La modernidad ha venido imponiendo una visión lineal, cuantitativa y técnica del tiempo, del conocimiento y de la cultura, por la que ha quedado oculta a la inteligencia la dimensión más importante: la realidad creadora.
La historia de la filosofía moderna registra, entre lo
más importantes cultivadores de esta visión secular (que fundan los griegos y
helenos, medievales y renacentistas) a Descartes, Locke, Leibniz, Bacon, Newton,
Kant, Euler, Hegel, Darwin, Freud, Marx, Durkheim. Y ya con importantes modificaciones
de esta visión occidental y cristiana a Geulincx, Malebranche, Spinoza, Kierkegaard, Weber, Riemann,
Jasper, Einstein, Popper...
Vale la pena, sin embargo, recordar algunos
nombres de filósofos y científicos que intentaron apoyar sus concepciones en
aspectos diferentes, menos técnicos y más cualitativos. Entre ellos Bergson
(intuicionismo), Ribot (sentimientos), Husserl, N. Hartmann, Merleau
Ponty (fenomenología), Hilbert (metama-temática), Tarde (interacción social),
Spengler (morfología de la historia), Peirce, Dewey, James, F. C. S. Schiller
(pragmatismo), Spranger (formas de vida), Vaz Ferreira (lógica viva) y
muchos otros. Se suman Frege (la lógica), Wittgenstein
(el lenguaje), Łucasiewicz, Russell, Max Black (lógicas divergentes), Ortega y
Gasset (perspectivismo), Piaget (psicología genética), Reichenbach (inducción y
probabilidad), Heidegger (Dasein), Prigogine (leyes del caos), Deleuze, Frankl
(el sentido), Sloterdijk (esferas) y otras concepciones categóricas
admirables. Pero no se ha logrado cubrir la amplia gama de dudas y paradojas que
oculta la visión tradicional.
Porque esa visión viene pegada al
conocimiento sensible. Cuando el conocimiento se despega de un objeto que tiene
forzosamente que someterse a las propiedades de los objetos físicos, como
ocurrió con la matemática moderna, es decir, cuando un número natural
cualquiera pudo entrar a formar parte del cálculo mediante un n,
entonces se abre un nuevo campo, y que ya no es descriptivo sino analítico.
La teoría vécica, que se ocupa de cómo el
hombre común obtiene el saber que le permite vivir y desempeñarse en el entorno,
estudia la vez o la ocasión como fundamento vivo o vivencia de
ese saber, que es el que aplica cuando tiene que reaccionar desde la nada, decidir
qué hacer o a qué atenerse ante todo tipo de impedimentos, disyuntivas y
atolladeros.
La vez consiste en una circunstancia eventual
en la que lo adverso para la vida de una persona se convierte en favorable por
obra de su sólo esfuerzo. Concretamente, es un acto consciente que se realiza como
respuesta ante un problema y que, según resulte apropiado o inapropiado,
conveniente o no, propicio o contrario a los intereses de la subsistencia y la
supervivencia, espontáneamente pasa a formar parte del acervo personal de
conocimiento o saber común y corriente, al que llamamos vicisitudinario o
vécico.
De la relación entre el sujeto y el entorno
surge una idea exclusiva acerca de la realidad, generalizable o no más
allá de ese entorno. Esa idea se enriquece a medida que las veces suministran ajustes,
como lo hace un experimentador mediante ensayo y error. Y contiene una inicial clase
de verdad, provisional, relativa a los intereses de la persona que,
como tal, no es la verdad de la ciencia, aunque lo pueda ser del científico.
Es un umbral entre lo posible y lo real, el
límite entre lo que se desconoce absolutamente y lo que se sospecha. Es lo que
conduce a lo primariamente real y probablemente verdadero. Puede relacionarse
con la inducción, en tanto la verdad se pone a prueba en variedad de veces en
las que se aplica el mismo saber.
A diferencia del tiempo físico, que se mide
por el movimiento sucesivo de los objetos en el espacio, la vez es una
manifestación del sentir fenomenológico, la dinámica que transforma la
circunstancia inviable en circunstancia viable o posible. En este sentido, la
posibilidad es la intermediación del sujeto por la que su comparecencia en el
mundo, y el mundo, se vuelven reales.
En cada vez hay una novedad radical; no una repetición
ni sólo una rutina: hay un acontecimiento que mejora la capacidad de conocer
(saber vécico), de generar confianza en lo que se conoce (verdad vécica) y de
familiarizarse con el entorno (realidad vécica). No sólo es un hecho que acaece,
es también un acaecer que genera nuevos hechos –favorables. No es sólo lo que
ocurre en la vida, es también lo que permite que la vida ocurra.
La vez puede pensarse como modo en que se da la
realidad. No la realidad de las cosas, los seres y hechos, momentos y épocas,
lugares y paisajes, es decir, la realidad de las descripciones. La vez esconde el
proceso por el cual la realidad es aprehendida y se vuelve consciente en el
sujeto. Es la realidad para el sujeto, no para el resto de los sujetos
ni para el conocimiento alambicado: es la realidad haciéndose en la
concepción de cada conciencia y cada subjetividad.
Es el modo fundamental que permite que los
seres humanos formen parte del mundo en el que aparecen cuando nacen, porque proporciona
los medios directos para conocerlo, no sólo intelectuales, y porque lo instala en
un ecosistema a la vez que crea ese ecosistema.
En general se atribuye a la cultura el poder
de instalar al sujeto en un determinado ámbito social de memoria, prácticas
colectivas, hábitos y modalidades particulares de vida. Es lo que el individuo
encuentra y adquiere, asimila y acomoda a su manera. Pero no se adquiere ni
asimila ni acomoda sin una compleja elaboración interna.
Participa el intelecto, la razón, la
intuición, las emociones, en fin, el bagaje inteligente del sujeto. Y también una
clase de interés primordial que se define en tanto la inteligencia encuentra lo
que busca y necesita. No se asimila ni se hace propio por ninguna causa
cualquiera, sino para vivir, para encontrar y personalizar su lugar en el mundo
(o el lugar en su mundo).
Es posible explicar una cosa sin formar parte
del mundo de la cosa. Por ejemplo, podemos explicar una bacteria patógena, la
radiación atómica o el satélite de Júpiter Ganímedes. Podemos describir la
bacteria, la radiación y Ganímedes, pero aun así no sabríamos qué nos pasaría
si la bacteria invadiera nuestro cuerpo o lo alcanzara la radiación, ni sabríamos
cómo desarrollar la vida en Ganímedes.
Sólo si la bacteria o la radiación nos
enferma o si pudiéramos ir hasta Ganímedes adquiriremos el conocimiento preciso
de lo que nos pasaría. Es el problema en torno a la cosa lo que importa para
saber qué hacer con la cosa. Si es algo que no nos hace daño ni nos es hostil, podemos
tratarlo hasta con indiferencia. Pero si es negativo, al entrar a formar parte
del ecosistema todo cambia, porque aprendemos a ver las cosas por experiencia
propia.
La ciencia lo puede prever muchas veces, adelantar
qué nos pasaría al habitar Ganímedes y muchas más. Pero no nos enseña a asimilar
la cultura ni a conseguir cómo alimentarnos o abrigarnos en la vida corriente. No
puede enseñarnos a vivir, aunque sí a preservar la vida, a cuidarla, a sanarla
y, repetimos, a entenderla.
Nuestro ser o existir, y el estar en el mundo,
funcionan sin que nadie pueda enseñar la manera como lo hacen. No nos basta con
sólo aprender cómo son el mundo y la vida, porque necesitamos también saber qué
hacer con ellos, qué hacer con lo que nos enseñan al respecto, y con lo que
aprendemos solos para formar parte de ellos. No venimos integrados al mundo; no
venimos con el mundo.
La naturaleza interpuso un vacío, ni siquiera
un vacío, una nada, entre la continuidad del mundo y la nuestra. Puso la muerte
como diferencia entre la descripción del mundo y la de la vida. Un abismal hiato,
inextricable para la conciencia, segura de sí misma, afirmada en su valor
intrínseco, que concibe la vida como algo perdurable, sin derogaciones últimas.
En la vida diaria resolvemos cantidad de
problemas con la ayuda de la ciencia. Pero no somos nosotros en verdad quienes los
resolvemos, y sólo aplicamos recursos que nos brinda la ciencia;
"sabemos" sí, o nos enseñan, cómo se aplican. Los problemas que no
puede resolver la ciencia son nuestros verdaderos problemas, los que tenemos
que resolver sin ayuda, aplicando lo que hemos experimentado en la vida, en
contacto con los seres, los hechos y las cosas, por participar con ellos de un
mismo mundo.
Para participar en el mismo mundo es preciso
experimentarlo, vivirlo, someterse a sus condiciones favorables y desfavorables.
Si quisiéramos participar en él siguiendo lo que podemos conocer de sus
descripciones, fracasaríamos. Sería como si de pronto nos trasladaran a
Ganímedes y nos obligaran a vivir allí.
Es la consigna que se esconde tras la visión
intelectualista, espaciotemporal e imaginaria del logos, es
decir, el paradigma del conocimiento, el símbolo del saber racional de la tradición
milenaria. Es una consigna fundamental, pero que no puede gobernar toda la
actividad del hombre.
La necesidad de vivir es un impulso que ya
poseemos cuando nacemos. Consiste en dar con lo que proporciona alimento,
abrigo, salud, seguridad, medios de defensión. E incluye emociones,
sentimientos y pasiones, afectos, la necesidad de compañía, respeto,
comprensión, interlocución, comunicación, intimidad, amistad, todo lo que también
se incluye en el impulso original de vida.
No sólo venimos para volvernos parte de la
realidad; venimos para formar parte de ella, y para transformarla. En lo que
toca a cada uno, la realidad vécica es la realidad que se corresponde con lo
que hacemos para transformarla y transformarnos. Cada transformación se
interpreta como paso del tiempo, pero el paso lo damos nosotros, no el tiempo. No
sabemos qué es y menos qué hace.
El tiempo no cuenta en el dominio de la
realidad vécica; no existe. De acuerdo con la idea de tiempo, se diría que todo
acontecer humano se expresa merced a una sola imprimación cerebral, activa e inteligente.
Pero esa sería una descripción todavía esclava de la antigua concepción
espaciotemporal.
Debe decirse, y sólo aproximándonos a una
descripción correcta, porque su perfección es impedida por los significados
rituales de las palabras, que todo acontecer humano es una sola realización que
abarca el resultado de las realizaciones bien realizadas (como se dice
de las fórmulas bien formadas en lógica) que funcionan intermitente y discretamente.
Para el punto de vista vécico el cerebro es el acontecer, la
imprimación. No hay algo antes sobre lo cual luego se imprima algo.
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