que sólo puede realizar la ciencia. Ella indaga en lo que son en sus relaciones materiales, cuantitativas, mensurables, aunque tampoco en su esencia. Sólo cuando la ciencia se posesiona en la vida cotidiana, con los resultados de esa indagación, con un conocimiento elaborado, devuelto como concepto, como sabiduría o tecnología, nos cabe enriquecer el saber práctico. Así, pues, la unidad con el mundo que somos nos pide primero que manejemos las cosas, que nos integremos a sus interacciones, que participemos en ellas activamente, no sólo como espectadores y analíticos. Desde el punto de vista práctico, parece pedirnos que las manejemos antes de conocerlas en su realidad profunda.

 

***

 

Cada esfuerzo por aclarar la vida y el mundo, sus sentidos, sus porqués y paraqués tiende a desplegar una pantalla en la que puedan contemplarse desde otro ángulo. Una pantalla más amplia con imágenes más reconocibles o una pantalla con imágenes bien definidas y más nítidas. De modo que cada vez se exhibe una realidad nueva, una nueva justificación de la realidad, un nuevo fallo, y con ello un nuevo juicio sobre el conocimiento, las facultades del entendimiento y el poder de la inteligencia.

Algunas veces se descubren novedades que se agregan a los supuestos consabidos. Otras veces las propuestas desplazan a los anteriores, teniéndolas apenas en cuenta o ignorándolas. Y, por último, puede ocurrir algo interesante: no se procede a agregar ni a desplazar nada, se tiene en cuenta todo sin necesidad de correcciones o refutaciones. Una nueva visión se cuela entre los agregados y los desplazamientos, aventurándose por un resquicio de la apariencia, por una rendija que, furtivamente, no descubre otra realidad sino un aspecto de la realidad no advertido y por eso descuidado.

Lo que hemos planteado aquí entra todo en esa cualidad propia de las aventuras exploratorias, la de recorrer un terreno poco trillado o quizá nunca hollado, aunque sí recorrido en sus periferias. Por tal razón tiene que contener errores como suelen tener las observaciones primerizas.


 

III. DOS TESIS SOBRE LA MENTE


 

PRESENTACIÓN

Las “Dos tesis” es el resultado de un largo trabajo que debió alcanzar su cabal realización. Sin embargo, no permanece a salvo de muchas vacilaciones y repetidos intentos de reordenamiento con el afán de alcanzar la mayor claridad dentro de la dificultad del tema. Por otra parte, una vez redactada la primera tesis pareció palpable el lazo velado que ata el estudio de la subjetividad con los motivos fundamentales de la filosofía, aun de aquella metafísica primera que se inaugura con los temas del tiempo y el espacio, el cuerpo y el alma, la sustancia y el accidente, etcétera. Advertimos, pues, la necesidad de referir tales motivos fundamentales ‒a nuestro modo‒ antes de presentar el cuerpo de la segunda tesis, a cuyo cargo confiamos la reivindicación de la vieja ciencia. ¿Por qué? Pues, porque la subjetividad es asunto metafísico en su totalidad, desde siempre y todavía hoy. Nada hay en ella que pueda someterse a un examen orientado por ninguna de las “físicas” del conocimiento, pese a los esfuerzos de quienes han sustituido los conceptos de conciencia y “yo” por los de la ciencia que estudia la actividad neural y la química del cerebro. Nada hay en este libro en contra de esta ciencia siempre y cuando se complemente con el viejo aparato de la introspección. 

 

J. L.

 

 

 


 

PRIMERA TESIS

Parte 1

"Nuestra incapacidad para distinguir empíricamente lo que socialmente denominamos ilusión, alucinación o percepción es parte constitutiva de nosotros en tanto que sistemas vivientes, y de ninguna manera una limitación de nuestro actual estado de conocimiento. Reconocer esto debería conducirnos a poner un signo de interrogación en cualquier certeza perceptiva.”

(Maturana, 1996, tomo II, 105)

 

LA SUBJETIVIDAD

 

La subjetividad parece la dimensión opuesta al mundo objetivo que vemos, oímos y tocamos. Parece el interior cuyo exterior resulta la realidad percibida. Como una casa, tenemos un habitáculo íntimo en el que vivimos sólo nosotros y en el que nadie entra sin nuestro consentimiento. Desde el interior de esta casa divisamos el mundo, una zona que parece ser inmensa, en la que se encuentra emplazado el habitáculo. Hay una zona inmediata, como si fuera un patio o un jardín, y aledaños y zonas más alejadas que se pierden en lo que ya no divisamos. Llamamos subjetividad al habitáculo y objetividad a sus aledaños. En la primera tenemos la imaginación, la fantasía y los sueños, nuestras ideas y formas de sentir, juzgar e interpretar. En la segunda, en cambio, está todo lo que no depende de nosotros, cosas, hechos, seres, el mundo real e independiente de nuestra subjetividad y voluntad.

Hemos dicho que la subjetividad es la dimensión opuesta al mundo objetivo, pero la palabra “dimensión” no es del todo apropiada. Dimensión tienen los cuerpos, espacios y objetos, los mares y continentes, incluso los tiempos. Pero la subjetividad no es cuerpo ni espacio ni tiempo ni está hecha de nada de esto. Es algo sólo pensado, sentido por dentro, imperceptible y abstracto, sin extensión ni duración. En ella transcurre la vida mental, no la vida corporal ni material. La vida mental es tan imponderable que, según se ha dicho, carecemos de ella al nacer o la poseemos sólo en un grado insignificante si la comparamos con la talla que alcanza en la madurez[1]. Es razonable preguntar si la subjetividad es tan diferente a la objetividad como parece, si son dos dimensiones diferentes y si no hay algo común a ambas. Si ese adentro y ese afuera están separados por un límite tajante.

La objetividad se corresponde con el afuera, con el mundo y sus seres y cosas. Pero, no es ese mundo ni esas cosas. Es lo que nosotros nos figuramos del mundo y las cosas. El mundo y las cosas son como son, independientemente de lo que pensemos nosotros al respecto. De modo que nosotros nos figuramos el mundo, y, si nosotros nos figuramos el mundo, entonces, no hacemos sino representarlo en nuestra mente. Pero, hemos dicho que la mente pertenece al habitáculo de la subjetividad. ¿En qué se diferencian, pues, las dos dimensiones? Se diferencian en que la objetividad exige que lo que nos representamos del mundo exterior sea, o deba ser, una copia fiel de ese mundo, lo más fiel que podamos extraer de él para que la imaginación o la fantasía no lo falsifiquen. Si la representamos sin cumplir con el requisito de la fidelidad, sin el cuidado porque nuestra copia resulte igual o lo más parecido a lo real, entonces se entromete la subjetividad, que puede engañarnos por estar encerrada, solitaria y aislada en la habitación interior de la conciencia.

Pero no hay tanta diferencia entre lo que logramos objetivar del mundo y lo que del mundo interpretamos subjetivamente. No puede haberla. Porque todo lo que hacemos y pensamos, lo que percibimos y lo que interpretamos, tiene origen en la experiencia, y esta experiencia es vivida tanto por la parte subjetiva como por la objetiva. No hay dimensión del cuerpo o del espíritu que esté separada de su experiencia personal, de las circunstancias de vida, de la serie de actos, estados, vivencias, vicisitudes que componen la historia de cada individuo.

Todo lo que somos personalmente, que nos distingue a unos y a otros en la relación social, es el producto de una compleja construcción que se erige en forma paralela a la del cuerpo, pero en fuerte interrelación. Células, tejidos, órganos, incluidos los de los sentidos, sistemas que configuran, el cerebro, todo se proyecta en íntima y evolutiva relación con ideas, conceptos, emociones, pasiones, sentimientos, valoraciones, es decir, con los llamados “fenómenos psíquicos”[2]. Se suele abreviar diciendo “cuerpo y alma”; modernamente se llama “cuerpo” al conjunto de los fenómenos que constituyen nuestra individualidad física y biológica, y “conciencia” al de los fenómenos que constituyen nuestra individualidad psíquica, también llamada “espacio psíquico” y “dominio psíquico de la existencia” (Maturana, 1997, 53) ‒sin que falten quienes lo niegan.

El individuo construye su psiquismo, y las particularidades que lo configuran, a través de la historia personal, en la que es determinante la experiencia[3]. Tal construcción es la que le vuelve individuo, ser único entre los demás individuos. Se trata de un proceso en el cual interviene lo físico en unidad indisociable con lo psíquico. Se podría decir que el psiquismo no es más que una forma de manifestarse el conjunto, y que el individuo físico y biológico es otra forma de manifestarse el llamado “fenómeno humano” o “milagro de la creación”. 

En lo que atañe al proceso psíquico, habitualmente denominado vida mental, se suele distinguir la actividad que el individuo controla directamente, según su voluntad, y la actividad que se desarrolla fuera de la atención central y el control directo de la mente ‒no hablamos aquí de consciente e inconsciente. En este sentido, a veces se llama conciencia al conjunto de todos los fenómenos psíquicos, y a veces se llama así a lo que de ese proceso está bajo cierto dominio o bajo total dominio del individuo. Se dice, pues, que se tiene “conciencia de” para referirse a un contenido de pensamiento que gana el centro de la atención mental. Pero no es la única distinción en este asunto; hay otra no menos importante.

Si aquello de que se es consciente, bajo el control de la atención de manera firme y voluntaria, ha entrado en contacto con la mente de manera sensible, se dice que es un contenido objetivo o un conocimiento objetivo. Por ejemplo, la silla que ponemos en el centro de la atención cuando estamos fatigados, buscando descansar en ella. La vemos y la tocamos al ir hacia ella para sentarnos. En cambio, no vemos ni tocamos ni podemos establecer una relación sensible con la idea de la silla, ya fuese genérica o imagen de una silla determinada, ubicada lejos de nosotros. Tampoco podemos hacerlo, como es obvio, con cualquier objeto inexistente, de ficción e imaginación, como el dragón que escupe fuego. Lo que es referido por medio de una representación que no tiene correlato en el mundo real, una idea o a una imagen, aun cuando esté en el centro de la atención, corresponde a un contenido subjetivo a aquello que concebimos subjetivamente.

Henri Wallon observa con acierto que: “Para llegar a obtener resultados objetivos, cuya existencia no varíe a tenor de modas o sistemas ideológicos, las ciencias del hombre han procedido como las ciencias de la naturaleza, que encuentran sus objetos en el mundo exterior y a los cuales tratan como cosas.” Quiere decir que se ha buscado la objetividad de las proposiciones intentando escapar a la intuición o al análisis subjetivo. Y agrega: “Se han consagrado a la búsqueda de ‘cosas’ que fueran exteriores a cada individuo e identificables por todos de un modo parecido. De estas cosas sólo quisieron conocer los caracteres materialmente discernibles y controlables. Limitando su estudio a las relaciones que se deducen de la comparación, han dejado de introducir en la realidad las veleidades a través de las cuales a cada uno le puede parecer que penetra en su esencia.” (Wallon, 1985, 42)

Esta observación de carácter materialista sería totalmente compartible si no fuera porque deja afuera la realidad mental, tan cara a Wallon, que no puede ser comprendida como “cosa”. Ni siquiera la realidad física comprende sólo cosas y, paradójicamente, las ciencias sociales tanto como las naturales se afanan en estudiar aquello que, en contra de lo que se desprende de estas citas, carece de “caracteres materialmente discernibles y controlables”. En verdad, y este autor lo señala claramente, la ciencia contemporánea estudia relaciones y no estrictamente cosas. Bueno sería estudiar las relaciones del mundo exterior, pero en tanto en cuanto esas relaciones también forman parte del mundo interior. Porque las ciencias del hombre no pueden negar realidad a lo que no se ve. Justamente, buena parte de las ciencias anda a la búsqueda de lo que no se ve, de lo que no se percibe en forma natural; tampoco se puede afirmar que los anhelos por llegar a la esencia representen “veleidades”, porque la esencia es lo que no se ve y lo que permite explicar la apariencia.

Lo subjetivo merece una investigación particular justamente en sus relaciones con lo objetivo. Para poder estudiar esas relaciones es necesario atender lo que objetan en cantidad de casos los críticos de la ilusión, la fantasía, la divagación, en tanto estas modalidades formen parte del conocimiento. Pero no será posible estudiar la objetividad separada de la subjetividad, aunque se haya pretendido hacerlo desde siempre. Lo subjetivo no es sólo ilusión, fantasía y todo lo que se le ha atribuido y se le atribuye; no ha surgido de la nada ni se ha desarrollado de manera aislada de la vida física, de los hechos y de las cosas. Ha estado en contacto con “el mundo externo” tanto como el cuerpo y la actividad que el cuerpo despliega en el mundo. No es una isla sin comunicación con lo exterior.

Lo verdaderamente remarcable no es que la subjetividad humana obre junto a la objetividad, plegándose una hacia el interior y recogiéndose la otra desde el exterior, que es para los seres humanos una evidencia inmemorial. La subjetividad responde a una particularidad de la historia del individuo no bien estudiada. El mundo exterior que mantiene el contacto con el cuerpo, el cuerpo que constituye una única y misma cosa con la mente, y la vida que se integra a esa única y misma cosa indiscerniblemente en cada instante, no sólo inspiran relaciones de orden objetivo. Inspiran más que nada relaciones de orden subjetivo. El orden subjetivo de las relaciones no nace por arte de magia, por generación espontánea, en un interior mental incomunicado. La subjetividad ha surgido del mundo exterior, de la experiencia a partir de la cual se han configurado las formas mentales, que son las “cosas” de la vida psíquica, es decir, los fenómenos psíquicos.

Se distinguen dos grandes aspectos del conocimiento: el primero tiene que ver con la razón, según se desempeñe en su habitáculo cerrado, anterior a toda experiencia (a priori), o se compruebe mediante experimento o verificación fáctica en el entorno empírico (a posteriori), y otro que tiene que ver con las emociones y las valoraciones carentes de forma lógica. Esta división es clásica para toda ciencia, sea de la naturaleza que fuere. El primero corresponde a las ciencias naturales, experimentales o fácticas, es decir, al conocimiento sistemático y a los grandes consensos de los científicos; el segundo corresponde al arte, a la estética, a la ética, a los valores. Sin embargo, es probable que esta división ya no sea oportuna, porque la subjetividad ilusoria aparece en la ciencia y la objetividad realista aparece en el arte, además de que ciertas emociones cuenten con algunas válvulas controladas por la conciencia. Hay correspondencias mutuas y conexiones directas que se han vuelto habituales, lo que surge de los desarrollos teóricos y experimentales de la física, la química, la biología, la astrofísica, etcétera. No hay tanta barrera, frontera, abismo.

Lo subjetivo, decíamos, no es sólo ilusión y fantasía, esto es, no sólo opinión individual sin consenso ni confirmación práctica. No se corresponde con una construcción ficcional que llene los vacíos de conocimiento o recree a los hombres fatigados de tanta realidad, aunque funcione generalmente con esas características en la vida diaria, en el arte, en la poesía, en la narrativa, en el cine, en los juegos, en los sueños. La subjetividad de un individuo, además de ilusión y fantasía, es lo que el mismo individuo construye a partir de sus vivencias, de la actividad de su vida inmersa en el mundo del cual forma parte. Lo que indica, en principio, una injerencia del mundo real en el mundo irreal lo suficientemente poderosa como para descartar el primado de una insularidad que conduzca siempre al capricho o al error. Hay un contacto originario con el mundo, que inunda toda la subjetividad, junto a la carga que generalmente asociamos a la fantasía y a la alucinación. 

Se ha hablado mucho de los complejos procesos por los cuales la mente humana transforma la experiencia vivida en capacidad de comprender el mundo a través de formas simbólicas que representan la actividad psicológica superior. Numerosas teorías en los campos de diferentes ciencias coinciden en la interpretación de este fenómeno como evolución y transformación de la acción y de los hechos en abstracción e ideas, con escasas diferencias explicativas. Se trata de la milenaria trayectoria por la cual la especie humana conquista paso a paso los estadios de su inteligencia hasta configurar la que reconocemos hoy.

Algunas de esas teorías suponen el pasaje de lo intuitivo y caótico a la ordenación y sistematización de los datos recibidos de los sentidos, desde el principio de los principios hasta el estado actual de la capacidad humana. Asimismo, sostienen un supuesto similar las teorías que encuentran el mismo pasaje en el individuo humano, de modo que se reproduciría en lo ontogénesis el proceso registrado en la especie. Otras teorías, bien recibidas entre filósofos y científicos, destacan un originario equilibrio entre lo que espontáneamente puede atribuirse a lo primitivo y elemental y lo que puede atribuirse a lo cultivado y elaborado, esquema que permanece en los estadios subsiguientes. Se ha hablado, así, de una “imagen manifiesta” del hombre, y de una “imagen científica”, agregándose que la primera “no pertenece a un estadio pasado y desaparecido del desarrollo de la concepción que el hombre tiene del mundo y su puesto en él [por lo que] no queda anulada bajo la otra en la síntesis de ambas” (Sellar, 1971, 13-15). Dígase si, en la contemplación del hombre actual, y aunque la apreciación sea subjetiva, no se descubren las dos imágenes con harta notoriedad.

Es posible entrever, sin embargo, el aspecto que ha quedado sin evaluar en profundidad. En la medida en que la metafísica clásica y la teoría del conocimiento en sus versiones contemporáneas han definido el concepto de experiencia como la reunión de los actos de vida con las habilidades adquiridas, sumándose así a la marcha por la conquista de la inteligencia, se ha omitido una distinción capital. Porque se puede presumir que no es la experiencia bruta, considerada como historia, serie continua o acumulación de vivencias, la que produce la chispa que inicia el proceso de la inteligencia. En cambio, sólo intervendrían algunos destacadísimos acontecimientos de ese proceso que, por guardar relación con la necesidad de aprender, y por prestarse a la generalización, dados los beneficios eventualmente extraídos de ellas, se implantarían como formas o pautas de procedimiento: un orden en los pasos a dar en la resolución de problemas, especialmente en el problema de cómo comprender el mundo. En suma: que la chispa no se produce por el continuo ni por la acumulación sino por sólo algunas impresiones, selectas y probadamente efectivas, que mutan diacronías en sincronías.

Enseguida se apreciará que esa reducción no se produce por recapitulación ni por sumatoria o acumulación, y menos aún por síntesis, mezclas o combinaciones, sino por una simple elección, aquella que, ante alternativas posibles que presenten dilemas y problemas, el beneficio obtenido muestre como superior (no en el sentido de su utilidad sino en el de la satisfacción del buen entendimiento personal). Nos referimos al caso en el que el individuo humano no hace un balance de las experiencias para elegir la mejor (aunque lo haga a otros efectos), sino que, por el contrario, elige la que en una primera instancia estima que le otorgará el mayor favor. Si se trata de meditar sobre los problemas, podría decirse que piensa antes, durante y después; pero, si se trata de resolver problemas, bajo la presión de las circunstancias, no puede hacerlo sino recurriendo al chispazo de una estimación espontánea y súbita (porque no dispone del tiempo suficiente al estar acuciado por la urgencia, porque no tiene elementos para juzgar, porque no confía en presentimientos o porque no le es posible aplicar retroducciones o abducciones aristotélicas ‒ya que el asunto puede no tener antecedentes).

Es una primera señal de su tendencia a apelar a la experiencia de vida, de atinar a los resultados que dictaminan los hechos. Pero, hágase la precisión, se trata de una señal por la cual el sujeto atina a los hechos formalizados, no a los contenidos de los hechos vividos que recuerda y se propone revivir y aplicar en forma de reconstrucción. A la vista está que, en el orden del pensamiento y de los recursos de la inteligencia para comprender el mundo, esta tendencia se inscribe en lo que se conoce como conocimiento objetivo. El proceso que se deja ver, si seguimos con el propósito de entrever lo hasta ahora no visto, no es estricta y completamente objetivo, puesto que participa en ese proceso el pronunciamiento mental por el que se elige sin mayor análisis entre dos o más posibilidades. Intervienen ambas inclinaciones: la elección entre alternativas, emergentes del contacto directo, físico, del orden objetivo, y también la elección entre alternativas no físicas, que bien pueden resultar subjetivas. Tiene lugar toda clase de acto espontáneo, subitáneo, intuitivo, y también la inferencia experimental y sensible (inducción, retroducción). Intervienen las operaciones mentales que interpolan el sistema inteligente adquirido por experiencia acumulada, conservada y luego reproducida o aplicada de acuerdo a las necesidades, pero también y especialmente el sistema inteligente impreso a partir de sólo ciertos resultados seleccionados por la conciencia en el curso de la historia personal. Se da de una manera indeterminada, sin tiempos ni espacios definidos, porque se generan sólo a partir de algunos hechos, sin que se sepa cuáles, porque no interesa a los efectos prácticos.

 

PRIMEROS AVISTAMIENTOS

 

Esta remisión a un punto crucial de la historia del individuo nos invita a despojarnos de toda separación tajante entre lo objetivo y lo subjetivo. No es otra cosa en el fondo que poner en tela de juicio la discriminación entre los niveles jerárquicos establecidos por diversas teorías del conocimiento. De acuerdo a esta discriminación, hay un nivel que corresponde a los objetos físicos, y otro que corresponde a los objetos mentales. Wilfrid Sellars dedica un libro a rechazar esta concepción; plantea el enigma que surge al contemplar una mesa: ¿hay una mesa o dos mesas? Tal vez hay que considerar “dos mesas: una nube de moléculas por una parte y una configuración de contenidos sensoriales reales y posibles por otra”. Sellars se ocupa de las teorías que describen el mundo microscópico, el mundo de lo que no se ve por medios naturales, que confronta con las teorías que describen las cosas físicas del mundo macro. ¿Se desprende de esto que hay dos mundos? No, no se desprende tal cosa.

La relación que hay entre el discurso sobre los objetos físicos y el discurso sobre las impresiones sensoriales, afirma Sellars, no puede compararse con la relación entre descripciones no sensoriales (nube de moléculas) y descripciones sensoriales ‒vemos una mesa (Sellars, 1971, 130). Está implicado el falso supuesto de que hay un nivel más básico. Se trata del mismo inconveniente que impide encontrar en los contenidos subjetivos la huella indeleble de la experiencia supuestamente transfigurada sólo en contenido objetivo. A seguir la orientación de Sellars, se advierte que las experiencias de vida, los cambios en la “imagen manifiesta” y las transfiguraciones que posibilitan el dinamismo y la plasticidad de la “imagen científica”, constituyen la totalidad de la vida mental, sin necesidad de atribuir un nivel por encima de otro.

La descripción de la vida mental debe ocuparse de la realidad vivida en tanto realidad pensada, y de la realidad pensada como realidad vivida. Interponer el tiempo, suponer que lo físico sea lo primario y lo psíquico lo secundario, o viceversa, es un error. Ya hace cien años que se adjudicó objetividad (carácter de objeto) a la vida psíquica. Franz Brentano, explorador de los “fenómenos psíquicos”, observó que “El rasgo característico común de todo lo psíquico consiste en eso que frecuentemente se ha designado con el nombre de conciencia ‒expresión, por desgracia, muy expuesta a malentendidos‒; es decir, consiste en una actitud del sujeto, en una referencia intencional ‒que así ha sido llamada‒ a algo que, acaso, no sea real, pero que, sin embargo, está dado interiormente como objeto.” (Brentano, 2002, §§ 19 y 20)

Hoy advertimos que lo que tradicionalmente se ha separado entre lo físico y lo psíquico está unido, o es, una realidad única, se diría humana por antonomasia, descriptible en términos de acciones mentales, como si se tratara de acciones físicas. Aquello que actúa como uno, y que da la impresión de ser dos, es lo más interesante de la vida mental. Un importante filósofo se ha referido a la particularidad que origina este fenómeno en el trato con el mundo: “Los principios, como los conceptos, surgen en el hombre poco a poco, lentamente; pero por generación espontánea. La experiencia sensual, el trato con los cuerpos, va dejando mecánicamente en él […] cristalizaciones de conducta mental que son los conceptos y principios […] Estas experiencias básicas de la vida, que de modo mecánico se decantan en principios (repito, como los adagios, como los proverbios), son comunes a todos los hombres.” (Ortega y Gasset, 1979, 240).

Debemos ocuparnos del plano práctico y comprobar que la subjetividad no es irreal sino tan real como cualesquiera de las objetividades de las que se pueda hablar. La objetividad de las proposiciones observacionales, de los enunciados científicos, de las expresiones corrientes referidas a objetos, incluso la objetividad que nos transmite el tacto o la vista, el oído, el paladar o las impresiones de los termorreceptores del cuerpo no son demasiado diferentes. Hay un principio común a la razón y a la elucubración más alocada y rara, pues ambas nacen del contacto con la realidad. La fantasía o las alucinaciones, la especulación o la opinión vulgar, contienen tanta historia real y tanta vivencia como el más racional y axiomático de los argumentos científicos, aunque no lo parezca.

Es difícil apreciar las diferencias, quizá debido a la tradicional distinción entre la ciencia y las demás formas de manifestarse el conocimiento humano. Algunas diferencias se distinguen por la dirección que sigue el proceso parecido a un cálculo, del cual nace cierta actividad mental. El orden que rige este proceso, el de los pasos en busca de un resultado, definiría un tipo especial de fenómeno psíquico, entre los que Brentano clasificó como “representaciones”, “juicios” y “emociones” (Brentano, 1935, 22).

Aunque no sería correcto asimilar la clase de cálculos lógicos o matemáticos al plano de la realidad mental, de manera irrestricta, su actividad parece seguir un “mecanismo” de características semejantes que, por otra parte, estaría asociado a las condicionantes nerviosas y bioquímicas. Más adelante profundizaremos un poco en la forma de este fenómeno, que a todas luces esconde el secreto de la inteligencia. Pero desde ya conviene distinguir con claridad la actividad psíquica, fuese subjetiva u objetiva, en la cual encontramos representaciones, juicios y emociones, del proceso que conduce a ella y que hemos encontrado parecido a un cálculo o, en síntesis, a lo que en inteligencia artificial se entiende como un algoritmo. Una señal que marca la diferencia más importante es la de que no se ve que los patrones sinápticos puedan configurarse en función del tiempo, como otras habilidades y recursos de los aprendizajes, sino, de manera espontánea y súbita, semejante a una mutación. Que consistan en procesos quiere decir, más bien, que los determina el orden y no un lapso por el cual se establecen. Por otra parte, podrían modificarse permanentemente.  

Volvamos a la noción de referencia intencional de BrentanoEdmund Husserl, uno de sus discípulos, atento a esta noción manejada por el maestro, le llamó acto, como se le llama a cualquier acto de la vida física y real; eso sí, acto psíquico. Y le llamó así porque, evidentemente, si hay intención, si hay un objeto hacia el cual se orienta la intencionalidad de la conciencia, pues, hay actividad, episodio, mudanza, praxis. Su expresión preferida es vivencia intencional (es importante cerciorarse, cosa que no haremos ahora, de lo que entendía por “vivencia”). Para simplificar, “como expresión más breve”, Husserl usa la palabra acto (Husserl, 1929, 160). “El término de intención ‒dice Husserl‒ presenta la naturaleza propia de los actos bajo la imagen del apuntar hacia; y se ajusta, por ende, muy bien a los múltiples actos que pueden caracterizarse, sin violencia y de un modo comprensible para todos, como un apuntar teorético y práctico.” La realidad de lo que no se puede tocar es una realidad como cualquiera otra, un escenario semejante al paisaje a las orillas de un río o al de la constelación de las estrellas en el cielo de la noche.

Se puede considerar, pues, una realidad objetiva y una realidad subjetiva. Al parecer, la realidad objetiva es la realidad verdadera. Pero no es una certeza en la que se pueda confiar. Se presenta el dilema que ocupó al biólogo chileno Humberto Maturana, una de cuyas reflexiones figura bajo el título de este texto. Si tuvimos un sueño, y lo recordamos y reconocemos como uno de los sueños que solemos tener, no hay otra alternativa que tenerlo por real, por una realidad verdadera. Y existe, aunque se trate de una especie diferente de realidad no concreta. Existió anoche y sigue existiendo en nuestra mente, como sigue existiendo en nuestra mente un objeto preciado luego de perderse, o como un ser querido sigue existiendo para nosotros después de su desaparición física.

Se puede considerar la intencionalidad como si se tratara de una acción o de un acto, pues: “En la percepción es percibido algo; en la representación imaginativa es representado imaginativamente algo; en el enunciado es enunciado algo; en el amor es amado algo; en el odio es odiado algo; en el apetito es apetecido algo, etc.” (Husserl, ob. cit., 149) Pero ¿qué es este “algo”? Los fenómenos psíquicos no se disponen en torno a un objeto material, como los fenómenos físicos, pero se refieren a un contenido que obra como si fuera un objeto (en el sentido objetivo) hacia el cual dirige su atención la conciencia, de modo que suscita la intencionalidad. El objeto psíquico excita la conciencia como el objeto físico excita los sentidos corporales. Esta “realidad” de los fenómenos psíquicos llevó a Brentano a hablar de inexistencia intencional. Si bien la existencia física está llena de objetos, hay una inexistencia que está llena de intenciones, de asuntos por los que nos interesamos o por los que reaccionamos o nos sensibilizamos y nos movilizamos (Brentano, 1935, 91-93)[4].

Pero hay que demostrar que una representación, un juicio o una emoción son reales, tienen una existencia como tienen las entidades reales. Aun, hay que demostrar que los actos o vivencias intencionales, son reales. Sencillamente, que es real la intención, que es real lo que por tradición llamamos subjetivo. Lo que llamamos objetivo, por definición, es real, puesto que pertenece al mundo externo a la mente o proviene de él, independiente de toda deformación, imaginación, fantasía. Su posibilidad de ser o existir es independiente de nosotros. Si un objeto físico define siempre lo real (en el sentido amplio del término objeto, al uso de Wilfrid Sellars), un objeto psíquico, es decir, un objeto sin existencia física, un acto psíquico, lo define también si es un contenido intencional, un ir hacia, o, como también se expresaba Husserl, si es conciencia “de”: “Toda percepción de una cosa tiene, así, un halo de intuiciones de fondo (o de simples visiones de fondo, en el caso de que se admita que en el intuir empieza el estar vuelto hacia las cosas), y también esto es una ‘vivencia de conciencia’, o más brevemente, ‘conciencia’, y conciencia ‘de’ todo aquello que hay de hecho en el ‘fondo’ objetivo simultáneamente visto.” (Husserl, 1962, Libro Primero, Sección Segunda, capítulo II, § 35, 79). Repárese que la expresión “fondo objetivo simultáneamente visto” es eso mismo que andamos buscando: la realidad indiscutible de la subjetividad.

Hay suficientes evidencias, pues, de la base real de la intencionalidad. Hay muchos y complejos hechos biológicos, neurológicos, químicos y físicos, cuya realidad incuestionable se confunde con su manifestación mental. Si no es real el fenómeno psíquico en sí, lo es la intención a la cual responde, y en la intención está la realidad del fenómeno. Pero, no alcanza con declarar que se trata de dos caras de una misma moneda, y cosas por el estilo, que son opuestos que se complementan, etcétera. Ir al fondo del problema es ir al encuentro de la “irrealidad”; una irrealidad que, paradójicamente y a pesar de ser lo que es, algo inexistente, hace frente a la vida y se presta a servir como fundamento de las elecciones y decisiones permanentes de los seres humanos en la praxis de vida. Hay en ella algo tan real como los árboles y los planetas.

De todos modos, las realidades y las irrealidades no se presentan con el mismo nivel jerárquico desde el punto de vista del estudioso de estas materias. Y, mucho menos, con el mismo nivel de prestigio, de respeto o de consideración, desde el punto de vista intersubjetivo y social. El valor que pueden tener es inherente a la circunstancia de realidad considerada que, a veces, lejos de ayudar a complementarse, las incita a estorbarse mutuamente. Una puja ideológica o moral, una simple cuestión de intereses hace que una interpretación sea la real y las demás irreales. Nos dejamos llevar por impulsos y presentimientos o apelamos a una evidencia que cae por su propio peso, consensuada, avalada por todas, esto es, y con una sola palabra, una evidencia objetiva.

¿Qué quiere decir que algo sea objetivo? Hay, según José Ferrater Mora, un significado tradicional de este término, y otro moderno. Como veremos, son inversos. Según el primero, existir de manera objetiva equivale a “estar en el pensamiento o en la representación”, de modo que objetivo es todo “objeto en tanto que pensado”. Y es subjetivo “lo que corresponde al objeto de la sensación”. Según el segundo, el moderno, objetivo es “lo que no reside en el sujeto”, en contraposición a subjetivo “entendido como lo que está en el sujeto” (Ferrater Mora, 2064). José Ferrater Mora apunta que Schopenhauer y Renouvier “propusieron volver al uso escolástico y de los autores del siglo XVII.”

Para unos lo objetivo es mental y lo subjetivo es lo que responde a la realidad, mientras que, para otros, y al revés, lo objetivo es lo que está fuera de la mente, y lo subjetivo es lo que está dentro.

Llama la atención que las propuestas difieran tanto como sus polos opuestos. Si las mentamos aquí es para encontrar una señal de alerta. Claro, en nuestros días, el significado moderno de objetivo es el único válido (usual a partir de Baumgarten y Kant, según Ferrater Mora). Sin embargo, no está de más evocar la concepción tradicional (de escolásticos como Santo Tomás o Juan Duns Escoto), porque quita del medio lo que en principio podría parecer absurdo: que la inteligencia humana pueda concebir como real lo que está en el pensamiento (la misma palabra “en” empuja la idea hacia un adentro oculto y eventualmente desconocido).

Todo esto puede no ser más que un asunto lingüístico, de significaciones ajenas al corazón del problema. Pero en el fondo se advierte cierta vacilación en cuanto a lo que es posible considerar conceptualmente como realidad. El concepto que encierra esta palabra, admitamos por lo pronto, se puede defender racionalmente con alguna comodidad siguiendo cualquiera de las dos concepciones.

Hemos visto más arriba que existe un tercer significado de objetivo, que hace las veces de paños tibios.

En varias de las filosofías actuales se entiende ‘objeto’ en un sentido que, aunque no coincide estrictamente con el tradicional, tiene en cuenta algunas de sus características. Esto ocurre en todas las filosofías en las cuales desempeña un papel fundamental la noción de intencionalidad. Ejemplos son Meinong, Stumpf y Husserl. Así, el hecho de que se hable, por ejemplo, de la ‘objetividad’ de la realidad, del ‘objetivismo’ de los valores, etcétera, tiene, sin duda, una resonancia en el sentido del objeto como lo que ‘existe objetivamente’ (sea cual fuere, por lo demás, la forma de existencia), pero solamente parece poder entenderse con pleno rigor cuando el objeto y lo objetivo poseen una significación sensible parecida a la más tradicional […] ‘Objeto’ equivale, por consiguiente, a ‘contenido intencional’; lo objetivo no es, pues, una vez más, algo que tenga forzosamente una existencia real, sino que el objeto puede ser real o ideal, puede ser o valer. Todo contenido intencional ‒o, en el vocabulario tradicional, todo contenido de un acto representativo‒ es en este caso un objeto. (Ferrater Mora, ob. cit., 2065)

 

LA REALIDAD SUBJETIVA

 

El tercer significado, relacionado con la intencionalidad, convalida el primero (objetivo es lo interior), no contradice ni desprestigia el segundo (objetivo es lo exterior), y tiene la ventaja de facilitar la extensión del concepto de realidad sin generar efectos indeseados, como los que ya mencionamos (dos caras de la misma moneda, opuestos que se complementan, dimensiones de diferente naturaleza). No parece un absurdo, pues, comprobar que la subjetividad es real, como se puede afirmar que es real la razón y las representaciones del conocimiento objetivo. Por el contrario, se nos presenta como una posibilidad filosófica, con asiento en prestigiosos antecedentes del pensamiento antiguo.

Se puede consagrar mediante la traslación del tradicional concepto de idealidad al plano de lo concreto, esto es, al plano del sujeto gramatical, de aquello de que se habla, de que se predica, haciendo que todo lo que puede atribuirse al objeto, por ser irreal, se le atribuye al sujeto. Pero este es un camino escabroso.

Admitiremos “objeto” como base filológica del concepto de “objetividad”; fuera de esto, los términos “objeto” y “sujeto” nos parecen inoportunos por corresponder a conceptos multifacéticos. Intentaremos aislar una entidad especial, de carácter histórico, en el flujo del pensamiento. ¿Qué hay en ese flujo que pueda responder directamente a la realidad objetiva que fuesen representaciones, juicios, emociones? ¿Qué hay que pertenezca a la historia personal, a lo más genuino del desarrollo interior, que obre como reliquia del saber, del recuerdo o de la imaginación, y que sea real, que responda a una objetividad dada? Saltan palabras, antes que nada, por ejemplo, nombres, con los que nos hemos referido a personas, a objetos, a lugares, a situaciones o hechos inolvidables. Pero no se trata de afectos ni de recuerdos y ni siquiera de palabras.

Entre las pertenencias físicas, pegadas al cuerpo o al entorno, siempre hay alguna que tiene una historia especial, por sus propiedades más destacadas o por la forma en que las adquirimos o por los significados prácticos que guardan para nosotros. Algunas avivan los sentimientos o las pasiones y otras se asocian a nuestras soluciones de vida, a nuestro interés por saber a qué atenernos, a nuestra forma de encarar la supervivencia. Del mismo modo, disponemos de pertenencias no físicas, psíquicas o mentales, que hemos adquirido o elaborado en el curso de la vida, algunas inoperantes o desaparecidas, otras que forman parte de lo que somos de manera permanente. Se han mantenido pegadas a la realidad que llamamos objetiva, a la vida experimentada y realizada, de la cual son original vestigio, conservadas en su naturaleza primitiva y ordinaria. Sería extraño si no las consideráramos reales.

Esas pertenencias íntimas de orden mental esconden una base real, oculta o invisible, de nuestro interior subjetivo. Podrían tener nombre, pero el componente buscado no es un nombre, porque tiene nombre lo determinado, pero no lo tiene lo indeterminado o “no determinado en número, duración, magnitud, etc.” (Moliner, 1992, T. 2, 117). Quizá podríamos hallar, memorizando, algún elemento perteneciente a lo mental que correspondiera puntualmente al espaciotiempo, pero con ello no bastaría. Encontraríamos en esos componentes lo que encontramos en un contenido objetivo. Hasta a veces, como ante lo real desconocido, podríamos encontrar lo mostrenco, ajeno al reconocimiento, dormido, inactivo, imposible de determinar por la sola voluntad. Pero sería un ingrediente más de la memoria.

Podría parecer un acto psíquico del orden del juicio, quizá, pero escondido, rezagado o disfrazado en algún rincón, entre imágenes y reflejos emocionales. Pero no es un juicio. Se advierte sólo por un destello de la atención, en cualquier circunstancia, al confrontarse la realidad vivida con lo que nos parece su más honda comprensión. El despuntar de una verdad conmovedora, descubierta en trámite libre y espontáneo, no alcanzaría para describirlo, porque, aunque resulte conmovedor, no es exactamente el sentir que se corresponde con este destello. Más bien, parece el resultado de aplicar un esfuerzo de atención que conecta lo interior y lo exterior y que se proyecta en la pantalla de la conciencia (pero no como una situación déjà vu ni nada parecido).

La atención se confronta con un hecho del cual resulta un acto por el cual se activa una vivencia original, con un sentido reconocible. Adviértase que no se trata de la recreación de un acto cuya impresión de pertenencia se incorpora a lo mental como bien duradero, sino de un nuevo acto, único, diferente, fulgurante, por el cual se presenta a la conciencia un sentido ‒que se gesta como detrito de todos los actos‒ impreso también en el acto primigenio. De este sentido surge la subjetividad que valoramos aquí en un orden de igualdad respecto a la objetividad. Observemos que, si parecen aproximarse dos órdenes de objetividad experiencial, hasta entonces confundidos por el tratamiento de la subjetividad indiscriminada, masiva, encerrada y ciega, no hay distancia entre ellos. Estos órdenes han brindado siempre un insustituible modelo que ilustra inmejorablemente la oposición vulgar con la razón. Lo que no quiere decir que la mente carezca de un ámbito divorciado de la realidad, extremo y caprichoso que, a pesar de tener un papel tan importante en el orden de los sentimientos y las emociones, obra negativamente en el nivel del saber sistemático.

Ahora bien, hemos dicho que parecen aproximarse dos órdenes de objetividad, uno primitivo u original y otro que no es sino la realidad presente; pero, en último análisis, no es así. El fenómeno psíquico que intentamos describir no es una conexión entre dos cosas. Es, en cambio, un solo acto que, a diferencia de los demás actos, no tiene principio, desarrollo y final, como todos los actos. Es una mutación fulminante e inopinada que se produce toda vez que la mente lo necesita, de una sola vez y sin espacios ni tiempos determinados ni mensurables. Esta clase de realidad alcanza toda la conciencia y se disemina en lo mental, consciente o no. Existe un tipo de acto fenoménico que asocia ciertas experiencias de vida con la inexperiencia, esto es, con los estados sin resolver, con los dilemas, dudas, situaciones límite, vacilaciones, en fin, problemas o, en todo caso, experiencias conflictivas.

Un proceso psíquico, por fuerza de la costumbre asociado a lo temporal, transforma las relaciones organizadas, asumidas y apropiadas por la conciencia, y constituye todo lo que conocemos de la vida mental, es decir, el conjunto de lo que hemos llamado fenómenos psíquicos. En lugar de atribuir sus cambios al flujo de tiempo, es decir, al “paso de algo” que no sabemos qué es, podemos disolver esta ilusión atribuyendo la ocurrencia de tales incesantes y poderosos cambios a la intervención de las “intuiciones de fondo”, como vimos que las llama Husserl, y que asimilamos a procesos algorítmicos. De aquí surgirá la evidencia de que en la subjetividad más honda no habría sólo elaboración libre, desasimiento de la realidad, ensoñación, o que estas modalidades no serían posibles sin un fundamento de realidad que les suministraría alguna de las propiedades de la objetividad.

Puede evocarse aquí con toda pertinencia la teoría neurológica de Donald O. Hebb. En la teoría de Hebb, cada acontecimiento psicológicamente importante, ya sea una sensación, una percepción, una memoria, un pensamiento, una emoción, etc., se concibe como el flujo de actividad de un bucle neuronal[5] determinado. Hebb propuso que las sinapsis[6] de una vía particular se conectan funcionalmente para formar una reunión de células[7] [...] supuso que si dos neuronas, A y B, son excitadas al mismo tiempo, se vinculan funcionalmente. Según las palabras de Hebb: ‘Cuando el axón de la célula A está suficientemente cerca para excitar la célula B y contribuye a dispararla repetida o persistentemente, en una o en las dos células se produce algún proceso de crecimiento o algún cambio metabólico de tal forma que la eficiencia de A, como una de las células que excitan la célula B, aumenta’ [lo que se conoce como “ley de Hebb”]…

Según la opinión de Hebb, la reunión de células es un sistema que está organizado inicialmente por un acontecimiento sensorial particular, pero que es capaz de continuar su actividad después de que haya cesado la estimulación. Hebb propuso que para producir cambios funcionales en la transmisión sináptica la reunión de células debería ser activada repetidamente. Después de la estimulación sensorial inicial, la reunión reverberaría consiguientemente. Entonces, la reverberación repetida podría producir los cambios estructurales. Claramente, esta concepción del almacenamiento de la información podría explicar el fenómeno de la memoria a corto y a largo plazo: la memoria a corto plazo es la reverberación de los bucles cerrados de la reunión de células; la memoria a largo plazo es más estructural, es un cambio duradero de las conexiones sinápticas…

Para que tengan lugar los cambios sinápticos estructurales debe existir un período en el cual la reunión de células permanezca relativamente intacta. Hebb llamó consolidación a este proceso de cambio estructural, un período que se cree que necesita de quince minutos a una hora. Finalmente, Hebb supuso que cualquier reunión de células podía ser excitada por otras. Esta idea proporcionó la base para el pensamiento o la ideación. La esencia de una ‘idea’ consiste en que tiene lugar en ausencia del acontecimiento ambiental original correspondiente.

La belleza de la teoría de Hebb consiste en el intento de explicar los acontecimientos psicológicos mediante las propiedades fisiológicas del sistema nervioso. Actualmente, casi treinta años después de la histórica obra de Hebb, su teoría sigue siendo el mejor intento de combinar los principios de la realidad psicológica y los hechos de la neurociencia.”[8] (Kolb y Whishaw, 1986, 462 y ss.) Alentados por esta teoría, no sentimos inclinados a volver sobre las cristalizaciones de conducta mental subrayada por Ortega y Gasset que, recordemos, son los conceptos y principios que surgen en el hombre lentamente, como adagios o proverbios y se corresponden con estos productos de la actividad mental que replican o avivan un sentido original[9]. Hemos llamado algoritmos a tales cristalizaciones, siguiendo las investigaciones de Konrad Lorenz, algoritmos borrosos a nuestro juicio, correlatos de los algoritmos bioquímicos[10]. Lorenz llama fulguración “al hecho de que dos (o más) sistemas (independientes entre sí) se enlazan en una nueva unidad que manifiesta propiedades cualitativamente distintas a las de sus elementos” (Riedl, 1983, 52 y 234). El término “fulguración” fue introducido por Leibniz: las mónadas nacen “por fulguraciones continuas de la Divinidad” (Leibniz, 1961, 43).

Existiría una objetividad constituyente y una objetividad constituida; una perteneciente a la serie creadora, otra a la serie creada. Porque, ¿de qué manera podríamos ser objetivos sin antes proporcionamos por algún medio la objetividad? En nuestro trato con lo que conocemos, la objetividad no es una actitud proverbial o un punto de vista privilegiado ni una facultad caída del cielo. Es lo que logramos a través de un arduo trabajo de generaciones y generaciones, como el fuego, el telescopio o la electricidad; no es un regalo de los dioses. Pero llevamos con nosotros la subjetividad, esto es, el capullo en el cual la experiencia originaria se metamorfosea en conciencia y objetividad. Las reliquias antediluvianas que conservamos en el cuerpo pueden proporcionarnos la evolución por la cual la especie ha sobrevivido; las que corresponden a la mente nos proporcionan una dádiva que no quisiéramos perder: la fantasía, la visión personal, el absurdo, la imaginación, el mito.

Otro asunto es el mundo oculto a la conciencia, el inconsciente. Sigmund Freud “distingue el consciente, equivalente de la conciencia; el preconsciente, instancia accesible al consciente, y para terminar el inconsciente, ‘otra escena’, lugar desconocido por la conciencia. Pero si se vale del tercero de estos términos, utilizado desde la noche de los tiempos y teorizado por primera vez en 1751, es para hacer de él el principal concepto de una doctrina que rompe de manera radical con las antiguas definiciones: ya no una supraconciencia, un subconsciente o un depósito de la sinrazón, sino un lugar instituido por la represión, es decir, por un proceso que apunta a mantener al margen de toda forma de conciencia, como un ‘defecto de traducción’, todas las representaciones pulsionales capaces de convertirse en una fuente de displacer y, por lo tanto, de perturbar el equilibrio de la conciencia subjetiva” (Roudinesco, 2015, 108).

Finalmente, si hablamos de sentido, aquello que encontramos nuestro y en lo que fundamos las creencias, es porque la fulguración de la cual nacen las cristalizaciones de conducta mental impregna de familiaridad a nuestras acciones, sin la cual no podríamos conocer y manejarnos en el mundo (es nuestra forma de aprehenderlo). Este sentido es nuestro sello, la imprimación de la conducta personal, el carácter, la personalidad. Sólo se conquista por la experiencia personal. Porque no hay una forma universal de resolver problemas, de saber a qué atenerse, de elegir lo que más conviene, y cada individuo humano se proporciona una manera propia de obrar como mejor puede. Este sentido se enriquece con todas las capacidades de la inteligencia del rango que se quiera: el de la subjetividad y el de la objetividad, bajo una concatenación unitaria e indiscriminada que guía el saber común y el conocimiento sistemático, indiferentemente. Cada persona entiende por su cuenta cuál debe ser el sentido que debe imprimir a su vida: “La búsqueda por parte del hombre del sentido de su vida constituye una fuerza primaria y no una ‘racionalización secundaria’ de sus impulsos instintivos.” (Frankl, 1979, 121)

Si hay un “más allá del interior”[11], pues, lo hay no sólo en el sentido del inconsciente sino también en el sentido de la subjetividad toda. Este más allá no es sino la carga de experiencia, que más que carga es el perfeccionamiento de una carga original. Jean Piaget habló de “reconstrucciones convergentes con superación” (Piaget, 1980, 300 y ss.). Así como, según Freud, hay un más allá del interior, esto es, el inconsciente, hay otro “más allá”, un más allá objetivo que nace de la experiencia. No sería concebible una experiencia subjetiva, en el sentido corriente del término; toda experiencia, en el plano de los hechos o en el plano de lo que los hechos han dejado en la conciencia, no puede ser sino objetiva. A veces hablamos de experiencia, flexionando mucho el significado de este término, en el sentido de idoneidad o competencia, atributos adquiridos por los cuales han aumentado nuestras capacidades intelectuales: nos referimos aquí, empero, al rendimiento de una habilidad o de una especialidad. El fondo de experiencia, como el inconsciente, está en toda criatura humana.

 

LO ARCAICO

 

Perseveremos un poco más en estos antecedentes que alumbran la ciencia más antigua y son asociables a un nuevo camino para el estudio de la subjetividad.

Entre los teóricos pioneros del psicoanálisis es común el concepto de un primer impacto, en la infancia, que deja su huella para siempre. Por ejemplo, Carl G. Jung hace notar que el elemento sexual, en el cual insistía su maestro Sigmund Freud, no sólo está presente en el enfermo traumático sino en todos los seres humanos. No sólo en quienes presentan síntomas patológicos; está presente en todo inconsciente y por tanto en todos los sujetos. El psicoanálisis admite la existencia de un factor vinculado al sexo y común en todos los individuos, estén o no estén enfermos. Jung se refiere a este factor como “protovivencia o ‘vivencia primordial, inicial’: Ur-Erlebnis (Jung, 1961, 29). Es innecesario recordar el tratamiento de la bisexualidad en Freud como base de la condición humana, y su remisión al “objeto sexual” en cualquiera de los dos sexos. Esa vivencia primordial, en el marco de la “regresión a la infancia”, no puede concebirse sino en íntima asociación con la experiencia, y puede tenerse en cuenta en el marco del tema de la sexualidad o fuera de él.

La causa de los desarreglos y patologías que descubre el psicoanálisis es referida casi siempre a la experiencia pasada. Algún hecho, alguna práctica, un accidente, en fin, determinada particularidad de la vida infantil se señala como causa u origen del trauma. Hay algo velado que el sujeto aparta de la conciencia; pero se puede descubrir a partir de algunos signos que asoman y lo denuncian. Lo oculto no deja de pertenecer al conjunto; no es una pieza desconectada. Por lo que es posible, aunque no siempre, abrir la puerta que da entrada al cuerpo fenoménico.

Las cristalizaciones de conducta mental, de que hablaba Ortega y Gasset, que van integrándose a la persona humana en la praxis de vida, componen solapadamente la vida mental. Resultan los únicos recursos eficaces e individualmente autónomos en la lucha por la que se supera una variada índole de problemas y para la cual se requiere una conciencia de contenido objetivo. En ella conviven, en compleja interacción, el más genuino potencial de la inteligencia, controlado, revisado y corregido, y la fantasía, la liberación de lo sensible corriente, el punto de vista solitario y desvalido, cuya potencia cognoscitiva es a lo que representa la ciencia lo que un grano de arena a la playa entera. Conviven la objetividad, nunca abolida en la historia personal, y la subjetividad creadora de ilusiones y esperanzas, la sujeción a las pruebas a la vista y la creencia, la fe, la religión.

Se distingue, pues, una clase de fenómeno psíquico relacionado originariamente con la experiencia y volcado a concurrir en las funciones cognitivas. Sin revestir cumplidamente las características del conocimiento objetivo, se caracteriza por colaborar con él, por proporcionarle plasticidad e inventiva. Se puede establecer, pues, la imposibilidad de aislar tajantemente los contenidos subjetivos de los objetivos, al punto de que, quizá, no chocaría con la clasificación de Brentano, al menos en lo que respecta a la distinción entre juicios (afirmación, atribución o predicación) y emociones (contenidos susceptibles de ser aceptados o rechazados espontáneamente  o “fenómenos de amor y odio” o, también, “emoción, interés o amor”, como se expresa el mismo Brentano (Brentano, 2002, Libro II, cap. VI, § 3, 147) ‒aunque tuvo la precaución de prevenir sobre el uso de estos términos: “Todas estas denominaciones son susceptibles de equívoco; todas se emplean frecuentemente en un sentido más estrecho” (ob. cit., 147 y ss.). Por lo demás, establece múltiples restricciones a su clasificación, admitiendo por ejemplo que un juicio puede contener una representación, y viceversa.  

Hay mucho más. Encontramos en William James la misma referencia a lo objetivo al ocuparse del “Yo espiritual”, que distingue del material, del social y del que llama “Ego puro”. El yo espiritual es “el ser interno o subjetivo de un hombre, sus facultades o disposiciones psíquicas”. Puede ser visto de un modo abstracto o de un modo concreto. El modo abstracto implica sentir la parte central del yo, y “lo cierto es que de ningún modo es mere ens rationis, conocido únicamente de un modo intelectual, y tampoco mere suma de memorias o mere sonido de una palabra en nuestros oídos. Es algo con lo que tenemos también un conocimiento directo sensible, y que está tan cabalmente presente en cualquier momento de conciencia en que esté presente, como en una vida completa de tales momentos.” (James, ob. cit., 239)

El tema de lo arcaico, en su sentido de “principio”, esto es, en aquello a lo que se reduce todo lo demás, tanto como en su sentido de “arquetipo”, está presente en muchos autores que se han ocupado del tema de la conciencia. Es el principio rector de todo análisis que tome en cuenta la subyacente objetividad del psiquismo. Encontramos este tema en el centro de la teoría del subconsciente de Freud, relacionado al concepto de prehistoria personal o infancia. El fundador del psicoanálisis relaciona esta prehistoria con el individuo histórico, pero también con la especie, por lo que abarca: “en primer lugar, a la prehistoria individual, o sea, a la infancia, y después, en tanto en cuanto todo individuo reproduce abreviadamente, en el curso de su infancia, el desarrollo de la especie humana, a la prehistoria filogénica” (Freud, 1936, cap. XIII, 176).

No importa aquí si esta relación se sostiene o no en la teoría actual. Aunque lo arcaico, o esta doble prehistoria, se remite exclusivamente a la etapa infantil, de todos modos, el “principio de realidad”, al cual responde el super-yo, en su oposición al “principio del placer”, parece ser el responsable de rescatar al yo de las garras del ello (Freud, 1993, “La disección de la personalidad psíquica”, 602). Freud dice algo más: “en las ideologías del super-yo perviven el pasado, la tradición racial y nacional, que sólo muy lentamente cede a las influencias del presente y desempeña en la vida de los hombres, mientras actúa por medio del super-yo, un importantísimo papel, independiente de las circunstancias económicas” (Freud, 1993, 629-638).

Jung, como vimos, habla de una protovivencia; esta noción remite al patrimonio corporal y anímico heredado de los ancestros y que, aunque sus beneficios puedan registrarse en el individuo, no cubre el acervo proveniente de las vicisitudes históricas personales. Admite “la existencia de un a priori colectivo de la psique personal, un a priori que consideraba en un principio como vestigios de modos funcionales anteriores” (Roudinesco, ob. cit., 170). Roudinesco agrega: “El tema de lo arcaico es recurrente en la historia del psicoanálisis y reaparecerá bajo otras formas en los debates ulteriores entre Freud y Rank; más tarde entre los freudianos y los kleinianos, y por último con los lacanianos” (en la nota 6 de la ob. cit., en la misma página). El concepto de lo arcaico es lo más próximo que encontramos en la teoría del psicoanálisis respecto a nuestra hipótesis sobre la subjetividad. 

Aron Gurwitsch apunta directamente al blanco que interesa. Se ocupa con gran detalle de analizar los actos de conciencia o fenómenos psíquicos en cuanto responden a un “objeto de pensamiento” que llama tema, incluyendo su entorno o campo temático, y lo que entiende por margen (noción que toma de W. James), esto es, aquello del campo temático relegado de manera marginal, difusa e inarticulada. Tal división no sería una total novedad, pero lo es el interés por estos tres conceptos referidos a connotaciones no simultáneas. Gurwitsch habla de la vuelta desde un tema actual a otro pasado. Si la conciencia, ocupada por un tema actual, se vincula a otro tema pretérito, por la razón que fuere, este otro tema se retiene; pero el vínculo implica sólo la forma o acto: “La retención del tema anterior en el momento en que nos ocupamos del nuevo tema no implica los temas en lo que respecta a los contenidos materiales correspondientes, sino que se refiere solamente a los actos por medio de los cuales se experimenta cada tema.” Esto es crucial y, además de remitir a lo arcaico, rinde cuenta de que: “La conexión que se da entre ellos [entre los actos] consiste en el hecho de que todo acto presente de la conciencia se encuentra por completo afectado por alguna reminiscencia o retención por lo menos de los actos que preceden de inmediato al acto en cuestión y también por cierta expectativa ‒sea lo vaga que se quiera‒ de que otros actos seguirán al del momento presente.” (Gurwitsch, 1979, 405)

Alfred Adler, en un fragmento revelador, al presentar el complejo de inferioridad como causa fundamental de la neurosis, sostiene que existe una memoria aperceptiva: “el mecanismo de la memoria aperceptiva, con su caudal de experiencias, se transforma, y de sistema de actuación objetiva pasa a ser un sistema de actuación subjetiva que opera bajo la influencia de la ficción de la personalidad futura. El cometido de este sistema subjetivo es suscitar aquellas relaciones con el mundo exterior que sirvan para acrecentar el sentimiento de personalidad, suministrar directivas y advertencias a la conducta, elaborar las ideas destinadas a preparar el futuro y ponerlas en conexión con los férreos dispositivos ya construidos.” (Adler, 1985, cap. III, 59)

 En el propósito de nuestra tesis hemos excluido el papel de la memoria, en su carácter estricto de mecanismo reconstructor en el presente de lo ya vivido en el pasado, y preferimos la noción husserliana de acto psíquico (aunque podría tratarse de la memoria a largo plazo, como ya vimos que sugirió D. O. Hebb). Este detalle vuelve de total oportunidad la puntualización realizada por el psicólogo uruguayo Jorge Galeano Muñoz: “no hay una facultad a la que llamamos memoria, por la que conservamos nuestros recuerdos, sino actos de recordar, que es la posibilidad de presentificar el pasado en el presente y hacer un relato del mismo. No hay tampoco una ‘conciencia’ por la que reconozcamos al mundo y a nosotros mismos, sino un acto reflexivo por el cual reconocemos primariamente la ‘objetividad’ y la ‘ajenidad’ del mundo y la ‘singularidad’ de nosotros. Esto se da de modo implícito en la vida espontánea y se hace explícito en la reflexión.” (Galeano Muñoz, 1990, 158).

Del análisis de un caso de amnesia, el neurólogo Oliver Sacks extrajo dos conclusiones: “que existen dos tipos muy distintos de memoria: una memoria consciente de los hechos (memoria episódica) y una memoria inconsciente de los procedimientos, y que ésta no se ve afectada por la amnesia”. Sacks cita al neurofisiólogo Rodolfo Llinás, quien usa la expresión PAF, “patrones de acción fija”, para referirse a los recuerdos de procedimiento. Sacks Afirma que “Gran parte del desarrollo motor precoz del niño se basa en aprender y refinar tales procedimientos a través del juego, la imitación, la prueba y el error, y el ensayo incesante. Todo esto comienza a desarrollarse antes de que el niño pueda evocar recuerdos episódicos o explícitos.” (Sacks, 2017, 246-249).

Para Gregory Bateson “no hay experiencia objetiva; toda experiencia es subjetiva”. Afirma que la mente “es inmanente en la materia, la cual está parcialmente dentro del cuerpo, pero también parcialmente ‘fuera de él’, es decir, en la forma de registros, rastros y referentes de percepciones” (Bateson, 1993, cap. 18, 288).

La teoría de Jean Piaget posee un prodigio de referencias al plano objetivo en la formación de la inteligencia. Lo nuclear de esa riqueza se encuentra en la noción de “abstracción reflexionante” o “lógico-matemática”, que distingue de la abstracción simple o aristotélica. En ésta ‒afirma‒, dado un objeto exterior, por ejemplo, un cristal con su forma, su sustancia y su color, el sujeto se limita a disociar las cualidades ofrecidas y a retener una de ellas, la forma, por ejemplo, desechando las demás. Por el contrario, en el caso de la abstracción lógico-matemática lo dado es un conjunto de acciones o de operaciones previas del sujeto mismo, con sus resultados. La abstracción consiste, en primer lugar, en tomar conciencia de la existencia de una de estas acciones u operaciones […] En segundo lugar, se trata de ‘reflejar’ (en la acepción física del término) la acción observada proyectándola sobre un nuevo plano, por ejemplo, el del pensamiento por oposición a la acción práctica, o el de la sistematización abstracta por lo que toca al pensamiento concreto (como el álgebra por lo que toca a la aritmética). En tercer lugar, se trata de integrarla en una nueva estructura, es decir, de construir ésta; pero ello no es posible más que si se cumplen dos condiciones: a) ante todo, la estructura nueva debe ser una reconstrucción de la anterior; si no, no hay coherencia ni continuidad; será, pues, el producto en el nuevo plano elegido; b) pero también debe agrandar la anterior, generalizándola por combinación con los elementos propios del nuevo plano de reflexión; de no ser así, no tendría ninguna novedad. Estas dos últimas condiciones caracterizan una ‘reflexión’, pero esta vez en el sentido psicológico del término, es decir, una transformación realizada por el pensamiento de una materia anteriormente proporcionada en estado bruto o inmediato. Por ello hemos propuesto llamar ‘abstracción reflexionante’ (en la doble acepción física y mental de la palabra reflexión) a este proceso de reconstrucción con combinaciones nuevas que permite la integración de una estructura operatoria de etapa o de nivel anteriores en una estructura más rica de nivel superior. (Piaget, ob. cit., cap. VI, § 20, 292 y 293)

Jacques Lacan, por su parte, dice que “la formación del yo se simboliza oníricamente por un campo fortificado, o hasta un estadio, distribuyendo desde el ruedo interior hasta su recinto, hasta su contorno de cascajos y pantanos, dos campos de lucha opuestos donde el sujeto se empecina en la búsqueda del altivo y lejano castillo interior ...”, es decir, en “establecer una relación del organismo con su realidad; o, como se ha dicho, del Innenwelt con el Umwelt”, esto es, del mundo interior con el entorno o medio ambiente (Lacan, “El estadio del espejo”, en 1979, Vol. 1, 14 y 15).

Como corolario de todas estas referencias surge la necesidad de revisar la división entre los conceptos de objetivo y subjetivo, encontrándose lo fundamental no exactamente en la relación de alejamiento o proximidad respecto a la realidad (en tanto ésta responde al mundo independiente de la conciencia) sino, más bien, en la relación de alejamiento o proximidad respecto a la experiencia (en tanto ésta responde, por el contrario, al mundo dependiente de la conciencia). Nos referimos al contacto entre la realidad y la conciencia individual, dando lugar a la vivencia[12]. Importa, pues, ahondar en el fenómeno de alejamiento o proximidad respecto al mundo vivido o relación de experiencia, es decir, respecto a la vivencia, plena de objetividad, que enseguida se deshace en mil fragmentos para componer la subjetividad.

 

LÓGICA DE LA SUBJETIVIDAD

 

No es sólo lo arcaico, en el sentido estricto, lo anterior en el tiempo y alejado del presente, empero, lo que actúa sobre la subjetividad transfiriéndole la carga de objetividad que ha exhumado de la experiencia. La actividad mental, a la cual en definitiva se reduce lo que llamamos conciencia, subjetividad, yo, estado de vigilia, etcétera, no es sino la actividad de vivir por la cual nos reconocemos como individuos. “Conciencia es, entonces, la consecuencia del vivir y del poder reflexionar sobre lo vivido, reconociéndonos como ser-en-el-mundo” (Galeano Muñoz, ob. y lugar citados). Para explicarnos correctamente deberíamos decir que no es el pasado ni la acumulación de la experiencia personal vivida, y tampoco la experiencia social, ni ningún a priori colectivo aquello que actúa en el yo. Es el resultado de la transfiguración de lo arcaico en actualidad, de lo arcaico indeterminado e intemporal ‒objetivo‒ en subjetividad humana. 

De esta actividad, llámese “acción neural”, psiquismo, “psiqueo” (como le llamó Carlos Vaz Ferreira, ver Bibliografía), corriente del pensamiento o como se quiera, nace el principal recurso del saber común, de las alternativas para resolver problemas en el orden inmediato de la experiencia individual. Se trata de lo que Piaget llama abstracción reflexionante o lógico-matemática, cuya descripción se libera ‒no del todo‒ de la comparación con estructuras, facultades o funciones. Hay un punto de vista más comprensivo sobre estos fenómenos, afirma Galeano Muñoz, “que se aparta de los conceptos de estructuras, facultades o funciones, para privilegiar la acción” (Galeano Muñoz, obra y lugar citados). En tanto actividad, debe concebirse en términos de procesos lógicos, patrones neurológicos plásticos o algoritmos biológicos. Salvo que, agregamos con fuerte subrayado, concebir estos procesos lógicos requiere un pequeño ajuste: considerar el algoritmo, señal o patrón electroquímico, en términos de lógica borrosa. De manera que sea capaz de variar en la marcha, es decir, en términos lógicos, que pueda modificar los valores de verdad de sus variables, pero no por azar sino en función de lo que requiera la realidad experiencial a la que responde[13]. Los sentidos corporales son los sensores humanos, verdaderos dispositivos que captan las modificaciones del entorno, por cuyas señales el algoritmo “ajusta” sus constantes, adecuándolas a los requisitos del momento (lo que equivale a la metáfora de Ortega y Gasset: “cristalizaciones de conducta mental que son los conceptos y principios”).

La vida mental tiene que ver con estos algoritmos vivos que obran como fundamentales ingredientes del aparato cognitivo. Por lo que debe desestimarse el punto de vista según el cual respondería a la obra del tiempo continuo, en términos de pasado, evolución, desarrollo lineal o acumulación de experiencia. Aunque haya almacenamiento de información, aprendizaje y conquista de habilidades, y aunque la memoria haga su trabajo de siempre, el quid de la vida mental es otro. Lo mismo se puede afirmar respecto a la subjetividad. Surge un nuevo punto de vista al revisar el papel del tiempo en su configuración y, quizá, en el de toda la actividad de la conciencia. Algo impalpable, de naturaleza desconocida, asociado a la subjetividad sólo porque atribuimos a la experiencia personal nociones extraídas de los hechos, es decir, de las continuidades y contigüidades del mundo físico, no puede ser la imagen a aplicar sobre el psiquismo humano.

El problema es, pues, el tiempo. El tiempo representa uno de los problemas mayores en cantidad de enigmas cuyas soluciones resultan imposibles o demasiado complejas si se concibe como viene concibiéndose. El tiempo es visto así por Maurice Merleau-Ponty: “Lo que es pasado o futuro para mí es presente para el mundo” al final de su principal obra:

 

Si en las páginas anteriores encontramos ya el tiempo en el sendero que nos conducía a la subjetividad, es, ante todo, porque todas nuestras experiencias, en cuanto que son nuestras, se disponen según un antes y un después, porque la temporalidad, en lenguaje kantiano, es la forma del sentido íntimo, y el carácter más general de los ‘hechos psíquicos’. Pero en realidad, y sin prejuzgar de lo que nos apartare el análisis del tiempo, encontramos ya entre el tiempo y la subjetividad una relación mucho más íntima […] Necesitamos, pues, considerar el tiempo en sí mismo, y es siguiendo su dialéctica interna que nos llevará a refundir nuestra idea de sujeto […] Si el tiempo es semejante a un río, fluye desde el pasado hacia el presente y el futuro. El presente es la consecuencia del pasado y el futuro la consecuencia del presente. Esta célebre metáfora es, en realidad, muy confusa. Porque, considerando las cosas mismas, el derretimiento de las nieves y lo que de ello resulta no son unos acontecimientos sucesivos; o, mejor, la idea misma de acontecimiento no tiene cabida en el mundo objetivo. Cuando digo que anteayer las nieves produjeron el agua que ahora está pasando, sobrentiendo un testigo sujeto a un cierto lugar en el mundo y comparo sus puntos de vista sucesivos: asistió, allá arriba al derretimiento de las nieves, ha seguido el agua en su curso, o bien, a la orilla del río, vio pasar, al cabo de dos días de espera, el pedazo de madera que echara en las fuentes. Los ‘acontecimientos’ son fraccionados por un observador finito en la totalidad espacio-temporal del mundo objetivo. Pero, si considero al mundo en sí mismo, no hay más que un ser indivisible y que no cambia. El cambio supone cierto lugar en que me sitúo y desde donde veo desfilar las cosas; no hay acontecimientos sin un alguien al que ocurren y cuya perspectiva finita funda sus individualidades. El tiempo supone una visión, un punto de vista, sobre el tiempo. No es, pues, una corriente, no es una sustancia que fluye. Si esta metáfora pudo conservarse desde Heráclito hasta nuestros días es porque, en la corriente, ubicamos subrepticiamente a un testigo de su curso […] Si el observador, situado en una barca, sigue el hilo del agua bien puede decirse que desciende con el curso del agua hacia su futuro, pero el futuro son los paisajes nuevos que le esperan en el estuario, y el curso del tiempo no es ya la corriente misma: es el desenvolvimiento de los paisajes para el observador en movimiento. El tiempo no es, luego, un proceso real, una sucesión efectiva que yo me limitaría a registrar. Nace de mi relación con las cosas… […] Lo que es pasado o futuro para mí es presente para el mundo […] Si el mundo objetivo es incapaz de llevar al tiempo, no es porque sea de algún modo demasiado angosto, que debamos añadirle un pliegue de futuro y uno de pasado. El pasado y el futuro no existen más que demasiado en el mundo, existen en presente, y lo que le falta al ser para ser temporal es el no-ser del en-otra-parte, del antaño y del mañana. El mundo objetivo está demasiado lleno para que en él quepa el tiempo. (Merleau-Ponty, 1975, Tercera parte, II La temporalidad, 418-422)

 

Esta reflexión sobre el tiempo es suficiente. No hay series, continuidades, fluencias ni ahoras que pasen del futuro al presente y de éste al pasado, o al revés, según se mire. Un observador absoluto, alguien que pudiera contemplar la totalidad del mundo objetivo, no necesitaría la metáfora del tiempo, porque no habría para él puntos de referencia, observaciones relativas o la necesidad de pantallas en las cuales la realidad tuviera que desplegarse como se despliegan las imágenes de un film. En el mundo sin nosotros la realidad se constituye, diríase toda junta y de una sola vez, sin filtros de unos sentidos que nos pertenecen a nosotros, a nada ni a nadie más, sin representaciones intermedias, estáticas ni dinámicas, sin trucos, que no son otra cosa que anzuelos con los que a duras penas nuestra conciencia lo pesca todo.

Lo racional de la subjetividad radica, pues, en su lógica borrosa, en los algoritmos vivos que se generan por interposición de vicisitudes eventuales e innominadas de la experiencia. En otras palabras, radica en el proceso de presentización del pasado o dilatación del presente. Es el principio real de la abstracción psíquica, que no es sino su lógica. La experiencia física y la experiencia mental, por llamarlas así, componen lo que Piaget llama “abstracción reflexionante”. ¿No se tratará, acaso, de una antropologización de la única realidad ‒existente o pensable, no importa‒ vuelta humanidad real?

Aproximarse a una descripción lógica de la subjetividad, hasta ahora considerada a-lógica o, incluso, i-lógica, esto es, una descripción necesariamente plástica del interior subjetivo sería la que mejor se correspondiera con la actividad intrínseca del hombre El día en que la lógica supere sus más recientes avances, que le han hecho franquear la barrera del tercio excluso, sabrá contribuir mejor con la descripción del fenómeno. La misma diversidad del mundo físico, que día a día se amplía más, ha planteado la necesidad de una lógica plástica (aunque se trate de un adjetivo tradicionalmente inconciliable con tal sustantivo) que sea capaz de ir más allá de la verdad y la falsedad radicales. El mundo psíquico, igualmente plástico, sugiere la apelación a una lógica borrosa vaga, dentro de la variedad de lógicas llamadas “divergentes” o “extendidas”, desarrollada a partir de la lógica estándar clásica desde los primeros años del siglo veinte: modal, deóntica, epistémica, imperativa, libre, temporal (Haack, 1980, Prefacio).

La apelación a las lógicas no estándares, que aquí sugerimos con el fin de facilitar la descripción de la actividad psíquica, sin duda puede levantar la cortina que oculta el fondo de cualquier actividad o manifestación humana, física, química, biológica, social; por lo que puede aplicarse a todas las ciencias. Procuramos desentrañar una actividad independiente del saber sistemático, aunque éste pueda mezclarse, inundando la subjetividad con una objetividad adquirida. Puede obrar en un sujeto que carezca por completo de educación, respecto al conocimiento general establecido en la cultura en que vive, por lo que su interior subjetivo hegemonizará las elecciones y decisiones. Destaquemos, todavía, que existe una actividad psíquica autónoma que no ha sido suficientemente estudiada, aunque aparezcan, como hemos visto, alusiones sugestivas y pioneras en diversidad de autores.

Que produzcamos algoritmos borrosos es inherente a la plasticidad y al dinamismo de la vida mental. Hablamos de algoritmos en el sentido de la etología de Konrad Lorenz[14], y también en el de la embriología según Gregory Bateson (de quien transcribiremos un texto a continuación). En primer lugar, veamos en qué consiste la noción de algoritmo y en qué sentido se puede aplicar en la descripción de la actividad mental, para, en segundo lugar, ocuparnos de ese sentido tal como aquí lo interpretamos, es decir, atendiendo a su autonomía respecto al resto de la actividad psíquica, es decir, a la posibilidad de establecer una unidad básica de la vida mental. Para no extender la exposición, transcribamos el siguiente esclarecedor texto:

 

Los matemáticos llaman algoritmo al esquema subyacente de una determinada computación. Partiendo de esto intentaremos rastrillar la clase de proposiciones de que está hecho el algoritmo. Primero están las definiciones que […] son sólo suposiciones, prótasis, cláusulas condicionales con la conjunción ‘si’. Luego siguen las definiciones de proceso. Por último, están los datos particulares dados. Si los números son éstos y aquéllos y si la suma se define de un determinado modo, podemos tomar ‘5’ y ‘7’ y sumarlos de conformidad con las definiciones ya dadas. Pero detrás de esto hay algo más. El proceso requiere más de lo que se ha dado, que está oculto en la disposición de las líneas; requiere noticias o exhortaciones dirigidas al calculador mecánico o humano para decirle en qué orden deben darse los pasos. En los manuales están analizadas partes de estas instrucciones. Por ejemplo, los adultos deben recordar de la escuela elemental esas enunciaciones abstractas sobre el orden en que debe darse los pasos de la computación y que se conocen formalmente como leyes distributivas y leyes conmutativas. En forma de ecuación, los matemáticos nos dicen que: a + b = b + a, y que a x b = b x a. De manera que, en las operaciones de suma y multiplicación, el orden de los términos es irrelevante. Pero cuando los pasos de la suma deben combinarse con los pasos de la multiplicación, el orden de los términos es de primera importancia: (a + b) x c no es igual a + (b x c). Obsérvese, en primer lugar, que estas reglas no se limitan tan sólo a la matemática. Si uno es un cocinero deberá conocer el orden de los procedimientos de cocina y éste es un componente esencial; en un embrión en desarrollo, todos los pasos del desarrollo deben seguir una secuencia apropiada y tener una sincronía apropiada […] el resultado de la secuencia dependerá del orden de los pasos, de manera que, si la secuencia tiene un orden equivocado o si alguno de sus pasos se omite, el resultado cambiará y tal vez sea desastroso […] Análogamente, el embrión debe sobre todo conocer el orden de los pasos en el caso de la epigénesis. Además de las instrucciones del ADN, debe poseer las instrucciones sobre el orden en que deberán darse los pasos de su desarrollo. Necesita conocer el algoritmo de su desarrollo. Aquí hay un tipo de información que es diferente de la de los axiomas o de las operaciones desarrolladas en cada línea. En una computación está oculto entre líneas el orden de los pasos. (Bateson y Bateson, 1994, 159)

 

Bateson andaba tras “Los pasos hacia una ecología de la mente”, título de su libro de 1972. De manera semejante, concebimos la actividad mental organizada por la intervención de ciertas formas, instrucciones o pasos que se autoimpone la conciencia, formas que pueden describirse en términos algorítmicos. Estos términos pueden ser válidos para todo tipo de contenido psíquico e, igualmente, se encuentran sus rastros en el nivel de la actividad bioquímica del cerebro, en el sentido de Donald Hebb. Aquí atribuimos sus peculiaridades a lo que sin discusión y centralmente atañe a lo subjetivo. El grado de organización del “orden de los pasos” del algoritmo, es decir, el vigor o debilidad de la instrucción “oculta” entre los pasos, y que determina el acierto o el error de la función, es quizá lo que determina el grado de objetividad o de subjetividad que pueda atribuirse a los contenidos de conciencia. Pero es sólo una aventurera hipótesis.

Yendo todavía un poco más allá, atribuimos sus propiedades a aquello en que lo subjetivo se restringe a la historia personal, a un individuo que crea, desarrolla y aplica sus propios patrones algorítmicos, aun cuando estos obren alternativa o simultáneamente con los conocimientos adquiridos por vía teórica y asistida. Atribuimos autonomía a la subjetividad que depende de estos patrones neurales, aunque, un importante flujo de injerencias externas y ajenas a la conciencia arrastre, como un río en crecida, la mayor parte de los contenidos secundarios, incluido lo superfluo, parásito u ocioso.

Aislamos lo adquirido de lo creado sólo para provocar que la subjetividad se muestre como es allí donde se la supone misteriosa e indescriptible. Distinguimos lo algorítmico de lo innato tanto como lo algorítmico de lo adquirido, aunque uno y otro puedan influir en el proceso de creación del mismo algoritmo. Deseamos desentrañar la forma que rige la actividad mental más íntima, buscando develar “oculto entre líneas el orden de los pasos”, como afirma Bateson. El orden de los pasos es el secreto de la construcción y aun de la manifestación de la subjetividad y del yo.

No se debe confundir lo creativo de la subjetividad con el resto de contenidos psíquicos o lo creado. A partir del contacto con lo concreto, en la experiencia de vida, se consagra la “abstracción reflexionante” de Piaget, y ella instaura la posibilidad de un acto nuevo de aprehensión de la realidad, más amplio, más rápido, idóneo, con lo que se fortalece la inteligencia. Lo adquirido, en cambio, no transfigura nada; sólo registra o recrea o memoriza contenidos, a veces con grandes beneficios, pero carentes de poder heurístico. Existe una actividad que se realiza con prescindencia de cualquier clase de repetición. El algoritmo es la contracara de la actividad en que por efecto de cualquier circunstancia se recrea otra circunstancia.

Que la subjetividad reúna el estrato fundamental de la historia personal, y que contenga la génesis esencial de la construcción del yo y de la persona (o de la existencia, según los heideggerianos), sugiere una conclusión no menos importante que las ya revistadas. Se desprende que la subjetividad es responsable de la clase de transformaciones que el individuo experimenta en la vida. Por más poderosa y determinante que resulte la influencia de los hechos objetivos sobre esa vida, no desarticulará la estructura básica sobre la cual se erigirá el edificio definitivo de la personalidad (salvo, quizá, en casos de anomalías graves, patologías o fenómenos distorsionantes como los de la guerra, las catástrofes o desgracias personales irreparables). Siempre se dejarán entrever constantes que a duras penas admitirán modificaciones de fondo en la dinámica del mundo fenoménico. La esfera que llamamos historia, carente de límites precisos o fronteras contundentes, perfecta en su completitud, caprichosa en su temporalidad, está contenida en el entorno y se desparrama más allá de él. El “torrente del pensamiento” (William James) y el “inconsciente” (Sigmund Freud), que esconden la esencia de la vida psíquica y el fundamento de la inteligencia humana, no escapan a esa esfera.

En general, se ha querido, o ha resultado sin querer, que la vida psíquica fuese concebida bajo la mirada de una “psicología de la eficiencia” o, en su lugar e independientemente de ella ‒hasta generalizarse la neurología y la neuropsicología a mediados del siglo pasado‒, de una “psicología de la conciencia” con su método de introspección o autognosis. La primera respondería a la inducción, y la segunda a la deducción. Esta última, en consecuencia, se circunscribiría a lo a priori y extraño a las ciencias fácticas, entre las que quiso ubicarse la psicología contemporánea, como la de Henri Wallon (Wallon, ob. cit. 59). El radical rechazo de la introspección por parte de este autor no impide que produzca algunas reflexiones imposibles de alcanzar prescindiendo de ese método.

 Ahora bien, ninguna de estas características satisface por sí sola la enorme obra de reunión que demanda la historia. Si la psicología da con su objeto al escapar de un torrente incontrolable, la historia junta todos los objetos, intenta embalsar el mismo torrente pues sabe que en él está la verdad. Si para la psicología el conjunto puede resultar un estorbo, aquello que justamente no le deja ver lo particular, para la historia lo particular es la semilla de la discordia, el “árbol que no deja ver el bosque”. Aparecen reglas que tienen algo de lógica de cuantores: en psicología prevalece la eliminación de generalizadores; en la historia, la introducción de generalizadores. Se tiene que dar con casos absolutamente cualesquiera, o un caso absolutamente cualquiera que elimine todo rastro particular (Garrido, 1979, 132).

Entre quienes percibieron este fenómeno se encuentra el norteamericano Paul Fussell, profesor de literatura inglesa y soldado de la Primera Guerra Mundial. Su punto de vista sobre cómo debía interpretarse el horror de la guerra ‒estuvo en Ardenas, donde fue herido en un muslo‒ lo convirtió en un historiador diferente. La historia de semejante barbarie pedía otra forma de descripción; era demasiado aterradora, caótica y arbitraria para que pudiera ser captada de forma directa.

 

NUEVAS EXPRESIONES DE LA SUBJETIVIDAD

 

La imagen indeleble que Paul Fussell nos dejó en la forma de entender la guerra era que el lenguaje da forma a lo que él llamó ‘la memoria moderna’. Esta expresión resulta seductora en su simplicidad, pero a la vez tiene una sutileza esencial y matizada. Con ella, Fussell quería decir que, a través de sus escritos sobre la guerra, los veteranos de la Primera Guerra Mundial nos dejaron un marco narrativo que muchas veces se nos pasa por alto. Hacía estas distinciones apoyándose en los hallazgos académicos del crítico literario canadiense Northrop Fry: en vez de ver la guerra como un relato épico, a la manera de Homero, donde Aquiles, el héroe, tenía más libertad de acción que nosotros, y también en vez de ver la guerra a la manera realista, como Stendhal en La cartuja de Palma o Tolstói en Guerra y paz, novelas en las que Fabrizio o Pierre sufren la misma confusión y ejercen la misma libertad de acción que nosotros, los lectores, los escritores de la Gran Guerra hicieron otra cosa: nos hablaron de la naturaleza irónica de la guerra, de que siempre es peor de lo que imaginamos que va a ser, de cómo atrapa al soldado ‒que ya no es un héroe‒ en un campo de fuerzas lleno de violencia desatada, un lugar donde su libertad de acción es menor que la nuestra, donde la muerte es arbitraria y está en todas partes. Lo que sucedió entre 1914 y 1918, nos dice Fussell, volvió a suceder en otras guerras posteriores, cuyos narradores se apoyaron en los dolorosos logros de los soldados escritores de la Gran Guerra. (Jay Winter, “Introducción” a Fussell, 2016)

Es así que los historiadores han descifrado la relación perturbadora que acarrea la aislación del objeto. En vez de esto, se han arriesgado a aplicar un método muy psicológico, que aparece en una reciente obra del historiador británico Robert Gildea. Permitiendo que el torrente se exprese, un puñado de historiadores de la Resistencia francesa en la Segunda Guerra Mundial logra el cuadro general según el detalle de cada una de las perspectivas individuales. El cuadro es apreciado a través de un trabajo de compilación que complementa la información de los archivos documentales. Después de todo, los testimonios, como los archivos, son fuentes sujetas a los mismos parpadeos de la subjetividad. Se opta por entrevistar a los antiguos miembros de las organizaciones de la Resistencia. Si bien los nuevos historiadores no cuentan con el respaldo de los directores de investigación, por considerar éstos sin valor las entrevistas y los testimonios orales y escritos, la práctica se generaliza fuera del ámbito académico, hasta que, después de un tiempo, vuelve a ser aceptada por todos, y se vuelve corriente en la segunda mitad del siglo XX (Gildea, 2017, Introducción).

El género biográfico también queda comprendido en este giro, aunque quizá sea más dependiente de los testigos directos y comprometidos subjetivamente con los hechos investigados. Aparece una estrategia heterodoxa en un libro de Richard Holmes: la “posibilidad de error es constante en cualquier biografía, y sospecho que es uno de los elementos que confieren al género su peculiar tensión psicológica. No pienso en simples errores de documentación; ni mucho menos en el sesgo intencionado de un relato. Quiero decir que el lector puede apreciar desde fuera que surge una relación franca entre biógrafo y biografiado, y cuanto más profunda se vuelve ésta, más críticos son los momentos ‒o espacios‒ donde los malentendidos o la malinterpretación se hacen evidentes” (Holmes, 2016, 218).

Fuere reunión de un conjunto de visiones individuales, o comunión de biógrafo y biografiado, la historia deja de ser la cadena de hechos localizable más allá del presente, en una dimensión intangible que puede cobrar vida en cualquier momento o salirse de los límites de la memoria para siempre. El historiador aprende “que el pasado no está sencillamente ‘ahí fuera’, como una historia objetiva que se puede investigar u olvidar según apetezca; sino que vive con gran intensidad en todos nosotros, en nuestro interior, y que constantemente hay que darle expresión e interpretación” (Holmes, ob. cit., 260).

La subjetividad parece tomar el puesto que había ocupado la objetividad tan apreciada, pero difícilmente controlable. En la actividad humana la subjetividad ocupa un lugar solitario; está afectada por la mirada parcial, el punto de vista limitado a las impresiones aleatorias carentes del filtro que sólo puede interponer la sociedad, la ciencia o ciertas unanimidades. Pero se expresa acompañada del aporte de todas sus manifestaciones individuales: es la configuración típica del arte y de la literatura. Es también el resorte que dinamiza algunas instituciones sociales, como la familia. Su verdadera definición no puede ser encarada de una manera objetiva, y hasta las historias basadas en personajes famosos y las biografías tienen que recurrir al marco esclarecedor de este contexto, en cada caso imposible de comprender sólo a través de una narración lineal de los hechos o de una interpretación objetivante de época y lugares.

No es sino la resultante de una multifacética convergencia de subjetividades, a veces contradictoria, cuya puesta en un orden comprensible pone a prueba a los biógrafos más experimentados. Las motivaciones solapadas, pasiones escondidas, semilleros de afectos y pulsiones que deciden los destinos, a veces con gran influencia sobre la definitiva realidad de los acontecimientos y conductas, frecuentemente escapan a todo esfuerzo de objetividad. Hasta se podría decir que, a estos efectos, la objetividad no nos presta ayuda.

La mente necesita reunión, y el resultado de esta reunión es la realidad; una realidad siempre para la mente, un conjunto. “Un conjunto necesita de la mente que lo considere: sólo es uno en la mente. Y de igual modo, la falta de conjunto no aparece más que en la mente. El ‘conjunto’ y la ‘falta de conjunto’ se dan ambos a partir de elementos subjetivos”. De modo que “Hay: fragmentos móviles, cambiantes: la realidad objetiva; un conjunto acabado: la apariencia, la subjetividad” (Bataille, 2017, 43).

Hemos sugerido en forma más o menos sintética en dónde puede explorarse si se desea encontrar el indudable rastro objetivo de la subjetividad. Hemos hecho a un lado algunos grandes sistemas, el empirismo, el racionalismo, el idealismo, el materialismo, por resultar obvios desde nuestro punto de vista, ya que defienden a ultranza la objetividad o la subjetividad o se adornan con términos intermedios en una combinación que nos parece la menos convincente de las posiciones. Sin embargo, algunas de las principales teorías, cuyos fundadores hemos citado más arriba, dan entrada al tema de una realidad subyacente a la conciencia. Quizá sirva de justificación respecto al papel de la experiencia, relacionada con el pasado vivido, con las sensaciones o con los márgenes borrosos de la actividad psíquica que suministran un sentido a toda la “corriente del pensamiento”.

Esa realidad ya no sería solamente realidad en bruto, realidad de los hechos y de la actividad de los sujetos involucrados en ellos. Sería, más bien, esa misma realidad transformada en capacidad específica de la inteligencia, con rasgos particulares diferentes a lo objetivo puro y a lo subjetivo puro. Las condiciones operativas de esta realidad de base parecen independientes de la elaboración libre, de la fantasía y de las ilusiones tanto como de la objetividad sujeta a experimentación o a verificación, propias del conocimiento objetivo. Es otra clase de fenómeno psíquico.

 

EL NÚCLEO DEL PROBLEMA

 

Ahora bien, ¿cómo aislar este fenómeno para identificarlo en la vastedad del pensamiento? ¿Cómo reconocer un fragmento de este contenido de conciencia o forma psíquica? ¿Es suficiente apelar al algoritmo? Quienes están bien cerca de este problema ‒quizá insoluble‒, los psicólogos, son los investigadores que presienten con mayor intensidad la importancia que revestiría resolverlo. Existen innumerables influjos conscientes e inconscientes que provienen de la experiencia de vida, de las características físicas, sociales, genéticas, ambientales, culturales, es decir, del mundo real, que esconden causas y diversidad de motivos influyentes en las enfermedades mentales. Y son quienes han hecho los mayores esfuerzos y conseguido las más influyentes observaciones, sugerencias y descubrimientos. Su importancia va más allá de toda aplicación práctica. William James, entre ellos, parece exhalar una bocanada de sinceramiento y honestidad cuando adopta la primera persona para explicar el yo: “en qué consiste la sensación de este yo central activo ‒todavía no necesariamente qué es el yo activo, como un ser o principio, sino qué sentimos cuando nos damos cuenta de su existencia”, afirma, y agrega:

 

Primero que nada, sé que en mi pensamiento hay un constante juego de apoyos y tropiezos, de frenos y liberaciones, de tendencias que corren con el deseo y de tendencias que van en sentido contrario. Entre las cuestiones en que pienso, algunas están alineadas del lado de los intereses del pensamiento, en tanto que otras desempeñan un papel hostil. Las incongruencias y coincidencias mutuas, los reforzamientos y obstrucciones que prevalecen entre estas cuestiones objetivas, reverberan hacia atrás y producen lo que parecen ser reacciones incesantes de mi espontaneidad hacia ellas, recibiendo con gusto y oponiéndose, apropiándose o negando, luchando en favor y en contra, diciendo sí y no. Esta palpitante vida interior es, en mí, ese núcleo central que acabo de tratar de describir en términos que todos los hombres puedan usar. Pero cuando me aparto de estas descripciones generales y me enfrento con particularidades, acercándome lo más posible a los hechos, me resulta difícil percibir en la actividad un elemento que sea totalmente espiritual. En todos los casos en que mi mirada introspectiva logra volverse con rapidez suficiente para atrapar en el acto una de estas manifestaciones de espontaneidad, lo único que puede sentir distintivamente es algún proceso corporal, que en su mayor parte tiene lugar en la cabeza. (James, ob. cit., 239)

 

Esto es todo lo que se puede decir y todo lo que se puede aislar de este fenómeno vicisitudinario. No es posible extraer de la conciencia esta clase de actividad psíquica para observarla al microscopio. Pero es claro que todo lo que podemos aquí es reiterar lo dicho más arriba: “El fenómeno psíquico que intentamos describir no es una conexión entre dos cosas. Es, en cambio, un solo acto que, a diferencia de los demás actos, no tiene principio, desarrollo y final, como todos los actos. Es una mutación fulminante e inopinada que se produce toda vez que la mente lo necesita, de una sola vez y sin espacios ni tiempos determinados ni mensurables. Esta clase de realidad alcanza toda la conciencia y se disemina en lo mental, consciente o no. Existe un tipo de acto fenoménico que asocia ciertas experiencias de vida con la inexperiencia, esto es, con los estados sin resolver, con los dilemas, dudas, situaciones límite, vacilaciones, en fin, problemas o, en todo caso, experiencias conflictivas.”

Cada persona puede encontrar en su vida presente o pasada un ejemplo de este tipo de actividad mental, no exactamente objetiva ni subjetiva. Cada conciencia sabe diferenciar cualquier acto de conocimiento aprendido o guiado, mecánico o elaborado, de un acto de esta clase por el cual lo adverso en aquello a conocer cede, ante una especie de espontaneidad alambicada, no simple, no bruta. En esto se reitera el problema de las mezclas, de si la dimensión psíquica que estamos analizando, que promovería tanto la subjetividad como la objetividad, es un recocido de razón e intuición, de deducción e inducción, de juicio y sentimiento. Pero no es nada de esto, como ya se sospechará. Es otra cosa, producto no de acumulaciones, no de ordenamientos en el tiempo ni en el espacio sino, sencillamente, seriaciones discontinuas que acompañan a los fenómenos psíquicos y a todo acto de pensamiento.    

No existe ninguna ficción, ninguna fantasía que no se apoye en realidades de alguna especie, aunque las experiencias a las que se asocien no sean inmediatas. Ninguna ilusión carece por completo de alguna correspondencia con la realidad. No hay apariencia sin algún rasgo de semejanza con aquello que enmascara. Y, en el sentido inverso, se sabe que la realidad puede resultar tan o más fantástica que los productos de la imaginación. Esto no quiere decir que no haya diferencia entre la objetividad y la subjetividad (enseguida la estableceremos con precisión); tal suposición sería absurda. Son diferentes, pero, tienen el tronco común de la experiencia, tronco que origina, sostiene y desarrolla la inteligencia. Es oportuno remarcar esta evidencia desde que es tradicional la separación tajante entre estas dos facultades o dimensiones de la conciencia, separación que ha dado lugar a radicalizaciones filosóficas e ideológicas y a estilos de vida y sistemas de creencias.

La conciencia representa un campo inapropiado para el examen y la investigación, como reconocen todos los entendidos. El investigador y la cosa investigada componen una unidad inseparable. Los criterios de demarcación de la ciencia han aplicado todo su rigor en prevenir ante el peligro de confusión y error que representa semejante coincidencia. El resultado de cualquier análisis por fuerza ha de caer en la falsedad debido a dos aspectos que conciernen irremediablemente a lo subjetivo: la imposibilidad de la demostración experimental y el riesgo de la apreciación individual y solitaria recogida en un campo de experiencia abstracto e imposible de compartir con otros experimentadores. Pero tal advertencia debe someterse a revisión, porque toda ciencia contiene imaginación y toda imaginación contiene ciencia.

El punto crucial de esta propiedad que comparten las dos modalidades de la inteligencia se ubica en una sola cuestión: ambas manejan sólo relaciones. La ciencia no se refiere a las cosas ni a los procesos de las cosas sino a las relaciones que nos obligan a concebir cosas y procesos. De la misma manera, los sueños, las fantasías e ilusiones, la apariencia que hacemos que resulte de todo aquello que nos llega de los sentidos corporales, impelidos por deseos e intereses o sencillamente por nuestra incapacidad para colegir la verdad de la sensación inmediata, se consagran a partir de correspondencias, analogías, asociaciones que establecemos a partir de lo ya vivido o de lo ya pensado. De esta manera, no hay fantasía que no surja de alguna relación con otra fantasía o que sea totalmente extraña a la misma realidad.

Por otra parte, no conocemos ningún concepto de ninguna ciencia que no contenga otro concepto en su explicación, en el predicado de la oración que lo define, asunto que atañe al carácter analítico de toda ciencia apofántica (la excepción es la ciencia axiomática que, excepcionalmente, no se ocupa de la realidad). Y el segundo concepto envuelve a su vez un tercer concepto, y así sucesivamente. Tampoco tenemos sueños independientes de los sistemas de ensoñaciones, que son conjuntos de relaciones en órdenes determinados (o rompimiento de toda clase de relaciones y órdenes), ni tenemos fantasías ajenas a ciertos mundos de fantasía, asunto que atañe a la propiedad sintética de las proposiciones mediante las cuales nos referimos a tales fantasías y las describimos. De modo que no define la subjetividad y la objetividad la atribución de exterioridad o interioridad respecto al yo o a la mente sino la clase de relaciones que las caracteriza.

La persona que tiene la mayor aspiración, la más preciada y codiciada, aquella en que deposita sus mayores esperanzas en el correr de su vida, esa persona tiene que apelar a la fantasía. Nos referimos a una especie única de fantasía, revelada y sagrada, idolatrada: la aspiración de llegar a Dios. Esta aspiración es, para el creyente y para el incrédulo, una fantasía, aunque la palabra tenga connotaciones negativas para el primero. Porque éste no necesita realidades para experimentarla y apropiarla: le es suficiente la fe. Le alcanza con la ilusión y no necesita de revelaciones objetivas. La suya es eminentemente subjetiva. Y, de esto, ¿puede suponerse que es menos real? Su más fundamental y trascendente realidad es, en el sentido trascendente de la palabra, fantástica.

Así, pues, el psiquismo que se corresponde no es una conexión entre dos cosas, una objetiva que él mismo representa, su cuerpo y sus acciones, y otra subjetiva que consiste en su creencia. Es otra y única cosa. Su realidad es una realidad vicisitudinaria: depende de su vida, de la experiencia buena o mala, de sus orígenes, de su situación material y espiritual, del talento, de la suerte. Y obedece a lo que ha hecho con todo eso, a las relaciones que ha establecido entre todo eso. Responde al cómo, es decir, a relaciones. No importa si se establecen entre cosas y hechos importantes o baladíes, reconocibles o desconocidos, perceptibles o no, necesarios o contingentes, posibles o imposibles. La vida mental depende de las relaciones, porque se puede vivir en un mundo de fantasía de la misma manera que en el mundo real. En éste las relaciones responden a las leyes de la física; en aquél a las leyes que promulga la conciencia. La objetividad se inclina sobre las primeras; la subjetividad sobre las segundas.

Todo aquello que enfrentamos en la vida, y que puede invocarse mediante un nombre es, dentro de ciertos límites de la evolución constreñidos a la dimensión humana, más o menos lo mismo, se trate de un individuo, de varios o de la humanidad entera. La voluntad interviene poco en las circunstancias y las modifica sólo aplicándose denodadamente. La intervención respecto a estas circunstancias, que constituyen nuestro ser y su destino, se da por la mediación de relaciones. La necesidad de alimentación, por ejemplo, creará circunstancias tales que determinarán el trabajo, la actividad para lograr el sustento, etcétera. Esto corre por cuenta del mundo. Pero qué se hace con el trabajo, cómo se encara el empleo, cuánta dedicación o esfuerzo demandará de la persona, y otras relaciones relativas al cuándo y al con, a modos, por ejemplo, los del bien mal, como los de mejor peor, incluso relativas al  y al no, corren por cuenta de la conciencia y son la especialidad de la actividad vicisitudinaria.

El concepto relaciones merece una importante precisión que quizá se haya sospechado ya. Hablar de relaciones supone hablar de vínculos determinados, rígidos o flexibles, entre cosas o hechos, entidades, entre todo lo que encontramos en el mundo y en nosotros. Pero no es esta la clase de relaciones de que hablamos aquí. Nos referimos a las relaciones que se establecen no porque se puedan encontrar entre un ser humano y el mundo en un momento dado. Poco podemos hacer a este respecto y casi queda fuera de la conciencia intencional.

No establecemos relaciones entre nosotros y el mundo sino entre nuestra historia y el mundo. La historia de que aquí hablamos es todo el ser puesto en presente, como sugería Aron Gurwitsch. Recordemos sus palabras: “todo acto presente de la conciencia se encuentra por completo afectado por alguna reminiscencia o retención por lo menos de los actos que preceden de inmediato al acto en cuestión y también por cierta expectativa ‒sea lo vaga que se quiera‒ de que otros actos seguirán al del momento presente” (se considera aquí una historia sin tiempo, es decir, sin curso o continuidad, pero con dimensión de algún tipo). Las relaciones entre nosotros y el mundo corresponden a la visión objetiva y descriptiva de la realidad y dependen siempre del lugar y el momento. En cambio, las relaciones entre nuestra historia personal (historia vicisitudinaria) y el mundo corresponden a la subjetividad y se establecen por la obra indeterminada de la experiencia y la intelección reunidas, sin dependencias espaciotemporales.

Parafraseando el principio de José Ortega y Gasset referido al entorno del hombre, “yo soy yo y mi circunstancia” (Ortega y Gasset, ob. cit., 25), podemos asentar el principio “yo soy yo y mis relaciones”. Mientras que el primero contempla el mundo de las cosas[15], el segundo atiende el mundo de los fenómenos. Ya hay algo de esto en el mismo pensamiento de Ortega. Por lo que uno y otro no suponen la misma clase de relaciones. Puede admitirse que “el hombre y sus relaciones” esté implicado en “el hombre y su circunstancia” si hablamos del hombre como ser en el espacio y el tiempo. Pero no se puede admitir si hablamos del hombre como ser vicisitudinario, porque este hombre establece relaciones con el mundo independientes del espacio y el tiempo circunstanciales, de su historia serial y continua. Se trata de relaciones inherentes a todos los tiempos y a todos los espacios que se corresponden con la vida y, aun, con una síntesis mental recuperada de ellos, eminentemente funcional, que resulta la más humana de las facultades de la especie.

 

RECAPITULACIÓN

 

1) El cerebro crea patrones neurales a partir de ciertas “cristalizaciones de conducta mental” que surgen lentamente en el correr de la vida. Obran de manera dinámica, comprometidas tan directamente con el desarrollo y la adaptación de la inteligencia, que sugieren la figura de algoritmos electroquímicos que adaptan el orden de su función de acuerdo a los requerimientos de la situación.

2)  Estas formas o algoritmos fulgurantes se activan espontáneamente al volverse adversas las condiciones de la cognición.

3)  En todo acto de conciencia existe una vertiente subjetiva y otra objetiva. La primera es propia de la ilusión, la fantasía, las creencias (conocimiento interior). La segunda corresponde a la vertiente de información sensible y a la ciencia experimental (conocimiento exterior).

4)  Lo subjetivo abarca todo el orbe de la conciencia, en tanto se corresponde con las relaciones que se establecen entre el mundo y toda la vida psíquica de la historia personal. Lo objetivo, en cambio, se corresponde con relaciones que se establecen entre la conciencia y las circunstancias o historia de cada momento y lugar[16].

Lo característico de nuestro destino occidental ‒afirma Eugenio Trías‒ consiste, al decir de Hölderlin, en que hemos aprendido a ‘captarnos a nosotros mismos’, y en que esa formación de la subjetividad constituye nuestro patrimonio. Dominamos el mundo desde la subjetividad, pero, en compensación, somos incapaces de ‘captar algo’, es decir, de abrirnos a la comprensión de aquello que proviene de fuera de la subjetividad, de aquellos mensajes, signos, señales o portentos que proceden del ‘fuego del cielo’ y que no pueden ser anticipados, previstos ni programados por nuestro dominio subjetivo del mundo. (Trías, 2015, 48-49)[17]

Eugenio Trías quiere resaltar la diferencia con Oriente y, a renglón seguido, escribe:

 

Por el contrario, los antiguos, los orientales, y los mismos griegos, que procedían de Oriente, estaban sobre todo familiarizados con esos signos procedentes del ‘fuego del cielo’, mientras que su debilidad radicaba en que no habían aprendido aún a ‘captarse a sí mismos’. Estaban abiertos a la comprensión de aquello que procedía del ‘fuego del cielo’, en forma de inspiración o profecía, o de determinación legal proveniente del círculo de lo divino, pero no eran capaces de dominar, desde la subjetividad, esa abundancia de dispensaciones y gracias.

 

Prefiere llamar subjetividad al viejo logos de los griegos. Éstos, que venían del Oriente, la tierra de donde surge el sol y “de donde provienen los dones y las gracias del ‘fuego del cielo’”, aprendieron a dominar esa inspiración “del círculo celestial” por medio de la ley y de la disciplina subjetiva. Introdujeron esa disciplina en forma de téjne (metro, número, armonía), que les permitió prescindir de la determinación divina para orientarse (Trías, ob. cit., 51).     

Se trata, pues ‒afirma Trías‒, de traspasar ese límite o umbral que constituye el gran legado clásico de Grecia. Eso significa retroceder, más allá del límite que establece el logos filosófico griego y el arte clásico, hacia formas de pensar, de producir y de decir que son patrimonio exclusivo de los pueblos orientales.” (Trías, Ib., 53)

Como se comprueba, Trías entiende la subjetividad como el ámbito total del pensamiento, sin segregarlo de su acostumbrado opuesto, es decir, la objetividad. Aquello de donde proviene el sentimiento religioso es el afuera, inaccesible a primera vista. Existe, afirma Trías, un “cerco hermético que constituye lo sagrado”. La revelación de ese cerco hermético, “cobijo de lo sagrado”, requiere una “prueba fenomenológica y fáctica” o “develamiento que no es sino revelación simbólica (Trías, ib., 26). “Yo pienso”, concluye, “que toda mitología es ya, de suyo, revelación”.  Pues bien, los griegos, poniendo en marcha la subjetividad occidental, que circunda la mente y el espíritu del hombre posmoderno, explicaron ese arcano mediante un “primer principio (arjé prôta) que gobierna la naturaleza”, liberándose de su original amarre y trazando “el complejo pasaje que conduce del Mito al Logos (Trías, ib., 53).

¿Debe pensarse, en consecuencia, que la subjetividad comprende toda la vida mental? ¿O hay grados que aproximan o alejan esa vida de la experiencia, determinando los de subjetividad y objetividad dominantes en tanto polos extremos y opuestos? Es posible preguntarse, también, si sólo existen esos polos, claramente diferenciados, como suele establecer la ciencia para evitar ambigüedades, salvar errores o para no obligarse a andar en la oscuridad, ya que serían zonas extrañas a la razón tanto como al espíritu, la moral, los valores, la religión, el arte. Cualquiera sea la respuesta que se dé, en todos los casos resultará un elemento común determinado por la experiencia. Hasta las categorías de espacio y tiempo surgirían, en el caso en que pudieran suponerse a priori tal como las concibió Kant, porque la experiencia nos obliga a hacer surgir en nuestra conciencia una condición sin la cual no podríamos aprehender el mundo y su realidad.

Sólo se puede aceptar esta concepción de la vida mental, en la que no hay separaciones cortantes entre formas veraces y ficticias, objetivas y subjetivas, si se la entiende como relación dinámica entre la realidad y la historia mental. Esta historia no es sólo la historia del individuo sino la historia del yo íntimo, con el agregado de lo que el yo elabora y conserva como saber e inteligencia, surgido del drama de vivir, del padecimiento, de las tensiones ocasionadas en el afán por la resolver problemas, así como del sufrimiento y del gozo, de las emociones, pasiones y pulsiones que dejan su rastro en el sistema mental. La historia mental es la historia de la vida mental o serie de pasos, válida por el orden de la serialidad, convertida en un nuevo orden vuelto facultad o inteligencia. No es la historia del sujeto ni su biografía ni etopeya, memoria o historia lineal ni descripción interior. Es una auto creación que funciona como dispositivo o mecanismo de engranaje bio-lógico.

La subjetividad obra en Oriente como en Occidente al pulso de toda la historia mental. Por la experiencia, y no por el grado de realidad o ilusión, se diversifica en historia episódica o en historia algorítmica. Puede encontrarse la personalidad en la primera, pero el yo sólo se encontrará en la segunda. Se distinguirán diversas etapas, manifestaciones diversas y hasta contradictorias en la personalidad, cambios, aspectos buenos y malos, superación y retroceso, moralidad. En el yo se encontrarán los elementos dinámicos de desempeño, la manera de relacionarse funcionalmente con el mundo, el ajuste entre la realidad y la ilusión. Considerar el yo como entelequia, por lo tanto, es ignorar esa distinción.

Existe un grado profundo de la vida mental, que Trías llama “noche de la subjetividad” (Trías, 1991, 254), expresión con la cual se refiere a Hegel, en el que se define el orden de los pasos que se pueden dar; no los que suelen ni los que deben darse. Se resuelve en ese punto, límite de las jurisdicciones de la experiencia y de la historia mental[18], el paso que conviene que siga al que se ha dado. Se decide el orden que guardarán los pasos en una serie ya no dispuesta en el tiempo sino en un orden de prioridades pragmáticas, entendiendo aquí prioridad en el sentido de lo más adecuado para resolver problemas y no en lo que tiene que ver con el sitio que algo ocupa en una serie. Ya no importa si la coincidencia entre el cálculo y la realidad previsible es poca o mucha, tal es la prioridad del orden pragmático. Por encima de todos los momentos importa la construcción de la conjetura, la disposición del proyecto, el orden de los pasos.

El límite, pues, está en la subjetividad, y configura la forma de operar y el camino a seguir. El pecado de desmesura (hybris) consiste en remitir este límite al orden de la sucesión, a la historia, al fenómeno en tanto representación o, como gusta decir Trías, al logos o “pensar-decir”. Se va directamente a la cadena de sucesos, a la ordenación lineal, rememoración y reconstrucción mediante procedimientos reconstructivos que en última instancia bregan más por la reinstalación de experiencias ya vividas que por la producción creativa de experiencias nuevas, igualmente fértiles o, incluso, mejores.

La interposición del logos, cuyo desarrollo ha sido la característica fundamental de Occidente, de tan relevante desempeño en la evolución de la inteligencia humana, sin embargo, desfiguraría la captación del perfil mental, así como los rasgos principales de la historia personal, del saber, de los rasgos psicológicos y de las predilecciones del sujeto. Pero, sobre todo, obstaculizaría una toma de conciencia única, relacionada con un más allá del logos: lo que Trías llama “cerco hermético” o “cerrado” (Trías, 1991, 416), misteriosa X, cosa en sí kantiana, enigma ancestral, inexplicable poiesis. Considerado el límite como el torreón desde donde podemos divisar el ancho del horizonte, como el punto desde el cual mirar es más que ver, más que comprobar, es decir, desde donde podemos interpretar y comprender, entonces, el límite está allí donde se juntan la historia-experiencia secreta, productora, y el hacer, ser o captar, que es, en verdad, como dice Trías, captar “lo que viene de afuera de nosotros”.

Con estas reflexiones se vuelve a las hipótesis relativas al “pensamiento salvaje” de Claude Levi-Strauss, anota Trías. Levi-Strauss se pregunta “si no nos hallamos en presencia de una forma de pensamiento universal y permanente que, lejos de caracterizar a ciertas civilizaciones, o a pretendidos estadios arcaicos o semi-arcaicos de la evolución del espíritu, más bien se trataría de una función de una cierta situación del espíritu en presencia de las cosas que debería aparecer cada vez que esa situación tuviera lugar” ‒transcrito por Trías, ob. cit., 506), cita que parece proceder de Le cru et le cuit (Mitologiques, I), de 1966. El pensamiento salvaje “no es, para nosotros, el pensamiento de los salvajes, ni el de una humanidad primitiva o arcaica, sino el pensamiento en estado salvaje, distinto del pensamiento cultivado o domesticado con vistas a obtener un rendimiento” (Levi-Strauss, 1970, 317).  

La reflexión de Trías y su cita de Levi-Strauss se suman al fino urdido de opiniones ya expuestas. Por si fuera poco, el antropólogo del estructuralismo agrega: “Esos tipos de nociones intervienen, un poco como símbolos algebraicos, para representar un valor indeterminado de significación, vacía en ella misma de sentido y susceptible de recibir cualquier sentido, cuya única función es colmar una escisión entre el significante y el significado, o más exactamente, señalar el hecho de que en tal circunstancia, en tal ocasión o en tal de sus manifestaciones se establece una inadecuación entre significante y significado en perjuicio de la relación complementaria anterior.” (Transcrito por Trías, 1991, 506-507).

Pero sería ocioso seguir invocando autores que se ha referido, por una razón u otra, en un contexto similar o diferente, a esta particularidad de la vida mental que, como se desprende de lo ya visto, no puede atribuirse sin reparos a lo que comúnmente se entiende por subjetividad u objetividad. Si bien es algo semejante a un producto de la psicología profunda, a un reflejo de la conciencia superficial o a un resorte espontáneo de la atención, de todos, modos, forma parte de una habilidad fundamental, que puede acompañarse de todo el trabajo de “domesticación” del conocimiento, característico del logos.

 

 

PRIMERA TESIS

Parte 2

 

LA RELATIVIDAD DE LA PSIQUIS

 

De todo lo que se ha dicho se recoge que la teoría viene interponiendo reparos a la idea clásica según la cual lo objetivo y lo subjetivo se ubicarían en los extremos de una escala monocromática que no admite grados. No es tema sólo de la psicología aquello que la tradición distingue entre lo real y lo ilusorio, e incluso los científicos incorporan a sus inquietudes profesionales el dominio de los sentimientos y las pasiones. Sólo en conjunto los dos planos atañen a los modos en que la inteligencia desafía el ocultamiento e ilumina el camino hacia el descubrimiento y la invención. El esfuerzo de las ciencias neurológicas y químicas por desentrañar la actividad cerebral puede acompañarse de una visión que, sin vulnerar sus fronteras, principios y conclusiones, pueda ubicar el problema en un plano de comprensión que quede más a la mano. Las explicaciones parciales se niegan a satisfacer un nuevo saber, y la filosofía puede ofrecer un panorama más ágil.

La ciencia, acaso, ¿no viene flexibilizando sus rigores en los últimos tiempos? ¿No modifica sabiamente su concepto de verdad, no cuestiona sus principios más caros con filosófica inquisición? Y, aunque Heidegger haya previsto que “no hay ningún resultado de una ciencia que pueda encontrar jamás una aplicación inmediata en la filosofía” (Heidegger, 2017, 51), la filosofía ¿no se conmueve profundamente con la ciencia pos-relativista, aunque no pueda aplicar ninguno de sus resultados? Sin querer aunar conceptos diferentes, auténticos sólo en sus respectivos planos, hay casos en que ciencia y filosofía se aproximan bastante. Un ejemplo es Einstein y Ortega y Gasset.

Igualmente, pueden encontrarse discursos en los que ciencia y filosofía se entrecruzan entrañablemente, como en Popper. En otros autores la filosofía de la ciencia se confunde con la filosofía a secas, como en Koyré y Kuhn. Hay, asimismo, ejemplos en los que niveles de reflexión extremadamente abstractos se mueven en un acercamiento asintótico con los de la ciencia concreta. Así es posible comprobar en teólogos como Teilhard de Chardin o Rudolf Bultmann. Hay quienes atribuyen gran importancia a la inferencia no deductiva, y descubren la intromisión permanente de los razonamientos probables y retroductivos en las conclusiones, así como algoritmos basados en lógicas divergentes y borrosas, como Charles Sanders Peirce, Bertrand Russell, Bart Kosko o Carlos Vaz Ferreira. Y hay una corriente de pensamiento, que nace a fines del siglo XVIII, y aún hoy palpita con fuerza, cuya vista mira fijamente hacia el oriente, al mito y al símbolo, y que responsabiliza al logos por los males de Occidente, como se encuentra en Schelling, Schopenhauer y Nietzsche, y más recientemente en Heidegger, y hoy mismo en Eugenio Trías.

¿Estamos ante signos que anuncian la aparición de una nueva ciencia? ¿Se funden en una sola fragua la intuición y la razón, el sentido común y el método experimental, el mito y el logos, como se funden en Emilio Oribe? “La gran tentación del hombre es la objetividad” (Oribe, 1945, 47). Todos esos modos surgen porque se sospecha de los sentidos y se desea escapar de la inestabilidad de la conciencia, de muchas zonas de inseguridad del pensamiento vulnerado por la falta de coordenadas de apoyo y orientación. Su potencia es igualmente grande en el sentido del acierto como en el del error, ello acarrea bastante desgracia y por todos los medios el hombre busca firmes amarras de donde sujetarse y mojones de delimitación bien definidos. En el centro del problema está el saber manejarse entre la subjetividad y la objetividad, y, entre estos dos resultados que la experiencia de vida ha derramado en la vida mental, surge una suave preponderancia del yo interior, precisamente, ese factótum que decide invisiblemente hacia dónde se dirige la humanidad.

Pero nada indica un decaimiento de la ciencia. Por el contrario, se ha fortalecido asombrosamente de la mano de la tecnología. Aquí también hay un par de asuntos, a veces tomados como opuestos, a veces como completamente unidos por un solo propósito. ¿Se debe a la ciencia el extraordinario desarrollo de la tecnología, en todos los campos disciplinarios? ¿O es la tecnología la que dispara el formidable desarrollo teórico de la ciencia? Si abordamos la respuesta desde el punto de vista de ese solo o único propósito, no interesa qué es lo que está primero. De una manera semejante, no interesa demasiado saber si en el desarrollo de la inteligencia humana está primero lo objetivo o lo subjetivo. A todas luces, también procuran un mismo propósito cuando la conciencia trabaja civilizadamente en favor del bienestar de las personas.

La subjetividad trabaja en un sentido que se parece al sentido de la ciencia teórica. Ésta trabaja con ideas, conceptos, modelos, teorías, pero también apela a toda clase de hipótesis, probabilidades, supuestos, principios, nociones a veces vagas, aproximaciones a lo directamente observacional. La subjetividad lo hace en base a relaciones mentales o fenómenos psíquicos del tipo de los sentimientos. La teoría pura responde a veces a la actividad mental que Franz Brentano, como hemos visto más arriba, clasifica entre las emociones (confrontadas con los juicios), es decir, con aquellos contenidos psíquicos susceptibles de ser aceptados o rechazados espontáneamente, como ocurre con los sentimientos de amor y odio.

No resulta otra cosa de los famosos paradigmas con que nos ha ilustrado Thomas S. Kuhn. La objetividad, en cambio, lleva a cabo su función relacionada con lo empírico como lo hace el trabajo de la ciencia experimental, de laboratorio y de trabajo de campo. Lo objetivo es lo que está “afuera”, independientemente de la mente humana. Objetiva es, de esta manera, aquella actividad fenoménica que incurre en el juicio, en la afirmación de convicciones, en toda aquella representación capaz de mantener un lazo indisociable con la comprobación detectable por los sentidos o por aparatos con los que cobran mayor potencia y precisión.

Pero ¿cómo fijar los límites? ¿Cómo establecer con claridad la clase de fenómenos con los que lidiamos, el tipo de actividad psíquica que emprendemos al encarar cualquier situación de vida? De todo lo que veníamos presentando, además de la comprobación de que no hay lugar a la idea clásica de oposición radical entre lo objetivo y lo subjetivo, surge que cualquier actividad psíquica apela al abanico total de la conciencia, requiriendo de sus facultades, habilidades y aprendizajes todo aquello de que puede valerse la inteligencia para enfrentar problemas, incertidumbres, adversidades y la niebla que envuelve siempre los misterios innumerables del mundo y del ser del hombre.

Así, la ciencia dura puede resultar subjetiva y el arte más excelso objetivo. En el saber más refinado y en el más basto intervienen ambas vertientes de la vida mental. La invención, la creación y la acción humanas pueden responder a recursos de un orden o de otro que, en definitiva, se instalan en la inteligencia a partir de una misma fuente originaria y por un mismo impulso o requisito de superación o de supervivencia. No hay dos mundos en la objetividad y la subjetividad. Los hay en la relación de la vida mental con el espaciotiempo, dos mundos de apariencia relativa, de relatividad einsteiniana, aunque la historia registre en bruto ambivalencia radicales. Resultados de esta partición primaria y primitiva resultan las concepciones de lo terreno y lo divino, del hombre y los dioses, del cuerpo y el alma, del mito y el logos, del infierno y el cielo, de lo dionisíaco y lo apolíneo, y de cantidad de polos opuestos tomados en el sentido de todo o nada, sentido casi natural en la cosmovisión del ser humano en todas las épocas, incluida la nuestra.

 

LOS SUPUESTOS FALLIDOS

 

Algunas conceptualizaciones definidas por sus opuestos, decisorias y ubicuas, pueden considerarse también como desprendimientos de esta abrumadora braquilogía que ha jugado con el hombre desde tiempos inmemoriales, presentándole enormes abreviaturas y simplificaciones que lo han hundido en la confusión. Debe advertirse, pese a todo, la posibilidad no descartable de que haya obrado como beneficio en el sentido de evitarle la intelección de aquello para lo cual sus facultades no son aptas, como observaba Bergson respecto a la conciencia atencional, cuya acción unilateral nos salva de mil acontecimientos que nos enloquecerían si los percibiéramos al mismo tiempo. 

 Así, se presentan oposiciones como individuo grupo, o diferentes clases de inmersión en lo colectivo como las de muta masa (Canetti, 2016)No en todos los casos, pero la oposición puede obrar como base descriptiva de los pares individuo-sociedadliberalismo-socialismo. Es necesario evitar transposiciones de estos conceptos, como las de egoísmo-solidaridadculto-popular, distinciones, entre otras, en las cuales pueden gravitar factores determinantes externos. En un marco caracterizado por oposiciones entre puntos de vista, se disocian también el idealista y el realista, y se oponen términos cotidianos y vulgares como teórico y prácticosensible insensible, etcétera. Estas fórmulas tan comunes esconden una referencia a la preponderancia caracterológica de la subjetividad o de la objetividad, escindidas de plano de toda modulación y grado.

Se puede hablar de un error psicológico. Se ha supuesto que el hombre es psicológicamente dominable, susceptible de flaquear por el lado de la conciencia. Así, es común hablar de la despersonalización que caracterizaría a nuestra época. En esta afirmación hay dos contenidos de fondo que luchan entre sí. Por un lado, la posible subjetivación, de carácter enajenante, que conspiraría contra la personalidad y, en consecuencia, contra la libertad individual y el derecho a la libre elección y al libre albedrío. Por el otro, la hipotética objetivación del individuo, la conversión de sujeto en objeto, desde que sobrevendía la destrucción de aquello que distingue el ente del ser, la cosa de la persona.

En el primer caso, se comprobaría un eterno encierro, la condena a un sí mismo des-yoificado, y a un yo sin yoes o estado de subjetivación permanente que no puede significar otra cosa que el paso de la socialización a la masificación, esto es, a la rasa igualación entre el yo y el otro. En el segundo, la apertura de la persona a un exterior impropio, sangría espiritual o cosificación de su vida mental, necesitada enseguida de orientación y oportunamente de dominación.

En uno y otro caso se verifica el hombre-cosa, la cosificación de la vida humana, la masificación de la sociedad, también eufemísticamente llamada “globalización”. Si se considera la intervención indeterminada de lo subjetivo y de lo objetivo en la dinámica mental, y teniendo en cuenta esta burda simplificación de la realidad psíquica, puede atisbarse una transformación del movimiento humano, de un giro sobre sí mismo. Si se vulnera la naturaleza dual de la persona, ya sea enajenándola o cosificándola, tarde o temprano la vida mental querrá escapar de su estado de extrañamiento. Sin embargo, se ha supuesto que puede prevalecer en él alguno de sus dos opuestos psíquicos, confiándose en que prevalecerá el elemento biológico, sistematizable desde fuera, por inducción psicológica, bioquímica o por imposición ideológica. Este error puede constituirse en la causa de un cambio social de grandes proporciones, independientemente de las relaciones económicas y políticas.

Es de mencionar, también, un error socio-cultural. Se habla de un fenómeno que caracteriza a nuestra época y que consiste en la división y doble alineación de las opiniones. Se comprueba la formación de dos bloques que tienen estas características: son semejantes en número, se enfrentan como rivales y tienden a sus opuestos. Suelen formarse de a dos, rara vez de a tres y casi nunca de a cuatro. Y bien, de ello se extrae que el sujeto humano tiende a sus extremos, que es creyente o no creyente, de izquierda o derecha, capaz o incapaz, activo o pasivo, honesto o deshonesto, bueno o malo, hábil o torpe, buen vecino o malo, solitario o mundano, trabajador u holgazán. Nunca algunas de esas o todas en una misma realidad individual. Este supuesto, promovido por inductores económicos poderosos e internacionales, actúa a favor de la organización mencionada.

Pero sabemos que en la realidad no existen personas divididas en todos los asuntos en términos opuestos, afiliadas a uno de sólo dos bandos, salvo figurantes que responden a intereses parciales, públicos o privados. Hay, sí, resultados de estadísticas, estudiadas y aplicadas milimétricamente, con datos enjundiosos de esa índole. Han sido inventadas con tal objetivo: tienen que confirmar a un ser humano que en realidad no existe. Porque no pueden interceptar los términos medios ni los estados complejos, vacilantes o cambiantes de las conciencias, instancias y circunstancias psíquicas connaturales del individuo. No son utilizables por la política, el mercado o la propaganda, y su aprovechamiento sería de difícil o costosísima aplicación, si no imposible, e implicaría la renovación total de las estrategias de dominación y encantamiento. Se quiere que todos se sientan en esos estrados en los que cada uno es una entelequia al servicio no compensado de lo desconocido.

En el camino al supermercado no nos encontramos con personas que ocupan sólo uno de sus posibles extremos psíquicos. Y porque no hay definición cabal de una persona que pueda ser sólo buena o sólo mala, sólo tonta o sólo inteligente, sólo feliz o sólo infeliz, sólo de derecha o sólo de izquierda, sólo sensible o sólo insensible, no nos será posible encontrar en la realidad esa clase de personas inventada por las estadísticas, concebida sólo en los estudios de mercadeo. Como se ha observado ya, no existen las masas: son una invención teórica cuya realidad se impone para engatusar a los ingenuos, para enajenar a quienes no tienen una cultura propia, para indignar a los que la tienen, y para engañar a aquellos que prestan su adhesión a cualquier cultura sólo por encontrarse dentro de algo que los protege y beneficia. La condición humana en que se origina esta invención radica en la pretensión de concebir una especie falsa de vida mental y en querer imponerla.

La supuesta incompatibilidad entre la ciencia y la religión desencadena un falso supuesto: el de que ambos dominios son excluyentes. La dualidad subjetividad-objetividad está en el medio de esta falacia, entre otras cosas, por supuesto, pero de manera definitiva es responsable de que se confundan los dominios inherentes a la religión con los de la creencia. Si se habla de religión parece que se habla siempre de alguna de las religiones más conocidas del mundo o de sus iglesias. Y si se habla de creencia parece que siempre se habla de la fe religiosa, de la creencia en los dioses o en un Dios o en lo divino o sobrenatural. Por supuesto, esas asociaciones no son rebatibles, pero no son todas las que se pueden establecer respecto a las dos denominaciones.

El dominio religioso se asocia a la subjetividad desde que muchos lo tienen como el que se corresponde con los sentimientos e incluso con las pasiones. El dominio de la creencia comparte relaciones con la subjetividad, desde que no se conecta directamente con lo empírico ni con lo demostrable por los sentidos. Pero, de acuerdo a algunas teorías surgidas de la filosofía de la ciencia, se conecta con la objetividad por ser un recurso apofántico, de afirmación y posibilidad de descripción, que cuenta con el recurso de las representaciones, imágenes y juicios característicos de las facultades objetivas de la inteligencia.

Y como la religión está toda en la subjetividad, aunque se trata de una subjetividad que mucho necesita del plano colectivo para consagrar el carácter sagrado de sus símbolos y ritos, y aunque domine la vida de una persona, está fuera del territorio racional y es potestad privativa del individuo sin que alcance el estatuto cabal que poseen los ingredientes de la inteligencia en términos generales. Emoción, razón, eticidad, esteticidad, valores; todo esto es universal en el hombre. La religión es privativa de sólo algunos, aunque estos “algunos” sean millones y millones. Esta es la falacia que se origina de la partición artificial de la vida psíquica, y que deja como correspondiente inferior a lo subjetivo y como correspondiente superior a lo objetivo. De aquí, que se haya producido un error de carácter histórico.

Desde que lo inferior es identificado con lo subjetivo, y lo superior con lo objetivo, la objetividad se apropia de todas las preferencias con el correr de los tiempos por el impulso de una escala móvil que se ha dado en llamar progreso. Por el progreso la humanidad sale de la oscuridad y gana la luz, es decir, el conocimiento, la industria, la técnica, en fin, la civilización, el bienestar y la felicidad. Es un supuesto aun no demostrado fehacientemente pero que se mantiene como motivo conductor de la historiografía universal. La antigüedad, pues, estaba ganada por la oscuridad, y la modernidad por las luces del progreso. Esto es, la antigüedad por la subjetividad, y la modernidad por la objetividad. Este error, observado ya por antropólogos y filósofos en el siglo XX, se mantiene hoy como sustento de una corriente de pensamiento político llamada “progresismo”.

El progresismo supone que todo lo que existe puede ponerse a andar y mejorarse. Mientras que este supuesto se aplica a las instituciones y entidades mundanales, la organización política, el Estado, el derecho, el trabajo, la salud, la industria, el comercio, los bienes, no tiene mucho de contradictorio en su seno, aunque hay cosas que valdría la pena no tocar, no modificar con el afán de mejorarlas, porque de por sí no contienen contradicción o no se pueden mejorar o valen por su estado de conservación. Ahora bien, el proyecto empieza a tambalear cuando el progresismo se lleva al plano de la vida espiritual, sobre todo si se toman las entidades psíquicas como se toman las físicas. Para el progresismo, y como resultado de su propia definición, en general, lo anterior es inferior y lo posterior superior. Esto, que responde al gran esquema subjetividad-objetividad, es devastador en el discurso de la historia.

Apreciada como uno de los polos de la vida mental, la subjetividad ha sido atribuida a los pueblos prehistóricos y a las comunidades y civilizaciones más antiguas, por encima de la objetividad. La vida mental de esos pueblos, estudiada merced a los testimonios conservados de su cultura, arte, arquitectura, escritura, religiones, saber empírico y teórico, leyendas, filosofía, comparada con la vida mental contemporánea, resulta sin duda muy diferente. Creemos que hoy se ha alcanzado un mayor grado de objetividad porque ya no nos rigen las creencias ni nos dominan los caprichos de los dioses, y ni siquiera la sociedad siente el enorme peso de las instituciones religiosas, de la Iglesia y de sus organizaciones de evangelización y control de familias e individuos, en su celo por el acatamiento de los preceptos bíblicos, la palabra revelada y las autoridades eclesiásticas.

Pero nuestra vida mental no es más ni es menos subjetiva que la de esos pueblos considerados primitivos y, por tanto, inferiores. No hay cómo deducir un salto objetivo en la carrera de los tiempos, y sólo encontramos cambios de toda clase, más o menos subjetivos, más o menos objetivos. Algunos producidos por las ambiciones de reyes, emperadores y castas, otros por transformaciones del medio ambiente, por catástrofes y enfermedades, pero también por guerras crueles e interminables, intereses, pasiones, devociones, tradiciones atávicas y supersticiones inútiles. Otros cambios resultaron de las diferencias raciales y sociales, de la disputa por el alimento o la tierra. En todo esto se encuentran motivos y razones de carácter tan ilusorio como verdadero, espiritual y material, es decir, de un carácter común al espectro total del panorama de la conciencia. Sin embargo, no se puede decir que algo consistente haya cambiado, ni siquiera mejorado mucho en nuestros tiempos.

Y siguen los cambios, que nos parecen obra del tiempo, ese fantasma que nos obliga imperceptiblemente a atribuir avances y mejorías solo porque pasa por frente de nuestras puertas, una ilusión que llamamos “presente” y que nos atrevemos a imaginar como un guiño en medio de dos nadas físicas, pasado y futuro. La ciencia, sus vicisitudes, su lucha contra la incertidumbre y el misterio, esto es, contra la oscuridad en busca de conocimiento, las creencias y sus disposiciones de organización y supervivencia, la filosofía y sus negociaciones entre apariencia y realidad, así como la religión y su contubernio entre lo terrenal y lo celestial, ninguna de estas sabidurías nos ha exonerado de los peligros de la subjetividad, así como no nos garantizaron al menos una porción de objetividad salvadora. Todo en ellas está sujeto a dubitación y nuevos escrutinios. Todo sigue igual, con otra cara.

 

EL PLASMA HUMANO

 

Se destaca, entre casi todas las actividades relacionadas con el individuo medio, hoy en día, especialmente en lo que constituye inclinación o gusto por lo artístico, la indiferencia, el desdén o incluso el repudio por comprometer en ellas la intimidad profunda. Canciones, ritmos, bandas, formaciones, cantantes e intérpretes, implican el espectáculo exterior, la materialización, la fiesta de los sentidos, el sentimiento disfrazado. Y el espectáculo comprende algo más que un mundo de representaciones, puesto que no se agota en la ficción o en el entretenimiento, ni siquiera en la oportunidad empática en la que el arte es compartido. Consiste, en cambio, en un acto que se desarrolla en un espacio físico abierto y externo, como el de un estadio, un campo, una plaza pública, un sitio amplio al aire libre, espacio de todos y de nadie, a veces cerrado pero lo suficientemente amplio como para que la individualidad pueda disolverse, dejando lugar para la expresión indistinta y compacta. ¿Es un ejemplo de objetivación total de la vida psíquica?

Estos actos, con fecha y hora prefijadas, pero curiosamente llamados “eventos”, no responden a una simple exteriorización de júbilo, al relámpago de expiación y catarsis propio de la tragedia y de las comedias, especialmente de la antigüedad clásica. No se parece a la añorada cita con la expresión de los sentimientos más altos de que es capaz la música, la danza, el teatro y el cine, y ni siquiera a la inversión del statu quo del carnaval, en el que por unas horas se juega con la liberación de todas las constricciones que rigen los órdenes y normas de la organización social. Se trata, más bien, de una fiesta, estridente y frenética, en la que no se celebra nada sino, paradojalmente, el ruido y el frenesí. En general, una batahola en que el alcohol y la droga parecen hacer de lo humano una pasta informe irreconocible.

Es posible atribuir este asunto a una especial superación de la tradicional fisura entre objetividad y subjetividad. En estos actos interviene toda la vida mental del participante, que mantiene una vinculación activa con y la misma agitación de los sujetos animadores. También se puede ver en esto la objetivación de lo subjetivo, por parecer la vida mental escapando hacia afuera, hasta con una cierta desesperación o ascendente movimiento febril. En un intento por ventilar el yo íntimo, henchido de contención e inflamado por el bochorno de la vida, todo se limitaría a la inversión de lo subjetivo en objetivo y de lo objetivo en subjetivo, al menos, por un lapso de la vida mental que parecería fundirse en un plasma psíquico, mitad espiritual, mitad corporal.

¿Es posible explicar este fenómeno? No es nuevo y sólo ha cambiado. Se parece al espectáculo de los sacrificios tribales y a la descarga enajenada del público reunido en torno al cadalso. El participante se constituye en sólo un cuerpo, acaso con alguna parte maquinal e instintiva del cerebro todavía en funciones, regido por el algoritmo harariano. La objetivación de lo subjetivo supone un desenlace en el cual se vaciaría un componente fundamental de la vida mental, por lo que ya no sería vida mental, como solemos concebirla, y surgiría la imagen de un monstruo o de un extraterrestre bien diferente al habitante humano del planeta Tierra. Y la inversión de las calidades de objetividad y subjetividad, como es obvio, dejaría todo como está, con lo que sólo habría que intercambiar sus nombres.

Las raíces se encuentran en la remota antigüedad, en el sacrificio, en el hombre sagrado u homo sacer que podía castigarse y aun asesinarse con el permiso de la comunidad y de sus autoridades tribales o religiosas, por estar destinado a ser ofrenda para los dioses. ¿Acaso estos hechos no eran eventos, como ahora se los llama? Las películas hollywoodenses nos han acostumbrado a contemplar linchamientos, vendettas, ajusticiamientos de individuos sacrílegos, de brujas, vagabundos y penitentes, asesinos y ladrones, renegados de toda laya, pero también de santos, seres superiores, honorables y valientes, héroes y heroínas de todas las épocas, sabios iluminados y profetas. Y al espectáculo de sus muertes por medios horripilantes y torturas indescriptibles concurrían públicos enfervorecidos, hambrientos de sangre, sedientos de venganza, pertenecientes al pueblo, a un grupo de fanáticos ignorantes, gente de mala estirpe, pero también allegados a los reyes y administradores, cortesanos y nobles.

El linchamiento, la ejecución de una sentencia sucinta en presencia de aglomeraciones enloquecidas en torno a un cadalso, ¿acaso no guarda algo en común con el evento de nuestros tiempos? Responden a la exaltación de las pasiones y resultan el falso recreo, el mal circo, el espectáculo negro, la hora y el lugar del rito de ciertas pasiones rencorosas, parecidas a las de los cultos, mitos y símbolos tribales. No se trata del mismo fenómeno, pero ¿no esconden celo, frustración, desencanto, ansia de algún tipo de venganza contra la sociedad, animosidad contra el mundo? Las motivaciones profundas, aunque ya no crueles ni cruentas, ¿no resultan de la misma succión incontrastable ejercida desde el abismo de la conciencia humana?

Son manifestaciones de una subjetividad que quiere exteriorizarse a cualquier precio, que quiere hacer materia con el espíritu. Y aparecen allí donde lo subjetivo ofrece la mayor dádiva, el pequeño jardín de la conciencia donde se cultiva la intimidad. Allí donde obtienen sus únicas pertenencias inexpropiables los soñadores, poetas y artistas, pero también los niños y las mujeres desamparadas que carecen de otro bien. Sin embargo, esa es precisamente la tierra baldía, ahora, del desasosiego por el que se contagia la fiebre fragorosa y se contrae el capricho contagioso que desdeña lo interior. Si bien, como sabemos, los romanos exteriorizaban esa parte negra del alma saciándola con la irracional muerte de gladiadores y luchadores y con la injusta inmolación de cristianos y herejes, hoy día se da la paradoja de que el espectador insaciable se sacrifica a sí mismo, convirtiéndose él mismo en homo sacer. El vaciamiento de la subjetividad le traiciona y convierte en sujeto sumiso, vulnerable, demasiado débil para desarrollar la conciencia y esbozar su personalidad.

 

EL HOMBRE TRISTE CORRIENTE

 

La vida es bastante parecida a una ilusión, a un sueño. Cuando se descubre esta ilusión, este sueño en la vigilia, muy probablemente después de que se ha entrado en años, sobrevienen impulsos perentorios de hacer, de terminar de hacer, de emprender lo que jamás se ha emprendido, lo que está sin terminar. Se quiere llenar los vacíos del pasado. Parece un último supuesto en torno a lo que nunca se toma por tardío del todo. No nacen nuevas esperanzas sino, más bien, la transformación del sentimiento de la esperanza: un esperanzarse sin destemplanza ni calentura. Sobreviene el deseo de experimentar una transformación sutil con la que se ha soñado, que nos conecta con lo subjetivo y nos exonera del mandato objetivo, y que no requiere milagros.

¿Se trata de una última presunción, de una final interferencia entre lo posible y lo imposible, lo real y lo imaginario? Esta última o penúltima esperanza nos conecta de manera diferente con el futuro, es decir, con el bosque en donde habitan hadas y gnomos y se esconden inusitadas maravillas. El futuro, que nos ha acechado siempre rampante y sibilino, con enormes fauces abiertas, ahora parece que se posa junto a nosotros, cambiado, cariñoso como un dragón de cuentos de hadas que, en su vuelo oscilante desde los bosques de duendes y brujas, se somete como una tierna mascota.

Ya no nos gobiernan las leyes del cuerpo, aunque las sintamos legislar en los rincones últimos de nuestra existencia, y nos duelan los huesos y las tripas. Si nos concentramos debidamente notaremos que estamos subiendo, como dicen que sube el alma cuando muere el cuerpo. Por una vez, como si cayera un rayo, la vida se funde en una sola nube de realidad e irrealidad. En ella se ha condensado toda nuestra historia y deja caer sólo algunas gotas de lluvia refrescante, irreconocibles para la conciencia, sobre la tierra seca de no se sabe ya qué provincia del país mental.

Pero es otra ilusión. No hay una etapa que viene después de la otra. No existe tal seguidilla ni cuadros que exhiban diferentes representaciones: no hay pruebas de que exista tal cosa en la vida ni en la creación toda, aunque sea algo que hasta dormidos demos por existente. Ni la vida ni la muerte son pantallas en las cuales puedan representarse nuestros hechos, con sus flaquezas y fortalezas. No hay nada entre ellas porque, sencillamente, no hay nada definitivo entre la subjetividad y la objetividad. La conciencia, responsable de nuestra concepción de la vida y de la muerte, se imprime en el tiempo, es decir, en el cambio. Y el cambio no tiene reparticiones, no es un libro con diferentes capítulos ni una facultad con diferentes cátedras. La conciencia es el sentido superior en el que confluyen los datos sensibles provenientes de todas las partes del cuerpo. Es sólo una estación de recepción de ondas, y, aunque no todas tienen las mismas características físicas y neurales, acuden todas juntas cada vez que las solicitamos, aunque vivamos lo que nos parece la última vez.

Avanza la vida sólo si se registran cambios, no si pasa el tiempo. Avanzar: término relacionado con el espacio más que con otra cosa. ¿Cómo avanzar en el tiempo? No se puede acelerar el tiempo ni podemos acelerarnos nosotros al cursarlo o pasarlo. Son metáforas. Pero podemos cambiar, hacer cambiar y hacer que cambiemos. La vida no es el comienzo de nuestro tiempo ni la muerte su final. No sabemos qué son, pero sabemos al menos algo de lo que no son. ¿Qué nos invade cuando pensamos en ellas? Al cuerpo no lo invade nada si las pensamos; invade a la mente una sombra proveniente de alguna sección de la subjetividad, la fuente que nos permite que el fondo nos abastezca con todo. ¡Pobre pensamiento objetivo si no fuera por ese fondo!

Si hay una experiencia de los hechos y acontecimientos vividos, del encuentro con las cosas, los seres y las personas, que nos han dejado un recuerdo, una enseñanza, el impacto de una emoción fuerte o la memoria de la felicidad o la alegría, también hay una experiencia de vida que no pasa por la memoria ni por la emoción ni por las impresiones de agrado o desagrado. La experiencia se encarga de impactar sobre nosotros también de una manera insensible o suprasensible, y es esa experiencia la que tiene el mayor influjo sobre la conciencia y la formación de la persona.

¿Cómo se ha llegado al que Emilio Oribe llama “hombre triste corriente” (Oribe, 1944, 207), el ser vulgar que distingue tan tajantemente entre realidad y fantasía? ¿Qué le ha ocurrido a ese hombre? Le ha llegado más que nada reiteración, acumulación, la mecánica de los acontecimientos, no los acontecimientos. Le ha llegado un mundo sin selección ni elaboración. Él mismo no ha elaborado sus percepciones; no se ha educado a sí mismo. La educación que en él palpita es la constelación de datos y conclusiones que aplica si recuerda en cada caso. Ha vivido en el mundo de los impactos: sobre su espíritu se han remachado ciertos revestimientos blindados a prueba de pensamiento y sentimiento. Su cultura es la cultura masiva; su único recurso es el recurso social; la vida mostrenca es su única vida. 

Ha sido víctima del azar, del ambiente y del momento. No le ha sido destinado sino lo que es escaso o carente de electividad. Ha vivido como una esponja y, como era de esperar, ha absorbido de todo lo provechoso sólo lo más fácil, aquello que se adhiere solo, sin actuar. El hombre triste está totalmente dentro del tiempo, así como el niño triste que ya no soporta unos minutos sin distracción externa. Está afectado por las series incesantes y continuas, por los momentos que ha vivido sólo de uno en uno.

 

CAMBIOS SAGRADOS

 

La más compleja de las disposiciones, actitudes y vocaciones de la vida mental, la religiosa, ¿es inmutable? La vida mental del creyente, ¿es inconmovible? Desde que, como contenidos de esa vida, figuran entidades sagradas, tan íntimas como externas y sapienciales, es decir, santas, venerables, reveladas, y por eso inmutables, ¿podría considerarse un orden objetivo, una calidad dogmática superior, una fidelidad justificadamente incondicional a la letra sagrada de las escrituras? ¿O se reservaría algún margen a la interpretación, al contubernio con la subjetividad? Estas preguntas dependen completamente de los significados que se dé a cada una de las palabras que las componen, y aun al orden o sintaxis que en ellas se guarde (“creer”, “creer en algo” “creer algo”). Para los incrédulos, probablemente, habrá respuestas terminantes, desemejantes, heterogéneas. Para los creyentes, en cambio, podrán variar, pero sólo en estricta equivalencia con la legitimidad proveniente de sus respectivas concepciones religiosas.

La última pegunta aquí justificable, de razón general, pero, índole caprichosa si se quiere, sería: ¿en qué escalón de la escala subjetiva-objetiva se define esa disposición, aquiescencia superior del espíritu? ¿En qué templo mental se guarnece, universidad psíquica, claustro de ceremonias rituales? “En resumen, para los judíos hay un texto e infinitas lecturas, para el cristianismo múltiples textos para una única lectura que se quiere definitiva; para el islam, un texto y una lectura única, pero itinerante y pendular.” (Blatt, 2016, 88) La vida mental, su lluvia del cielo, la fuente que deja caer sus sorbos de sedientos, ¿no es toda ilusión? ¿No es altura para toda oración, celaje que se cierne sobre la esperanza, promesa, parousía, resurrección?

Si hay un objetivo común, esperanzas fallidas, gelatina humana, impulsos que nunca resultan últimos, cambios sagrados e inextricables, entonces, hay corrimiento hacia el rojo de la subjetividad: alucinación, fantasía, quimera. En el corazón mismo de la subjetividad religiosa hay parábola, alegoría, metáfora, es decir, imaginación. Habrá cambio (tiempo), hermeneusistafsir (Blatt, ob. cit., 329), utopías como las ciudades imaginales de Henry Corbin, islas afortunadas paraísos de Ernst Bloch (Trías, 2011, 261), o ciudad de Dios agustiniana. Sin embargo, no se puede hablar de subjetividad religiosa sin caer en un error. No se puede tratar como especie fenoménica, realidad psíquica, sentimiento o emoción, aunque comprenda un poco de todo eso. Tampoco la eticidad puede tratarse de esa manera falsamente igualitaria o simplificadora.

Hay una naturaleza espiritual diferente, aunque sea innecesario y desaconsejable asociar a lo sobrenatural, cósmico, sobrehumano, oculto o esotérico ‒y aunque la religiosidad mantenga relaciones con todo esto, así como con la vida psíquica o actividad mental que definió por primera vez Franz Brentano, Henri Wallon escrutó como vida mental y Jean Piaget definió como orbe genético de la psiquis. Es más que representación, juicio, emoción y sentimiento, aunque junto obre todo esto en la estructura del individuo espiritualmente devoto. Pero ¿qué distingue a la religiosidad entre las demás manifestaciones del espíritu? ¿Acaso debemos remitirla al círculo de los ignotos, misterios indescifrables, “cercos herméticos”, equis indescriptibles e inexpugnables para el conocimiento o logos? Nada de eso.

La religiosidad es el hambre del espíritu (léase hambre sin el sentido de la literatura y la alegoría); no es un misterio en el sentido natural sino misterio en el sentido numinoso (Otto, apartados 3, 4 y 5). Es tan humana como el miedo, física como el cuerpo y emocional como la angustia. La mente humana no puede resistir el cambio, cualquiera fuese, sin que la religiosidad invada su vida mental de manera espontánea, sin que se la llame, a veces en forma inadvertida, en pleno estado de olvido y quizá sin que asome el inconsciente siempre acechante. El ser humano no puede creer sin creer más allá de él. Es la más loable de sus virtudes y el más deplorable de sus defectos. En la religiosidad los dos extremos se enlazan como si fueran amantes. La yedra se abraza al tronco y enrosca como si quisiera extraerle la savia, a fuerza de apretujarlo con vegetariano fervor, torturándolo y amándolo. Es el órgano cristalino de la religiosidad involuntaria: el martirio inopinado, deseado-no deseado. Y el hambre enloquece antes de matar.

 

LA OBRA ÚNICA DE LA SUBJETIVIDAD

 

Detengámonos en la subjetividad creadora, en el yo ingenioso, innovador y genial que se esconde tras una época, un movimiento que aparece según es frecuente creer porque no es otro el camino a seguir por la colectividad y aun por la humanidad toda. Vayamos tras aquello atribuido generalmente a un grupo de pioneros, impulsores, creadores, o entendido como superación de todo lo anterior debida a una pléyade de artistas, ingenieros, alquimistas, visionarios, científicos, filósofos, legistas, arquitectos, doctores, sabios, adivinos y hechiceros. También, adjudicada al ingenio de un pueblo entero, a la ideología de una colectividad, al genio de una nación, a la sabiduría ancestral de una raza. Todo esto es común a la historia, verificable y notable. Pero vayamos a la subjetividad intrínseca.

El ejemplo de Jesús es quizá la mayor de las ilustraciones de lo que puede la subjetividad humana, si se permite la expresión, aunque quien quiera puede agregar el carácter divino y revelado. Nos limitamos aquí al personaje histórico, evitando en lo posible el eclesialismo y la historización o kerygmas, posterior a la muerte de Jesús que, por cierto, trascienden aquello que nos atrevemos a llamar actividad mental, vida psíquica o subjetividad del hombre de carne y hueso. La narración de los Evangelios se refiere a un prototipo de formación solitaria, al tanto de la sabiduría anterior, como suelen estar al tanto los sabios, pensadores, filósofos o profetas anteriores y posteriores. Sin embargo, su inteligencia está dotada de una sutileza inusitada, cuya subjetividad, de la cual nada indica que difiriese en mucho a la de cualquier individuo de su tiempo ‒sufre todas las emociones y turbaciones terrenas[19]‒, se desempeña tan adecuada y a la vez distintamente en la realidad objetiva en que le toca vivir. Puede sumarse a esta subjetividad todo antecedente de las Escrituras que pueda encontrarse, pero no disminuiría en nada el poder de dominio de Jesús sobre la fuerza extrema de la escala de graduaciones múltiples de la vida mental. Quizá no pueda encontrarse logro de semejantes proporciones en la historia de las grandes inteligencias.

Otro ejemplo notable, que suele asociarse al de Jesús, es el de la subjetividad de Sócrates ‒llamémosle así al menos a alguno de los muchos atributos de su prodigiosa inteligencia. Aparece auscultada como con una sonda submarina, si se permite decir así, pues se explora por lanzamiento de cierta información el rebote esclarecedor de otra. Narra Platón, su célebre escribiente, biógrafo y exegeta, el ingreso de Alcibíades medio borracho a la sala de Agatón, en medio de un típico festejo de la aristocracia ateniense. Se sienta junto al maestro que intencionadamente le cede el espacio (Platón, “Simposio o de la retórica”, 1993, 378). Aunque no se percata enseguida de su presencia, le agasaja al descubrirle junto a Agatón, ciñéndole la cabeza con algunas de las guirnaldas destinadas al homenajeado. Se registra aquí, entre otras de los Diálogos, una prueba fehaciente de reconocimiento a la persona, pero sobre todo de la belleza interior de Sócrates. No es un texto, como los de mil años más tarde, en el que un autor plenamente identificado se refiere a los méritos de otro, destacando los rasgos de su inteligencia. Se trata de una exaltación de la subjetividad, del abanico total de sus graduaciones posibles, como uno entre los seguramente escasos ejemplos de la literatura clásica. 

El ejemplo de San Agustín es especular: permite que se refleje en las Confesiones la suerte corrida por un sentimiento del todo escampado que, a poco, se transforma en subjetividad super concientizada. Un proceso que se ventila de manera hasta entonces no recurrida, inédita, en la que se muestra cómo la intimidad suele obrar sobre toda indocilidad y marchar hacia un acendrado estado de objetivación (San Agustín, 1974). En Martin Lutero damos con otro caso de exteriorización de la subjetividad, se diría explosiva, como fenómeno individual, quizá no inspirado en nada ni en nadie, subjetividad también única, pulsión de un interior indeclinable, libre de influencias exteriores decisivas, en la que interviene el contenido de verdad como chispa que enciende la mecha, es decir, el contenido inabordable mediante racionalidad, sólo intuible mediante la intuición no racional religiosa. Le guía sólo un mandato entrañable del fondo de su conciencia, religioso, imperioso, escrupuloso. Se le ha atribuido la introducción en la religiosidad del subjetivismo moderno (Trías, 2011, 329). 

Subjetividad quiere decir, aquí, directamente, espiritualidad. A propósito, el contenido de verdad no es sólo un ingrediente, concepto, noción privativa de las ciencias empíricas y experimentales. Es un principio muy amplio, subjetivo también, introducido por Theodor W. Adorno en la música y referido a la tendencia objetivante de las últimas composiciones de Beethoven, observada por algunos comentaristas, en los cuartetos, sobre todo, en los que el mismo Beethoven “se quita del medio” como ha sido dicho. En el segundo tema del Adagio de la Sonata en re menor op. 31, nº 2La tempestad, hay, dice Adorno: “lo que puede llamarse el espíritu de la música de Beethoven: la esperanza con un carácter de autenticidad que la lleva, aun siendo una manifestación estética, más allá de la apariencia estética al mismo tiempo. Esta trascendencia de una manifestación respecto a su apariencia es el contenido estético de verdad: está en la apariencia, pero no es apariencia […] su reconocimiento ‒agrega Adorno ‒ lleva a la objetividad de la cosa misma, la cual, por decirlo así, queda garantizada por la armonía[20] de la configuración. Pero esta objetividad, en definitiva, no puede ser otra cosa que el contenido de verdad.” (Adorno, ob. cit, 156).

¿Y la invención de Suger, abad de Saint-Denis, de la orden de Cluny? ¿Invención que Eugenio Trías menciona como excepcional ejemplo en el arte del “acontecimiento simbólico”? “Su criatura es la catedral gótica [según Georges Duby]. No fue el gótico el resultado de una innovación tecnológica. No fue idea de ingenieros ni de artesanos. Fue sobre todo la idea mística de este abad de Saint-Denis la que le permitió hacer el uso que quería de ciertas importantes innovaciones, como el arco ojival o la bóveda de crucería. Pero estas invenciones, faltas de la finalidad expresa para las que Suger las requería, no hubieran dado lugar a ese prodigio artístico.” (Trías, 2011, 275) Dante, Galileo, Kant, y no muchos otros, pueden incluirse como ejemplos humanos en los que la subjetividad empuja tanto como la objetividad, o incluso más, como también en Einstein (siempre entendiendo la subjetividad como la hemos entendido en el correr de todo este trabajo, es decir, como la expresión genuina de la vida mental). No olvidemos que llamamos objetividad sólo a lo que en ella es proclive a la externalidad de la conciencia, o, como anota María Moliner, como “desapasionado”, “imparcial”, “justo”, propio “del que obra inspirado por la razón y no por sus impulsos afectivos” (Moliner, ob. cit., 539).

 

 

 

SEGUNDA TESIS

Parte 1

 

Detrás de cada fenómeno mental hay una historia, así como la hay, según los lingüistas, tras cada palabra de una lengua. Es una historia que deja comprender y explica el significado de las ideas, una larga historia de modificaciones experimentadas a través de la vida y a lo largo del tiempo. De su vicisitud resulta una verdadera fábrica de pensamiento, de conocimiento riguroso y de saber espontáneo. Por lo que detrás de cada pensamiento hay un universo indeterminado, impreciso, de difícil intelección en el extenso desarrollo de la memoria personal. Se vuelve necesario tener en cuenta algunos de los aspectos (ideas, nociones, concepciones) de ese universo antes de presentar la segunda tesis.

 

INTRODUCCIÓN A LA SEGUNDA TESIS

 

¿Es posible remontar esa historia, investigar qué hay tras cada idea, tras cada representación, tras cada imagen, en el fondo insondable de la mente? Así como no hay generación espontánea, sólo sabemos que no hay vida que surja del patio desolado de la nada. ¿Dónde está lo que la memoria ha olvidado? ¿Es sólo contenido inconsciente, psicología profunda? Se puede olvidar lo insustancial y, por alguno de los mecanismos freudianos, hacer desaparecer de la conciencia aquello que la agobia y rechaza. Pero ¿dónde está lo que ha resultado provechoso, asimilable, lo que por ninguna razón se excluiría porque ha probado su fertilidad y se ha acoplado al sistema de la inteligencia? No hay dependencia exclusiva de la memoria ni de los hábitos ni de las habilidades automáticas; existen recursos que compensan los fracasos de la memoria. En algún “lado” hay un rastro, una huella imperecedera que ha registrado la experiencia, aunque no sea permanentemente consciente, que sustituye o compensa a la experiencia vivida. Del complejo de vicisitudes y peripecias probablemente ha quedado algo, un sustrato en la cadena de antecesores y sucesores, en el hilo de los infinitos hechos y actos, que, aunque resulte difícilmente identificables en sus particularidades ocasionales, constituye la materia prima de la vida psíquica.

Cada contenido de esa historia vale más porque contrasta con los otros que porque tenga en sí un valor específico, apreciable y cuantificable. Y, si alguno tiene un valor especifico, poco a poco se pierde, porque los valores dependen de la conciencia y la conciencia depende de la memoria, frágil y olvidadiza. Los contenidos ocasionales entran en relación de oposición con todos los otros, y esa oposición es la que los vuelve distintos y multicolores. Pero ¿a dónde va a parar lo distinto si, a la larga, se pierde la capacidad de distinguir con claridad las particularidades de cada hecho, de cada acto, de cada vivencia, en fin, de los recuerdos?

De algún modo la mente evita la niebla de lo indistinto, de lo igual, informe e incontrastable. Por algún medio la inteligencia se las arregla para ayudar a la memoria y, también, para superar el plano de los reflejos adquiridos por aprendizaje e instrucción cuando éstos han superado a la memoria y se han vuelto automáticos como los instintos. El olvido, la pérdida de habilidades, el debilitamiento de las capacidades innatas, todo lo que se conoce como aflojamiento de los atributos objetivos de la inteligencia, todo eso dispone de una contrapartida fundada en ciertos desprendimientos de la experiencia vivida, ingredientes que los primeros filósofos de la historia remitieron a una dimensión que concibieron como más allá de lo física, palpable, sensible, al alcance de los sentidos corporales, y que por esa razón llamaron meta-físicos.

La memoria, las bases de datos que puede albergar en sus almacenes, los reflejos condicionados, los instintos (que se traen desde la cuna), el complejo sistema biológico que constituye el cuerpo humano, todo esto resulta insuficiente para describir el amplio despliegue de conocimiento de cada individuo humano y que se consagra como recurso fundamental y potente para resolver problemas y disolver enredos y conflictos. Es evidente que la capacidad de reacción frente a las eventualidades, fueren adversas o favorables, no depende sólo de una base de datos, por amplia que fuere, de un almacén en el que se seleccionan contenidos y se extrae lo que interesa o lo que sirve a los efectos de una situación dada. La inteligencia dispone de otros resortes para consolidarse, y vale la pena mencionar algunos de los resultados que ha obtenido. Se trata de ideaciones con las que ha logrado ordenar el caos de sensaciones, puesto que ellas acuden en forma de millones de impactos sensibles que fatigan los sentidos de cuerpo y que debe asimilar para entender el mundo. En términos generales, se corresponden con los grandes temas de la filosofía primera.

 

LA IDEA DEL TIEMPO

 

Al principio sólo es perceptible la fugacidad con que se presenta el tiempo y con que desaparece enseguida. Un rayo que razonablemente no puede iluminar el pensamiento de nadie sino, por el contrario, enajenarlo y sorprenderlo hasta la incredulidad. A medida que se va viviendo, es decir, en tanto se experimenta el existir en forma un poco más libre de los engaños de la apariencia, la fugacidad se vuelve un poco sospechosa. El momento presente cobra la forma de una nube de ilusión, imposible de contrarrestar con nada, puesto que cada vez con mayor intensidad la experiencia se va ubicando en lo ya vivido y en lo que a todas luces la imaginación anuncia como probable. Nada de lo que es parece instalarse en una chispa, en un aliento de mariposa que no se sabe cuándo ni dónde empieza y termina.

Finalmente, sin saber cómo pueda explicarse, se advierte que no es más que un espejismo que entrampan los hechos y las cosas, con su infinita variedad de aspectos y relaciones, y la necesidad de comprenderlos imponiéndoles un orden que sólo existe en la mente humana. No se los puede percibir de otra manera, quizá, porque los sentidos tienen que activarse cada vez, en cada instancia y circunstancia, con cada movimiento y actitud, con la prontitud correspondiente a necesidades siempre cambiantes y diferentes. ¿Cómo supera estas insuficiencias la inteligencia humana? Para aventurar alguna respuesta se vuelve necesaria una breve revisión de la historia de las ideas y del pensamiento.

 

LA IDEA DEL ESPACIO

 

Por las características de los sentidos del cuerpo humano el mundo parece estar compuesto por variedad de objetos opacos y plenos de materia, con vacíos atribuibles sólo a lo que no es posible ver o a lo que es posible ver bajo alguna de las condiciones ópticas que la luz solar hace corresponder con la anatomía del ojo, y los átomos y partículas subatómicas hacen corresponder con los tejidos muscular y nervioso. Es posible ver los cuerpos y fenómenos con suficiente densidad como para que se refracte la luz en ellos y vuelva a los ojos, pero sólo hasta cierto punto son cuerpos, puesto que la materia que le atribuye el entendimiento consiste en diferentes formas que adoptan los átomos para organizarse.

De allí que, desde los tiempos más antiguos, se crea que todo lo que hay debe de poder reducirse a una sola variedad o esencia de la materia o de la sustancia, por lo que se configura una idea de sustancia. Y, como entre todo lo que hay está lo espiritual, también se habla de sustancia espiritual, con lo que ha quedado diferenciado aquello que puede llamarse materia y lo que puede llamarse espíritu.

Pero hay más lugar al vacío que a cuerpos, que a materia o “sustancia”, aunque se trate de un concepto discutible. Bajo la observación actual, el 23% de la materia del universo está formado por una “sustancia” desconocida llamada materia oscura. El 73% por energía oscura y, el conjunto total de galaxias, nebulosas, estrellas, polvo, el Sistema Solar con el planeta Tierra, representa el 4 % restante (Lewin, 2012, 24). El tablero de ajedrez que resulta de las limitaciones que se imponen sobre la inteligencia humana para comprender estos fenómenos no es sino la geometría en que consiste la concepción de la superficie de la Tierra y el espacio cúbico. Esto es, un laberinto que nos permite, desde que estamos dispuestos a extraviarnos en sus múltiples pasadizos, apreciar uno a uno los lugares y sus cosas, las fronteras y sus figuras contrastantes que se definen, como dijimos, por relaciones de oposición y no porque difieran demasiado en naturaleza.

 

LA IDEA DE LA VIDA

 

Si al principio la vida nos parece espontánea, ubicua, palpitante, incorruptible, estable y sin límites, a poco empieza a sentirse frágil, caprichosa, enfermiza y antojadiza. Los síntomas tienden a mostrar cambios, más que otra cosa, transformaciones más que el pasaje de algo, como el tiempo, que pueda atravesar la carne y los huesos y demostrar que pasan los años y que la piel envejece como consecuencia. No hay forma de apreciar la edad sino por esos cambios, que se muestran desenvolviéndose en un solo sentido, como si se dijera, siguiendo las agujas del reloj y nunca a la inversa. Al ampliarse la visión de la naturaleza, del mundo y del universo, se aprecia que no hay nada que tenga direcciones definidas, orientación exacta y señalada previamente, y que todo explota y se expande, se convierte en formas desiguales manteniendo en sus entrañas nada más que unos pocos ingredientes fundamentales que se encuentran en todos lados, en el dedo del pie de una persona o en la nebulosa del Cangrejo, y que adoptan diversas combinaciones y relaciones para organizarse y transformarse en diversas manifestaciones de energía.

La idea de la vida se circunscribe al hábitat humano, ya que más allá del planeta Tierra no ha sido posible confirmar su existencia, hasta ahora, aunque los científicos la auguran como muy probable. ¿Cómo ha sido incluida la vida en lo dado, en el Todo que comprende la humanidad, la totalidad de los seres vivos, el planeta y el universo? Como no podía ser de otra manera, se le ha atribuido una gran importancia, destacándose entre sus características propias la inteligencia superior, el poder de transformación del hábitat, la autoconciencia y otras características de privilegio como el lenguaje y la maniobrabilidad manual. Existe una fuerte tendencia a valorar estas propiedades especiales sobre el resto de la existencia, al cual se le ha apodado como materia inorgánica o inerte, desprovista de voluntad y autonomía, sujeta al concierto de los acontecimientos físicos descritos por el hombre de acuerdo a las leyes de la naturaleza.

Esas leyes, aunque constituyan el mayor tesoro intelectual de la humanidad, no han resultado del todo suficientes para rendir cuenta de aspectos que asombran al hombre: su misteriosa aparición sobre la faz de la tierra, la cual algunos atribuyen a su capacidad de autogenerarse, regenerarse, desarrollarse y encontrar los medios para permanecer, adaptándose el entorno y encontrando siempre los recursos para permanecer y subsistir, hipótesis que otros rechazan. Aunque su existencia es material, real, empírica y objetiva (se puede comprobar por los sentidos), sus atributos resultan tan sorprendentes que sugieren otra clase de causa, desconocida y prodigiosa, que pudiera explicarlos definitivamente. Una entre ellas, y de destacar, es el alma. Se trata de lo que pude superar a la muerte (cuya idea enseguida veremos), ir más allá cuando la vida se termina y perseverar como estado inmaterial de existencia y vida de ultratumba, propiamente metafísica. Pero acompaña a la vida suministrándole el impulso, la fuerza y sobre todo el sentido, que es diferente para cada sujeto humano, confundiéndose con el espíritu, tema tratado más adelante, al punto que suele hablarse de cuerpo y alma como una dupla inseparable, que encierra otra de las grandes ideas con historia diversa y facunda, imposible de admitir por parte de la ciencia experimental. 

 

LAS IDEAS DE CONCIENCIA Y MUERTE

 

La idea de la muerte requiere previamente la alusión a la idea de la conciencia: además de ser reflexiva, en el sentido de que puede pensar, puesto que es casi un sinónimo de pensamiento, la conciencia posee la facultad de refractarse como lo hace un rayo de luz que atraviesa un prisma, y puede descomponerse en subconsciencias o graduaciones acreditadas para ocuparse del infinito abanico que abarca la curiosidad humana, pero también de ella misma. La refracción de ciertas sensaciones se desvía de tal manera que conduce a diferenciar un interior y un exterior, haciendo que la fuente de donde provienen los datos sensibles se confunda con el recipiente que los recibe. Así, pues, la conciencia es a la vez emisora y receptora de información, y por más que se ha hecho infinidad de intentos de subir un piso y resolver esta especie de confusión, procurándolo mediante un punto de vista ubicado más allá de la física, desde un nivel de meta-óptica o, como suele llamarse, de metafísica, no se ha logrado nunca esclarecerla del todo, así como tampoco la neurología ni la neuropsicología.

Debido a esta refracción la conciencia puede “ver” lo propio y lo ajeno, lo interno y lo externo a ella. Y, como resultado de esta dualidad, así como interpreta lo que corresponde a la vida interpreta lo que corresponde a la muerte. A la vida le corresponde genéticamente el nacimiento, y esta correspondencia entra dentro de las series de sucesiones en las que los hechos mantienen un orden como el de los números naturales: unos detrás de los otros, unos que siguen a los otros; unas series que comienzan y otras que terminan. Y metemos a la muerte en este baile con principio y fin bien definidos. De esta manera, y como si el nacimiento y la muerte fueran dos momentos sucesivos con un gran período intermedio, que comprendería nuestra historia, la vida y la muerte se convierten en el principio y el fin, en el hecho que da lugar a la conciencia y en el hecho que da lugar a su finiquitamiento. No se puede juzgar a la muerte por experiencia. Por lo tanto, se adopta la posición opuesta al acto de asomar a la vida. Se juzga a la muerte como lo contrario a la vida, es decir, negativamente. La muerte es la faz oscura del mundo, es desconocida y se oculta y resulta incomprensible porque sólo es comprensible lo que se muestra. Por tanto, es temible, indeseada, horrorosa, dolorosa. Esta deducción es hipotética y muy probablemente falsa.

 

LA IDEA DEL SER

 

Entendemos la calidad de ser como la de consistir en algo, en piedra, en árbol, en animal o, particularmente, en ser humano. Luego, la asociación de la idea de ser y la idea de ser consciente conduce a otra idea más compleja, porque se desea indagar acerca de si el ser es lo que la apariencia indica que es o si es otra cosa, por ejemplo, algo que la apariencia oculta. Surge así la diferencia entre aquello que es algo, por ejemplo, un caballo (decimos “es un caballo”), y aquello que es porque existe (y decimos “el caballo”). Para ser un humano o ser humano, es suficiente con “ser consciente”; si no se es consciente se puede ser algo, pero difícilmente humano.

De modo que el sentido humano de ser, y la idea que representa la palabra, tienen que ver con ser algo, con existir y con ser consciente; todo junto y simultáneo. Ser algo, pues, para un humano, cobra un grado mayor de especificidad y se convierte en ser algo más que un humano, por ejemplo, un buen hombre, una talentosa mujer, un niño estudioso. Asimismo, existir para el humano ya no es sólo ser en el sentido en que un caballo es un caballo o un árbol es un árbol, sino, de conformidad al requisito de la conciencia, ser algo que se da cuenta de que es. Pero, lo que es, lo que es algo en particular y existe, y además puede ser consciente de que es, ¿es eso que parece que es, lo que vemos y oímos sin más trámite, o está oculto tras la apariencia?

 

LA APARIENCIA

 

Así se presenta el mayor problema, la pregunta más antigua y difícil, la pregunta por el ser. ¿El ser es lo que parece que es o es otra cosa que no puede apreciarse cabalmente? En primer lugar: ¿el ser esconde su verdad tras una figuración falsa de lo que es? En segundo lugar: si es una figuración falsa, ¿existe algo que se interpone e impide su correcto conocimiento, lo que llamamos apariencia? Se presenta una duda inveterada: la de si el ser es lo que se entiende como ser, o si existe algo que se interpone entre el entendimiento y la verdad sobre el ser, impidiendo su correcto conocimiento.

Como es sabido, la ciencia se ocupa de estudiar todos los aspectos del ser y de revelar los secretos que explican las formas en que lo muestra la apariencia. El estadio al que tiene acceso la labor del científico, aunque profundice hasta ejercer cierto poder de manipulación sobre el objeto que estudia, es siempre un grado del existir, una versión diferente del mismo ser. Al estudiar la corteza del árbol indaga sobre las células, si estudia la célula llega a los átomos, y así sucesivamente. Esos constituyentes de la naturaleza son, consisten en, son algo y existen. Por tanto, es necesario practicar un examen que escape de la física y de la biología, que fuera meta-ciencia y encare el estudio con libertad ante todo compromiso con lo sensible y ante la racionalidad fáctica de la ciencia, de sus observaciones y experimentos. Ese examen es un examen de ingenios, como se le llamó antiguamente, es decir, una reflexión sobre las ideas que el hombre se hace de los seres, hechos y cosas, que tiene más pujanza que la razón y, hoy diríamos, una puja complementaria de la razón.

La ciencia, aunque su misión consista en develar lo que se esconde tras la apariencia, no se pregunta por el ser, por lo que es, sino por lo que es de tal manera y forma. La metafísica, en cambio, se pregunta por lo que es independientemente de la manera en que es, por ejemplo, flujo, roca, metal, tejido orgánico, maneras y formas de ser que la ciencia estudia experimentalmente y con discernimientos particulares. La metafísica se pregunta por la esencia, lo que supuestamente constituye el componente o recurso último de lo que es. Indaga acerca de una realidad que explicaría todas las maneras de ser y justificaría todas las formas, y esa realidad última o esencia de todo estaría más allá de lo empírico y fáctico, más allá de lo físico. Resultaría de una composición entre lo que la conciencia revela sobre el mundo y lo que envuelve esa revelación sobre sí misma en la dinámica del conocimiento. Por tanto, la metafísica estudia la esencia de lo que es (ontología) y el conocimiento de esa esencia (gnoseología, comúnmente llamada teoría del conocimiento).

La idea de la apariencia resulta así un contenido de carácter fundamental, semejante al que nos suministra el conocimiento común, del que se valen todos para poder arreglárselas y saber a qué atenerse, entender la vida y el mundo, pero expuesto de manera sistemática, ordenada racionalmente en una exposición que cumpla con ciertos requisitos, es decir, con determinadas reglas lógicas y lingüísticas en forma casi igual a la de la ciencia, aunque con cifrados diferentes. Si bien y en general se llama filosofía a toda obra ensayística y discursiva que cumple con tales reglas, cualquier clase de investigación u obra encuadrada en cualquier tipo de disciplina científica, humanística o cualquiera otra puede contener el propósito metafísico en su plano de fondo y contribuir en la obra milenaria de develamiento de la apariencia.

 

LA IDEA DE DIOS

 

Entre las refracciones de los datos manejados por la conciencia están, como ya se sugirió, las que producen la autoconciencia, es decir, la conciencia de la propia facultad de ser consciente. Esta particularidad encierra la amplia constelación que presenta como panorama la realidad existente y permite incluir en ella a la misma entidad actuante, la conciencia, mente, pensamiento, capacidad humana de conocer. Asoman así tras el velo de la apariencia por lo menos dos indicios importantes que suponen la posibilidad de su total develamiento: el de la posibilidad de saberse consciente, propiamente dicho, que representa un dato definicional y potestativo del hombre, y el sentimiento de un saber trascendente, liberado de las cadenas racionales de la conciencia, por encima de lo metafísico, es decir, teológico. La transposición de las condiciones de la conciencia más allá de la ciencia y más allá de la metafísica corresponde a un saber confesional que no discute sus imposiciones y que se rige por una lógica auto legitimante.

Así como la metafísica se ocupa de los principios más simples, básicos o elementales, llamados primeros principios, también se ocupa de los principios que puedan atribuirse a un nivel superior a lo humano, un nivel más elevado o que trasciende lo terrenal y es atribuible a un factor superior o Dios. Esta idea, como se comprenderá al tener en cuenta su rango en la jerarquía del conocimiento, es una idea que descuella entre todas las ideas y crea en su entorno una matriz de ideación diferente a la de las ideas en general: la fe. La idea de la fe marca con la mayor nitidez el contraste con la ideación de la ciencia, dejando la metafísica en el medio. Pero ocurre el paradójico fenómeno por el cual, desde que la ciencia desplaza paulatina pero nunca definitivamente a Dios, deposita en su lugar otro factor superior determinado por las leyes de la naturaleza, entre las que, de todos modos, encuentra azar, caos, incertidumbre y hasta cierto lugar para lo inverosímil, o sea, otra clase de fe.

Si, como afirmábamos al principio, detrás de todo pensamiento o de toda idea hay una historia, tal vez se pueda decir que la historia que está detrás de esta idea es la más antigua y enjundiosa entre todas las historias de ideas en la historia de la humanidad. Concierne a una necesidad perentoria de explicación o justificación inmediata, como conciencia ante sí misma, desde que comprende el humilde puesto que ocupa en el mundo. Esta es la razón de por qué la idea de Dios es inconmovible y explica su estabilidad ante todos los cambios del conocimiento. Es el drama sin final del hombre que hace suya la realidad, cuando en verdad él le pertenece a ella.

 

LA CONCEPCIÓN DEL MUNDO

 

Un inveterado propósito de carácter metafísico consiste en organizar y disponer de una concepción del mundo, esto es, una idea del mundo en la que pueda contenerse la explicación general de la conciencia y de la realidad dada con la que la misma conciencia se asocia por nacer en ella y pertenecerle. Lograr esta idea del mundo es una tarea especulativa, como la que implica la idea de tiempo o de Dios, y tan difícil como unificar la ciencia y el resto del saber sistemático y limitarlo en un discurso único y de poder sustitutivo. Pero surge espontáneamente y quizá esté en la conciencia de todos los humanos desde que viven en el mundo y extraen de él a través de la experiencia un extracto de sabiduría que los prepara para saber a qué atenerse en toda circunstancia y conforman rasgos de personalidad propia. No siempre será una idea acabada o alambicada y quizá no pueda exponerse en forma organizada en un discurso, pero puede poseer lo necesario para que le quepa el nombre de concepción, con la autenticidad que garantiza el haberse generado y desarrollado a través de los acontecimientos de una vida real, no inventada ni imaginada.

Cada conciencia es dueña de una fuente original y preciosa que llamamos historia, pero que no es historia en el sentido de tiempo pasado, como se acostumbra decir, sino existencia total, presente y activa o en potencia en cada instancia o instante de la vida. No está amontonada como los datos de la memoria, esto es, como se acumulan los alimentos en un almacén. Sus componentes están dispuestos de acuerdo a la relevancia que la vicisitud y la peripecia de vida les han atribuido, y esta relevancia determina un puesto selecto en el saber y queda a disposición en todo momento.

Es propio de la filosofía y de la metafísica sugerir que toda idea del mundo, o concepción de conocimiento, más que un sistema explicativo de todas las cosas, lo que parece una aspiración desmedida, es una crítica de explicación o justificación. A través de lo que el análisis consciente destaca acerca del mundo, en sus propiedades lógicas, éticas, estéticas, axiológicas, y en lo que describe tomando como objeto no el mundo sino la forma en que se interpreta trata, edifica, usa, etcétera, sobre todo por parte de profesionales al respecto, se descubre una carencia fundamental, una falla o una falsedad cuya denuncia es el objeto.

Esta filosofía crítica consume a veces toda una obra de pensamiento, haciendo que la especulación pase a un segundo plano y el propósito crítico (o meta-crítico en tanto crítica de opinión) disponga sobre el manejo de los conceptos y los significados, en el sentido en que son presentados, planteados y discutidos. El uso de la razón, pues, cede su puesto de privilegio a la crítica de la razón. No es lo mismo discutir la idea de tiempo o la idea de Dios que discutir cómo se presentan estas ideas, cómo se defienden, cómo y con qué palabras se exponen ante la aquiescencia de los demás o ante el rechazo. No es lo mismo discutir una idea en su contenido que especificar cuáles son los fundamentos racionales implicados en ella.

 

LA IDEA DEL YO

 

Lo dado es la realidad total que aparece a la conciencia sin que ella intervenga en su inicial generación. Pero en lo dado está incluida esa conciencia, la realidad particular constituida por sí misma, la propia existencia, sin duda también dada: la persona y su realidad interior o subjetiva llamada yo, pero también llamada sujeto o, simplemente existencia propiamente dicha. Su caracterización incluye rasgos únicos entre los cuales se cuenta el fenómeno de la identidad o personalidad. La historia de esta realidad interior encaja en un cuadro de descripción general, de la humanidad toda, que puede ser limitado y circunscribirse a datos sensibles e inteligibles al cobrar la figura de grupo social o colectividad, o ampliarse en términos más abstractos, verificables por medios no sensibles al cobrar la figura de sociedad. Interviene aquí la percepción estadística.

Las ideas de conciencia y de tiempo influyen directamente y vuelven inevitable la formación de la idea del yo. Por la primera se obtiene la autoconciencia, sin la que sería imposible autodefinirse, y por la segunda se proyecta un continuo virtual a lo largo del que se forma el yo, inicialmente concebido como un vacío a llenar (puesto que el hombre no lo posee totalmente definido en el nacimiento, adquiriéndolo con la experiencia y sólo mediante el desarrollo de las facultades psicológicas superiores). El yo inicial, pues, como la mayoría de las entidades psicológicas, consiste en un proyecto en el que hay lugar para la creación y sobre el que obrarán los datos de la experiencia.

Es habitual considerar al yo como una entidad trascendental o como una realidad fenoménica. La tradición filosófica llama trascendental al conocimiento independiente de los datos sensibles. En este sentido, el yo es concebido primariamente dentro de los límites de su propia naturaleza interior, subjetiva o físicamente inexplorable. Le cabe sólo la introspección, es decir, la reflexión practicada sobre sí misma, en el campo de la propia conciencia. Surgen así dos grandes dimensiones de la dinámica consciente: la subjetiva o interior, ajena al orden empírico, y la objetiva o exterior, de orden empírico, fáctico o experimental, que se obtiene a partir de los datos sensibles, los cuales representan su fundamento. Y, en función de estas dos dimensiones, es de rigor vincular al yo con la dimensión subjetiva, desde que le corresponde espontáneamente la actividad psíquica no totalmente dependiente de la información objetiva, empírica, suministrada por los sentidos (o por instrumentos creados por el hombre capaces de multiplicar muchas veces el poder de aprehensión de los objetos).

También se puede considerar el yo como entidad fenoménica, es decir, como una realidad emplazada no sobre los datos de los sentidos ni sobre el conocimiento trascendental sino sobre la construcción histórica de la inteligencia y de la personalidad, que surge del obrar de la conciencia en el contacto con el mundo o la experiencia. La interpretación más cercana a esta manera de entender el yo consiste en identificarlo con las habilidades intelectuales, con los estados de ánimo, con los sentimientos y con los fenómenos psíquicos que actúan por su cuenta y sin el control de los sentidos corporales. Este yo, de carácter eminentemente subjetivo, concebido sin los reflejos de la experiencia y volcado hacia sí mismo, es tradicionalmente remitido al campo de la fantasía, lo imaginativo e ilusorio, olvidando, en la mayoría de los casos, que también nace en la experiencia personal.

Si bien el yo es eminentemente subjetivo, y es objetivo sólo cuando puede afirmarse en la información sensible (al asomarse al mundo externo y comportarse como persona, social, volcada hacia los demás), en cualquiera de los casos se asienta en la experiencia. Falta saber cuál es la razón que lo diferencia de la objetividad, desde que la experiencia se relaciona en los dos casos en igualdad de condiciones. La diferencia real explica el yo fenoménico: un yo erigido como producto inteligente de la historia personal. Radica en que la subjetividad está referida al yo inteligente, al proceso de su formación, desarrollo y consagración respecto a un tiempo indeterminado e inubicable, el de una experiencia de la que extrae selectivamente el saber que constituye su acervo íntimo y que transfigura los resultados de los hechos de experiencia en inteligencia líquida. La objetividad del yo, en cambio, está referida al espaciotiempo en un relacionamiento directo y biunívoco entre el saber y la circunstancia concreta.

 

EL ESPÍRITU

 

Se guarda un lugar especial al espíritu y, aunque se trata de algo no menos importante que todas las ideas mencionadas, parece poco oportuno llamarle idea (quizá también a algunos de los demás casos). En el espíritu, como en la conciencia, encontramos, sí, una idea, puesto que se puede tener la idea de espíritu y la tenemos permanentemente, pero no es del todo atribuible a una ideación, como producto de la actividad psíquica o fenómeno mental. Lo es por ejemplo la idea del yo y la idea o concepción del mundo, y muchos entenderán con su debido derecho a considerar la idea de Dios, igualmente, como algo muy lejos de ser una idea. Lo cierto es que algunas de esas ideas con historias insondables y complejas son productos o grandes imágenes mentales, construcciones de carácter intelectual o conceptual, y no es del todo adecuado concebir otras de esa manera por resultar difícilmente representables.

El espíritu, como el yo, no se puede explorar empíricamente y en principio pertenece a la esfera individual, aunque se habla del espíritu del pueblo o se atribuye espíritu a cierta clase de grupo humano o a una pareja de enamorados. Pero es cosa del yo, particular e interior, aunque tiene muchas maneras de manifestarse en forma ostensible para todos. Pero ¿qué es el espíritu? Su historia más sencilla suele asociarlo con todo lo que es opuesto a lo objetivo, material y mundano, con la existencia humana que no sea el cuerpo y su energía primitiva. Como parte de las capacidades y facultades de la persona concentra todo lo que no es físico, lo que no es fuerza muscular, aunque con frecuencia se hable de “fuerza espiritual”. Sus atributos pueden coincidir con muchos de los del yo, pero se trata de nociones diferentes en tanto el espíritu parecería comprender lo que es imposible circunscribir sólo a lo mental. Muchas de las áreas de la psicología personal parecen más frías, estables y equilibradas, neutrales y serenas, mientras que todo lo que pertenece al espíritu roza o directamente se funde en los sentimientos y las emociones, no siempre clasificables como mentales, aunque sea difícil clasificarlas de otra manera.

La fantasía y la imaginación no necesariamente vienen envueltas en la pasión o en los desasosiegos, ilusiones, esperanzas, anhelos, en fin, deseos, aspectos todos que tienen que ver con el espíritu, con aquello que se agita y muchas veces delira más allá de la actividad mental y parece sacudir el cuerpo entero, por lo que la leyenda lo ubica en el corazón. El espíritu es menos localizable que lo puramente mental y se siente como tanto más inmaterial o delicuescente. A diferencia del yo, parecería rodearse de un aura o, directamente, ser el aura de la persona y no concentrarse en el interior íntimo e invisible. El espíritu puede verse, si es el propósito, porque asoma inevitablemente en los gestos, en las palabras, en los movimientos del cuerpo y principalmente en la mirada. Es una presencia semioculta, pero puede disimularse del todo y desaparecer para esconderse en el rincón más profundo del yo.

Entre los muchos matices que danzan en torno al significado de esta palabra puede destacarse el que corrientemente se utiliza para referir lo patentemente humano, desprovisto de los controles de la discreción y la ponderación, pero desenvuelto y auténtico, proclive a mostrar los sentimientos profundos y susceptible ante las impresiones más depuradas. Este aspecto establece una clara frontera entre muchas actitudes humanas, aristas de la personalidad y actitudes ante el devenir de los hechos. Las mismas obras de los individuos, especialmente las obras del arte marcan como mojones los límites de esas fronteras. Espíritu es algo de que no puede carecer la pintura, la música, la escultura, la danza. Técnica perfeccionada, voluntad, esfuerzo, vocación y amor, en fin, talento, sin duda son ingredientes imprescindibles, pero pueden desenvolverse despojados de actitud, materializarse sin comunicar una pulsación interior mediante la cual el artista logra consolidar el efecto final, que es el efecto maestro.

En la expresión del pensamiento, y aunque no sea un tema de frecuente trato, ocurre exactamente lo mismo: no alcanza el nivel de persuasión si sólo interviene una racionalidad apenas envuelta en retazos de humanidad y pasión y si se ayuda sólo de psicología congelada y lógica desnuda. Así, pues, en este caso y con mayor oportunidad se puede decir que más que una historia detrás del espíritu se encontrará sólo más espíritu, como excepción que confirma la regla; tras toda cosa humana, tras la misma historia estará el espíritu si la historia es verdadera. ¿Qué hay tras el espíritu? Tras el espíritu no hay nada, porque está siempre en el lugar de la realidad última que, si falta, deja el vacío y la nada.

 

ESENCIA, SUSTANCIA Y CAUSA

 

Que la metafísica se desinterese por la manera en que la cosa es, fuere roca o tejido orgánico, y sólo se pregunte por la esencia, no quiere decir que desdeñe la apariencia, de la cual la manera de ser es fundamental componente. Indagar acerca de lo que considera que está detrás y escondido no significa pasar por alto lo que luce ante los sentidos y se muestra plenamente, aunque despierte dudas. Filósofos antiguos, grandes metafísicos e incluso místicos, se han ocupado con prolijidad de los más mínimos objetos de observación y análisis, como se ocupan los científicos en la época actual. Aun desde antes del amanecer del pensamiento moderno, sobre el siglo XV, el hombre viene observado sistemáticamente el detalle, el hecho simple, la trayectoria de una flecha, el titilar de las estrellas o el avance de una enfermedad. Lo ha hecho a su manera.

Así como todo tiene una manera de manifestarse, el conocimiento del hombre tiene también una manera de proceder, no idéntica en todos los casos, una forma de aplicarse y procesarse. Hay, pues, una especial relación entre la manera de investigar y la manera en que es el objeto de estudio. Porque, ¿Qué difiere en los procederes metafísico y científico? Se trata de las mismas preguntas de siempre, la misma manera de formularlas y con idénticas motivaciones, intereses, igual fervor y el mismo deseo de correr el velo, que sigue siendo el inextricable velo de la apariencia.  

No ha cambiado el asunto u objeto en cuestión, no ha cambiado la pregunta ni el fervor por responderla y no es mayor ni menor la sagacidad ni la inteligencia en ninguno de los casos. Sólo es diferente el relacionamiento entre la manera de ser y la manera de entender o de conocer el ser. En cuanto a que por un lado se estudian las esencias y por otro y en particular las causas, hablándose así de lo que hacen respectivamente la metafísica y la ciencia experimental, sería de rigor aclarar que tanto la ciencia como la metafísica se ocupan de las esencias. ¿Acaso la investigación de la ciencia experimental no desea entender los que antiguamente se llamaban primeros principios, modernamente también llamados conceptos fundamentales y aun componentes últimos del universo, con sus maneras de comportarse? Aunque los filósofos entiendan por esencia algo diferente a lo que podrían aludir con esta palabra los científicos, si se observa con cuidado se encontrará una misma cosa, o una misma dirección hacia las cosas, que está en todo y escapa al entendimiento común, un mismo qué que escapa a los ojos de quienes no se formulan preguntas alambicadas.

Los fundadores de la gran filosofía occidental, entre ellos Platón y Aristóteles, hace más de una veintena de siglos (una dimensión que parece alejarnos infinitamente de estos dos hombres, como si hubieran vivido en otro universo), ya se hacían esas preguntas y desconfiaban de lo que veían y tocaban. Desconfiaban del espectáculo de la naturaleza y del que monta el mismo hombre, de la misma manera que hoy desconfían filósofos y científicos, artistas, escritores, teólogos y místicos. Platón creía en la idea o forma, es decir, en lo que está tras el velo de lo que vemos. Aristóteles distinguía una sustancia primera y una sustancia segunda; quería discernir entre lo que es atribuible a la apariencia y lo que es atribuible a lo que la apariencia esconde. Esta simple observación marca un hito inigualado en la historia, el descubrimiento del mundo extra sensible, por primera vez no mágico sino sólo oculto a los sentidos del cuerpo. Sus pensamientos laten entre quienes hoy habitamos la Tierra, sin distinción de tiempo, como si estuviésemos oyendo una charla en persona a la cual concurren los viejos filósofos griegos y nos contagiáramos de su acendrado afán de conocer.

Más que de un viento de tiempo se trata de una lluvia de cambios. La pregunta por el ser, por el famoso qué es el ser, abarca también lo sido, lo que va siendo y tal vez lo que será. No es un milagro sino un fenómeno: responde a lo que es venido a nosotros, venido porque no estamos en ni somos el centro de nada, y este fenómeno abarca lo que parece ido, una evidencia que requeriría verbos reacondicionados. Le llamamos pasado porque la memoria engulle todo y hace perder la pista del movimiento y la mudanza. Leyendo historia concienzudamente a veces se disuelve ese espejismo y la realidad vuelve a estar toda ante nosotros, aunque produciéndonos un efecto parecido al síndrome de Stendhal (el malestar producido por el museo al reavivarse prodigiosamente el pasado en unos pocos minutos). Así como no percibimos ciertas frecuencias de ondas acústicas, una amplia gama del espectro electromagnético, radiaciones y emisiones de inverosímiles terremotos estelares y emisiones de gigantes cósmicos que pasan cerca a cada segundo (y quizá alguna que otra dimensión que suele sumarse a las tres o cuatro conocidas), también quedan fuera de foco las dimensiones del ser que sin otra ocurrencia remitimos al tiempo.

La historia que hay tras cada pensamiento, finalmente, la serie acumulada de registros difícilmente atrapables por la memoria y necesitados de exhumación y ordenamiento no es más que el grueso del mismo pensamiento, lo que de él está a la mano y puede aclararlo y enriquecerlo, sin que la inteligencia quede atrapada en un torbellino de transfiguraciones. Nada tiene que no esté presente al asomarse en la pantalla de la conciencia, aunque parezca fantasía: está todo en sí mismo, sin olvido ni viaje en el tiempo. Pero no es posible poseerlo completamente, como no es posible ver a simple vista un electrón ni distinguir las verdaderas distancias que guardan entre sí las estrellas. Tras cada pensamiento hay siempre más pensamiento.

 

SEGUNDA TESIS

Parte 2

 

La segunda tesis requería la enumeración de estas grandes ideas y asuntos que encontramos correspondiéndose directamente con el dominio reflexivo de la subjetividad y no con el de la objetividad. Si la primera tesis giraba en torno a la naturaleza experiencial de la subjetividad, es decir, en atribuir a la subjetividad la misma naturaleza que se atribuye a la objetividad, la de la experiencia, la segunda tesis, que será expuesta ahora, atribuye a la subjetividad la ascendencia de la metafísica. Los estudios, exámenes de la vida mental, exégesis sobre la filosofía del conocimiento y sobre los recursos cognitivos primarios del sujeto humano han sido examinados y juzgados desde siempre desde la óptica de la metafísica. Y esta óptica sigue su carrera entre los pensadores actuales. Si bien han renovado los conceptos a la luz de las nuevas concepciones y de la ciencia objetiva, no tienen otra manera de referirse a la vida mental pese a los esfuerzos de la ciencias neurológicas y químicas.

Las ideas del ser y del ente, de la sustancia y el accidente, del cuerpo y el alma, las concepciones de la vieja filosofía sobre el mundo y la vida, hoy se mantienen en el plano de la especulación tanto como se mantienen en la filosofía clásica, aunque hayan variado en tanto conceptos y se hayan ampliado como temas, asuntos y problemas.  Los sentimientos, emociones, juicios de valor, pasiones, moralidad, gusto, inclinaciones psicológicas, representaciones, imágenes y demás “sentires” psicológicos son objetos primordiales de la versión clásica de la metafísica, la cual no ha muerto o no es necesario dejar morir, como puede creerse. Esta afirmación se podría considerar demasiado simple, demasiado vulgar o, en cierta forma, desenfocada, puesto que la psicología y la neuropsicología, la antropología y la sociología, la ética y la estética ya se ocupan de todo esto. También se podría agregar que el existencialismo y la hermenéutica suscriben su certificado de defunción.

Si se contemplan los grandes capítulos de la filosofía, de aquella semilla primera que aventó el mito y la superstición en los albores del pensamiento griego, pasando a ocuparse del ser sin la intervención todopoderosa de los dioses, si se tiene en cuenta aquella filosofía primera de Aristóteles, se comprobará que esos ingredientes dinámicos de la vida mental nacen en el sentir más subjetivo e íntimo. El ser, la existencia, la nada, el cuerpo y el alma, Dios, la esencia y el accidente, la sustancia última, las causas, el destino, cómo correr el velo de la apariencia y descubrir la verdadera verdad, nacen en la primera prefiguración voluntaria, en la intimidad mental humana.

Vano resultaría desechar la metafísica y tirarla al tacho de los sedimentos históricos, porque está aquí, en el centro neurálgico de la vida donde se cuecen los principales alimentos del espíritu y del conocimiento, es decir, en la subjetividad. Porque ¿qué se cree que ocurre por dentro cada vez que preocupan y anegan la atención las principales interrogantes que saltan en la cabeza de cualquier individuo humano, en la vida diaria o cuando se opta por ocuparse de ellas en forma detenida o sistemática? Ocurre la apertura metafísica y hacemos metafísica casera. Además, no se mitiga la angustia, no se controla el instinto y las pasiones, no se orientan las ambiciones ni se enfrenta la adversidad mediante otra cosa que no sea ese primer buceo en el mar de la realidad que se es y en que se está y por la que se atisba una primera luz en plena oscuridad y en ignorancia. Ese movimiento natatorio es metafísico.

Y no se crea que, por ese curso mental e inmaterial, inapresable por las manos, no incorporable en un cálculo, no experimentable o inexpresable, se deja de estar ligado a la realidad más real. Por el contrario, y desde que nada de lo inherente al saber humano es ajeno al contacto directo con el mundo y la vida, y con el fenómeno único por el que el mundo y la vida toman contacto dinámico e irreversible en la vivencia y la conciencia, la metafísica va pegada a la experiencia, y la subjetividad echa las raíces más hondas en la tierra temporal y espacial con tanta firmeza y vigor como la objetividad y sus formas de manifestarse en tanto conocimiento confiable. Ambas son hijas de la circunstancia, de la misma experiencia personal (porque hay una sola experiencia), de la historia de cada individuo humano. Enseguida se examinará el punto por el cual se diferencian.

La opinión preponderante, según la cual la metafísica es un sistema obsoleto y carente de sentido, que ha agotado la verdad de sus proposiciones al haberse extraviado en el laberinto del lenguaje, puede entenderse y aceptarse respecto a cantidad de problemas prácticos. De éstos se ocupa la ciencia con medios de considerable solvencia y potencia y métodos adecuados que rescatan el sentido de las proposiciones al manejarse sólo con relaciones y proporciones estipuladas con precisión. Pero, fuera de las relaciones espaciotemporales, es decir, en tanto se barajan problemas cuyos términos no se encadenan a momentos o lugares, a relaciones sensibles y concretas, a hechos empíricos y realidades dadas, la opinión mencionada puede flaquear. Las relaciones y proporciones, por ejemplo, las de las ecuaciones de la física y la matemática, se sacuden al topar con la necesidad de flexibilizarse, de adecuarse en el intento de abarcar en una fórmula la realidad comprobada que se les escurre. Una prueba de esto se encuentra en las famosas constantes, la de Planck, por ejemplo, que fija el límite a partir del cual ya no es posible medir nada por resultar 1019 veces más pequeño que un protón (Rees, 2001, 204).

En última y definitiva instancia, todo conocimiento es medida de algo, pero medida de relaciones. No existe medida de ninguna naturaleza particular, sino, solamente, medida de las relaciones que las diferentes naturalezas guardan entre sí. Este es un fundamental principio del conocimiento científico, porque este filón del conocimiento se niega con toda justicia a pronunciarse mediante predicados sintéticos, es decir, mediante aventuras intelectuales que se refieren a lo que no está ya contenido en el saber, en el sujeto de la predicación. Se niega a relacionar nada que no sea posible vincular a lo conocido; rechaza lo que sea incompatible, no asociable con algo, en fin, no relacionable. Sólo se vale de los predicados sintéticos en las etapas de formulaciones cien por ciento hipotéticas.

Todo conocimiento intenta establecer la relación que las apariencias guardan entre sí; no se puede otra cosa. Ninguna ciencia, fáctica o no fáctica, puede proceder de otra manera. Sólo la magia puede hacer aparecer un conejo de una antigua galera. Se puede establecer proporciones: la relación que guardan las naturalezas estudiadas ‒es decir, las apariencias‒ con las demás naturalezas o apariencias; pero, siempre, en cuanto a la cantidad. Cuántas cosas caben en otras; cómo hallar unas en otras, cómo aislar o acorralar la que nos interesa en función de cómo se comportan cuantitativamente las otras; cómo dar vuelta una relación para ocuparnos de la que nos interesa. Así, H2O es una fórmula que expresa las proporciones entre los componentes del agua, pero nada dice respecto a cada uno de los componentes y no dice nada en concreto del agua.

Qué es el agua, sin embargo, es una pregunta universal y maravillosamente humana, como la pregunta acerca de qué es el mundo y la vida; qué papel corresponde al humano en ellos, etcétera. El deseo ancestral que nos impulsa a responder estas preguntas también termina estableciendo sólo un juego de relaciones, pero relaciones que no sólo establecen proporciones y cantidades de unas cosas en otras. No se podría decir con seriedad que la vida multiplicada por el tiempo es igual a la historia, o cosas semejantes que resultarían meros disparates.

Y aunque nada sepamos sobre esos elementos componentes, las relaciones no cuantitativas que se necesitarían para definir naturalezas particulares exigirían proporciones entre elementos que sospechamos muy diferentes al oxígeno y al hidrógeno y al concepto matemático por el cual se duplica la presencia de uno respecto al otro para componer el agua. Las proporciones, en tal caso, se establecen entre aquello que sólo puede concebirse en la escala espaciotemporal, en el factor concreto, liso y llano, de la experiencia sensible. Las relaciones cualitativas también se manifiestan y descubren a partir del hecho concreto de la experiencia sensible. Así, los colores del arcoíris, los diferentes tamaños de las cosas, sus respuestas en nuestra sensibilidad al tocarlos, oírlos, degustarlos, olerlos o recibir su calor. Pero, cuando los efectos últimos de esas respuestas franquean las fronteras de los sensible físico, cuando se metamorfosean en sentimientos, en sentires particularizados e interpretados en su interior por cada mente, pierden el vínculo que los anclaba a la experiencia y adquieren vida propia, emancipada de aquel nexo que las hundía en el lecho espaciotemporal. Entonces, nace la dimensión subjetiva, tan real como la objetiva, y como ésta, según la primera tesis, nacida de la experiencia.

La emancipación de la experiencia, no obstante, resulta un proceso muy complejo y difícil de estudiar. Se desarrolla fuera de las posibilidades de la observación sensible por constituir un fenómeno no sensible, aunque real, no físico, aunque fisiológico, es decir, un fenómeno psíquico. Sus relaciones internas son inconmensurables: es imposible aplicarles un instrumento de medición, una unidad de medida, y también es imposible relacionarlos con proporciones que no resulten demasiado elásticas, aproximativas, borrosas, como cuando decimos que un paisaje, un sonido o un sabor nos gusta más que otro, o que nos gusta menos, o que nos gusta demasiado (términos regulativos de las impresiones que fascinaron a Vaz Ferreira, en una época en que nadie se había detenidos en ellos).

Las relaciones de este tipo, así, quedan en ese limbo mental en el que no guardan una asociación directa con la realidad experiencial, o en el que guardan sólo una relación indirecta con ella. Pues se han emancipado, por lo que nos permiten expresarnos sin necesidad de ser precisos, así como cuando decimos “ya no te quiero tanto” o cuando respondemos si nos preguntan por nuestra salud con un “más o menos” o “un poco mejor”. Este es el limbo próximo a la subjetividad.

Desde que no hay fronteras claras y no es posible establecer clasificaciones entre las diferentes relaciones, es decir, entre nuestras respuestas ante las cosas y seres de la realidad circundante, es hasta lógico que se haya quedado allí y estancado todo estudio sobre la subjetividad, remitiéndola al suburbio de la conciencia. Se prestó, así, a servir de marco a toda aquella actividad de la vida mental que vuela libre y sin reglas conocidas por el cielo de la imaginación, de la fantasía, de las ilusiones y anhelos inalcanzables, de las utopías y de las maravillas que sólo el arte es capaz de traducir en sus diferentes y particulares lenguajes. La subjetividad, de esta manera, se asocia a la dimensión espiritual (hoy algo desvirtuada), dimensión en la que “sentir”, ese fenómeno adyacente a la visión, a la audición, al tacto, cobra otro sentido y aun otro significado: el sentir de los sentimientos[21].

Y, en tanto el ser humano se mantiene, a través de las eras, como criatura dotada de sentimientos, nunca se pudo hacer que el dualismo entre el relacionamiento objetivo y el relacionamiento subjetivo ‒el del cuerpo y el alma‒ se unificaran definitivamente en un monismo que fuera indiscutible y completamente suficiente para abarcar sin distinción a las dos dimensiones experienciales. Esto es, que nunca se pudo establecer la realidad sensible como única realidad aceptable al menos para una consensuada representación de criterios filosóficos que bastasen para barrer con la otra. La dimensión subjetiva, libre y fantástica, no se ha podido reducir fehacientemente a la dimensión objetiva. En algunas incursiones neurológicas o neuropsicológicas, especialmente en casos de desarreglos nerviosos o anomalías conductuales, la relación entre ellas se limita a un puñado de efectos biunívocos entre síntomas de orden somático y reacciones correlativas en el nivel cerebral o en el sistema endócrino. Pero, por ejemplo, nunca se pudo determinar objetivamente qué es la locura, cuándo empieza y cuando termina, como no se puede determinar el punto exacto en que los granitos de arena reunidos empiezan a constituir un montón.

Así, pues, y desde que hemos vinculado a la metafísica con la subjetividad, sería un error renunciar a esta modalidad de pensamiento reflexivo, puesto que ningún otro procedimiento ha sido capaz de rendir cuenta en lenguaje discursivo del sentir de los sentimientos, aparte de como lo han hechos los lenguajes del arte. Y, entre las relaciones experienciales emancipadas, se puede distinguir cierta clase de ellas que han perdido completamente lo poco las unía a su génesis fáctica y vivencial. Nos referimos a una clase tal de relaciones libres que, como los electrones del flujo eléctrico, ya se han transfigurado en otra forma y en otra función, se han metamorfoseado en otra especie de energía relacional. Se ha vuelto inteligencia pura, facultad, capacidad instrumental (en el sentido metafórico), en recurso al servicio del conocimiento.

Llegada a esta esfera de la subjetividad, la experiencia, disuelta en tanto acto y bajo su nueva función en potencia, no en logos sino, diríase, en nous, en inteligencia de carácter espiritual, no discursivo, no preparada sino, más bien, espontáneamente en acecho, se ha liberado también de las limitaciones de la memoria, de lo que se ha acondicionado en las habilidades adquiridas por instrucción, aprendizaje y repetición. Se adelanta así hacia el enfrentamiento con la experiencia nueva, haciendo las veces de casera tecnología mental y espiritual. Tal es la diferencia entre la subjetividad y la objetividad, y aún, la diferencia entre la subjetividad marginal y límbica, apenas emancipada, y la subjetividad libre completamente desenraizada de la experiencia. Para entonces puede aplicarse, resolver problemas, iniciarse como primer puntal ante la adversidad, competir, complementar al conocimiento objetivo. Pero ¿no es este el plano de la metafísica? ¿No hace el relevamiento del mundo? ¿No se proyecta más allá de él como no puede otro procedimiento? ¿No selecciona, orienta, sugiere, señala un camino, proporciona una primera expectativa de disolución de problemas? Y, aun, ¿no da lugar a la esperanza?

 

 

 

IV. EL INTERLOCUTOR FURTIVO

Resumen:

 

En la historia personal se pueden distinguir dos clases de acontecimientos: unos de carácter subjetivo y otros de carácter objetivo. Pero ambas clases de acontecimientos se consolidan en la misma trayectoria de experiencia. Algunas imprimaciones nerviosas surgidas de motivaciones cualesquiera se enlazan con situaciones concretas que exigen resolución de problemas. Mediante este enlace se configuran los fundamentos del saber a qué atenerse en la vida corriente, y se consagra la más importante función de la inteligencia, que se complementa con la memoria, la instrucción, el aprendizaje y la adquisición de habilidades.

PARTE 1

 

Venimos al mundo al nacer, gracias a nuestra mamá, Pero ¿cuándo nacemos, exactamente? La palabra “cuándo” se refiere al tiempo, y tiempos hay muchos al nacer: la gestación, el parto, el alumbramiento, etcétera, por no decir la etapa del bebé y la infancia. Cada una de estas etapas debe de tener un inicio y, por lo tanto, una intersección entre el final de una y el advenimiento de la otra. Sin embargo, no hay forma de precisar ese punto crucial que, además, no nos es útil para ningún efecto práctico.

            Los términos “bebé”, “niño”, “joven”, “adulto”, “veterano” se refieren a un más o menos en el que puede variar el punto de transición, el final de un período y el comienzo de otro. Multitud de hechos se han acumulado, suficientes para que se distingan entre sí: apariencias, experiencia, maduración mental, desarrollo muscular y esquelético. Pero no hay un instante que pueda señalarse como aquel en que termina tal edad y empieza otra. No hay un punto temporal en el que algo empieza a ser eso que lo distingue como lo que es.

            Además, el punto temporal, ¿cómo podría definirse? ¿Qué es ese punto temporal? ¿Cómo se relaciona con el paso o flujo del tiempo, con el transcurso que se vuelve presente por un instante? Viene del futuro, se consolida como instante e ipso facto se va al pasado. Empieza por no ser nada, adquiere una presencia fugaz y pronto se va otra vez a la nada, porque si es pasado ya no es algo. Y se repite y repite esto de tal modo que aparenta ser una cosa que pasa ante nosotros y por nosotros, como pasa la luz ante los ojos o la música por los oídos. Este problema ha despertado sugerencias notables, por ejemplo, negar el devenir y establecer la eternidad del ser por parte del filósofo italiano Emanuele Severino.


¿SOMOS O YA FUIMOS?


¿Cuándo verdaderamente es una cosa o un ser vivo? Parece una pregunta tonta, pero no lo es, porque, en vista de ese misterio en torno al punto temporal se puede preguntar si somos o si ya fuimos. Porque solo es posible conocer lo que hay si lo que hay existe realmente, y para que exista realmente no puede estar en el futuro ni en el pasado: tiene que estar en el presente (otra cosa es el conocimiento histórico y la predicción e imagen posible del futuro). Al instante de ser, ya fuimos, y esta es la condición para conocer, puesto que ¿cómo conocer lo que aún no es o lo que ya no es? La condición es que la cosa sea. Para que haya un ser humano se necesitan cambios por los cuales se constituye y se vuelve existente, del mismo modo que un árbol o una piedra. Al producirse esos cambios nos convertimos parcialmente en pasado sin darnos cuenta. Esto que veo en el espejo, en última instancia, es una imagen de mi persona en el pasado, salvo que el presente vaya conmigo como mi sombra; pero es difícil suponer que seamos la frontera, ¡precisamente, nosotros!

            Para que fuera una imagen del presente debería reflejar el tiempo exacto del instante en que estoy. ¿Cuál sería ese tiempo, el más breve concebible, el instantáneo? Sería el tiempo en el que pudiera permanecer para poder decir: ¡heme aquí, en el presente! El ámbito microscópico que estudia la física cuántica es del entorno de los 10‒33 centímetros (una millonésima de milmillonésima de milmillonésima de milmillonésima de milímetro). Es la distancia más pequeña concebible, llamada “longitud de Planck”, y en estos dominios también hay un tiempo muy pequeño, el “tiempo de Planck”, de 10‒44 segundos, es decir, de una cienmilésima de milmillonésima de milmillonésima de milmillonésima de milmillonésima de segundo (Rovelli, 2018, p. 56), período imperceptible, huelga decir, inaccesible para nosotros habitantes del mundo macro. El mundo cuántico es una dimensión en la que reina la probabilidad y solo es inteligible por medio de la estadística, pues sus entidades, si bien son existentes en el sentido en que decimos que existe un árbol o una piedra, no son observables ni localizables con precisión, de modo que solo son predecibles, y pueden concebirse solo por aproximación como si formaran parte de una nube de probabilidades para cada posición en que la cosa o partícula u onda podría encontrarse, es decir, donde la nube es más densa.


FULGURACIÓN

También nosotros, metafóricamente, somos aquello donde la nube es más densa. Pero véase como se forma esta nube. No se forma por acumulación de gotas de agua, como las nubes reales. Al contrario, lo que somos no es la suma de todos los hechos de la vida, de los pensamientos y sentimientos. Es, más bien, la resta, el resultado de una selección; no la inclusión de todo sino la exclusión de aquello que no nos ha servido para convertirnos en lo que somos: de toda la experiencia, la emoción, el amor y el odio, la adversidad, la buena o mala suerte, los encuentros y desencuentros, la felicidad y la angustia, solo lo que nos ha dejado una huella efectiva “[efectivo”: significado que se atribuye a aquello a lo que se aplica y que “merece sin exageración” (Moliner, 1056), ahora no importa qué], un saldo a favor de la vida y una enseñanza crucial.

            Lo acumulado en buena parte queda en la memoria, de corto o de largo plazo, porque se relaciona con cada momento y lugar de tiempo y espacio vivido (memoria espaciotemporal). Lo que se ha restado y seleccionado, consciente o inconscientemente, en cambio, es indeterminado e impreciso, indefinido en tanto hecho. No ha quedado en la memoria, pues ella registra momentos y lugares y no procesos fenoménicos o neurales ajenos a la conciencia. No se sabe cuándo ni dónde ha impresionado a los sentidos y al intelecto a través de un fenómeno neurofisiológico semejante a lo que Konrad Lorenz, apelando a los místicos medievales, llamó fulguración y también mecanismo inductor ingénito (Lorenz, 1985, pp. 56 y 89).



ESTÍMULOS CLAVE



Hay un fenómeno de filtración de los estímulos, sostiene Lorenz, que “solo deja pasar y surtir efectos a aquellos que caracterizan con suficientes probabilidades estadísticas las situaciones del medio ambiente donde sea posible el comportamiento razonable inducido. Cabría comparar ese aparato receptor a un castillo cuya poterna solo pudiera abrirse mediante una clave específica. Por eso suele hablarse también de estímulos clave” (ob. cit., 90). Este fenómeno reaparece muy recientemente en relación al tema del tiempo como asunto a considerar en la antropología: “El tiempo es la relación sensible y sensual con la vida. Algunos escritores han señalado la capacidad fulgurante que puede tener una sensación para restituir un instante pasado de forma íntegra. De golpe, el tiempo tiene una virtud: mantiene una forma de memoria que no se preocupa por la edad y que está disponible, por decirlo de algún modo, de forma permanente.” (Augé, 2018, 63)

            Ciertas motivaciones experienciales se enlazan con la situación que se presenta, cuyas características particulares se avienen a aquellas motivaciones, con las que se comunican. Mediante este enlace se cierra un círculo sistémico y se produce un nuevo acto de creación fulgurante. La información impresa inducida pasa a integrar la facultad de conocimiento y a completar el sistema de habilidades humanas, con lo que se consagra una importante función en la vida de la persona, tanto o más que la que acumula y memoriza por instrucción, aprendizaje, estudio, ejercitación o reiteración. No parece razonable identificar este mecanismo con la llamada “retroducción” (abducción aristotélica), puesto que, como dijimos, no la posibilita la rememoración. El conocido ejemplo de la margarita de Proust parece ser un fenómeno intermedio entre la memoria y la fulguración, pero el problema involucrado figura entre los intereses de los más importantes investigadores de la subjetividad humana, filósofos, psicólogos, neurólogos y antropólogos, cuyo detalle figura en otros de nuestros trabajos (2015 y 2019).

EL CÍRCULO EPISTÉMICO


Así, pues, y si bien el momento y el lugar representan el mundo que nos suministra conocimiento e inteligencia por la educación y el aprendizaje, con su historia cuantitativa y progresiva, que se corresponde con la experiencia objetiva, también hay un mundo oculto con su historia innominada, cualitativa y vicisitudinaria, emergente de la experiencia como la otra, pero estructurada en lo subjetivo. Se trata de una realidad, y de su correspondiente historia, tan real y existente como la espaciotemporal, pero cualitativa, no progresiva sino decreciente y atenuante ‒discrecional‒, que la fulguración deja como impronta en el sistema nervioso central. Es habitual señalar que en este sistema se procesa la información que llega desde los sentidos, y que de esa manera se originan las respuestas, mentales o físicas y conductuales.

            Sin embargo, es necesario señalar también que ese proceso no podría ser posible si las asociaciones y contornos neuronales no desarrollasen, en una operación inversa, los procedimientos de indagación o exploración perceptiva, tentativa e intencional, a partir de los cuales se activan y encausan las sensaciones o efectos del haz de información proveniente del exterior, sea táctil, visual, auditivo, olfativo o gustativo, sin olvidar aquellos que se encargan de informar sobre la presión, la temperatura, el dolor, que se pueden considerar como diferentes especies de “tacto”. Pero el cerebro no es un simple espejo, aunque en cierta forma haga las veces de espejo; su compleja configuración biofísica incluye ante todo la capacidad de establecer un contacto bidireccional con el entorno.

En primer lugar, es necesario tener en cuenta que “tenemos muchas células especializadas que son sensibles a muchos estímulos que proceden del interior del cuerpo que nunca alcanzan el nivel de conciencia. Particularmente importantes dentro de este grupo se encuentran los receptores de tensión de los sistemas vasculares y de los músculos, y una variedad de receptores sensibles a diferentes tipos de factores químicos. Los receptores de las vísceras y de otros órganos internos se denominan a menudo internorreceptores o víscerorreceptores, para distinguirlos de los externorreceptores olfatorios, auditivos y visuales que reciben las señales del exterior del cuerpo (también llamados telerreceptores: tel, distancia). En general, el conjunto de receptores da información que va desde los más mínimos cambios en el medio interno del cuerpo hasta las señales más débiles que nos llegan desde las distancias más alejadas del mundo exterior” (Shepherd, 1985, 189). Por lo que no solo hay una dirección desde fuera del cuerpo hacia dentro.

            En segundo lugar, debe considerarse la transducción, es decir, el fenómeno por el que los estímulos, ambientales o del interior del cuerpo, “deben convertirse de sus diferentes formas de energía al lenguaje corriente de las señales nerviosas” (ib., 190). Existe toda clase de células receptoras y cada una dispone de una forma diferente de realizar la transducción. Algunas células tienen membranas tan sensibles que pueden detectar estímulos casi irreales; por ejemplo, “las células pilosas del oído pueden detectar un movimiento aproximadamente tan pequeño como el diámetro de un átomo de hidrógeno” (ib., 190). De esto resulta, pues, la acción de dos tipos de direcciones en la transmisión neural, una, cuya fuente es el mismo cuerpo, y otra cuya fuente es el mundo exterior al cuerpo. Y en ambos casos los procesos pasan por las mismas etapas, transducción, flujo de iones a través de las membranas celulares, paso de potencial receptor a impulso nervioso o “descarga de impulso” que “lleva la información al resto del sistema nervioso” (ib., 193).

            La dirección de la información desde dentro hacia afuera, aun, se registra en la recepción de información externa al cuerpo, y se refleja por la presencia de diferentes desarrollos de las células destinados a discriminar la clase de información de que se trate: células receptoras nerviosas en las que intervienen microvellosidades (en el gusto), cilios (olfato y visión), terminales fibrosas (tacto), etcétera, y en todos los casos se comprueba algo más que la simple actividad especular o refleja. Se manifiesta la actividad de ir en busca de lo que se puede recibir o, en otras palabras, de intervenir activamente en la composición del conocimiento final.

            En lugar de limitarse a asimilar imágenes, procesar los datos inmediatos llegados a la conciencia, como se suele decir, el sistema nervioso se especializa en intercambiar datos, enviar tanto como recibir información, porque de lo contrario no discriminaría y no procesaría nada y solo acumularía, como un estanque acumula agua, un río las vertientes que desembocan en su curso y, aun, como un gran depósito en el que se vuelquen objetos de toda clase, alimentos de todas las especies como en chiqueros y objetos de deshecho de toda clase, basurales o estercoleros.

            El tipo de selectividad de la información, por lo demás, no actúa solo en el sentido lineal y temporal sino contra el tiempo, en un círculo energético que se cierra y se abre tantas veces como la experiencia lo solicite. La historia resultante no es continua, el estatus no es determinable por la memoria y su definición no es posible por recuento ni cuenta. Se advierte de este modo el fondo común del que provienen esas dos vertientes y direcciones en la cognición, generalmente reducida solo a una, la receptiva. Claramente, se corresponden con los conceptos de objetividad y subjetividad, con una versión definida por la dirección centrípeta y otra por la dirección centrífuga de la información. Lo que en la práctica se distingue como atención, recepción, asimilación, o por intención, sondeo y exploración. El fondo que las familiariza es la experiencia, por la que se da “la aprehensión sensible de la realidad externa” (Ferrater Mora, 1994, T. II, 1181).

            No queda allí, todavía, esta asombrosa realidad que se esconde en los laberintos neurológicos del conocimiento rudimentario. Existe un intercambio mutuo entre la capacidad de percibir y la capacidad de hacer algo con lo que se percibe. “Un punto importante es que la amplitud del potencial receptor se gradúa continua y suavemente en relación con la intensidad del estímulo. La recepción sensorial implica, pues, la transformación de estímulos sensoriales continuamente variables, en un dominio neural de impulsos que siguen la ley del todo o nada. Uno puede comprender este concepto si piensa que señales analógicas se convierten en señales digitales”. De modo que la descarga del impulso “traduce fielmente los parámetros del estímulo”. Y todavía más: esa descarga “tiende a elevar la respuesta cuando el estímulo va aumentando”. El proceso termina en la percepción sensorial, es decir, “una respuesta comportamental del organismo” (Shepherd, ob. cit., 194 y 197).

            Aparece la dimensión epistemológica como actividad vital por la que se consagra el contacto de la mente con el mundo; la realidad no palpable, aunque de algún modo concreta, por la que las sensaciones se asocian a la reflexión (en el fenómeno de la vivencia). ¿De dónde sale el material a partir del cual la mente piensa, conoce, razona, imagina y se conmueve? Ya en el siglo XVII se respondía así esta pregunta: “las cosas materiales, como objetos de sensación, y las operaciones internas de nuestra propia mente, como objetos de reflexión, son, para mí, los únicos orígenes de donde proceden inicialmente todas nuestras ideas” (Locke, 1980, T. I, cap. I, 165). La experiencia, pues, de la que tanto se habla, no surge solo por la participación de los sentidos del cuerpo y de las sensaciones o percepciones sino, también, por la reflexión y la actividad no sensorial (sin confundir con el confuso concepto de lo “extrasensorial”).


REALIDAD VÉCICA


Lo que deseamos destacar de esta realidad vivida externa e interiormente es su historia inapresable y diseminada en las vivencias. Por bajo la historia objetiva y patente existe otra historia, subjetiva e imponderable, oculta tras lo que solo puede referirse por las veces que la aluden y cuya memoria no interesa además de ser cabalmente imposible. La expresión se vuelve indistinta, indeterminada, borrosa, y aparece la palabra vez, en combinaciones como “cierta vez”, “cada vez”, “una vez”, “todas las veces”, las más indicadas para poner de manifiesto esa otra realidad histórica. Su significado gravita no por las referencias de tiempo y espacio sino por lo que se presupone al hablar, comunicarse, pensar, que se contiene implícito en la comprensión y el entendimiento. Por ejemplo, en las expresiones “Juan dudó un par de veces”, “había una vez un rey” y “el niño faltó una sola vez”, no interesa cuándo, dónde ni por qué dudó Juan, no interesa la época ni el país del rey ni interesa cuándo ni adónde ni por qué faltó el niño. Interesa, sí, la cautela de Juan, la historia del rey y la perseverancia del niño.

            Convenimos en que hay una realidad tan humana como la realidad espaciotemporal, que por provenir de lo indeterminado llamamos realidad vicisitudinaria o, para simplificar, vécica (de “vez”, en latín vicis, que quiere decir “turno” y “alternativa” ‒antiguamente, vecero era aquel a quién tocaba el turno). Cuando hablamos de “vez”, en consecuencia, ya no nos interesamos por lo que se refiere a momento y lugar, al cuándo ni al dónde, sino a “la vez en que” tal cosa, cualquiera sea, se haya correspondido con una experiencia cognitiva de valor general e intemporal. No importa cuál contenido específico sino lo que representa, significa o importa para todos los contenidos y circunstancias posibles. Esta realidad y su historia es el objeto de nuestra teoría, y la justifica la evidencia de que hay otra realidad y otra historia que permiten comprender cabalmente la naturaleza del conocimiento humano. El hecho de que no haya un punto exacto de intersección entre fines y comienzos en las etapas de vida, y que solo haya grados, nubes o densidades y no tiempo fluyente, y también la apariencia de que somos más pasado que presente, nos induce a concebir la teoría vécica, porque a todas luces asoma la sospecha de que hay algo más que tiempo y espacio.

            Hegel indicó que, aun cundo reunimos toda clase de instrumentos para conocer, somos algo completamente simple: “Todo individuo es una riqueza infinita de sensaciones, representaciones, conocimientos, pensamientos, etcétera; pero yo soy, sin embargo, por esto completamente simple: un fondo indeterminado, en el cual es todo esto conservado sin existir; solo cuando yo traigo a la mente una representación, la saco fuera de aquel interior a la existencia ante la conciencia […] Así el hombre no puede nunca saber cuántos conocimientos conserva de hecho en sí, aunque los haya olvidado. Estos no pertenecen a su actualidad, a su subjetividad como tal, sino solamente a su ser en cuanto es en sí. Y la individualidad es y sigue siendo dicha interioridad simple en toda determinación y mediación de la conciencia, que más tarde es puesta en ella.” (Hegel, 1944, § 403)


PARTE 2


Cuando se habla de masificación (Ortega y Gasset), de miedo a la libertad (Fromm), de crisis de la modernidad (Habermas), de fin de los grandes relatos (Lyotard), de pensamiento débil (Vattimo), de modernidad líquida (Bauman), de distanciamiento del prójimo (Zoja) y de otras interpretaciones igualmente oportunas y explicativas de los fenómenos sociales característicos de la época actual, se denuncia el vaciamiento de la racionalidad. En todos los casos se habla de la realidad objetiva, pero hay otro vaciamiento, en este caso de carácter subjetivo, y quizá benéfico para la sociedad: el de la espacialidad y la temporalidad.

LO REAL Y LO VIRTUAL


En las teorías de la posmodernidad no se tiene en cuenta la subjetividad humana sino en lo que tiene que ver con la dimensión social. Se excluye la dimensión mental como orden fundante de conocimiento, de cosmovisión, de ideas, nociones, conceptos que, estén o no avaladas por las ciencias y la filosofía, de todos modos, fluyen como pensamiento propio en la vida corriente. Los argumentos se apoyan en la constelación de cambios en la visión humana sobre el mundo, especialmente en cuanto a lo objetivo: el final de los grandes relatos como final del mundo físico y social, la licuefacción del pensamiento respecto al saber concreto y sólido, la debilitación del conocimiento asumido como racionalidad moderna, poderosa, empírica y deductiva, y la transformación de los sentimientos, la emocionalidad, la moral y los valores casi siempre relacionados con la comunicación y la convivencia enteramente palpable y corporal.

            Y en todos los casos se tiene en cuenta la relación de la realidad fáctica. Lo posmoderno se deduce de lo objetivo, de lo que se aprecia en las conductas y en las tendencias estadísticas. Sin embargo, algunos autores sugieren algo más, por ejemplo: “Cada día tenemos ante nuestros ojos una tragedia que está ocurriendo en algún lugar del mundo, de la cual hasta hace poco recibíamos noticias esporádicas, a veces ni siquiera una vez por década: el hambre, el retorno de enfermedades devastadoras, los dramas climáticos, las masacres olvidadas. Aquello que merece nuestra compasión y requeriría nuestro amor es cada vez más evidente, pero está cada vez más lejos, se vuelve cada vez más abstracto. La globalización del amor podría representar una nueva y exaltadora conquista, pero es, al mismo tiempo, profundamente antinatural. Al verlo sobre todo en la televisión, todos sufrimos una trágica privación del prójimo. El enriquecimiento que nos brinda la información, al ser inflacionario y abstracto, contribuye también a la desaparición de la solidaridad, que querría combatir.” (Zoja, 2015, 136) Y conocemos perfectamente el cabal sentido que encierra esta reflexión.

            La globalización real y virtual del mundo es una realidad como cualquier otra, que responde a una vivencia también real, que se inscribe en la vida cotidiana y concreta como se inscribe la escena de abrir la puerta de casa cada día para salir e ir al trabajo. Ir al trabajo o de compras se ha vuelto tan real como visitar la tumba de Tutankamón o apreciar el interior de San Pedro de Roma, y ya casi tan real como habitar la Luna o Marte. Esto es indiscutiblemente cotidiano, y es virtual, pero también real. Que todavía no podamos tocar la tumba, entrar a San Pedro u hollar el suelo de Marte es algo intrascendente, porque descontamos que en el futuro se podrá ver y tocar a gusto. No es absurdo pronosticar el declive de la sensibilidad, tal como la concebimos ahora, si no de su ocaso. La información proporcionada por ella no es la única fuente de conocimiento. Se sabe que este dilema nunca ha sido resuelto, que se sostiene en la antigüedad clásica y estalla con el Iluminismo.

            Al enteramos de que existe una nueva pandemia, y aunque no la experimentemos en carne propia, se convierte en hecho real, como si cada uno la padeciera. La nueva realidad sentida, establecida en términos lejanos o a distancia, ya no es sino realidad a secas; realidad como la del sillón en el que nos sentamos ahora. Ya no hay ningún aquí ni ningún ahora que hegemonice la realidad. Existe una realidad que no es preciso llamar “virtual” porque es virtual por la sola forma de conocerla. Es real lo que ocurrió ayer y lo que ocurre hoy en las antípodas de la Tierra, y pertenece todo a un mismo presente que se vive intensamente.

            El riesgo de este sorprendente giro intelectivo de la humanidad consiste en que facilita la apropiación indebida de la realidad. Tiende a hacer extensivo el sentido de lo que es propio, que instintivamente parece corresponderse con nosotros, el contorno, el país, la localidad en que vivimos, los amigos, al mundo entero. Se establece por lazos que se afirman en lo objetivo, pues despierta una clase de sentimiento reflejo, externo, estereotipado, filtrado por la intermediación de imágenes, relatos, información discursiva, raciocinios ya formulados, no como impulso interno. Es una clase de sentimientos muy diferente a la de los sentimientos originales. La condición posmoderna, pues, parece definirse en términos de rasgos puramente objetivos.

            Aparece la virtualidad como modo de “ver” el mundo, el fondo de sus océanos, los picos más altos de sus cordilleras, los rostros de los habitantes del lugar más distante. Pero no se trata de un modo de ver artificial o despreciable, porque se vive con igual intensidad que la experiencia inmediata. Vivir decreta la realidad, y cada persona elige, o se afana por elegir, el vivir que le sienta mejor. La experiencia personal asume la experiencia virtual, el mundo que amplía sus horizontes objetivos merced a las tecnociencias, que se suma a la contribución fundamental volcada en la inteligencia. De esta asociación se configura la realidad presentida como realidad sentida, y la historia personal no vivida como vivida. “Pues si vemos lo presente/ como en un punto se es ido y acabado, / si juzgamos sabiamente, / daremos lo no venido/ por pasado.” (Manrique, copla 2, 26)


EL INTERLOCUTOR AUSENTE


De manera que vivimos inmersos en una realidad no inmediata, innominada e inubicable; no nos interesan las contigüidades, las continuidades, los nombres ni las fronteras que separan o que unen las representaciones mentales y los fenómenos psíquicos, sean de la especie que fueren. Tampoco necesitamos ubicaciones cronológicas, contigüidades ni circunstancias afines, fueren próximas o lejanas, para sentir, pensar y tomar decisiones. Nos alcanza con lo fortuito, porque no dependemos de lo que hemos experimentado en cada una de las veces vividas en nuestra historia. Ahora vamos más allá de la cognición filtrada por la experiencia inmediata. La inteligencia funciona sin importar el cuándo ni el dónde, haciendo de todos los cuándos y dóndes una acumulación inanalizable al estilo de las síntesis aplicadas en la experiencia inmediata. Si la experiencia inmediata selecciona y resta, la mediata acumula y suma. Una desintegra y la otra integra. Pues existe una dinámica de exclusiones y otra de inclusiones.

            Pero no acumulamos las diferentes destrezas obtenidas en el pasado para levantar unas pesas o para correr los cien metros olímpicos. Sólo diferenciamos aquello que nos ha permitido obtener esas destrezas, hacerlas nuestras. No aplicamos todo lo que hemos vivido sino lo que nos ha resultado provechoso. La experiencia de la virtualidad, sin embargo, permite apreciar una condición que está de por sí en la experiencia real. Se trata de la vivencia del tiempo. Por la virtualidad parece que somos algo por lo que otro “algo” misterioso fluye, o aun que somos el fluido mismo. No que estamos, sino que somos el espacio y el tiempo. Nos parece que el tiempo convencional, lineal y continuo, que fluye del futuro al pasado y que solo nos permite existir cabalmente en el presente fugaz, está acabado.

            Por esta ampliación de la experiencia personal somos ahora todo lo que somos; ya no como si fuéramos por partes, una en el presente, una en el pasado y otra en el futuro. Se podría decir que somos una nube de existencia y realidad que nos encuentra en donde es más densa. El filósofo italiano Emanuele Severino sostiene que todo está aquí, salvo que existimos solo en una parte, un argumento que tiene su antecedente en Parménides (Palazzo, 2019, 121 y ss.). Henri Bergson también contrapuso las ideas de tiempo real y de duración, esta última referida a la inteligencia:

            “preocupada, ante todo, por las necesidades de la acción, la inteligencia, como los sentidos, se limita a tomar de tarde en tarde, sobre el devenir de la materia, vistas instantáneas y, por lo tanto, inmóviles. La conciencia, como se regula, a su vez, por la inteligencia, mira de la vida interior lo que ya está hecho, y solo de un modo confuso la siente hacerse. De este modo se destacan de la duración los momentos que nos interesan y que hemos recogido a lo largo de su recorrido […] Mas cuando, especulando sobre la naturaleza de lo real, lo seguimos mirando como nuestro interés práctico nos pedía que lo mirásemos, nos volvemos incapaces de ver la evolución verdadera, el devenir radical […] Es esta la más sorprendente de las dos ilusiones que queríamos examinar. Consiste en creer que se puede pensar lo inestable mediante lo estable; lo moviente por lo inmóvil” (Bergson, 1985, 241).


CONFUSIÓN EN TORNO A LO PALPABLE


Aproximémonos ahora a esa realidad aparente que llamamos objetiva o espaciotemporal. ¿Qué tenemos que ver con ella? Cada instante de la historia, cada espacio visitado, esa mezcla de instante y lugar que se dice que vivimos y a la cual solemos atribuir la única realidad concebible, ¿qué tiene de común con nosotros? Los sentidos nos informan que tiene de común un cruce de recorridos físicos y vitales en una comunión que llamamos circunstancia. Y, aunque esto sea indiscutible y pueda corroborarse una y mil veces, sin embargo, no es lo único que configura la vida, la historia, la experiencia y aun la personalidad humana. Hay algo quizá más importante que los sentidos no registran o que solo registra un sentido interno. La virtualidad ha encendido la mecha que hace explotar esta sospecha.

            Hemos puesto toda la existencia en el tiempo y por esta exageración se nos hace difícil apreciar que hay algo más, y que ese algo es lo que no se ve por quedar fuera de la objetividad espaciotemporal. Encerrar la existencia en el tiempo nos inspira confianza, porque parece palpable y real. Asumimos la irracionalidad y lo ilusorio solo en el marco de la subjetividad, que está en todos los humanos. Y se nos ha vuelto tan difícil apreciarla, en su función inteligente, que aceptamos a la persona en tanto historia, es decir, solo como la parte ya ida de su vida, la parte que no está. Sabemos que ha sido real, porque comprobamos su objetividad, su existencia disociada de toda ilusión e imaginación. Pero en el preciso ahora no es real.

            Y, sin embargo, ¿de dónde salen las provisiones para vivir, de qué conocimientos, de qué experiencia, de que enseñanza, de qué cosas? Si lo que nos constituye se ha ido a la historia porque ya no existe, o hemos seguido adelante nosotros dejando atrás lo que nos constituye, ¿de dónde salen las provisiones y recursos? La confusión es clara: debemos ser asistidos, y lo que puede asistirnos parece ser la historia en que enseguida nos convertimos; pero, la historia, ¿dónde está? ¿Es solo recuerdo, fuente de consulta? No nos provee ni nos asiste un fantasma, sino lo que poseemos y existe, el conocimiento existente, la experiencia existente, lo que aprendemos en tanto existimos. Si el conocimiento es objetivo, y la experiencia concreta y palpable, entonces nada del conocimiento ni de la experiencia han dejado de existir, ni nadie ha permanecido en la existencia sin su parte fundamental. Pero, hemos hecho de lo fundamental algo absolutamente efímero y demasiado fugaz.

            La experiencia virtual insinúa que lo fundamental no es sólo lo palpable. Lo es también lo que hemos vuelto impalpable por el contacto con el mundo a través de la experiencia y por la reflexión de esa experiencia en el arco de las transfiguraciones y metamorfosis del conocimiento. Es nuestro fundamento y lo demás es, más que fundamento, aquello que se apoya en los fundamentos. Así, pues, el pensamiento es impalpable, el sentimiento es impalpable, la moral, los valores, la idea del bien son impalpables. Y, aunque sean impalpables, existen.

            Es necesario algo más, es necesario vivir haciéndonos, construyéndonos por el trabajo fundamental de elegir y de hacer nuestro lo deseado, incluso de adaptar, por no decir construir, el mundo en que vivimos. Se trata de una vieja concepción, presente ya en los filósofos románticos, en la “intuición intelectual” de Fichte (Fichte, 1984, Segunda Introducción, c. 5, 839), en la “intuición esencial” de Husserl (Husserl, 1962, § 3, 20), en la antropología de autores como Arnold Gehlen y Max Scheler (Llambías, 1981, capítulos III, 145 y V, 235), y en las ideas directrices de pensadores como el uruguayo José Enrique Rodó y el argentino Alejandro Korn.

            Ahora bien, nada nos salva del azar, y tampoco de la acumulación y de la repetición, que pueden resultar útiles a la memoria y muy oportunos para el conocimiento que se ocupa de lo que corresponde al espacio y al tiempo. Pero, el trabajo soberano, libre y autónomo, al que obliga la vida por el hecho de vivir lo elemental, de satisfacer obligadamente las necesidades primarias, es el que promueve la evolución voluntaria o que, al menos, acompaña a la involuntaria y a la marcha del mundo.


LA POSMODERNIDAD COMO PRUEBA


La civilización actual se ha acercado a la muestra más extraordinaria de esa dimensión impalpable que reivindicamos y que es necesario confirmar. Ha hecho que el tiempo y el espacio tiendan a cero, si no a desaparecer. Ha llegado a presentar a la conciencia la prueba más contundente de lo decisivo de la voluntad constructiva de la humanidad. Es la que influye sobre las posibilidades de la inteligencia: los regalos del conocimiento y de sus derivaciones prácticas abren la posibilidad de entender cómo funciona todo lo externo al yo. Si hasta ahora se creía que era necesario aumentar el conocimiento para entender el mundo, ahora se sabe que es necesario entender el mundo para aumentar el conocimiento.

            ¡Cómo se explica esta contradicción a todas luces inaceptable para la racionalidad tradicional?

            Entender el mundo es vivirlo, experimentarlo, resolverlo como problema, enfrentarlo con un resultado al menos aceptable en lo elemental de la vida, esto es, en el interior subjetivo. Entender es un trabajo individual, aunque es claro que sería imposible realizarlo sin la participación reguladora de la objetividad social en la que el individuo se desarrolla. Si bien el conocimiento objetivo contribuye grandemente a entender el mundo en su estructura general, no es suficiente para vivirlo a cabalidad. No alcanza pensar para luego existir ni existir para luego pensar, y aparece el vertido del pensamiento en la existencia y de la existencia en el pensamiento como el verdadero círculo de retroalimentación. Es el que se corresponde con el pequeño ecosistema que somos. En consecuencia, disponemos de la recursividad como técnica para pensar y existir.

            Es el juego por el cual una pauta de intelección del mundo genera en sí misma otra pauta semejante que multiplica la comprensión dando lugar a nuevas configuraciones cognitivas. Y también, el juego por el cual una fórmula de preservación de la vida, o de superación de los estados de cambio, permite reproducir otras fórmulas que se replican posibilitando nuevos modos de existencia. Se reproduce así este ciclo prácticamente en forma infinita (la idea está en Chomsky, 1974, § 3.3, 39, en relación al lenguaje). La recursividad posibilita la apertura del círculo de retroalimentación, fuere una red neural o la formación reticular “responsable del estado general de alerta del cerebro” (Penrose, 1991, 474). Con lo que se consagra el desenvolvimiento intelectual para entender el mundo y para alcanzar la integración plena a la realidad a la que se pertenece mediante la intervención de la conciencia.

            Vivimos el mundo palpable, que habitamos merced a los recursos formularios de que disponemos para integrarnos a la vida, y también vivimos el mundo impalpable. En este intervienen las pautas de intelección recursivas que aplicamos a diario, de todas maneras y aunque no lo advirtamos. Las construcciones inapreciables son las que primariamente nos permiten afrontar la adversidad y los problemas, y no habría construcciones sin adversidad y problemas. El conocimiento objetivo solo se alimenta a sí mismo, afortunadamente, mientras que el subjetivo alimenta al sujeto. Es meridianamente claro que entender el mundo no es explicarlo ni mucho menos mostrar sus particularidades visibles u ocultas. Entender es solo poner en orden, suministrar desde sí mismo y en forma autónoma la figura que pone en comunicación el mundo que se vive con el mundo que se siente, la vivencia y los sentidos. Es poner al habla el mundo y el yo.


EL SISTEMA NERVIOSO CENTRAL


Muchos filósofos y científicos apelan a estas primicias para desarrollar explicaciones, teorías e incluso demostraciones de validez y verdad. Aparecen la intuición y el pálpito, pero no se sabe a ciencia cierta de qué se trata. Una función neurofisiológica está seguramente en el centro de su explicación científica, como, por ejemplo, la descubierta por Donald O. Hebb. Este biopsicólogo llamó “reunión de células” a “un sistema que está organizado inicialmente por un acontecimiento sensorial particular, pero que es capaz de continuar su actividad después de que haya cesado la estimulación” (Kolb y Whishaw, 1986, cap. 20, 463). Según esta teoría, la esencia de una idea o contenido de pensamiento consistiría en que tiene lugar en ausencia de un acontecimiento ambiente original con el que se corresponde experiencialmente. Intenta explicar los acontecimientos psicológicos mediante propiedades fisiológicas del sistema nervioso, aunque está orientada en el sentido de explicar la memoria y el aprendizaje. Nos preguntamos si Hebb no se habría aproximado, sabiéndolo o no, a un orden de procesos más amplio. “Hebb concluyó que la inteligencia y la conducta en general están influidas por la experiencia” (García, 2018, 58), y esto es lo básico.

            Se ha dicho que la mente funcionaría como una computadora, pero seguramente es al revés: la fisiología del sistema nervioso ha sido la inspiración de la virtualidad computacional. La virtualidad es una imagen versátil construida en base al juego de circuitos interconectados y algoritmos reunidos y combinados adecuadamente para disminuir, disimular o licuar la imagen de la realidad objetiva. Según Hebb, en el sistema nervioso central se registra la actividad por la que activan bucles neuronales y reuniones de células que mantienen su actividad cuando el estímulo ya no es vigente. Esta explicación, sin embargo, y desde que “sólo implica que un ‘estímulo’ lleva, a través de un ‘centro reflejo’, a una reacción estereotipada, es insatisfactoria, porque deja de lado dos cosas: la primera, que el resultado repercute sobre el estímulo, y la segunda, que el flujo de información en el circuito cerrado de acción es fundamentalmente continuo.” (Schmidt, 1980, 245) En su lugar, deben considerarse los “circuitos de regulación”, como el de un aire acondicionado hogareño que, a través de un sensor de temperatura, permite la interacción entre el mecanismo productor de calor o frío y la temperatura ambiente: “el regulador y la zona de regulación están concatenados en un efecto circular” (ib., 246, 247).

            Todo conduce a la hipótesis según la cual el conocimiento humano no se obtiene por el simple reflejo de la realidad en lo que sería el espejo de la mente que compondría imágenes, representaciones e ideas. En su lugar, habría un intercambio por el cual se registraría una bidireccionalidad de la información, potencial de acción o acción neural. Se reproduciría el mismo intercambio entre los circuitos interneuronales, asunto que ha sido demostrado experimentalmente. Determinadas configuraciones nerviosas originadas en la experiencia se activarían entre sí y actuarían al asociarse recursivamente, por semejanza o por regulación interna. En esto se sobreentiende la gravitación del genoma humano, sobre el cual obra indefectiblemente el epigenoma, es decir, el acervo incorporado a través de la vida y por el cual se habilitan nuevas habilidades por modificaciones a nivel celular (Alonso & Alonso, 2018, 119).

            Influyen los genes y el ambiente, pero, “ni los genes ni el ambiente son totalmente prescriptivos o determinantes para que el cerebro se forme adecuadamente: más bien, el desarrollo del cerebro se caracteriza por una serie compleja de hechos dinámicos y adaptativos durante todo el tiempo necesario para promover la aparición y la diferenciación de nuevas estructuras neuronales o de hacer funcionar mejor las existentes”. En esto, “la experiencia que acumula cada individuo puede dejar improntas indelebles en su sistema nervioso, y las capacidades cognitivas del cerebro pueden ser potenciadas por el aprendizaje” (Cotrufo, 2018, 41). El desempeño del conocimiento humano, en este sentido, augura otros caminos descriptivos: “la forma de aprendizaje debería cambiar su metodología. La manera tradicional de mejorar la retención de información, o la práctica de una tarea mediante repeticiones sin fin, debería sustituirse por la reactivación, breve pero intensa, de los circuitos que participaron en el aprendizaje inicial. Por ejemplo, una vez identificada una población de neuronas que se hayan activado durante el aprendizaje de una tarea, si consiguiéramos activar de nuevo la mayoría de esas neuronas desde el exterior del cerebro, se consolidaría lo aprendido de una forma mucho más firme” (Ferrús, 2018, 121).

            Según la teoría vécica, no habría intercambio de contenidos. El intercambio no se produciría en virtud de semejanzas entre pares de estímulo-respuesta, que la memoria se encargaría de activar para que sirviesen ante nuevas circunstancias con iguales resultados. Habría, en cambio, un relacionamiento entre patrones nerviosos de gran plasticidad, característica que se conserva toda la vida (García, ob. cit., 82), y que, dentro de ciertos márgenes, se envolverían en una nube de probabilidades asociativas y recursivas, en la que intervendrían la acción mutua entre los genes y la influencia del medio. El factor fundamental, pues, sería la modificación y no el almacenamiento, por lo que no sería la memoria la que controlaría las modificaciones neuronales, sino, al revés, serían las modificaciones neuronales las que controlarían la memoria. La neurociencia admite que la experiencia modifica el cerebro de los animales (ib., 61), por lo que queda claro que, así como modifica los contenidos de conciencia, modifica igualmente la fisiología del cerebro.

            No sería el almacenamiento computacional lo que decidiría el conocimiento sino la generación de ciertas pautas de procedimiento, modalidades o formas que se originarían a partir de los estímulos. No se reproducirían contenidos del almacén de la memoria y solo se crearían o recrearían formas o reuniones de células ante estímulos que no tendrían que ser los mismos sino sólo quedar comprendidos en la nube de probabilidades. El fenómeno se vincula directamente con la dinámica mental básica relacionada con la comprensión de la realidad objetiva. De allí que las respuestas para resolver problemas pueden resultar inadecuadas o insuficientes; si se reprodujeran los mismos contenidos y si esos contenidos estuvieran respaldados por el éxito, el cerebro jamás se equivocaría y la inteligencia sería omnisapiente.

            El problema surge cuando se aproximan la filosofía y la neurología, es decir, la teoría del conocimiento y la teoría de la neurona. Porque los neurólogos no disciernen la función correspondiente al conocimiento y los filósofos no se las entienden con la fisiología del cerebro. Así, por ejemplo, la explicación de cómo funciona la memoria es un terreno de avanzada de la neurociencia; en ella se incluye lo que tiene que ver con la inteligencia. La memoria es el título bajo el cual se desarrolla la función cognitiva, especialmente lo que se denomina “memoria de trabajo”: “existe un tipo de memoria valiosísima, la que empleamos como base para realizar actividades cognitivas básicas, como la comprensión, el razonamiento o la resolución de problemas, para la que no necesitamos esa transformación” [la transformación de la memoria a corto plazo en la de largo plazo] (García, ob. cit. 70). Y, “además de ser un sistema de almacenamiento de información, opera con ella, la organiza y elabora continuamente y la recupera mentalmente cuando conviene” (ib., 72).

            Pero ¿de qué clase de almacenamiento de información nos habla la neurociencia? Nos presenta la maravillosa fisiología del sistema, dice que se almacenan contenidos y que ellos son organizados y elaborados continuamente. Nos parece que esa información no podría ser de contenidos, y que no almacena dentro y solo selecciona en la experiencia. De lo contrario, el cerebro sería igual a una computadora, comparación que la misma neurociencia señala como inexacta (ib., 126). Nos parece que, si bien por un lado la función cognitiva se incluye en el mapa de la memoria, a su vez, se habla de la memoria, es decir de la conservación de contenidos, como de una subclase: “Podemos hablar incluso de un cambio de paradigma, pues se ha pasado de las teorías modulares del cerebro a los modelos de redes neuronales, estrechamente interconectadas e interactivas, parcialmente coincidentes y solapadas, y muy distribuidas sobre todo por la corteza cerebral, que es la base de las funciones cognitivas: percepción, memoria, atención, lenguaje, inteligencia.” (Ib., 46)

            Es de sospechar que la inteligencia es asunto aparte; mejor que pensar en la memoria como encargada de la inteligencia resulta pensar a esta como encargada de la memoria. Se llega a hablar de “constructos”: “existen etapas en las que los recuerdos se codifican, es decir, se convierten en constructos que pueden ser almacenados en el cerebro, como cambios en la fuerza sináptica” (ib., 67). También de “esquemas”: “Recordemos que nuestro cerebro, en un ejercicio admirable de economía cognitiva, en vez de percibir y recordar todos los detalles de una persona objeto o acontecimiento, se sirve de unos esquemas ya almacenados en nuestra memoria y procura atender solo a las características distintivas del nuevo estímulo” (ib., 80). El neurocientífico Michael M. Merzenich agrega algo importante: “Una cosa es que la experiencia condicionara nuestra conducta”, como afirmara Hebb, pero Merzenich habla “de algo mucho más serio”, pues en el cerebro adulto pueden darse “reestructuraciones neuronales rápidas” (ib., 61). ¿Qué quiere decir?

            La teoría vécica no tiene cómo apartarse de tales afirmaciones, que sólo confirman su hipótesis central. Pero parte del supuesto según el cual no podría tratarse de contenidos, recuerdos, improntas determinadas que vuelven a activarse ante estímulos semejantes. Prefiere suponer que se reactiva una pauta sin contenido y que sólo se configura en el sistema neural por la forma. ¿Qué sería esta forma? Pues, esas mismas configuraciones sugeridas por los científicos, “constructos” y “esquemas”, y también de “circuitos”, “sistemas de células”, etcétera. Las hemos llamado huella, fulguración, algoritmo, pauta bio/lógica y de otras maneras quizá inadecuadas.

            Hemos preferido hablar de vez y de series (vécicas) discontinuas e indeterminadas que por tratarse de contenidos vacíos impiden hablar de memoria. Seguramente, la memoria es un registro asociado a la inteligencia y al conocimiento, pero no puede ser su pista de aterrizaje y mucho menos su torre de control. Y, si así fuera, entonces el cerebro no sería otra cosa que un gran disco duro, un pendrive sofisticado carente de la plasticidad del cerebro humano. No podría aceptarse, en tal caso, que, según Erik Kandel, “los cambios sinápticos a corto plazo implican modificaciones de proteínas preexistentes que conducen a modificaciones de las conexiones sinápticas también preexistentes” (ib., 69).


ANTECEDENTES CRUCIALES


“Sería fascinante seguir el desarrollo de los conceptos acerca de los sentidos desde el principio, pero, para entender el establecimiento de los conceptos modernos, necesitamos remontarnos solamente al siglo XIX. En 1830, Johannes Peter Müller, de Berlín, publicó un monumental Tratado de fisiología humana que fue el libro de texto de fisiología definitivo en Europa y América durante muchos años. En él se resumían los trabajos sobre fisiología sensorial y se promulgaba la “ley de las energías nerviosas específicas”. Esta ley dice que somos conscientes no de los objetos en sí, sino de señales acerca de ellos transmitidas a través de nuestros nervios, y que hay distintos tipos de nervios, teniendo cada uno su propia ‘energía nerviosa específica’. Estos tipos de nervios considerados por Müller correspondían a los cinco sentidos primarios que Aristóteles había reconocido: vista, oído, tacto, olfato y gusto. La energía nerviosa específica representaba la modalidad sensorial que cada tipo de nervio transmitía. El punto clave está en que el nervio transmite tal modalidad sin importar de qué forma ha sido estimulado. Así, un shock eléctrico o un golpe en la cabeza pueden estimular los nervios del oído y crear la sensación de sonidos en nuestras orejas […] En términos modernos, se reconoce que hay células receptoras específicas adaptadas para ser sensibles a diferentes formas de energía ambiental. Las formas de energía sirven de estímulo a las células receptoras.” (Shepherd, 1985,187-188)

            El problema que encierra esta información está en que la teoría de Müller ha sido modificada en lo que atañe a las “energías nerviosas específicas” que se corresponderían con las diferentes modalidades sensoriales. De acuerdo a la visión actual, las modalidades o cualidades de la sensación dependen del tipo de fibra nerviosa excitada y no de una energía específica: “Según una vieja doctrina llamada ley de Müller de la energía específica de los nervios, un área del cerebro realiza su función dada porque recibe fibras procedentes de un sistema sensorial determinado. Por ejemplo, vemos con la corteza visual porque esa región recibe fibras procedentes del ojo. La utilidad explicativa de esta doctrina está abierta al debate” (Kolb y Whishaw, 1985, 588). La cualidad de la sensación dependería del tipo de fibra nerviosa que interviene en la percepción y no sólo del estímulo que proviene de los sentidos. Pues “son las propiedades de la membrana subsináptica, y no los propios transmisores, los que deciden sobre su acción excitadora o inhibidora” (Schmidt, 1980, 126).

            Se ha demostrado que las mismas asociaciones neuronales interactúan entre ellas, activándose unas a otras en los casos en que existen semejanzas entre las que han permanecido y las recientes. No semejanzas semánticas, representacionales, mecánicas, etcétera, sino semejanzas formales, semejanzas en la función o en la forma lógica en que los circuitos y conexiones neurales se aplican en cada caso, en cada circunstancia y bajo cualquier motivación, de acuerdo al impulso de entrada o salida que obre en cada caso. Se habla de algoritmos genéticos, pero también habría algoritmos generados por la acción perseverante del medio ambiente. Se cumpliría la recursividad por la que unas pocas interconexiones se encargan de controlar un número infinito de contenidos, representaciones, ideas, recuerdos o lo que sea.

            “El cerebro utiliza normas generales (al igual que se puede regular el tránsito en una gran ciudad con unos cuantos semáforos y señales) y los axones, los cables biológicos que llevan la información hacia otra neurona, son guiados hacia sus dianas por señales químicas. A menudo, la conexión precisa se asegura permitiendo que muchos axones compitan por un objetivo determinado, y los que pierden esa carrera son eliminados. Un mecanismo muy darwiniano.” (Alonso & Alonso, 2018, 40) Las configuraciones que la experiencia selecciona de lo indeterminado y selecto, y que permanecerían por resultar a favor del organismo, obrarían sobre la información en bruto proveniente de los sentidos.


LA EXPERIENCIA VIRTUAL


¿A qué se refiere el psicólogo Luigi Zoja? Como ya se vio, ha escrito: “Cada día tenemos ante nuestros ojos una tragedia que está ocurriendo en algún lugar del mundo, de la cual hasta hace poco recibíamos noticias esporádicas, a veces ni siquiera una vez por década…” No se refiere a tiempos ni a lugares; solo habla de “cada día”, de “algún lugar”, de “noticias esporádicas” y de “veces”. Pero, si esas palabras no hacen referencia a lugares ni tiempos, sin embargo, sugieren realidades concretas que producen efectos reales en nosotros. El mercado de noticias procede con el mundo y sus acontecimientos como nosotros lo hacemos con nuestra vida y nuestra historia. Escoge hechos y personas, episodios y procesos, primicias y asuntos consabidos, y los presenta en una sola vez. De modo que las que fueron muchas veces se reducen a lo que es solo una. Lo casual y contingente se vuelve permanente y necesario, y alguien ha escogido de un sinfín de datos brindados en masa aquellos que pueden interesar o que se prestan para ser vendidos con facilidad, puesto que la información también es promovida con un fin económico.

            El lugar y el momento de la noticia se respeta al producirse el hecho. Pero, de acuerdo a sus repercusiones en las teleaudiencias, poco a poco va perdiendo especificación para entrar a formar parte de una visión de conjunto o de una función estadística. Y todo se convierte en “veces” evaluadas en porcentajes que se comparan con “veces” de períodos anteriores. La fuerza de la noticia, en consecuencia, surge de las comparaciones por las que se establece la importancia de muchos aspectos de la actividad mundial, de cuestiones, asuntos y tendencias, y se abren las posibilidades de buscar remedio a los problemas que encierran. En suma, se eligen experiencias, se diseminan como noticias, se someten a juicio público y el resultado entra a actuar como conocimiento. Curiosamente, y ya se habrá advertido, se trata de un conocimiento nada objetivo sino virtual, pues no se apoya en ningún dato de la experiencia espaciotemporal.

            La cultura tecnológica procede de manera semejante a como lo hace la conciencia individual. Hace un barrido y elige lo que le parece decisivo para sus intereses vitales. No la frena el devenir ni la distancia y logra aislar aquello que le interesa arrancándolo de lo empírico específico y puntual. Generaliza, pero no desplegándose desde lo particular a lo general sino desde lo determinado a lo indeterminado (indeterminiza). Se podría decir que despoja al mundo de sus particularidades y distinciones específicas, con nombre y apellido. Es la misma obra tecnológica de la inteligencia individual que se desprende de sus experiencias, procesos de vida y peripecias históricas para hacer surgir de ellas un sustrato imprescindible para su desempeño de vida.

            En la trayectoria histórica personal ocurren acontecimientos de todo tipo, pero se pueden distinguir dos clases algo diferentes. Unos influyen desde el punto de vista de la formación de la personalidad y de las habilidades cognitivas, y otros no influyen sino como complementos reafirmadores de aquellos o sencillamente como repeticiones anodinas propias de las formas de vida, del trabajo, de las condicionantes cotidianas emergentes al satisfacer las necesidades primarias. Estos últimos son objetivos. La primera clase de acontecimientos incluye los subjetivos, aquellos cuya oportunidad a los efectos de la vida dejan una impronta que abarca un abanico operativo de mayor alcance respecto a las estimulaciones. Esa impronta supera la circunstancia original y va más allá del contexto o de la ecología madre para diseminarse y cubrir la prospectiva general de la experiencia humana.

 

PARTE 3



Llama la atención que sea tan difícil definir el tiempo como fluido, como lo que aún no es o ya no es, que transita del futuro al pasado con una estación fugaz en el presente. Asombra que, en el deseo de explicar la condición de seres existentes y pensantes, tengamos que apelar a lo que jamás hemos podido sentir ni definir con alguna prueba concreta o firme convicción. Es particularmente rara la realidad de semejante fluido y raro que trace una trayectoria lineal e indefectible con un movimiento uniforme y una velocidad constante. Son datos que nos hunden en la duda, como la imposibilidad de establecer el momento en que lo que existe pueda considerarse propia y efectivamente real, efectivo o vivo, y que parezca razonable concebir el ser que somos como la parte más densa de una nube de probabilidades, según hemos visto en la nota anterior.

 
EL TIEMPO Y LOS CAMBIOS


Por lo pronto, debemos desechar la idea de que apreciar, conocer e incluso ser algo necesita tiempo, o hechos que debamos al tiempo y a un fluir que sería su fundamento. Lo intangible se puede pensar, y ese es el secreto para que lo aceptemos, aunque lo visible y tocable nos trasmite mayor convicción. Lo intangible, empero, imprescindible para reflexionar, conceptualizar y sentir interiormente, parece absurdo fuera del pensamiento. Remitir los cambios al tiempo, y este al espacio, a su vez, puede ser matemáticamente correcto en la hiperestructura del universo, pero en la dimensión humana es más ilusorio aun que remitir la existencia a una nube de probabilidades. La misma teoría nos dice que a nuestra escala no hay efecto apreciable semejante al cósmico.

            Aun si así fuera, por una señal de la relatividad en la microescala humana, no nos salvaría de la noción del devenir y fluir del tiempo, por el cual hemos dado consistencia al conocimiento de todas las cosas. De ello surge que nuestra escala sea newtoniana. Así, la zona más densa de la nube de probabilidades podría sustituir al devenir del tiempo sin que, al parecer, cambiara nada de lo que se ha dicho sobre la vida y el mundo. El tiempo como dimensión del espacio es el cambio permanente de lo que es de una sola vez, así como la música es un sonido unificado que cambia y que aparece bajo la pantalla de sonidos diferentes, que se escriben en la partitura como las palabras, es decir, en forma separada.

Es probable que el tiempo tenga un principio, como el del Big Bang, aunque algunos creen que esta teoría es improbable, con lo que defienden la noción de universo estacionario. Ninguna de estas teorías nos dice qué es el tiempo. Buena parte de las concepciones científicas se funda en supuestos solo probables. Pero no hay una explicación del tiempo con alto grado de probabilidad, de la que se pueda decir “es muy probable”. Que algo sea probable quiere decir que pertenece a una escala de grados entre los cuales hay por lo menos uno del todo improbable. Pero, si está solo y aislado de los demás grados, se sale de la escala y se ubica más allá de lo improbable… y es nada. De modo que, como la nada no existe, y como el paso del tiempo ni siquiera es algo con un grado mínimo de probabilidad, se debería concluir que el tiempo no existe. Pero, solo cabe sospechar de su condición de fluido y dejar el campo libre a los átomos de tiempo, cuantos o cualquier otra noción que nos libere de los fantasmas.

Se piensa que el comienzo de todo tiene por detrás otro proceso con su respectivo comienzo e indefectible fin, y que este esquema se repite hasta no se sabe qué remoto antecedente cósmico, con lo que se vuelve a concebir orígenes, desarrollos y desenlaces, como en las novelas. Por supuesto, hay por lo menos un todo tan probable como que existe, pero, hemos olvidado el todo (Severino, 1991). Ese olvido está en el centro del problema. Preferimos tener en cuenta las partes, porque nos es extremadamente difícil atender el todo, o imposible. Estamos configurados para atender sólo partes del mundo; lo dividimos en compartimentos estancos para poder rendir cuenta de ellos de a uno y para, si podemos, hacer una síntesis final.

            La misma vida humana se hace de a partes que se van conociendo de a poco y de a una: las primeras experiencias en la niñez, el conocimiento general que se obtiene con el estudio, la experiencia para desarrollar la personalidad, la familia, las instituciones, etcétera, que se viven en una escala y de grado en grado. Se dice que el proceso lleva tiempo, el de una vida. Pero lo evidente es solo que hay transformaciones permanentes, cambios, situaciones que nos obligan a adaptarnos y a reconstruir nuestras estrategias de vida sin cesar: cambia el mismo cuerpo y la mente, los conocimientos, las herramientas que nos proporcionamos para resolver los problemas, la actitud psíquica, la depuración de los valores, hasta la moral. Y en cada circunstancia en que las situaciones cambian nos vemos obligados a cambiar también nosotros o que nos adaptemos cada vez respecto a cada una de las configuraciones de nuestra realidad de vida. Entonces, surge la comprensión del mundo en arreglo a tales configuraciones intelectuales, físicas, emocionales, sanitarias, económicas, sociales, siempre enfrentando lo que parece igual pero que cambia incluso sin que lo notemos.

            Conocer, en el plano vital en que el ser humano entiende, interpreta y se vale de la realidad a la que pertenece y en la que se desenvuelve, resulta de cada una de esas circunstancias, es decir, de cada una de las veces en que el mundo y la mente se enlazan y producen la comprensión, algo diferente a la interpretación racional y a la explicación científica, filosófica, sociológica, psicológica. Este es, a grandes rasgos, el cuadro en el que tradicionalmente inscribimos el fenómeno humano, con el conocimiento de sí mismo y del mundo, y con el no menos importante problema de cómo conocemos. Pero no es todo, pues la imagen del tiempo, con sus etapas, sus transcursos, su historia dividida en períodos, en fin, con su parafernalia de supuestos e imágenes virtuales, nos ha ocultado lo que, más allá de sus eslabones y series con continuidades inalterables e indefectibles, se encuentra agazapado entre los cambios.

            Hay series no continuas que intervienen en el conocimiento quizá más decisivamente que las continuas, y no son series de imágenes, conceptos o juicios, que se parecen al azar, pues “el azar ‘silencioso’ significa la ausencia original de referentes y no puede definirse a partir de referentes como series de acontecimientos o la idea de necesidad. Tendremos que distinguir entonces entre un azar según la necesidad (y las series causales) y un azar de antes de la necesidad. Viejo problema de saber si el desorden solo se puede concebir a partir del orden (tesis de Bergson) o si se puede hablar, con Lucrecio, de desorden y de azar originarios” (Rosset, 2013, 102).


LA REALIDAD DE CUERPO PRESENTE


Contamos con fulguraciones cuyas huellas atesoramos en nuestra realidad mutante y proteica, y esas fulguraciones se originan en la experiencia concreta, sometida a unas vertientes mitad genéticas y mitad adquiridas (Ridley, 2005, 254; García, 2018). Tal es la base fundamental de la realidad que conocemos y también de la realidad que somos. Los sentidos transmiten otras instantáneas efímeras ancladas en configuraciones fijas que enseguida cambian, por lo que, sensiblemente, solo nos atenemos a fluctuaciones en constante transformación que la conciencia no puede acompañar ni asimilar en la totalidad de su dinamismo. La mente tiene que transformarse por dentro para ser y para conocer, y su vestido bioquímico, el cuerpo, en su afán por apresarlo todo, en cierta medida lo cubre y oculta.

            La inteligencia, en su acostumbrada y evolutiva tendencia a la complementación y a la superación, ha desarrollado un recurso maravilloso que aplica cada vez que necesita resolver un problema. Valiéndose de ciertas pautas en las percepciones, y no de las percepciones en sí, y sin ningún trabajo previo de carácter racional, apela espontáneamente a las improntas de experiencia que han logrado desarraigarse de las circunstancias en que se originan, dejándose permanecer sólo en aquellas pautas. Circunstancia, para entonces, ya no es el confluir de la vida y el mundo en el espacio y el tiempo, sino el coincidir la vida cotidiana con cada uno de los estados cambiantes del mundo, o con cada una de las veces en que la mente repara en lo que puede resultarle provechoso. Genera así pautas operativas que aplica en cualquier situación dada y que se ciernen sobre la actividad inmediata como si fueran instintivas ‒pero no son instintivas, en puridad, pues se crean en la experiencia y se recrean en la reflexión o flexión interna de las sensaciones, sin que se tenga que negar por eso la participación de lo innato. No se sabe que haya una relación clara entre las fuentes originales de esas pautas y la realización concreta de su tendencia teleológica, dirigida a satisfacer necesidades y fines primordiales. Pero no es necesario que la haya y resulta fatuo atribuir la relación al pasado mnemotécnico, fuere reciente o lejano.

            Recuérdese que, en relación a las teorías sobre la importancia de las estructuras sintácticas en la producción del lenguaje, las neurociencias han comprobado los resultados alcanzados por la gramática generativa en el nivel teórico: una lengua es un conjunto infinito de oraciones construido a partir de un conjunto finito de elementos (Chomsky, 1974, 27). El lingüista norteamericano cree que “la teoría debe desempeñar el papel principal, mientras que la confirmación empírica es relativamente irrelevante, si resulta eficaz” (Versace, 2019, 55). Sea como fuere, una investigación con resultados publicados en 2016 confirma que el cerebro, observado mediante modernas técnicas de análisis como la resonancia magnética funcional o el electroencefalograma, hace y muestra que “cuando se lo expone a una señal, construye una estructura jerárquica antes incluso de interpretarla como dotada de significado o sonido” (Versace, ob. cit., 56). Más allá del empirismo y del racionalismo, de lo teórico y lo experimental, de lo innato y adquirido, nos importa rescatar esa característica de la acción neural.

            Vamos desentrañando la fuente originaria del conocimiento y con ella el secreto de una realidad que se revela sin el constreñimiento del cuerpo presente. La realidad engañosa de cuerpo presente es la realidad que solo viven y conciben los humanos en la precisa actitud unilateral y concentrada de la observación. Nos referimos a la comprensión del mundo circunscrita a las configuraciones intelectuales de la circunstancia que, como decíamos, abarca lo físico, emocional, sanitario, económico. Paradojalmente, nos adueñamos de la comprensión del mundo acotada por la circunstancia, pese a su carácter transitorio y condición desolada. Pero solo responde a la limitación que concentra la atención en un estrecho haz de actividad que nos tapa el todo y nos envuelve en un cono de luz en el que aparece el mundo y que no es más que lo que conocemos de él desde nuestra perspectiva como espectadores y sentidores.

            La evolución nos ha preparado especialmente para satisfacer lo imprescindible e inmediato. Parece que le ha ocupado menos el prepararnos más sólidamente para lo que está más allá y vinculado a satisfacer necesidades no inmediatas, como la de saber, la necesidad dar encontrar respuestas a interrogantes científicos y filosóficos. Es claro que estas otras necesidades han surgido a través de la misma evolución de la especie. Pero, si las hemos generado nosotros quizá como efecto de la cultura y un poco al margen del plan gigante que lo ha construido todo, ¿acaso no se debe a ese plan el que tengamos la facultad de sentirlas?

            Por lo pronto, los sentidos y la reflexión no tienen cabida en la dimensión tiempo en que se dice que las cosas existen, y solo caben en la dimensión dinámica de las mudanzas, transformaciones y saltos energéticos de la naturaleza. En último análisis, la physis que nos acompaña desde la época de los antiguos griegos es engañosa, furtiva e incierta. El galimatías se intuye con claridad prescindiendo del cuerpo presente y valiéndonos de un experimento mental, pero también psicofísico: vaciamos la conciencia de espaciotemporalidad para dejar la actividad mental en solitario, independiente de la atención y de la conciencia, del tiempo y de la memoria, con lo que aparecerá la sola imagen de algunos cambios en el entorno perceptible. Un experimento que tiene sus antecedentes famosos, como el de la fenomenología, que puso la intencionalidad en el lugar del espacio y el tiempo. Se trataría de intentar el vaciado sin poner nada más.

            La memoria, por su parte, se va borrando a medida que ocurren y se acumulan los cambios. De ahí la invalorable tarea de la historiografía, sin la cual el pasado humano, definitivamente, no se podría recordar en su totalidad, y tampoco existiría si se acepta la regla “nada existe fuera del tiempo y el espacio”. A propósito, ¿dónde está el pasado del universo? ¿Acaso no está en el universo actual, perceptible al menos en parte, por ejemplo, en la radiación cósmica de fondo? Esa presencia, ¿tiene algo que ver con tiempo que fluye? Entre nosotros fluye la luz originaria de lo humano, por lo que la vida no se va al pasado ni viene del futuro. Esa luz luce aquí y ahora, aunque titila tras sus infinitas transformaciones.

            Se nos ha dicho que el universo se expande, no que pasa. Algo que pasa se acumula en algún sitio, desemboca en otro algo o desaparece bajo alguna transformación. Un arroyuelo puede desaguar en un río, sus aguas estancarse o vaciarse en una laguna, adelgazar y secarse antes de llegar a destino. Pero ¿por dónde corre y desemboca el tiempo? ¿En dónde se acumula? En él no se ven arroyuelos sino apariencias, flujos que alimentan otros flujos, desembocaduras y estanques de no se sabe qué, mares de siglos y océanos de milenios. La actividad mental no se almacena ni se capta porque algo pase sino porque algo ocurre en ella y en sí misma.

            Al referirse William James a la “corriente del pensamiento” dejó en claro “que una sucesión de sensaciones, en sí y por sí misma, no es una sensación de sucesión”. Agrega que, “en términos neurales”, “en todo momento hay un hacinamiento de procesos cerebrales que se sobreponen uno a otro, de los cuales los más débiles son las fases moribundas de procesos que hasta hace muy poco estuvieron activos en un grado elevadísimo. El MONTO DE LA SOBREPOSICIÓN determina la sensación de la DURACIÓN OCUPADA. QUÉ ACONTECIMIENTOS aparecen ocupando la duración dependerá precisamente de QUÉ PROCESOS son los procesos que se sobreponen” (James, 1989, 503-508).

            ¿Se trata, pues, de algo que transita hacia algún lado o de un proceso que se expande? Porque “el que nuestra sensación del tiempo que han llenado acontecimientos inmediatamente pasados, sea de algo largo o de algo corto, no es lo que es porque esos acontecimientos sean pasados, sino porque han dejado tras de sí procesos que son presentes” (ib., 513). La realidad básica es aquella con que se lidia cotidianamente, es decir, la que se percibe. Pero, no se percibe tiempo sino cambios. No resulta de la reflexión a partir de los datos sensibles ni de una facultad a priori por la que los datos serían puestos en un orden de inteligibilidad racional y/o de sentido común. La realidad de que se puede hablar no es exclusivamente física ni exclusivamente fenoménica, ni una combinación de estas dos filosóficamente famosas vertientes, porque esas nociones son solo estampas, fragmentos estáticos y rígidos de un proceso de transformación de la energía.

            La realidad no se conoce a través del flujo del tiempo sino a través de la serie de los cambios. Y se podría caer en una trampa al hablar de “serie”. Esos cambios están inscriptos en un proceso considerado por los pensadores más antiguos y que le dieron el nombre de Eternidad, un concepto que quiere decir mucho más de lo que aquí deseamos que se refleje. No sabemos si se trata de lo que carece de un punto inicial y de otro final, y nos conformamos con descubrir que interviene indistinta e indeterminadamente en la experiencia de vida, y que, permaneciendo siempre a punto de nacer no desaparece en el pasado ni se concibe como todavía inexistente por pertenecer a lo que aún no es. No sabemos qué es la eternidad, pero tampoco sabemos qué es el tiempo.


EL CONOCIMIENTO DOMINANTE


La realidad virtual y la realidad vécica son hermanas; los fundamentos electrónico-computacionales son comparables con los fundamentos electroquímicos de la actividad neural, como se sabe desde los tiempos de Alan Turing. Se rigen por algoritmos que, en el dominio biológico, funcionan como patrones plásticos o borrosos. En ambas realidades se espera el distanciamiento espaciotemporal y la necesidad de la percepción sensible. La realidad virtual es experimentada por el observador visual y acústico que construye su ilusión o realidad artificial. Temporalmente hablando, es decir, desde el punto de vista físico y concreto, la realidad contemplada es virtual, una creación tecnológica derivada de la cultura. Fuera del tiempo, desde el punto de vista no humano, desanclado de la circunstancia empírica, es una escena en que el observador transporta su imaginación al campo de las simulaciones y paralelismos de fantasía y funciona como una realidad humana indirecta cualquiera: como el dolor producido por un daño, como un sueño o una pesadilla, como el recuerdo de una experiencia feliz o de una desgracia pasada o como una imagen mental que construimos cuando deseamos algo con fervor.

            Si bien la comparación supone dificultades, por ahora insuperables, existe un fondo común de realidad que evoca el “Todo” reivindicado por Severino. Supone lo que la humanidad, enajenada por la cosa, el ser, los entes y manifestaciones particulares del universo y la vida, ha olvidado o no ha sabido captar, la radiación de fondo epistemológica. Fuera de la conciencia humana no sabemos si hay cosas particulares, elementos aislados que, por no tener que ser captados por ninguna conciencia ni explicados por ninguna inteligencia, son como son, es decir, carentes de filtraciones, interpretaciones o ciencias y filosofía (no hemos de fallar a favor del apriorismo de Kant ni a favor de Fichte, es decir, de un conocimiento generado en la experiencia). La realidad objetiva no necesita de conciencias para existir y para ser verdadera, ni de la sensibilidad. No hay que percibirla ni sentirla, no hay que practicar fragmentaciones o análisis sofisticados. Es la participación en la práctica, lo que hacemos a diario, la construcción de la vida en común, más que su percepción o que su apercepción, lo que cuenta.

            El problema, por consiguiente, no está en la realidad dada sino en nosotros, en la forma en que la conocemos, no en como es. No está oculta ni es misteriosa o indescifrable ni juega con nosotros por imposición de una fuerza extrahumana. Simplemente, ocurre que la realidad que nos hemos dado es una realidad construida. La realidad virtual es una realidad más, semejante a la que construye la mente por inducción, por falsas interpretaciones e infinitos estereotipos cognitivos de los que no nos desprendemos. Resolver ese problema implica el despojo respecto a toda noción impositiva. Se han contemplado con amplia generosidad ciertas pautas colonizadoras del entendimiento, como el tiempo y el espacio. Pero, es más decisiva la intermediación del medio neurológico, porque lo que inhibe la comprensión no es el mundo sino la inteligencia a medio desarrollar o en construcción permanente. El mundo depende del sistema nervioso en su calidad de traductor al idioma humano. ¿Qué registra ese sistema? ¿Registra tiempo? Se comprueba que registra cambios.

            La realidad que conocemos es una realidad concebida en la fábrica del sistema nervioso. No es una construcción exclusiva de los sentidos o del razonamiento, de la idea o de la materia, del cuerpo o del espíritu. No es un edificio que ha surgido por la aplicación de una operación objetiva o subjetiva. Es una realidad que puede avizorarse al reflexionar sobre la forma en que reaccionamos ante los asuntos más sencillos y cotidianos y sintiendo en carne propia y profundamente cómo nos comportamos corporal e intelectualmente. No es un fenómeno exclusivamente sensible o exclusivamente racional sino una actividad que rompe las fronteras en todas las dimensiones y direcciones del conocimiento. ¿Quién puede distinguir si lo neural es físico, ideal, empírico o racional, espiritual o material? Solo podemos decir que se trata de una construcción autogenerada, vécica, la mistión resultante de lo genético y la experiencia. El universo de la espiritualidad y el cuerpo, tan objetivo como subjetivo.

            Urge, pues, liberarse de las cadenas del tiempo, de las sensaciones y percepciones, de la mentada reflexión y racionalidad y de las condiciones espaciotemporales apriorísticas. Igualmente, liberarse de las confirmaciones y comprobaciones experimentales sumamente, que interviene ente la realidad inmediata y determinada, correspondiente al último estado del proceso permanente de cambios, que oculta buena parte del sistema de recursos de la inteligencia. Además, el conocimiento acerca del mundo incluye lo que está más allá del saber enciclopédico y de las habilidades ejercitadas por repetición. Lo reconocible en el registro de cambios, de la naturaleza, del mundo y del yo, depende de que el motor central esté activado y en plena producción, es decir, en plena fulguración.

            La emancipación intelectual y cognitiva, que nos permitiría entender el qué, el porqué y el cómo de las cosas, permanecerá como problema mientras dependa del tiempo. Llamamos así e imaginamos una corriente o flujo de nada que, posiblemente, sea una manifestación de la energía de algún tipo. Una hipótesis extraordinaria aparece en la física cuántica: “La idea de que el tiempo puede ser granular, de que existe intervalos mínimos de tiempo, no es nueva. La defendió ya en el siglo VII de nuestra era Isidoro de Sevilla en sus Etimologías […] En el siglo XII, el gran filósofo Maimónides escribe: ‘El tiempo está compuesto de átomos, es decir, de muchas partes que ya no pueden ser ulteriormente subdivididas a causa de su corta duración’” (Rovelli, ob. cit., 67). Si en el mundo macro pudiera verificarse la realidad atómica o granular del tiempo, se trastocaría la idea de flujo y desaparecerían las famosas tres dimensiones temporales. Y si el átomo o cuanto de tiempo dura como se supone que dura un átomo cualquiera, el presente sería prácticamente eterno desde que “la longitud de vida de un átomo sería de alrededor de 1035 años” (Rees, 2001, 130).

            El tiempo implica considerar el ahora; pero “según la relatividad, no existe en absoluto algo como el ‘ahora’. Lo más cercano que tenemos de tal concepto es el ‘espacio simultáneo’ de un observador en el espacio-tiempo, ¡pero este depende del movimiento del observador!” (Penrose, 1989, 379). Después de más de dos milenios de estudio, indagación, teorización y experimentación, la filosofía ha dado la espalda a la presunción que hoy manejan la física y las neurociencias. Pero necesitan de mucho recorrido por la vía subjetiva. La subjetividad está mejor preparada para seguir su curso que la objetividad proclamada como confiable. Podemos confiarnos en la objetiva respecto a muchos asuntos conflictivos ya vividos y que vuelven a presentarse. Pero no nos es del todo útil al desplegar nuestras habilidades ante cada nuevo asunto con el fin de enfrentar la adversidad que la vida nos presenta cada vez.


PARTE 4


Si bien la objetividad es patrimonio de los sentidos y legado de la observación y la experiencia, existe una zona intermedia no del todo liberada de la subjetividad, aunque originada igualmente en la experiencia, cuyas reglas son flexibles. Aparece esta pre-objetividad cuando se aguza la percepción y se advierte el gran panorama que se ofrece a los sentidos, la lluvia de sensaciones que cae sobre los múltiples escenarios de la vida y, sobre todo, cuando se levanta el telón ante toda clase de observadores y públicos, en cualquier momento y parte del mundo, al desplegarse la información en estado bruto.


LA REALIDAD VESTIDA POR NOSOTROS


No hay más que despertar, levantarnos, salir afuera y tomar conciencia de cómo se presenta el mundo. Y decimos despertar y salir afuera porque es el momento en que el complejo de neuronas, transmisores, sensores y traductores del sistema nervioso inician una tarea renovada después del reposo. El espíritu se inerva potencializado. Es la instancia en que la sensibilidad se presta mejor para percibir todo con el mayor brío y frescura. ¿Qué y cómo se percibe? Se perciben los testimonios bruscamente inmediatos, una verdadera lluvia de sensaciones cuyas gotas no se pueden discriminar. Por un lado, la luz, por otro las sombras, las siluetas y figuras que aparecen en la ventana, en la puerta, en el jardín o en la calle. Las relaciones entre ellas con sus filiaciones, los sonidos fuertes y suaves, los olores, la apreciación del clima, todo aquello en que parece que se asienta el mismo haz de sensaciones en el ánimo y en el abanico de proyectos para el día. Invade de golpe, como un racimo o cariñoso encuentro si las perspectivas son buenas, o como una cachetada o señal de rechazo si son malas.

            Nos instalamos irreflexivamente en un sector del mundo igualmente lindante con la realidad y con la alucinación, en una impresión no del todo objetiva ni del todo subjetiva. Originariamente, no parece que la actividad mental tenga que ofrecernos indefectiblemente un mundo del todo real o del todo irreal, una traducción fragmentaria de la naturaleza, puesto que sabemos que la naturaleza es toda de una vez y no de a partes. Nosotros somos de a partes, seres que debemos aplicarnos fragmentariamente y en trozos si queremos entender el todo. Por un parpadeo de la mañana entrevemos el todo, como si fuera una fotografía de 360 grados y de todas las dimensiones. Pero, generalmente, no se calibra ni estima cuantitativamente la luz ni la sombra ni las figuras con forma y colores, los resplandores ni las oscuridades. Todo viene de manera masiva desde un mismo gran recipiente, dígase para respetar el espacio, y se produce como instantánea, dígase para respetar el tiempo.

            Pero nuestra sensibilidad no hegemoniza ni el espacio ni el tiempo sino nuestra manera de tomar contacto con la realidad. La costumbre de analizar y de considerar por partes nos deja fuera de toda cercanía con la naturaleza y la cultura. No apreciamos que viene todo junto y no por partes ni por instantes ni separado por fronteras o sitios, y que la máxima aspiración sería recoger las impresiones en su totalidad infinita, como quieren los místicos y los poetas. Si observamos el paisaje desde una gran altura, por ejemplo, desde un avión, en el cono de luz atencional estará lo próximo y lo distante concentrado en una misma imagen, aunque la reflexión disponga las diferencias off the record, fuera de escena o al margen de lo que la vista estipula en bruto. Asimismo, podemos observar las estrellas, aunque su luz provenga de una fuente de diez mil años de antigüedad.

            Ahora bien, ¿cómo entendemos el mundo que contemplamos y sentimos? ¿De la manera brutal en que lo entienden los sentidos? Sin que podamos prescindir de esa impronta severísima y violenta, debemos advertir que hay otra impronta producto de lo que elaboramos con ella. Sin embargo, tampoco es el resultado de un trabajo por el cual sustituimos lo brutal y engañoso por lo alambicado y confiable elaborado por la objetividad. Sin que se tengan que rechazar de plano estas dos posibilidades, parece que lo que entendemos es más bien la imagen refleja en la verdadera pantalla o visor que somos. Ni datos inmediatos de la conciencia ni elaboración posterior de los datos, aunque en el lenguaje del tiempo puedan aceptarse estas condiciones del conocimiento.

            Particularmente, entendemos el mundo por una impronta estampada en el sistema nervioso y que obra sobre nuestra voluntad al activarse. Pero no es la obra de una cámara que, desde el interior, filma la realidad exterior, ni la de un cálculo de físico-matemática que describe la realidad material desde una realidad teórica. Esa impronta incluye la actividad de las emociones, no sólo la involucrada en la de la razón, por lo que pueden vincularse razón y emoción. Según la “hipótesis del marcador somático” del neurólogo portugués Antonio Dalmasio, “muy bien puede existir un núcleo neurobiológico compartido, una hebra fundamental común” […] Ya debería ser evidente la asociación entre los llamados procesos cognitivos y los procesos que se suele llamar ‘emocionales’. Este sumario general también se aplica a la elección de acciones cuyas consecuencias inmediatas son negativas, pero que generan resultados positivos en el largo plazo; por ejemplo, sacrificarse hoy, para tener beneficios más adelante” (Dalmasio, 1997, 194 y 201).

            Somos un despliegue de actividad nerviosa alimentada por bioelectricidad, en la que estallan fulguraciones y no solo representaciones, juicios, emociones y sentimientos. De paso anótese que “el sentimiento es la conciencia de la emoción: es un segundo momento, más elaborado y complejo que la emoción. La emoción está vinculada al cuerpo; el sentimiento a la mente” (Cotrufo & Ureña, 2018, 98). Somos virtualidad viva, y nos asemejamos a relámpagos que diseminan su energía y que procuran aprovecharla de la manera más efectiva. Somos las exhalaciones que explotan siguiendo un orden graduado por los estados de cosas del mundo, desplegados intermitentemente y sometidos a permanentes cambios, conversiones y transformaciones (de manera que no hay cosas sino estados diversos de lo que llamamos materia). Y todo lo demás es simple apariencia, acomodos hechos merced a las facilitaciones del lenguaje del tiempo y el espacio, que es el único lenguaje de que disponemos, el llamado lenguaje de la mente. La realidad desnuda, pues, no figura en nuestro cono de luz, y solo vemos los vestidos con que se arropa confeccionados por nosotros. Sin embargo, la realidad no sería realidad si no se revelara lo que la convierte en realidad radical. Veámoslo.


EL TODO Y LAS PARTES: LA SEPARACIÓN


Realidad radical es solo el montaje cuyo símil puede encontrarse en lo que los cineastas llaman producción. No el rodaje con sus etapas y diferentes clases de trabajo especializado sino el resultado final: la película, pero la película como obra de arte. Quítense la presentación, el desarrollo, el desenlace, el final triste o feliz; quítense los costos de producción, los efectos especiales, los personajes y los lugares de filmación. Entonces, se empezará a apreciar lo que la obra deja en el ánimo, en el espíritu o en el alma, y es lo más parecido a la realidad radical. Porque, si la comparación se trasplanta a la vida humana en su realidad verdadera, se apreciará no como pieza artística lograda merced a los medios de que se vale para consagrarse como arte, sino de los fines hacia los cuales está orientada y por lo que se consolida como vida. Esos fines no figuran en la descripción de la realidad objetiva sino en la descripción de la realidad última, es decir, subjetiva, humana, alerta y no clavada e inerme como una estaca en la tierra.

            Somos, pues, una producción; no el comienzo ni el final de una novela sino lo que la novela deja en la retícula nerviosa especializada, el primordial sensor capaz de registrar la realidad radical, inapreciable para la conciencia distributiva. Existir implica una esencia, un atributo de especificidad exclusiva e incomparable de la energía que interviene en la fisiología neuronal. Cierto impedimento feroz en los intercambios de esa energía desvía la atención hacia una fenomenología parcial o a medio construir que se rige gracias al deus ex machina del tiempo.

            La conciencia humana en general, la del hombre corriente, es un juguete de la existencia, una noción que parece surgir del sí, esto es, de la determinación de la materia y de la vida, de la evolución y del instinto de supervivencia. Sin embargo, lo que somos y lo que es el mundo y la vida en general es más un no que un sí, el procedimiento por el cual decimos más veces no que sí al realizarnos en la experiencia vital, pues no nos alzamos con todo lo vivido sino solo con la enjundia del cuerpo presente. Quizá el universo entero responda a este procedimiento. De tal particularidad nace el ser humano, el edificio de la personalidad y de la historia personal. Somos cuerpo presente pero también ausente, el cual ante la novedad y la adversidad puede obrar in nuce, en pañales, en ciernes, “en el aire”. Quizá más ausente que presente, más de lo que no podemos palpar que de lo que podemos palpar, ver y tocar.

            Hemos dicho que entender el mundo significa separar en partes, que la conciencia humana no está preparada para abarcar el todo de una sola vez. En consecuencia, entender, algo fundamental para la vida, es privativo del hombre y constituye un requisito indispensable de la inteligencia. Anaximandro, un sabio nacido en Mileto a finales del siglo VII a.C., concibió el todo como una sustancia indiferenciada, sin mezclas ni partes, indestructible, inmortal e infinita y por lo tanto divina. Se trata, quizá, de la primera vez que se concibe una sustancia indeterminada y única, que no se distingue por cualidades elementadas o corpóreas ni mezclas de ninguna especie.

            Una noción primordial que surge de esta especulación asombrosa consiste en que el todo no tiene cuerpo y solo cuenta como espacio infinito y eterno. Pero ¿de dónde salen las cosas, las partes, las diferencias y determinaciones? Anaximandro lo explica por la separación, que podría calificarse como “la primera elaboración filosófica de lo trascendente y lo divino, sustrayéndolo por primera vez a la superstición y al mito”: “La sustancia infinita está animada por un movimiento eterno, en virtud del cual se separan de ella los contrarios: cálido y frío, seco y húmedo, etc. Por medio de esta separación se engendran infinitos mundos, que se suceden según un ciclo eterno. Cada uno de ellos tiene señalado el tiempo de su nacimiento, de su duración y de su fin. ‘Todos los seres deben pagarse unos a otros la pena de su injusticia según el orden del tiempo’ [había escrito Anaximandro]. Aquí la ley de justicia que Solón consideraba predominante en el mundo humano, ley que castiga la prevaricación y la prepotencia, se convierte en ley cósmica, ley que regula el nacimiento y la muerte de los mundos. Pero ¿cuál es la injusticia que todos los seres cometen y que todos deben expiar?

            Evidentemente, se debe a la constitución misma y, así, al nacimiento de los seres, ya que ninguno de ellos puede evitarla, así como no puede sustraerse a la pena. El nacimiento es, como se ha visto, la separación de los seres de la sustancia infinita. Evidentemente, tal separación equivale a la rotura de la unidad, que es propia del infinito; es la infiltración de la diversidad, y por tanto del contraste, donde había homogeneidad y armonía. Pues con la separación se determina la condición propia de los seres finitos: múltiples, distintos y opuestos entre sí, inevitablemente destinados, por ello, a expiar con la muerte su propio nacimiento y a volver a la unidad.” (Abbagnano, 1994, 15 y 16)

            Esta incipiente cosmogonía, filosófica, poética, precursora de asuntos tan disímiles como el pecado original y la dialéctica, había atribuido las partes a la misma dinámica de la naturaleza, observando que las cosas se generan, precisamente, por un juego constante de oposiciones. Y es la generación de unilateralidad lo que anima el devenir, un juego de generación y destrucción originado por la separación en partes. Encontramos en Anaximandro, pues, alternando religiosidad incipiente y filosofía primera, una sencilla noción del tiempo, diferente “de nuestra idea de historia y progreso como desarrollo lineal” (Palazzo, 2019, 30), y una concepción acerca de los mundos posibles, que vuelve a presentarse en filósofos del siglo XX. El pensador jonio teje con notable belleza una teoría que aquí recreamos parcialmente con lo que puede llamarse producción o principio que también separa la realidad radical de los engaños de la apariencia.

            Esta concepción, ¿acaso no encierra un vigoroso soplo de verosimilitud y racionalidad? ¿Se puede dar mayor crédito al estallido original aceptado por la mayoría de cosmólogos, o la teoría acerca de lo que es igual a sí mismo en un siempre estacionario? Se trata de teorías de parecido poder explicativo distantes por veintiséis siglos (Anaximandro también había defendido, más de veinte siglos antes que Copérnico, el giro de la Tierra en torno al Sol). Interesa aquí y por sobre la intelección cognitiva, la separación que se remite con toda claridad al problema del cuerpo. Y que, si bien nos separa del todo, impidiéndonos apreciarlo a cabalidad, al menos nos permite advertirlo.

            Se apuesta a la objetividad desde que la ciencia se instala como camino confiable por sobre las explicaciones trascendentes a partir del Renacimiento y de los inicios del método experimental. Responde al mundo posible en que el conocimiento se circunscribe a las fronteras de las cosas y a las relaciones que pueden deducirse midiendo sus interrelaciones proporcionales. Si bien es el único modo de dar con respuestas prácticas y eficientes que se corresponden con la empiricidad del mundo, solo distraen respecto a respuestas aproximativas y probables que se corresponden con la experiencia vital. Empiricidad es separación, mientras que experiencia vital es tránsito y cambio hacia la unificación y la reunión.

            Es necesario revisar todos los enfoques fundados en la separación, en el espacio y el tiempo. El mundo y la vida, el ser de las cosas, el principio del mundo (arché) y lo indeterminado (lo apeirón de Anaximandro) tienen que encontrar su nueva expresión. La realidad radical o principio del mundo “no podrá abandonar definitivamente las cosas que tienen su origen en él y, de hecho, con el sello de la necesidad y el tiempo, las gobierna y las ordena, e incluso las acoge cuando después de morir hayan expiado la injusticia de haber nacido. Pero la injusticia sigue siendo una injusticia, del mismo modo en que el desgarro, por mucho que se recomponga, sigue siendo un desgarro. En este caso se trata de una injusticia y de un desgarro que marcan para siempre y de manera irremediable el nacimiento de todas las cosas que son” (Palazzo, obra y lugar citados).

            El tiempo resulta de la ilusión originada por la separación: al no ser posible la contemplación del mundo de una sola vez, la necesidad de cambio de una parte a otra sugiere la presencia de un polizón a bordo. Se inmiscuye en la percepción de la realidad al distinguirse una figura de otra y al afanarnos por barrer con las fronteras sin poder lograrlo sino a medias. Se dice que algo pasa, es decir, que da un paso de atrás hacia adelante y que, como no se sabe dónde localizar las pisadas, se las remite a un sitio imperceptible que se calcula en función del espacio, por los movimientos de traslación y rotación de la Tierra y por los relojes. Pero es imposible discernir sus componentes como no fuera por su estricta correspondencia con las transformaciones: de ahí resulta una famosa ilusión: si se dan muchas transformaciones se intuye poco tiempo, si se dan pocas, se intuye mucho.

            Hoy en día la humanidad busca destronar al rey tiempo en una carrera por salvar las distancias y acortar las esperas que impone recorrerlas. El gran salto tecnológico que caracteriza nuestra época está en la base de la globalización de las comunicaciones, los intercambios, la información y, por tanto, de la cultura, la ideología, las costumbres, el derecho, los valores, la moral y los modos de sentir. Estos cambios, que se han puesto de relieve a partir de observaciones objetivas y estadísticas, también se han producido en la dimensión subjetiva, en la que es más notorio un fenómeno de cambios de fronteras espirituales y de pensamiento. Así, se ha dicho, los ideales firmes, escasos y sólidos han cedido lugar a los dúctiles, variados y líquidos, y si servían a un pensamiento vigoroso y personalizado hoy lo hacen respecto a un pensamiento débil y masivo.

            El intento tecnológico de reducir al máximo la temporalidad auspicia una ganancia para el conocimiento al dejar más claramente al descubierto el fondo común de que están dotados los seres y que gobierna la existencia de las cosas. Sin embargo, ese panorama auspicioso para el conocimiento puede ensombrecerse por quedar al servicio de intereses extraños al conocimiento. Se deduce que ganamos con esfuerzo, y apenas, una noción del todo en detrimento de lo que somos como partes. Si bien las partes nos ocultan la realidad del mundo, también el mundo nos dispersa en su vastedad como el viento dispersa las partículas de polvo. Así lo sugirieron escépticos y pirrónicos, Sexto Empírico y Epicteto, Francisco Sánchez y Michel de Montaigne (este último, más realista que escéptico, a nuestro criterio). Y, si este hecho resurge como la gran contradicción de la sociedad actual, debemos reconocer que no hay una política para desbaratarla, porque la política también actúa por separado y gobierna de vez en vez sin jamás hacerlo de una sola. Cabe, pues, pronosticar la intromisión de la política en la subjetividad, así como lo ha hecho el mercado, y esperar su incursión en la objetividad radical.

 

PARTE 5


En cuanto al reconocimiento de la realidad radical por parte de la conciencia común y corriente, no se logrará en la inmediatez histórica de acuerdo a lo que se puede suponer. Hasta las creaciones de ciencia ficción y fantasía han adelantado un futuro inmediato de enajenación, despersonalización y descreimiento que debilitaría la curiosidad y el esclarecimiento respecto a los grandes misterios de la vida y el mundo. Un pronóstico más alentador se vuelve posible, sin embargo, aunque no sea de realización inmediata, y podría alcanzarse soberanamente. Se descubre una facultad por la que el conocimiento se reafirmaría desde sus bases originarias, superándose y potenciándose, no estrictamente por proyectarse desde lo objetivo puro o lo subjetivo puro, sino desde ambos dominios, de modo de satisfacer la aspiración de verdad y credibilidad del conocimiento.


VIRTUALIDAD Y REALIDAD RADICAL


¿Qué puede revelar esta facultad? Recordemos que se trata de la capacidad por la que tienden a volverse inmediatos y presentes los hechos ocurridos en diferentes lugares y tiempos. La hemos reconocido como actividad del sistema nervioso de fundamental importancia para la cognición, es decir, para constituir el saber originario y espontáneo, pero también para formar y reafirmar los rasgos específicos de la personalidad. También la hemos encontrado refleja en las conquistas de la tecnología, por las que se reducen las esperas y distancias y con lo que el mundo se vuelve más interconectado y mentalmente compartible. Así surge la condición de virtualidad como condición omnímoda, por la que la existencia se muestra en su desnudez primigenia y singularidad intemporal.

            Si bien llamamos realidad al sistema de generación y mantenimiento de la vida y de las cosas, al mundo conocido y al universo en su inmensidad desconocida ‒a la energía y al complejo resultante de sus transformaciones ‒, la conciencia humana forma parte de ese sistema, por lo que se suman las expectativas del conocimiento, lo que hay de este también como realidad. Todavía hace falta que la realidad se muestre tal como funciona, que deje ver los secretos de su generación, transformación y recursividad permanente. La virtualidad da un salto, entonces, y se revela en ese encumbrado y muy humano sentir que hace falta del que carece la naturaleza, porque ella no siente.

            La tan solicitada dimensión de las causas queda relegada al ya no prestarse para eslabonar la cadena de procesos que terminan en determinadas consecuencias. Como se sabe, al quedar la causalidad sometida a la prueba contrastante de los fenómenos no lineales y de los factores múltiples, se ha preferido hablar de función, es decir, de la relación entre dos magnitudes según la cual, si varía una, la otra registra una modificación que se corresponde. La función viene a sustituir la idea de causa-efecto con la de transformación; pero, como entran en este concepto toda clase de transformaciones, se dice que se trata de campos, un concepto que pude albergar cualquier clase de fenómeno, de la naturaleza que sea.

            Un campo, al parecer, es una realidad física parecida a lo que hemos descrito como nube de probabilidades, aunque, por ejemplo, un campo electromagnético no es un conjunto de probabilidades sino una amalgama de electricidad, magnetismo y luz con sus ondas y frecuencias. Sin embargo, tienen algo en común en cuanto a comportamiento, pues, así como es imposible predecir con exactitud lo solo probable, también lo es la predicción en ciertos campos del mundo subatómico que estudia la física cuántica cuando las frecuencias son muy altas: “los filósofos habían dicho antes que uno de los requisitos fundamentales de la ciencia es que siempre que ustedes fijen las mismas condiciones debe suceder lo mismo. Esto sencillamente no es cierto, no es una condición esencial de la ciencia. El hecho es que no suceden las mismas cosas, que solo podemos encontrar un promedio estadístico de lo que va a suceder” (Feynman, 2002, 67).

            ¿A dónde nos conduce esto? A comprobar que la realidad cuántica, parte de la realidad toda, se parece bastante, y especialmente en cuanto a lo experimental, a la realidad psíquica, aunque se trate de dimensiones que “existen” de forma bien diferente. Porque ante las mismas condiciones la mente no reacciona siempre de la misma manera, y solo es posible establecer una nube de probabilidades en cuya zona más densa se encontrará la información relacionada con la intelección y el conocimiento. Si ante una duda o frente a un problema cualquiera se quiere aventurar cómo y con qué se despejará la duda o se encontrará la respuesta al problema, más allá de causas y efectos, de funciones y campos, de conceptos y teorías, se aterrizará en la subjetividad.

            El mundo que conocemos respondería a nubes de probabilidad, y su dibujo estaría trazado por inducciones y deducciones hipotéticas tanto como por confirmaciones experimentales y objetivas. Al conducir un automóvil sabemos cómo evitar un obstáculo que se presenta en el camino. Podemos resolver el problema aplicando un recurso ya previsto en todo vehículo, es decir, girar el volante; y se trata de una aplicación del conocimiento. Responde a que nos movemos en una realidad exterior ‒el coche, la ruta, las señales ‒ prestablecida de antemano. Las propiedades del planeta Tierra configuran una realidad externa que también condiciona el comportamiento de los objetos, por ejemplo, el de un mismo péndulo en Estocolmo o en Quito debido a las condicionantes geofísicas, el movimiento, etcétera (Feynman, ob. cit., 68).

            No se puede afirmar, pues, que un péndulo se comporta en todos lados de la misma manera, y es requisito indispensable la comprobación experimental. Tampoco se puede afirmar que nuestro recurso de vida, concebido en la experiencia y asimilado por la inteligencia, resulte infalible. Solo al someterlo alguna vez como ensayo y error sabremos si funciona como una ley que explica misterios y soluciona problemas. Si una afirmación observacional se puede convertir en ley física, es decir, en que lo que se afirma se cumple todas las veces, un saber recogido por la imaginación y la experiencia se puede convertir en recurso eficiente y saber práctico de una persona.

            “El principio de la ciencia, casi la definición, es el siguiente: La prueba de todo conocimiento es el experimento. El experimento es el único juez de la ‘verdad’ científica. Pero ¿cuál es la fuente del conocimiento? ¿De dónde proceden las leyes que van a ser puestas a prueba? El experimento por sí mismo ayuda a producir dichas leyes, en el sentido de que nos da sugerencias. Pero también se necesita imaginación para crear grandes generalizaciones a partir de estas sugerencias: conjeturar las maravillosas y simples, pero muy extrañas estructuras que hay debajo de todas ellas, y luego experimentar para poner a prueba una vez más si hemos hecho la conjetura correcta. Este proceso de imaginación es tan difícil que hay una división del trabajo en la física: están los físicos teóricos, quienes imaginan, deducen y conjeturan nuevas leyes, pero no experimentan, y luego están los físicos experimentales, que experimentan, imaginan, deducen y conjeturan.” (Ib., 32)

            Cada persona es una especie de físico teórico y de físico experimental. La realidad exterior condiciona el comportamiento de las cosas y también el comportamiento humano. Lo condiciona la realidad dada y la realidad construida por el hombre. Pero se puede estipular el comportamiento de modo de anular el condicionamiento o de adaptar las circunstancias en juego para que permitan satisfacer las necesidades. La realidad interior también condiciona el comportamiento humano, pero es más difícil obrar sobre ella y adaptarla a los deseos y propósitos. Solo viviendo una realidad dada se puede estipular aquello del comportamiento del mundo que tiene que ver con el comportamiento de cada una de las personas.

            Es este el sentido que damos a lo que recogemos de la experiencia de vida. La impronta que seleccionamos e incorporamos como saber y como rasgo de personalidad actúa como actúa el experimento en la ciencia: partiendo de unas pocas veces se establece su valor para todas las veces o, a lo mejor, se crea un campo dentro del cual hallamos lo necesario. Adviértase que creamos instrucciones vacías, no pautas determinadas para repetir y aplicar de memoria como, por ejemplo, la de evitar mojarnos los pies cuando llueve si saltamos sobre los charcos. Creamos una forma en la que cabe cualquier contenido. En puridad, creamos un algoritmo: disponemos de ciertas órdenes que se activan en una situación dada y se adaptan a la variación de los acontecimientos, con lo que dan con la solución buscada.

            Las vicisitudes de la historia personal disponen ciertas previsiones que la conciencia elige en la medida en que vive, una estrategia parecida a la del físico teórico o a la del ingeniero que diseña automóviles. En lo estrictamente personal somos los ingenieros y constructores de nuestra nube de probabilidades, de las habilidades y de la tecnología necesarias para vivir como individuos y en sociedad, además de las que nos suministra la educación, el aprendizaje práctico y la memoria. Y somos físicos teóricos y experimentales, pues no solo imaginamos, deducimos y conjeturamos, sino que también experimentamos al comprobar en la práctica que lo proyectado se aplica al menos en una serie de veces. En el fondo somos los lógicos que conciben fórmulas del tipo: si A, entonces B, que aplican sean cuales fueren las circunstancias dentro de los límites que presentan los problemas. Sin embargo, el fenómeno vécico se parece más al contacto que a la inferencia, en una clara semejanza con el fenómeno químico.


EL MAYOR CONTACTO CON LO POSIBLE


¿Qué se desprende de todo esto? Ante todo, que dependemos de la subjetividad tanto como de la objetividad. Lejos de la tradicional suposición por la que se supone reina la objetividad, lejos de la disolución de la subjetividad debido a las conexiones directas y coordinaciones explícitas de la objetividad con la realidad concreta, esta no sería posible sin la otra cara de la realidad interna, mental y abstracta. La subjetividad pone todo en movimiento y no existe una objetividad creativa y constructora. La más objetiva y práctica de las personas concentra una ingente carga de imaginación, de fantasía e ilusión. El problema radica en que no se suele distinguir la fantasía y la ilusión del plano creativo y fértil para la vida, de la fantasía y la ilusión del plano no tan fértil, reiterativo e inconducente. La subjetividad, como consecuencia de esta falla, se identifica más con la función inútil o, simplemente, de entretenimiento y juego (aunque esta función es fértil en un sentido no inmediato).

            Paradojalmente, los científicos, para quienes su profesión no sería nada sin el culto a la objetividad, valoran más la faz creativa de la subjetividad. Muchos filósofos han luchado y hoy luchan por expulsar la subjetividad de su territorio, creyendo erigir una disciplina superior fundada en la observación práctica y la comprobación empírica. Así, han barrido a la metafísica de la faz de la tierra. También es patético el fervor de los psicólogos por erradicar de la psicología todo supuesto filtrado por opiniones subjetivas o introspectivas, ¡los psicólogos, los estudiosos de la vida mental! Y la sociología se empieza a parecer a la política cuando habla de socialización de los individuos y quiere independizar a la sociedad del espíritu individual.

            Sería erróneo dividir la imaginación en fértil o creativa e infértil o anodina. No es posible clasificar la actividad mental solo en función de valores, como tampoco el plano de la actividad física y corporal. En este sentido, no es necesario buscar otro tipo de clasificaciones y alcanza con advertir el lío que se ha formado por insistir en desvalorizar la subjetividad y generalizar el peligro de usar la imaginación. En todo hay de lo bueno y de lo malo, se aplique el significado que fuere a estas palabras. En el conocimiento objetivo también hay aspectos infértiles, errores, inaplicabilidad práctica, peligros y engaños.

            Por lo pronto, la subjetividad es afín a la diversidad de la vida, mientras que la objetividad se amalgama con lo unívoco y dividido en partes. Aunque vivir no es vivir todo y en el todo, de cualquier manera, consiste en el mayor contacto posible con el mundo, con lo probable y con lo posible ‒y a veces hasta con lo imposible. Lo subjetivo exige que se conozca la fuente de donde proviene, sin duda inserta en la vida mental, pero dependiente de otro concepto muy maltratado, y aun negado por algunos psicólogos de los últimos tiempos: el yo. Es una dimensión estudiada por el psicoanálisis, aunque el psicoanálisis también y eventualmente sea despreciado. En algunos libros de psicología el yo aparece desfigurado, tratado como si, en general, fuera un agujero de la mente, algo así como un cono o embudo cuyo vértice se hunde en las profundidades oscuras de la interioridad subjetiva.

            Esto es erróneo, porque el yo y la subjetividad a la que pertenece no tienen sus raíces hundidas en la oscuridad misteriosa sino en la experiencia, como las tiene la objetividad. No es concebible como un embudo sino como un hiperboloide; no como un cono con su vértice hundido en la intimidad mental sino como una forma semejante a la torre de refrigeración de una central nuclear, una figura abierta por sus dos extremos, uno cerrado y mental y otro abierto a la actividad de la vida y al contacto directo con el mundo (Liberati, 2015, 112). Por lo que la subjetividad tiene los mismos títulos de la objetividad que testimonian la indiscutible ascendencia en la experiencia.

            Algunas imprimaciones nerviosas experimentadas por motivaciones cualesquiera en la historia personal se enlazan con las situaciones problemáticas en todos los niveles de la vida humana. Y se convierten en los principales recursos del conocimiento al activarse los circuitos neurales comprometidos con la resolución de problemas. Mediante este enlace se configuran los fundamentos del saber a qué atenerse en la vida corriente, y se consagra la más importante función de la inteligencia, que se complementa con la memoria, la instrucción, el aprendizaje y las habilidades adquiridas.

 

PARTE 6

 

Escribe John Dewey en su Lógica: “La experiencia posee continuidad temporal. Tenemos un continuo experiencial de contenido ‒u objeto‒ y de operaciones. El continuo experiencial posee una base biológica definida. Las estructuras orgánicas, que constituyen las condiciones físicas de la experiencia, son duraderas. Queriéndolo o sin querer, juntan de tal modo las diferentes ondas de la experiencia que estas constituyen una historia en la cual cada onda acarrea el pasado y abarca el futuro. Esas estructuras orgánicas también se hallan sujetas, mientras duran, a modificación. La continuidad no significa la pura repetición de identidades. Porque toda actividad deja una ‘huella’ o registro de sí misma en los órganos que la ejecutan. Por tal razón las estructuras nerviosas que toman parte en una actividad resultan modificadas en alguna medida, de suerte que las experiencias ulteriores vienen a estar condicionadas por la estructura orgánica alterada. Además, toda actividad manifiesta cambia en alguna medida las condiciones ambientales que constituyen las ocasiones y estímulos de experiencias ulteriores.” (Dewey, 1950, 272)

            Con estas palabras Dewey entra a referirse al “continuo del juicio” y a las “proposiciones generales” de la lógica. Todo su interés se centra en destacar “que la investigación, con la que formamos el juicio, constituye en sí misma un proceso de transición temporal que tiene lugar con materiales existenciales” (ib., 273). Así, a través de estas pocas y sencillas palabras, Dewey rompe la barrera que hasta ese momento separaba lo conceptual y lo orgánico, lo abstracto y lo concreto del pensamiento, es decir, lo racional y lo empírico. Ubica el problema en un plano en el que se reconcilian Platón y Aristóteles, la lógica ontológica de los griegos clásicos y la lógica formal de las concepciones modernas y contemporáneas.

            Y a esta innovación que marca un punto señero en la historia de la filosofía, añade una nota que no puede pasarse por alto: la experiencia posee una base biológica, cuyas estructuras son duraderas; pero, además, y esto no ha sido suficientemente subrayado, descubre cómo se juntan las “ondas de la experiencia” y lo que cada onda “acarrea del pasado y abarca el futuro”. No necesita decir más para ilustrar con esas palabras, que para el caso no hay muchas, el hecho vécico del conocimiento. Y decimos “hecho” porque queda meridianamente claro que ya no cabe con plena oportunidad el término “fenómeno”. Es un hecho desde que resulta de la experiencia y de “estructuras nerviosas que toman parte” en la actividad de la experiencia. Con lo que, en cierta medida, Dewey adelanta la teoría de Hebb.

            Se trasluce la dificultad que presenta el referirse a este hecho crucial del conocimiento; se vale de la expresión “ondas de la experiencia”. Asimismo, se refiere a que “toda actividad deja una ‘huella’ o registro de sí misma en los órganos que la ejecutan”. Aquello que hemos llamado algoritmo, fulguración, horma o asociación de células nerviosas. Está ya en Dewey la plena concepción del mecanismo (si vale la palabra, y es admisible en el cuadro teórico del pragmatismo) responsable del conocimiento, tomando este concepto en su acepción más amplia, en la que se admite las particularidades de los procedimientos de la ciencia, de la filosofía y del pensar común y corriente también llamado “sentido común”.


EL CONOCEDOR FURTIVO


Lo que se conoce y reconoce del mundo, especialmente el conocimiento aplicado con el fin de resolver situaciones complicadas, responde a un proceso desarrollado por cada persona a lo largo de su vida. Interviene la experiencia en sus circunstancias, situaciones problemáticas, dilemas, conflictos, sufrimientos, vivencias inesperadas y desconocidas. Adquieren un relieve importante las veces en que un orden de complejidad opuesto al desarrollo corriente de la vida es resuelto o disuelto de alguna manera en virtud de habilidades propias y genuinas.

            En estos términos, es claro que hablamos de una realidad específica que se esconde tras la realidad histórica personal registrada en la memoria. No de una realidad de carácter biográfico o, se diría, bio/gráfico, sino de una realidad de carácter biológico o realidad bio/lógica. Se advierte así que a la historia lineal se acopla una armazón lógica de habilidades y conocimientos, surgida aquí y allá, en tal o cual momento, y que interviene en cada caso concreto y cobra contenido en función de la circunstancia o realidad presente dada. La vivencia de que se trate y el grado del asunto con que se enfrente la persona “llenarían” esa realidad biológica con la realidad biográfica. Quedaría atrás, pues, el supuesto de que las “ideas” serían las responsables últimas de la realidad vivida y del conocimiento del mundo y, de la misma manera, que solo los hechos empíricos determinarían la realidad conocida y vivida.

            Llamar “realidad” a ese proceso no es más que una jugada en contra de la espaciotemporalidad atribuida a todo lo existente y real. Nada más que una manera de subrayar la inadecuación del término en cuanto denomina y especifica lo que no es imaginación y fantasía, sueño o alegoría. Si la realidad respondiera a la captación inmediata de los sentidos o a la racionalidad elaborada de las ideas, y aunque por tales medios se lograra conseguir un concepto terminado, o aproximadamente terminado, acerca de ella, no podríamos entendernos con ella, especialmente en los hechos, en la vivencia, pues permanecería separada de la realidad del cuerpo y de la mente y no se trataría más que de una carrera como la del gato y el ratón. Por lo que preferimos llamar “realidad vécica” a esa realidad de veces y no de tiempos y lugares, una realidad de consolidaciones por las que se recrea un algoritmo en el sistema nervioso central, una asociación neuronal o un “sistema nervioso” particular asociado a la situación cuya huella construye una vía de procedimiento o inferencia neurológica que se asimila como “conocimiento vécico” o vicisitudinario.

            “Vicisitudinario” es una palabra que “se aplica a las cosas que suceden en orden alternativo”. “Vicisitud” quiere decir “alternancia de sucesos”, “suceso que produce un cambio brusco en la marcha de algo”. Se usa con el mismo valor que “accidente” o “suceso”. Finalmente, “alternar” quiere decir “sucederse, en el espacio y el tiempo, dos o más cosas, repitiéndose una después de la otra” (María Moliner, Diccionario). Si bien este significado es dependiente del concepto “tiempo”, la palabra “vez”, de igual etimología (turno, alternativa), experimenta un vaciamiento en la noción del tiempo al usarse en relación a momentos indeterminados o que no importa especificar: ya habíamos dado ejemplos: una vez, cierta vez, a veces, etcétera.

            Nada nos ofrecen los sentidos en su obrar sino la experiencia de los sentidos, y esta experiencia no nos deja percepciones ni sensaciones sino impresiones, estampaciones de aquellas. No nos muestran un mundo reflejo y solo nos ponen en contacto con un proceso que elabora mundo o mundos con nosotros dentro de ellos (las pautas de conocimiento son parte de la construcción resultante). No obra una corriente de datos de los sentidos sino la dinámica de la experiencia una y otra vez acomodada a la manifestación de energía en curso. Decir “en curso”, además, no quiere decir en el curso del tiempo sino en el curso de sus transformaciones, acerca de cuyos tiempos nada sabemos.

            Trasmitimos a los sentidos lo necesario para que puedan ocuparse del mundo del modo en que necesitamos para aprehenderlo. No son ellos los que nos trasmiten datos imprescindibles, aunque trasmitan datos, pues, de ser así, solo seríamos un disco de almacenamiento de información, como el de una computadora, y seríamos incapaces de hacer algo con ella en el sentido en que es capaz de hacer algo con la información un ser humano. El conocimiento, pues, es esencialmente modal, no solo apodíctico y racional ni inmediato y empírico. Comunicamos al mundo cómo lo comprendemos, y no hay un supuesto intermediario que nos comunica con él al suministrarnos instrumentos de captación para comprender. La realidad, pues, no es solo esta, la del presente, que parece irreal por ya no tener existencia, por ya haber sido vivida y que no está ahora en la persona o en el acto actual. Está solo transformada, y nunca estable, congelada; por lo que hablar del pasado, de la realidad histórica, es un artificio para poder hablar de alguna manera.

            Nuestro mundo es el mundo de la comprensión y no el del entendimiento. Seguramente, es el mundo el que debe o debería entendernos, y quizá el que hasta cierto punto nos entiende y no lo sabemos. Quien entiende poco o a medias solo puede comprender y dejar para quien bien entiende la obra de expresarse y volverse real, llámese naturaleza, universo o Dios. Enviamos un mensaje con el detalle de lo que somos y de lo que podemos, y eso es todo. Y nunca sabemos con seguridad si entendemos o no entendemos, porque la naturaleza no envía mensajes y sólo deja entrever signos que hay que interpretar. Demanda mucho esfuerzo perfeccionar el mensaje que permanentemente enviamos y decodificar los signos que nos aparecen como lluvia; nos cuesta descifrar el lenguaje del mundo. Y nunca se obtiene una versión final pues el mundo se mueve, cambia, se modifica, experimenta metamorfosis que no entendemos, asunto en el cual participamos, por lo que tampoco terminamos de entendernos a nosotros mismos.

 

CONOCIMIENTO DE QUÉ

 

El conocimiento no es ir de lo determinado a lo indeterminado, de lo conocido a lo desconocido. Es, en cambio, ir de lo indeterminado a lo determinado, trabajar los recursos puestos en marcha en lo indeterminado de la práctica de vida, al enfrentar lo determinado y desconocido, a lo que seguramente determinamos al aislarlo y determinarlo y finalmente comprenderlo. No responde a un proceso discursivo, aunque incluya procesos semejantes, ni a un trabajo que se hace después. Conocer es dar una y otra vez con el hacha a un tronco buscando que caiga siempre sobre el primer tajo y desde diferentes ángulos.

            Lo que se ve ante sí, en la naturaleza, en el cielo, en el mar, en el bosque y la selva, en la ciudad y en las calles, ¿acaso no es el tronco cortado o a medio cortar, es decir, lo que conocemos? Todos pensamos, pero no todos nos ponemos a pensar, a manejar el hacha. No nos disponemos como nos disponemos a leer o a cocinar. Lo que hacemos al pensar es levantar toda nuestra existencia, con presente, pasado y futuro, para dejarla caer de a golpes sobre la realidad entrometida y foránea. Lo igual a lo que se ve no demanda ningún esfuerzo ni golpes; solo lo demanda lo distinto y adverso. Pues somos el movimiento contrario al que nos devuelve lo que se nos aparece.

            Si tradujéramos lo que se nos aparece, si fuéramos los intérpretes o decodificadores de la realidad, seríamos otra especie, expresaríamos el espíritu de otra lengua, de otro sistema de comunicaciones. Pero somos el mismo sistema, la misma realidad. Somos apenas esos mismos pedazos y virutas que han saltado del tronco al golpe del hacha, hecho leña o palo. Llamemos “ideas” a esas virutas y fragmentos del tronco de la realidad a conocer. Son manifestaciones de la energía del mundo, no nudos a deshilvanar. Vienen a nosotros como material desechable, y ya no son aquel objeto sobre el cual tentábamos acertar con precisión el filo del hacha. Esta va, la viruta viene, y con ella todo lo que ha quedado del tronco, es decir, lo que ya no es tronco sino leño, estaca, astilla. Lo que hemos deshecho es lo que modifica la apariencia; no lo que ponemos sino lo que sacamos. ¿Qué pusimos?

Solo daño, invasión, intromisión. El daño se antepone como una dialéctica primitiva y brutal, de la que por abajo nos queda la satisfacción y por encima el sentimiento de angustia, la pulsión destructiva.

            Conocer es modificar y aun destruir la información obtenida por sensores que captan lo dado. La verdad no puede responder a la simple irrupción, pues, así como el color del mar cambia con el color del cielo y la luz, todo irrumpe en todo, todo es a la mirada según lo otro, y somos otro cualquiera, una más de las irrupciones que sorprenden en el mundo. Hay, pues, un impulso propio que determina lo indeterminado, informe, basto y que no pertenece a nadie. No conocemos nada sino por el ejercicio de un impulso propio, de una elección o de una devoción que no nace de ninguna fuente extraña. Lo ajeno al impulso es fuerte, se impone a veces sobre nuestra conciencia y nos obliga a obedecerle. Pero no nos convence sin antes interponer nosotros las pautas que le hemos extraído de nuestras visitas, de nuestras iluminaciones, de los rayos que le hemos dirigido para que despierte de su sueño.

            La circunstancia más comprometida, la enfermedad, la esclavitud, el dolor, la angustia, la desesperación son realidades que consideramos nuestras, que no están en el mundo que llamamos externo, aunque sea una de sus partes. Hay una realidad solitaria en la que no hay cómo no creer, la misma que por tradición se atribuye a las concepciones idealistas. Alguien diría —¿Dónde estoy si no es en ese mismo mundo externo que llamo externo por creer que es externo a mí? Hay una realidad solitaria y escondida, pero no es otra realidad, sino la realidad que no puedo ver por ser parte de ella.

            La realidad furtiva de cuyas manifestaciones soy parte, que no hay cómo liberar de lo desconocido, es en la que creo. Y, desde que su fuente originaria es la misma que la del mundo de las apariencias, termino confiando en mis presunciones interiores y subjetivas, filtradas por las de mis congéneres. Y desconfío de lo que aparece en forma brutal, que provoca un susto y parece una cachetada inesperada. Por lo que, como consecuencia de lo que algunos estudiosos de filosofía gustan hacer, no puedo sino declararme idealista. Un idealista objetivo, ya que mi idealismo no es un idealismo de las ideas sino de las ocasiones innumerables, indefinidas e informales o experienciales de las que vicisitudinariamente se transforman y recrean en hechos y series de hechos. Por lo que mi idea de idea es poco ideal, es más bien material, aunque la de cómo se forma y convierte en realidad es flojamente materialista.

            Así pensaría quien se sintiera idealista sin serlo en el sentido estricto, es decir, quien no se sintiera cómodo dentro del marco materialista, aunque, quizá sin saberlo, incluiría en su concepción aspectos importantes relacionados con los sentidos, la sensibilidad física y su importancia para el conocimiento.

 

PARTE 7


El punto de vista vécico permite apreciar con cierta claridad otro aspecto de la realidad, en este caso de la realidad social. En lo que se intenta presentar aquí como problema no se esconde ninguna intención de cuestionar la importancia de la ciencia teórica ni de las tecnociencias. En ellas se deposita no solo la fe en el desarrollo del conocimiento racional y sistemático, que incluye el desenvolvimiento de la vida práctica, sino también la garantía de supervivencia para la humanidad, para las demás especies y en lo que atañe al cuidado de la ecología planetaria. Por lo demás, la ciencia, con su permanente e infatigable actividad de renovación y rectificación, investigación y descubrimiento, al procurar el bienestar material, físico y psíquico, el confort, la potenciación de las facultades naturales de la inteligencia, transmite también sus gratificaciones al ámbito de la espiritualidad, la ética y los valores.

            Ahora bien, el panorama de la ciencia teórica tal como hoy se perfila en sus múltiples relaciones con las tecnociencias y en el inmediato influjo sobre la vida de las personas, produce un efecto de inquietud y desamparo, de desconcierto y aun de incredulidad. Aunque en general no tenga consecuencias del tamaño de los grandes conflictos sociales ni de las tragedias colectivas notorias, sin embargo, conmueve a la humanidad sin que se note demasiado y, aun, sin que pueda comprobarse como se comprueban los de orden explícito y palmario. Puede explicarse con solo tener en cuenta el modo fundamental del conocimiento, de la forma en que hemos venido sosteniendo aquí que funciona, especialmente cuando presta su servicio en la vida práctica, doméstica y personal.

            La variedad y la cantidad de productos, la celeridad con que se renuevan y aumentan en diferentes versiones, el impacto que produce la posibilidad de incorporación a la vida cotidiana con relativa facilidad conduce al aturdimiento. No al aturdimiento que producen los fenómenos comunes y corrientes cuyos efectos suelen expresarse con esta palabra. Nos referimos al aturdimiento no manifiesto ni patente, imposible de discriminar con claridad si no se tiene en cuenta la principal forma de proceder del conocimiento humano y cuando debe aplicarse a la distinción y al reconocimiento de algo con los solos recursos de las fuerzas propias. Surge un conflicto entre la forma de conocer y aquello que se desea conocer, por el simple hecho de que lo que se desea conocer es prácticamente sustituido por lo que en forma ajena a la voluntad se impone para conocer.

            En tanto la forma de conocer se despliega por medio de los recursos de la historia personal (a los cuales nos hemos referido bajo la expresión de “historia vécica”), lo que se conoce ya viene desplegado, y se despliega siguiendo una dirección opuesta a la de la historia de formación de las aptitudes para conocer. Y esta dirección contraria es la que rige el curso de las ofertas de la revolución tecnológica que acapara la atención. Lo fundamental en este sentido es advertir que esa revolución tecnológica es concebida, y nada se puede reprochar a la ciencia en eso, precisamente para ahorrar el trabajo de descifrar las formas más convenientes de resolver problemas, de evitarlos o de enfrentar una adversidad que la vida presenta cada día y en cada momento.

            La lluvia de descubrimientos, inventos, cambios de parecer de orden científico, variedad de opiniones autorizadas (las consabidas “bibliotecas”) funciona como una clase de velada imposición perteneciente a un nuevo régimen de lucha por el poder de gobernar, si no a las personas, especialmente la forma de convencerlas. La invasión llega al subconsciente con una velocidad antes desconocida, y la mente trabaja de una manera muy diferente a como lo hacía con la lentitud relativa de los cambios en las formas de vida de otros tiempos. ¿Se acomodó el cerebro de la gente al mismo ritmo en que se aprecia que se ha acomodado el cerebro de los científicos y de los tecnólogos?

            No es raro que por el fondo las personas se encuentren en un grado cada vez mayor de conmoción por el impacto recibido, el cual no se puede ni se quiere evitar. El fuero íntimo, inanalizable, jamás puesto al descubierto por encuestas ni estadísticas como las que revelan el fuero extrínseco y se divulgan con frecuencia diaria, de las que importan pareceres, opiniones, circunstancias materiales que rodean a cada persona, en fin, predilecciones políticas, religiosas, deportivas, etcétera, se envuelve en un torbellino que la más genuina y poderosa facultad de poner orden, de discriminar y racionalizar no puede aquietar ni eliminar del todo. No se sabe hasta dónde está preparado el ciudadano común para asimilar por lo bajo el cambio sustancial en el modo de vida que se propone, aunque muchos escapen a su influjo y otros estén perfectamente preparados para lograrlo.


EL ATURDIMIENTO


¿Qué lo marea o aturde? Lo marea y aturde el quedarse sin puntos de referencias conocidos y seguros, dada la magnitud de los saltos cuantitativos y cualitativos de la abrumadora oferta tecnológica invasora del hogar, el trabajo, la convivencia, las costumbres, modificándolas y obligando a una adaptación tras otra. No se incuba aquí el propósito de confrontar esta realidad irresistible e inexorable ni el deseo de aventurar juicios o adelantar designios sino solo subrayar efectos indeseados. Si bien muchos consumidores asimilan enseguida un buen número de innovaciones, otros no las entienden o no encuentran su aplicación en lo personal. Siempre hay lugar a un vacío de conocimiento, sobre todo en términos de comprensión respecto a una amplia franja de reacondicionamientos (necesarios si se quiere atender todo) que quedan al margen de la percepción crítica. La dinámica subjetiva queda sola y paralizada en rubros fundamentales para la vida, en las dificultades tanto como en las facilidades y comodidades que se apreciaban diferentes, con mayor dependencia de la intervención propia, del ingenio, del esfuerzo, de la imaginación.

            La tecnología estalla y no le cabe la tarea de preparar intelectual y espiritualmente a los destinatarios de sus invenciones e innovaciones para ayudar a asumirla y a asimilarla. Siempre ha sido así, y la de los tiempos pasados tampoco preparaba fuera de lo imprescindible para aprender a utilizar los artefactos y aparatos que inventaba y ofrecía. Pero hoy se incorporan dos nuevos aspectos: la tecnología se inmiscuye más allá de los hábitos y prácticas concretas para alcanzar el de las aspiraciones y deseos íntimos, emocionales y pasionales. Además, y aspirando a sobrepasar la mecánica de la seducción, pretende inducir e imponer, a fuerza de reiterar y de apelar a los innumerables medios para invadir la esfera de la vida personal. Con lo que logra modificar la conducta del sujeto, afectar el orden de sus predilecciones, convicciones y afectos, superando muchas veces con intenciones sospechosas las inclinaciones y predilecciones, instalándolas a su gusto si no estuvieran ya en el espíritu, especialmente en los jóvenes, dejándolos sin opción porque la mayoría de ellos no conoce la constelación infinita de tesoros de la cultura humana.

            Todo lo que tiene de benéfico en la práctica, especialmente social, lo tiene de disolvente en lo que se refiere a la espiritualidad, la fe, la autoformación moral y la creatividad en lo psicológico, como también lo tienen otros ascendientes de influjo predominante y crédito consensual en los campos intelectuales y emocionales con peso de autoridad y prestigio, como los de la religión y las ideologías. La ciencia, cuya misión pasa por combatir los dogmas y supersticiones, se convierte en un embrollo para los demás cursos de autoafirmación personal. No porque en sus consignas de racionalidad y experimentación radique una naturaleza contraria a la autoafirmación de la conciencia y la moral, sino porque una y otra, cuando la libertad espiritual y la amplitud de miras es escasa, tiene el poder de anular toda otra apertura a la percepción del mundo y del propio yo. Sus productos maravillosos, como los de la tecnología, ejercen ese influjo en quienes no son consciente de sus limitaciones y debilidades o carezcan de un sentido de los valores fundamentales de la colectividad.


SEÑALES DEL MAREO


¿De dónde proviene el conocimiento de esta realidad que solo podría comprobarse en cada persona por métodos no experimentales, en lo individual y subjetivo, invisible para los instrumentos de medición y comprobación conocidos? Ninguna indagación de este campo inmaterial admitiría datos objetivos, información estadística ni posibilidad alguna de practicar siquiera inducciones. La misma ausencia de interés por obtener información de este tipo, sea por la dificultad de lograrla en la práctica, sea por la supuesta naturaleza que invalidaría toda base de datos subjetiva, es señal de alerta capaz que anunciar la posibilidad de un conflicto desatendido o encubierto. No hay asunto que escape a la medición y a la comparación en un mercado que indaga en profundidad cada fragmento de la realidad cotidiana y cada aspecto de toda actividad social y personal, de la política, los servicios, la industria y el comercio, las finanzas públicas, la educación, la salud, la vivienda, el trabajo, etcétera.

            La dinámica de cada aspecto de la actividad humana, además, se mide, calcula y proyecta, y se compara con la del pasado. Se toma desde el punto de vista de los hechos y cosas, no desde el de las fuerzas, ideas, impulsos, aficiones o anhelos que se convierten en realizaciones concretas. No hay un registro histórico de las aspiraciones, pues ni el presente ni el pasado están hechos de ellas sino de lo que las metamorfosea en realidades. Y hoy apenas hay una historia de las ideas, disciplina que no despierta demasiado interés, pese a su considerable aporte a la filosofía de la historia en décadas pasadas. De la cuantificación de los problemas sociales se puede inferir alguna cualificación que suministra conocimiento acerca del estado de espíritu y de las tendencias grupales; pero estas cualificaciones no son de las que prefieren servirse como material de trabajo los profesionales de las ciencias sociales, perspectiva que los convertiría en intérpretes imaginativos o falsos profetas. Y muchos aspectos del orden al que nos referimos quedan dentro de la órbita de la psicología y de la psiquiatría, en un plano de obligada reserva ética y profesional.

            ¿Cómo sabemos que el ser humano está solo o que, por lo menos, se siente desamparado, aunque no lo admita conscientemente o no lo advierta aun tratándose de su propio yo? Los psicólogos lo deducen frecuentemente porque encuentran un gran vacío al respecto en su discurso, en el plano de la relación personal y en el del consultorio. Las técnicas para develar sus causas y motivaciones, pues, corresponden a la práctica del psiquiatra y no suelen divulgarse, porque contravendría la estrategia para la cura o para el tratamiento que pueda corresponder. Hay otro hecho del que puede inducirse el sentimiento de desamparo, de temor respecto a la confianza en las propias fuerzas o de descreimiento respecto a la propia potencialidad de la energía espiritual y mental.

            Este hecho corresponde a la muy denunciada tendencia general hacia un mundo de vida cada vez más reservado y recluido en la esfera privada de lo personal y particular ‒al margen de las situaciones en que una causa externa la impone necesariamente y que refuerza y aun obliga a seguirla. Asociada estrechamente a ella se cuenta la dirección de los intereses por las actividades, laborales o de esparcimiento, que no requieren una participación demasiado activa, con la excepción de la de los deportistas profesionales. Y también es abonada por el desarrollo y la diversificación de la tecnología de aplicación social.

            Esta tendencia, sin embargo, y se trata de un hecho de máxima significación, no impide que se conserve el sentimiento de solidaridad cuando la situación lo demanda por la gravedad de lo que se trate o por fundamentos explícitamente humanitarios. Aunque el influjo de lo externo llega a la subjetividad con mayor facilidad que lo que nace y fluye en ella como efecto de sus auténticas inquietudes y de una cultura afirmada en la experiencia y en el esfuerzo consciente, el sentimiento por la desgracia ajena no se debilita. Y no es gratuito que ese influjo, en el que viene la señal que despierta la solidaridad, provenga de lo externo a la conciencia y la haga reaccionar y proyectarse en los hechos. Porque se paga con la disminución y el debilitamiento de lo que ayuda a vivir soberanamente en la realidad interna, aquello que ocuparía el lugar de la ayuda al prójimo de manera estereotipada y respondiendo a la imitación automática o a la moda. De esto resulta una clara señal para al menos una cantidad de casos en que se ve que la solidaridad no responde a los sentimientos soberanos y libres sino a la fuente en la que se originan los intereses superfluos y de pasatiempo. La solidaridad, pues, se implanta a expensas de la plena autonomía y libertad de conciencia al ser desplazada por un efecto reflejo y movida por intereses ajenos al sentimiento humanitario.

            Si se trata de investigar los motivos por los cuales se avizora este aspecto de la realidad social, señalada especialmente por la sociología actual y la teoría de la posmodernidad, uno de los aspectos a considerar sería esa oposición entre la fase básica del conocimiento, de orientación centrífuga, descrita por la teoría vécica (activación de pautas experienciales indeterminadas en las que puedan encajar las pautas de nuevas situaciones), y la dependencia en aumento respecto el influjo del mundo externo y cuya orientación centrípeta obstruye el curso de la otra, para suplantarla o neutralizarla. A este fenómeno se refiere la denuncia de deshumanización también generalizada por la crítica de la posmodernidad, y que tiene una tradición que se remonta a la filosofía (José Ortega y Gasset), la literatura (George Orwell), el cine (Charles Chaplin), etcétera. En este sentido es de destacar en nuestro país la obra del filósofo Aníbal del Campo, y en Argentina la del escritor Ernesto Sábato, entre otras.

            Por no considerarse ajena a la teoría vécica, finalmente, podría agregarse que ella no interfiere ni tampoco se afilia al muy debatido funcionalismo, tendencia filosófico-epistemológica que alcanza su auge en las últimas décadas del siglo pasado por impulso del estadounidense Hilary Putnam (1926-2016). Después de que hiciera un balance final, teniendo en cuenta las principales implicaciones teóricas del problema, concluye, en uno de sus libros más importantes, que “lo ‘epistemológico’ y lo ‘ontológico’ están, según mi perspectiva, íntimamente relacionados. La verdad y la referencia están íntimamente conectadas con las nociones epistémicas; la textura abierta de la noción de objeto, la textura abierta de la noción de referencia, la textura abierta de la noción de significado y la textura abierta de la razón misma están todas mutuamente interconectadas. A partir de estas interconexiones habrá que progresar la tarea filosófica seria.” (Putnam, 2014, 183.)


PARTE 8


Falta a la teoría vécica ubicarse frente a un problema ineludible, aunque azaroso, sin cuya debida discusión quedaría al margen de un aspecto clásico en la filosofía del conocimiento. Nos referimos a las diferencias entre el racionalismo idealista y el materialismo en lo que atañe al paso de lo neurológico a la filosofía de la conciencia y a la psicología de la mente, un diferendo que no ha sido resuelto sino, más bien, hecho a un lado o, en el mejor de los casos, ponderado en lo que cada parte tiene de permeable respecto a la otra.

            ¿Cuál es el verdadero fondo del problema? Se disciernen esas diferencias según se otorgue mayor importancia a la idea o a la sensación, a lo interno o a lo externo, a lo espiritual e intuitivo o a lo empírico e inmediato. Pero, en el fondo de todo está la cuestión de decidir si en lo humano interviene un factor sobrehumano, es decir, si el problema de la vida y el mundo se resuelve en la sola esfera del conocimiento o si se remite a otra superior, Dios, la Idea, lo Absoluto, lo Infinito, pero también lo Circunvalante, la Estructura, el Mercado, o como quiera llamarse, que determinaría todo lo conocido y haría del saber un territorio limitado e insuficiente a pesar de su dinamismo e inteligencia.

            En este fondo último se incluye la dimensión espiritual como asunto paralelo y de la más considerable importancia, connatural al del conocimiento y cuyos parámetros de discusión son los mismos. Se trata de lo que se prefiere denominar misterio antes que llamar problema, dado que interviene lo inexplicable, como en el arte, y todo lo que no puede reducirse a sistema hipotético-deductivo o a ciencia fáctica, esto es, la ética, la religiosidad, el misticismo. Se trata de la puja que a través de los siglos ha ido modificando la metafísica en filosofía natural y ésta en teoría del conocimiento, antropología filosófica, psicología y epistemología.


LA GRAN INQUIETUD


Se conmueve el ser humano especialmente en los casos en que las inclinaciones y preferencias personales se ven afectadas por un sentimiento de soledad metafísico y una sensación de desamparo espiritual y moral, especialmente frente a la adversidad y más cuando se dispone a pensarla, a meditar en la resistencia que se opone con tanta tenacidad a sus más anhelados propósitos y mayores aspiraciones. El problema entonces no es el mundo objetivo sino él, es decir, el problema de su misma posibilidad de sentir y pensar, el de la existencia propia que parece anteponerse a toda otra existencia y realidad externa o extraña. El problema se reduce al individuo humano en tanto primera autoconstrucción y máquina de autorresolución de enigmas, dificultades, contrariedades e inquietudes.

            Lo poco que tiene para decir la teoría al respecto es el del sentir original de cualquier sujeto humano, en el que no domina el deseo de despejar el problema del conocimiento, de si hay o no hay mundo exterior, de si se debe confiar en la apariencia o si la verdadera realidad se esconde tras ella. Domina, en cambio, el deseo de descubrir el orden y la jerarquía que corresponden al ser humano en el mundo en el que participa y del cual forma parte. El ser humano se conmueve a raíz de la excitación ‒y de su inmediato desvelo‒ debida al simple hecho de sentirse y pensarse vivo y ser una fracción de la realidad de la que es consciente (asunto que está en el origen de las religiones, de las creencias, de la filosofía y de la ciencia). ¿Hay, pues, sólo un proceso neurológico o hay algo más? ¿Nos limitamos a sentir o a presentir una determinación sobrehumana apelando a la fe religiosa o a la fe antropológica (distinción de Segundo, 1982, T. I, 31)? ¿O indagamos algo más?

            Es tan improbable que una fuerza sobrenatural, quizá natural como cualquiera otra (¿por qué Dios tiene que ser sobrenatural?) lo determine todo, o que una actividad neuronal, quizá insignificante en el universo (¿por qué la energía bioquímica y física tiene que ser natural) determine lo que habría de corresponder a lo que se concibe como milagro humano. Y que resulte milagro para el hombre de ciencia como para el hombre de religión, y que la misma palabra “milagro”, que equivale a lo que se admira y asombra, muestre en el sentir y el pensar de ambos tan diminutas diferencias de significado y sentido.

            La teoría tiende a sugerir que la misma disyuntiva es ya prodigiosa por presentarse experimentada en carne propia y a la vez expresarse sutil e inaprensiblemente. No involucra sólo al hecho o fenómeno o actividad o proceso del conocimiento en sí mismos, sino a la particularidad de que, se trate de lo que fuere, su interpretación dé para dividirse en dos visiones opuestas, una del todo trascendente y otra del todo inmanente, ubicadas ambas en polos extremadamente opuestos e irreconciliables.

            Semejante oposición abre la sospecha de las aporías paralelas al dilema de la fe. Y la sospecha se incrementa al orientarse en el sentido más probable. No el de la comunicación del hombre con Dios, que es una expresión de los textos bíblicos y creencias religiosas, ni del hombre con la ciencia, que es una expresión de las hipótesis, teorías y conjeturas del conocimiento. Se orienta en el sentido de lo que, como el universo en expansión, se aleja cada vez más de cada uno de los puntos del sentir y del pensar. Porque no ha cambiado nada desde las épocas más remotas de la civilización, y se cree en el misterio como siempre y se cultiva el saber práctico como siempre. Nada de esto tiene que ver con la realidad personal, cuya conciencia de sí está atenta a las dudas y a las creencias, y cuyo acceso a la ciencia se realiza a través de mecanismos que sólo vienen desde fuera.

            Lo que se entiende por sobrenatural es la composición de lo que, tiene que admitirse, no es inaccesible al razonamiento y sólo lo es a la fe o a la intuición: el paso de la asociación de neuronas, con el fin de preparar para lo inesperable, a la función que tal asociación posibilita, al encendido de la solución de dificultades. Es la composición de lo que, tiene que reconocerse, se demuestra como resultado del razonamiento y de sus demostraciones fácticas. No se trata de concepciones opuestas sino de extremos originales que incesantemente tienden a anularse entre sí, es decir, a aproximarse en vías de unificación. ¿Cuál es, hasta donde podemos imaginar, el desenlace? Quizá la insólita imagen de una transformación sin término concebible.


EL TRAZO Y LA LÍNEA


¿Por qué suponemos un desenlace inimaginable? Porque la vida consciente puede ser un producto autogenerado, una autopoiesis, un proceso autónomo que está en el origen de la vida (Maturana, 1996, T. II, 232). Puede ayudarnos esta metáfora del filósofo alemán Friedrich Jacobi, del siglo XVIII: “Pensemos en la acción de dibujar con un lápiz una línea en una hoja. Intuimos la línea mientras la generamos, y sólo porque la generamos nosotros mismos, no porque la encontremos hecha. En esta imagen, el Yo sería tanto la mano que traza como la línea dibujada. El Yo se ‘ve’, se intuye, de un modo parecido al del ojo cuando ve la línea: no como objeto externo, sino como la actividad misma del hecho de trazar una línea. Y ‘verse’ es, simultáneamente, el propio hecho de trazar, la producción en sí.” (citado por Frilli, 2019, 72)

            Todo induce a pensar que la historia y la realidad ‒entendidas como historia y realidad vécicas‒ y lo que hemos llamado interlocutor furtivo configuran un sistema demasiado simple para atiborrar su descripción con una infinidad de detalles y distinciones conceptuales y observaciones sensibles. Son asuntos demasiado vinculados entre sí y forman parte indeterminada de una singularidad no expresa en lo ideal ni en lo material sino en lo que, para no involucrar a ninguna filosofía, puede apenas referirse bajo la expresión “manifestaciones de la energía”, transformaciones, estados, cambios decisivos o insignificantes, de una sola y única dirección, irreversibles. Lo que para nosotros es apariencia, aspectos múltiples y puntos de vista diversos, entidades y seres inscriptos en el tiempo y el espacio, interpretaciones y representaciones, para un observador omnisciente sería “un ente singular” en el sentido de la ontología clásica (Ferrater Mora, ob. cit., T. IV, 3297), es decir, aquello en lo que no hay oposición semántica con la demasiado humana “pluralidad”.


PARTE 9 Y ÚLTIMA


El hombre colectivo se olvidó de sí mismo. Si bien con los siglos se fue liberando de la subjetividad supersticiosa y dogmática, por la que había rendido pleitesía a toda clase de mitos y religiones, ideologías y reinados de fuerza y violencia, volvió a encadenarse al consentir la intromisión de las nuevas prescripciones y sugerencias del conocimiento, las tecnologías y los medios de comunicación y traslación. No se limitó a beneficiarse con ellas, como jamás lo había experimentado. Por sobre su uso inteligente, privilegió las creaciones de efecto secundario, los artificios del placer, los juguetes para el entretenimiento, el confort y el ahorro de los viejos empeños para lograr cualquier ventaja en la lucha por su vida.

            La angustia de sentirse atrapado en su fuero íntimo, y la rebeldía capaz de liberarlo de sus antiguos fantasmas, se convierte en satisfacción al dejarse atrapar en la tormenta de ajenidad que obnubila sus sentimientos y su intelecto. El efecto de esa agradable enajenación le hace descreer de sus propias fuerzas y le condena a depositar su fe en las cosas y hechos externos. El pensamiento filosófico, incluso, es atraído por los objetos concretos del mundo y se desinteresa de las antiguas abstracciones, ideas y representaciones, éticas y valores, categorías del entendimiento, emociones y pasiones, sin adelantar ninguna constelación de aspiraciones sustitutivas, porque la esperanza no ha ni había muerto.

            Se pensó que se recuperaba de este colapso, que cobraba plena conciencia de sus propios potenciales consagrados en la experiencia personal y la racionalidad de amplias miras. Aun, se creyó que el fenómeno se producía por primera vez a plena conciencia. Dios había muerto, pero un nuevo espíritu había nacido, una mentalidad abarcadora y menos temerosa. Había muerto la magia, pero la antigua subjetividad se transformaba al cerciorarse de las posibilidades infinitas de la autoafirmación, la convivencia racional y el apoyo insuperable de los aportes de la ciencia.

            Se volvió a descubrir el mundo, se contempló con otros ojos y se fijaron sus verdaderas magnitudes teniendo en cuenta el punto de vista y las perspectivas, la relatividad del espacio y el tiempo, el inconsciente y el mundo subatómico, las totalidades que no resultan de la suma de sus partes, las reglas de la vida en sociedad, la fenomenología de la vida cotidiana, la irreversibilidad en las transformaciones de la energía, el caos y la complejidad, los espacios infinitamente lejanos del cosmos. Se abrieron las economías del mundo y se multiplicaron los intercambios benéficos del comercio. Se advirtió, en definitiva, que la inteligencia participa tanto como la naturaleza en la construcción del mundo.

            Alcanzaría con la existencia de una molécula orgánica para demostrar que la clave de arco de la realidad descansa en la inteligencia. Es ella quien la construye o ayuda a construirla, aunque pueda creerse que la construye Dios, la explosión original o la sola eternidad estacionaria. Si bien no se conoce la autoría última del universo, al menos se sabe que en los designios de la creación la humanidad no es una chispa que salta por azar de la fragua del universo. Se advierte que la vida no es un descubrimiento sino una invención. Que no es un recipiente que se llena de mundo sino un mundo singular que, como las galaxias, choca con otros para construir una nueva estructura. No una serie de hechos que se acumulan en el tiempo, sino el impacto de peripecias ocasionales que producen infinitos cambios.

            Vive el hombre, pues, en su dimensión colectiva, la vicisitud por la que se reconvierte desde sí mismo y no desde fuera. Cursa la mudanza por la que surgen nuevas sospechas y por la que las preguntas y respuestas se formulan de otra manera. Ve con claridad que no se liberará desde fuera hacia dentro sino desde dentro hacia fuera, e intuye que la recuperación de la subjetividad soberana podría mostrarle lo que él es en la realidad verdadera, la suya y no la foránea e intrusa. Su obra primeriza sería la subjetividad despojada de superstición y fundada en la experiencia real, por lo que no es posible establecer la convivencia social sin ella, un asunto remitido desde siempre a la organización y a la planificación masiva y despersonalizada. Es él quien puede resolver su existencia, y sólo él, pues la masificación social se produce por el vaciamiento de la subjetividad.

            El hombre social tiene que seguir, no llegar; llegar es cotidiano y reiterado. Tiene que procurarse la permanencia más que procurarse el éxito. El éxito de permanecer es sustancial, mientras que el éxito o el fracaso de los propósitos cotidianos son aleatorios y provisorios. “Peleamos por mantener vivo algo, más bien que en la esperanza de hacer triunfar algo” (Eliot, 1944, 523). Todo lo que termina en algo es porque empieza en otro algo, el fin de toda tarea es el principio de otra. Y solo alguna de esas tareas significa la vida que cada uno construye, la vida vécica, porque la mayoría de ellas es solo extensión, iteración. Distinguir la vida constitutivamente vivida de sus extensiones y repeticiones, anodinas y superfluas, es entender el sentido intrínseco de lo humano. Es la diferencia entre la apariencia y la realidad, entre la inteligencia gobernada por la naturaleza y la inteligencia gobernada por sí misma.




 


 

V. SENTIR: NOVEDAD EPISTEMOLÓGICA

 


 

Se habla de sentir como sentir físico y corporal o como sentir mental o espiritual, pero existe otro sentido para el mismo término, y surge de afinar la introspección y descubrir el verdadero papel que desempeña en el campo de la conciencia. 

 

“Pensamiento” es un término que alude al contenido o a los rasgos de ideas, conceptos, valores, sentimientos de una persona o de un grupo de personas, en contraste con los aspectos corporales y conductuales, gestuales o biográficos. Según el Diccionario de María Moliner es “cosa que se piensa”. Y “pensar” significa, de acuerdo a la misma fuente en su primera acepción, “Formar y relacionar ideas”. Por lo que “pienso” es la palabra que utiliza una persona para aludir a su actividad mental y eventualmente a su contenido de conciencia o a ambas cosas: “pienso en ti”, “pienso el problema”, “sólo lo pienso y no haré nada”, etcétera.

            En esas alusiones a lo que ocurre en la mente, y a la clase de contenido a que da lugar eso que ocurre, interviene siempre un sentir que se está pensando y un sentir que lo que se está pensando es tal cosa o tal otra. Hay un pensamiento que está fluyendo, una idea o una asociación de ideas, o una imagen o serie de imágenes, en fin, cualquier representación, y surge la conciencia plena de qué clase de idea se está pensando, formando o repitiendo en la mente. Sentimos que pensamos, sentimos que hay una idea o una asociación de ideas y nos damos cuenta de que estamos pensando.

            Darse cuenta del sentir que revela el pensar o el pensamiento permite poner las cosas en su lugar, aunque resulte algo difícil. Se comprueba que el pensamiento es una función y no el medio en el que se realizan o manejan las ideas, esto es, el contenido de la mente. Que llamamos pensamiento a lo que resulta de esa actividad de la mente, esto es, a una composición de ideas o conceptos o imágenes, cualesquiera sean, que elaboramos y sentimos como propias. Se da, pues, el producto que resulta del trabajo de la mente, la obra que se origina en una actividad que sentimos interna, mental y consciente.

            Sin embargo, llamamos “pensamiento” a una dimensión mental o medio en el que se mueve lo mental, diferente al de los sentidos y la percepción, y también diferente a la otra dimensión que llamamos afectiva o subjetiva, correspondiente a los sentimientos, emociones, pasiones, llamados “fenómenos psíquicos”, y entre los cuales suelen incluirse los sentimientos estéticos, éticos, axiológicos, deontológicos, religiosos. Muy probablemente, estas denominaciones y particiones que hacemos se deben a que no tenemos en cuenta la verdadera función del sentir en la actividad humana, correspondiente al pensamiento o al espíritu, a la percepción o a la elaboración mental de la información proveniente de los sentidos.   

            Sentimos y, de acuerdo a cómo aparece lo que sentimos, en función de los motivos por los cuales sentimos tal cosa u otra, de la circunstancia que vivamos al sentir, del estado de ánimo y del cuadro mental que nos embargue en el momento, dividimos el sentir en percepciones, en ideas, en sentimientos, en conceptos o en lo que sea. Sin embargo, en la conciencia ocurre algo elemental o se revela algo primordial: el sentir, Y no hay otra actividad más contundente que esa: que sentimos que algo nos pasa por dentro, es decir, que pensamos. Igualmente, la de que sentimos que vemos, que tocamos, que recordamos o caminamos o leemos o conversamos. Es bastante difícil establecer con claridad esta sutil distinción, pero es clave para entender el funcionamiento combinado del cuerpo y de la mente, de lo que tradicionalmente estudiamos por separado: lo mental y lo corporal, lo intelectual y lo espiritual, las ideas y los sentimientos, las manifestaciones estéticas y éticas, la moralidad y los valores, la religiosidad, lo inmanente y lo trascendente.

 

SENTIR Y SER

 

En la vida corriente no distinguimos si pensamos o si sentimos, si meditamos o si sentimos que meditamos. No distinguimos o no nos abocamos a distinguir si pensamos algo o si sólo sentimos que estamos pensando algo. En la mayoría de los casos advertimos interiormente que estamos ideando algo, que se asocian vagamente algunas ideas o connatos de ideas. Afloran algunas figuras o imágenes, espectros mentales o sus rumbos –movimientos, direcciones– que nos ponen al corriente de que estamos elaborando algo, como si amasáramos harina para hacer pan.

            Al mismo tiempo, y de acuerdo a la circunstancia que vivimos, sentimos esa actividad como relacionada con diferentes estados de ánimo o con situaciones o ambientaciones mentales. Puede tratarse de lo que llamamos ideas o de lo que llamamos sentires, sentimientos, o directamente, sensaciones, percepciones, contactos directos a través de los sentidos del cuerpo. Puede tratarse de lo que sea y en todos los casos hay un sentir, una realización sin la cual no. Y sentimos que pensamos, que nos emocionamos, que recordamos, que algo nos agrada o no, que lo consideramos oportuno o no, en fin, que completamos el sentir con vestiduras determinadas y específicas.

            Eventualmente, hemos creído que pensamos en algo cuando sólo lo hemos sentido. Se trata de algo que genera el sentir sin llegar a ser cabal pensamiento. Puede tratarse de un sentir importante, de algo por encima de lo habitual en la vida corriente: por ejemplo, sentir que somos, sentir que estamos viviendo. Porque no se trata de sentires habituales, de los que siempre concientizamos, pasan por pensamientos profundos acerca de que somos y de que vivimos, que por detrás debe ocultarse un porqué y un para qué fundamentales, cuando en verdad sólo nos está pareciendo eso y no lo estamos pensando a cabalidad.

No vivimos para pensar que vivimos ni por pensar que vivimos, o que milagrosamente somos. Más más bien vivimos para y por sentir que vivimos. Es claro que pensamos para poder vivir, y que si no pensáramos moriríamos. Pero vivimos la vida sintiéndola y no pensándola, sintiéndola por dentro o por fuera y haciendo de ella y del yo una misma y única realidad consciente. El sentir que somos, el sentirnos como seres vivos de todos los días, el volver consciente el hecho de que somos, es la particularidad que se atribuye a la especie humana. No hay duda de que las demás especies sienten y aun de que piensan, pero sin que se sepa claramente si piensan de una manera consciente.

Así, pues, vamos directo a establecer la fórmula siento, luego soy; pero no se trata de establecer ninguna fórmula filosófica ni de repetir la que ya anda por ahí, la que es capaz de explicar el fundamento de la existencia humana. Se puede decir “siento, luego soy” sólo para rendir cuenta de una condición sin la cual no es posible comprender el funcionamiento de la inteligencia. No para elegir qué es primero, como es de uso en la historia de la filosofía sino para atribuir la importancia funcional del sentir.

Pues, en tanto sentimos, somos; pero, si no sentimos ¿cómo vamos a ser? En el término sentir ahora estamos conteniendo un significado diferente al usual, el cual sirve para referir el sentir del cuerpo o el sentir “del alma” indistintamente. Aquí lo usamos para referir todos los sentires, ese estado de conciencia en el cual se refleja una criatura que existe, que se entera de su existencia y además que distingue entre diferentes clases de sentir.

No se trata de establecer el sentir como algo anterior, generatriz y primero de lo humano, vinculado a su naturaleza primordial y por encima de todas sus otras características. El propósito es otro y consiste en señalar que sentir y ser, en tanto ser humano, es la misma cosa. Son la misma realidad del ser consciente: si no hay sentir no hay ser y si no hay ser no hay sentir. ¿Es posible ser alguien y que eso que se es no sea objeto de la propia conciencia? ¿Es concebible un ser humano sin conciencia? No es posible, y hasta es posible concebir un ser humano sin pensamiento o con un pensamiento primitivo o elemental, pero no concebirlo sin la capacidad de sentir en el sentido al que venimos refiriéndonos.

 

SER Y EXISTIR

 

No pensamos por separado ni sentimos por separado. Si pensamos somos objeto de sentimientos, y si sentimos somos objeto de pensamientos. Sea lo que sea lo que sentimos, separamos y no sabemos cómo ni por qué separamos: ideas o sentimientos, deseos o satisfacciones, proyectos de conductas o posibles afecciones. Vivimos pasando de un sentir a otro, de una revelación a otra, de un estado de atención a otro, y cursamos la vida como la cursan las mascotas, los gatos y los perros: en una permanente atención al sentir.

Y al respecto es del caso preguntarnos ¿qué quiere decir pienso? En una primera instancia, parece claro que se sabe más en relación a qué quiere decir siento que a qué quiere decir pienso. Es más concreto sentir que pensar; pensar es más complejo y abstracto. Sentir es algo inmediato, simple; por algo se asocia tradicionalmente con el tacto, con los sentidos, con la empiricidad del cuerpo.

            En su condición de estar y vivir “dentro de sí” el yo asume la inmediatez de la conciencia, lo que no puede asumir en su pensar, pues pensar es tan inmediato como mediato; es adimensional. El sentir es inmediato y dimensional: no consume mucho tiempo, pero necesita espacio. El pensar requiere de la voluntad, el sentir no necesita ese requisito: es espontáneo. En la mayoría de los casos encontramos una importante diferencia entre saber y sentir; el pensamiento requiere del saber; el sentir no lo requiere, es ignorante. Si el saber requiere de la experiencia anterior, de los aprendizajes, de las habilidades innatas y adquiridas, el sentir no requiere nada de eso: es simple y despojado. Por lo que el pensamiento es dependiente y el sentir es independiente.

            En general, al manifestarnos para “los adentros” procedemos espontánea y libremente. Es difícil disponernos a pensar de manera sistemática, someternos a un pensamiento dispuesto en un orden racional, controlado, preparado y conclusivo. Por algo María Moliner se vale del ejemplo “El oficio del filósofo es pensar”, pues oficio es aquello que responde a un ordenamiento previo del saber y del hacer. El sentir no es previo a nada, es la novedad que surge de cada estado de conciencia, de la mente, del alma o del espíritu. Sin que tenga que ser el primero, es el acto prevaleciente cada vez que se es, que se asume en forma consciente que se es. Estamos hechos de senti→mientos; sentir es vivir. Sentir necesse, pensar non est necesse.

            Pensar en forma aplicada, voluntaria y ordenada, es lo que llamamos “reflexión”. Es un trabajo como cualquier otro que realizamos de manera no tan frecuente como sentimos que pensamos. Se puede decir aun que muchas veces que creemos que reflexionamos sólo estamos sintiendo, sólo creyendo que reflexionamos. En muchos casos semejantes sólo estamos sintiendo que algo ocurre en nuestra mente.

            Hay por extensión una diferencia sensible entre ser y existir. La fórmula “pienso, luego soy” se puede exponer también como “pienso, luego existo”. Esta fórmula bipolar es dependiente de los opuestos que la componen, como “existo, luego soy” o “siento, luego soy”. El sentir del cual hablamos, en cambio, no admite el sinónimo, puesto que con sólo sentir se comprueba el existir, pero no alcanza para comprobar el ser humano. El ser humano es más que sólo sentir, aunque esté hecho de sentires o senti→mientos. Es también pensamiento en el sentido tradicional, sentimientos, valoraciones, deseos, ambiciones, esperanzas.

 

CONTENIDO DE LA MENTE

 

¿A qué llamamos contenido de la mente, entonces? Una posible respuesta sería: llamamos así a lo que resulta de una actividad subjetiva que responde a motivaciones diferentes, internas o externas, y que se manifiesta de acuerdo a posicionamientos del yo, desorganizado u organizado, y de acuerdo al estado anímico en que se encuentra. Pero, sea correcta o incorrecta esta respuesta, ¿cómo se llega a ella? ¿Cómo fue posible distinguir al menos algunas características y algo de su funcionamiento? Pues, sólo porque se ha sentido más que pensado. Véase que la respuesta no se ha pensado lo suficiente y que, en puridad, sólo se ha sentido como respuesta y luego volcado en una proposición.

            En este conato de respuesta se adivinan ciertas motivaciones que responden a posicionamientos y creencias exclusivas del yo. Por lo que vale preguntar ¿cómo se adquiere esa aproximación a una respuesta, a un posible saber acerca de algo? Bueno, en principio sólo se puede responder que no se sabe lo suficiente y que sólo se siente algo al respecto. Saber es “conocer, tener en la mente ideas verdaderas acerca de determinada cosa” (María Moliner), y en la respuesta no figura nada como idea conclusivamente verdadera y no sabemos si se trata de determinada cosa o de otra. Lo que nos ilustra la respuesta no es conocer sino aproximación a conocer.

Son palabras sentidas, esto es, actividad general de la inteligencia volcadas en una expresión de lenguaje cualquiera. No como expresión especializada en lo físico ni en lo espiritual sino sólo en el sentido de la forma de sentir, en cuanto es posible la concreción en la conciencia de una relación entre lo que remitimos a lo abstracto y lo que remitimos a lo concreto. Llamamos contenido de la mente, pues, a lo que se vuelve consciente al manifestarse, no al conocerse.

No es pensamiento sino sentimiento o, como escribíamos, senti→miento; y nos valemos de la escritura separada sólo porque se descubre una nueva y complementaria acepción: no como “pensamiento” ni como “estado afectivo” sino como impresión, indicio o señal, sea de lo que fuese. “Contenido”, quizá, porque se trata de lo que se asocia al provenir de la fuente originaria, de una matriz que es la del mismo vivir y de la cual se es consciente al reconocerse como algo propio, parte inseparable del yo y, asimismo, autónomo y libre. No es conocimiento sino signo, aviso, señal, como el humo es señal de que hay fuego en alguna parte.

            Sólo al convertirse en componente manifiesto de la actividad individual –o social–, el fantasma se convierte en ideas o en conductas o en sentires afectivos. En direcciones que adopta la intencionalidad cuando es advertida por la conciencia, y que, al respecto, no es posible definir como impulso que se convierte en idea o en afectividad o en moralidad o religiosidad, porque no se conoce a qué compartimento de la mente pertenece y sólo alcanza la figura de realidad subjetiva.

 

CONTENIDO DE CONCIENCIA

 

Es preciso, pues, distinguir, ahora más que nunca, el sentir material o espiritual del que es urgente reservar para dar significación y nombre a la obra fundamental por la que nos enteramos de qué somos y de en qué consistimos. No es el conocimiento sin más, sino el sentir del conocimiento. Tampoco una mera función neural, ingrediente básico y sustancial del conocimiento, sino la conciencia en estado de despojamiento y de desnudez y que, quizá, alcance un desarrollo y se convierta en saber o en afectividad.

            Igualmente, es preciso atribuir una nueva connotación a la denominación y al concepto conciencia, el valor de un sentido completamente particular. Nos referimos al que, además de consagrar el “darse cuenta”, el movimiento interior que lleva “algo” hasta el foco de la atención, también facilita el despertar lo que duerme o se conserva en estado de inercia o paralización momentánea de motivación y de designio. Porque es el fenómeno que pone en estado de actividad la sensibilidad general. El que se encarga de hacer aparecer una idea, una imagen, un sentimiento, una obligación, un deseo, alegría o tristeza, maldad o bondad, desgracia o buena fortuna. El que es capaz de volver consciente la verdad o la falsedad tanto como lo duro y lo blando, lo bello como lo feo, lo correcto como lo incorrecto. Todos serían sentimientos (senti→mientos) en su nueva acepción significativa.

            Cada uno de esos sentires esconde su correspondiente especificidad, y aquí se cumple la razón por la cual siempre la han adquirido de la misma manera, y no hay nada que agregar en este aspecto. Hay que distinguir la diferencia entre la producción de una idea o de un sentimiento o de un deseo y su aprehensión. Consiste el sentir en aprehender su producción, en descubrirla y hacerla crecer y dirigir al centro de la atención para comprender lo que en términos habituales se entiende como “contenido de conciencia”.

            Sea el caso de cualquier contenido de conciencia, por ejemplo, tener la idea de lo que haremos en el correr del día, o el sentimiento de miedo ante un peligro que nos acecha, el recuerdo de un momento de felicidad plena, etcétera. En todos los casos el fenómeno se nos revela mediante un acto interno por el cual lo sentimos. Por supuesto, también podemos pensarlo, pero pensarlo ya es incluirlo en un contexto determinado, ya es relacionarlo con otros sentires, elaborar el sentir, asimilarlo y desarrollarlo siquiera mínimamente. Es el caso, entonces, en que hablamos de pensamiento y no de otro tipo de sentir.

            De la misma manera, podemos sentir el fenómeno como una reacción ante motivaciones perceptivas o memorísticas, o por cualquier otro motivo de orden emocional o moral o religioso. Pero se trataría de un caso ya de orden emocional, asociación de un sentir con una trama subconsciente instalada y latente, por insignificante que pueda ser. Así, sentir es sentir el pensamiento o sentir el sentimiento. Y a veces sentimos que pensamos y no pensamos en el sentido estricto, no “sabemos” que pensamos, así como sentimos o advertimos sentimientos ambiguos o borrosos o confusos. Lo que demuestra que sentimos, sea lo que fuere lo sentido; demuestra que sólo sentimos, sin que sea claro el contenido de la conciencia. Sentimos que sabemos o conocemos algo sin reconocerlo plenamente, lo que también puede constituir presentimientos, nostalgia o reminiscencias. Se evidencia que sentimos sin más

 

RELACIÓN CON LA EXPERIENCIA

 

Volviendo al principio, se advierte lo inadecuado que es suponer una dimensión para el pensamiento y otra para el sentimiento, una para los contenidos de la objetivad y otra para los de la subjetividad. Pues al discernir con cuidado el sentir del cuerpo y el sentir “del alma”, surge un denominador común que es la experiencia. Esa otra dimensión funcional a la inteligencia, que desde antiguo se remite al contacto con la realidad concreta, curiosamente, no se diferencia por esa razón de la dimensión subjetiva.

Porque la dimensión subjetiva también se remite a la experiencia, pues ¿en dónde nacen los sentimientos? ¿De qué motivaciones? ¿En dónde se manifiestan, cuáles son sus raíces sino las que arraigan en la experiencia de vida? Es un mito, y no precisamente romántico, envolver la subjetividad en un interior recóndito, concebido como la parte angosta de un embudo que se pierde en las profundidades del yo. Por el contrario, la subjetividad se enriquece en la más concreta de las realidades históricas de la persona y en sus vivencias.

“No hay duda alguna de que todo nuestro conocimiento comienza con la experiencia. Pues ¿cómo podría ser despertada a actuar la facultad de conocer sino mediane objetos que afectan a nuestros sentidos y que ora producen por sí mismos representaciones, ora ponen en movimiento la capacidad del entendimiento para comparar estas representaciones, para enlazarlas o separarlas y para elaborar de este modo la materia bruta de las impresiones sensibles con vistas a un conocimiento de los objetos denominado experiencia?” (Kant, 41)

            Si bien el sentir se registra en lo mental y espiritual y se consolida en una dimensión neurofisiológica especializada, sería incaptable sin la intervención de la experiencia, de la vida en sus relaciones intrínsecas con los entornos físico y biológico. Por lo demás, el sentir no se ocupa de producir los fenómenos sino de anunciarlos, de servir de mensajero. De lo contrario no sería posible, como es frecuente, hacer pasar como pensamiento lo que sólo es discurso vacío, emisión de sentires desprovistos de sustancia pensante, lo que también ocurre con los sentimientos huecos o simulados y carentes de espiritualidad auténtica.

Se ha vuelto habitual la clasificación de los sentires aun cuando en sus manifestaciones no sean del todo delimitados y elaborados. La necesidad de poner orden en la actividad intelectual, espiritual, moral, religiosa, en todos los campos de la cultura, ha obligado a generalizar. Pero la generalización a veces resulta esclarecedora y a veces llama a confusión. Al profundizar la introspección se vuelve bastante claro que en muchos casos interviene una variedad de índoles o géneros o naturalezas subconscientes o inconscientes que sin dejarse notar convergen en la superficie de la conciencia. Y dejan flotar el sentir en una nube indistinta en la que conviven intuiciones, convicciones, dudas, de todo tipo de amagues de la subjetividad o se diría “algos” que no se han delimitado ni presentado con “forma” específica.

            Se dibujan escalas en las que alternan sentimientos como el amor y el despecho, la envidia y el altruismo, conceptos-límite como la gravedad y la masa, la onda y la partícula, en fin, aquello que no es del todo una cosa ni del todo otra y que a la vez es ambas. De esta clase de ambivalencias, ambigüedades, juego de opuestos y dialécticas entreveradas se compone el vivir, consciente e inconsciente. De manera que se siente sin discriminar lo que se siente. A esta particularidad no se ha prestado demasiado atención en la teoría filosófica, aunque le ha prestado mucha el psicoanálisis, la neuropsicología y la psicología en general.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

           

           

 


 

VI. ACOTACIONES A LA TEORÍA VÉCICA


 

(A) SOBRE LA HISTORIA

 

1) De acuerdo a nuestros planteamientos anteriores, y con el fin de aclarar algunos aspectos de la teoría vécica, desearíamos agregar algo acerca de la historia íntima que se genera como hecho de experiencia y pasa a formar parte de la inteligencia en el mismo dominio temporal de la historia cronológica. Cada instancia de vida, circunstancia, acontecimiento de la historia personal, suceso de la vida cotidiana, es ámbito propicio para su gestación. Esto es, para que el hecho dé lugar a una configuración funcional o algoritmo biológico que puede aplicarse como recurso de carácter cognitivo en el pensar y en el actuar funcional. Esta configuración es puramente utilitaria para toda nueva circunstancia de rasgos semejantes o que responde a un mismo patrón o forma de funcionamiento.

Hemos dicho que la historia vécica es una serie no lineal de hechos a partir de los cuales se ha consagrado una configuración vécica. Decimos “no lineal” porque no es sucesión sino ocasión aislada, indeterminada y no registrada por la memoria, aunque gravite en el saber y en la aplicación del saber en la praxis de vida. A esto nos referimos cuando hablamos de vez pura, ocasión en que la experiencia funciona como fuente y origen del saber personal.

Decimos “configuración vécica” para referirnos a esa fuente de saber, a las idoneidades, capacidades y recursos incorporados por el sujeto en función de resolución de problemas, superación de dificultades, revelación de misterios, etcétera. La historia vécica no se define en arreglo a los parámetros de la dimensión temporal, porque no es historia de acontecimientos en serie sino historia sólo de algunos acontecimientos en los que se ha producido un resultado en favor o en contra de lo conveniente para el sujeto. Es acto que alimenta la inteligencia y fenómeno que la define en sus rasgos característicos y distintivos: intelecto, moral y emociones.

 

2) La historia vécica es diferente a la historia temporal o cronológica por su carácter intemporal. Si bien nace en el tiempo, al convertirse en historia de una serie selecta de fenómenos psíquicos cuya elaboración final alimenta la inteligencia práctica, escapa del tiempo y permanece como capacidad, mental y física, independientemente de la seriación cronológica y respectiva acumulación cuantitativa que recoge o no recoge la memoria. Los procesos de los cuales nace la historia vécica desaparecen del tiempo y de la memoria tan pronto como se transforman en patrones recursivos o algoritmos que se ponen al servicio de las necesidades cognitivas.

La voluntad del individuo decide y ejecuta las modificaciones necesarias para que la circunstancia de vida no se oponga a lo que entiende que le conviene. Las transformaciones resultantes quieren aparejarse con las idoneidades innatas, aunque de ninguna manera lo sean. Tampoco es lo que habitualmente se atribuye a la experiencia en tanto repetición y permanencia en una tarea u oficio, sino lo que, en un acto en el que interviene la propia inspiración y por el cual se supera una circunstancia adversa, se consolida un recurso cognitivo y funcional que se incorpora a las habilidades e idoneidades propias. La superación de lo adverso es, por lo tanto, lo que define la transformación de un hecho físico en algoritmo biológico.

El algoritmo –recurso cognitivo y funcional adquirido por la vía de la experiencia propia– es tan importante para la conciencia como los demás recursos de conocimiento incorporados por aprendizajes expresos o por la educación formal, general o especializada. La historia temporal sería una historia diferente sin esta clase de aprendizaje en la cual se prueban y consolidan todas las habilidades, innatas y adquiridas por instrucción externa. Se trata de modificaciones que, aunque sólo puedan comprobarse en forma subjetiva e introspectiva, parecen fijarse con mayor facilidad que todas las demás.

 

3) La historia vécica es la encargada de reconocer y de interpretar la historia temporal. Sin ella la historia temporal de cada individuo sería para él una historia de hechos que podría recordar, pero sin poder atribuirle la significación imprescindible para el autorreconocimiento, la comparecencia del yo ante sí mismo o conciencia propiamente dicha. Se trataría de una historia vacía para el funcionamiento psíquico, vacío en lo moral y en lo espiritual y endeble en lo racional.

            Se trataría de una historia individual cualquiera, una seriación de hechos de un ser vivo que no ha hecho nada importante en su vida, nada para sobrevivir, para superar los problemas que presenta cualquier clase de vida humana, de modo que se ha dejado superar por ellos. La historia vécica convierte al individuo cualquiera en persona única, a la relación con el mundo en un sentido inverso al cronológico: la comparecencia del individuo ante el mundo se convierte en comparecencia del mundo ante la persona. La historia del mundo en su entorno pasa a ser su historia verdadera.

Mundo es todo lo que sabe, de ahí que a veces se diga de alguien que sabe mucho o se comporta como sabio que es “persona de mundo”. De todas maneras, la conciencia es más vasta que lo que la persona sabe: “el contenido de la conciencia es mejor y más amplio, más hondo y más original que la amplitud de lo sabido” (Rahner, T. V, “Historia del mundo e historia de la salvación”, 115). Esto quiere decir que la conciencia siempre busca enderezar su proyección hacia un más allá de ella misma, que quiere trascender su sí mismo, ir a lo que no puede alcanzar.

            En la persona radica toda la importancia de la historia del mundo, en el entorno del mundo que a ella le corresponde. Porque la vida establece un intercambio de modificaciones entre la persona y el mundo, pequeñas o grandes, que tienen la consecuencia fundamental de conciliar la imperturbabilidad del mundo y el empeño por perturbarlo de parte de la persona. Del intercambio surge una verdad eventual que funciona como verdad comprobada, al menos en lo que atañe al mundo de la persona. Una verdad que, si bien es sólo funcional, puede confiar provisionalmente en ella. Si ante su intervención el mundo reacciona de una u otra manera, la persona lo entiende experimentalmente. Por lo que la historia del mundo es la historia de la interpretación por parte del individuo consciente.

 

4) La historia vécica puede entrar en conflicto con la historia cronológica, aunque sus relaciones con el espacio y el tiempo sean distintas. Entran en conflicto si por alguna razón los algoritmos dejan de funcionar, por ejemplo, debido a una fuerte imposición externa que obligue a pensar, a sentir o a actuar enajenándolos o desplazándolos hacia un rincón oscuro de la conciencia. Esto no es para nada raro en la vida social de la persona ni aun en la privada. El sujeto no es consciente del fenómeno, y sin saberlo se abandona al influjo ajeno con facilidad. Pues es más cómodo abandonarse a esa fuerza que elaborar ideas o que simular sentimientos cuando no se los tiene. Es el caso en el que predomina la experiencia ajena en lugar de la personal.

            La vacuidad y la superficialidad que puedan registrar las ideas, actos y sentimientos emocionales y morales son prueba de una probable debilidad de los algoritmos biológicos adquiridos en la experiencia. Esas insuficiencias pueden deberse a que los algoritmos no se hayan procesado por una inhabilidad congénita en el desempeño de la experiencia, la ausencia de enfrentamiento con la adversidad o sencillamente por una pobreza radical de experiencia de vida.

            El otro motivo por el cual la historia vécica y la historia temporal pueden entrar en conflicto es el de la superposición del saber adquirido sobre el saber vécico. Se trata de la preponderancia de las apelaciones a lo intelectual por encima del saber práctico proveniente del contacto con el mundo en la acción concreta. Esto puede encontrarse en personas demasiado confiadas en principios o en ideas que no han sido probadas en la experiencia pero que igualmente entran a formar parte de los desempeños y las conductas.

 

5) La historia vécica no se registra como contenido de memoria, mientras que la cronológica se registra y sólo puede rescatarse por ese contenido. De lo que se derivan dos consecuencias principales. En primer lugar, la historia vécica genera saberes experienciales y también formas de actuar en situaciones complejas y en forma espontánea. Ambas historias se ayudan mutua y permanentemente, una de ellas memorizando y extrayendo conocimiento de lo recordado, y la otra apelando a recursos que actúan de acuerdo a una modalidad semejante a la del instinto, aunque no sea instinto sino saber adquirido en la experiencia y por cuenta propia.

En segundo lugar, por la historia vécica el individuo adquiere identidad propia en sus desempeños, en sus convicciones, en sus conductas, una personalidad independiente de los aprendizajes y enseñanzas recibidos u obtenidos desde fuera de la órbita de la voluntad propia y de su capacidad autodidacta. No quiere decir que los saberes adquiridos en la historia temporal tengan que ser mejores o peores que los adquiridos a través de la historia vécica, ni que tengan que competir en la circunstancia. Es difícil si no imposible discernir entre ellos y sólo es posible y por hipótesis atribuir al saber vécico el sesgo más original e innovador en los resultados.

 

6) En línea con el punto anterior, la historia vécica no admite narración como admite la historia cronológica. Esto impide el conocimiento pormenorizado de cada una de las veces en que se produce el fenómeno por el cual la experiencia se transforma en conocimientos y en habilidades recursivas de orden físico o intelectual. Impide también la verificación de si existe alguna clase de relación entre las veces discontinuas o si permanecen aisladas y actúan separadamente.

            No es posible describir, pues, la evolución cronológica de las veces en que se produce el fenómeno de transformación en saberes e idoneidades a partir de la experiencia. No es posible conocer el lazo que une la experiencia-aprendizaje con la experiencia en la que se aplica lo adquirido por el mismo aprendizaje o con aquella experiencia en que es posible aplicar un elemento semejante o relacionado de alguna manera con la experiencia vivida originalmente.

Se activan una y otra vez determinados aprendizajes ya consumados, integrados, asimilados y prestos a servir como principales recursos cognitivos y de respuesta ante situaciones adversas. Ahora bien, ¿es posible que el fenómeno se transmita de una vez a otra en forma semejante a como se transmiten los caracteres de un individuo a otro en la descendencia? ¿Que, así como en este caso se transmiten con independencia del germoplasma (genes que se transmiten a la descendencia y que no incluyen los caracteres adquiridos), en el mismo individuo se transmitan con independencia de la memoria y de aquellos arcos reflejo producidos por repeticiones y automatizaciones mecánicas?

La pregunta viene al caso porque en la herencia tampoco es posible describir la historia de los caracteres adquiridos que luego se transmiten de una generación a otra. No hay narración posible para la historia vécica y tampoco la hay para los hechos que determinan las enseñanzas adquiridas que luego son transmitidas a la descendencia.

 

7) “En sus comienzos, la conducta aprendida parece no haber sido más que un aditamento de la conducta instintiva. Para los primeros vertebrados terrestres fue probablemente un recurso, un medio de protección del individuo, cuya importancia como tal se iba haciendo mayor, salvando a la especie de la extinción y proporcionándole tiempo para desarrollar nuevos instintos. Si las cosas pasaron así, traicionó sus propios objetivos. La disposición para aprender y, en consecuencia, para adaptarse individualmente debe haber amortiguado la intensidad de la selección natural, retardando el proceso de fijación de formas nuevas y más favorables de conducta automática que pudieran surgir. El aprendizaje, en sí, en nada contribuyó a la adaptación fundamental de las especies a su ambiente, porque los hábitos adquiridos durante la vida del individuo no son transmitidos por el plasma germinal. Si los vertebrados terrestres se hubieran detenido en este punto, con toda probabilidad hubieran sido dejados muy atrás en la lucha por la existencia. Su victoria final se debió a la adquisición de la facultad de transmitir la conducta aprendida de una generación a otra generación, con independencia del germoplasma. Al mismo tiempo que por la experiencia pudieron aprender unos de otros” (Linton, 84).

El mismo o parecido fenómeno puede ser el que se reproduzca en el mismo individuo para el caso de la historia vécica: la transmisión no lineal de una vez a otra, los rasgos adquiridos en veces indeterminadas e innominadas transmitidos a veces concretas en las cuales el individuo enfrenta dificultades y es preciso que resuelva problemas.

 

8) La dotación del humano en materia de recursos instintivos es mínima y se reduce a la respiración, la deglución, a agarrar con las manos y a algunas reacciones ante el miedo, mientras que en especies como las aves y los insectos es mayor (Linton, ib.). Por lo que, así como el éxito en la supervivencia de la especie pudo deberse a la adquisición de la facultad de transmitir la conducta aprendida de una generación a otra, el éxito en el desempeño del individuo puede deberse a la adquisición de la facultad de transmitir la conducta aprendida de una circunstancia a otra.

            Es posible que los patrones sinápticos o algoritmos biológicos vengan a suplantar la carencia de instintos para la resolución de problemas e, igualmente, a complementar a la memoria con sus limitaciones funcionales. En su defecto, pudo la memoria haber aprendido a convertir su almacén de elementos pasivos en productos elaborados y capaces de volverse activos trascendiendo su jurisdicción originaria. Por lo que la necesidad de retención de las vivencias, con sus consecuencias en los aprendizajes, especialmente en todo lo que resultase de ellos favorable y conveniente para la vida, ha terminado transmutándose en inteligencia. Por otra parte, esos algoritmos funcionan de manera parecida a los instintos.

            La historia vécica, en consecuencia, es la que corresponde en la evolución a la instrumentación de las capacidades del ser humano en todo lo que tiene que ver con los aprendizajes fuera de la influencia de los genes y de la participación de la memoria.

 

(B) SOBRE LA REALIDAD

 

1) La realidad vécica no es una realidad de sustancias con extensión inscripta en la dimensión espaciotemporal. Es inextensa e intemporal y por ende no objetivable, pensable como en ciencia se piensan los campos. Un campo es una abstracción en la cual la realidad es sólo probable y no efectiva. Carece de límites precisos y se reconoce sólo por determinados hechos derivados, es decir, por otras entidades cuya realidad sí es concreta aun cuando dependa del campo.

Tomar conocimiento de la realidad vécica significa reconocer una frecuencia en el acontecer vital y no el acontecer. La advertimos por la frecuencia y la comprobamos como lo hacemos con las frecuencias de los hechos materiales y concretos. Pero es una frecuencia de relaciones entre cosas y no de cosas, no de objetos, hechos o procesos. Intervenimos en el entorno de tal modo que entramos a formar parte de él: modificamos la realidad externa y de sola comparecencia ante el mundo, desde el nacimiento, nos convertimos en realidad única e indivisa. El mundo y nosotros en una sola realidad, no percibida sino interpretada.

Es una realidad que no se ve, aunque participamos en ella como en la que se ve. Se siente como se sienten los sentimientos, es decir, en la modalidad interna. Es un dominio en el cual las personas se reconocen por debajo de los actos y de los lenguajes. Se reconoce, pero no se conoce; se participa en ella, pero no voluntariamente. Es el caso en el cual algo nos dice, con precisión ajustada o no a la realidad objetiva, que una persona es buena o mala sin que responda a razonamiento alguno ni a ninguna prueba.

Funcionan entonces los mecanismos algorítmicos que nos transmiten lo que hemos aprendido en la vida “a los golpes “, como se dice habitualmente. De una vez indeterminada y perdida para la memoria se establece una respectividad en otra: existe una transmisión de contenidos de un acto a otro.

 

2) “La facultad de transmitir de generación a generación la conducta aprendida dio a los mamíferos una ventaja abrumadora en la lucha por la existencia, ya que les fue posible desarrollar y transmitir una serie de padrones de conducta tan definidos como los originados por los instintos, pero susceptibles de una modificación mucho más rápida. Sin perder su propia flexibilidad, el individuo se benefició con la experiencia de sus antepasados. En estas circunstancias no sólo pudo modificar su conducta para hacer frente a las emergencias, sino también cambiar rápida y fácilmente los patrones recibidos para hacer frente a las variables condiciones del medio.” (Linton, 88)

            Se podría suponer que la conducta adquirida pueda transmitirse en el ámbito de lo individual de la misma manera en que se trasmite de individuo a individuo en la descendencia. Que una configuración neurológica adquirida actúe de la misma manera en diversas circunstancias descargándose y transmitiéndose desde un centro que se modifica de acuerdo a los resultados en la experiencia. La capacidad vécica funcionaría como funcionan las capacidades que se heredan.

            La característica principal de esta transmisión interna sería la que es capaz de producir aumento en la eficiencia de los resultados. En esto también se verifica el correlato con la transmisión de individuo a individuo en la especie “por su tendencia a un enriquecimiento progresivo” (Linton, 92). Es sólo hipótesis, sólo deducir una propiedad por la lógica de la semejanza, sin demostrar alguna de esa lógica en un plano ahora biológico y neurológico.

Los aprendizajes externos difieren de los propios e independientes, y son estos últimos los que con mayor facilidad recrearían y aun aumentarían su eficiencia en situaciones en las que el orden de dificultades fuese semejante al de la situación original. La repetición, por su parte, aportaría la afinación y la automatización que caracterizan a los instintos, aunque no aportaría mucho al mejoramiento.

 

3) La capacidad de generar saberes y habilidades a partir del trato del individuo con el mundo, habitualmente llamado experiencia, sugiere otra deducción –o inducción– en gran parte justificable. Se trata del impulso de vida del que hablan diversas filosofías. Se pueden citar algunos ejemplos, como la fuerza o élan vital de Bergson, la voluntad de vivir de Schopenhauer o la voluntad de poder de Nietzsche, entre los ejemplos más famosos. Y son bien conocidas otras especulaciones todas con el ojo puesto en lo que no deja de ser el gran misterio de la vida, su fuerza, el afán de continuidad, el don de dirigirse en términos progresivos hacia un fin que se desconoce.

También los teólogos se refieren a este misterio en términos no tan diferentes a los de los filósofos y científicos. Por ejemplo, en referencia a los “enunciados” sobre la revelación, en los cuales se encuentra el misterio: “Tales enunciados se distinguen de los de la razón natural que son entendidos, penetrados y demostrados. Y así se miden en su ser característico tomando como norma la esencia de la ratio –no la del intellectus, originariamente uno con la voluntad […] La ratio es la facultad que en sí tiende a la evidencia, inteligencia, penetración, demostración rigurosa [pero] el concepto de esta ratio así supuesta es […] demasiado estrecho y relativo, él mismo tiene que ser examinado críticamente” (Rahner, T. IV, “Sobre el concepto de misterio”, 57 y 58). Para el creyente “Dios le está dado al hombre esencialmente en tanto misterio santo.” (ib., 77)

 

4) El misterio puede al menos aclarase un poco si se tiene en cuenta cómo influye en la actitud del individuo en su vida cotidiana y frente a los problemas. Es la fuente de la cual extrae la fuerza para enfrentar las trabas insalvables que se presentan en su vida, la causa de su curiosidad y el acicate para satisfacerla. El misterio no está en el problema, sino que es el problema. El individuo crea por sí mismo la facultad resolutiva, sea que el medio social le haya instrumentado la base material de sus recursos, sea que los haya instrumentado el poder divino. Como quiera que fuese, el individuo se embandera con el misterio, aunque sea insuflado por una voluntad superior a él.

            Por otra parte, la realidad es asimilada por el individuo de acuerdo y según intervengan las emociones. No es establecida puramente por la fría racionalidad, por lo que intervienen en la relación también los estados anímicos. La impresión del entorno y su circunstancia impresiona al individuo de diferentes maneras, y en todas influye una particular visión del mundo: “puede decirse que cuanto más nos excita un objeto concebido mayor es su realidad. El mismo objeto nos excita de modos diferentes en diferentes momentos. Las verdades morales y religiosas ‛nos entran’ con más facilidad en unas ocasiones que en otras” (James, XXI, “La percepción de la realidad”, 804).

 

5) Del punto anterior se desprende que la realidad, tal como aparece ante la conciencia, es más humana que inanimada, más viva que cósica. Y que el misterio es humano, porque el problema es del hombre; se estampa en los enunciados profanos y en los enunciados dogmáticos (Rahner, T. V, “¿Qué es un enunciado dogmático?”, 57). El misterio es misterio para el individuo no para el cosmos, para el cual no hay misterios, pues si los hubiera, entonces, tendría conciencia, lo que hasta ahora desconocemos. La realidad humana y la realidad cósmica coinciden, pero el misterio lo pone lo humano en la escala de participación que le corresponde.

Para la conciencia la realidad es una entidad viva, pero lo vivo de esa entidad depende de ella. Del trato con el entorno la conciencia extrae una noción de verdad, y esa noción es la que le proporciona información confiable sobre la realidad con la que se asocia y en la que se desempeña. El misterio nace de esa relación en la cual la verdad nunca se satisface.

 

6) La verdad surge de la mediación del individuo en el entorno y de la devolución del entorno respecto a esa mediación. Si es conveniente, entonces es verdadera, si no lo es, entonces es falsa –y de esa dicotomía deriva la distinción entre apariencia y realidad. Siempre que se trate de conveniencia se apunta a lo positivo para la vida, contenidos prácticos o intelectuales, racionales o irracionales, emocionales o fisiológicos. El primer sentimiento de conveniencia es el que tiene que ver con la supervivencia, con el problema de seguir.

            A este respecto es preciso reconocer la ambivalencia de un hecho crucial, y es el de comprender mediante recursos provenientes de lo ya comprendido y comprender bajo los efectos de la misma incomprensión, del no poder comprender. Se presenta un problema que no se reconoce porque la incomprensión no puede generar su opuesto, y esto parece lógico. Sin embargo, la incomprensión es el acicate de la comprensión trascendente: aunque no se sepa cómo, la perplejidad de la incomprensión es el estímulo que conduce a la generación de respuestas innovadoras. Veámoslo:

 

7) La perplejidad producida por la incomprensión y el asombro, provocados por la percepción de lo desconocido, componen el elemento que se dispone bajo el denominador común del misterio. Y el misterio surge de dos motivaciones históricas en cuanto a la comprensión de la realidad. El desconocimiento, esto es la simple ignorancia, por un lado, el componente negativo de la incomprensión y, por otro lado, la trascendencia que comprende lo que está más allá del alcance de la conciencia, el componente positivo. Si el primero corresponde a las inquietudes de la ciencia y de la filosofía, el segundo corresponde a las del arte y de las religiones.

En lo que concierne a lo positivo, y en el caso del arte, la incomprensión se manifiesta en los términos del símbolo y de la alegoría, de manera que la satisfacción del misterio se consagra por la vía de la interpretación, si es necesario a la sensibilidad, o por el simple sentir sin participación de la racionalidad estricta. En el caso de la religión, la incomprensión no busca modificarse y se mantiene como valor acendrado y legitimación de sí misma, “haciendo que la incomprensibilidad de Dios sea la bienaventuranza del hombre como el ser del misterio uno y permanente”, lo que constituye “el saber del no-saber”.

A este respecto el teólogo agrega: “Mientras se mida la altura de un conocimiento según su ‛comprensión’ –aunque en su verdad última no se sabe de ningún modo–, es decir, mientras se crea que la comprensión que analiza y reduce, que deduce y domina es más y no menos que la experiencia de la incomprensibilidad divina, más que el dominio bienaventurado por la misma luz inaccesible, no se ha entendido nada del misterio y nada de la verdadera esencia de la gracia y de la gloria.” (Rahner, “Sobre el concepto de misterio”, T. IV, 80)

 

8) En el territorio de lo profano, la incomprensión positiva se presenta como inquietud, incertidumbre y asombro. Como en el de lo sagrado, en el de lo profano la incomprensión apunta al misterio, desemejante al divino en las clasificaciones, pero semejante si se le despoja de sus ropajes institucionales, eclesiásticos y teológicos. En todo individuo humano persiste el sentimiento de trascendencia, la tendencia a sobreseerse a sí mismo y proyectarse en un más allá de esperanzada realización.

Esta proyección no pertenece a la esfera de lo negativo, esto es, la esfera en la que reina la necesidad de explicación racional, sometida a lo espaciotemporal, a la necesidad de certidumbre y de logos. Responde a la esfera de la realidad vécica, intemporal e invisible. No hay otra alternativa que aceptar este tipo de corrección de la incertidumbre y de la indecisión: dar lugar a la espontaneidad multicontecida y agazapada tras las sombras de los hechos no registrados en la memoria personal.

 

(C) EL SABER Y LA CONSTRUCCIÓN DEL YO

 

1) El saber vécico es instantáneo e involuntario y se manifiesta sin necesidad de que sea procurado en forma consciente. Interviene en toda circunstancia adversa y en los casos en los que es necesario resolver problemas o revelar misterios. Es propio de todo acto mental o corporal, descubrimiento, invención o creación de carácter creativo y original. Es relegado por el conocimiento científico y la clase de saberes especializados, incorporados por aprendizajes externos formales o informales. El saber vécico constituye una facultad creada y recreada por el individuo en su desempeño en el mundo que lo contiene e interviene en forma definitiva en la conciencia del yo y en la construcción de la personalidad.

            Es posible que la intuición esté íntimamente relacionada con el saber vécico, aunque también lo esté con los instintos y con el acervo de conocimiento especializado adquirido por la vía de los aprendizajes. El fenómeno de la intuición puede estar relacionado en sus fuentes con los acontecimientos vécicos consolidados en la experiencia y transfigurados en inteligencia personal. El saber intuitivo sólo puede explicarse racionalmente por la comunicación interna de los suministros generados en la experiencia. Sólo la historia personal y la experiencia pueden dar respuesta contundente al concepto de intuición.

 

2) “Experiencia significa experiencia de algo externo que se supone que nos impresiona, sea espontáneamente o como consecuencia de nuestras actividades y acciones […] la experiencia nos moldea a cada hora, y hace nuestras mentes un espejo de las condiciones de tiempo y espacio que existen entre las cosas del mundo. El principio del hábito que tenemos dentro de nosotros fija de tal modo el material que después se nos dificulta incluso imaginar cómo podría ser el orden externo diferente de lo que es […]  Estos hábitos de transición, de un pensamiento a otro, son características de una estructura mental que no teníamos al nacer; podemos verlos crecer bajo el dedo modelador de la experiencia, y también podemos observar cuán a menudo la experiencia deshace su propio trabajo de modo que sustituye un orden antiguo con uno nuevo.” (James, XXVIII, “De las verdades necesarias y de los efectos de la experiencia”,1046)

             “En otras palabras, ‛el orden de la experiencia’, en este terreno de las conjunciones de tiempo y espacio de las cosas, es una indisputablemente vera causa de nuestras formas de pensar. Es nuestro educador, nuestro amigo y ayudante, y su nombre, que representa algo tan real y tan definido, debe mantenerse como algo sagrado a lo cual no deben atribuirse significados vagos que solamente lo empañarían. Si todas las conexiones entre ideas habidas en la mente pudieran ser interpretadas como otras tantas combinaciones de datos sensoriales que fueron fijados de este modo desde el exterior, entonces la experiencia, en el sentido común y legítimo de la palabra, sería el único arquitecto de la mente.” (James, en el mismo lugar.)

           

3) Relaciones con la intuición. La psicología se resiste a hablar sobre el tema, pero es motivo de especial atención por parte de algunos filósofos. Para Henri Bergson, por ejemplo, la intuición es “una especie de simpatía por la cual nos transportamos al interior del objeto para coincidir con lo que él tiene de único, y por consecuencia de inexpresable. La intuición, pues, a diferencia de la inteligencia, que busca conocer acerca de las cosas sólo sus relaciones –es decir, lo que ellas tienen de general y abstracto– permite llegar hasta la duración concreta, viviéndola como tal” (Bersanelli, 70-71); texto en el cual “duración” quiere decir tiempo vivido internamente, no el tiempo físico ligado al movimiento en el espacio].

             El acto de la intuición se parece “a la facultad de imaginar y organizar del historiador, por la que hace revivir en su conciencia el pasado individual, pero con una diferencia importante: que la intuición no es aquí sólo la obra de imaginar y organizar, sino que importa un contacto inmediato del sujeto con una realidad interiormente sentida” (subrayado nuestro; Lalande, citado por Bersanelli, en el mismo lugar).

            Esta forma del saber interviene profusamente en la construcción del yo. “La construcción del yo, considerada en la progresión de sus formas sucesivas de organización, no podría ser concebida como una serie de estados de los que cada uno se añadiría al anterior para reemplazarlo” El yo, pues, “lleva en sí mismo, hasta en su sueño, las bases prehistóricas de su ser, del mismo modo que aquello que yo debo llegar a ser o aquello que yo he llegado a ser, permanece todavía en el fondo de mí-mismo” (Ey, “El yo o el ser consciente de sí mismo”, 257).

            No se construye en función de la información recibida ni por sólo la elaboración de esa información, y tampoco por obra de los sentidos, aunque evidentemente todo interviene en el proceso histórico personal. Pero no habría yo sin experiencia, puesto que es el nivel en el cual se juega la verdadera asimilación del saber y se prueban los sentimientos y las emociones. Se trata “de la temporalización histórica del yo, ya que éste no llega a ser él mismo más que en función de su propiedad de inscribir, fuera de sí mismo, de su pasado y de la actualidad de su experiencia, una historia que quedará como la suya para él y para los demás” (Ey, 262).

 

4) El conocimiento se realiza en un discurso en el cual se exponen y comunican los contenidos mentales en un continuo que se desarrolla en el tiempo. El saber vécico no es discursivo ni temporal; se realiza en operaciones discretas respecto a contenidos cualesquiera y mediante patrones de funcionamiento generados en el dominio de la plasticidad sináptica y a través de la experiencia de vida. Estas formas instrumentales o patrones pasan a servir como destrezas operativas en diversidad de ocasiones problemáticas.

            Es muy difícil si no imposible conocer la composición de estos patrones o algoritmos correspondientes al saber vécico. Sólo es posible concebir la composición como se concibe una figura lógica: cálculo mediante el cual se encuentra el valor lógico de una variable. Esto es, como la salida o escape que se encuentra en una situación sin solución aparente. Por su naturaleza lógica, el desempeño del saber vécico se asocia principalmente al plano funcional, a la vida operativa y práctica de la inteligencia. Pero, como veremos, no es del todo así.

           

5) Los algoritmos formados en la experiencia no son algoritmos matemáticos ni lógicos como los de la inteligencia artificial, la cual, precisamente, se inspira en ellos. En la plena realidad de la experiencia psíquica y biológica son especies de algoritmos que pueden describirse de manera semejante a como se describen los cálculos de una lógica informal. Esto quiere decir que se ordenan de acuerdo a la información que se recaba en la misma situación, por lo que pueden modificase en pleno funcionamiento, transformarse y adaptarse a las necesidades del momento.

Pueden avanzar o retroceder, cambiar las bases del cálculo, corregir sus pasos, elegir las conclusiones y aumentar su eficacia espontánea y plásticamente. La tecnología computacional que gobierna el funcionamiento de los artefactos y máquinas actuales de última generación, así como el pleno de la inteligencia artificial, están inspirados en el funcionamiento de las redes neurológicas que, hasta ahora, y si bien pueden superar a las naturales en términos de velocidad o rendimiento, no han podido ser superados en versatilidad y sutileza.

            Así, no sólo intervienen en situaciones prácticas sino también en planos correspondientes a la vida mental, en general, al abanico completo de los fenómenos psíquicos. Asimismo, en la esfera de los sentimientos, las emociones y pasiones, la moralidad y los valores, ayudando a definir las elecciones y preferencias del sujeto. Como en el plano práctico, el saber vécico tiene una incidencia decisiva en lo que se refiere a las dudas, creencias, convicciones, y en todo lo que la racionalidad no alcanza para definir las personalidades y las conductas.

 

6) El saber vécico no es conocimiento acumulado, cultura en el sentido social y, por supuesto, tampoco conocimiento alambicado. Es cultura en el sentido individual y subjetivo, aunque pueda entrar a formar parte del conocimiento en sus niveles superiores, los que son propios de las ciencias en general. Es el saber al que apunta la educación en su modalidad tradicional: la de formar al sujeto. La educación proporciona las bases de una construcción que corre por cuenta del individuo. Sin el aporte individual no hay cultura individual, por más que la educación procure transmitirla.

            ¿Cuál es el designio de la educación? Entender que la educación “forma a las personas” es acertado en el sentido en que la educación facilita la formación integral del individuo; la personalidad, el carácter, la sensibilidad en general, las capacidades de decisión y resolución, el talento, la civilidad, etcétera. Pero su designio no es formar personas en tanto entidades biológicas, físicas y psicológicas, éticas y estéticas, individuales y sociales. La formación en estos sentidos corre por cuenta del mismo individuo, y no hay forma de que otra voluntad lo haga en su lugar. El carácter indiviso del individuo, reflejo en la misma palabra que lo distingue, sugiere ya que está solo y aislado en lo que se refiere a realización y a desarrollo en una unicidad que mantiene consigo mismo en tanto yo.

La educación tiene el designio de obrar sobre la conciencia, es toda su pretensión y ya es mucha. Es un designio tan importante como delicado, porque se trata de la intervención de una fuerza externa que influye fuertemente y hasta modifica seriamente la estructura psicológica y moral de cualquier sujeto. Es imprescindible que lo haga, puesto que en nuestro estado originario carecemos de lo fundamental para participar y realizarnos en la vida particular y social sin fracasos y con propensión a los éxitos. La educación va, pues, directamente a implementarse en el nivel vécico de construcción de la persona, es decir, allí en donde la persona se desenvuelve por sí misma y adquiere su particularidad única en la experiencia empírica y en la dinámica espiritual.

 

7) Por lo que las iniciativas de parte de la educación relacionadas con la pretensión de obrar en el nivel de la vida práctica, preparación para la supervivencia, desarrollo de habilidades específicas en empleos, negocios y emprendimientos de toda clase, entrenamiento en los lenguajes de la persuasión, ingenios artificiales de consagración social, etcétera, son iniciativas dependientes de la suerte que a cada uno toca en la vida, fuera del alcance de la educación, muchas correspondientes el entorno familiar –o que puede hacer las veces de entorno familiar–, y a aprendizajes que sólo se pueden lograr en la edad madura.

             El ideal de la educación es ir a la conciencia de cada individuo, ayudarla de acuerdo a las particularidades de cada mente, sensibilidad y capacidad. Pero, como no puede hacerlo y tiene que dirigirse a todos como si se dirigiera a una totalidad indivisa. Apela al modelo más representativo de todos los posibles, el que puede someterse a la consideración pública con su correspondiente aquiescencia, y el que puede instituirse como ideal de toda la colectividad. La posibilidad real de la educación, pues, es obrar sobre lo general y no sobre lo particular, ni en cuanto a sujetos físicos ni en cuanto a posibles empleos de sujetos físicos, lo que queda para las enseñanzas especializadas, académicas, profesionales, tecnológicas, industriales, comerciales, relacionadas con la actividad del sector primario o productivo.

           

8) El saber vécico y lo que del saber vécico influye en la construcción del yo, es algo que concierne a la dimensión subjetiva. Por el enorme influjo impreso por la tradición empirista sobre la metafísica, la filosofía y la psicología, los estudios han privilegiado la dimensión objetiva como fundamental para la inteligencia humana. No cabe duda de que ha sido un influjo en bien de la humanidad, la que, bajo las desviaciones de la subjetividad histórica, padeció durante siglos los males de la superstición propia del conocimiento precientífico. Por la tradición empirista su pudo comprobar la verdad, al menos provisoria, el conocimiento en general y la vida mental. Mediane la percepción directa o a través de instrumentos se pudo explorar dominios desconocidos y secretos que nunca se hubieran revelado por otra vía. La importancia de la dimensión objetiva no está en entredicho.

            Lo que puede ser objeto de discusión es el propósito de explicar la vida psíquica en lo estrictamente subjetivo y fuera del alcance de la observación, de la racionalidad y la empiricidad, apelando a recursos propios del conocimiento objetivo, descartando completamente la introspección. No cabe duda de que los medios objetivos nos explican una parte del misterio, por las conductas individuales y sociales, por el funcionamiento del cerebro en cuanto a química y neurología en general, etcétera. Pero, la parte a la que no llega la observación objetiva sólo puede estudiarse apelando a otros recursos.

También puede apelarse a la historia personal en lo que contiene más allá de la historia de los actos en sucesión cronológica y lineal. Pero ¿cómo se puede llegar a ese más allá? El psicoanálisis se sirve de una especial clase de interpelación a través del lenguaje. Este método tiene la virtud de proceder a rastrear el acontecimiento causante de un conflicto en el plano subjetivo y aun inconsciente. Lo que, desde nuestro punto de vista, no sería sino el acontecimiento vécico o vez creadora de patrones sinápticos o algoritmos. Se trataría del análisis practicado en referencia al subconsciente y por parte de una ciencia descriptiva psico-filosófica.

 

(D) LA INVESTIGACIÓN

 

El estudio de las condicionantes vécicas que atañan a la concepción de la historia personal, la realidad para la visión individual, el saber y la construcción del yo, suscitan algunos supuestos, ciertas dudas y también preguntas.

1)    Es preciso apelar a métodos de exploración y examen que escapan del plano de la lógica y de la metodología de las ciencias deductivas e inductivas. Para no inventar o innovar innecesariamente se puede decir que es necesario apelar a los métodos de la metafísica. Lo que está más allá de la física, inteligible para la racionalidad y el entendimiento humano, es lo propio del dominio de la subjetividad. Se trata de una especulación que queda por fuera del plano de experimentación y exposición de las ciencias fácticas y experimentales.

2)    Si el saber vécico es eminentemente experiencial y concreto, ¿por qué tiene que considerarse fuera del ámbito de la observación, explicación y demostración experimental, es decir, de los recursos de las ciencias duras? ¿Qué hay entre el saber originado en la experiencia personal, o saber vécico, y el conocimiento general de orden experimental o fáctico?

3)    Respuesta: porque es inobservable, y porque para este caso no existe instrumento ni ingenio capaz de suplir o complementar la percepción humana.

4)    Si el fenómeno vécico se pudiera observar, ¿qué se vería?

5)    Respuesta: ver nada, sólo se podrían comprobar experimentalmente algunos fenómenos físico-químicos, eléctricos, flujos neurales, etcétera, como se comprueban los de la actividad nerviosa en general.

6)    Las actividades individuales o vivencias en que se originan algoritmos se podrían registrar, pero ¿cuáles serían actividades vécicas? ¿En cuál de ellas se produce el fenómeno vécico?

7)    Respuesta: parece que es imposible saberlo.

 

(E) LA FUERZA DE LO EMPÍRICO

 

1) La teoría vécica no es una teoría empirista. De acuerdo a sus bases epistemológicas, la génesis del saber se encuentra en la idoneidad inteligente creada en el campo de la experiencia, no en la experiencia sensible, inmediata y bruta. Esa génesis depende de circunstancias especiales, aquellas en las que el sujeto entra en relación con la contingencia y la adversidad. La experiencia empírica, pues, es uno de los ingredientes del saber, no el fundamental, en el acto del saber individual.

No hay posibilidad de concebir lo empírico que no sea mediante alguna representación espaciotemporal. Pero la experiencia vécica rebasa lo espaciotemporal, así como lo rebasa también la racionalidad pura. La relación es fenomenológica y no empírica ni racional pura, por lo que el saber vécico es un conocimiento eidético. No consiste en recoger experiencias y disponer de ellas como fórmulas de resolución de problemas, sino en relacionarlas para que se convierten en funciones o formas funcionales que ofrecen respuestas a favor de la vida.

Tales formas funcionales (patrones sinápticos o algoritmos biológicos o como se las quiera llamar) no pertenecen al orden empírico sino al orden fenomenológico: existen independientemente de las circunstancias que le dieron origen, por lo que pertenecen a un presente absoluto o atemporal. Es la razón por la cual la teoría se permite postular la existencia de una realidad vécica que se corresponde con la verdad validada por la inteligencia en su interrelación con el entorno.

Pero la realidad vécica no es una realidad sensible: no se puede comprobar mediante ningún recurso científico conocido. Su realidad es momentánea y genética y siempre de carácter conflictivo y adverso. En cuanto se vuelve funcional deja de ser sensible y para ser neurológica o mental. El valor de la experiencia sensible, en lo que tiene que ver con el conocimiento de la realidad, es solo metodológico, un valor como puede ser el valor del color de una flor, no de la flor. La sensibilidad nos da propiedades de la realidad, no la realidad. El valor de las propiedades es el valor que corresponde a la ciencia.

 

2) La sensibilidad no nos ofrece conocimiento: sólo nos conecta con la realidad. Conocemos, sabemos sobre la realidad en su verdad, cuando hacemos algo con esa realidad que ha entrado en relación con nosotros. Si no hacemos algo con ella, la realidad permanece como una ventana, nada más, es decir, como un medio por el cual apreciamos lo que está afuera sin poder invadirlo y habitarlo como seres vivos. Empezamos a saber qué es la realidad cuando recibimos el reflejo de esa realidad a raíz de nuestra intervención en ella, como devolución, por ejemplo, como obstáculo salvado, como problema resuelto o como misterio develado.

La experiencia de los sentidos sólo nos ofrece un conocimiento pasivo, como había afirmado el filósofo Baruch de Espinosa, “confuso y mutilado” y “sin orden respecto del entendimiento” (Espinosa, Parte Segunda, Proposición XXIX, 146, y Proposición XL, Escolio II, 157). Los sentidos nos dicen que algo está ahí, ante nosotros, pero no nos dicen qué es ni por qué está ahí. Nos conducen a aceptar la realidad y no a comprenderla. Si bien pueden ofrecernos alguna sugerencia acerca de cómo evitar lo que nos daña o no nos conviene, no nos enseñan a manejarnos creativamente, a transformar la realidad de manera de volverla a nuestro favor. Sólo empezamos a conocerla cuando modificamos su entorno y la convertimos de adversa en favorable. Al mismo tiempo, empezamos a reconocernos como personas, esto es, a desplegar la conciencia.

 

3) Un individuo inerte poblando el ambiente, sin hacer nada, sólo estando en su lugar, sea el que sea, y por espacio de un tiempo, sea el que fuere, es algo impensable, inconcebible. Tiene que hacer algo, por lo menos caminar, no digamos respirar, hacer circular su sangre, ver, sentir. Ser un individuo humano es más un hacer que un ser. Si hace, entonces es. No se puede decir: si es, entonces hace. Esto último es impensable, porque no se puede ser un humano sin que le ocurra algo, un pestañeo al menos, un suspiro.

            Esta es la primera condición de la cual debe partir cualquier definición de hombre o ser humano. Si es un ser vivo, entonces es un suceder, un hecho, un proceso, no algo inerte, inactivo, estático. Si hablamos del ser humano, se puede decir que su ser es un puro hacerse. Es acontecer, actividad, es suceder. Y, como tal, ser es sobrevenir, producción, acontecimiento venidero, suceso.

            Un ser humano no es algo determinado sino indeterminado, pues es puro devenir, realización en marcha, paso de un estado a otro: cambio, modificación. Un ser humano es algo que en su ser hay permanentes variaciones. No es un ser sino algo siendo, alternándose en un margen de posibilidades, pero ninguna prefigurada cabalmente o totalmente premeditada. El sujeto humano es el objeto de algunas de sus condiciones de vida, el resultado de proclividades, de direcciones que conducen a su vida, no el objeto de su vida. Su vida no es una manifestación sino el intento de una manifestación que se reconoce en su realizarse y no en su terminación.

            Es el sucederse a sí mismo, no el sucederse automático, como se puede creer debido a los órdenes de lo innato y de los reflejos, sino el sucederse voluntario, obligado y trabajoso. Es lo que resulta de su inevitable contacto con el entorno que debe convertir en un entorno favorable a su conveniencia de vida. Lo que hace es siempre una respuesta a lo que se le pide desde el entorno, sea físico, químico, biológico, social, resulte accidental o natural, espontáneo o artificial, benigno o peligroso. Lo que hace es siempre una respuesta ante las exigencias del entorno, del dominio en que se asocian las condiciones de vida contrarias y a favor.

            Si camina, es porque va en busca de algo que está más allá de él, si mira es porque necesita moverse sin tropezar, si emite un sonido es porque hay alguien que lo solicita o lo requiere, etcétera. Lo que hace es vivir, y, por lo tanto, es ser. Ser es hacer aun cuando no participe la voluntad. Ser es procurar ser, advenir al ser, dirigirse hacia el ser. Así, pues, ser es responder a lo que permite seguir siendo, no a lo que es; porque nunca se es terminado, ya hecho. Y lo que permite seguir siendo es lo que hay que responder al entorno.

Es el entorno el que presenta lo que falta y al mismo tiempo bajo ocultamiento, escondiendo lo faltante, por lo que hay que descubrirlo y convertir en haber, en cultura. El entorno es el que pide salvar una distancia para obtener un beneficio, el que impide cruzar un río y a la vez el que sugiere cómo hacerlo, el que obliga a subir a una montaña, a aumentar la velocidad de los movimientos, a duplicar la fuerza de los brazos. Es el que conduce a inventar una lente para observar los seres microscópicos o los astros del cielo. Nos ha obligado a inventar máquinas y artefactos, móviles terráqueos, marítimos y aéreos, a construir casas, a domesticar animales. Todas las dificultades de la vida están en el entorno, pero también están en él las sugerencias para resolverlas.

            Ser es dialogar forzadamente con el entorno, un diálogo del cual surgen modificaciones que permiten seguir siendo, que responde al “esfuerzo por conservarse” que es, como afirma el filósofo, “el primero y único fundamento de la virtud” (Espinosa, Parte Cuarta, Proposición XXII). No sólo grandes modificaciones sino también pequeñas, tan pequeñas que no las advertimos: dar vuelta la hoja de este filio porque sola no se da vuelta, encender la luz porque anochece, ir a la cama porque no dormimos en cualquier parte. Vivir es un permanente cruzar los límites de alguna dificultad, por pequeña que sea, algo que no hay cómo evitar, vestirse, ir al baño, tender la mesa.

 

(F) SOBRE LA VERDAD

 

La relación entre el significado de la proposición y la realidad, según la teoría vécica cede su lugar a las interrelaciones entre el individuo y el medio. En lo que atañe a la esfera subjetiva, o sea al saber personal del cual el individuo se vale en su relación con el entorno, la teoría de la verdad deja de fundarse en la correspondencia entre las proposiciones que expresan la realidad y la realidad (correspondestismo racionalista). Y también deja de fundarse en la coherencia, es decir, en la compatibilidad entre las proposiciones involucradas (coherentismo: F. H. Bradley, H. H. Joachim y otros).

            Es de hacer notar que la teoría vécica no responde al idealismo clásico, respecto al cual difiere radicalmente en función de la importancia atribuida a la experiencia. Del mismo modo, no se hace eco del pragmatismo, aunque se distinga de esta filosofía por una pequeña diferencia. Consiste en subrayar la importancia de la conveniencia para la supervivencia, mientras que el pragmatismo subraya “lo que es bueno en el orden de la creencia”, lo que es “‛expeditivo’ en nuestro modo de pensar”, lo que resulta “satisfactorio” en relación “a las consecuencias prácticas” y pueda ser “verificado” (Ferrater Mora, 3664).

           


 

VII. TEORÍA VÉCICA Y SOCIEDAD


 

¿En qué sentido la teoría vécica puede ser desplazada hacia los ámbitos correspondientes a la teoría social? ¿Cómo una teoría de fundamentos teóricos subjetivos podría incurrir en otra con bases claramente objetivas?

 

Hemos sostenido que la sociedad carece de conciencia, pensamiento e imaginación. Su conducta, si se puede llamar así a su desempeño fáctico o empírico, es determinada por los influjos provenientes de las conciencias personales, personalidades, subjetividades e inclinaciones individuales. Tales influjos pueden generalizarse y manifestarse de acuerdo a una unificación masiva que denominamos con términos específicos como sociedad, colectividad u orden social, conceptos que estudia la sociología.

Solemos atribuir a la sociedad los rasgos específicos de los individuos: conciencia colectiva, imaginario social, psicología social, conducta general, etcétera. Esos rasgos pueden corresponderse con un grupo, un centro de poder o de influencia, pero casi siempre son inspirados por un ingenio o idea o sentimiento personal. Se supone, por lo tanto, que el influjo conserva las características individuales, entre las cuales se cuentan las originadas en la historia vécica, aunque ahora solidificadas, hechas normas rígidas al independizarse de la dinámica vicisitudinaria individual en permanente transformación.

¿Cómo se identifican estas normas o rasgos en la actividad social? Ya en el plano personal es prácticamente imposible distinguirlas, aunque pueda decirse “esto lo aprendí sin ayuda” o “esto lo sé por experiencia”. Desde que la sociedad no aprende ni sabe más allá de lo que aprenden y saben las personas, la dinámica social responde a lo que influye más en todos y proviene del campo individual. Es un error, pues, suponer que tal dinámica social pueda responder a los influjos de una mayoría. Porque la mayoría de individuos, carente de una conciencia unificadora o conciencia social, responde al influjo de unos pocos individuos o al influjo de uno solo. Responde a la voluntad sugerida o impuesta casi siempre desde la singularidad de los sujetos.

No nos referimos a un sujeto único sino a una “voz” única o interlocutor anónimo que habla desde la pluralidad innominada e indeterminada. Un dialogante o expositor magistral que no admite el diálogo, que no recibe preguntas porque no está dispuesto a ofrecer respuestas. Interlocutor invisible pero real y escuchado por todos, participante fantasma que asecha desde las sombras y persuade a una criatura imposibilitada de elegir lo que quiere y destinada a dejarse gobernar y aun a adoptar las preferencias de una conciencia desconocida.

 

EL ESTATUS SOCIAL

 

Por lo que la sociedad es subsidiaria del conjunto de individuos y el conjunto de individuos subsidiario de un solo individuo o voz, señal o signo, manifestación inteligible anónima que se expresa públicamente y tiende a dirigir la conducta del grupo. Aunque, como ya fue dicho, se provee de los rasgos vicisitudinarios, provenientes del dominio subjetivo, anquilosados y por lo tanto imposibilitados de modificarse. Esta particularidad se puede comprobar en la historia de cualquier sociedad que, por falta de iniciativas transformadoras de parte de sus integrantes, se paraliza en el tiempo, es decir, se rehúsa a los cambios.

            Comprobamos así la debilidad de la teoría social que interpreta su estatus como entidad independiente del estatus individual, aunque tal interpretación encuentre una diferencia y que esta diferencia consista en el congelamiento de la historia vécica de la persona. Se vuelve evidente también la fuerte dependencia de la dinámica social respecto a la voluntad individual. Importantes hechos históricos no se podrían entender sin esta evidencia, aunque las diversas teorías se hayan ocupado de buscar causas extra individuales de toda clase con el fin de ofrecer una explicación aceptable racionalmente (económica, social, histórica, geográfica, psicológica, política).

            Forzando un poco este planteamiento, se podría pensar en que, al menos hasta cierto punto y en circunstancias determinadas, la sociedad se comporta como un solo sujeto humano perteneciente a una colectividad dada y que mantiene sus características objetivas y subjetivas, naturales y vicisitudinarias. Aunque siempre con prescindencia de la capacidad de apelar, cuando lo requiere, a la ductibilidad de los algoritmos biológicos en permanente actividad en el ámbito de los sujetos individuales.

            Pero ¿qué quiere decir que la sociedad se manifieste de acuerdo a una voluntad anónima que ha dejado por el camino la capacidad de aprender y de desempeñarse en línea con un leal saber y entender elaborado en la experiencia? Pues, quiere decir que actúa como un ser humano que se produce a sí mismo y que se desarrolla en el vacío, y que permanentemente necesita de nuevos influjos, de alimento para su dinámica suspendida en sus iniciativas y actitudes. Influjos que eventualmente ratifican o rectifican su direccionamiento, potencian su energía material, que es enorme, y completan sus vacíos en cuanto a objetivos y estrategias colectivas que sola no puede lograr.

 

EL ESPÍRITU DEL PUEBLO

 

La sociedad no marcha por cuenta propia: no hay una propiedad espiritual en la sociedad y sólo la hay en los individuos. No existe un alma social, y lo que tradicionalmente se entiende como “espíritu del pueblo” no es sino el espíritu legado por la individualidad e inmediatamente congelado al ser adoptado y asimilado por la sociedad en un tránsito que, en la realidad psicosocial, es sólo transformación en el ánimo de las personas. El espíritu del pueblo sólo es posible en tanto hay individuos que permanentemente insuflan subjetividad a una buena parte de lo que la teoría entiende como realidad social objetiva.

            Se trata de una entelequia o concepto que carece de realidad subjetiva, realidad generalmente negada, poco o para nada tenida en cuenta en la sociología. La teoría vécica ha reivindicado esta subjetividad al advertir que su dinámica se apoya en la experiencia histórica individual como se apoya la dinámica física. Por lo que la subjetividad resulta una realidad tan real como la realidad que se atribuye al mundo de la intelección objetiva. Pues no hay realidad humana si no existe en ella el componente humanizador de la interioridad consciente, de un yo que se confunde entre la abrumadora y masiva expresión del conjunto.

La sociedad se expresa como podría hacerlo un ser inconsciente, un niño muy pequeño o una mascota, con mucha energía física, pero sin rumbo, con actos masivos y poderosos pero carentes de sentido que sólo puede aportar el individuo. Este sentido es un rasgo fundamental y forma parte de la subjetividad vicisitudinaria: si no se trasmite a la sociedad, la sociedad se define como se define cualquier comunidad de seres vivos no humanos. Incluso, carecería de sus principales atributos cívicos, jurídicos, éticos, estéticos y axiológicos.

La sociedad no lucha contra la adversidad ni establece una relación con el entorno a partir de la cual sea posible establecer un criterio de verdad funcional y fenomenológico, de utilidad inmediata y práctica. Y la sociedad no enfrenta problemas ni los resuelve, no sabe nada de dialéctica vicisitudinaria, y en su lugar enfrenta y resuelve problemas por el ingenio y la inteligencia de algunas personas o de una sola.

            Lo individual vicisitudinario es lo que modifica la realidad y suele enderezar lo que la realidad presenta torcido para la conveniencia humana. Los actos sociales son derivaciones directas de los influjos transferidos desde la experiencia individual. Son los que alimentan a la sociedad, puesto que no se alimenta sola: por lo que no hay una inteligencia social sino sólo sociedades inteligentes.

La sociedad adquiere su estatus a expensas del estatus de los individuos que la integran; no por una misteriosa metamorfosis que la convierte en una entidad libre intencional y voluntariamente, actuante con total independencia de sus componentes individuales. Es sólo la forma que adopta el ser humano cuando entiende que es el estado de existencia que más conviene a su supervivencia, forma superior o forma organizada de existir. Por último, la sociedad no tiene figura, carece de centro y de periferia, no posee extensión ni límites, es una abstracción derivada de la noción de cantidad numérica, una entidad lógica o matemática, no real. 

 

CONDICIÓN DE EXISTENCIA

 

El estatus social, pues, es de la misma naturaleza que el estatus individual, su condición ontológica, la misma que la del sujeto humano. La sociedad es la manifestación plural de la individualidad enfrentada a lo adverso del mundo. No hay fantasmas dotados de fuerzas por sobre las de las personas ni entidades milagrosas que posean un poder extraordinario. Eslóganes como por ejemplo “la unión hace la fuerza” o “juntos venceremos” responden al afán gregario y consuetudinario que procura la reunión humana como acumulación de fuerzas físicas. Pero puede carecer de las otras fuerzas, las subjetivas y espirituales. Por lo que se advierte que la sociedad se manifiesta de la misma manera en que se manifiestan los individuos cuando, por diverso orden de circunstancias, pierden la capacidad de elaborar un saber personal en el curso de la experiencia histórica, una verdad funcional y pragmática y un sentido que anime o responda a sus inquietudes y al secreto de su existencia en el mundo.

            Se puede querer desentrañar la voz escuchada por todos en medio de la pluralidad indefinida, y que en general define una particularidad social definitiva, una característica o espíritu de la colectividad o del pueblo. Y es posible que se sondee lo suficiente como para que se llegue a descubrir la fuente única que la alienta y alimenta, aunque el sondeo sería como la búsqueda de una aguja en un pajar. En la superficie, sólo se encontrará que la sociedad responde a unas pocas directrices ideológicas, religiosas, políticas, consuetudinarias o históricas y que se definen en el plano de la sociología y no en el de la psicología.

            Sin embargo, esa voz responde a factores psíquicos tanto como a factores sociales, a un orden causal subjetivo tanto como a un orden causal objetivo. En tal caso, es preferible buscar en los dominios de las experiencias personales, condicionadas por ocasiones especiales, veces indeterminadas, accidentes, circunstancias adversas, peripecias, contingencias y situaciones conflictivas. Son las que contribuyen a definir las actitudes generales o masivas y que provienen del ámbito subjetivo. Se trata de la búsqueda en un dominio inexistente, perdido en la memoria, perteneciente al orden de la realidad llamado pasado histórico.

            Una sociedad que se desempeñe sin que sus integrantes le insuflen iniciativas y modificaciones en forma permanente es una sociedad que, como cuerpo activo. va a repetirse una y otra vez y a perpetuarse como si perteneciera al pasado histórico. En lo sustancial, sería ya una sociedad del pasado histórico, pues no contaría con la posibilidad de la evolución y el progreso. Podría procurarse todo lo que es posible procurar de otras sociedades, pedir prestado o comprar, pero carecería de lo que es fundamental y sólo se obtiene a partir de la experiencia activa, de lo que John Dewey llama “significado de la experiencia presente”, concepto en que vale la pena detenerse un momento.

            Una sociedad del presente es una sociedad que evoluciona, que progresa, que no se estanca. Pero ¿qué quiere decir “progreso” en este contexto? No quiere decir que sea lo que se percibe y se mide con referencia a una meta remota, afirma Dewey. "En la mayoría de situaciones de la vida hay muchos elementos negativos, debidos a conflicto, confusión y oscuridad”, por lo que es vano ir tras el “vago concepto de una perfección inalcanzable”. Lo que define el progreso no es “el ideal fijo de un bien remoto” sino una acción que remedie los males, que induzca “a esforzarnos por convertir la pugna en armonía, la monotonía en variedad y la limitación en ampliación. Esta conversión es un progreso, el único progreso que el hombre puede concebir o alcanzar” (Dewey, 257-258).

Progreso quiere decir, según Dewey, “aumento de la significación presente, lo que supone multiplicación de las distinciones sentidas, así como armonía y unificación”. Esta conciencia del significado del presente permite comprender la verdadera situación histórica de las sociedades y su relación con su integración. En definitiva, se trata de una situación que no es sino el calco de la situación de cada uno de sus integrantes, pero unificada y peraltada por un intermediario que se encarga de modificar el significado presente, de acomodarlo a determinados fines, a un ideal remoto que distrae de las tareas que pueden realizarse en el ahora impostergable.

            Se vuelve del revés la condición de vida de las personas: de vivir el presente se pasa a vivir el ideal de acuerdo al supuesto básico según el cual vivir es vivir para el mañana. Es una condición que gana las iniciativas: de la religión cristiana primero y de la economía de mercado después. De acuerdo al cristianismo, el significado del presente se encuentra en el futuro o más allá; de acuerdo a la economía de mercado, el significado se encuentra en el más allá del objeto, en el objeto siguiente que supuestamente supera en perfección al anterior.

 

EDUCACIÓN EN SOCIEDAD

 

“La importancia ética de la doctrina de la evolución es enorme; pero se la ha interpretado mal, porque ha sido adoptada precisamente por las nociones tradicionales que en realidad viene a derrocar. Se ha pensado que la doctrina de la evolución significa la completa subordinación de los cambios presentes a una meta futura. Ha sido constreñida a enseñar un fútil dogma de aproximación, en vez del evangelio del crecimiento presente.” (ib., 259 Esta es una advertencia que se vuelve imprescindible en el dominio de la educación.

            La sociedad actual es el resultado de una evolución y de un progreso en gran medida promovidos por la extensión de la educación a todos los sectores de la sociedad. Siguiendo la reflexión de Dewey, y si se tiene bien presente la constricción “a enseñar un fútil dogma de aproximación”, sería oportuno preguntar qué hace la educación hoy día, si enseñar para el presente o para el futuro.

Aquel que conozca la doctrina pedagógica de Dewey es quien con mayor razón puede preguntarse si lo que conviene a la sociedad actual es que se la eduque para el hoy o para el mañana o, en el mejor de los casos, para los dos tiempos. ¿Qué se puede contestar? Dewey no señala la necesidad de enseñar para el hoy sino la necesidad de poner en duda el ideal remoto, la marcha hacia un objetivo que no se sabe si se alcanzará. Señala la necesidad de atender la realidad presente en la educación, la de los educandos, no la de un tiempo por llegar. Predica una pedagogía encarnada en el niño real, del presente impostergable, y no la que se ocupa de un niño abstracto, que puede amalgamarse y esculpirse a gusto.

Sin embargo, es sumamente difícil concebir a ese niño del presente, a esa realidad humana que necesita instrucción y a la cual la sociedad no sabe a ciencia cierta qué clase de educación ofrecerle, si para enfrentar el presente o para esperar el futuro. Para enfrentar el presente ya está en marcha todo lo que deberá enfrentar; no tiene más que vivir y convivir. Y para enfrentar el futuro no se sabe qué es lo que prioritariamente sería necesario transferir al niño mediante la educación, porque para entonces se desconocen las condiciones de vida de todos. ¿Qué se debería hacer, entonces?

  Dewey quiere decir que se debería educar para el presente, para una realidad que incluye al niño en todo lo que es. Porque “El presente es complejo, contiene un sí una multitud de hábitos e impulsos. Es perdurable, es un curso de acción, un proceso que incluye memoria, observación y previsión, una presión hacia adelante, una mirada hacia atrás y una visión hacia el exterior. Es de importancia moral porque señala una transición en la dirección hacia la amplitud y claridad de la acción o hacia la trivialidad y confusión de la misma. El progreso es una reconstrucción presente que aporta plenitud y claridad de sentido; y el retroceso es un presente que se despoja y aleja de la significación, determinación y poder de retención.” (ib., 257)

Si bien es inútil ir a la pesca de un objetivo remoto como, por ejemplo, el de una profesión, el de una idoneidad práctica mediante la cual ganarse la vida, es prometedor prepararse para toda circunstancia, presente o futura. Pero entonces no hay que pensar en ninguna especialidad, por lo mismo que señalaba Dewey, por la contingencia y la imprevisibilidad de la vida, y eso significa mentar los verdaderos fines de la educación. Es preferible preparar para lo que es primero: la personalidad, la vocación de vida. Este es el ideal inmediato, para el presente, y con su cuidado se propenderá al desarrollo de las capacidades de cada individuo, del aprovechamiento integral de la experiencia con el cual se logrará consolidar la inteligencia.

¿Cuál es el secreto de la educación bien entendida? Pues, el favorecer el aprovechamiento de la experiencia personal, la que consolida el saber, el sentir, el deber, las preferencias estéticas. Es el de volver consciente, alerta y sensible todo movimiento mental o físico. Y no se logra apelando a los intereses primarios, los cuales el individuo atiende casi por su genética, sino a los intereses superiores, los cuales arraigan en el espíritu mediante el simple vivir, sin que haya escuela ni liceo ni universidad capaz de sustituir tal fuente de aprendizaje. Es una manantial inevitablemente vicisitudinario cuyos beneficios solo llegan después de afrontar la vida con todos sus inconvenientes, conflictos, negaciones, dificultades y obstáculos. Una sociedad sin individuos carentes de historia personal, sin lucha, es una sociedad anémica e inconstante.

 

CONVIVENCIA

 

La convivencia entre seres humanos es por tradición conflictiva y tiende más a involucionar que a evolucionar para bien. Es el problema más importante por sus consecuencias generales, quizá más importante que mantener al día y activa la organización política y jurídica. Pues carece de reglas como la política, aunque fueren elásticas, y de leyes como aquellas en que se apoya el derecho. Hasta se puede decir que la convivencia en democracia queda casi siempre sujeta a la buena voluntad de los individuos, cuando la poseen, y a unos hábitos prácticamente ineducables e ingobernables.

            La convivencia es una relación por la cual es fácil reñir, desconsiderar al otro o sentirse vulnerado en derechos, preferencias o pretensiones de vida. Pero no hay doctrina capaz de asistir a las personas en esta materia cuando existe el desentendimiento, el resentimiento y el odio. Suele pujarse por el orden que se considera conveniente para sí, y la conveniencia del otro es algo que no todos tienen en cuenta. Se ha podido establecer reglas que deben respetarse en determinados lugares y momentos, por ejemplo, en el interior de un teatro o en el momento en que una persona presenta a otra ante un tercero. Resulta así una sociedad en la que pululan sectores con convivencia reglada, fuera de los cuales reinan las relaciones humanas arbitrarias, cambiantes y contradictorias.

            Por lo que en materia de convivencia la sociedad se podría representar como una gran superficie caótica cribada de pequeños círculos en los que reina cierto orden, alguna paz y la tendencia hacia el entendimiento y el altruismo. Por cierto, la educación tiene como objetivo asistir a niños y a jóvenes también en este aspecto, pero el problema la sobrepasa y los desarreglos en la convivencia arraigan entre los adultos de todos los grados de formación, moralidad e inteligencia. ¿A qué sector, a qué modalidad, a qué facultad de la mente, del pensamiento, de los sentimientos o de la moralidad corresponde el desempeño en el convivir?

            Se supone que el convivir responde a la tendencia gregaria de la especie humana. Se sabe que, como otras especies, procura vivir en grupos con el fin de poder alivianar el agobio de la existencia distribuyendo las tareas imprescindibles de modo conveniente para todos y hasta incluyendo en sus relaciones los favores del mutualismo y la cooperación. Pero esa tendencia no garantiza el respeto ni asegura el bien tal como es concebido por cada individuo según su leal saber y entender.

            Precisamente, en este problema el saber de la persona, su leal saber y entender, es el que gobierna la conducta incluso con una fuerte incidencia hasta por encima de la del conocimiento. Con esta distinción queremos señalar lo que la persona ha sabido o podido aprender en materia de convivencia, relacionamiento humano, civilidad, moralidad, y lo que ha experimentado y asimilado a partir del mismo ejercicio de vida a través de la experiencia personal y durante su historia. No se aprende a convivir de una manera más eficiente sino conviviendo, aunque ayuden todos los aprendizajes previos recibidos de manera teórica o práctica. Esto es evidente quizá para todos los convivientes que se ocupen de pensar el problema.

            Convivencia y subjetividad, pues, es una relación que debe tomarse en cuenta al estudiar las relaciones que rigen el trato entre personas que viven en comunidad. Por supuesto, se trata de un estudio que sólo pude verificarse objetivamente, a través de las conductas, de los diálogos, de los intercambios, etcétera. Pero su fundamento estriba en la individualidad desde que la comunidad no tiene conciencia, pensamiento ni sentimiento y sus manifestaciones, como las de la sociedad, resultan de una proyección unificada de las manifestaciones individuales.

            Los casos de convivencia en los que las relaciones personales presentan rasgos monolíticos y cerrados, descriptibles en algún grado o en todos como si fueran los de un solo individuo que obedece incondicionalmente ciertas reglas fijas, presentan una forma de organización de tipo tribal o primitiva. No quiere decir, sin embargo, que se trate de un tipo de organización como el de los pueblos primitivos o de las tribus salvajes de las selvas que aún existen. “Un pueblo primitivo no es un pueblo atrasado; puede, en tal o cual campo, revelar un espíritu de invención y realización que deja muy por detrás los logros de los civilizados” (Lévi-Strauss, 1968, 92).

            Pero ¿qué es lo que define a un pueblo civilizado? Se ha dicho que este concepto no se puede definir en el aire sino sólo en cuanto pueda relacionarse con la realidad concreta de un grupo humano afincado en un lugar geográfico determinado. Y el más representativo de todos es el que se atiene a la forma de una sociedad política.

“A primera vista, pues, parece que la vida colectiva sólo puede desarrollarse dentro de organismos políticos, de contornos fijos, con límites nítidamente señalados, es decir, que la vida nacional constituye la forma más alta de organización social y que la sociología no puede conocer fenómenos sociales de un orden superior. Sin embargo, existen grupos que no tienen marcos tan claramente definidos; pasan por encima de las fronteras políticas y se extienden sobre espacios más difícilmente determinables. A pesar de que su complejidad hace penoso actualmente su estudio, es importante señalar su existencia y reseñar su puesto en el conjunto de la sociología.” (Mauss, 265)

            Hoy día enfrentamos un fenómeno social, especialmente notorio en la convivencia, semejante al que el antropólogo encuentra entre los grupos primitivos. Se trata del hecho de orden social que vulnera la coherencia del grupo, que atenta contra su carácter cerrado que tiende a fijarse y a rechazar el cambio. Hace muchos años que ya se había registrado este tipo de fenómeno.

Por ejemplo: “En los Estados Unidos se asiste desde hace diez años a una evolución sensacional que es, sin duda y ante todo, reveladora de la crisis espiritual que experimenta la sociedad norteamericana contemporánea (que comienza a dudar de sí misma y no logra ya aprehenderse, si no es por medio de esta incidencia de lo extraño que ella adquiere cada día más ante sus propios ojos), pero que al abrir a los etnólogos la puerta de las fábricas, los servicios públicos nacionales y municipales y a veces inclusive los estados mayores, proclama implícitamente que entre la etnología y las otras ciencias del hombre la diferencia está en el método ante que el objeto.” (Lévi-Strauss, ob. y lugar citados)

 

EL FONÉMENO EXCLUIDO

 

¿Qué quiere decir? Quiere decir que existe un aspecto descuidado por la ciencia social, en aquel entonces y seguramente todavía hoy: un aspecto que se pretendía entender por el método empírico. Lo afectivo era un asunto secundario para el método que deseaba prevalecer en las investigaciones sociológicas y antropológicas. Se deseaba evitar que el método empírico “se desintegre para provecho de una metafísica social a menudo simplista y de procedimientos de investigación inciertos”. Porque “el método sólo puede robustecerse –y con mayor razón ampliarse– con un conocimiento cada vez más exacto del propio objeto, de sus caracteres específicos y de sus elementos distintivos. Estamos lejos de ello.” (Ib, 92)

            Se contemplaba la estructura, sus componentes palpables y cuantificables, pero dejando por el camino los elementos impalpables e inconmensurables. ¿Cómo podría alcanzarse “un conocimiento cada vez más exacto del propio objeto” prescindiendo de la subjetividad humana? El problema se explica si se tiene en cuenta el orden de esa “metafísica social”, que aún hoy suele ser mal vista, y que se desdeñaba frente a lo que sólo era posible conocer por dos vías complementarias: las conductas colectivas y ciertas pautas de conducta o patrones a los cuales se constreñían las costumbres y los hábitos (formas de alimentación y seguridad, creencias mágicas o religiosas, reglas de sexualidad y reproducción, etcétera).

            Se dejaba atrás el dominio igualmente atendible de la interioridad psíquica, o se explicaba mediane métodos puramente objetivos, insuficientes para penetrar en el dominio de la afectividad y la subjetividad. Por lo que se practicó un cientificismo “exultante” que encandiló a los sociólogos, antropólogos y etnólogos, y “la idea de que la totalidad de las costumbres de un pueblo siempre forma un todo ordenado, un sistema”. Pero “Las sociedades humanas, lo mismo que los seres humanos individuales, nunca crean partiendo de un todo sino que meramente eligen ciertas combinaciones de un repertorio de ideas que les eran anteriormente accesibles” (Geertz, 292).

            La interpretación por entonces al uso “anula la historia, reduce el sentimiento a una sombra del intelecto y remplaza los espíritus particulares de salvajes particulares que viven en selvas particulares por la mentalidad salvaje inmanente en todos nosotros” (ib., 295). Pues “Los modos del pensamiento salvaje (silvestre, no domesticado) son primarios en la mentalidad humana. Son los que todos tenemos en común. Las estructuras de pensamiento civilizadas (domesticadas, domadas) de la ciencia y la erudición moderna son productos especializados de nuestra sociedad. Son productos secundarios, derivados y, aunque no inútiles, artificiales. Si bien estos modos primarios de pensamiento (y los fundamentos de la vida social humana) son ‛silvestres’ como el ‛pensamiento silvestre’ (trinitaria) –espectacular retruécano que da su título a La Pensée Sauvage–, son empero esencialmente intelectuales, racionales, lógicos, no emocionales o instintivos o místicos.” (Ib., 297)

            El camino a seguir con el fin de atenuar estos inconvenientes, aunque no fuera para eliminarlos del todo, es el de refrendarlos mediante un estudio vécico o vicisitudinario. Sólo podría lograrlo una investigación que superara la expresión inmediata y visible (conductista y empírica) de la subjetividad y descubriera la huella dinámica impresa por mil acontecimientos físicos y mentales que amojonan la historia personal y enriquecen la facultad resolutiva de la inteligencia humana. Sería la manera de ampliar el método de introspección dotándolo de la capacidad de rescatar y comprender cómo surgieron no ideas sino sólo formas operativas que entran a constituir el saber personal al haber sido recreadas experiencialmente en mil ocasiones o veces de la historia de vida. No con el fin de estudiar la evolución de determinados fenómenos psíquicos, como es del caso en la psicología y la psicología profunda, sino para detectar lo que de ellos mantiene su presencia operativa y resolutiva en toda relación dinámica del individuo con el entorno.

 

FINAL

 

“Después de un siglo y medio de investigaciones en las profundidades de la conciencia humana, investigaciones que descubrieron ocultos intereses, emociones infantiles o un caos de apetitos animales, tenemos ahora una investigación que comprueba que la pura luz de la sabiduría natural resplandece en todos nosotros por igual. Sin duda esta conclusión será bien recibida en algunas esferas para no decir que con alivio. Sin embargo, el hecho de que dicha investigación se haya emprendido desde una base antropológica parece en extremo sorprendente. Pues los antropólogos siempre se sintieron tentados –como el propio Lévi-Strauss lo estuvo una vez– a salir de las bibliotecas y salas de lectura, donde es difícil recordar que el espíritu del hombre no es clara luz, y a ir ‛al campo’ mismo, donde es imposible olvidarlo. Aunque ya no queden muchos ‛verdaderos salvajes’, hay todavía bastantes individuos humanos vívidamente peculiares para hacer que toda doctrina del hombre que lo conciba como el portador de inmutables verdades de la razón –una ‛lógica original’ que procede de ‛la estructura de la mente’– parezca tan sólo una exquisita curiosidad académica.” (Geertz, 298)

 

“En cualquier momento de mi situación biográficamente determinada, yo sólo me intereso por algunos elementos, o algunos aspectos, de ambos sectores del mundo presupuesto, el que está dentro de mi control y el que está fuera de él. Mi interés prevaleciente –o, con mayor precisión, el sistema prevaleciente de mis intereses, puesto que no existe un interés aislado– determina la naturaleza de tal selección. Esta afirmación es válida, con independencia del significado preciso que se atribuya el término ‛interés’ y también con independencia de lo que se proponga con respecto al origen del sistema de intereses. Sea como sea, existe una selección de cosas y aspectos de las cosas que son significativos para mí en cualquier momento dado, mientras que otras cosas y otros aspectos por ahora no me interesan o están fuera de mi vista. Todo esto se halla biográficamente determinado; es decir, la situación actual del actor tiene su historia; es la sedimentación de todas sus experiencias subjetivas anteriores. No son experimentadas por el actor como anónimas, sino como únicas y dadas subjetivamente a él, y sólo a él.” (Schutz, 2008, 93)

“La experiencia fundamentada de una vida –lo que un fenomenólogo llamaría la estructura ‛sedimentada’ de la experiencia del individuo– condiciona la subsiguiente interpretación de todo nuevo suceso y actividad. ‛El’ mundo es transpuesto a ‛mi’ mundo, de acuerdo con los elementos significativos de mi situación biográfica. El individuo, como actor en el mundo social, define, pues, la realidad que encuentra.” (Natanson, 17, en Schutz, 2008)

La teoría de Alfred Schutz descuenta la importancia de la experiencia personal, historia del individuo o biografía. No penetra en el misterio de esa “estructura sedimentada”, pues su cometido es ocuparse de la teoría social. En general, se refiere a “múltiples experiencias que tiene el sí-mismo de sus propias actitudes básicas en el pasado” (Schutz, 2012, 26).


 

VIII. MÁRGENES DE LA TEORÍA


 

COMPLEMENTOS

 

En su vida cotidiana, el individuo humano se asiste a sí mismo apelando a un saber que prevalece en el bagaje intelectual de la historia vécica. Ejerce su influencia en algunos campos cognitivos al enfrentar nuevos problemas y obstáculos que impiden el cumplimiento de afanes y propósitos. Hemos visto cómo los aprendizajes resultan de la interrelación con el entorno, hecho que hay que interpretar dentro de un vasto abanico de intervenciones y devoluciones sobre y desde el medio ambiente. Este intercambio repercute en el saber, especialmente en cuanto a la formación de una noción de verdad funcional y operativa.

            El saber vécico es un complemento fundamental de la memoria, pues representa una diferencia crucial al influir en todos los desempeños con independencia de los contenidos almacenados, que no siempre se ajustan a la realidad de vida y por lo demás son olvidados. Estos contenidos pueden aplicarse por retroducción o por recursión siempre y cuando sean los mismos o muy semejantes a los que fueron memorizados. El saber vécico tiene la ventaja de suministrar formas o patrones en los cuales caben posibles soluciones ante una variedad de problemas vicisitudinarios de la historia personal.

            El saber vécico contribuye en el razonamiento ampliando su espectro mediante una clase de operación formal –semejante a las de las lógicas–, probada ya en la experiencia histórica personal, que asegura grados de conveniencia en cuanto a lo concerniente con las necesidades inmediatas como en cuanto a las grandes aspiraciones y a los afanes íntimos. Es decisivo en la toma de decisiones cuando es preciso elegir en circunstancias adversas y no se cuenta con soluciones previamente concebidas para ser aplicadas en eventualidades inesperadas o peligrosas.

            Es una fuente de creatividad personal, originada en la experiencia de vida cuando las urgencias y situaciones de desamparo sugieren medidas improvisadas. En el éxito o el fracaso, la creatividad resulta conveniente para los intereses, deseos y esperanzas. Cuando las soluciones conocidas y tradicionales no resultan aplicables, el cerebro puede generar nuevas ideas y enfoques creativos para resolver problemas.

Los procesos neuropsicológicos vécicos permiten permanecer sin grandes riesgos en muchas situaciones adversas y aun salir de ellas airosamente. Si tales situaciones no revisten gravedad ni peligrosidad para la vida, de todos modos, mediante el saber vécico se hace posible la articulación entre los inconvenientes que presentan y las posibilidades para superarlos. Fortalece la capacidad para decidir, elegir una opción que merezca la mayor confianza de acuerdo al “leal saber y entender”. Se trata de procesos que se equiparan con los medios naturales con que cuenta el organismo y que sirven para analizar, resolver y superar los desafíos en la vida diaria.

La teoría vécica se enmarca en los dominios de la contingencia y la adversidad, e incluye la noción según la cual lo verdadero es una impresión provisoria y cambiante, connatural al orden y al grado de relacionamiento del individuo humano con el medio ambiente. Señala la interacción constante entre el individuo y su entorno, desentraña el velo de la apariencia y ofrece una ventana que permite comprender un poco más la esencia de la existencia y la del saber humano, sus posibilidades y limitaciones. Es un enfoque útil en campos como el de la salud mental, pues se detiene a estudiar el poder de recuperación –la resiliencia– y de adaptación ante lo desconocido del medio inhóspito. Se refiere siempre al plano práctico de la vida en el cual es preciso que actúe la confianza y la esperanza.

La interrelación entre el sujeto y el entorno, las modificaciones que el individuo impone en el plano de su realidad inmediata y todo lo que esa realidad intervenida le devuelve como resultado conveniente, sienta las bases de las creencias inmediatas, temporales, provisorias y funcionales. Es la razón por la cual la realidad y la verdad se moldean en la consideración del sujeto, y por la cual el entorno se vuelve cada vez más favorable y conveniente para la vida.

 

 

ACERCA DE LA VERDAD

 

En este preciso sentido la teoría vécica se relaciona de alguna manera con algunos conceptos del filósofo inglés Harold Henry Joachim (1868-1938), mencionado más arriba. Su teoría entiende que la verdad es un sistema coherente de creencias y no una entidad aislada y ajena a la conciencia. Una creencia es verdadera, sostiene, si armoniza con otras creencias en un marco consistente de significados relacionados (en The Nature of Truth, de 1906).

Para la teoría vécica, sin embargo, la coherencia tiene que consagrarse en la experiencia, en la relación por la cual los actos modifican el entorno y éste, a raíz de la modificación, se convierta en la principal fuente de supuestos y creencias, de conocimiento sobre la realidad. Tienen en común una concepción de la verdad centrada más allá del criterio de correspondencia entre las creencias y la realidad objetiva. Pero, la teoría vécica admite la necesidad de tal correspondencia especialmente cuando satisface la necesidad, sentida y definida expresamente y en forma de lenguaje como necesidad por la misma persona, en el intercambio con el entorno, o sea, en cuanto es expuesta para sí mediante metalenguaje (cf. Tarski, apartados 9 a 11, 26-34).

El sujeto apela a una noción de verdad en la que confía en tanto tiene que desempeñarse, pensar su situación actual, realizar tareas, llevarlas a buen fin en función de sus creencias. Aplica sus habilidades, se mueve en situaciones distintas y problemáticas en el curso de un contacto que le proporciona lo necesario para formar un conjunto de convicciones o creencias relativas al mundo en que se mueve. No es la noción de verdad que corresponde al conocimiento humano, general y establecido consensualmente, el de las ciencias y disciplinas afines. Aun en todos los casos en que esta importante vertiente es parte del saber del sujeto, de todos modos, siempre hay espacio para que se forme una concepción propia que es la que prevalece en el curso de todo desempeño concreto e inmediato.

Los recursos aprendidos o adquiridos por vías de la educación formal, así como los recursos adquiridos por la educación de tipo informal, la aplicación concreta de todos ellos por la cual se ponen a prueba en la experiencia, es la que da forma al saber vécico. Al contenido de los aprendizajes se interpone lo real, en su versión inconveniente, contraria, desfavorable, antagonista y hostil, sobre la que debe aplicarse todo lo que se sabe y todo lo que se puede hacer en base a lo que se sabe. Ya no se puede hablar de un conjunto de recursos, de conocimientos o habilidades aplicables, sino de todo aquello que se le pueda ocurrir espontáneamente al individuo, sugerido por las características del problema. Pueden resultar exitosas, pero sólo si se aplican, es decir, sin que se cuente con alguna garantía previa y a favor, pues el sujeto ignora si hay antecedentes que las respalden.

No hay un conjunto de antecedentes que puedan resultar aplicables, una “estructura” de conocimientos al respecto, un “sistema” de soluciones ni una “red de conocimientos” al respecto. Sólo hay una figura, una imagen que se forma en la mente en forma instantánea y que se aplica sin vacilar. Esta figura es una ocurrencia flexible y dinámica, orgánica y fluida, no intelectual, inteligente más que racional. Por lo que preferimos el concepto de figura del saber y no de estructura ni de sistema, y nos referimos a la figura cuando generamos recursos en la experiencia que se integran como facultades inteligentes y salvíficas. Wittgenstein dice que “Nosotros nos hacemos figuras de los hechos”; “La figura es un modelo de la realidad” (Wittgenstein, 2.1 y 2.12). 

Las experiencias y el saber se entrelazan y forman parte decisiva de la inteligencia práctica. Por lo demás, la figura en el arte y en el pensamiento representa las conexiones y los patrones vécicos que evolucionan y se transforman permanentemente. No así el conocimiento adquirido ni los contenidos de la memoria, que son fijos o sólo resultan modificados desde afuera. La figura es lo que a veces es mentado conjuntamente con la idea de la filosofía de vida o vivida y en constante movimiento. Sus límites son imprecisos, su plasticidad le permite adoptar siluetas cambiantes, su zona central y sus márgenes son plásticos y tornadizos.

 

SALUD MENTAL

 

La teoría vécica sugiere aspectos de orden epistémico en el dominio de la actividad de la vida práctica. Por lo que puede facilitar la resolución de algunos problemas de salud mental. Desde que la teoría enfatiza la influencia decisiva de la adversidad sobre el funcionamiento del cerebro, y la actividad específica destinada a contrarrestarla, sugiere el vínculo de algunos trastornos psíquicos con la historia vécica. La adversidad es el principal motivo por el cual algunas enfermedades mentales prosperan y con nefastos efectos sobre la salud en general. En la medida en que la teoría vécica subraya la importancia de la adversidad, la cual es inevitable y del todo necesario convertir en un aliado de la vida y la supervivencia, el sujeto descubre y hace suya la actitud mental que es capaz de convertir lo adverso en favorable, así como la colectividad lo ha hecho en el orden organizado y social.

Puede favorecer el surgimiento de una actitud emergente y positiva capaz de contrarrestar la depresión, la angustia o el desprendimiento respecto a la vida activa. Proporcionar la energía vital suficiente para reconquistar el bienestar del espíritu y la felicidad física. Puede obrar respecto a la recuperación de la fuerza emocional, la razón proactiva y los sentimientos positivos de manera de neutralizar los efectos nefastos del pesimismo, la angustia, el infortunio y la incomprensión.

Puede ayudar a desarrollar y fortalecer los estados mentales que es preciso incorporar a la vida activa con el fin de responder a la diversidad de acontecimientos que se oponen a la voluntad individual, a sus deseos y propósitos. Puede convertirse en un antídoto ante la soledad espiritual y la ausencia de reconocimiento familiar, laboral o social. La adversidad y la contingencia, promotores del saber espontáneo, inmediato y concreto, también pueden generar intuiciones opuestas y negativas. La historia vécica tiene que ver con el rechazo y con los conflictos psíquicos y físicos que se derivan de enfrentar los problemas de la vida, pequeños o grandes.

El saber vécico induce a aceptar y a enfrentar los desafíos de la vida con lo que posibilita el crecimiento personal. Requiere de la persona el pleno reconocimiento de que sus decisiones y actitudes, estados de ánimo y tendencias espirituales, especialmente cuando sobrevienen embargados por la depresión, síntomas de ansiedad y desesperanza, dependen de la historia vécica. El mayor orgullo para todo ser humano es el de sus propios logros, aunque sean sólo íntimos y psicológicos, los que ha se han conquistado mediante la historia vécica. Si por alguna razón ese orgullo es afectado, entonces la figura de la personalidad se enferma.

            Estar al tanto de que somos los mismos generadores de saber es un paso saludable. De que en lo concreto del vivir nos atenemos a una noción de verdad instrumental y provisoria, por lo demás susceptible de experimentar importantes cambios en la marcha de vida. Así, pues, se vuelve posible lograr una mayor plasticidad en la cognición y advertir la diversidad de un mundo que nunca se termina de conocer y dominar. Lo que presta la mayor ayuda con el fin de adaptarse a las situaciones conflictivas y de encontrar más perspectivas para resolver problemas. La toma de conciencia de la peripecia vécica puede contribuir en el fortalecimiento del yo y de la autoestima al reconocerse como verdadero constructor de sí mismo y de la personalidad. Asimismo, la teoría vécica puede activar o reforzar el papel personal en la comunicación y la interrelación social, así como el compromiso con la situación general y el entorno.

La activación de la conciencia vécica es una forma de recuperar el sentido que alguna vez tuvo la vida de la persona espiritualmente enferma. Consiste en la integración de las experiencias pasadas y presentes, aun de las imaginadas como futuras (activación de deseos y esperanzas) que convergen en la recuperación de los valores y de la moral. Tomar conciencia de que se es el constructor de sí mismo consiste en aprender a asumir la propia integridad subjetiva y el ser real que se es como integrante de la familia, el grupo y la colectividad.

            En resumen, la teoría vécica puede proporcionar medios para fortalecer la capacidad de enfrentar problemas y obstáculos, aliviar padecimientos, corregir traumas y recuperar las capacidades y habilidades que momentáneamente se han perdido. Al descubrir el papel desempeñado en la experiencia de vida, ayuda a no dejarse vencer ante las presiones y contrariedades que suelen embargar la convivencia y la vida social.


 

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ÍNDICE ANALÍTICO

Adversidad, 36, 47, 51

Algoritmos, 277, 291, 305

Angustia, 85, 128

Apariencia, 67, 109, 340, 354

Asombro, 456

Cambio, 103-106, 133, 183-184, 234, 326, 394

Circunstancia, 75-82, 155, 185, 225, 245, 304, 387, 464

Comparecencia, 16, 193

Conciencia, 24, 59, 74, 90, 92, 177, 223, 242, 259, 266, 269, 278, 286, 301, 324, 337, 341, 400, 440, 447, 455

Condición humana, 161-165, 317

Conducta, 77-93, 233, 278, 280, 376, 451-452, 471-472

Conveniencia, 160, 455, 468

Convivencia, 20, 77, 101, 139, 480

Cultura, 43, 97, 191, 233, 325, 461

Determinaciones, 19, 21-28, 114

Dios, 343, 427

Educación, 49, 216-217, 226, 461-462, 477-480

Empirismo, 37

Entorno, 506

Espacio, 56, 120, 263, 370, 380, 383, 405

Espíritu, 353, 485

Existencia, 87, 161, 193, 381, 487

Experiencia, 37, 124, 131-133, 141-149, 161, 176, 203-215, 230-233, 284-285, 290-296, 306, 332, 360, 362, 380-385, 392, 421-424, 452-462, 469-472, 476

Fe, 137, 139, 180, 219, 324

Fulguración, 111, 126-127, 144, 282, 370, 422

Historia vicisitudinaria o vécica, 13, 25, 118-119, 122, 310. 310

–efectual, 180-182

–la otra historia, 182

Historicismo vicisitudinario, 119

Ideas, 341-357

Imaginación, 333, 420

Impulso de vida, 465

Individualidad, 182, 225, 248

Información, 190-192, 207, 373, 471

Inquietud, 436

ntuición, 40, 44, 60, 203, 469-470

Interlocutor furtivo, 244, 439

Involucrarnos, 252

Memoria, 13, 56, 77, 166, 174, 180, 207, 290, 301, 340, 369-371, 388, 462

–de trabajo, 162

Mente, 158, 161, 192, 290, 304, 385

Misterio, 51-52, 436, 465-468

Momento, 38, 60-62, 87, 96, 151, 158-162, 173, 250-251, 289

Moral, 76-89

Mundo, 12-15, 42, 175, 180, 256, 341, 446

Muerte, 5, 228-235, 336-337

Nada, 104-105, 233

Objetividad, 145, 256, 265, 273, 276, 296, 301, 311-330, 408-409

Pensamiento, 35, 133-136, 193-194, 293, 308-309, 349, 433-438

Persona, 143, 173-174

Problema, 199-205, 219-225

Psiquis, psiquismo, 257, 286,309

Realidad, 10, 16, 193, 250, 271, 365, 404

Religión, 317, 455, 476

Saber, 60, 80, 115-116, 135-144, 157, 164-166, 172-175, 192, 201-208, 228,237, 247, 251, 313, 340, 344, 406, 437, 444, 447-448, 455-463, 479, 486-490

Sentidos, 60-61, 98, 129, 137, 155, 180, 186, 207, 211, 286, 333, 395

Sentimientos estéticos, 59-64

Sentir, 430

Ser, 190, 337, 432-434

Sociedad, 470

Subjetividad, 255-256, 265, 271, 285-319, 327-330, 349-395, 408-410 (ver objetividad)

Supervivencia, 16, 48, 453, 466

Tiempo, 57, 150, 333, 384

Transducción, 363

Verdad, verdadero, 14, 25, 47-53, 63, 112, 128, 131-142, 156-159, 174, 244, 487

Vecidad, 105

Vez, 38, 59, 77, 121-124, 144, 169, 171, 244, 299, 366, 412

Vida, 50, 166, 334

Vivencia, 118, 157, 268, 285, 365, 462

Vicisitud, vicisitudinario, 25, 38-40, 79-80, 105, 115-116, 117, 120 122, 126, 134-145, 185, 301, 407, 412, 481


 

ÍNDICE DE NOMBRES PROPIOS

 

Abbagnano, N., 411

Adler, A., 292

Adorno, T. W., 329-330

Alonso & Alonso, 376, 382

Ardao, A., 53

Augé, M., 361

Bataille, G., 297

Bateson, G., 283, 290-291

Bergson, H., 98, 313, 371, 387, 452, 457

Bersanelli, V., 458

Bilbeny, N., 83

Blatt, R., 325

Bloch, E., 126-130

Brentano, 128, 265-268, 280, 312   

Canetti, E., 313

Chomsky, N., 123, 374

Cotrufo, T., 377, 398

Croce, B., 59, 62, 67, 118

Dalmasio, A., 397

Delacroix. E., 60

Descartes, R., 65, 132-134

Dewey, J., 225-226, 410-412, 475-477

Dilthey, W., 67, 118, 285

Eliot, T. S., 430

Espinosa, B., 465, 467

Ey, H., 458

Ferrater Mora, J., 126, 139-140, 257, 270-271, 364, 428, 468

Feynman, R., 405-406

Fichte, J. G., 373, 392

Fussell, P., 294-295

Galeano Muñoz, J., 283, 285

García García, E. K, 375, 378, 387

Garrido, M., 294

Geertz, C., 39, 483, 494

Gildea, R., 494

Gurwitsch, A., 281-282, 303, 494

Guyau, J. M., 85-86

Haack, S., 289

Harari, Y, N., 320

Hartmann, N., 238-242

Hauser, A., 86

Hebb, D. O., 274-275, 291, 375,379

Hegel, G. F., 118, 307, 366

Heidegger, M., 128, 214, 293, 310

Holmes, R., 295-296

Husserl, E., 128, 266-268, 270, 274, 282

James, W., 257, 280, 282, 293, 298-299, 390-391, 454, 457

Jung, C. G., 278-281

Kant, I., 37, 64-66, 86, 108, 139, 141, 153, 270, 287, 306, 308, 330, 392, 441

Kolb, B. y Whishaw, I. Q., 275, 375, 381

Lacan, J., 281, 284

Levi-Strauss, C., 308-309

Leibniz, G. W., 65, 67, 276

Lewin, W., 334

Liberati, J., 276, 410

Linton, R., 449-452

Llambías de Azevedo, J., 373

Llinás, R., 283

Locke, J., 365

Lorenz, K., 276, 290, 361

Manrique, J., 370

Maturana, H., 255, 257, 267, 427

Merleau-Ponty, M., 128, 287-288

Moliner, M., 50, 272, 330, 360, 413, 432, 436-437

Oribe, E., 311, 324

Ortega y Gasset, J., 77, 147, 160, 163-164, 169, 175, 180, 184, 189, 192, 198, 209, 219, 224,228, 236, 238, 242, 250, 265, 275-276, 279, 286, 303, 310, 367, 423

Otto, R., 326

Palazzo, S., 371, 402-402

Penrose, R., 374, 394

Piaget, J., 278, 283-284, 286, 289, 292, 326

Platón, 257, 328, 348, 411

Popper, K., 105, 133, 310

Putnam, H., 424

Rahner, K., 446, 453-455

Rees, M., 99, 352, 394

Ridley, M., 387

Riedl, R., 276, 290

Rosenblueth, A., 166

Rosset, C., 387

Rovelli, C., 360, 394

Roudinesco, E., 277-278, 281

Sacks, O., 283

Sambarino, M., 88

San Agustín, 170, 214, 328

Schmidt, R.F., 376, 381

Schücking, L. L., 87

Shepherd, G., 363, 365, 381

Schutz, A., 484

Segundo, J. L., 426

Sellars, W., 46, 264, 268

Severino, E., 131-135, 359, 371, 385, 392

Shelley, P. B., 86

Tarski, A., 488

Trías, E., 304-309, 311, 325, 329-330

Vaz Ferreira, C., 286, 311, 353

Versace, S., 388

Wallon, H., 256, 258-259, 293, 326

Wittgenstein, L., 124, 489

Zambrano, M., 105

Zoja, L., 23, 367-368, 382

Zubiri, X, 64



[1] Se puede suponer, opuestamente, una subjetividad total o, como tercer supuesto, la ausencia de una y otra. Se ha afirmado, por ejemplo, que la relación del niño con los objetos se inicia “sin posibles distinciones entre el aspecto subjetivo y el aspecto objetivo de las situaciones” (Wallon, 1985, 232).

 

[2] Entre los griegos antiguos, “fenómeno” es “lo que aparece” o la “apariencia”, que Platón contrasta con la “realidad verdadera”. El mundo de los fenómenos o apariencias, pues, es el mundo de las “representaciones” (José Ferrater Mora, Diccionario de filosofía, ver fenómeno).

[3] Experiencia significa experiencia de algo externo que se supone que nos impresiona, sea espontáneamente o como consecuencia de nuestras actividades y acciones. Es cosa sabida que las impresiones afectan ciertos órdenes de secuencia y coexistencia, y que los hábitos de la mente copian los hábitos de las impresiones, por lo que nuestras imágenes de las cosas adoptan una disposición de tiempo y espacio que se parece a la disposición de tiempo y espacio del exterior. A las coexistencias y secuencias externas y uniformes corresponden conjunciones constantes de ideas, a las coexistencias y secuencias fortuitas, conjunciones casuales de ideas […] Si todas las conexiones entre ideas habidas en la mente pudieran ser interpretadas como otras tantas combinaciones de datos sensoriales que fueron fijados de este modo desde el exterior, entonces la experiencia, en el sentido común y legítimo de la palabra, sería el único arquitecto de la mente.” (James, 1989, 1045-46)

[4] “Los fenómenos psíquicos sólo pueden ser percibidos por la conciencia interior; para los físicos sólo es posible la percepción exterior”; “Los fenómenos psíquicos sólo pueden existir fenoménicamente; los físicos pueden también existir en la realidad” (Brentano, ob. cit., Libro II, capítulo I, §§ 6 y 7, pp. 91 y 93).

[5] Interconexión funcional de un grupo de neuronas.

[6] Unión entre una terminación axónica de una célula nerviosa y otra célula nerviosa. Axón: extensión por la cual la célula nerviosa trasmite el potencial de acción a otra neurona.

[7] Conexión funcional entre neuronas propuesta hipotéticamente por Hebb.

[8] El libro de D. O. Hebb es The Organization of Behavior, de 1949. La “ley de Hebb”, que regiría los procesos de aprendizaje, inspira los algoritmos de las redes “neuronales” de la inteligencia artificial.

[9] Ortega también afirma: “La cultura nos proporciona objetos ya purificados, que alguna vez fueron vida espontánea e inmediata, y hoy, gracias a la labor reflexiva, parecen libres del espacio y del tiempo, de la corrupción y del capricho…” (Ortega y Gasset, 1987, 23)

[10] Ampliamos en La humanización del tiempo (Liberati, 2015, 35 y 71). Véase el libro de Lorenz (Lorenz, 1974, 125). Nos ocupamos de la relación algorítmica entre bioquímica y conciencia en “Homo Deus o animal elegante”, revista ‘Relaciones’ N.º 395, abril de 2017, pp. 21 a 23.

 

[11] Expresión de Elizabeth Roudinesco, refiriéndose al psicoanálisis de Sigmund Freud (Roudinesco, ob. cit., 130).

 

[12] La vivencia “es una realidad que se presenta como tal de modo inmediato, de la que nos percatamos interiormente sin recorte alguno, no dada ni tampoco pensada […] No es presente, contiene ya pasado y futuro en la conciencia del presente ya que el concepto de presente no alberga ninguna dimensión en sí y la conciencia del presente contiene, por lo tanto, pasado y futuro.” (Dilthey, 1945, 420)

 

[13] Modelos explicativos basados en la noción de “algoritmo borroso” prosperan hoy en diversas disciplinas, además de lógica y matemática: genética, teoría de la evolución, psicología, estética.

 

[14] Rupert Riedl (obra citada, 52 y ss) aclara en el Glosario que por “algoritmo” se entiende un “procedimiento de decisión”. Por su parte, Konrad Lorenz habla de “mecanismo inductor ingénito”, el “aparato fisiológico que efectúa la filtración de los estímulos”; sería el responsable neural y fisiológico del enlace entre el receptor y el efector (Lorenz, ob. cit., 89 y 90). En la búsqueda de una explicación del fenómeno de la “receptividad inicial”, Lorenz está en la base de la noción de “algoritmo” adoptada por algunos biólogos hacia 1960. “Los organismos son algoritmos”, afirma hoy Yuval Noah Harari, llevando la idea a su extremo máximo (Harari, 2016, 99 y ss.).

 

[15]  “¡La circunstancia! Circum-stantia! ¡Las cosas mudas que están en nuestro próximo derredor! Muy cerca, muy cerca de nosotros levantan sus tácitas fisonomías con un gesto de humildad y de anhelo, como menesterosas de que aceptemos su ofrenda y a la par avergonzadas por la simplicidad aparente de su donativo. Y marchamos entre ellas ciegos para ellas, fija la mirada en remotas empresas, proyectados hacia la conquista de lejanas ciudades esquemáticas.” (Ortega y Gasset, 1987, 21)    

[16] El estudio de estas dos clases de relaciones, bien distintas, corresponde a un trabajo de introspección, al cual se debería volver bajo el perfil de introspección histórica (en sentido vicisitudinario o vécico).

[17] Se refiere a la elegía Pan y vino, del poeta alemán.

 

[18] Sometiendo aquí el concepto de límite a la concepción de Eugenio Trías: consiste en la frontera que divide tres territorios: el del logos, el del fuera del logos y el que corresponde a la misma frontera. Hay, pues, tres visiones posibles, que definen el ser ser como límite. El de la luz y la inteligencia, el de la sombra y la ignorancia, y uno intermedio que sufre las presiones de ambos (Trías, 1991, 15-29).

 

[19] Ver, por ejemplo, Juan¸ 13, 21; Lucas, 4, 2 y 12, 50; Marcos, 11, 15. Se le puede encontrar en los estados emocionales más cotidianos: “Se presentaron los fariseos… pidiéndole una señal del cielo, con el fin de ponerle a prueba. Dando un profundo gemido desde lo íntimo de su ser, dice: ‘¿Por qué esta generación pide una señal? Yo os aseguro: no se dará a esta generación ninguna señal.’ Y, dejándolos, se embarcó de nuevo, y se fue a la orilla opuesta”, Marcos, 8, 11-12. 

[20] “El Beethoven tardío revocó el ideal de la armonía. Y al decir armonía no me refiero a armonía en el sentido literalmente musical, puesto que la tonalidad y el predominio de la tríada permanecen intactos, sino que me refiero a la armonía en el sentido de la armonía estética, el contrapeso, la redondez, el equilibrio, la identidad del sujeto compositivo con su lenguaje. En estas obras tardías el lenguaje de la música o el material de la música habla por sí mismo y únicamente a través de las lagunas de este lenguaje habla el sujeto compositivo propiamente dicho, de un modo no del todo disímil a lo que ocurría con el lenguaje poético en el estilo tardío de Hölderlin. Se podría decir que por eso las obras tardías de Beethoven, que seguramente constituyen lo más sustancial y serio que se puede encontrar en música, tienen al mismo tiempo un momento de impropiedad porque nada de lo que en ellas aparece es simplemente lo que aparenta ser.” (Adorno, 2003, 170) 

[21] Lo más parecido a este “sentir” en el plano sensible resulta de considerar los termorreceptores nerviosos de la piel que detectan el calor proveniente de una fuente externa.


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